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PREMIO MÉDICO JOVEN
CONCURSO DE ARTÍCULOS
¿Por qué no ayudan a mi paciente? Una joven internista lucha contra la indiferencia y falta de atención de sus colegas veteranos y consigue superar su propia incertidumbre para salvar la vida de su paciente embarazada. Dra. Katherine H. Neilan INTERNISTA / SAN FRANCISCO
M
uy bien, veamos quien queda por visitar aún... la señora Campbell. Parece que llegó anoche con... veamos... nauseas, vómitos, deshidratación... 28 años de edad, embarazada de 26 semanas. ¡Embarazada! ¿No es este un caso para Obstetricia? ¿Por qué se encuentra en servicios de Medicina Interna? Son las cuatro de la tarde. Hoy, todo parece ir bien. Sólo tengo un paciente más que ingresar y una para dar el alta, en este caso la señora Campbell, la mujer embarazada que había llegado tan deshidratada que tuvimos que ponerle suero intravenoso. Cuando ingresó la habían enviado a partos en Obstetricia, pero una ecografía mostró un embarazo normal, y tras una exploración de la paciente, no hubo signos de parto prematuro. Así que la volvieron a enviar a urgencias. El tocólogo dijo al médico de urgencias por teléfono: “No voy a ingresar a esta paciente en Obstetricia. Se trata de un problema gastrointestinal. Llame a Medicina Interna y que la ingresen allí. Yo veré a la paciente mañana de todos modos”. Mi compañero Dan, también internista, llamó de nuevo al tocólogo diciéndole que la paciente debería estar atendida por personal de Obstetricia. Pero aquel médico se obstinó en que no. Dan la admitió en Medicina Interna. Eché un vistazo al historial de la paciente. Electrocardiograma normal, análisis bioquímico y hematológico normales, análisis de orina normal. Constantes vitales normales. Operada de gastroplastia para mejorar sus problemas de obesidad mórbida... así que le abrieron el estómago hace dos años y perdió... ¡vaya, 55 kilos! Un embarazo anterior, con cesárea. Y un episodio de piedras en el riñón hace un año. Resulta un historial un tanto largo para una paciente tan joven. Además, es un poco tarde en
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PREMIO MÉDICO JOVEN el proceso de embarazo para presentar hiperémesis. ¿Vómitos a los seis meses? No parece demasiado habitual. Aún así, todo lo demás resulta de lo más normal: el hígado funciona perfectamente, las plaquetas y los leucocitos bien, al igual que la temperatura. Tracy, mi enfermera, se pasó por planta para ver a la paciente. La señora Campbell ha mejorado tras pasar la noche con suero intravenoso. Y también ha dejado de vomitar. Probablemente sólo estaba muy deshidratada. ¿Tal vez gastroenteritis? Parece lógico... Voy hacia la habitación 4425. Según los datos del personal de Enfermería, que cuelgan del pie de la cama, no hay fiebre, la temperatura es estable y la presión sanguínea es normal –no hay signos de hipertensión severa que pudiera indicar estado de pre-eclampsia-. Escucho un quejido del paciente en la otra cama, la cama A. El cuerpo está encogido, en posición fetal casi. Recuerdo haber tenido un paciente así anteriormente: un adulto con un problema severo de retraso cognitivo y otras complicaciones psiquiátricas. ¿Por qué habían puesto a un paciente así con una embarazada en la misma habitación? Probablemente la pobre señora Campbell no ha logrado pegar ojo en toda la noche con aquel paciente al lado. La saturación de oxígeno al 99 por ciento. Normal. 120 pulsaciones. ¡Un momento...! ¿120 pulsaciones? ¿Por qué su corazón late tan rápido? Su ritmo era normal 48 horas antes, en los controles de las enfermeras. ¿120 pulsaciones? Eso no es normal. Miro de nuevo los papeles que tengo en las manos con los controles de Enfermería. Está etiquetado como “Cama A”. Lentamente, giro la cabeza y busco la etiqueta de la cama “A”. Allí abajo se encuentra la persona que gimotea y se retuerce de dolor. Miro de nuevo las notas. No hay duda. Cama A. Esa es mi paciente. Me acerco a su cama. “¿Señora Campbell? ¿Es usted la señora Campbell?” Rezo para que no sea ella. “Sí”, me responde. Los ojos cerrados. El rostro en un encogido gesto de agonía. Aún solloza. En un instante, siento que todos los músculos del cuerpo se me contraen.
No tengo capacidad para esto La señora Campbell tiene el pelo corto, rubio con mechas rojas, y su piel es muy pálida. Está en la cama empapada en sudor, las sábanas se le pegan al cuer-
po. Se retuerce de dolor, su espalda arqueada, gemidos de angustia y desesperación. Su rostro es muy delgado. Nunca hubiera adivinado que esta mujer pesaba 55 kilos más, tan sólo hacía 18 meses. Le retiro la sábana para observar su abdomen. El útero dilatado e inflado hace presión bajo el ombligo. Parece deformado, con protuberancias, cuando en circunstancias normales, el abdomen de una embarazada de seis meses se parece más a una pelota de baloncesto escondida bajo la piel. “¿Puede decirme dónde le duele?” “En todas partes”, me dice mientras solloza. Aún no ha abierto los ojos para mirarme. Estoy absolutamente abrumada: nunca tengo embarazadas entre mi lista de pacientes. Por regla general, mis pacientes son frágiles mujeres mayores o ancianas con neumonía, ancianos con dolor de pecho y hábito de fumar cuatro paquetes de tabaco diarios, o jóvenes vagabundos con marcas de agujas en sus brazos y sida corriendo por su sangre. De hecho, he sido formada para tratar a todo tipo de pacientes de 16 a 90 años y más. A todos, excepto a mujeres embarazadas. Con toda la delicadeza de la que puedo echar mano, exploro el punto más álgido del útero, sobre el ombligo. “No”, me grita ella en agonía. “No”. Lentamente y con mucha precaución, exploro todo su abdomen. Incluso con la más ligera aplicación de la yema de mis dedos, mi paciente da alaridos de dolor. Estoy aterrorizada. ¿Puede ser que su útero se estuviera rompiendo? ¿Tal vez el bulto que parece un aguacate es un miembro del bebé que pretende salirse del vientre? ¿O es solamente el codo envuelto en el musculoso tejido del útero en un momento normal del embarazo? ¿O quizá la placenta se está descolgando? ¿Tal vez la sangre de la placenta se está filtrando en su abdomen y le provoca este terrible dolor? ¿O es otra cosa? ¿Apendicitis o una úlcera estomacal sangrante? ¿Una ruptura en el tejido de su estómago por donde la intervinieron anteriormente? Si es cualquier de esas cosas, puede que no tengamos mucho tiempo para arreglarlo. Una ruptura uterina pondría al feto en peligro extremo de inmediato y la vida de la madre en peligro inminente. El cuadro que presenta la paciente tiene todos los indicios de una catástrofe abdominal. Pero, ¿qué sé yo de Obstetricia? Nada. Bueno, eso no es cierto del todo. Durante un mes hice un curso de Obstetricia en la facultad. Ayudé en diez partos. Sin embargo, aquello me pareció es-
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PREMIO MÉDICO JOVEN peluznante. Una mujer, cuyo bebé venía de costado, tuvo un desgarro perineal durante el parto que se extendía hasta su clítoris. Me sentí responsable; la futura vida sexual de esta mujer probablemente iba a quedar deteriorada porque yo no había controlado el parto de manera adecuada. En otra ocasión llegué al servicio de Obstetricia y oí que una mujer de 38 años que había dado a luz la noche anterior tuvo continuas hemorragias hasta desangrarse. Cuando llegó el cirujano y abrió su pecho, el corazón de la mujer estaba bombeando la solución salina. No le quedaba sangre. Murió. Al final del mes, al terminar la clase, decidí dejar aquel episodio atrás y no volver a recordar más mi paso por Obstetricia. ¿Dónde demonios está el tocólogo? La paciente lleva veinte horas en el hospital. ¿Por qué aún no la ha visto? Al menos ella no está delirando. ¿Tendrá infección? ¿Por qué no tiene fiebre? ¿Por qué no tiene altos niveles de leucocitos? “Señora Campbell, voy a salir un momento. Le vamos a dar algo para aliviar el dolor, ¿de acuerdo?” “Vale, gracias”. Me da miedo dejarla sola, pero es necesario que busque ayuda inmediatamente. Necesito un tocólogo y un cirujano. “Hola, soy la doctora Neilan. Necesito hablar con el doctor Smith ahora mismo”. “Oh, lo siento mucho
doctora N e i l a n” . La voz es e x a g e ra d a mente vivaz y servicial. “Acaba de salir para el hospital Alameda. Estará de vuelta en media hora aproximadamente. ¿Desea que se ponga en contacto con usted cuando regrese?” “¿Alameda? ¿Está en el Alameda? Creía que estaba aquí en Berkeley.” No puedo esperar a alguien del otro hospital, no hay tiempo. Y menos aún en hora punta. Tardaría al menos 45 minutos en volver. “¿Le dirá por favor que me llame urgentemente en cuanto vuelva?” “¿Quiere que le avise al beeper?” Su voz dejaba ver que yo le estaba imponiendo hacer algo
que sólo se llevaba a cabo en extremas urgencias. “Sí, por favor. Contáctelo cuanto antes”. Necesito a alguien de Obstetricia ya; 45 minutos es demasiado tiempo. Debe de haber algún tocólogo de guardia aquí, en el hospital. Llamo al servicio de Obstetricia. “Hola, soy la doctora Neilan, de Medicina Interna. ¿Hay algún tocólogo de guardia?” “Sí, el doctor Jones está de guardia hoy. Está en quirófano haciendo una cesárea”. “¿No hay nadie más?” Un claro elemento de aflicción y temor se va adueñando del tono de mi voz. “No estoy segura, doctora. La mayoría se ha ido a casa ya. ¿Qué problema tiene?” “Bueno, tengo una paciente aquí arriba, embarazada de 26 semanas y me temo que puede tratarse de una urgencia que requiere la atención de Obstetricia inmediatamente”. “¿Presenta dilatación?” ¿Dilatación? Claro. Mira la vagina, el cuello uterino, ¡es lo primero que hacen en Obstetricia! “Pues, verás... no he mirado aún. Imagino que tendré que explorar... ¿no? Sí, puedo hacerlo... creo...” La última vez que hice algo así fue en 1996. “Doctora, ¿dónde está la paciente?” “Ala oeste, cuarta planta”. “Ahora mismo voy para allá”.
Linda al rescate Cuelgo el teléfono y siento que aún estoy en pleno estado de pánico. Siento la adrenalina correr por mi cuerpo. Al menos, una experta, una enfermera de Obstetricia viene de camino. Menos de dos minutos después de mi llamada, Linda aparece en la cuarta planta con sus guantes ya preparados. “¿Dónde está?” Rubia, unos cuarenta años, robusta, tranquila y sonriente pero autoritaria y directa. “Habitación 4425”. Siento una gratitud indescriptible hacia esta mujer. Ella realmente puede ayudar.
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PREMIO MÉDICO JOVEN Enfermeras de Obstetricia. Pertenecen a una especie distinta, al igual que las enfermeras de urgencias. Irradian un aura emocional extensísimo. Son completamente protectoras de sus pacientes y mantienen una calma sobrenatural en una atmósfera de trabajo llena de mujeres que sangran, fluidos corporales, llantos, lamentos y alaridos que hacen sentir a una que se le enfrían los huesos. Mientras Linda está observando posibles signos de parto inminente, llamo a Radiología para pedir una ecografía abdominal. Son casi las cinco, lo que significa que probablemente ya están cerrando. ¿Contestarán el teléfono? ¿Me lo van a poner difícil? No, no ocurre así. Después de darles los datos imprescindibles, una voz en el teléfono me dice “Tráela cuanto antes”. Linda, la enfermera de Obstetricia me mira desde el otro lado de la habitación. “No es el parto aún. No hay dilatación. ¿Se puede hacer una ecografía aquí? Puedo intentar ver el estado del feto”. “A c a b o de pedir cita en radiología. Pero puede que tengamos un doppler portátil por aquí. ¿Quieres intentarlo?” En los veinte minutos que han pasado, mi sensación de pánico se ha apoderado de mí. La gravedad de la situación es evidente para todas las enfermeras de la cuarta planta. Incluso antes de pedir el doppler, ya me lo han puesto en las manos. Se lo doy a Linda que vuelve inmediatamente a la habitación de la paciente. “Doctora Neilan. El doctor Smith al teléfono. Pregunta por usted”. Por fin. “Hola, soy la doctora Katherine Neilan”. “Bill Smith, dígame de qué se trata”. Relajado, sin prisas. “Pues llamo acerca de la paciente Campbell”. “Sí, la enfermera llamó anteriormente. Parece que es un problema gastrointestinal. He llamado al servicio de gastroenterología. Dijeron que la verían más tarde o mañana por la mañana”. ¡Mañana por la mañana!
“En estos momentos está muy sudorosa, tiene el pulso muy elevado y grita de dolor. Está en plena agonía. Me temo que hay algún problema muy grave con el embarazo. Una enfermera de Obstetricia acaba de explorarla. No hay dilatación. Desde un punto de vista médico, toda su analítica es normal. Realmente creo que necesita la evaluación de un tocólogo”. “Bueno, su ecografía era normal anoche”. Sus palabras y el tono en que las expresó denotaban una clara falta de interés. “¿Le ha hecho pruebas diagnósticas?” En ese momento detecto una insinuación sobre si he hecho mi trabajo correctamente o no. ¿Por qué su actitud impasible hace que la intensidad de lo que digo suene a histeria? “La vamos a llevar ahora mismo a radiodiagnóstico para una ecografía”. Estoy sentada sobre el borde de la silla, agachada sobre el teléfono, como un velocista a punto de empezar su carrera. “Fantástico. Voy hacia allá”. La enfermera de Obstetricia acaba de salir de la habitación. Trae malas noticias. “No encuentro ningún signo vital del feto”. Señalando el doppler me dice “no estoy acostumbrada a usar este tipo de doppler, no es demasiado preciso. Pero he mirado por todas partes y no pude encontrar el pulso del feto. Creo que deberíamos llevarla a Obstetricia”. “Tienes razón” le digo. “Podemos hacerle la ecografía abdominal allí”. Vuelvo con mi paciente. “Hola, señora Campbell. Soy la doctora Neilan de nuevo. ¿Cómo se siente?” Ya no grita ni solloza. No sabe aún que Linda no pudo encontrar los latidos de su hijo. “Vamos a llevarla abajo para hacerle una ecografía, ¿de acuerdo?” “De acuerdo”. Linda está al teléfono, avisando a Obstetricia de lo que ha encontrado y de que vamos hacia allá inmediatamente. En cuanto llega a Obstetricia, le ponen el gel acústico y un momento después todos oímos el ruido del corazón del bebé. Está vivo. Mi nivel de pánico baja un grado.
La pasividad de los doctores Mientras continúan con la exploración de la paciente en Obstetricia, llamo al cirujano general. Las primeras cifras de su número de teléfono me dicen que este señor vive en la zona residencial del extrarradio de la ciudad. Le cuento la historia y le digo –este fue mi gran error-: “Necesito un cirujano pronto, aunque aún no sabemos cuál es el verdadero problema”. En la jerga hospitalaria, llena de interpretaciones indirectas, lo que acabo de decirle implícitamente
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PREMIO MÉDICO JOVEN significó para aquel médico, “No creo que el problema sea quirúrgico, pero me quiero cubrir las espaldas, así que te voy a sacar de casa para traerte aquí”. La verdad es que yo sí pienso que el problema es quirúrgico. Hay un problema grave de abdomen. Un problema de libro de texto. Eso significa, por definición, problema quirúrgico. El procedimiento a llevar a cabo es de orden quirúrgico. Pero por la razón que sea, acabo de decir lo que acabo de decir. Y ahora tengo que aclarar y ajustar mi discurso, ofrecer todos los detalles, como si fuera una residente recién salida de la facultad. “Parece un problema de Obstetricia. ¿Qué hay de los leucocitos? ¿Fiebre? ¿Presión sanguínea? ¿Recuento de leucocitos?” “Todo normal”. “¿Cuál es la fórmula leucocitaria manual?” “Creo que no lo tenemos”. (Un diferencial manual o análisis de fórmula leucocitaria manual es una observación a través de microscopio de los leucocitos, en la que se intenta discernir si muchas de estas células son en realidad pus, las células de la infección). “Necesita hacerlo. ¿Qué se observa en la ecografía?” “Bueno, el técnico está en ello en estos momentos, pero parece que el bebé está bien, el útero está bien y ella no va a dar a luz aún”. “Llámeme de nuevo cuando hayan terminado con la ecografía. A mí me suena a un asunto de Obstetricia”. La ecografía muestra un útero, feto y ovarios normales; intestino, riñones, hígado y vesícula biliar normales. El apéndice no se visualiza. El doctor Smith llega por fin y examina a la paciente. Llamo de nuevo al cirujano para decirle que el problema no es del embarazo. “¿Han observado si hay torsión ovárica? ¿No suena a algo así? ¿Seguro que no?” ¿Pero qué demonios ocurre aquí con este médico? ¿Quién se cree que es? No lo he conocido nunca. Soy nueva aquí. ¿Está dándole estúpidas vueltas al asunto porque soy nueva? ¿Porque soy joven? ¿Porque soy mujer? “Dos personas la han examinado ya y otra está observando la ecografía. Todos están seguros de que no es un problema de parto inminente ni ninguna complicación con el feto. Así que se van a casa ahora mismo y me dejan con la paciente en brazos”. Espero que eso le suene a que la cosa va definitivamente en serio.
“¿Cómo se encuentra la paciente ahora?” “Un poco mejor después de haberle administrado bastante morfina en las dos últimas horas”. “Tal vez sólo sea una piedra del riñón que ya ha sido evacuada, ¿no? Bueno, llámeme cuando tenga el resultado de la fórmula leucocitaria manual”. Y cuelga. Perfecto. La señora Campbell está sentada en el borde de una mesa en la habitación, quieta y silenciosa, despierta, con un pie bajo la rodilla de la otra pierna. “Parece que está bastante mejor, ¿no crees?”, me dirijo a la enfermera de Obstetricia. “Bueno, le acabamos de meter 8 gramos de morfina. Todavía tiene mucho dolor. Pero es cierto que no estaba pasándolo nada bien”. “Señora Campbell, ¿qué tal?” Le pongo la mano sobre su nuca. Está muy despierta ahora y, así, sentada y sin quejarse o sudar, parece otra persona. La presión sanguínea y la fiebre siguen a niveles normales. Su pulso ha bajado con los analgésicos. Tal vez era una piedra en el riñón. “¿Cómo se siente?” Por primera vez me mira directamente, con los ojos abiertos y una voz clara, casi como si estuviera intentando aliviarme a mí. “Un poco mejor, pero sé que algo va mal todavía”. Y por primera vez veo en esta mujer a una persona y no sólo a una paciente.
La antipatía como arma ¿Y ahora qué? No es difícil darse cuenta de que las enfermeras de Obstetricia se están excediendo en su amabilidad y compromiso con los pacientes. Sobre todo, ahora que se sabe que no es nada que atañe a Obstetricia. Así que inmediatamente llamo a cuidados intensivos. Hablo con un neumólogo de los que disfruta con los casos complejos. En una sarta ininterrumpida de frases encriptadas en pura jerga médica, le suelto al vuelo todos los detalles conocidos: “mujer de 28 años, 26 semanas de gestación, cesura en parto anterior, gastroplastia por obesidad mórbida, piedras en el riñón hace un año, se presentó anoche con nauseas y vómitos, dolor continuado de abdomen, constantes vitales estables, toda la analítica normal. Leucocitos 7.4, plaquetas normales. Función hepática normal. Sin fiebre. Sin hipertensión. Ningún indicio
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PREMIO MÉDICO JOVEN de pre-eclampsia. La ecografía muestra un feto normal y ningún problema uterino. Nada de hidronefrosis, nada de colelitiasis. Intestino, hígado y bazo normales”. “¿Qué ha dicho el cirujano?” “Bueno, de hecho el cirujano se muestra bastante reticente a aparecer por aquí. Lo he llamado dos veces y sigue escurriendo el bulto diciendo que se trata de un problema de Obstetricia. Y no parece querer tomárselo en serio hasta que tengamos la fórmula leucocitaria manual”. “¿Cómo? ¿Pero quién es el cirujano?” Se lo digo. “¿De verdad? Tenía entendido que era bastante receptivo a la hora de ayudar. Bueno, da igual. Llámelo de nuevo y dígale sin miramientos que tiene que venir inmediatamente, sin más. Esta paciente necesita una evaluación quirúrgica. Y que no se le ocurra volver a negarse a venir. Voy a intentar conseguir una cama aquí en cuidados intensivos para esta paciente”. Por tercera vez llamo al cirujano. Pero esta vez la irritación del neumólogo me hace sentirme más segura. De nuevo obtengo la misma pregunta, “¿qué hay de la fórmula leucocitaria? ¿está la paciente estable aún?” “No tenemos la fórmula leucocitaria todavía, pero la paciente necesita una evaluación quirúrgica ya”. “Bueno, estoy a punto de cenar. ¿Por qué no me vuelve a llamar cuando tenga la fórmula leucocitaria?” Me quedo pensando por un momento en la imagen de este señor, en su casa residencial en una urbanización del extrarradio de la ciudad, rodeada de árboles, y le digo: “Estoy segura de que esos resultados estarán disponibles para cuando usted haya llegado al hospital. ¡Ah! Y perdone, pero no voy a volver a llamarlo de nuevo”. Por fin se lo he dicho. ¿Pero quién se ha creído que soy yo, la becaria? “Está bien”, responde. De nuevo voy a ver a la señora Campbell. Sigue estable, incluso parece cómoda. Claro, después de haberle dado más morfina. Son las ocho y media. Todavía tengo que ver a otro paciente. La señora Campbell ya está segura aquí. Ahora puedo dejarla un rato. Dos horas más tarde, mientras estoy organizando las historias clínicas para terminar de una vez e irme a casa, recibo un mensaje por el beeper. Es el cirujano. En lugar de refunfuñar y escurrir el bulto, de repente es todo amabilidad. Incluso suena entusiasmado.
“Hola, sólo quería decirte que me llevo a tu paciente al quirófano ahora mismo. Creo que es la clásica apendicitis”. “¿Clásica?” No puedo evitar que mi voz suene a indignación. “Esta paciente ha estado aquí más de 24 horas. No tiene fiebre y la analítica es normal”. “No, no. No quiero decir clásica en ese sentido. De hecho le he dicho que no estoy completamente seguro. Probablemente tenga que hacer dos incisiones para explorar su estómago y otros órganos si es que no se trata de apendicitis aguda. Es un caso complicado. Pero el recuento completo de leucocitos ha señalado una cantidad ingente de polimorfonucleares, una desviación a la izquierda absoluta”. La fórmula leucocitaria, claro. Cuando el análisis llegó por fin, mostró que el recuento inicial de leucocitos había sido normal porque la mayoría de las células habían sido sacrificadas en plena lucha contra la feroz infección de la señora Campbell. Cuando por fin alguien miró su sangre por el microscopio, vio que aquellos glóbulos blancos estaban muertos. Su sangre estaba llena de pus. Para ser sincera, lo que siento más profundamente en estos momentos no es indignación contra ese médico. Ni siquiera irritación o molestia. Siento alivio. Siento que me he quitado una gran carga de encima. Me alegro de que tal vez tengamos un diagnóstico claro. Me alegro de que el cirujano está aquí y haya tomado las riendas del asunto. Y me alegro de que no haya ocurrido nada catastrófico. Además, he recordado una lección que aprendí durante mi periodo de residencia, pero que de vez en cuando tengo que recordarme a mí misma. Cuando la salud de un paciente está en la cuerda floja, no hay sitio para el decoro. Si al final se trata de elegir entre ser simpática y dejar pasar las cosas o empecinarse aún a costa de la opinión que puedan guardar los demás, si la última opción es la que funciona, esa es la que elijo. El cirujano lleva a la señora Campbell al quirófano. De hecho, encuentra un problema de apéndice. A medianoche, justo antes de abandonar el hospital, llamo a la sala de despertar. La señora Campbell está bien. Su bebé está sano. Van a estar bien. Me puedo ir a casa. ■
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