Qué debo hacer? La filosofía moral de Kant

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¿Qué debo hacer? La filosofía moral de Kant Luis Eduardo Hoyos*

1. Como recordarán de la introducción que hice a este curso sobre la filosofía de Kant, la pregunta que lleva como título esta conferencia, “¿qué debo hacer?”, es la segunda de las grandes preguntas del pensamiento de Kant y es de la que él se ocupa en su filosofía moral. Nos hemos ocupado hasta ahora de la respuesta que da Kant a la primera de esas preguntas, “¿qué puedo yo conocer?”. Ahora vamos a ocuparnos de su filosofía moral y, podríamos también decir, de su teoría sobre la acción o sobre la racionalidad de la acción, o sobre la racionalidad práctica. Me interesa subrayar que la conexión entre ética y racionalidad práctica o racionalidad de la acción no es una conexión obvia. Una de las ideas centrales de la filosofía de Kant en materia de filosofía moral es que, ciertamente, esa conexión no es obvia, pero que entre una y otra cosa hay una relación, que podríamos llamar de necesidad conceptual, es decir, que sólo puede llamarse en estricto sentido a una acción racional cuando ella cumple con algunos requisitos evaluativos de índole moral. Así pues, aunque la relación entre acción ética y acción racional no es obvia, Kant tratará de demostrar que es una relación de mutua necesidad conceptual. Esta conferencia tiene tres partes: en la primera mostraré la conexión entre la filosofía teórica de Kant y su filosofía práctica, pues creo que se ingresa de manera muy expedita al pensamiento moral kantiano cuando se lo hace desde la filosofía teórica. De lo que se trata, concretamente, es de tomar como punto de partida el problema teórico de la libertad para llegar a la fundamentación de la ética. En este punto, la idea central de Kant es que el problema de la libertad, de naturaleza teórica, solamente puede tener una solución práctica. Al analizar eso veremos el modo como se conectan el uso teórico y el uso práctico de una y la misma razón. La segunda parte constituye el centro de la conferencia sobre filosofía práctica propiamente dicha. Aquí, interpreto la filosofía moral kantiana como un análisis y una fundamentación racional de la obligación. Basado en algunos textos de Kant y en algunos de los argumentos *

Profesor asociado del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia.

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más importantes que voy a transcribir para que los podamos ver todos, me interesa que capten el argumento central que hace razonable y aceptable una ética del deber o una ética de la obligación, en contraposición con otros modelos éticos. La tercera parte tiene que ver con lo que dije al principio: la conexión no del todo obvia entre ética y racionalidad práctica. Desde la perspectiva kantiana, como dije, aunque esta conexión no sea obvia, sí es en todo caso necesaria: racionalidad práctica y racionalidad moral están conceptualmente vinculadas entre sí. Esto significa que aunque consideremos a un ser humano como racional en su forma de actuar, independientemente de si actúa moralmente, no podemos, desde otro punto de vista muy importante, considerarlo como plenamente racional si no cumple con requisitos evaluativos morales. Ésa será la cuestión central en esa tercera parte: de qué modo no es obvia la relación entre racionalidad y moralidad de una acción y por qué se puede entender que un ser humano sea racional sin que sea moral; pero, por qué, a la vez, es forzoso reconocer que no se cumple con todos los criterios de racionalidad hasta tanto la acción no se guíe por un criterio de tipo moral. Quisiera, al menos, llevarlos a hacer conciencia de este problema. El problema de la libertad 2. El problema teórico de la libertad se sitúa en el contexto de la crítica de Kant a la metafísica. Kant lo trata detalladamente en lo que se conoce como la tercera antinomia o la antinomia de la libertad, en el capítulo II de la Dialéctica Trascendental, que se ocupa de la crítica de la metafísica. Recuerden que la crítica de la metafísica tiene la misma estructura de la metafísica tradicional. Ésta se ocupaba de tres temas, el primero de los cuales es el del alma; el segundo es el problema del mundo como totalidad incondicionada, que tiene diferentes “sub-temas”, por así decirlo, y el tercero es el tema de Dios. Siguiendo la tradición, Kant sitúa el problema de la libertad en el segundo tema, pues es un problema cosmológico, relativo al mundo. Y más que relativo al mundo, relativo al puesto que ocupa el hombre en la naturaleza. El problema de la libertad tiene la estructura de una antinomia. Una antinomia es un conflicto dialéctico, es decir, un conflicto entre dos posiciones que, desde un punto de vista teórico, tienen aparentemente el mismo derecho a existir. Ninguna de las dos parece poder 2

dar solución con su posición a lo que propone, porque lo que cada una de las posiciones sostiene o defiende involucra un concepto que no parece tener una referencia objetiva. Al referirse a los conceptos involucrados en las discusiones de la “cosmología racional”, Kant suele utilizar términos de altísimo calibre metafísico como el de “idea del mundo como totalidad”, o también el concepto de algo que es una parte del mundo, pero en cuanto es considerada como “incondicionada”. Una cosa muy notable de las antinomias es que en ellas Kant utiliza un método escéptico para llegar a una conclusión no escéptica. El método que él emplea es, en efecto, el de los escépticos clásicos. Para éstos hay cierto tipo de problemas que forzosamente llaman a la discusión; es decir, con respecto a ciertos temas no es posible, para los escépticos, sostener una posición que sea la última y la única aceptada por todos. Eso ocurre, principalmente, cuando se trata de asuntos teóricos que no tienen a mano una constatación empírica o, mejor, fenoménica, sino que se refieren a cosas inteligibles, no tangibles, de naturaleza discursiva e ideal. Cuando, respecto a un asunto de esas características, se propone una posición determinada, siempre forzosamente va a surgir una posición contraria. Eso pasa con muchos asuntos que nos afectan en nuestra vida cotidiana; pasa, por ejemplo, con asuntos de carácter ideológico o con asuntos relacionados con los valores. Un ejemplo de este tipo de dificultades, en donde a veces uno se siente tentado a utilizar un método escéptico, puede ser extraído del ámbito de lo que se conoce con el nombre de “ética aplicada”, o de “bioética”. Es frecuente ver cómo en los debates de la ética aplicada surge, por ejemplo, una posición bien argumentada a favor del aborto clínicamente controlado. No tarda en hacerse pública esa posición cuando ya le ha salido al paso una posición que la contradice, basada en un sistema de valores muy distinto al que soporta la otra. Lo que es muy usual, e incluso desesperante, en ese tipo de situaciones es que uno tiene la sensación de que a ambos bandos los asiste, de algún modo, la razón, y que el conflicto parece insuperable debido a que en él se enfrentan sistemas de valores y visiones de la vida completamente inconmensurables entre sí. Los escépticos antiguos pensaban que casi todos los problemas teóricos más importantes (incluso los del conocimiento) tenían esa estructura, y cuando examinaban dichos problemas los conducían a situaciones antinómicas, de modo que se pudiera ver con 3

facilidad cuál era la tesis y cuál la antítesis. Una vez visto eso, y consideradas las razones de uno y otro bando, el escéptico hacía evidente que era imposible decidirse por alguna de las dos posiciones en conflicto, y entonces proponía “suspender el juicio” al respecto, es decir, proponía que no se optara por ninguna de las dos opiniones. Como no es posible llegar a una solución teórica del conflicto, lo mejor, para el escéptico, es suspender el juicio y no angustiarse. El proyecto del escepticismo clásico era, en realidad, de tipo práctico: hay muchos problemas (el más serio de todos el del criterio de la verdad) que producen angustia y la angustia no deja vivir. Por tanto, debe buscarse equilibrar las posiciones enfrentadas con el objeto de lograr una tranquilidad del alma que ellos llamaban ataraxia. El método que emplea Kant en las antinomias es exactamente ese, pero su talante filosófico no es el de un escéptico porque él cree firmemente en que los problemas que dan origen a situaciones antinómicas en la metafísica sí pueden ser solucionados. El de la libertad es un típico problema de esa naturaleza. La antinomia de la libertad surge de dos tesis, dos posiciones que chocan entre sí inevitablemente. La tesis plantea que la causalidad según las leyes de la naturaleza no es la única de la que pueden derivarse todos los fenómenos del mundo. Para explicar estos nos hace falta otra causalidad por libertad (CRP, A 444 = B 472).

Lo que sostiene la tesis es que frente a un concepto determinista de la naturaleza –el único concepto aceptable de naturaleza desde el punto de vista de una racionalidad teórica–, para el cual es impensable la libertad, es forzoso, de todas maneras, aceptar que hay una causalidad por libertad. ¿Por qué es forzosa esa aceptación? Eso es algo que la tesis no deja claro, sin más. De cualquier forma, la tesis sostiene que la posición del hombre dentro de la naturaleza es una posición sui generis, porque él es concebido por ella como un ser capaz de iniciar por sí mismo (esto es, incondicionadamente), una serie de eventos, sin que este inicio dependa, a su vez, de causas naturales. De modo que la tesis, en el contexto de una concepción determinista de la naturaleza, ve la necesidad de defender una causalidad incondicionada, un origen absoluto de las acciones, desligado de mecanismos naturales. Eso es lo que quiere decir la expresión “causalidad por libertad”: se trata del principio causal de una acción o un evento que no tiene como base otra causa natural y que parece privativo de los seres racionales. 4

Según Kant, cuando se sostiene algo así, por las razones que sea, surge inmediata y necesariamente, una antítesis. La posición de la antítesis dice: No hay libertad. Todo cuanto sucede en el mundo se desarrolla exclusivamente según leyes de la naturaleza (CRP, A 445 = B 473).

Ésta es una posición conocida; es la posición estrictamente determinista, que no acepta la existencia de una causalidad por libertad. Kant hace un examen muy notable de las argumentaciones a favor de la tesis y de las argumentaciones a favor de la antítesis. Infortunadamente, no puedo seguir en detalle aquí ese examen. Vale anotar de pasada, no obstante, que es muy llamativa la forma como lo hace, porque todos los argumentos, tanto los que favorecen la tesis como los que apoyan la antítesis, son de tipo negativo, o sea, argumentos por reducción al absurdo. Cada una de las posiciones argumenta a favor de sí misma mostrando que si se acepta la postura contraria se llega a un absurdo. Es un experimento filosófico bastante interesante e inteligente desde el punto de vista dialéctico y argumentativo. Sin embargo, para efectos de esta conferencia, me interesa la solución al conflicto y no la forma como Kant presenta argumentativamente el problema. Para Kant, a diferencia del escéptico, este problema, como ya sugerí, sí tiene solución. La que él propone es, según él, la única posible. Es una solución que está fundada en lo más esencial de la filosofía teórica kantiana: en lo que él da a conocer con el nombre de idealismo trascendental, del cual también hemos hablado en estas conferencias. La tesis del idealismo trascendental es muy sencilla, y consiste en sostener que uno puede ver todos los objetos del mundo, y en este caso que nos interesa, ver al hombre, desde dos puntos de vista diferentes. La incapacidad de distinguir esos dos aspectos es la que hace surgir un problema como el de la libertad y el determinismo. La solución al problema de la libertad consiste en hacer conciencia sobre dos diferentes maneras de considerar al hombre. Esas dos maneras de verlo (al mismo hombre al que le estamos adscribiendo la propiedad de ser libre, según la tesis, o se la estamos quitando, según la antítesis) son: considerado como fenómeno o como noúmeno. Todo se puede ver desde estos dos diferentes puntos de vista: como fenómeno, en cuanto objeto de nuestro conocimiento, que se adapta a las condiciones de éste, como lo hemos visto a lo largo de todo este curso; o como noúmeno, es decir como algo que no puede ser objeto del conocimiento ni de la experiencia. Para referirse a este concepto de noúmeno Kant también 5

utiliza, a veces, el término, aún más técnico y complejo, de cosa-en-sí. Es decir, el mundo, las cosas, se pueden ver, repito, en relación conmigo como sujeto del conocimiento; como objetos de mi conocimiento. Ésa es la consideración de las cosas como fenómenos, como algo que me aparece a mí y que yo tengo que estructurar y que condicionar a mi capacidad de comprender y conocer para poder comprenderlo y conocerlo. Sin embargo, al mundo también lo puedo considerar como algo que es en sí, independiente de mi capacidad de conocerlo. Cómo sea el mundo en sí, es algo que, claro, no puedo saber. Pero eso no impide que lo pueda pensar como algo que es en sí. En otras palabras, puedo pensar que el mundo no se agota en ser fenómeno para mí, sino que contiene un aspecto, o una parte que permanece desconocida para mí. Pensar un mundo en sí, independiente de mi conocimiento, es pensar que la realidad del mundo no es coextensiva con nuestro conocimiento de él y esta idea se halla asociada, a su vez, a la idea de que sabemos muchas cosas del mundo, pero también son muchas las que ignoramos de él. Aunque pueda pensar que hay algo del mundo que no aparece ante mí, no puedo decir qué sea eso, pues no lo sé, justamente. Y el hecho de que no lo pueda saber, no impide que lo pueda pensar. Ésta es una idea importante de la filosofía kantiana. Kant aplica el idealismo trascendental, esto es, la idea de que los objetos, y el hombre mismo, pueden ser considerados o bien como fenómenos o bien como noúmenos, al problema de la libertad. Y es gracias a esta aplicación que, según Kant, dicho problema queda resuelto. La idea es ésta: si consideramos al hombre (que es el que nos interesa, repito, porque es al que le adscribimos o quitamos la propiedad de ser libre) como fenómeno, lo consideramos como un ser entre todos los seres en el mundo natural y, por tanto, completamente necesitado, no-libre, obedeciendo y respondiendo a necesidades naturales como un animal más, como un ser biológico igual a cualquier otro. Éste es el punto de vista fenoménico. Como objeto de mi conocimiento el hombre es una parte más de un mundo natural y no tiene ahí, digamos, ningún puesto especial. Eso es el hombre en cuanto fenómeno. En la solución a la antinomia, Kant dirá que, desde ese punto de vista fenoménico, tendremos una idea del carácter empírico del hombre, lo cual significa que éste posee un carácter, una propiedad, una manera de ser que es empírica. Desde ese punto de vista, la antítesis es

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totalmente correcta. De modo que si consideramos al hombre desde el punto de vista natural y fenoménico, que es el de la ciencia, la antítesis gana esta batalla. Pero, al mismo tiempo –sostiene Kant– podemos considerar al hombre desde un punto de vista que él llama inteligible o nouménico, es decir, no desde la perspectiva que es fenoménica, sino desde la perspectiva que es inteligible y pensable. Ahí, lo que es importante de la solución es que Kant dice que si lo puedo considerar así, tengo que considerarlo con una propiedad, con un carácter, con una esencia, con un modo de ser, que ya no es empírico, sino al que va a llamar inteligible, y ser inteligible es, para decirlo en una palabra, ser racional. Entonces, lo que él quiere mostrar es que si yo logro considerar al hombre desde estos dos puntos de vista diferentes, puedo sostener tanto la tesis como la antítesis de la antinomia de la libertad, sólo que advirtiendo que cada una de ellas es sostenida desde puntos de vista diferentes e irreductibles uno al otro. El ser humano, considerado desde la perspectiva de su carácter inteligible, como un ser racional, puede ser pensado como libre; como un ser dotado de una facultad de actuar que se llama voluntad. Según ese punto de vista, el ser humano es pensado como un ser racional, es decir, como un ser que puede representarse ciertos principios y actuar en conformidad con ellos. Pero, desde otra perspectiva, el mismo ser humano puede ser visto como empíricamente condicionado, y entonces puede decirse que ese ser humano está, por así decir, necesitado; que obedece a necesidades naturales, responde a ellas y, por tanto, no es libre. Son dos aspectos diferentes de una misma cosa, no dos cosas diferentes. Así se resuelve el problema de la libertad. Esta tercera antinomia, así como la cuarta, a diferencia de las dos primeras, va a tener la estructura de solución que consiste en mostrar que tanto la tesis como la antítesis están en lo correcto, pero desde diferentes puntos de vista. De lo que se trata, entonces, es de tener siempre muy presente desde qué punto de vista se va a hablar sobre el hombre: si desde un punto de vista empírico y fenoménico, regido por la ley de causalidad natural, o si desde un punto de vista inteligible, que es el que nos permite considerar al hombre como agente dotado de inteligencia y razón.

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Lo que quiere Kant con la solución a la antinomia (y en eso están de acuerdo casi todos los comentaristas) es salvar la posibilidad de pensar la libertad como atributo que se le pueda adscribir al ser humano, sin entrar por ello en contradicción con la naturaleza, con el determinismo natural. Él sólo quiere salvar la posibilidad de pensar la libertad sin contradicción con el mecanicismo natural, y lo logra mediante el método del idealismo trascendental. Según Kant, es lo único que, desde el punto de vista teórico, se puede hacer con la libertad. Pero, lo que a mí me parece muy llamativo es que, para Kant, el problema de la libertad, aún cuando sea un problema de origen teórico, en estricto sentido no tiene una solución teórica. La que yo les acabo de dar es la solución que Kant propone, pero esa solución solamente consiste en poder pensar, hacer concebible (es todo lo que él necesita) la libertad, sin entrar en contradicción con la idea de naturaleza. Y esto, como vimos, se logra si somos capaces de ver al hombre desde dos perspectivas distintas. Ahora bien, con esto no hemos visto todavía cuál es realmente el contenido de la libertad, o, en otras palabras, Kant no nos ha dicho todavía en qué consiste el carácter inteligible. El asunto es que solamente se va a poder explicar en qué consiste ese carácter desde la perspectiva práctica, no desde la teórica. 3. He escogido para leer con ustedes un texto muy largo, es el más largo de toda la conferencia de hoy, es una página completa. Lo escogí porque es un texto sui generis dentro de la filosofía kantiana; es muy rico desde el punto de vista argumentativo, aunque se trata de la exposición de un ejemplo. Kant advierte, por supuesto, que se trata de un ejemplo, y que de éstos no se debe esperar fuerza argumentativa. Los ejemplos sirven fundamentalmente para ilustrar. Sin embargo, este ejemplo que les voy a presentar tiene más fuerza argumentativa de lo que el mismo Kant supone. Quiero mostrar con él por qué el significado de la libertad es práctico, por qué el problema de la libertad no es, en estricto sentido, un problema teórico. Así haya surgido como problema teórico, su significación y su solución son prácticas. Anticiparé brevemente lo siguiente: el problema de la libertad es un problema con una solución eminentemente práctica, porque la libertad es un supuesto que debemos adscribir a los seres humanos. Es decir, suponemos, sin prueba teórica convincente ni absoluta, que los seres humanos, en cuanto seres racionales que saben lo que hacen, son libres, por la simple y llana razón de que tenemos que imputarles sus actos y adscribirles responsabilidad, ya 8

que vivimos en sociedad. Ésta es una interpretación de la tesis kantiana algo sesgada pragmáticamente, pero creo que se sostiene por el hecho de que, aparte de esa razón de tipo social y pragmático, no veo bien qué otra justificación pueda aludirse para hacer plausible la necesidad de imputar los actos de los seres humanos y de adscribirles responsabilidad. Advierto, en todo caso, que el texto kantiano no presenta expressis verbis ese sesgo y que es susceptible de diferentes interpretaciones. El ejemplo propuesto por Kant, que a continuación leeré, tiene una clara connotación pragmático-social, y por eso decidí servirme de él para favorecer esta línea de interpretación. Después de exponer toda su teoría del idealismo trascendental como clave para la solución de las antinomias, y después de solucionar con base en ese método la antinomia de la libertad, Kant propone un ejemplo para ver cómo funciona en la práctica social su modelo “doble perspectivista”, o “doble aspectista” –me excusan el barbarismo– sobre el ser humano, es decir, la idea de que el ser humano puede ser considerado o bien desde un punto de vista nouménico como agente libre dotado de un carácter inteligible y racional, o bien desde un punto de vista fenoménico como ser natural necesitado, provisto de un carácter empírico. Kant escribe: Supongamos un acto voluntario; por ejemplo, una mentira maliciosa con la cual una persona ha provocado cierta confusión en la sociedad. Primeramente se investigan los motivos de los que ha surgido y después se decide cómo puede imputarse tal mentira, juntamente con sus consecuencias, a dicha persona.

En otras palabras, Kant está diciendo aquí lo siguiente: en primer lugar, se ha de averiguar qué móviles llevaron al agente a mentir, considerando que él tiene un carácter empírico, es decir, que él es un ser necesitado, determinado a obrar de muchas maneras. Pero con ello no puede bastar: en segundo lugar, se ha de averiguar también cómo es posible imputar ese acto; cómo es posible concebir que la persona que mintió puede responder por lo que hizo. Con esto se plantea la posibilidad de considerar al agente desde la perspectiva de ser un agente imputable. El texto continúa así: En lo que concierne al primer punto, se examina el carácter empírico de esa persona hasta sus fuentes, las cuales se buscan en la mala educación, en las malas compañías, en parte también en la perversidad de un carácter insensible a la vergüenza y en parte se atribuyen a la ligereza y a la imprudencia, sin desatender las causas circunstanciales. En toda esta investigación [desde la perspectiva del carácter empírico de esa persona –LEH–] se procede como en cualquier examen de la serie de causas que determinan un efecto natural dado.

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Desde este punto de vista, el agente es objeto de la ciencia; puede ser de la psicología, o de la sociología, como quieran, y es examinado con el propósito de averiguar en relación con qué (la mala educación, las circunstancias, etc.) obró como obró. Decimos así que desde esta perspectiva se explica la situación. Sin embargo, una explicación semejante no puede servir de justificación moral. Eso es lo que, en el fondo, quiere decir Kant cuando defiende el carácter mutuamente irreductible del uso práctico y del uso teórico de una y la misma razón: las explicaciones (teóricas) no justifican moralmente. Piensen en el siguiente ejemplo, muy exagerado y muy dramático: uno puede explicar por qué Hitler dió la orden de asesinar a seis millones de judíos. Tal cosa puede ser sin duda explicada; es más, debe ser explicada por los historiadores, entre otras, para evitar que se repita, pues una buena explicación de un acontecimiento histórico como esos puede ayudar a corregir problemas en la educación de los hombres. Para una decisión como la de Hitler se pueden proponer varias explicaciones. Hay quienes dicen, por ejemplo, que el hecho de que fuera un individuo muy frustrado jugó un papel esencial en su comportamiento como político, del que dependió la vida de millones de seres humanos. También pueden servir de explicación las condiciones educativas alemanas, el racismo reinante etc. Seguramente un conjunto de explicaciones de diversa índole, en cuyo acopio contribuyen diferentes disciplinas, nos brindará un cuadro bastante completo del acontecimiento histórico. No obstante, soy de la opinión de que las explicaciones de las llamadas ciencias sociales no pueden ser casi nunca completas, como sí ocurre con las explicaciones matemáticas y con muchas explicaciones en las ciencias naturales, debido a características internas de la agencia humana que se encuentran relacionadas de un modo no incidental con nuestra disposición, tanto a la racionalidad como a la irracionalidad, y, en cierto sentido, también con nuestra libertad. Pero este es un tema del que no puedo ocuparme aquí, obviamente. Lo cierto es que, mirado el conjunto explicativo de una decisión como la de Hitler a la luz de una necesidad de adscribir imputabilidad, tenemos que decir que por muy completo que sea ese conjunto, nunca puede servir para ser aludido como justificación moral del acto. Además del uso teórico de nuestra razón, plasmado de modo característico en la necesidad de dar explicaciones, los seres racionales necesitamos de un principio que asegure la posibilidad de imputar y poder juzgar, de condenar, adscribir

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responsabilidad y decir si algo está bien o está mal. Buena parte de todo esto es lo que Kant tenía en mente al hablar de una “razón práctica”. Continúo con la cita: Aunque se piense que el acto está determinado de esa suerte, [es decir, que, dadas las circunstancias, se logre obtener una explicación teórica de él –LEH–], no por ello se deja de reprobar a su autor, y no precisamente a causa de su carácter desafortunado ni de las circunstancias que han influido en él [es decir, las explicaciones teóricas no justifican moralmente –LEH–]. Tampoco se le reprueba por el tipo de vida que ha llevado antes, ya que se presupone que se puede dejar a un lado cómo haya sido ese tipo de vida, que se pueden considerar como no sucedidas la serie de condiciones pasadas y que se puede tomar el caso en cuestión como enteramente incondicionado en relación con el estado anterior, exactamente como si su autor empezara, con espontaneidad total, una serie de consecuencias.

Kant está tratando de articular aquí, con su peculiar terminología, esa intuición del sentido común, que nos es común a todos, según la cual cuando analizamos la acción de un determinado agente al que necesitamos imputarle y adscribirle responsabilidad, suponemos que él pudo obrar, o hubiera podido obrar, de una manera diferente a como obró. Ese “contrafáctico” (hubiera podido obrar distinto) es esencial en todo el análisis de la acción humana. No pasa lo mismo cuando ocurre un evento natural: en los casos en los que no ha habido una intervención humana uno dice que tuvo que ser así y necesariamente tiene que ser así, que no pudo ser de otra manera. Cuando ocurre algo por obra de la intervención de la acción humana, casi siempre nos hacemos la pregunta: “¿por qué pasó?”, y al mismo tiempo decimos: “eso hubiera podido no ocurrir”, a sabiendas de que, puesto que ya ocurrió, la pregunta tiene algo de absurdo, pues lo que ya ocurrió, sea por la intervención humana o no, ya ocurrió. Pero siempre cabe, y es legítimo, decir, cuando ha habido la intervención de una acción humana: “pudo haberlo hecho diferente”, o: “hubiera podido hacerlo diferente”. Esto es: pudo haber iniciado la cadena de consecuencias de una manera diferente, o pudo haber iniciado otra cadena de consecuencias, no la que en efecto surgió. Esa formulación contra-fáctica es esencial a la consideración de las acciones humanas. Kant continúa: Esta reprobación se basa en una ley de la razón en virtud de la cual se considera a la misma razón como causa que podía y debía haber determinado de modo distinto el comportamiento del hombre.

Es decir, el hombre, asistido por la razón, pudo haber actuado diferente; pudo no mentir; hubiera podido no mentir; si hubiera considerado racionalmente su acto, o mejor, si lo 11

hubiera causado racionalmente, “y ello con independencia de todas las condiciones empíricas mencionadas”. Esto es muy fuerte, y no del todo fácil de pasar. Esta causalidad de la razón, (esta “causalidad por libertad”) no es otra cosa que el hecho de que la razón, o los procedimientos racionales (piensen en la deliberación racional, en la reflexión racional según determinados principios etc.) sirvan como motores (o motivos) para iniciar una cadena de efectos. Kant sostiene: Esta causalidad de la razón no es tomada como simple factor cooperante, [concomitante] sino como causalidad completa en sí misma, [y aquí está la tesis que considero más fuerte de Kant, por eso la pongo en cursiva] incluso en el caso de que los impulsos sensibles le sean contrarios en vez de favorables. [Cosa que es completada con algo tal vez más fuerte aún, cursiva mía] El acto es imputado al carácter inteligible del autor.

¡“El acto es imputado al carácter inteligible del autor”! Imputar el acto al carácter empírico no tiene sentido. Sólo somos imputables en cuanto estamos dotados de un carácter inteligible, pues es ese carácter el que nos permite adscribir responsabilidad. Y, para seguir con el ejemplo de Kant, en el momento en que el agente miente, toda la culpa es suya. Eso es muy fuerte. Fíjense que Kant nos presenta primero al hombre como un ser que no es completamente inteligible ni completamente sensible, o mejor, que no está determinado completamente ni por su carácter inteligible o racional, ni por su carácter empírico. Y, sin embargo, a la hora de adscribir culpa y responsabilidad, el asunto sí es presentado como un asunto de todo o nada, por así decir. Eso es muy complicado, y quizás injusto: no somos – repito– totalmente racionales, sino que tenemos tanto un carácter empírico como un carácter inteligible; pero si cometemos un delito, todo él se nos imputa en cuanto dotados de un carácter inteligible, y tener un carácter empírico no nos excusa. Insisto en que esto es muy fuerte y exigente con el hombre. Es algo que, en buena medida y quizás merecidamente, le ha traído a Kant muchos problemas. Pero ahora sólo me interesa que vean el pensamiento básico para que se hagan su propia idea: Desde el momento en que miente, toda la culpa es suya. Independientemente de todas las condiciones empíricas del acto, la razón era, pues, libre por completo y, en consecuencia, ese acto tiene que serle atribuido como falta enteramente suya (CRP A 554 = B 582 – A 555 = B 583).

No es que uno esté compuesto de dos partes, la una empírica y la otra inteligible, sino que uno puede ser visto desde dos aspectos. Pero, al mismo tiempo, uno es, por así decir, un ser 12

completo considerado desde uno de esos dos aspectos, a saber: el inteligible. Si a un ser humano le faltara, pongamos por caso, el carácter empírico, por supuesto que no podría ser tenido por un ser humano completo; pero no es la sumatoria de ambos caracteres la que da como resultado al ser humano completo. Tal cosa no es fácil de comprender, por supuesto, y es la que le ha hecho a Kant merecedor, entre otras cosas, de la acusación de rigorista, de la cual me he ocupado en otro texto (cfr. Hoyos, 2006). Lo cierto es, de todas maneras, que, en términos morales, se considera al ser humano completamente cuando se atiende a su carácter inteligible, pues es este carácter el que se evidencia como relevante a la hora de imputar una acción y de relacionarse con los otros en un contexto normativo. Como he advertido, se podría decir en este punto que Kant es algo injusto y exigente con el hombre pues, por una parte, sostiene que él está limitado al tener un carácter empírico y obedecer a necesidades naturales, pero por otra parte piensa que el hombre está dotado de una capacidad de deliberar y es racional. No obstante, cuando un agente racional comete un delito no puede excusarse en que tiene un carácter empírico, que lo hace imperfecto desde el aspecto racional, sino que el acto completo se le imputa al carácter inteligible en su totalidad. Esto vale, claro está, para el caso de que se trate de un acto, y no de algo que me sucede. Con respecto a lo que sucede, o nos sucede, no tiene mucho sentido utilizar predicados normativos o adscribir responsabilidad. En esta parte he querido hablarles del tema de la libertad y del hecho de que, aunque ese tema pueda ser abordado desde un punto de vista teórico, sólo puede ser considerado, en estricto sentido, como un problema cuya solución –si tiene alguna– es práctica. El análisis de la extensa cita que he referido de Kant me ha servido para mostrar por qué es indispensable, desde el punto de vista práctico, suponer la libertad, así deba aceptarse que no hay una solución convincente al debate sobre la libertad en el ámbito teórico. Y esto es así, repito, simple y llanamente porque como agentes racionales y sociales, nos es forzoso, para efectos de la conservación de la sociedad, imputar responsabilidad. La significación de la libertad como supuesto de la responsabilidad es, entonces, eminentemente práctica, debido a que se trata de un concepto que sólo requerimos en el contexto normativo que hay en la base de la evaluación de nuestras acciones. Análisis y fundamentación racional de la obligación 13

4. La ética de Kant tiene un carácter analítico. Lo que quiero decir con eso es que Kant no se está inventando aquí nada. Él empieza, de hecho, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (FMC), su más importante libro de ética, en mi opinión, con un análisis del sentido común ético, de nuestros más importantes “sentimientos” éticos. Pongo esta palabra entre comillas porque para Kant el sentimiento no va a ocupar un papel importante en la fundamentación de la moral. No obstante, la FMC empieza con un análisis del respeto y de otros conceptos muy importantes de nuestro sentido común ético que están relacionados de modo no incidental con el sentimiento. Parte de ese sentido común ético es analizado por Kant con el propósito de hallar en su base un fundamento racional, universal y estable. Ésa es la razón por la cual Kant se enfrenta a concepciones clásicas de la ética: al eudemonismo y a lo que podríamos denominar sentimentalismo. “Eudemonismo” viene de eudaimonía, que quiere decir felicidad. En términos muy generales, se trata de la concepción filosófico-moral que piensa que el fundamento de la moral, el bien, es la felicidad o el bienestar. La búsqueda del bien, inherente a todo ser humano, adquiere sentido, para el eudemonista, cuando se traduce en la búsqueda de la felicidad. Tal cosa puede ser vista de diversas formas, dependiendo de lo que se entienda por felicidad. La más conocida formulación del eudemonismo es la de Aristóteles, pero también podemos considerar como eudemonistas a Epícuro, y a algunos moralistas ingleses, como Shaftesbury, o al mismo Hume. La corriente de filosofía moral conocida como “utilitarismo” tiene también una fuerte vena eudemonista pues considera que el contenido (empírico) del bien es el placer, o la necesidad natural de evitar el dolor. Kant tiene dos argumentos en contra del eudemonismo que quiero mencionar brevemente. El primer argumento, que se puede llamar argumento teleológico, está en la FMC y es un argumento muy sencillo. Kant sostiene, simplemente, que si el hombre fuera hecho para la felicidad hubiera bastado con que la naturaleza lo hubiera dotado de instintos y no de razón, porque con los solos instintos puede satisfacer sus necesidades y su apetito de felicidad. Ahora bien, el hombre está dotado de razón, de modo que para algo debe tenerla. Es evidente, por lo dicho, que ella no es un instrumento naturalmente adecuado para ser feliz. Como pueden apreciar fácilmente, se trata de un argumento bastante flojo, pues se basa 1) en un concepto muy pobre de felicidad, en un concepto de felicidad ligado principalmente a 14

la satisfacción de nuestros instintos y a nuestra naturaleza animal, y es bien dudoso que se pueda hablar de felicidad en el ámbito animal; pero, además, 2) parece operar con un concepto muy fuerte, ontológicamente muy fuerte, de teleología natural. Pensar que la naturaleza nos dota de fines y que la posesión de la razón, en consecuencia, tiene que obedecer a esa dotación, es algo que no puede ser aceptado, sin más, como resultado de una objetiva y juiciosa consideración de la naturaleza y del puesto del hombre en ella. El mismo Kant, cuando se refiere al uso de nociones teleológicas en la naturaleza, previene contra la creencia de que estas nociones son ontológicamente “constitutivas”, y recomienda en su lugar una aplicación heurística o “regulativa” de los principios teleológicos. El segundo argumento contra el eudemonismo es superior, en mi opinión. Lo encontramos en la Crítica de la razón práctica (CRPr). El argumento sostiene que la felicidad no sirve como fundamento de determinación objetivo, seguro y confiable de la voluntad y, por tanto, no sirve como fundamento de la moral. Citaré un pasaje de la CRPr en el que Kant da la razón por la cual él cree que la felicidad no sirve como fundamento moral de determinación estable, objetivo y confiable de la voluntad: Pues aun cuando el concepto de la felicidad se halla en todo caso a la base de la relación práctica de los objetos con la facultad de desear, no es, sin embargo, más que el título general de los fundamentos de determinación subjetivos y no determina nada específico.

Noten que Kant no niega ahí la importancia de la felicidad en la acción humana. Al contrario, considera que ella se encuentra “a la base de la relación práctica de los objetos con la facultad de desear”, de modo que no podríamos concebir una facultad de desear sin objetos, es decir, una facultad de desear que no desee nada. Pero, aun más, quizás tampoco sería pensable una facultad de desear que no persiga los objetos que creemos que nos pueden hacer felices. Con todo, la búsqueda de la felicidad queda excluida como fundamento (objetivo) de determinación (moral) de la voluntad porque la felicidad es esencialmente indeterminada. Debido a su carácter excesivamente subjetivo, la búsqueda de la felicidad “no determina nada específico”. A este argumento contra el eudemonismo yo le doy el nombre de “argumento de la indeterminación”. Según él, la felicidad es indeterminada. Cuando buscamos la felicidad, sabemos subjetivamente lo que buscamos, pero no lo podemos determinar objetivamente, ni mucho menos prescribir a los otros para que lo busquen. Ese elemento de indeterminación en el concepto de felicidad es, me parece, la clave del argumento: 15

En qué haya de poner cada cual su felicidad es cosa que depende del sentimiento particular de placer y dolor de cada uno, e incluso en uno y el mismo sujeto, de la diferencia de necesidades según los cambios de ese sentimiento, y una ley, subjetivamente necesaria (como ley natural) es, por lo tanto, objetivamente un principio práctico muy contingente [léase: muy inseguro, muy poco confiable –LEH–] que, en distintos sujetos, puede y debe ser muy distinto y, por consiguiente, no puede nunca proporcionar una ley [es decir, un principio estable, objetivo de determinación de la voluntad –LEH–]; porque en el apetito de felicidad no se trata de la forma de la conformidad a ley, sino solamente de la materia, a saber, si puedo esperar placer y cuánto placer puedo esperar siguiendo la ley (CRPr, I § 3 Obsv. II) [108].

Lo más importante aquí es lo siguiente: Kant estaría de acuerdo con el eudemonista y con el sentido común cuando sostienen que los hombres aspiran a la felicidad. Contra eso no hay nada qué hacer; ni tampoco se entendería que tuviéramos que hacer algo contra ello. De hecho, cuando Kant habla de los imperativos que se refieren a la felicidad, les va a dar el nombre de asertóricos. En el contexto de su terminología eso significa, entre otras cosas, que ellos se refieren a una realidad, a un fin real. La felicidad es un deseo real al que aspiramos realmente. Kant podría estar incluso de acuerdo en que la búsqueda de felicidad constituye un principio, si quieren ustedes, universal: “Todos los seres humanos aspiran a la felicidad”. Pero lo que no puede ningún eudemonista decirnos con esa autoridad universal es qué hace felices a los hombres. Tal cosa es enteramente indeterminada porque lo que me hace feliz es algo fundamentalmente subjetivo. Existen personas a las que las hace feliz el “basuco”; a algunas otras las hace feliz el agua; a otras las hace feliz la “salsa”; a otras la música de Bach, e incluso hay gente a la que le produce felicidad el daño ajeno, etc. Es muy difícil, pues, si no imposible, establecer objetivamente algo que haga feliz a los hombres. Curiosamente, Aristóteles, el más grande eudemonista de la historia de la filosofía, desde mi punto de vista (porque es quien mejor fundamenta la idea de la búsqueda de la felicidad), está completamente de acuerdo con esta idea de Kant y coincide totalmente con ella. Sólo que, en lugar de abandonar la búsqueda de la felicidad como

Silueta de Kant con sobrero y bastón

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relevante moralmente, tal como hace Kant, él se arriesga por este mismo camino y llega a ser tan osado teóricamente como para proponer que, aunque todos busquemos la felicidad pero nadie pueda saber a ciencia cierta qué puede hacer felices a todos los hombres, será posible –y en el fondo necesario– mostrar que hay una forma de felicidad que es la más verdadera y la más duradera. Debido a que el problema de la indeterminación de la felicidad es, para Kant, insalvable, él opta por un camino de la fundamentación de la moral muy diferente. Como no se puede saber qué hace felices a los hombres, lo mejor es no pensar en la felicidad cuando se trata de buscar un fundamento de determinación objetivo de la voluntad. Si de lo que se trata es de fundamentar la ética, de dar un principio objetivo y estable que sirva para evaluar lo que es bueno o malo, entonces lo mejor será abandonar los factores empíricos y contingentes que nos llevan a actuar. El abandono de la felicidad, de la utilidad, y de todo lo que constituye un factor de deseabilidad, es el costo que se ha de asumir si queremos hallar un fundamento objetivo de determinación de la voluntad; un fundamento que sea estable, que valga con alguna seguridad para todos. Kant piensa que bien vale pagar ese costo si eso nos permite acceder a una visión aceptable de lo que signifique ser moral. Hay algo que no puede dejar de mencionarse en el enfrentamiento de Kant con el eudemonismo. Para él, aunque –por los motivos ya mencionados– el fundamento objetivo de la moral no puede estar en la felicidad ni en ningún móvil empírico, la acción moral sí nos hace, no obstante, dignos de ser felices. No es la felicidad misma, entonces, la que tiene significación moral, sino la dignidad de ser felices. Algo también bastante fuerte, si se quiere, y que tiene poderosas resonancias estoicas. 5. Como alternativa a la felicidad y al bienestar, Kant establece un principio normativo irrestricto. Es un principio ligado al bien, por supuesto, y que también opera como fundamento objetivo de determinación de la voluntad. Al puro inicio de la FMC, Kant propone ese principio normativo, en una de las formulaciones más conocidas de su filosofía moral: En ningún lugar del mundo, pero tampoco siquiera fuera del mismo, es posible pensar nada que pudiese ser tenido sin restricción por bueno, a no ser únicamente una buena voluntad (FMC [393] 117).

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Lo único bueno absolutamente es la buena voluntad. Lo que está diciendo Kant aquí es que lo único que se puede considerar bueno sin restricción, incondicionadamente, es decir, con independencia de que otras cosas sean buenas o no, es el buen querer. Independientemente de lo que yo quiera, independientemente de los objetos de mi querer, la voluntad buena es lo único que se puede considerar incondicionalmente bueno. La razón es sencilla: un buen querer no depende del objeto del querer. Es por esa independencia que la buena voluntad es incondicionadamente buena. Con esto no está diciendo Kant que una voluntad no quiera algo. Una voluntad siempre quiere algo, evidentemente, y sería absurdo considerar que uno no quiere algo cuando quiere. Cuando uno quiere, siempre quiere algo; querer es un verbo transitivo, y no es conceptualmente aceptable que uno no quiera nada. Kant, por supuesto, también cree que uno siempre quiere algo, que la voluntad siempre apunta a fines que pretende alcanzar para lograr su satisfacción. No obstante, al momento de determinar qué pueda ser lo bueno en sí, lo bueno incondicionalmente, la idea de Kant es que no se debe juzgar ni se debe evaluar desde la perspectiva de lo que se quiere, sino desde la perspectiva del querer mismo, sin tener en cuenta lo que se quiere. Se trata, como pueden apreciar, de un ejercicio analítico algo complicado, pues, por un lado, parece evidente que no es pensable un querer salvo si es un querer de algo, pero, al mismo tiempo, parece ser que se podría separar ese querer de sus objetos para ser considerado en sí mismo, pues lo que interesa a Kant es evaluar algo como bueno sin restricción, y esto no puede ser llevado a cabo por referencia a objetos, pues esta referencia es, justamente, un indicativo de relación. Más adelante Kant dice: La buena voluntad es buena no por lo que efectúe o realice, no por su aptitud para alcanzar algún fin propuesto, sino únicamente por el querer; esto es, es buena en sí y considerada por sí misma, hay que estimarla mucho más, sin comparación, que todo lo que por ella pudiera alguna vez ser llevado a cabo en favor de alguna inclinación; incluso si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones (FMC [394] 119).

Consideren ustedes diferentes aptitudes que pueden ser tenidas como buenas o ventajosas. Muchas aptitudes son, obviamente, buenas: ser inteligente es bueno; tener salud es bueno; tener las dos juntas es todavía mejor. Si a ellas dos se añade la belleza, aún mejor. Todas esas cosas son sin duda buenas. La pregunta de Kant es si se puede tomar cualquiera de esas aptitudes y considerarla como buena en sí, como buena sin restricción, es decir, independientemente de sus aplicaciones a los objetos a los que se orienta. Y la respuesta es 18

muy simple: alguien puede tener buena salud, pero si no sabe qué hacer con ella y si no está dotado de una buena voluntad, puede convertir su vida en un desastre, pues por no ser la buena salud algo irrestrictamente bueno, puede ser usado para el servicio de otras cosas, que no necesariamente son buenas. Piensen, por ejemplo, en el caso del futbolista Diego Maradona, quien gozaba hasta hace relativamente poco de uno de los mejores estados de salud imaginables. Su vida de excesos lo ha convertido en pocos años en un inválido. Lo que muestra el ejemplo es que la buena salud en sí misma no da nada, si no se sabe qué hacer con ella, y lo mismo puede valer con todas las otras aptitudes: se trata de bienes relativos. Lo único –según Kant– que puede ser llamado bueno en sí mismo y, a la vez, sin restricción, absolutamente, es una buena voluntad, un buen querer. Con la intención de cualificar algo más lo que significa contar con este principio normativo irrestricto, Kant introduce el concepto de deber o de obligación, que es –como ya he dicho– uno de los conceptos clave de su filosofía moral. Por medio del concepto de deber, Kant pretende, efectivamente, darle todavía más cuerpo, por así decir, al asunto de la buena voluntad o de lo que puede considerarse como bueno sin restricción. Consideren ustedes diferentes formas de la acción y de la motivación de la acción; consideren, por ejemplo, una acción cuando se hace por interés, o también cuando para llevarla a cabo tomo interés en algo –que no es lo mismo que realizarla por interés–. Cuando se analiza una acción realizada por interés, se puede notar que esa acción está condicionada, esto es, que depende de lo que yo quiero realizar. Según Kant, esto no ocurre con las acciones que llevamos a cabo por deber. En realidad, el único candidato de acción que cumple con el requisito de la incondicionalidad moral asociada por Kant al concepto de buena voluntad es la acción realizada por deber. Y esto es así porque la acción que se realiza por deber se realiza obedeciendo a principios que están en sí misma, es decir, a principios que no dependen del objeto que se quiere alcanzar. De ahí que la causa de una acción por deber no tenga nada que ver con inclinaciones naturales, o sea, con aquello a lo que yo tiendo naturalmente y que deseo conseguir. A esto se puede aún añadir que no siempre, aunque sí con mucha frecuencia, el deber se opone a la inclinación natural. No se trata, por supuesto, de una oposición necesaria, y Kant no la considera así. Es una mala interpretación de la obra de Kant aquélla que hace creer que cuando Kant sostiene que la única acción genuinamente moral es la acción que se 19

realiza por deber, él está oponiendo por eso dicha acción a la acción por inclinación. La acción por deber es la que se hace independientemente de la inclinación, de aquello a lo que yo estoy inclinado egoístamente o por interés, o por algún tipo de inclinación natural. Pero, independiente de no es lo mismo que contrario a. Una acción por deber puede ser una acción contraria a una realizada por inclinación, pero no necesariamente lo es. Por ejemplo, estoy muy divertido con mis amigos tomándome unas cervezas. De repente veo que son ya las diez de la noche y que aún tengo que preparar mi clase de mañana, a las siete de la mañana. Tengo al menos dos opciones: puedo quedarme con mis amigos tomando cerveza y no preparar la clase de mañana, o puedo oponerme a esa inclinación e irme para la casa obedeciendo al deber. Pero también puede ocurrir que deba y quiera irme a la casa a preparar mi clase, pero que lo haga no porque quiero, sino porque debo. Hay algo muy importante y llamativo en el análisis kantiano de la obligación. Kant cree que la acción que es causada por el deber es la única acción que califica como incondicionadamente motivada, por ser independiente de cualquier inclinación. Al mismo tiempo, esta acción es el mejor candidato de una acción relacionada con algún motivo de tipo racional. La acción realizada por deber se ha de distinguir muy bien, para Kant, de la acción que se lleva a cabo conforme al deber. Esa es una distinción de la mayor importancia para Kant. La mayoría de nuestras acciones, que se acomodan al deber, como el ejemplo que acabo de poner, muchas veces no son acciones causadas por el deber, sino que son simplemente conforme al deber. Si, nuevamente, decido no tomar más cerveza sino que me voy a la casa porque mañana no quiero quedar mal con mis estudiantes ya que me interesa cuidar mi reputación, no diremos que esa acción fue causada por deber, sino más bien por interés, aunque fue, al tiempo, conforme al deber. No es que esté mal hacer cosas conforme al deber, y no propiamente por deber; lo que ocurre es que lo que se hace conforme al deber puede ser evaluado como bueno pero nunca como irrestrictamente bueno. Con la idea de una acción por deber, Kant está brindando mayor cuerpo, como les decía, al principio normativo que me permite llamar a algo bueno irrestrictamente. Lo que puedo llamar irrestrictamente bueno es la acción que es ocasionada, causada o provocada por el deber. Mi conciencia del deber causa aquí la acción y no otra cosa (una inclinación, por ejemplo) que, por conveniencia, hace que mi acción se conforme a una conciencia del deber. 20

Con esto queda claro que, en filosofía moral, Kant se aparta de una concepción que se conoce con el nombre de consecuencialismo, o utilitarismo, muy influyente en el último siglo. Según esa concepción, el valor moral de una acción se establece de acuerdo a si sus consecuencias favorecen el mayor bienestar posible. Para Kant, el valor moral de una acción no se mide por las consecuencias que ella provoca. Por tanto, no se llama agente moral, estrictamente moral, a aquél que hace un cálculo evaluativo para ver qué consecuencias de su acción son favorables y qué consecuencias no lo son. Por supuesto que Kant no está diciendo que semejante cálculo no sea importante. Lo él sostiene, más bien, es que ese cálculo no determina el valor moral. No es la consecuencia, sino más bien la causa, el principio generador de la acción, la intención de la acción, independientemente de lo que sea causado, lo que constituye el valor moral de la acción. Esta oposición de Kant a lo que –después de él– se llamará consecuencialismo, o utilitarismo, es muy característica de su filosofía moral, al punto que en el debate contemporáneo contra el utilitarismo ustedes podrán encontrar importantes corrientes de filosofía moral muy influidas por Kant y su idea de hallar un fundamento racional de la obligación. Ética y racionalidad práctica 6. Kant establece un vínculo necesario, pero no obvio, entre ética y racionalidad práctica a través del análisis de la racionalidad práctica que acomete cuando propone su teoría de los imperativos. Según Kant, la racionalidad humana de la acción puede ser vista desde dos puntos de vista: en primer lugar, es racional una acción que se propone uno o varios fines y busca adaptar los medios para su consecución. Tener propósitos o fines es característico de la acción humana, y adaptar medios para su consecución es propio de lo que llamamos “ser racional”. A ese tipo de la racionalidad práctica se le suele dar el nombre de “racionalidad medio-fin” o de “racionalidad instrumental”. En segundo lugar, una acción puede ser tenida por racional cuando cumple con requisitos de orden moral. La tesis fuerte de Kant en este punto reside, en mi opinión, en sostener que no es plenamente racional el ser humano que sólo cuenta con el primer tipo de racionalidad. Aunque la racionalidad instrumental no requiera de elementos de carácter normativo o moral para valer como racionalidad, pues ella se estipula de la adecuada forma de emplazar medios para conseguir fines; por sí misma, sin 21

embargo, ella no dice nada acerca de la racionalidad de un fin. La estipulación acerca de la racionalidad de los fines obliga a considerar un aspecto normativo y moral como esencial a nuestra racionalidad práctica. La búsqueda de este vínculo conceptual entre ética y racionalidad práctica es, a mi modo de ver, lo más notable de la filosofía moral kantiana1. De modo que es racional, según lo que acabo de decir, la persona que se propone un fin y adapta los medios que sabe –si lo sabe, claro está– son los expeditos para la consecución del fin propuesto. Eso es relativamente obvio. Kant muestra que hay dos tipos de imperativos, dos tipos de órdenes o mandatos de tipo racional, que se acomodan con esa estructura de la racionalidad medio-fin. Él los llama “imperativos hipotéticos”. Al primer tipo de imperativos hipotéticos le da el nombre de “problemáticos prácticos”, y a los otros los llama “asertóricos prácticos”. Para los primeros vale que el fin del que se trata es un fin posible que yo me propongo. Este fin puede ser un fin intermedio, es decir, él mismo puede ser el medio para otro fin, y ése, a su vez, el medio para otro fin y así sucesivamente. Con respecto a los segundos, se puede decir que el fin es real y es la felicidad o el bienestar, independientemente de lo que eso pueda ser para cada uno de nosotros. Voy a tratar de ilustrar la diferencia entre uno y otro tipo de imperativos hipotéticos por medio de ejemplos. Supongamos que alguno de ustedes quiere llegar a ser un ingeniero, o una ingeniera. Esa persona tiene ese fin y se lo propone como guía de una serie de acciones. La persona sabe que para llegar a ser ingeniero(a) hay un camino, es decir, una serie de pasos intermedios que deben ser sucesivamente superados. Él o la aspirante a ingeniero sabe que tiene que prepararse para un examen de admisión en la universidad, que tiene que aprobar ese examen, que después tiene que cursar ocho semestres antes de hacer su tesis y que su currículo incluye una serie de materias que a lo mejor no tienen mucho que ver directamente con lo que quiere hacer como ingeniero(a). Tenemos aquí un modelo muy elemental de racionalidad práctica: hay un fin, siempre posible, dependiente de lo que cada uno se proponga y quiera, de acuerdo con los modos de vida de cada cual. La racionalidad consiste, entonces, en adaptar, en aceptar unas reglas, que Kant llama de la habilidad, las cuales me permiten alcanzar el fin propuesto. Desde este punto de vista, no podemos llamar racional a aquella persona que ha declarado querer llegar a ser un(a) ingeniero(a), pero que

1

He insistido en este punto en varias partes. Cfr. Hoyos (2003), también Hoyos (2006).

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no acepta las reglas de la habilidad, el método, para llegar a serlo. A estos imperativos hipotéticos llamados “reglas de la habilidad” Kant les da también el nombre de “imperativos técnicos”, pues ellos operan como las instrucciones que seguimos con el propósito de alcanzar un fin cualquiera que hemos fijado. El otro tipo de imperativos hipotéticos, los llamados asertóricos prácticos, se refieren a la felicidad. A diferencia de los primeros, se refieren a un fin real y no a muchos fines posibles, pero a semejanza de aquellos, comportan la misma estructura medio-fin. Kant los denomina consejos de la prudencia, o también “imperativos pragmáticos”, o “pertenecientes al bienestar”. El mejor ejemplo de este tipo de imperativos es el relacionado con la conservación de la salud. Supongamos que alguno de ustedes tiene un muy molesto problema de salud, digamos una gota espantosa que le duele y fastidia muchísimo. El médico, que es quien aconseja en este caso, le dice a esa persona que si no quiere que le duela el pie (ese es el fin propuesto, relacionado evidentemente con el bienestar) un medio expedito para lograrlo es abstenerse de tomar vino rojo o de comer lentejas. Si a esa persona le gustan o no las lentejas, si le gusta o no el vino rojo, es algo que no juega un papel en la prescripción médica. Simplemente, si se ha propuesto seriamente el fin de aliviar la gota, no puede comer lentejas ni tomar vino rojo. La idea clave es que si alguien quiere o pretende un fin (en el caso del primer tipo de imperativos, un fin querido o pretendido por cualquier razón; en el caso del segundo tipo, un fin querido o pretendido por mor del bienestar) y, además, (eso se supone) sabe que tales y tales otros son los medios expeditos y adecuados para alcanzar ese fin, entonces esa persona debe querer, o aceptar, los medios. Si alguien quiere o pretende un fin y no acepta (así sea a regañadientes) los medios, entonces no puede ser tenido por racional. Surge, sin embargo, la pregunta: ¿por qué las reglas de la habilidad y los consejos de la prudencia son imperativos? Mejor dicho: ¿por qué, si en el caso de los últimos lo que se busca es la felicidad o el bienestar –que es algo que, suponemos, todo el mundo desea–; y en el caso de los primeros se persigue algo previamente fijado por la facultad desiderativa del agente, ¿por qué –digo– si ese es el caso, es necesario obligar al agente a seguir una determinada conducta para alcanzar esos propósitos que le interesan? ¿No sería más conveniente pensar que las reglas de la habilidad y los consejos de la prudencia son 23

expresiones inmediatas de nuestros deseos o de nuestras inclinaciones? Sin embargo, parece que, en relación con fines que nos convienen, también se hace patente una cierta naturaleza coercitiva, prescriptiva y normativa de la racionalidad. Creo que al considerar a las reglas de la habilidad y a los consejos de la prudencia como imperativos, como mandatos, Kant estaba atendiendo al aspecto normativo de lo que llamamos racionalidad. Ese aspecto no es propio únicamente de la racionalidad que denominamos moral, sino también de la racionalidad instrumental y de la llamada racionalidad estratégica. Éste es un aspecto central de toda teoría de la racionalidad sobre el que han insistido muchos autores2. La conducta racional supone algo que me permitiré llamar aquí “conciencia de tiempo”. Un ser racional es racional por hacer previsiones, cálculos de consecuencias a futuro y planes. Noten que fijar un fin y perseguirlo tiene mucho que ver con esta idea de organizar o determinar temporalmente la vida. De ahí que un ser racional esté en condiciones de asumir ciertos costos inmediatos para lograr beneficios mediatos, o a largo y mediano plazo. Esto es muy característico de la conducta estratégica, propia del animal humano. Es lo que Jon Elster ha llamado “dar un paso atrás para dar dos hacia adelante” (op. cit.). Pero, como nadie asume sacrificios de buena gana, aún cuando esté dotado de la conciencia temporal que le indica que esos sacrificios le reportarán posteriores beneficios, entonces la conducta estratégica también tiene que ser con frecuencia mandada. Eso ocurre usualmente con los niños, como sabe cualquiera que haya tenido contacto con ellos, y es también lo que ocurre cuando un médico nos regaña porque no hacemos lo que nos ha prescrito. 7. He dicho que la racionalidad de los imperativos hipotéticos, de los consejos de la prudencia y las reglas de la habilidad, puede ser comprendida como racionalidad mediosfin y que, de acuerdo con eso, es racional aquel que, sabiendo cuáles son los medios para obtener los fines que se ha propuesto, adapta tales medios a su acción, es decir, los acepta, así sea a regañadientes. Ese esquema de racionalidad no dice, sin embargo, nada acerca de la racionalidad de un fin. En el caso de las reglas de la habilidad, el fin puede ser cualquiera. En el caso de los consejos de la prudencia, el fin es la felicidad, pero como ésta es indeterminada, más o menos cualquier cosa también podría valer aquí como fin.

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Cfr. Korsgaard (1997), Elster (1984) (Ch. I).

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El hecho de que los imperativos hipotéticos sean prescripciones de la racionalidad en relación con la estructura medios-fin, pero que no sirvan para estipular acerca de la racionalidad de los fines (salvo cuando éstos son medios para otros fines) es un problema para quien piense que es necesario tener claridad acerca de la racionalidad de los fines que nos proponemos. Alguien podría aquí objetar que no es necesario saber de la racionalidad de un fin independientemente del esquema medio-fin para estipular racionalidad, pues todo, absolutamente todo, fin es provisionalmente un fin, esto es, todo fin es medio para otro fin y así sucesivamente. La respuesta kantiana a esta sugerencia es que, en cualquier caso, tendríamos que saber algo acerca de un fin último, o de un fin en sí, pues, de no ser así, no tendría un sentido nuestra vida3. Dado eso por sentado, podemos entonces afirmar que hasta que no logremos establecer qué fin puede ser aceptado como racional, no hemos logrado establecer un análisis completo de la racionalidad humana. El imperativo categórico, el aporte más importante de Kant a la teoría de la racionalidad y a la ética, es concebido por su autor como un principio racional que ha de establecer, entre otras cosas, el criterio de racionalidad de los fines. Vamos a examinar la primera formulación del imperativo categórico, que es también la más famosa, con el objeto de que se hagan una idea clara de este vínculo entre ética y racionalidad práctica, considerado por mí como el centro de la propuesta kantiana. El imperativo categórico reza: Obra sólo según la máxima por la cual puedas querer, al mismo tiempo, que se convierta en una ley universal (FMC [421] 173).

Quiero darles brevemente algunas pistas de tipo terminológico para que puedan comprenderlo. En primer lugar, es digna de mención la idea de Kant de que obramos según máximas. Para Kant, las máximas son “principios subjetivos del obrar”. Esto significa más o menos lo siguiente: todo ser humano es un ser consciente, es un ser que se puede hacer representaciones sobre las posibles consecuencias de sus acciones, que planea sus cursos de acción etc., y, en esa medida, en la medida en que tiene una conciencia, posee unos principios subjetivos en los que se basa esa conciencia práctica. Es decir, todo ser humano 3

Este argumento es, principalmente, de Aristóteles (cfr. Ética Nicomáquea, 1094a). Sin embargo, creo que podría (y, en el fondo, tendría que) ser suscrito por Kant y por todo aquel que considere necesaria la estipulación de la racionalidad de los fines, con independencia de que éstos operen como medios para otros fines.

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trata de hacer las cosas en concordancia con ciertos esquemas de conciencia que son subjetivos, personales, si ustedes quieren. Por ejemplo: yo hago ejercicio todas las mañanas guiado por una máxima. Una máxima es, repito, un principio personal de conciencia práctica. Esto muestra que en la adopción de una máxima de acción hay un momento cognitivo muy importante. Ese aspecto cognitivo de mi máxima sería, en el caso mencionado, el conocimiento, o la opinión, de que hacer ejercicio es bueno para mantener la salud. Así, mi acción regular de hacer ejercicio por las mañanas tiene lugar de acuerdo con la máxima: “hacer ejercicio es bueno para la salud”, que descansa, a su vez, en un conocimiento o una opinión más o menos bien fundados. Así actuamos, según Kant, los seres humanos: de acuerdo con principios subjetivos, o máximas. Como habrán notado ya, estas máximas son criterios muy parecidos a los instrumentales y a los estratégicos. En cuanto subjetivos, se acomodan muy bien a la primera forma de la racionalidad. El asunto es que, según Kant, sólo llego a ser en estricto sentido racional y moral cuando obro según una máxima, ese principio subjetivo consciente, tal que yo pueda querer también conscientemente que ella se vuelva una ley universal que rija para todos los hombres y para toda la naturaleza. Lo que no cumpla con ese requisito, no es moral. Ése es el criterio de evaluación moral o, también, el criterio de evaluación de la moralidad de los fines. Por medio de dos ejemplos extraídos de la obra de Kant creo que se puede dar una buena idea de lo que estoy diciendo. Uno de los ejemplos es el de la promesa en falso, famosísimo. Kant supone la siguiente situación: una persona apurada de dinero le pide a alguien plata en préstamo y le promete que se la va a pagar al día siguiente, a sabiendas de que no se la puede pagar. También sabe que si dice que no puede pagar la plata al otro día, no se la prestan, de modo que tiene que mentir para obtener su fin: el préstamo. Su promesa es una promesa en falso. Ahí claramente hay una máxima, y la máxima puede ser “cada vez que estés apurado de dinero y tengas que pedir prestado, miente si es necesario”. La pregunta que, según Kant, debemos hacernos en cuanto seres racionales es: “¿puedes querer que esa máxima se convierta en ley universal?” Y la respuesta que, según Kant, debe dar un ser racional es necesariamente negativa. No se puede querer que la máxima “miente cada vez que estés apurado de dinero” se convierta en una ley universal que rija para todos los hombres porque si esa máxima se universalizara, desaparecería con ello la institución del 26

prometer y entonces cada vez que alguien (yo mismo, u otro) prometiera, nadie creería que esa promesa será cumplida. Prometer para no cumplir trae consigo, en cierto sentido, una autoaniquilación del prometer. Kant sostiene: Pues la universalidad de una ley que diga que cada uno, tan pronto como crea estar necesitado, pueda prometer lo que se le ocurra con la intención de no cumplirlo, haría imposible la promesa y el fin mismo que con ella se pudiera tener, ya que nadie creería que le ha sido prometido algo, sino que se reiría de toda manifestación semejante como de una simulación inútil (FMC [422] 175).

Quiero insistir en la idea de Kant de que prometer en falso es algo, en cierto sentido, imposible ya que anula el concepto de prometer. Es decir, quien acepta la institución y el juego social de prometer, acepta eo ipso la idea de que prometer implica la intención de cumplir. Así, si alguien promete con la intención de no cumplir, vuelve contra sí mismo el juego de prometer, o sea, lo autodestruye. Cuando alguien promete a otra persona algo, lo hace con la intención de cumplir. Puede ser que esa persona prometa y cumpla para obtener posteriormente algo, eso no es problemático: todo el mundo quiere tener algo, como ya se ha dicho, eso es estructural de la racionalidad humana, y una promesa puede ser hecha para la consecución de unos fines que deben venir después de su cumplimiento. Lo que, en cambio, sí es altamente problemático, tal vez imposible, es que alguien prometa con la intención de no cumplir y pretenda, al mismo tiempo, estar jugando consecuentemente, es decir, racionalmente, el juego de prometer. La promesa es una institución social. Toda promesa tiene que ser, así, socializada por medio de su pronunciación. La pronunciación de una promesa es también esencial a ella. En esto insistió de manera inteligente David Hume y también John Searle en su teoría de los “actos de habla”.4 Al pronunciar una promesa, firmo una especie de contrato, y el sentido de ese contrato público es que sea creída y sellada la intención de que esa promesa será cumplida. Por tanto, ninguna persona que sea racional puede querer que prometer en falso se vuelva una ley universal, porque si se volviera ley universal –insisto– el supuesto de toda la promesa, lo que le da razón de ser a la promesa, que es la credibilidad pública –la confianza– en la que se basa el que promete para obtener un determinado fin, se anularía y la promesa en sí misma se destruiría.

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Cfr. Hume, Treatise of Human Nature, Book III, Part II, Section V; cfr. Searle (1984) Ch. 3.

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Me parece muy pertinente llamar la atención sobre el hecho de que en la formulación del imperativo categórico que he elegido para hacer mi explicación, la combinación de los dos verbos modales, “poder querer”, es absolutamente esencial. Esto es objeto de muchas discusiones en la interpretación de la filosofía moral kantiana porque de la forma como se interprete el sentido de esta fórmula verbal depende la plausibilidad de una lectura del imperativo categórico compatible con el utilitarismo5. Para muchos, esto es un escándalo; para otros –dentro de los que me cuento– es apenas una manera de dar mayor razonabilidad a la ética kantiana. No obstante, si es correcta la interpretación que he propuesto del ejemplo de la promesa, habría que considerar que Kant quiere decir con él algo bastante más fuerte que lo que se desprendería del hecho de que yo no pueda querer que prometer en falso se convierta en ley universal. Si lo que dice Kant es que el intento de universalizar la máxima de la promesa en falso, o de la promesa con la intención de no cumplir, conduciría a una autoaniquilación de la institución de la promesa, entonces lo que está proponiendo Kant no es, simplemente, que yo no puedo querer la universalización de dicha máxima, sino que yo no puedo pensarla o concebirla sin incurrir al mismo tiempo en una contradicción. La imposibilidad de la que hablé arriba es, así, una imposibilidad lógica y conceptual. En efecto, los ejemplos de la promesa en falso y, en general, de la mentira, son puestos por Kant para ilustrar lo que él, siguiendo a Cicerón, llama “deberes perfectos”. Además de perfecto, éste es un “deber negativo”, puesto que es prohibitivo: no se debe mentir, no se debe prometer en falso. Pues bien, Kant cree que es justamente el hecho de que no podamos pensar sin contradicción la universalización de la máxima de mentir o de prometer en falso lo que brinda el criterio para llamar al deber de decir la verdad, o de cumplir las promesas, un deber perfecto. Fíjense qué claro se ve aquí el vínculo entre moralidad y racionalidad. Lo que quiero que vean ahí es el modo como la estructura de la obligación y del deber está ligada internamente a un principio elemental de nuestra racionalidad, a saber: a la necesidad de concebir y pensar las cosas sin contradicciones internas. La racionalidad debe ser, para

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Un importante defensor de esta interpretación es R. M. Hare (1997). Me ocupo de la interpretación utilitarista de la ética de Kant en Hoyos (2006). Para una discusión sobre el asunto de la promesa véase el debate promovido ya hace unos años por la revista Ideas y Valores: Rosas (1996), Parra (1996), Botero (1997) y Hoyos (1997).

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Kant, el criterio evaluativo moral, y no el sentimiento, que es variable y contingente, o la autoridad del Papa, o el temor a Dios, o al infierno, o la esperanza del cielo. Cuando prometo en falso, o miento, obro mal, no porque subvierta una ley divina, sino porque no puedo pensar sin contradicción que este principio subjetivo del obrar adquiera dignidad normativa. Prometer en falso, o mentir, son inmorales debido a esa contradicción interna en la que caería el agente moral al pretender hacer valer tales modos de actuar como normas. Echemos ahora un vistazo al segundo ejemplo. Se trata de una situación en la que veo a alguien muy necesitado que requiere urgentemente de socorro. Supongamos que soy un ser humano que sólo piensa en sí mismo, que soy un egoísta total únicamente preocupado en mi bienestar y que no me afecta para nada el sufrimiento ajeno, de modo que veo a los demás padeciendo y eso ni me conmueve ni me lleva a ayudarlos. Un comportamiento semejante estaría orientado por una máxima de acción como la siguiente: “preocúpate de tí mismo y no te afanes por lo que le pase a los otros, mientras tu estés bien”. La pregunta aquí es, de nuevo: “¿puedes querer que el comportamiento insolidario se vuelva ley universal que rija para todos los hombres y para la naturaleza?” Y la respuesta de Kant es nuevamente negativa por la siguiente razón: Pero, aunque es posible que según aquella máxima [la máxima egoísta e insolidaria –LEH–] podría subsistir muy bien una ley universal de la naturaleza, es sin embargo imposible querer que un principio semejante valga en todas partes como ley de la naturaleza. Pues una voluntad que decidiese esto [no ayudarle a nadie, sino preocuparse solamente de sí misma – LEH–] se contradiría a sí misma, ya que pueden ocurrir algunos casos en los que necesita del amor y compasión de otros, y en los que, por esa ley de la naturaleza, surgida de su propia voluntad, se sustraería a sí mismo toda esperanza de socorro que desea (FMC [423] 177).

Según Kant, aquí no tenemos un deber perfecto sino un “deber imperfecto” o “meritorio”, y eso así por la siguiente razón: no es que no se pueda pensar sin contradicción la universalización de la máxima del egoísmo. El egoísmo universal puede ser pensado sin contradicción interna, efectivamente. Aquí no ocurre lo mismo que ocurría en el caso de la promesa en falso: que la mera intención de universalizarla implica su autodestrucción, ya que un mundo de egoístas que se valen por sí mismos sin ayudar a los otros es perfectamente concebible. No obstante, lo que no puedo es querer que haya un mundo semejante en el que el egoísmo a ultranza sea principio normativo. Aquí tenemos de nuevo, ciertamente, una autocontradicción, pero no se trata de una autocontradicción simplemente lógica que afecta nuestra capacidad de concebir algo consistentemente, sino que se trata de 29

una autocontradicción que incluye claramente a la voluntad. Kant habla de una contradicción de la voluntad. Cuando Kant pone en conjunción el verbo “poder” con el verbo “querer” en la primera formulación del imperativo categórico, está correlacionando la facultad racional, que busca la no contradicción, la posibilidad de pensar y concebir sin contradicción, con una capacidad volitiva que también está ligada a la necesidad de vivir y a la defensa de los propios intereses. Es la razón por la que creo que aquí hay un momento utilitarista en la ética de Kant, que debe ser visto como muestra de razonabilidad y no como un defecto. El momento volitivo de la formulación está, obviamente, representado por el verbo “querer”. El momento lógico, o estrictamente racional, está, a su vez, representado por el verbo modal “poder”. La racionalidad moral, para Kant, consiste en el ligamen de estos dos momentos. Ahora bien, se trata de una relación que no es obvia. Cuando en un imperativo hipotético queda expreso que el agente aspira a un fin y le son ordenados los medios para alcanzarlo, la relación entre el momento volitivo y el momento racional es obvia. El carácter obvio de esta relación queda evidenciado en la fórmula condicional: “Si quieres el fin, debes querer o aceptar (obviamente) los medios”. La obviedad del vínculo entre el momento volitivo y el racional en los imperativos hipotéticos se puede explicar por el hecho de que en ellos el primero condiciona al segundo. En el caso del imperativo categórico, en cambio, el vínculo entre ambos momentos no es obvio, como dije. Los términos kantianos para “obvio” y para “no obvio” son “analítico” y “sintético”. Cuando en un juicio un predicado se relaciona con un sujeto de modo obvio, decimos, en términos kantianos, que se trata de un juicio analítico. Kant piensa que el vínculo entre querer el fin y deber querer, o aceptar, los medios es un vínculo analítico. En el caso del imperativo categórico, el vínculo no es obvio, vale decir, es sintético, es decir, no es evidente de suyo que la parte volitiva de mí, que está ligada a mi necesidad de vivir, se vincule de alguna manera con la parte racional, evaluativa; y, sin embargo, ambas partes tienen que estar vinculadas, pues no sería posible actuar conforme a un principio evaluativo racional que no tenga en cuenta nuestros intereses vitales naturales, pero éstos no pueden impulsarnos a obrar sin ningún tipo de ajuste con criterios normativos racionales, si es que queremos obrar con algún tipo de conciencia moral. 30

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