Peligrosidad y cárcel

Peligrosidad y cárcel Por Jorge F. Fliess Revista Penal y Penitenciaria (1945) Del Instituto de Criminología de la Dirección General de Institutos Pe

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Peligrosidad y cárcel Por Jorge F. Fliess Revista Penal y Penitenciaria (1945)

Del Instituto de Criminología de la Dirección General de Institutos Penales I.

VALORACIÓN DE LA PELIGROSIDAD DEL ENCARCELADO: ELEMENTO ESENCIAL

Conocida son las opiniones encontradas, las polémicas y las dificultades teóricas que, en torno al concepto de la peligrosidad criminal, han surgido desde que esa noción apareció en el campo penal. No es nuestro propósito tocar aquí esa delicada cuestión. Sin embargo –y para situarnos–, debemos aclarar que, de plano, rechazamos la posición de quienes pretenden hacer vales a la peligrosidad como fundamento de la responsabilidad. También apartamos la llamada peligrosidad predelictual, no sólo porque en gran parte es inaceptable jurídica y políticamente, sino, además, por su dificilísima realización práctica. La teoría de la peligrosidad es válida, en cambio, referida a la aplicación de la sanción penal, esto es, a la elección de su clase, a su graduación y a los cambios que puede sufrir durante su ejecución. Sobre esto no hay casi discrepancias –aunque sí sobre su extensión–, y el principio está fijado en muchos códigos penales, inclusive el nuestro Si, pues, al imponer una pena a un delincuente hay que tener en cuenta su peligrosidad, la valoración de ésta es previa a la condena. Esto es clarísimo, pero lo destacamos porque lo que nos interesa es diferenciar ese juicio o examen de peligrosidad anterior a la pena, de otro posterior al acto condenatorio: el examen de peligrosidad durante la ejecución penal, cuyo objeto jurídico es, en cierto modo, opuesto al de aquel, ya que tiene por finalidad determinar un acto liberatorio; o la libertad condicional o, secundariamente, el indulto. Y bien, una cosa es el estudio de la peligrosidad de un delincuente, tal como llega al juez que lo ha de condenar, y otra el estudio de la peligrosidad de un penado o recluso. Entre uno y otro examen interviene un elemento fundamental: la vida carcelaria, el tiempo que el delincuente ha llevado preso, sujeto a esa forma de vida tan típicamente característica y que, por lo general, ejerce una tan grande influencia sobre sus modalidades y psiquismo, en suma, sobre su personalidad psico social (para sólo referirnos a los cambios de mayor significación penal: la elevación moral, la resocialización, la intimidación; o el desali4ento, la corrupción y degradación, el odio y la rebeldía, etc.). Por eso, para establecer la peligrosidad de un recluso, además de todos los elementos que enumeran los autores, debe agregarse otro: la vida y conducta carcelaria. Tomando el cuadro de Luis Juiménez de Azúa, el –más sistemático y completo- al decir del doctor Sebastián Soler, tenemos que en él se concretan los siguientes elementos: a)

La personalidad del hombre en su triple aspecto antropológico, psíquico y moral;

b)

La vida anterior al delito;

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c)

La conducta del agente posterior al hecho delictivo;

d)

La calidad de los motivos;

e)

El delito cometió.

Este sistema, como todos los demás, ha sido pensado y construido para ser aplicado al delincuente y para servir al juez, -también al perito-, que sobre la base de la peligrosidad, debe aplicar una sanción. Claro, que también sirve para averiguar la peligrosidad de un recluso; pero, como no puede ocultarse, respecto de éste falta el elemento esencial, precisamente el que puede hacer variar totalmente la ecuación personal- (Soler) o el -coeficiente personal de peligrosidad- (Peco) del sujeto examinado: lo convivencial carcelario, la evolución de la personalidad del encarcelado y su comportamiento general. Porque para decirlo con Soler, -la peligrosidad tiende necesariamente a ser el producto de un conjunto de datos extraídos del individuo y de su medio social como factor de su conducta-, es un –complejo de datos-, cuya meta es –el hallazgo de la fórmula individual-. Y ¿cómo no ha de variar- ahora no interesa en qué sentido- esa fórmula personal o ecuación, si el medio social y la forma de vida, necesariamente, han cambiado por manera radical? Es que, como se comprende, el examen de peligrosidad es algo actual y la peligrosidad efectiva debe serlo con respecto a la transformación –positiva o negativa– ocurrida en la cárcel y por efecto de la cárcel. Quede, por lo tanto, bien determinado, que el factos esencial en la valoración de la peligrosidad del penado o recluso es su vida penal y su conducta y el estudio de su personalidad actual y concreta a través y en función de aquellas. Por eso, sin dejar de reconocer que el delito, la vida anterior a éste, etc., deben considerarse en la apreciación de la peligrosidad del encarcelado –pero con un criterio distinto al que se tuvo en la estimativa del juicio condenatorio–, llamamos la atención sobre el hecho de que algunos les dan excesiva preeminencia, sub-valorando el elemento esencial. En cambio, otros llegan al extremo opuesto.

II. VALORACIÓN DE LA PELIGROSIDAD DEL ENCARCELADO: ELEMENTO ESENCIAL El concepto de peligrosidad tiene un significado inequívoco y no difícil de entender. Peligrosidad quiere decir la posibilidad, la probabilidad de que un sujeto cometa delitos. Mejor dicho, que cometa nuevos delitos, puesto que prescindimos de la peligrosidad pre delictual. El delito posible, y por lo mismo futuro, es el criterio que la preside. También se ha dicho que es la aptitud, la idoneidad, la inclinación que tiene un sujeto para delinquir; o la muy relevante capacidad en que se encuentra una persona para cometer un delito. Es algo así como una vocación delictual. Mas, si bien ese concepto no es difícil de comprender, para ello, como para todo conocimiento, debe partirse de su aprendizaje. Como toda expresión técnica, tiene ella un significado propio, que no es posible conocer sin hacerlo estudiado previamente. Y, para adquirir esa noción –pero claro, no todas las cuestiones que ella engloba–, bastaría una breve explicación verbal o la lectura de unas pocas p{aginas. Porque lo fundamental es saber que esa palabra tiene un sentido inconfundible y que, si el lenguaje vulgar puede utilizarse el vocablo peligrosidad en diversas acepciones, en materia penal y criminológica sólo tiene una única y específica acepción.

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Precisamente, por ignorar el alcance y valor de ese tecnicismo, con toda frecuencia incurren los funcionarios de las cárceles en un grave error. Es que la palabra ha ingresado a su léxico, pero no su contenido científico. Y ello porque la han oído en conversaciones o la leyeron tantas veces en sentencias, en notas administrativas o en alguna revista, pero siempre en forma aplicada a un caso particular o dando por sabida la noción teórica –de que carecían–. Luego, al emplear la palabra, le han dado un contenido diferente; un contenido penitenciario gremial, que expresa, sí, una realidad, pero no la verdadera y técnica de la peligrosidad criminal o delictual. Buena parte de los empleados de cárceles entienden por –peligrosidad– la mayor o menos adaptación del recluso al régimen de la prisión y su comportamiento disciplinario dentro de la misma. Y por modo fundamental, el –peligro- que el penado pueda significar para la seguridad y tranquilidad del establecimiento y de sus guardianes; en primer lugar, las posibles fugas, luego las sublevaciones, después las rebeldías, y así hasta el último acto de indisciplina. Es que, como dice el doctor Juan P. Ramos, los encargados de hacer cumplir las sanciones –proceden–, generalmente, impelidos por un criterio gremial de vigilancia y de disciplina, que excluye un estudio ordenado de toda la personalidad actuante del delincuente, por lo cual no es posible suponer ni siquiera como ilusión filantrópica, que son los funcionarios más indicados para demostrar la mayor o menor peligrosidad de los recluidos. Para evitar equívocos, a –eso– que los carceleros llaman –peligrosidad– habría que designarlo con otro nombre. Como parece difícil encontrar la expresión adecuada, y, sobre todo, previendo que resultaría muy problemático desarraigar la costumbre, creemos sería útil que a esa peligrosidad se le agregara el calificativo de penitenciaria. Así se le fija bien su alcance, quedando circunspecta y referida exclusivamente a la cárcel y diferenciada de la verdadera peligrosidad, que es delictual. Ahora bien, ¿en qué relación está esa –peligrosidad penitenciaria– con la peligrosidad criminal? ¿es que aquella es sólo un aspecto de ésta? O ¿es que son realidades y conceptos independientes y autónomos? Ni una cosa ni otra. Existe, sí, una vinculación entre ellas, pero no siempre se corresponden. Aclaremos. Aunque muchas veces un recluso de quien los carceleros dicen que es peligroso –en sentido penitenciario–, es, en efecto, criminalmente peligroso, algunas no sucede lo mismo. Y, a la inversa, de quien otras veces llegan a decir que no es peligroso –porque se porta bien, no da ningún trabajo y es sumiso y humilde-, lo es, y definidamente. Pero, no todo acto de indisciplina, ni toda inadaptación carcelaria caen dentro de la –peligrosidad penitenciaria–. Y, con ese criterio de custodia, es lógico que así sea, pues hay muchas faltas que, aunque sancionables disciplinariamente, no implican un verdadero peligro para el orden, la seguridad y la tranquilidad del penal, que no se ve comprometido seriamente con ellas. Dentro de esta categoría pueden incluirse, por ejemplo, las faltas que tengan las características de una travesura. En general, los actos de inmoralidad sexual, si no provocan escándalo por lo general, en la indolencia (inasistencias por maña, escapadas, etc.). Y es interesante destacar que, a veces, esos actos cometidos en los penales que, según limitado criterio del empleado carcelario, no revelan peligrosidad, pueden tenerla –y grande– con referencia a la verdadera peligrosidad (delictual). Así, el caso de un recluso que, por infantil, por travieso, por irreflexivo, en una palabra, por débil mental, cae en transgresiones de escasa gravedad disciplinaria, y que, precisamente, llegó también al delito por esa misma modalidad definidora de su psicología. Si se

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trata de faltas de naturaleza sexual y quien las realiza está condenado por delitos de tal índole. También, el caso de aquellos que delinquieron porque no les gustaba trabajar y que, como reclusos, comenten infracciones por haraganería. Al contrario, un recluso que, por ansias de libertad intenta fugarse, es considerado, casi invariablemente, como peligroso –desde el punto de vista penitenciario–, y muy bien puede no serlo delincuentemente. Y no es éste el único ejemplo. Ciertas rebeldías –en ocasiones fundadas en un sentimiento de dignidad, de propia estimación, de honor, y aun en otras menos elevados, pero muy humanos, –son juzgadas severamente por el carcelero, y, a quien las comete, se le moteja de –tipo peligroso–; calificación que después será difícil levantar en el ambiente de custodias, aunque en el fondo, se trate de un hombre que solo accidentalmente llegó a la cárcel y que quizá por eso le resulte más intolerable.

III. VALORACIÓN DE LA PELIGROSIDAD DEL ENCARCELADO: ELEMENTO ESENCIAL Es un hecho comprobado que la inadaptación persistente y continuada, el no sometimiento al régimen de la cárcel, implica subsistencia de peligrosidad delictual, por ser síntoma en la mayoría de los casos, de la inadaptabilidad integral del sujeto. No debe dársele, en cambio, esa interpretación y ese valor sintomático, a la rebeldía inicial de ciertos reclusos reacios a la vida y a la disciplina penitenciaria, pues, recién ingresados, el cambio entre la libertad y el encierro es tan grande, que hace explicable el hecho. Además, en esta cuestión, todo depende de la naturaleza de la inadaptación, pues hay reclusos que puedan tener muchos castigos sin que ellos impliquen mayor peligrosidad. Es que una cosa es la adaptación a la vida carcelaria y otra a la vida libre. Si bien es cierto que la mayoría de los delincuentes llegan a la cárcel, precisamente, por inadaptabilidad a vida de libertad, pues no supieron o no pudieron someterse y acatar las normas que la convivencia exige e impone, hay cados de sujetos que, si presentar síntomas antisociales graves, jamás llegan a soportar sin castigos esa vida donde está reglamentado y mecanizado, donde se mata la espontaneidad y en la que está ausente esa libertad de los pequeños detalles e intimidades. En cambio, como es sobradamente conocido, se da el fenómeno contrario a la adaptación al sistema de la cárcel y de la inadaptabilidad al régimen de la vida libre. Es el caso tan frecuente entre los habituales y crónicos del delito y de la cárcel. Se ha denominado a eso adaptación pasiva o mimetismo carcelario. Nosotros preferimos llamarle acomodación carcelaria, dejando las anteriores expresiones para ciertos delincuentes primarios, en que, si bien se observa fenómeno análogo, el obedece a un mecanismo psicólogo diferente. El delincuente habitual, el crónico de prisiones, por una razón de cálculo, de inteligencia diríamos, suele conducirse bien en la cárcel, pues comprende que es mejor negocio proceder así. Aunque conscientemente, no lo hace por motivos de mejoramiento personal ni por íntimo, convencimiento oral, sino –entre picaresco y cínico- para pasarlo mejor, y también porque, para muchos, es preferible la actividad del trabajo, ya que son temperamentos activos, cuya actividad en libertad tiene una orientación aberrante: el delito. De allí que solo en cierto sentido esa adaptación sea pasiva –en el sentido de los resultados o efectos-, pero no como actitud psíquica o vital, pues, desde ese punto de vista, lejos está de ser mecánica, ya

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que es un proceso más que todo racional, reflexivo. Por eso preferimos la expresión acomodación carcelaria, ya que la semántica de la palabra acomodar sugiere la conveniencia, el oportunismo, el conformarse, el avenimiento o la transacción. Llamamos adaptación pasiva o mimetismo carcelario al proceso casi biológico o mecánico de algunos delincuentes, por lo general primarios y criminales instintivos –asesinos, violadores, incendiarios–, entre los que abundan los débiles mentales, y cuyo sometimiento a la vida y regla penitenciaria se produce casi sin crisis psicológica, sin sufrimiento, sin conmoción de la personalidad, sino por natural pasividad psíquica y vital, por aceptación instintiva o irracional. En una palabra, por mimetismo. Estos últimos son los casos de ejemplares conductas, pero conductas sin mayor valor criminológico, contrariamente a la opinión de muchos carceleros que, con criterio penitenciario, las supervaloran. En la Cárcel de Tierra del Fuego tuvimos oportunidad de comprobarlo, y si en toda cárcel hay siempre algún representante de esta categoría, en aquella no son pocos. Lo que se explica, pues allá van los autores de grandes crímenes, de inferior mentalidad y condenados a largas, cuando no penas perpetuas. Sobre esos seres impermeables moralmente, los años de cárcel resbalan como el agua sobre una roca y aun el mismo efecto intimidatorio de la pena es limitado. Son seres que, como los burros, siempre que les aten dan vueltas eternamente alrededor de la novia, pero cuando les sacan de allí y dejan librados a su propia iniciativa, se paralizan o poco menos. Lo reglamentado, lo mecánico y monótono del régimen de la cárcel les cuadra a maravilla a estos sujetos rutinarios y vacíos de espíritu que hacen una vida puramente vegetativa. Son seres a quienes, por decirlo así, les cuesta menos portarse bien que mal y que, hasta por ley del mínimo esfuerzo, siguen el camino que les traza la autoridad sin pensar, siquiera, en que pueda existir otro. Son tan insignificantes que hasta les falta capacidad para portarse mal, -mal en el encierro, aunque en libertad hayan cometido crímenes feroces con toda soltura. La existencia de esta categoría de reclusos, si es que así pueden llamarse, transcurre fácil y despreocupadamente, y, en cierto modo, hasta placente4ra, en cuanto esto es posible sin libertad. En cambio, la adaptación activa en la cárcel es, en primer lugar, la de aquellos reclusos que aceptan la pena como un justo castigo, cosa que, en mayor o menor medida, presupone el remordimiento y el arrepentimiento. De estos no abundan en los penales y no es de asombrarse, porque tampoco sobran entre los no delincuentes las personas que se arrepienten por el mal que hacen. La lógica de cada uno casi siempre encuentra razones con que justificarse. Y, por lo común, hasta el más tremendo asesino tiene su lógica, su lógica criminal. Luego están los reclusos que, portándose bien y demostrando voluntad para el trabajo, reconocen que obraron mal en sentido jurídico, social y político, por eso más que por motivos éticos, no se debe delinquir. Enseguida, siempre entre los reclusos de adaptación activa, lo que, con buena conducta y hábitos de trabajo, han llegado a convencerse de que el delito es un mal negocio y que trabajando honradamente en la vida libre se consigue no solo tranquilidad, sino asimismo a la larga, mayores ingresos pecuniarios que viviendo de lo ajeno. O que las situaciones difíciles no conviene resolverlas por la violencia, sino con soluciones pacíficas.

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Por último, los reclusos de orden y trabajo a quienes la pena en concreto les intimida como para que, aprovechando la lección, no vuelvan a delinquir, simplemente, por temor de las consecuencias. A todos estos, sea por uno o por otro factor, la cárcel resocializa, creándoles inhibiciones de diverso orden. Como a nadie escapara, no es fácil tarea la de valorar criminológicamente el comportamiento integral –y no solo el oficial- de un recluso. Para ello hay que estudiar su personalidad psicosocial, la forma en que, como dice el Código Penal, observa o no –con regularidad los reglamentos carcelarios- y hacer un análisis subjetivo de las faltas y castigos. Y esto, como es obvio, a base no solo de papeles desde la sentencia y prontuario, pasando por la ficha médica, hasta los informes y planillas de las diversas secciones del penal: escuela, talleres y alcaidía, sino, especialmente, por medio del examen y estudio directo del hombre. Pero no entraremos ahora en esa cuestión de práctica criminológica. Según se dijo, no toda inconducta es reveladora de peligrosidad. Pero esto no es posible establecerlo en una forma genérica sino al estudiar concretamente cada caso, ya que una falta de poca entidad puede ser síntoma de aquello, mientras que una grave puede no serlo. Todo depende del enlace que exista entre el acto de indisciplina y la personalidad integral del autor. Sobre la importancia que puede tener una análisis y valoración de las faltas y castigos de los reclusos, vamos a recordar un caso que examinamos en la Cárcel de Ushuaia. Según la planilla disciplinaria, al recluso en cuestión se lo había sancionado por –intentar hablar con personas extrañas al penal-. Esta falta, así escuetamente enunciada es gravísima, y, sin embargo, en concreto, la falta fue leve por circunstancias y motivación. Según decía el parte del empleado denunciante, trabajando el recluso en el Economato, al ver pasar al abastecedor de carne del penal, “le pidió que le trajera una vejiga de capón”. Y bien, el recluso, hombre de campo pedía la vejiga para cubrir un mate que se le había rajado, no pudiendo adquirir uno nuevo por no disponer de peculio. En esto de castigos estamos por creer que lo normal en una cárcel es no sufrirlos, pues, como decía el doctor Joaquín B. González, en “Todo hombre privado de su libertad” existe “una natural rebeldía” y porque, según la, por humana, sabia frase de Luis B. Varela, “no puede exigirse a un condenado una conducta tan ejemplar como no la observan los hombres libres”. Nuestro criterio para apreciar la forma en que los reclusos cumplen con “los reglamentos carcelarios” consiste especialmente en el examen de la vida de trabajo, pues en el trabajo es donde mejor se evidencia su comportamiento y su readaptación, salvo, claro está, ciertos casos. Con miras a establecer la peligrosidad delictual nos ha sido posible corregir o atenuar, con relación a algunos reclusos, informes desfavorables de alcaidía, mientras que los malos informes de la sección talleres prácticamente son concluyentes y coinciden con la negativa psicológica del sujeto en cuestión.

IV. PELIGROSIDAD Y CORREGIBILIDAD Todo juicio de peligrosidad, en el fondo, involucra un juicio de corregibilidad, pues, partiendo del diagnostico o conocimiento actual del sujeto (porque delinquió, como delinquió), debe llegarse al

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pronóstico, es decir, a conjeturar que es lo que puede esperarse en el futuro de ese sujeto. Y, de acuerdo al diagnostico y al pronóstico, será el tratamiento durante su reclusión. Con todo, puede establecerse alguna diferencia entre ambos juicios. Verdad es que los dos miran al futuro. Uno a la probabilidad de cometer un nuevo delito, es decir, a la reincidencia. Y otro a la posibilidad de corrección, y por lo tanto, también a la no recaída. Pero en cuanto a los elementos de uno u otro juicio o “cálculo de probabilidades” que lo que menos tiene es de matemático, si bien no pocos de ellos son comunes, hay divergencias. El juicio de peligrosidad que hace el juez para condenar tiene especialmente en cuenta circunstancias pasadas: el delito cometido, con sus motivos y la conducta posterior, y la vida del delincuente y su conducta anteriores al acto. Y, también, un elemento presente: la personalidad integral del sujeto. El juicio de corregibilidad tiene en cuenta el delito, etc., y la personalidad, pero, más que nada, la posible y probable evolución por lo tanto futura de esa personalidad en un medio determinado: la cárcel. Por eso, podría decirse que el juicio de peligrosidad, en sentido restringido no está integrado con el elemento pedagógico; elemento que es fundamental en el juicio de corregibilidad. De allí que pudiera sostenerse que la peligrosidad juega sobre todo en el momento del juicio y condenación, mientras que en la instancia ejecutiva de la pena, en la cárcel, lo que importa es la reformalidad. Claro está que, como ya lo dijimos, el juicio de peligrosidad, en el fondo, involucra un juicio de corregibilidad. Por eso, aún en la instancia judicial de la condenación, el juez, al estimar la peligrosidad de un sujeto, debe tener en cuenta también el elemento de reforma o corrección posible, es decir, el elemento pedagógico, en el sentido de lo que es dable esperar del sujeto a quien aplica la pena. Pero, donde resulta esencial la apreciación psicológica subjetiva es durante la ejecución de esa pena, por sobre ella se fundará la aplicación pedagógica subjetiva o tratamiento correccional, cuya finalidad principal es hacer que la peligrosidad disminuya o desaparezca. Llegamos, así, a nuestro punto de partida: para establecer la peligrosidad de un recluso, sobre todo al pedir su libertad condicional que según nuestra ley supone haber cumplido los dos tercios de la condena, lo fundamental es hacer el estudio de personalidad actual, en función de su vida y conducta carcelarias, apreciando lo que el sujeto era al delinquir y lo que es al momento del examen. El delito, la vida pasada en libertad, etc., en principio no será lo decisivo, ya lo fue al aplicarle la pena, sino lo relativo y subordinado a lo ocurrido en los años de régimen penal. En ese estudio hay que aplicar un criterio criminológico –correccional-, con sentido evolutivo, comparativo y relacional.

V. LA RESOCIALIZACIÓN PENAL ¿Qué se propone la cárcel? La cárcel no puede pretender hacer de todos los malos buenos y debe conformarse con imposibilitar a que el “malo” exprese su maldad en actos que lesionen ajenos, intereses o valores colectivos. Más que a moralizar, la cárcel tiende a resocializar o, simplemente, a socializar en muchos casos.

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Esto es, a inhibir social, psíquica o biológicamente a los ineducados, débiles, instintivamente inferiores o socialmente corrompidos. Por cierto que el ideal sería que la acción de la cárcel elevara moralmente a todos. Pero no hay que desesperar porque eso no ocurra, ya que gran proporción de gentes honradas, se abstienen de delinquir no por motivos morales, sino, sencillamente, por medio al código penal o miedo al descredito social. Lo importante, pues, es que la cárcel cree o contribuya a la adquisición o fortalecimiento de la civilidad, de nociones y hábitos de convivencia y que lleve al recluso al convencimiento de que ni se debe ni es conveniente delinquir porque la sociedad –estado- lo prohíbe y la Ley lo castiga duramente. Persuadirle de que, en la vida de libertad, tiene derecho a hacer cualquier cosa con tal de que lo ejecute por medio de “soluciones civilizadas”; según la feliz expresión del profesor español Emilio Mira López. Como antes en abstracto, la pena en concreto trata de poner contra motivos a la conducta delictuosa. Por eso, enumerando los fines correctivos de la pena, en concreto podemos decir que aquellos son los siguientes: 1. Inhibiciones de orden moral y religioso: hacer comprender el mal que han cometido como mal en sí, arrepentirse, reformarse, hacerse “bueno” por cuestión de conciencia y de principios. 2. Inhibiciones intelectuales: hacer comprender el error en que se ha incurrido, la estupidez y lo absurdo de la conducta y sus consecuencias personales y sociales. Convencerle con razones y demostraciones prácticas y hasta egoístas de que el delito es un mal negocio, un error de cálculo, algo no conveniente por improductivo y porque nada resuelve. 3. Inhibiciones propiamente sociales: enseñar un oficio útil, instruir, educar en el sentido de la comunicad, de la disciplina, del orden, la higiene, etc. Esta es la misión fundamental de la cárcel y que solo se consigue por acción, por obra. 4. Inhibiciones estéticas, aunque en parte comprendidas en la anterior categoría, merecen consideración autónoma; educación de la sensibilidad y del gusto; afinación de la grosería, de lo burdo y tosco, tan común entre los delincuentes y que unido a la insensibilidad moral, es factos criminal. 5. Inhibiciones biológicas: llamémosle así con disculpas de la psicología; de curación o innocuización por medio de tratamientos médicos de enfermedades, de defectos o de vicios; operaciones; terapéuticas glandulares, curas anti guión alcoholices o contra la toxicomanía, etc. 6. Inhibición jurídica: la intimidación concreta que, de la pena en abstracto, es el único fin. Se realiza por sí sola, por el mero transcurso del tiempo sin libertad. Sin duda, en contra de lo que suele afirmarse y pese a los reincidentes, este factos inhibitorio es de gran eficacia. Por experiencia hemos visto que la cárcel mejora y corrige a muchos delincuentes. Claro está que nos referimos a establecimientos donde, sino perfecto, existe un régimen penal aceptable, como lo es el de las mayorías de las cárceles dependientes de la Dirección General de Institutos Penales que son las que tenemos en cuenta.

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Es frecuente, al hablar de las cárceles, comentar las influencias y los aspectos negativos, corruptores y degradantes. No vamos a discutir la existencia de esa realidad que conocemos, pero preferimos aquí referirnos a la faz positiva de la institución. Infinidad de reclusos se elevan social, moral, intelectual y estéticamente. Algo notorio es el proceso de refinamiento y pulimentación exterior porque han pasado muchos reclusos. En los modales, en el trato, en el lenguaje, en el comportamiento externo general han mejorado muchísimo y ello, es obra directa de la acción socializadora de la cárcel que, aunque no se lo proponga, realiza de todos modos y no solo la instrucción. Ese refinamiento es obra, además que de la educación, instrucción, normas de orden y urbanidad que en todo penal existen, del continuo trato y convivencia con otros reclusos más educados y cultos, con quienes se conversa y se entrecruzan relaciones de toda índole. Es en esa forma de reflejo y por imitación –típicamente sociológica- como se adquieren prácticas y conocimientos mundanos y sociables, modales corteses y afabilidad en el trato, y, aún, como se afina el gusto y los sentimientos. Aprender un oficio, una profesión o mejorar la propia es esencial a todo régimen penitenciario. Y bien, muchos son los reclusos que lo consiguen y algunos llegan a dominarlos. El resultado no es sólo profesional, pues el trabajo disciplina, educa, hace llevadero el encierro, fortalece la voluntad y despierta ambiciones legítimas y realizables. Superación del analfabetismo y asimilación de instrucción suficiente, no sólo como arma útil en la lucha por la vida, sino como factor de cultivo intelectual y moral, es cosa fácil de comprobar en las cárceles de que hablamos. También relacionado con la inteligencia y los sentimientos del preso, inmensos son los beneficios que se obtienen de la lectura de los libros de la Biblioteca. Su acción es muy grande en la vida y en la formación espiritual del recluso, por lo general ignorante. La doctrina cristiana, al par que enseña tolerancia y resignación, da esperanza y, sobre todo, pule los sentimientos. El arte –la música, la pintura, el canto, la poesía–, sino en todas, en varias cárceles nacionales se cultiva y se fomenta entre los reclusos y, por modestos que sean sus expresiones y alcances, cumplen una alta finalidad: obran como sedantes, encauzan los instintos, suavizan las pasiones, disminuyen el aislamiento con el mundo y hacen más libre al ser limitado y torpe. Más no entraremos ahora al detalle de estas cuestiones. Creemos que se puede hablar de una “cultura carcelaria” típica –desde luego que en sentido del resultado-, que es una mezcla o producto de todos los elementos que acabamos de considerar, y entre los cuales es factor muy importante del autodidactismo. Lo interesante y lo eficaz es la significación moral que tiene esa cultura y esa instrucción y la influencia que ejercen sobre los sentimientos y la reflexión, como, asimismo, la medida en que contribuyen al adecuado desarrollo funcional de las facultades psíquicas. En este sentido hay reclusos que, verdaderamente, sufrieron una notable metamorfosis. Seres que al ingresar a la cárcel estaban, como ciegos para muchas cosas, que eran como niños o como animales, según la auto calificación de más de un recluso-, después de un tiempo de régimen penitenciario, años a veces-, por obre de la reflexión y de la cultura, ven la vida de otro modo, porque han descubierto su interior, su intimidad; porque de una vida dura y miserable que llevaban en los pueblos o en los campos –sobre todo en los campos- cambiaron de golpe su mundo, que, aunque libre, era en el fondo

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más limitado y estrecho que el mundo de la prisión, sin libertad, pero con grandes posibilidades de liberación individual. Hay casos en que el fuerte sacudón, material y moral, que con su condena y encarcelamiento recibieran, unido a la acción educativa del hombre y una muerte del bruto, como un nacimiento a la vida intelectual y moral consciente y voluntaria, adquiriendo así lo que antes les faltara: la noción y el sentido de la responsabilidad moral y social. Es que, como dijera Joaquín V. González, “bajo el punto de vistas de su vida espiritual” muchos delincuentes “son comparables a un terreno virgen”. Por eso es que la cárcel, cuando cuenta con los elementos necesarios y está bien dirigida, puede conseguir tanto de sus reculos y hacer tanta y tan eficaz como magnífica obra educativa y correccional. Porque la cárcel, en muchos sentidos, es también una docencia. Y una docencia más difícil, y más ingrata que cualquier otra.

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