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De la igualdad de las razas humanas Anténor Firmin Encontrarte

Antenor Firmin publicó en 1885 su tratado De la igualdad de las razas humanas , en respuesta al del conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad en las razas humanas (1853-1855), reeditado en París en 1884. Era el momento en que los gobiernos europeos se repartían el continente africano como un pastel, en la llamada conferencia de Berlín, sin consultar en absoluto a los africanos. Y también la etapa en que el racismo supuestamente científico hacía estragos en América latina, convirtiéndose en el sustrato ideológico de las clases dirigentes; se operó la transposición del impulso "regeneracionista" español en términos raciales: el factor negro debía reducirse, para que las virtudes blancas rigieran plenamente y fomentaran el desarrollo. El modelo era el de los Estados Unidos, "Norte" y brújula de la elite, por cuanto no practicaban la mezcla de sangres; a través de la educación, los latinos podían regenerarse y alcanzar la excelencia de la raza sajona. En cuanto a la sangre negra, se recomendaba oficialmente su dilución por mestizaje mientras, implícitamente, se respaldaban las operaciones de limpieza étnica, lo que más se acercase al exterminio. Este es el credo implícito que se deriva del paradigma "civilización o barbarie": si ni siquiera se les reconoce a los indígenas el rango de autóctonos y portadores del espíritu de la tierra, menos aún se considera al descendiente de los africanos que poblaron América contra su voluntad.

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Sólo la población negra pudo medir plenamente la ferocidad que subyacía a la combinación de una teoría decididamente racista con prácticas de hipocresía notoria. Era natural que surgiera en Haití el pensador más libre y más alentador: Anténor Firmin. En el capítulo XVII de su libro De la igualdad de las razas humanas (662 p.), muestra cómo el vuelco decisivo de la historia común de Europa y América tuvo lugar en Haití, en un momento único. Después de su demostración, traducida a continuación de manera escrupulosa por Juan Vivanco, se puede afirmar sin ninguna exageración que el toque africano salva siempre las situaciones de mayor peligro para la humanidad. En el fragmento que se presenta aquí, se verá la visión continental de Firmin, al subrayar la deuda de Bolívar con Haití, el país que lo salvó, lo alentó, lo inspiró y le dio fuerzas para reemprender la liberación americana después de tocar fondo en Jamaica. Dejamos a los venezolanos la valoración de la manera en que Bolívar reconoció su deuda con los haitianos, a quienes prometió abolir la esclavitud en el continente a cambio de la ayuda material ofrecida por el general Pétion. Años más tarde, un tribunal militar votó el ajusticiamiento del general Piar, por rebelión, lo que necesitaba Bolívar para asegurarse el control completo sobre su ejército. Después del sacrificio de Piar, Bolívar hizo aplicar las medidas que éste reclamaba, las medidas que asentaban la igualdad de los negros en la nueva sociedad venezolana. Tan lúcido, premonitorio y molesto para el mundo blanco fue Anténor Firmin que su obra fue inmediatamente sepultada en el olvido, en los medios culturales de Francia. ¡Hasta 2004 no se le pudo leer! Como reparación debida, la editorial L’Harmattan le ha reeditado, con presentación de Ghislaine Géloin, tras el congreso que tuvo lugar en el Rhode Island College de Estados Unidos, sobre "el redescubrimiento de Anténor Firmin, pionero de la antropología y el panafricanismo". Anténor Firmin colaboró en la organización de la primera conferencia panafricana de 1900, organizada por W.E.B. Dubois; fue elegido vicepresidente de la que debió tener lugar en 1902 y nombrado responsable de la asociación panafricana en Haití en 1904. Leer hoy sus páginas deslumbrantes de fraternidad y aliento espiritual para la refundación del pensamiento científico nos hace ver en él al anunciador de Cheikh Anta Diop, que echó abajo las mentiras interesadas de la egiptología, supo imponer a los científicos europeos el reconocimiento de la grandeza negra y "plantear el problema de la falsificación más monstruosa de la historia de la humanidad por los historiadores modernos...reconocerle a la raza negra el papel de guía más antiguo de la humanidad en la vía de la civilización, en el sentido pleno de la palabra". ( Nations nègres et culture , Paris, Présence africaine 1954-59, p. 59). Lo decía Firmin: "A toda esa falange altanera que proclama que el hombre negro está destinado a servir de estribo a la potencia del hombre blanco, a esta antropología mentirosa, yo tendré derecho a decirle: ¡‘No, no eres una ciencia’!" Y también anunció que el egoísmo y la inmoralidad de la raza blanca sería para ella, en la posteridad, un motivo de vergüenza y remordimiento. Cuando murió Firmin, miembro titular de la Société d’Anthropologie parisina, en 1911, el Bulletin no le dedicó ni una nota necrológica. Capítulo XVII El papel de la raza negra en la historia de la civilización I. Etiopía, Egipto y Haití Para responder a quienes niegan a la raza etíope una participación activa en el desarrollo histórico de nuestra especie, ¿no bastará con citar la existencia de los antiguos egipcios? La curiosa tesis de la inferioridad radical de los pueblos negros ha podido sostenerse mientras una ciencia falaz y de una complacencia culpable ha mantenido que los Hijos de Ra eran de raza blanca. Pero hoy, cuando una crítica histórica que ha alcanzado su grado más alto de elaboración permite que todos los espíritus perspicaces y sinceros conozcan la verdad sobre este punto de importancia capital, ¿es posible cerrar los ojos a la luz y seguir propagando la misma doctrina? Difícil lo tienen los partidarios de la desigualdad de las razas humanas. En efecto, ahora que sabemos que los antiguos ribereños del Nilo eran de raza negra, veamos lo que la humanidad debe a esta raza. No es preciso hacer una larga enumeración. En lo referente a las conquistas materiales realizadas

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en nuestro globo, nadie que haya estudiado la arqueología y las antigüedades egipcias ignora la gran iniciativa que tuvo este pueblo industrioso en toda suerte de trabajos. Las distintas clases de manufacturas cuyo conocimiento ha sido de la mayor utilidad para el desarrollo de las sociedades humanas se inventaron generalmente en Egipto o en Etiopía. Allí se encuentran indicios de todos los oficios, de todas las profesiones. Nunca ha llegado tan lejos el ingenio de las construcciones, nunca se han logrado resultados tan magníficos en el ámbito artístico con medios tan elementales. Los monumentos de Egipto desafían el tiempo para inmortalizar el recuerdo de esas poblaciones negras, dotadas de ideas artísticas excelentes. Allí la imaginación, surcando un océano de luz, ha engendrado lo más espléndido, lo más grandioso que se ha visto en el mundo. Es bien sabido que ninguna escuela escultórica o arquitectónica igualará jamás la audacia del antiguo canon egipcio, cuyas proporciones gigantescas y nitidez de líneas lo hacen inimitable. Bajo el cielo claro del Ática podemos hallar, sin duda, unas formas delicadas y puras cuya esmerada ejecución despierta en el alma una dulce impresión de serenidad, ¡pero ya no es esa grandeza majestuosa que abruma y al mismo tiempo inspira un sentimiento de orgullo invencible al contemplar unas masas tan colosales que la voluntad humana supo plegar a su capricho! En cuanto al desarrollo intelectual de la humanidad, ya no cabe la menor duda: todos los rudimentos que han contribuido a la edificación de la ciencia moderna se los debemos a Egipto. Lo único que se podría considerar ajeno a la civilización egipcia es la evolución moral que los pueblos occidentales empezaron con la filosofía griega y han mantenido hasta nuestros días, con crisis más o menos prolongadas, más o menos perturbadoras. Pero a medida que se va desvelando el significado de los viejos manuscritos cubiertos de jeroglíficos, conservados por la solidez del papiro egipcio o grabados en las estelas y los bajorrelieves antiguos, salta a la vista el alto desarrollo moral que habían alcanzado las poblaciones nilóticas de la época de los faraones. Es la misma moral bondadosa, humana, muy parca en metafísica e ideas sobrenaturales, libre de toda superstición religiosa, que hallamos en estado rudimentario en todas las poblaciones negras del África sudanesa hasta la invasión de la gran corriente islámica, cuyo fanatismo es un rasgo esencial, permanente. Los griegos, que fueron los educadores de toda Europa a través de la influencia romana, debieron tomar de Egipto los principios más prácticos de su filosofía, lo mismo que hicieron con todas las ciencias que cultivaron y ampliaron, más adelante, con una inteligencia maravillosa. Esto último podría incluso cuestionarse, pues sabemos que todos sus grandes filósofos, los fundadores de las principales escuelas, los que podríamos llamar maestros del pensamiento helénico, de Tales a Platón, todos bebieron de fuentes egipcias, todos viajaron a la patria de Sesostris antes de empezar a propagar su doctrina. No insistiré en la influencia del budismo o del pensamiento de los negros indios en el espíritu filosófico de todo Oriente. Por un lado, la tesis histórica acerca de la importancia de los negros en el mundo hindú no tiene la misma claridad que la del origen de los antiguos egipcios, y por otro, la corriente de civilización que arranca de Oriente nunca influyó de un modo directo en el desarrollo de las razas occidentales. Por mucho que se haya insistido en el mito ario, cuando este hacía furor en Europa, ningún sabio puede sostener seriamente dicha influencia. Bastaría con recordar el poco éxito que tuvieron entre los occidentales las doctrinas de la gnosis en los primeros siglos del cristianismo. Pero, aparte de la antigua raza etiópica-egipcia, ¿se puede mencionar alguna nación negra, grande o pequeña, que con sus hazañas haya influido directamente en la evolución social de los pueblos civilizados de Europa o América? Sin caer en un patriotismo excesivo, tengo que referirme, una vez más, a la raza negra de Haití. Es interesante comprobar hasta qué punto este pequeño pueblo, formado por hijos de africanos, ha influido desde su independencia en la historia general del mundo. Apenas una docena de años después de 1804, Haití estuvo llamado a desempeñar uno de los cometidos más notables de la historia moderna. Quizá las mentes poco dadas a la filosofía no comprendan toda la importancia de sus actos, pues se quedan en la superficie de las cosas y no profundizan nunca el estudio de los hechos, para apreciar su encadenamiento y ver adónde van a parar. Pero ¡qué pensador no sabe

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que unas causas pequeñas, o que lo parecen, producen grandes efectos en la sucesión de acontecimientos políticos e internacionales que decide el destino de las naciones y de las instituciones que las gobiernan! Una palabra elocuente, un acto generoso y noble, ¿acaso no tienen a menudo más importancia para la existencia de los pueblos que perder o ganar grandes batallas? Es preciso situarse en ese punto de vista moral para calibrar la gran influencia que tuvo la conducta del pueblo haitiano en los acontecimientos que vamos a examinar. El ilustre Bolívar, libertador y fundador de cinco repúblicas en América del Sur, había fracasado en la gran obra emprendida en 1811, después de Miranda, con el propósito de sacudirse el yugo español y lograr la independencia de extensos territorios que eran el orgullo de la corona del rey católico. Al quedarse sin recursos se refugió en Jamaica, donde suplicó en vano la ayuda de Inglaterra, representada por el gobernador de la isla. Desesperado, al límite de sus fuerzas, decidió trasladarse a Haití para apelar a la generosidad de la república negra y obtener una ayuda que le permitiera reanudar la empresa libertadora que había iniciado con tantos bríos, aunque luego se le había deshecho entre los dedos. ¡Nunca un momento había sido tan solemne para un hombre, y ese hombre representaba el destino de toda América del Sur! ¿Podía esperar algún resultado? Si el inglés, que tanto interés tenía en socavar el poderío colonial de España, se había mostrado indiferente, ¿podía contar con que una nación naciente, débil, con un territorio microscópico, que aún tenía que bregar por el reconocimiento de su independencia, se embarcase en semejante aventura? Cuando llegó, seguramente le atormentaba esta duda; pero Pétion, que gobernaba la parte occidental de Haití, lo recibió con los brazos abiertos. Tomando las precauciones que una prudencia legítima debía dictarle en un momento tan delicado de nuestra existencia nacional, el gobierno de Puerto Príncipe puso a disposición del héroe de Boyacá y Carabobo todo lo que necesitaba. ¡Todo, pues Bolívar no tenía nada! Le entregaron generosamente hombres, armas y dinero. Pétion quería que se hiciese con discreción para no ponerse a malas con el gobierno español, y se decidió que los hombres se embarcasen furtivamente como voluntarios y que en Venezuela no se mencionase a Haití en ningún documento oficial. Bolívar partió con estos pertrechos, confiado en su genio y su gran valentía. Las aspiraciones generales de sus compatriotas conspiraban a favor de su empresa, ya que para expresarlas sólo estaban esperando un golpe atrevido, un acto de resolución audaz. Bolívar desembarcó heroicamente en la tierra firme venezolana. Después de vencer al general Morillo, que quiso cortarle el paso, marchó de triunfo en triunfo hasta la completa expulsión del ejército español y la proclamación definitiva de la independencia venezolana, que se celebró solemnemente en Caracas. Pero la acción del ilustre venezolano no se detuvo ahí. Prosiguió su campaña con un vigor y una actividad infatigables. Con la célebre victoria de Boyacá logró la independencia de Nueva Granada y la unió a Venezuela para formar la república de Colombia, digno homenaje a la memoria del inmortal Colón. Incapaz de entretenerse en la contemplación de sus triunfos, no descansó hasta alcanzar completamente sus fines. Acudió en auxilio de los habitantes del alto Perú, que con la ayuda de los colombianos al mando del general Sucre desafiaron a los españoles en una batalla decisiva, reñida en los alrededores de Ayacucho, tras de la cual se proclamó la república de Bolivia. ¡Con la victoria de Junín sobre el ejército español la independencia de Perú quedó totalmente consolidada y el poderío colonial de España acabó para siempre!... La influencia de todos estos hechos en el régimen político de la Península [Ibérica] es indiscutible. Después de oponerse con una energía indomable a la instalación de un príncipe francés en el trono de los reyes de España y dar al traste con la pretensión de Napoleón I de dominar toda Europa, reemplazando las antiguas dinastías con miembros de su familia, las Cortes mostraron que el pueblo español, aunque se resistía a la violencia, no por ello dejaba de advertir la grandeza de las ideas surgidas con la revolución de 1789. La constitución que elaboraron en 1812 es la prueba evidente. Pero volvieron los Borbones. Vencido el coloso imperial por la coalición de la Europa

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monárquica y desaparecido ya de la escena, Fernando VII quiso subir al trono de sus padres, tal como le correspondía por derecho de nacimiento, sin merma alguna de sus prerrogativas reales. Lo mismo que los Borbones de Francia, los de España no tuvieron en cuenta el tiempo transcurrido entre sus predecesores y la restauración monárquica. ¡No habían aprendido nada ni olvidado nada! De no ser por el inconveniente de las colonias de América del Sur, que se emanciparon una tras otra del yugo español, la monarquía habría tenido fuerza suficiente para sofocar todas las protestas liberales, pero, debilitada por los esfuerzos que tuvo que hacer para evitar la disgregación de un imperio que se deshacía en pedazos, no pudo enfrentarse a la oposición, cada vez más osada y exigente. El respaldo que pidió a Francia en 1823 para restablecer sus prerrogativas sólo tuvo un resultado aparente y pasajero. Este resultado forzado se volvería más tarde contra el principio mismo que se quería salvar, malogrando completamente la escasa popularidad que tenía en Francia la bandera legitimista. Si seguimos con atención todas las peripecias de la historia europea de la época en que se desarrollaban estos acontecimientos, nos sorprenderá hasta qué punto están todos encadenados. Las hazañas heroicas de Bolívar, allá en los desfiladeros sombríos o en los altiplanos ardientes de las cordilleras, repercutían en las instituciones seculares de Europa y secundaban la propagación de ideas revolucionarias que, como una avalancha, quebrantaban los engranajes gastados del antiguo régimen. En toda América predominaba el nombre de la república. ¡Se diría que el Nuevo Mundo sentía hervir la savia del futuro en las ideas de libertad e igualdad! ¿Acaso no son estas indispensables para el desarrollo de las jóvenes generaciones? Al leer las Memorias del príncipe de Metternich se advierte que a su perspicacia de hombre de estado no se le había escapado la importancia de estas crisis que sacudían toda América del Sur, adoptando el ideal del pabellón estrellado; pero su sensatez y su gran lucidez le decían que por ese lado no había nada que hacer. ¡Las amarras se habían soltado! Seguramente hay épocas concretas en que los grandes acontecimientos políticos se cumplen fatalmente y es inútil oponerse. El espíritu humano, en su progreso, hace un trabajo interno que pone en movimiento las naciones, las agita y provoca en ellas conmociones ineludibles, de las que surge una era nueva con instituciones más conformes con el modo de evolución requerido por los tiempos. Pero estos acontecimientos tienen sus factores, como todas las fuerzas producidas o por producir. Para conocer su naturaleza no se puede descuidar nada. Pues bien, si tomamos en consideración la influencia que Bolívar ha ejercido directamente sobre la historia de una parte considerable del Nuevo Mundo e indirectamente sobre el movimiento de la política europea, ¿no habrá que admitir al mismo tiempo que la acción de la república haitiana determinó moral y materialmente una serie de hechos destacados, al favorecer la empresa que debía realizar el genio del gran venezolano? Además de este ejemplo, uno de los que más merecedora hacen a la república negra de la estima y la admiración del mundo entero, se puede afirmar que la proclamación de la independencia de Haití influyó positivamente en el destino de toda la raza etiópica que vivía fuera de África. Al mismo tiempo cambió el régimen económico y moral de todas las potencias europeas que tenían colonias; su realización también pesó en la economía interna de todas las naciones americanas que mantenían el sistema esclavista. A finales del siglo XVIII había surgido un movimiento favorable a la abolición de la trata. Wilberforce en Inglaterra y el abate Grégoire en Francia fueron modelos de filántropos que se dejaron inspirar por un sentimiento superior de justicia y humanidad, ante los horrores que mostraba el comercio de los negreros. Raynal había predicho con lenguaje profético el fin de ese régimen bárbaro. Había previsto la aparición de un negro excepcional que demolería el edificio colonial y libraría a su raza del oprobio y el envilecimiento a los que estaba sometida. Pero sólo eran palabras elocuentes que, propagadas por toda la tierra, emocionaban a las almas elevadas mas no convencían a aquellos cuya incredulidad igualaba a su injusticia, su desprecio a su avidez. Cuando se vio que los negros de Santo Domingo, abandonados a su suerte, cumplían esas

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profecías que nadie había querido tomar en serio, el asunto dio que pensar. Aquellos cuya fe sólo necesitaba hechos para reafirmarse y cobrar la fuerza de una convicción, perseveraron en sus principios; aquellos cuya rapacidad y orgullo ofuscaban la clarividencia y la equidad, sintieron que su obstinada seguridad se tambaleaba. La alarma o la esperanza cundía en unos y fortalecía a los otros, según sus inclinaciones. En efecto, la conducta de los negros haitianos desmentía completamente la teoría de que el nigriciano es un ser incapaz de actos grandes o nobles y, sobre todo, incapaz de resistirse a los hombres de raza blanca. Los grandes hechos de armas de la guerra de Independencia habían demostrado el valor y la energía de nuestros padres, pero los incrédulos aún tenían dudas. Se decían a sí mismos que el hombre de raza etiópica, envalentonado con los primeros disparos, bien pudo luchar y sentir un placer irresistible cuando vencía a los europeos de la isla, como los niños que descubren un juego nuevo y por eso mismo sumamente atractivo. ¿Quién dudaría de que una vez terminada la guerra los antiguos esclavos, abandonados a su suerte, no se asustarían de su audacia y se apresurarían a ofrecer sus muñecas a los grilletes de sus antiguos capataces? ¿Cómo iban esos seres inferiores a mantener durante un par de meses un orden de cosas, sin ninguna intervención, ninguna autoridad de los blancos? No, no hubo nadie que no se burlara de la idea de Dessalines y sus compañeros, que querían crear una patria y gobernarse a sí mismos, libres del control extranjero. No se vaya a pensar que son simples suposiciones: son pensamientos expresados en sesudos escritos que encontraron amplio eco en Europa durante los primeros tiempos de la independencia de Haití. Los hombres de estado franceses, confiando en absurdas teorías cuya única fuente era la creencia en la desigualdad de las razas humanas, no perdían la esperanza de recuperar la antigua colonia que tantos beneficios reportaba a Francia. En 1814, con el gobierno provisional de Luis XVIII, se tanteó a Christophe en el norte y a Pétion en el oeste para proponerles que la isla volviese a los dominios franceses. Les garantizaron una buena situación pecuniaria y el empleo militar más alto que se podía tener en el ejército del rey. Estas proposiciones fueron rechazadas con una indignación tanto más respetable e impresionante cuanto que ninguno de los dos jefes perdió la calma ni la compostura. Las gestiones se hicieron por iniciativa y consejo de Malouet. ¿Acaso estos hechos no contribuyen a que la pequeña república sea aún más merecedora del respeto universal? Sí, en esos tiempos difíciles, Haití había dado muestras de tal sensatez, de tal prudencia en sus actos políticos, que todos los hombres sinceros, fascinados por tan noble ejemplo, no dejaron de referirse a las necias prevenciones que siempre se habían tenido contra las aptitudes morales e intelectuales de los negros. «En una sola Antilla, además,» dice Bory de SaintVicent en alusión a Haití «estos hombres de intelecto supuestamente inferior demuestran tener más juicio que el que existe en toda la península Ibérica e Italia juntas». La experiencia terminante y la observación precisa resultaban irrebatibles. Los hombres de estado más inteligentes, unidos a los filántropos europeos, comprendieron que la esclavitud de los negros estaba condenada para siempre, porque la excusa engañosa que se había mantenido durante tanto tiempo, a saber, la incapacidad natural del hombre etiópico para obrar como una persona libre, recibía con la república negra el desmentido más rotundo. Macaulay en Inglaterra y el duque de Broglie en Francia encabezaron una nueva liga antiesclavista. En 1831 un hombre de color, libre, de buena posición social en Jamaica, Richard Hill, recibió la misión de visitar Haití y hacer un informe con sus impresiones. Comprobó los rápidos progresos de los hijos de los africanos con satisfacción, pero con imparcialidad. Ya unos años antes, según Malo, John Owen, ministro protestante que pasó por allí hacia 1820, había señalado el rápido desarrollo de la sociedad y la administración. Los hechos dieron sus frutos. En 1833 Inglaterra decidió abolir la esclavitud en todas sus colonias; en 1848, por iniciativa del valiente y generoso Schoelcher, el gobierno provisional decretó la misma medida, que se incluyó en la propia constitución de Francia. Basten las citas que hemos entresacado del discurso de Wendel Phillips para convencer fácilmente de la importancia que tuvo el ejemplo de Haití para la causa de la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Pese a todas las apariencias contrarias, este vasto país está destinado a dar el

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golpe de gracia a la teoría de la desigualdad de las razas. En efecto, los negros de la gran república federal están empezando a desempeñar una función cada vez más activa en la política de los estados de la Unión americana. ¿No es posible, entonces, que antes de cien años un hombre de origen etiópico presida el gobierno de Washington y dirija los asuntos del país más progresista de la tierra, el país que infaliblemente será el más rico, el más poderoso, por el desarrollo del trabajo agrícola e industrial? No es ninguna idea de esas que permanecen eternamente en estado de utopía. Baste con ver la importancia creciente de los negros en los asuntos americanos para que se despejen todas las dudas. Pero no hay que olvidar que en Estados Unidos la abolición de la esclavitud sólo data de veinte años. Por lo tanto, sin que se me pueda acusar de exageración en la defensa de mi tesis, puedo certificar, a pesar de todas las afirmaciones en contra, que la raza negra posee una historia tan positiva, tan importante como todas las demás razas. Diferida e impugnada por la leyenda falaz de que los egipcios eran de raza blanca, esta historia reaparece con el comienzo del siglo. Está llena de hechos y enseñanzas; su estudio, a través de los resultados significativos que muestra en cada una de sus páginas, es del mayor interés. Traducido por Juan Vivanco. Maria Poumier y Juan Vivanco son miembros de Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Original francés CHAPITRE XVII Rôle de la race noire dans l'histoire de la civilisation I. Éthiopie, Égypte et Haïti

Pour répondre à ceux qui refusent à la race éthiopique toute part active dans le développement historique de notre espèce, ne suffit‑il pas de citer l'existence des anciens Égyptiens ? On a pu soutenir la thèse curieuse de l'infériorité radicale des peuples noirs, tout le temps qu'une science de faux aloi et d'une complaisance coupable a maintenu l'opinion que les Rétous étaient de race blanche ; mais aujourd'hui que la critique historique, parvenue à son plus haut degré d'élaboration, met tous les esprits perspicaces et sincères à même de rétablir la vérité sur ce point d'une importance capitale, est‑il possible de fermer les yeux à la lumière et de continuer la propagation de la même doctrine ? Rien ne serait plus malaisé pour les partisans de la théorie de l'inégalité des races humaines. En effet, les anciens riverains du Nil ayant été reconnus de race noire, comme je me suis évertué pour l'établir, avec surabondance de preuves, voyons ce que l'humanité doit à cette race. Une longue énumération n'est aucunement nécessaire. Pour ce qui a trait aux conquêtes matérielles réalisées sur notre globe, nul de ceux qui ont étudié l'archéologie et les antiquités égyptiennes n'ignore la grande part d'initiative que ce peuple industrieux a eue dans tous les genres de travaux. Les différentes sortes de fabrications manuelles dont la connaissance a été de la plus grande utilité pour le développement des sociétés humaines ont été généralement inventées en Égypte ou en Éthiopie. L'on y découvre les traces de tous les métiers, de toutes les professions. Jamais le génie des constructions n'a été porté plus loin ; jamais avec des moyens aussi élémentaires on n'a tiré des effets aussi magnifiques dans le domaine de l'art. Les monuments de l'Égypte semblent braver le temps pour immortaliser le souvenir de ces

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populations noires vraiment remarquables par leurs concep­tions artistiques. Là, l'imagination, planant dans un océan de lumière, a enfanté tout ce qu'on a vu de plus splendide, de plus grandiose dans le monde. Il est bien établi qu'aucune école sculpturale ou architectonique n'égalera jamais la hardiesse de l'ancien canon égyptien, dont les proportions gigantesques et la netteté des lignes défient toute imitation. Sous le ciel clair de l’Attique, on rencontrera sans doute des formes délicates et pures où le fini de l'exécution excite dans l'âme une douce impression de sérénité mais ce n'est plus cette grandeur majestueuse qui vous écrase l'esprit, tout en vous inspirant un sentiment d'invincible fierté, à la contemplation de ces masses colossales que la volonté humaine a su plier à ses caprices! Pour ce qui s'agit du développement intellectuel de l'humanité, il n'existe de doute dans l'esprit de personne là‑dessus : nous devons à l'Égypte tous les rudiments qui ont concouru à l'édification de la science moderne. La seule chose que l'on pourrait croire étrangère à la civilisation égyptienne, c'est l'évolution morale que les peuples occidentaux ont commencée avec la philosophie grecque et ont continuée jusqu’à nos jours, avec des crises plus ou moins longues, plus ou moins perturbatrices. Mais mieux on découvre le sens le ces vieux manuscrits couverts d'hiéroglyphes, conservés par la solidité du papyrus égyptien ou burinés sur les stèles et les bas‑reliefs antiques, plus on se convainc du haut développement moral auquel étaient parvenues les populations nilotiques de l'époque des Pharaons. C'est toujours cette même morale douce, humaine, très sobre de métaphysique et d'idées surnaturelles, indépendante de toute superstition religieuse, que l'on retrouve à l'état rudimentaire chez toutes les peuplades noires de l’Afrique soudanienne, jusqu'à l'invasion du grand courant islamique dont le fanatisme est un caractère essentiel, permanent. Les Grecs qui ont été les éducateurs de toute l'Europe, par l'intermé­diaire de l'influence romaine, ont dû prendre de l'Égypte les principes les plus pratiques de leur philosophie, comme ils en ont pris toutes les sciences qu'ils ont cultivées et augmentées, plus tard, avec une intelligence merveilleuse. Cela peut‑il même être mis en question, lorsqu'on sait que tous leurs grands philosophes, les principaux chefs d'école, ceux qu'on pourrait nommer les maîtres de la pensée hellénique, ont, depuis Thalès jusqu'à Platon, plongé continuellement leurs coupes aux sources égyptiennes, ayant tous voyagé dans la patrie de Sésostris avant de commencer la propagation de leur doctrine ? Je n'insisterai pas sur l'influence du bouddhisme ou de la manifestation de la pensée des Noirs indiens sur l'esprit philosophique de tout l'Orient. Non seulement la thèse historique soutenue sur l'importance des Noirs dans 1e monde hindou ne comporte pas autant de clarté que celle de l'origine des anciens Égyptiens, mais encore le courant de civilisation qui sort de l'Orient n'a jamais influé d'une manière directe sur le développement des races occidentales. Quoi qu'on en ait prétendu, avec le mythe aryen, à l'époque où l'Europe en montrait un si grand engouement, aucun savant ne peut insister sur une telle influence. Il suffirait de se rappeler le peu de succès que le doctrines de la gnose ont eu parmi les Occidentaux dans les premiers siècles du christianisme. Mais en dehors de l'antique race éthiopico‑égyptienne, ne peut‑on point présenter une nation noire, grande ou petite, ayant par ses actions influé directement sur l'évolution sociale des peuples civilisés de l'Europe et de l'Amérique ? Sans vouloir céder à aucune inspiration de patriotisme excessif, il faut que je revienne, encore une fois, sur la race noire d’Haïti. Il est intéressant de constater combien ce petit peuple, composé de fils d’Africains, a influé sur l'histoire générale du monde, depuis son indépendance. A peine une dizaine d'années après 1804, Haïti eut à jouer un rôle des plus remarquables dans l'histoire moderne. Peut‑être des esprits d'une philosophie insuffisante ne sentiront pas toute l'importance de son action. Ceux‑là s'arrêtent à la surface des choses et ne poursuivent jamais l'étude des faits, au point de saisir leur enchaînement et de voir où ils aboutissent. Mais quel penseur ne sait comment les petites causes, ou celles qui semblent telles, amènent de grands effets, dans la succession des événements politiques et internationaux, où se déroule la destinée des nations et des institutions qui les régissent! Une parole éloquente, une action généreuse et noble, n'ont‑elles pas souvent plus d'importance sur l'existence des peuples que la perte ou le gain des plus grandes

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batailles ? C'est à ce point de vue moral qu'il faut se placer pour juger de la haute influence qu'a exercée la conduite du peuple haïtien dans les événements que nous allons considérer. L'illustre Bolívar, libérateur et fondateur de cinq républiques de l’Amérique du Sud, avait failli dans la grande oeuvre entreprise en 1811, à la suite de Miranda, dans le dessein de secouer la domination de l'Espagne et de rendre indépendantes d'immenses contrées dont s'enorgueillissait la couronne du roi catholique. Il se rendit, dénué de toutes ressources, à la Jamaïque où il implora en vain le secours de l’Angleterre, représentée par le gouverneur de l'île. Désespéré, à bout de moyens, il résolut de se diriger en Haïti et de faire appel à la générosité de la République noire, afin d'en tirer les secours nécessaires pour reprendre l’œuvre de libération qu'il avait tentée avec une vigueur remarquable, mais qui avait finalement périclité entre ses mains. Jamais l'heure n'avait été plus solennelle pour un homme, et cet homme représentait la destinée de toute l’Amérique du Sud ! Pouvait‑il s'attendre à un succès ? Lorsque l’Anglais, qui avait tous les intérêts à voir ruiner la puissance coloniale de l'Espagne, s'était montré indifférent, pouvait‑il compter qu'une nation naissante, faible, au territoire microscopique, veillant encore avec inquiétude sur son indépendance insuffisamment reconnue, se risquerait, dans une aventure aussi périlleuse que celle qu’il allait tenter ? Il vint peut‑être avec le doute dans l'esprit; mais Pétion qui gouvernait la partie occidentale d’Haïti, l'accueillit avec une parfaite bienveillance. En prenant des précautions qu'un sentiment de légitime prudence devait dicter, à ce moment délicat de notre existence nationale, le gouvernement de Port‑au‑Prince mit à la disposition du héros de Boyacá et de Carabobo tous les éléments dont il avait besoin. Et Bolívar manquait de tout ! Hommes, armes et argent lui furent généreusement donnés. Pétion ne voulant pas agir ostensiblement, de crainte de se compromettre avec le gouvernement espagnol, il fut convenu que les hommes s'embarqueraient furtivement, comme des volontaires, et qu’il ne serait jamais fait mention d'Haïti dans aucun acte officiel du Venezuela. Bolívar partit, muni de ces ressources, confiant dans son génie et son grand courage. Les aspirations générales de ses compatriotes conspiraient en faveur de son entreprise; car on n'attendait pour se manifester efficacement qu'un coup hardi, un acte d'audacieuse résolution. Il opéra donc héroïque­ment son débarquement sur les côtes fermes de Venezuela. Après avoir battu le général Morillo qui voulut lui barrer le passage, il marcha, de triomphe en triomphe, jusqu'à la complète expulsion des troupes espagnoles et à la proclamation définitive de l’indépendance vénézuélienne qui fut solennellement célébrée à Caracas. Mais là ne s'arrêta pas l'action de l'illustre Vénézuélien. Il continua la campagne avec une vigueur et une activité infatigables. Par la célèbre victoire de Boyacá, il conquit l'indépendance de la Nouvelle‑Grenade et la réunit au Venezuela pour former la république de Colombie, digne hommage rendu à la mémoire de l'immortel Colomb. Incapable de se reposer dans la contem­plation de ses succès, il ne perdit pas haleine avant que son entreprise fût menée à terme. Il donna la main aux habitants du Haut‑Pérou qui, à l'aide des Colombiens commandés par le général Sucre, défirent les Espagnols dans une bataille décisive livrée aux environs d’Ayacucho, et fit proclamer la république de Bolivie. Par la victoire de Junín qu'il remporta sur les armées espagnoles, l'indépendance du Pérou fut complètement raffermie et la puissance coloniale le l'Espagne à jamais ruinée !... L'influence de tous ces faits sur le régime politique de la Péninsule [ibérique] est incontestable. Après avoir déployé une énergie indomptable pour repousser l’avènement d'un prince français au trône des rois d’Espagne et combattre les prétentions de souveraineté que Napoléon Ier affichait sur l'Europe entière, en remplaçant toutes les anciennes dynasties par les membres de sa famille, les Cortès montrèrent que le peuple espagnol, tout en résistant à la violence, n'avait pas moins compris la grandeur des idées qui avaient surgi avec la Révolution de 1789. La constitution qu'ils élaborèrent, en 1812, en est la preuve évidente. Mais advint le retour des Bourbons. Le colosse impérial, étant renversé par la coalition de l'Europe monarchique et disparu de la scène, Ferdinand VII voulut monter sur le trône de ses pères, tel qu'il devait lui échoir par droit de naissance, sans

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aucun amoindrissement des prérogatives royales. Comme les Bourbons de France, ceux d’Espagne ne comptaient pour rien le temps écoulé entre leurs prédécesseurs et la restauration monarchique. Ils n'avaient rien appris ni rien oublié ! Sans le bouleversement des colonies de l'Amérique du Sud qui s'éman­cipèrent les unes après les autres du joug de l'Espagne, la monarchie pourrait être assez puissante pour étouffer toutes les protestations de la liberté ; mais affaiblie par les efforts qu'elle dut faire pour éviter la désagrégation de l'empire qui s'en allait en lambeaux, elle ne put rien contre l'opposition, de plus en plus hardie et exigeante. L'appui qu'elle réclama de la France, pour le rétablissement de ses prérogatives, en 1823, n'eut qu'un résultat extérieur et temporaire. Ce résultat forcé devait tourner plus tard contre le principe même qu’on voulait sauver, en ruinant complètement le peu de popularité dont jouissait en France le drapeau légitimiste! Qu'on suive avec quelque attention toutes ces péripéties de l'histoire européenne, à l'époque où ces divers événements se déroulaient; on sera étonné d'y voir à quel degré tous ces faits s'enchaînent. Les contre‑coups des actions héroïques que Bolívar accomplissait, dans les gorges ombreuses ou sur les plateaux enflammés des Cordillères, ricochaient sur les institutions séculaires de l'Europe; ils secondaient le courant des idées révolutionnaires qui, comme une avalanche, ébranlaient de plus en plus les rouages usés de l'ancien régime. Par toute l’Amérique, c'est le nom de la République qui prédominait. On dirait que le Nouveau Monde sentait la sève de l'avenir bouillonner dans les idées de liberté et d'égalité ! Ne sont‑elles pas, en effet, indispensables au développement des jeunes générations ? En lisant les Mémoires du prince de Metternich, on voit que sa perspicacité d'homme d’État ne s'était pas complètement méprise sur l'importance de ces crises que subissait toute l’Amérique du Sud, adoptant l'idéal du pavillon étoilé ; mais par son bon sens et sa grande pénétration, il sentait qu'il n'y avait rien à faire de ce côté. Le câble était coupé ! Sans doute, il y a une époque précise où les grands événements politiques se réalisent fatalement, qu'on s'y oppose ou non. L'esprit humain, ayant progressé, accomplit souvent un travail interne qui remue les nations, les agite et les pousse à des commotions inéluctables, d'où sort une ère nouvelle avec des institutions plus conformes au mode d'évolution réclamé par les temps. Mais ces événements ont leurs facteurs, comme toutes les forces produites ou à produire. Pour en considérer la nature, il ne faut rien négliger. Eh bien, qu'on prenne en considération l'influence que Bolívar a exercée directement sur l'histoire d'une partie considérable du Nouveau Monde et indirectement sur le mouvement de la politique européenne, est‑il possible de ne pas admettre en même temps que l'action de la République haïtienne a moralement et matériel­lement déterminé toute une série de faits remarquables, en favorisant l'entreprise que devait réaliser le génie du grand Vénézuélien ? A part cet exemple, qui est un des plus beaux titres de la république noire à l'estime et à l'admiration du monde entier, on peut affirmer que la procla­mation de l'Indépendance d'Haïti a positivement influé sur le sort de toute la race éthiopienne, vivant hors de l’Afrique. Du même coup, elle a changé le régime économique et moral de toutes les puissances européennes possédant des colonies ; sa réalisation a aussi pesé sur l'économie intérieure de toutes les nations américaines entretenant le système de l'esclavage. Dès la fin du XVIIIème siècle, un mouvement favorable à l'abolition de la traite s'était manifesté. Wilberforce en Angleterre et l'abbé Grégoire en France furent les modèles de ces philanthropes qui se laissèrent inspirer par un sentiment supérieur de justice et d'humanité, en présence des horreurs dont le commerce des négriers donnait l'exemple. Raynal avait prédit dans un langage prophétique la fin de ce régime barbare. Il avait prévu l'avènement l'un Noir de génie qui détruirait l'édifice colonial et délivrerait sa race de l'opprobre et de l'avilissement où elle était plongée. Mais ce n'était que d'éloquentes paroles qui, répandues aux quatre coins de la terre, jetaient l'émotion dans les âmes élevées, sans parvenir à convaincre ceux dont l'incrédulité égalait l'injustice, le dédain et l'avidité. Quand on eut vu les Noirs de Saint‑Domingue, livrés à leurs propres ressources,

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réaliser ces prophéties que personne n’avait voulu prendre au sérieux, on se mit à réfléchir. Ceux dont la foi ne demandait que des faits pour se raffermir et prendre la force l'une conviction, persévérèrent dans leurs principes ; ceux en qui la rapacité et l'orgueil étouffaient toute clairvoyance et toute équité furent ébranlés dans leur folle sécurité. L'inquiétude ou l'espérance agitait les uns ou fortifiait les autres, selon leurs inclinations. La conduite des Noirs haïtiens apportait, en effet, le plus complet démenti à la théorie qui faisait du Nigritien un être incapable de toute action grande et noble, incapable surtout de résister aux hommes de la race blanche. Les plus beaux faits d'armes enregistrés dans les fastes de la guerre de l'Indépendance avaient prouvé le courage et l'énergie de nos pères: cependant les incrédules doutaient encore. Ils se disaient que l'homme de race éthiopienne, enhardi par le premier coup de feu, avait bien pu se battre et prendre un plaisir acoquinant à culbuter les Européens de l'île, tel que des enfants qui s'exercent à un jeu nouveau et, par cela même, infiniment attrayant. Qui pouvait mettre en doute que, la guerre une fois finie, les anciens esclaves, abandonnés à eux‑mêmes, ne fussent effrayés de leur audace et ne fussent venus offrir leurs mains aux menottes de leurs anciens contre‑maîtres ? Ces êtres inférieurs pouvaient‑ils maintenir durant deux mois un ordre de choses où le Blanc n'eût aucune action, aucune autorité ? Non, il n'y eut personne qui ne se moquât de l'idée de Dessalines et de ses compa­gnons, voulant créer une patrie et se gouverner indépendamment de tout contrôle étranger. Qu'on ne pense pas qu'il s'agisse ici de simples suppositions ! Ce sont là des pensées qui ont été imprimées dans des mémoires savants ; elles ont été généralement partagées, en Europe, dans les premiers temps de l'indépendance d'Haïti. Aussi les hommes d'Etat français, confiants dans ces absurdes théories qui ne prennent leur source que dans la croyance à l'inégalité des races humaines, ne désespéraient‑ils pas de ressaisir l'ancienne colonie dont les revenus étaient une si claire ressource pour la France. En 1814, sous le gouvernement provisoire de Louis XVIII, des démarches furent positivement faites, tant auprès de Christophe, dans le Nord, qu'auprès de Pétion, dans l'ouest, pour leur proposer de remettre l'île sous la domination française. Il leur fut offert la garantie d'une haute situation pécuniaire et le plus haut grade militaire qu'on pouvait avoir dans l'armée du roi. Ces propositions furent repoussées avec une indignation d'autant plus respectable et imposante que la contenance des deux chefs fut aussi calme que digne et ferme. Les démarches furent dirigées sous l'inspiration et d'après les conseils de Malouet. Ces faits ne sont‑ils pas de nature à augmenter considérablement les droits de la petite république au respect universel ? Oui, dans ces temps difficiles, Haïti avait fait preuve d'un tel bon sens, d'une telle intelligence dans ses actes politiques, que tous les hommes de cœur, émerveillés d'un si bel exemple, ne purent s'empêcher de revenir sur les sottes préventions qu'on avait toujours nourries contre les aptitudes morales et intellectuelles des Noirs. « Dans une seule Antille encore, dit Bory de Saint­Vincent, faisant allusion à Haïti, on voit de ces hommes réputés inférieurs par l'intellect, donner plus de preuves de raison qu'il n'en existe dans toute la péninsule Ibérique et l'Italie ensemble ». L'expérience la meilleure, l'observation la plus précise était donc faite d'une manière irréfutable. Les hommes d’État les plus intelligents, réunis aux philanthropes européens, comprirent que l'esclavage des Noirs était à jamais condamné ; car l'excuse spécieuse qu'on lui avait longtemps trouvée, en décrétant l'incapacité native de l'homme éthiopique à se conduire comme personne libre, recevait par l'existence de la république noire la plus accablante protestation. Macaulay, en Angleterre, et le duc de Broglie, en France, se mirent à la tête d'une nouvelle ligue d'anti‑esclavagistes. En 1831 un homme de couleur, libre, occupant une position sociale à la Jamaïque, Richard Hill, fut chargé de visiter Haïti et de faire un rapport sur ses impressions. Par lui, les progrès rapides réalisés par les fils des Afticains furent constatés avec bonheur, quoique avec impartialité. Déjà quelques années auparavant, au dire de Malo, John Owen, ministre protestant, qui y passa vers 1820, avait su remarquer le développement subit de la société et de l'administration. Les faits portèrent leurs fruits. En 1833, l’Angleterre résolut d'abolir l'esclavage dans toutes ses colonies ; en 1848, sous l'impulsion du vaillant et généreux Schoelcher, le Gouvernement provisoire décréta la même mesure qui fut inscrite dans la constitution même de la France.

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Par les citations que nous avons déjà faites du discours de Wendell Phillips, on peut se convaincre facilement de quelle importance a été l'exemple d'Haïti en faveur de la cause de l'abolition de l'esclavage aux États­-Unis d’Amérique. Cette vaste contrée est destinée, malgré toutes les apparences contraires, à porter le dernier coup à la théorie de l'inégalité des races. Dès maintenant, en effet, les Noirs de la grande République fédérale ne commencent­ ils pas à jouer le rôle le plus accentué dans la politique des divers États de l'Union américaine ? N'est‑il pas fort possible, avant cent ans, de voir un homme d’origine éthiopique appelé à présider le gouvernement de Washington et conduire les affaires du pays le plus progressiste de la terre, pays qui doit infailliblement en devenir le plus riche, le plus puissant, par le développement du travail agricole et industriel ? Certes, ce ne sont point ici de ces conceptions qui restent éternellement à l’état d’utopie. On n’a qu’à étudier l’importance chaque jour grandissante des Noirs dans les affaires américaines pour que tous les doutes disparaissent. Encore faut-il se rappeler que l’abolition de l’esclavage ne date que de vingt ans aux États‑Unis ! Sans pouvoir être accusé d'aucune exagération dans la soutenance de ma thèse, je puis donc certifier, en dépit de toutes les assertions contradictoires, que la race noire possède une histoire aussi positive, aussi importante que celle de toutes les autres races. Arriérée et longtemps contestée par la légende mensongère qui faisait des anciens Égyptiens un peuple de race blanche, cette histoire reparaît de nouveau, avec le commencement de ce siècle. Elle est pleine de faits et d'enseignements ; elle est absolument intéressante à étudier à travers les résultats significatifs qu'elle signale dans chacune de ses pages.

Traducido para ENcontrARTE por Juan Vivanco.

http://encontrarte.aporrea.org/teoria/sociedad/45/a12324.html.

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