Recordando a Juan Pablo II

En la Iglesia y en el mundo revista internacional director: Giulio Andreotti Extracto del N. 4 - 2005 TESTIMONIOS Recordando a Juan Pablo II Los rec

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En la Iglesia y en el mundo revista internacional director: Giulio Andreotti Extracto del N. 4 - 2005

TESTIMONIOS

Recordando a Juan Pablo II Los recuerdos de veinte purporados parte II

AQUEL VIAJE A SUDÁN por el cardenal Gabriel Zubeir Wako arzobispo de Jartum Mi recuerdo más afectuoso del papa Juan Pablo II es el que, con emoción y alegría, me traslada a aquellas nueve horas transcurridas con él en Jartum en aquel 10 de febrero de 1993 cuando el Pontífice vino por primera vez a nuestra tierra sudanesa. Recuerdo su llegada al aeropuerto, cuando tras bajar del avión se arrodilló para besar nuestra tierra diciendo luego: «La paz sea con vosotros». ¡Nadie podía dejar de asombrarse por este gesto de amor realizado por el Santo Padre! Quienes conocen la situación de Sudán saben lo que pudo significar su llegada y aquel gesto en una tierra martirizada por la guerra civil. El declaró abiertamente frente a los diplomáticos y los hombres de gobierno que había venido en señal de paz y para ver a sus hijos violentados por la injusticia y perseguidos. No escondió su satisfacción Gabriel Zubeir Wako de poder celebrar la eucaristía, por primera vez públicamente, en un país islámico fundamentalista. El Papa, con su breve visita, nos ayudó mucho. Una visita de nueve horas para proclamar a Jesucristo «nuestra paz» y para darnos a todos una esperanza siempre nueva. Diez años después de aquella visita, en 2003, el Santo Padre me llamó al Colegio cardenalicio. «Usted», me dijo, «viene del amado continente africano, sea siempre gracia y bendición para la Iglesia de Jartum y para todo el pueblo sudanés»; con conmoción le dije que mi deseo mayor era seguir y perseverar en la fidelidad el ejemplo de mi predecesor y fundador

de la Iglesia sudanesa: san Daniel Comboni COMO SANSÓN DEL PELO, WOJTYLA SACABA FUERZAS DE LA ORACIÓN por el cardenal Justin Francis Rigali arzobispo de Filadelfia Yo estaba en el balcón de la Secretaría de Estado la tarde que fue anunciada la elección del papa Juan Pablo II. Me presentaron el día siguiente, siendo yo entonces director del departamento de lengua inglesa de la Secretaría de Estado. Estaba presente la tarde que el Papa salió por el Arco de las Campanas para visitar al obispo Deskur, polaco, amigo suyo desde la juventud, que había sufrido una apoplejía. Así que la primera vez que el Papa salió del Vaticano fue precisamente para demostrar su gran compasión, lealtad y misericordia: fue a visitar a un necesitado. Su pontificado comenzó con la bandera de la misericordia, Justin Francis Rigali la generosidad, el amor pastoral y la energía. La energía de entregarse, de darse completamente al Reino de Dios y al pueblo de Dios. Luego el Papa comenzó a viajar, y la primera de las muchas veces que tuve la suerte de acompañarlo a los países de lengua inglesa fue en su tercer viaje internacional, a Irlanda y los Estados Unidos. Cuatrocientas mil personas lo esperaban en Galway Bay, en la costa occidental de Irlanda; eran jóvenes, y el Papa fue aplaudido 42 veces. Pero el aplauso número cuarenta y uno fue increíble, duró doce o trece minutos. ¿Qué lo había provocado? Había dicho a los jóvenes irlandeses lo mismo que iba a decirles al poco tiempo a los americanos y luego a todos los muchachos del mundo: «Jóvenes, yo os amo». Entonces comencé a comprender su método: quería proclamar la Palabra de Dios, comprometer a los jóvenes a hacer algo de sus vidas, decirles, como nos enseña el Concilio Vaticano II, que su realización está en Jesucristo, que sólo Él puede explicarles la vida y la humanidad, y que prestaran atención para evitar lo que les privaba de esta herencia y de su libertad. Los jóvenes comprendieron que él les amaba –y que les amaba a pesar de que quizá no iban a aceptar todo lo que afirmaba– y la demostración la hemos tenido en Roma, en la multitud que vino a rendirle homenaje.Estuve con el Papa durante la visita a Marruecos, cuando habló con gran honestidad a los 60.000 jóvenes que lo esperaban, todos musulmanes. Dijo que los pueblos de religiones distintas han de respetarse mutuamente, aceptando las diferencias, la mayor de las cuales es nuestra gran fe en Jesucristo. Dijo que todos tenemos en común el don de la humanidad, que todos somos hijos de Dios y que el mundo tiene gran necesidad de que exista entre nosotros una relación de paz y respeto.Pero yo creo que para interpretar todo su pontificado es necesario comprender su primera encíclica, la Redemptor hominis, porque el papa Juan Pablo II estaba convencido de que el Concilio tenía razón afirmando que es Jesús quien le explica el hombre al hombre mismo y que conocemos a Dios mediante Jesús, esplendor del Padre. Jesús no sólo revela a Dios, sino que muestra al hombre su dignidad de criatura humana. El papa Wojtyla, que había experimentado los horrores del nazismo y del comunismo, conocía el valor de la dignidad humana y sabía que no puede ser tolerado lo que la debilita o la destruye.La energía interminable de este Papa ha sido evidente para todo el mundo. Como Sansón en el Antiguo Testamento,

cuya fuerza enorme residía en sus cabellos y desaparecía si se los cortaban, Juan Pablo II sacaba energía de su vida de oración, y por eso le veíamos siempre rezando. Recuerdo que una tarde en África, al final de una jornada increíblemente larga de encuentros, visitas, discursos, después de la cena tenía que saludar y dar las gracias a los hombres de la seguridad, los cocineros, y el obispo local seguía presentándole a más personas… La fila terminó muy tarde. Luego hablábamos con otro colega mío polaco durante un momento con el Papa del día recién terminado y de las muchas cosas que se habían hecho. Él estaba muy contento y parecía cansado. Pero al cabo de dos minutos se levantó de la silla y entró en la capilla a visitar el Santísimo Sacramento. Se pasó allí casi media hora, luego salió, y mi colega y yo nos miramos compartiendo la misma impresión: estaba listo para volver a empezar, se había regenerado. Allí fuera los jóvenes empezaron a cantar, el Papa salió a la ventana a saludarles, cantó un poco con ellos y sólo después se fue a descansar. Este fue Juan Pablo II, y se le puede comprender sólo si se conoce su secreto, la fuente de energía que le ha mantenido durante veintiséis años y medio. Es fácil hacer bien las cosas al principio, pero él, como Jesús, lo hizo hasta el final.Hay un viaje papal que yo considero especial, el primero, a México, porque el Papa se arrodilló allí delante de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y comprendió cuál era la misión a la que Dios le llamaba. Dijo entonces que la Iglesia, para ser fiel a Cristo, ha de ser sierva de la humanidad, y él estaba muy orgulloso de su título “Servus servorum Dei”, siervo de los siervos de Dios, el mismo de Gregorio Magno. Este fue su reto, su objetivo, su misión. Pero luego nos dejó entrar en su secreto: durante todos estos años nos enseñó a rezar, a dirigirnos al Señor y pedir fuerza, porque si queremos cumplir nuestra misión hemos de ir hasta Jesús en el Santísimo Sacramento. Nos enseñó la eucaristía y al final murió en el Año de la Eucaristía. Nos enseñó, como dije al principio, la misericordia. En la Dives in misericordia escribió que la misericordia es el mayor atributo de Dios. ¿Qué es la misericordia? El amor de Dios que se pone en contacto con nuestra debilidad, nuestra necesidad, nuestros pecados. El Papa le ha dicho a la gente que no se desanime, porque Cristo nos ofrece el perdón en el sacramento de la penitencia, porque Él es misericordioso. La misericordia es el amor de Dios frente a nuestros pecados, y todos nosotros tenemos pecados. No sólo escribió el Papa aquella encíclica, sino que también canonizó a sor Faustina Kowalska de Cracovia, que tuvo revelaciones privadas sobre la misericordia divina. La enseñanza de la Iglesia, sin embargo, no deriva de ella, sino de las Escrituras. Sor Faustina fue beatificada el segundo domingo de Pascua de 1993, posteriormente denominada por Juan Pablo II “segundo domingo de Pascua o domingo de la Misericordia”. Y la primera víspera del segundo domingo de Pascua o domingo de la Misericordia murió el Papa, después de que por última vez su secretario, el arzobispo Stanislaw Dziwisz, celebrara en su habitación la eucaristía. Roma se llenó de carteles en los que tras el rostro del Papa se ve la imagen de Jesús misericordioso. Aquel domingo celebré misa en mi Catedral y recordé a los fieles que ellos acababan de escuchar las mismas lecturas que escuchó el Papa antes de morir.La misericordia fundamenta todo el pontificado. El Papa se consideraba un apóstol de la divina misericordia, la cual explica su amor, su entrega total, y al final su muerte, coronación de una vida dada con total generosidad. Por ese motivo su rostro está en la muerte tan sereno y tan en paz, porque había completado su misión, la de quien proclama la misericordia de Dios y defiende la dignidad de todo hombre, mujer, niño. PARA QUE, CUANDO CRISTO VUELVA, ENCUENTRE LA FE por el cardenal Tarcisio Bertone

arzobispo de Génova Hace un año me preguntaron si tras mi traslado a Génova no sentía nostalgia de Roma. Respondí que lo único que echaba en falta eran las reuniones con el papa Juan Pablo II, reuniones quincenales y a veces hasta semanales. Después de asistir al anuncio del “gaudium magnum” el 16 de octubre de 1978, comencé a trabajar para la Santa Sede y para el Papa desde 1979. El cargo de consultor de varios dicasterios de la Curia romana y, de manera especial, de la Congregación para la Doctrina de la fe me llevó, por la confianza en mí depositada por el cardenal Ratzinger, a participar Tarcisio Bertone frecuentemente en las jornadas de estudio del Santo Padre –normalmente el martes–, gozando de este modo de una familiaridad que fue creciendo hasta que, el 13 de junio de 1995, el Papa me llamó para desempeñar el cargo de secretario de la Congregación para la Doctrina de la fe.Al contrario de la imagen de Papa autoritario que a veces ofrecían los medios de comunicación, especialmente al comienzo del pontificado, Juan Pablo II era un hombre que preguntaba y escuchaba más que ningún otro.Planteaba preguntas cruciales, te miraba profundamente a los ojos y esperaba respuestas motivadas. Pero sabía también bromear con golpes geniales, y divagar sobre temas fuera del orden del día (como sobre los partidos de fútbol del Mundial de 1998).En las reuniones de trabajo solía decir al darme la palabra: «Ahora escuchemos al magnífico rector de la Universidad Salesiana». Cuando en 1991 me nombró arzobispo de Vercelli, fui a saludarlo antes de dejar Roma, y él me colocó en el cuello una cruz pectoral, un regalo precioso. Entonces el secretario monseñor Stanislaw le preguntó al Santo Padre: «¿Cómo vamos a llamar a don Bertone ahora que ya no es magnífico rector?». El Papa respondió con prontitud: «¡Lo llamaremos magnífico arzobispo!», y se echó a reír. El fotógrafo pontificio echó una foto precisamente en ese momento, y aquella imagen, con el Papa riendo a mi lado, la conservo todavía en el escritorio de mi despacho del arzobispado de Génova.Conservo un diario de las audiencias privadas con Juan Pablo II, que ahora releo con gusto, para reavivar la riqueza sapiencial que emanaba de él, tanto cuando preparaba una encíclica, como la Fides et ratio, o la declaración Dominus Iesus, como cuando afrontaba con corazón de padre los problemas sacerdotales, o matrimoniales, de centenares de fieles, católicos y no católicos.El patrimonio de sus enseñanzas será una cantera inagotable, tanto por el esfuerzo audaz de conciliar fe y ciencia, Iglesia y modernidad, como por el modo de abordar el diálogo ecuménico e interreligioso, o por el estilo nuevo de iluminar, con la inspiración del proyecto moral cristiano, las problemáticas sociales y económicas de alcance planetario.Pero Juan Pablo II nos testimonió, sobre todo, la capacidad de llevar a los jóvenes a Cristo, el término más alto de toda espera humana. En uno de sus discursos más hermosos confesó que quería dar su vida para que Cristo, cuando vuelva sobre la tierra, encuentre la fe en los hombres. Este ideal concreto, que es el ideal del Reino de Dios (don Bosco decía: «La política del Padre nuestro»), nos compromete a todos apasionadamente. EL PAPA QUE MIRABA LEJOS por el cardenal José Saraiva Martins

Sucedía con frecuencia que Juan Pablo II fuera grabado por las cámaras mientras, en medio de la multitud, parecía mirar lejos. Era como si frente a sus ojos hubiera siempre un horizonte que escrutar, en el que aparecía y contemplaba a quien estaba delante de él. Sí, porque creo que más que nadie sabía mirar todo y envolver a todos con una mirada de fe profunda, vivida y hasta palpable, a través de su persona. Con la muerte de Juan Pablo ha desaparecido uno de los pontífices más grandes de la historia de la Iglesia. El suyo no ha sido sólo uno de los pontificados más largos, sino también uno de los más intensos y fecundos, un verdadero don de Dios a la Iglesia entre el segundo y el tercer milenio.Retumban aún en los oídos del corazón aquellas palabras pronunciadas por el nuevo Papa «llegado de un país lejano», recién subido al trono de Pedro, en aquel memorable 22 de octubre de 1978: «No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo, a su salvadora potestad». José Saraiva Martins Estas palabras, realmente proféticas, con las que el recién elegido Pontífice se presentó a la Iglesia y al mundo, contienen ya en sí todo el vasto programa de su pontificado, cuyo eje fue Cristo redentor del hombre, como reza el título de su primera encíclica. Un pontificado extraordinariamente rico. Preciosa herencia de su magisterio doctrinal y pastoral, del que la Iglesia, en el futuro, ya no podrá prescindir en el ejercicio de su misión entre los hombres de nuestro tiempo. Del pontificado del Papa polaco hay que subrayar algunos aspectos, por su gran importancia y rabiosa actualidad. Ante todo su acción pastoral, incansable y extremadamente eficaz, a todos los niveles de la vida de la Iglesia y de la sociedad actual. Sus numerosos viajes apostólicos son una de sus expresiones más elocuentes. Juan Pablo II comenzó un modo nuevo de ser Papa: viajando, poniéndose en camino por los senderos del mundo, para mirar a los ojos, por decir así, la realidad de las distintas Iglesias locales en los distintos Continentes y para anunciar el Evangelio a todos los hombres y a todos los pueblos. Juan Pablo II fue de este modo el primer y mayor misionero en los más de 26 años que ha durado su pontificado. Se trata de una visión del ministerio petrino en perfecta sintonía con las exigencias de los tiempos. Otra característica del pontificado del papa Wojtyla fue su constante y paternal cercanía al hombre de hoy. En su encíclica Redemptor hominis afirmaba que «el hombre es el camino de la Iglesia». Esta afirmación, de enorme relevancia pastoral, no la olvidó nunca el Papa. Estuvo siempre cerca del hombre, de sus problemas, defendiendo siempre, con gran valentía, la dignidad de la persona, sus legítimas aspiraciones, sus derechos fundamentales y, por lo mismo, sagrados, inmutables. Con razón decía don Giussani, en el veinticinco aniversario de pontificado: «En Juan Pablo II, en su figura, el cristianismo define la condición humana, es el camino para la realización de la felicidad del hombre». Gracias a Karol Wojtyla el mundo se ha dado cuenta de que el cristianismo quiere ser realmente la realización de lo humano. También en su último libro el Papa escribía aquel estribillo que corresponde al genio del cristianismo: «Gloria Dei vivens homo», la gloria de Dios es el hombre vivo. El Pontífice nos recordaba a menudo que toda ofensa al hombre es siempre una grave ofensa a Dios, que lo creó a su imagen y semejanza. No habría que olvidar, sin embargo, que precisamente por esta tenaz defensa del hombre, Juan Pablo II fue también centro de ataques y malignidades. Será para siempre

un testigo valeroso y creíble de la dignidad humana. Juan Pablo II, además, pasará a la historia como el Papa de la paz entre los hombres y entre los pueblos. Sus mensajes anuales con motivo de la Jornada mundial de la paz son también lecciones magistrales sobre ese precioso don que Cristo, el Príncipe de la paz vino a traer al mundo. Y sus frecuentes y apasionados llamamientos a la paz fundada en la verdad, la libertad, la justicia, el amor, el perdón y la reconciliación, son otras fuertes llamadas a la obligación de todos los hombres, creyentes o no, de ser verdaderos y convencidos constructores de paz. Otro aspecto fundamental que caracteriza el pontificado del Papa desaparecido es el de la santidad. El papa Wojtyla ha creado él sólo más santos y beatos que todos sus predecesores juntos desde 1588, año en que se creó el dicasterio de las Causas de los santos. La santidad pertenece al DNA de la Iglesia de Cristo. Es uno de sus elementos constituyentes. Y en la Novo millennio ineunte dice que el objetivo de toda la actividad pastoral de la Iglesia es suscitar en los fieles el anhelo de la santidad (NMI, 37). En fin, Juan Pablo II pasará a la historia también como el Papa de los jóvenes. Desde el comienzo de su pontificado se creó un verdadero feeling entre él y los jóvenes. Los jóvenes han amado al Papa, y el Papa ha amado a los jóvenes, viendo justamente en ellos el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Especialmente significativo fue la invitación que les hizo: «Jóvenes, no tengáis miedo de ser los santos del tercer milenio». REPETÍA COMO PEDRO: «SEÑOR, TÚ SABES QUE TE AMO» por el cardenal Paul Poupard Precisamente aquí, en San Calixto, recuerdo la primera cena con el entonces arzobispo de Cracovia, Wojtyla. Él sabía que trabajaba en la Secretaría de Estado, y me pidió que le explicara esa “cosa misteriosa” que eran para él las oficinas del Palacio Apostólico. Otra vez, en Lublin, estábamos una noche con el cardenal Wojtyla en el teatro, y me contaba que de joven también él había sido actor. Pocos meses después de su nombramiento como Papa me recibió, y comenzamos a hablar, entre otras cosas, de París. Descubrí entonces que había estado en el Institute catholique estudiando francés, y me preguntó: «Usted trabajó mucho tiempo con mi gran predecesor, Pablo VI, hábleme de él». Desde entonces, ¡cuántos encuentros con el Papa Wojtyla!… El último, a mediados del pasado diciembre, para una comida. Le enseñaba la cruz Paul Poupard pectoral que Su Santidad el patriarca de Moscú, Alexis II, me había dado en señal de comunión de fe y las fotos de mi encuentro con Alexis. A lo que el Papa me dijo: «La cultura es la clave del encuentro». Con estos recuerdos, ¿qué otras cosas podría decir de él? Que era un hombre de una humanidad extraordinaria, que iba unida a su fe. Y siempre, siempre, todo en la cruz de Cristo. No olvidaré nunca las misas concelebradas con él, especialmente las de su capilla privada. Una especialmente. Éramos pocas personas, y él me invitó a mí a leer el Evangelio. Era el Evangelio de Juan, cuando el Señor le pregunta a Pedro: «Señor, ¿me amas tú?». Y él allí, delante de mí, mientras yo leía,

cada vez que Jesús repetía aquella pregunta a Simón, respondía con su cuerpo, en silencio, apretando aún más sus manos en actitud de oración, llevándoselas a la cara, apretando los ojos, y con toda su alma respondía: «Señor, tú sabes que te amo». SU HERENCIA por el cardenal Jean-Louis Tauran Soy de la opinión de que la herencia dejada por el papa Juan Pablo II es la de un gran testigo. Durante los trece años en que fui secretario para las Relaciones de la Santa Sede con los demás Estados, tuve el privilegio de ser recibido cada miércoles para informarle de la actual situación internacional y recibir sus directrices. De estas conversaciones recuerdo sobre todo el testimonio de un hombre de Iglesia, que vivía sumergido en Dios. Siguiendo todo lo que he visto, siempre he afirmado que todas las grandes decisiones o intervenciones pontificias fueron pensadas no en el despacho, sino ante el tabernáculo de la capilla privada. Me parece, además, que el papa Juan Pablo II fue un defensor apasionado de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales, en especial el derecho a la libertad de conciencia y religión. La experiencia personal de los dos regímenes totalitarios del último siglo le volvió especialmente Jean-Louis Tauran sensible hacia los peligros que acarrean a los hombres de nuestros días los sistemas que anulan la dimensión espiritual. El materialismo, el consumismo, algunas aberraciones en materia de biotecnología, el debilitamiento de la familia o, aún peor, el desprecio por la vida fueron considerados por él tan nocivos como las ideologías del siglo pasado. Su actuación al servicio de la humanidad lo llevó, en fin, a concebir la sociedad internacional como una comunidad de naciones, en la que los más pudientes ayudan a los menos afortunados… ¡como en una familia! En las relaciones diplomáticas Juan Pablo II no se cansó nunca de repetir a sus interlocutores que el derecho y la justicia son el fundamento de una paz duradera. Su persona, sus enseñanzas y sus viajes apostólicos le habrán dado sin duda alguna a la Iglesia una visibilidad que le ha permitido –y le seguirá permitiendo– cumplir mejor su misión espiritual, su compromiso ecuménico y su aportación al diálogo interreligioso. Esta, a su vez, le ha hecho el don de ser, a lo largo del camino de los hombres, un compañero de viaje que les recordase con toda sencillez «que no solo de pan vive el hombre».

AQUELLA MISA EN EL GEMELLI por el cardenal Francesco Marchisano Conocí a Karol Wojtyla en 1962. Creo que somos pocos los que lo conocían desde hacía tanto tiempo. Estaba yo entonces en la Congregación para la Educación católica y me encargaba de los seminarios de las naciones de lengua inglesa, alemana, de los países del otro lado de la cortina de hierro y de los colegios eclesiásticos de Roma. Pocos días antes del Concilio vino a verme el rector del Colegio polaco y me dijo: «Hágame un favor». «Por supuesto que sí, si puedo», le respondí. «En estos días tengo a todos los obispos polacos alojados en mi Colegio, no saben nada de Italia y han escuchado muchas cosas… positivas y negativas. Venga usted a explicar». Yo, joven como era Francesco Marchisano entonces, no quería ir, pero el rector me obligó literalmente. Me preparé un poco y fui al encuentro. Hablé durante una hora y veinte, con palabras sencillas y frases cortas, en polaco –conozco diez palabras– y en italiano. Al finalizar, los obispos polacos me hicieron sentir gran embarazo por los cumplidos que me dirigieron, realmente salidos del corazón. El último de la fila era el joven auxiliar de Cracovia, monseñor Wojtyla, a quien no conocía, el cual me dirigió textualmente estas palabras, hablando muy despacio en italiano, que todavía no dominaba: «Muchas gracias, porque he entendido todo lo que ha dicho, y si he entendido yo, han entendido todos los obispos de Polonia». Luego, moviendo la mano como imitando una barrera, continuó diciendo: «Nosotros estamos fuera de Europa, no sabemos si, al terminar el Concilio, podremos volver a Roma. Pero si esto es posible, ¿podríamos volver a vernos? Usted habla claro…». «Excelencia… con mucho gusto», respondí. Luego él fue nombrado arzobispo de Cracovia y presidente de la Comisión episcopal para los seminarios y las Facultades teológicas polacas, y yo me convertí en subsecretario de la Congregación para la Educación católica. Entre 1962 y 1978 vendría a Roma por lo menos cuarenta o cincuenta veces, si no más. Quisiera testimoniar sólo una cosa que siempre me impresionó de él: su infinita humanidad. Una vez fui a visitarlo a Cracovia. Quería ofrecerme a toda costa su habitación, que era muy sencilla (había una cama que más bien parecía un somier con colchón…), parecía la celda de un monje, con muebles como de ocasión. «Pero eminencia, perdone, esta es su habitación, habrá otro lugar donde pueda quedarme», repliqué. El cardenal Wojtyla respondió: «Sí, sí, en el desván hay algunas habitaciones, pero están llenas de polvo… Le diré a la hermana que limpie un poco y yo me iré a dormir allí, usted se queda aquí». Su humanidad… Vino a verme tras sufrir yo un ataque cardíaco, y vino hace cinco años cuando, después de una operación de carótida, se me paralizó la cuerda vocal derecha (me desperté de la anestesia casi mudo y tuve que hacer logoterapia cada día durante siete meses). Poco después de mi vuelta a casa, el Papa me llamó para invitarme a comer, como había hecho tantas veces. Después de saludarme, me preguntó cómo estaba. Nos sentamos, yo no podía hablar bien todavía y él, durante toda la comida, con el codo apoyado en la mesa y la mano cerca de la oreja, trataba de entender las pocas palabras que intentaba pronunciar. Al terminar la comida, se levantó, se me acercó y empezó a acariciarme la parte del cuello

que había sufrido la operación. Luego me dijo, como un padre: «No tema, verá, le volverá la voz, vamos a rezarle al Señor». Un Papa tan humano, capaz de bromear… En 1976 predicó los ejercicios espirituales en la Curia. Un día, en 1977, el ujier me advirtió que el cardenal Wojtyla quería verme. No me había advertido y yo ya tenía una larga serie de personas que me esperaban. ¡Así que le hice esperar casi una hora! Cuando lo recibí le pedí inmediatamente perdón, pero él se justificó: «No le había telefoneado». Nos sentamos y yo le anuncié que habíamos resuelto el problema. Efectivamente, el gobierno comunista polaco había publicado un decreto por el que los docentes de las Universidades teológicas polacas no podían utilizar el título de profesor, y si lo hacían, serían sancionados, dado que las Universidades pontificias todavía no estaban reconocidas por el Estado. Pero él ya sabía que la cuestión estaba resuelta, cosa que le alegraba. Me dijo: «Le he traído un regalo». «Pero, eminencia, usted sabe que durante el trabajo en la Curia no podemos recibir nada», respondí. «Pero este es un don personal», replicó, y sacó de su carpeta el volumen Signo de contradicción. «¿Sabía usted que el año pasado prediqué los ejercicios? La Universidad Católica de Milán ha imprimido mis meditaciones, aquí las tiene». «Bueno, un libro puedo recibirlo», dije yo. Lo abrí y encontré una dedicatoria escrita de su puño y letra, muy bonita, como las otras con las que me honraría ya como Papa. Entonces le expliqué que, trabajando en la Congregación, no tenía tiempo para hacer una semana entera de ejercicios espirituales en el Vaticano, así que los hacía durante mi período de vacaciones. Entonces se puso serio y me dijo de broma: «¡¿No ha venido usted a mis ejercicios espirituales!?». «No he escuchado ni tan siquiera una palabra». Estábamos sentados cerca, me tomó del brazo con fuerza y dijo: «¡No se ha perdido usted nada!». Cuando me operaron del corazón, hace once años, también él estaba en el Gemelli para la operación de la cadera, y un sábado monseñor Stanislaw vino a mi habitación, porque el Papa les decía siempre a sus visitas: «Tienen que ir a visitar también a monseñor Marchisano: estamos haciendo una competición para ver quién es el primero que sale de este hospital». Don Stanislaw me comunicó que el Papa quería que fuera yo a celebrar la misa con él el día siguiente, domingo, dado que estaba en la cama. El día después me sentía ya mejor y fui. Le saludé; en la habitación había sólo una monja, que le puso una estola, siguiendo él tumbado. Así celebramos la santa misa. Al final rezamos una pequeña oración de gracias. Luego me acerqué y le dije: «Santidad, ¿se ha dado cuenta de que ha pasado algo muy importante en esta media hora?». «¿Qué ha pasado?». «Algo muy importante», dije sonriendo. Y él volvió a preguntar: «¿Qué ha pasado?». «Que usted, a pesar de ser el Papa, ha concelebrado durante media hora conmigo, que he sido el primer celebrante. ¡Así que durante media hora he sido yo el jefe de la Iglesia!». Y él aprobó con una palmada diciendo: «¡Bien, bien!», y se echó a reír… Hay otros muchos episodios que describen la humanidad infinita de este hombre. Cuando me dio el primer infarto, el cardenal Wojtyla, que me buscaba en la oficina, se enteró y vino a mi casa. Le abrió la puerta mi prima, que me cuidaba, y le dijo que no podía visitarme porque los médicos lo habían prohibido. Él le suplicó: «Déjeme entrar, déjeme entrar…». Mi prima vino a decirme que el cardenal Wojtyla estaba en la puerta; le dije que le dejara pasar. Se sentó a mi lado en la cama, como un hermano, hablando de muchas cosas (como cuando venía a verme a la Congregación para la Educación católica para ver los libros que le interesaban), y se quedó haciéndome compañía, con sencillez, durante una hora. Después de que en 1988 me ordenara obispo, tuvo ocasiones de ver a mi prima, y cada vez le decía: «¡Ah!, ¿usted es la señora que no quería dejarme entrar en su casa?».

Una vez estaba yo en los Estados Unidos, en Chicago, donde me invitaba siempre un cardenal, que me dijo que al día siguiente llegarían tres obispos polacos a visitar a sus paisanos que estaban en la ciudad. Entre ellos estaba Wojtyla, que se sorprendió y se alegró de verme allí. Me pidió que diéramos una vuelta juntos por la ciudad, y fuimos a dar un paseo, de nuevo como dos hermanos. Cuando le veía enfermo, me volvían a la mente todas estas experiencias, y sentía realmente pena por él. Creo que ha sido esta humanidad suya –el saber acoger a las personas, tener una buena palabra para todos-– lo que le ha hecho ser tan amado y tan amable para todos, para ese inmenso gentío que le saludó hasta el último momento.

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