Recuerdo aquél día, sonrío recordando que por cualquier tontería me caía una buena

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Tick, tack, tick, tack, tick, tack. El metrónomo marcaba un compás relajante en una sala totalmente tranquila, abstraída del exterior mundano. El polvo se arremolinaba trayendo consigo las facturas del tiempo. Un tiempo que no se detenía ante nada. Las estanterías negras apilaban libros de psicología y pedagogía. Había varios muebles pegados a la pared, que retenían muchísimos informes por lo que aparentaban sus puertas entreabiertas. Uno de ellos tenía sobre este una figura de un santo que me miraba. Entre el ritmo pausado del reloj y el metrónomo, sumado a su mirada, me estaba quedando relajado en el diván. Un espacio rectangular unificado y al mismo tiempo separado. El despacho mostraba recordatorios por los marcos de la pantalla del ordenador, a la vez que este tenía abiertas las fichas de los pacientes del día. Mientras, yo seguía postrado bajo uno de los focos de luces naturales en el consultorio. No había paredes que las distinguieran, tan solo el mobiliario. No había privacidad, aunque si solo trabajaba una persona allí… Por cierto, ¿dónde andará? La luz del cuarto de baño está encendida. No os he contado cómo llegué hasta aquí. Me he puesto a describiros la sala del psicólogo y no me he presentado siquiera. Mi nombre es José Luís Santo, y sí, estoy en un psicólogo. No soy un chico muy violento, al contrario, aborrezco la violencia y, normalmente, sufro bullying por ser tan permisivo y distinto a las modas de mi edad. No obstante, tocaron un tema muy importante para mí y reventé en una cruenta pelea de recreo. El instituto es muy malo para un joven que simplemente quiere expresar sus gustos vistiendo, escuchando música, etc. Sin embargo, no solo es la clase un infierno, también mi casa. No divagaré más. Cada historia tiene un comienzo, ¿no? La mía la tuvo desde el día que me obligaron a hacer la comunión. ¿Sabéis esos momentos en los que sientes un vacío en tu interior? ¿Qué quizá no estás haciendo lo correcto? Así me sentía de pequeño. Por desgracia nací en la casa equivocada. Hijo de una familia muy católica, apostólica y romana. Mi madre es una santa que cree que todo está relacionado con Dios. Mi padre un arquitecto que desempeña todas sus funciones para restaurar iglesias, independientemente de que con otros clientes ganaría mucho más. ¿Cómo se conocieron? Resulta que mi madre era catequista para gente de su edad en la parroquia de nuestro barrio. Mi padre pasó malos momentos y recurrió a la iglesia, ¿y con quién topó en uno de sus eventos? Con ella. Tras una boda en la iglesia con su cura favorito, nací yo en total armonía con Dios. Ahora bien, ¿saben de ese refrán de “en la iglesia rezando y con el mazo dando”? Pues así son ellos. Muy simpáticos en su comunidad cristiana y muy estrictos con los pecadores que nos rodean. ¿Jesucristo no visitaba antes a los perdidos que a los guiados? En definitiva, las mañanas de los domingos son para ir a misa, sí o sí. Ya puede llover, hacer un calor de muerte, estar enfermos, tener invitaciones de fiestas o lo que sea. Cosa que no entiendo porque mi casa parece un convento. Cruces, imágenes, fotografías, altares de santos… Un numerito de tres pares de narices. Cuantas más biblias, esculturas, pinturas y todo los productos “Made in Vaticano” cruzaban mi puerta, menos a gusto me sentía en mi casa. A mí el Dios de mis progenitores no me había llamado. Sentía que algo dentro de mí no andaba bien, me sentía vacío. El año que estaba en catequesis, en el colegio dimos el tema de la antigua Grecia. Me encantó. Algo prendió en mis entrañas. Cosa que los textos sagrados de mi hogar no conseguían. Imagínense la cara que puso mi pobre madre al hablarle en serio sobre el credo de los antiguos helenos. “Esculturas de la historia” así denominó las representaciones de esos dioses.

Por supuesto, el día que se me ocurrió a mí decir eso en una de las iglesias más emblemáticas de mi ciudad, el coscorrón que me llevé fue tremendo. Y ni se me ocurriera señalarlas con el dedo, puesto que Dios se iba a sentir ofendido por eso. Si ese Dios se ofende por el gesto de un niño y no por los que matan en su nombre… ¡Vaya niveles de intransigencia! Al recolocarme, me dolió uno de las heridas que tenía. Fue una dura batalla. Menos mal que mis palpitaciones habían aminorado desde que entré. El olor a incienso me ayudaba. ¡Vaya! El santo que vi antes es en realidad un incensario. Enlazándolo, recuerdo aquellas noches en la que chateaba con gente de mi misma índole. Me guiaban y aconsejaban en el sendero que mi ánima debía seguir. Eran las únicas horas en la que me sentía realmente yo. Puesto que durante el día debía fingir ser un buen cristiano. La situación en mi casa se tensaba con el paso de los años. Recuerdo aquél día, sonrío recordando que por cualquier tontería me caía una buena… – Madre –la llamé. La pequeña cocina de mi casa estaba en completo silencio, tan solo roto por el agua que corría cañería abajo que desprendía el fregadero de mi casa, ya que esta se encontraba limpiando los platos. – Dime hijo –me respondió un tanto fría, ya que se imaginaba lo que iba a pedirle. – Sabes que mi cuarto está desarmado porque papá lo está pintando –me costaba hablar… Temía su reacción–. Mis pocos amigos quedan impresionados con las múltiples exaltaciones de nuestra fe por toda la casa… ¿Podría retirar parte de los muchos símbolos de mi fe de mi cuarto y poner adornos como uno de mi edad? – ¿Cómo osas renegar de tu Dios por vergüenza? –me respondió de malas maneras mirándome de manera despectiva– Tienes que llevar a Jesús con orgullo. Demasiado hago pasándote la mano con los collares y relicarios que te regalo y no te pones. – Pero mamá yo quiero tener un cuarto más normal, que refleje mis gustos… – Cuando tu padre salga de la ducha se lo comentas a él a ver qué piensa. Al final salí en cierto modo ganando. Las broncas y réplicas de mis padres por cualquier cosa aumentaron. Eso sí, conseguí dos paredes de mi cuarto para colgar lo que yo quisiera y retiraron varios santos y vírgenes de mis estanterías. Me toco con cuidado el chichón de mi cabeza. ¿Dónde diantres estará el psicólogo? ¡Cuánto tarda! Estará hablando con el energúmeno con el que me he peleado en otra sala. Con el paso de los años, mis contactos fueron prácticamente mi verdadera familia. Tanto, que no fueron pocas las madrugadas donde la familia consanguínea me pillaba despierto chateando a horas indecentes y me obligaban a acostarme. Semanas me había pasado sin PC como castigo, diciendo que ya tenía amigos en la vida real. Menos mal que no leían de lo que hablábamos. A parte de los domingos y todas las fiestas religiosas. Los viernes por la tarde los pasaba en la comunidad cristiana. Muchas veces me escaqueaba, pero realmente no tenía con quién… Mi único amigo era un chaval de la parroquia que sí se sentía en su sitio, por lo tanto a él le encantaba estar allí y no comprendía mis sentimientos y el credo que quería que me adoctrinara. – ¿Qué crees que Zeus y Afrodita existen? –me cuestionaba con una sonrisa. – Tú crees en Dios, ¿no? –le respondía algo cansado– ¿Por qué yo no en ellos? – Porque se ha demostrado que no existen –me soltó totalmente confiado. Un inciso. Para todos aquellos que viven lo mismo que yo con las religiones mayoritarias. ¡Qué fastidia esta respuesta! En fin, sigo con mi vivencia.

– ¿Qué nos dice a nosotros que esta creencia es la verdadera? La Biblia –denoté algo de agresividad en mis palabras y gestos faciales–. También existen muchos textos griegos que hablan de nuestra fe. Además, que sepas que muchas de las cosas que nos dicen en la parroquia son copiadas de credos más antiguos…. ¿Realmente es nuestra fe la verdadera? La conversación se tornó algo violenta e irrespetuosa por ambas partes. Con quince años me quedé sin un verdadero amigo en mi mundo físico. Empero, muchas veces me pregunto si realmente alguna vez Tomás fue un amigo. Las cosas se enfriaron con el tiempo, aunque realmente perdí el contacto con él el día que le pedí ayuda para hacer un ritual helenístico. Pero tampoco quiero pegar un salto en la historia. A las pocas semanas de esa disputa, me envalentoné. Miré mi cuarto casi a mi gusto, y me levanté de la cama. Era fin de semana o festivo en el instituto. Entonces me dirigí hacia el salón donde mis padres se encontraban relajados con la televisión. – Mamá, papá, tengo una cosa que contaros –la valentía se me iba por la boca conforme veía sus caras. Al ser hijo único los conocía muy bien. – ¿Qué ocurre? –preguntó mi padre cruzando sus brazos y mirándome con compasión. – Quiero que sepáis… Que llevo mucho tiempo sintiendo algo… Yo… Creo que mi lugar en la religión no está en este camino que me ofrecéis… Si no en otro… Primero vino la calma que avisa de la tormenta. Unos instantes muy angustiosos donde mi padre me miraba con los ojos como platos y mi madre tocaba con los dedos su rosario. Yo no sabía qué locura me había llevado a hacer eso… Pero sus berrinches y sus reprimendas me costaron semanas sin Internet, ya que la culpa había sido de las sectas que merodean buscando a jóvenes. Que les hablara de mis sentimientos y que les justificara que mis amigos de la lejanía jamás me habían pedido dinero no les valió. – Pagano… Encima pagano –los monólogos de mi padre fueron épicos–. No ateo, judío, protestante… Pagano. Tonterías de la gente que se aburre leyendo cuentos de la antigüedad y se creen que los unicornios existen. Y tú con toda la información que se te ha dado en todos lados, vas y caes. ¿Pero es que no escuchas lo que te dicen en la parroquia? – También escucho y tolero otras voces, y luego juzgo con mi mente y mis sentimientos y, lo siento, pero mi corazón me dicta que el helenismo es mi camino. – Mientras vivas bajo este techo y no puedas emanciparte no se creerán en falacias. Cuando tuve un año más conseguí dejar a cero las referencias cristianas en mi propio cuarto. Batallas tuvieron que sucederse y aguantar lágrimas de cocodrilo de mi madre. O eso creía, aunque por más respetuoso que fuera no consentían respetarme ellos a mí. Mis propios progenitores. Eso sí, nada de representaciones divinas que no fueran las cristianas. Nunca, jamás de los jamases pasaría una foto de ningún Dios que no sea Cristo. Por supuesto, mi madre nunca perdió la esperanza, y por las mañanas solía encontrarme relicarios y vírgenes en mi cabecero. Cosas que luego amablemente devolvía a su sitio aguantando suspiros y miradas de culpabilidad. Lo fuerte es que estoy aquí tumbado por una pelea en clase, y no por los comportamientos “diabólicos” de mi casa. Qué cualquier cosa que les contara les sonaba a brujería, pensándose que con un chasquido de dedos traería a Satanás. Entonces, mi vida religiosa se resumía a hablar con conocidos de la red en horarios que mis padres no se encontraban en casa e intentar hacer rituales y rezos a escondidas. Ironías de la vida, me sentía como los primeros cristianos en la época del Imperio Romano, antes de que el Emperador Constantino I les permitiera expresarse.

Total, que mi relación con Tomás volvió a mejorar, en detrimento a nuestras charlas eclesiásticas y del alma. Hasta que un buen día le pedí ayuda para un ritual… – Sé que no hablamos de estos temas –temía su reacción pero, ¿a quién más podría acudir?–. Necesito tu ayuda para hacer un ritual. Tranquilo, no tiene nada que ver con “magia negra”. Es como una oración de las de la parroquia, pero en la naturaleza. – ¿Pero qué dices? –se estaba riendo– ¿En serio me estás pidiendo esto? – Por suerte, o por desgracia –más bien lo último– solo te tengo a ti para esto. Necesito una ayuda para que me vayas diciendo unos pasos en orden y así no tengo que perder la concentración mientras las libaciones y las ofrendas… – ¡Qué no me des la charla! –me interrumpió aun riéndose– Paso de ti. – Tomás –lo llamé un poco desesperado mientras este se marchaba– no se lo cuentes a nadie por favor… Si se enteran se puede liar… Y se enteraron. Se chivó al cura, este llamó a mis padres y el numerito que me armaron fue tremendo. Mis creencias corrieron como la pólvora entre los sacamuelas del barrio inventándose cada parida más fantástica que la anterior. Al final era un adorador de lo oscuro que mataba a los pollos arrancándoles las cabezas con mis propios dientes. Ni que decir que a los pocos días, cuando volvía de las clases mañaneras en vez de oler mi casa a comida apestaba a incienso y en mi cuarto me esperaba el parroquiano con varios catequistas para hacerme una intervención e intentar encauzarme nuevamente a mi comunidad. Mi madre llorando y mi padre me miraba con ojos de decepción. ¡Vaya numerito! Sinceramente, creo que me han dejado encerrado en esta sala… El metrónomo me pone nervioso. El ritmo da la impresión de que se ha acelerado. Las paredes se han achicado, o bien estoy sufriendo ansiedad. Me levanto con violencia y divago perdido entre las losas del suelo. Mi mirada gira rauda sin prestar atención a nada. Tan solo quiero salir de aquí, aunque me da miedo comprobar si han echado el pestillo. Si ya la idea me da miedo, imaginaros comprobar que realmente no tengo salida. Como siempre, como en toda mi vida. Solo tengo un camino y ese es el que debo escoger y elegir. Si intento alejarme del mismo me intentarán hundir para ser uno más. Sin personalidad propia, un estereotipo de hijo perfecto, de alumno ejemplar, de creyente modélico. Algo capta mi atención. ¿He visto a alguien tras de mí por unos instantes? Me asusto un poco pues la puerta del baño está entreabierta. ¿No había estado cerrada? – ¿Hola? –pregunto tragando saliva, acercándome lentamente. No obtengo respuestas, algo cotidiano en mi existencia. Nunca me han aclarado mis dudas, siempre las han temido y marcado irracionalmente de manera negativa. Jamás me han explicado la maldad de mis dogmas. Cerca al marco veo el pequeño lavabo con su pequeño cristal y el tubo fluorescente intermitente. Extendí mi mano hacia la puerta, se me hacía insoportable, la empujé con las yemas, temiendo sinrazón que la puerta quemara o pinchara. Crujió haciendo semejanza con las películas de terror. Me sorprendió ver que en el cuartillo no había nadie. Miré a mi alrededor, estaba solo. Con repentina calor, entré. Me situé delante del espejo, esperando ver el vivo reflejo que cada mañana veía. No fue así. Tenía el pómulo derecho morado. Me lo toqué suavemente pero el dolor fue repentino e insoportable. Desde luego nos zumbamos bien. Sonreí mostrando un labio que también tenía inflamado por ciertas zonas.

Si no fuera por el chivatazo que sufrí y los murmullos de la gente de mi barrio seguiría con mis paseos sin pena ni gloria en mi centro de estudios. Al no ser así, los graciosos de turno iniciaron un acoso similar a la quema de brujas de Torquemada. Pintadas, insultos, bromas por mis poderes de brujas, comparaciones tediosas con gente de la mítica saga del mago más famoso de los cines. No obstante, mi indiferencia les dolió. Pasaron a los golpes… Hasta que llegó el día en que exploté. Sin darme cuenta, estaba mirándome con odio con mis puños magullados ejerciendo presión en un lavabo inocente. ¿En qué me estaba convirtiendo? En uno más de ese rebaño que solo rebuzna y cocea sin ton ni son. Un hombre que vuelca su ira contra todos y desea la muerte de sus diferentes. No, para ya. Me desplomo sobre el diván tal fantasma en lamentaciones, vertiendo mis penas contra el forro. Es triste pensar que las únicas personas que me entienden son de tan lejos… Ni tan siquiera sé si son así realmente. En mi vida real, nadie es capaz de preguntarme si me encuentro bien, nadie hace el esfuerzo de comprenderme. Estoy tan solo… – ¡Madre otra vez has tocado sin permiso mi altar! –me enojé. – Eso no es un altar. Solo una colección de figuras de animales y cristianas –me chilló desde el salón. En cierto modo tenía razón. Tras la charla con los parroquianos, no sé qué habían hablado luego en privado con mis padres pero estos habían accedido a que tuviera algo para poder expresarme… Un amago de altar heleno, la verdad. Tenía que representar a mis dioses en sus facetas de animales, o con objetos cotidianos que muestren una de las múltiples facetas que posean. Eso sí, elementos católicos había a tutiplén. Para colmo, mi madre “sin querer” me tiraba algún muñeco o me colocaba una virgen descaradamente. Rosarios, santos, Cristo… Cualquier cosa podía encontrarme si me descuidaba. Asimismo, antes de orar un himno órfico para el Dios que sea, tenía que hacer por obligación un “Padre Nuestro”. ¿Humillante? Pues sí. ¿Y qué decir de mi padre? Él ha perdido la fe en mí. Me ve como una oveja negra. No me habla, no me saluda… Ni me abraza. No existo para él. – Interesante –una voz me sobresaltó, era la del psicólogo. – Perdón –dije incorporándome y secándome las lágrimas–. ¿Cuánto tiempo lleva viéndome? – Desde el principio. – Eso es imposible –me sorprendí–, llevo todo el tiempo solo. Sonrió y se sentó en su sillón. Mientras, sin estar muy seguro, me recoloqué correctamente en el diván. – ¿Quiere que le cuente desde el principio? –lo miraba de reojo, acalorado aún por la escenita de mis lágrimas. – No hace falta, ya has dicho bastante –me contestó mirándome con ojos tiernos y sonrisa enigmática. – Si no he hablado en ningún momento… – Eso es lo que tú te crees. He contemplado tus movimientos, tus gestos faciales, tu comportamiento y tus pensamientos –dijo seriamente.

– ¿Qué? –abrí mi boca estúpidamente. – Además, he analizado a tus padres, a tu antiguo amigo Tomás y a tus compañeros de clase. Y he llegado a un veredicto. No dije nada, simplemente miraba incrédulo de su comportamiento tan seguro y de sus palabras tan tajantes. Eso sí, la pregunta sobre mis pensamientos no se me olvidaba. – Tienes ciertos rasgos de intolerancia sobre otras creencias, no obstante, los que deberían pasar por aquí son ellos, no tú. Seguro que tu apego sobre los demás viene fundado por el trato que te están dando, de completa inquisición. Sus últimas palabras me arrancaron unas risas. Aunque me puse serio rápidamente, pensando que había faltado el respeto a un profesional que estaba haciendo su trabajo. Sin embargo, su sonrisa melosa me transmitió lo contrario. – ¿Sabes que yo también he tenido problemas similares? –me preguntó sin dejar de sonreír. – ¿Usted también? – Estamos en un instituto concertado bajo la dirección de una iglesia. Si no piensas como ellos, hay gente que se puede molestar. Menos mal, que no todos son así. Por infortunio, tú te has topado con los más radicales de una religión que no es negativa. Ninguna lo es, solo lo son las personas en su praxis más desagradable. – ¿Hay gente en este centro que le ha hecho algo como a mí? –sus sabias palabras me estaban embaucando. – ¿Ves esa figura? –señaló la especie de santo que me miraba– Es San Cayetano, el santo de la salud, entre otras cosas. Le quité la placa y para mí es Asclepio, el Dios heleno de la salud. Me quedé pasmado. No sabía que el psicólogo del colegio era afín a mi doctrina. No sabía qué decir. – Un consejo. En la historia, las representaciones religiosas se iban copiando unas a otras. Lo que en la edad clásica era un Zeus, más adelante pasó a ser el Dios cristiano. La iconografía se reusó. Así que si muchas veces te ves obligado a aceptar santos y símbolos, ya sabes que pueden ser convertidos en lo que tú quieras. ¿No es mejor eso? Tú sales contento y tus padres te dejan tranquilo, mejorando la convivencia en el hogar. – ¿No será una ofensa para mi panteón? –pregunté con ansia. – Los dioses nuestros también perdonan. Es decir, eso de que son castigadores y temerarios es pura mentira. Ellos entienden nuestra presión. Valorarán más tus actos que los de un religioso que vive con todas las comodidades posibles y reza de vez en cuando. Tú tranquilo, que si así te sientes mejor, estás haciendo lo correcto. No dañas a nadie y te nutres de tu entorno sin generar momentos de tensión. Los problemas a veces son la solución, solo hay que saber mirarlo desde una perspectiva diferente. Sus palabras fueron recibidas cual baño de agua caliente en un día duro de invierno. Por fin alguien me entendía. Alguien me ayudaba con mis problemas e intentaba hacerme ser mejor persona. Es cierto que por último estaba tornándome como uno de ellos. Gracias a los dioses por ponerme a esta persona en mi camino. Seguiré hacia delante sin bajar un peldaño mi persona. – Haré terapias en grupos, ya sea con tus padres o tus compañeros de clase. Intentaré que te traten de igual modo, que dejen expresar tus sentimientos y les haré ver la rica cultura que tienes por delante. Eso sí, siempre que tú a ellos los respetes también y se cree un nexo familiar envidiable. En el centro intentaré que se te respete, aunque con el Director que tenemos no sé.

– Mientras no me insulten. Seré feliz –la sinceridad me salió de mis entrañas. – No obstante, siempre puedo cogerte horas de “terapia” y hablar tranquilamente de tus inquietudes al respecto de nuestra fe. Te guiaré y resolveré las dudas que sepa y todo lo que esté al alcance de mi mano intentaré dártelo –me encandiló su amabilidad. Ensimismado volví a la cuestión que me asustó. ¿Cómo había escuchado mis pensamientos? Y si era cierto, ¿me estaba oyendo ahora? – Al respecto de lo que piensas… ¿Recuerdas si en algún momento te he dejado solo? –sus preguntas me estaban asustando. La sala se oscurecía y un haz de luz lo estaba iluminando. Estaba sintiendo verdadero terror. Negué con la cabeza. – Quiero que sepas la verdad. A parte de psicólogo, soy hipnotizador. Te hipnoticé y me metí en tu subconsciente. Así he podido observarte desde un plano astral y oír a tu cabeza en todo momento. Digamos que es una terapia avanzada. – No puede ser… –mi corazón se aceleraba asustado. Quería “despertar” de aquello. – Sabes de sobra que mi sala de trabajo no es así. Entre el despacho y el consultorio tengo una pequeña pared con un gran cristal opaco por el lado exterior y visible por el lado interior. Mi sala está más limpia y ordenada. Esto es el reflejo de tu interior –se levantó. Yo no podía creerme nada–. No es que estés mal, pero necesitas más orden, renovar tus principios obsoletos y separar la religión de tu vida. Que tu llamada no se convierta en tu mundo. Vive la oportunidad que los dioses te han dado. – No… ¡Despiértame! –temblaba. – Uno, dos, tres… –contaba pausadamente– ¡Despierta! Abrí los ojos tras un espasmo. Me encontraba nuevamente en la sala. En esta ocasión mis padres se encontraban hablando con él en el despacho. Los veía tras el cristal. La moqueta tapaba el suelo. Todo estaba muy bien cuidado. Estaba algo mareado. Acababa de vivir una gran experiencia… O no, y simplemente me estoy quedando con ustedes. Tal vez solo me durmiera y la última parte la soñara y aquí estoy contando mis batallitas como algo que viví. ¿Será cierto? O, tal vez, ¿puro cuento? Que cada mente haga su esfuerzo y elija el final que más desee. Eso sí, mi historia, la de José Luís Santo acabó muy bien.

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