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Campos Benítez, Juan Manuel La lectura y la escritura como crítica y autocrítica La Lámpara de Diógenes, vol. 12, núm. 22-23, 2011, pp. 141-150 Benemérita Universidad Autónoma de Puebla Puebla, México Disponible en: http://www.redalyc.org/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=84421585010
La Lámpara de Diógenes ISSN (Versión impresa): 1665-1448
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La lámpara de Diógenes, revista de filosofía, números 22 y 23, 2011; pp. 141-150.
La lectura y la escritura como crítica y autocrítica*
Juan Manuel Campos Benítez
1. Introducción La lectura y la escritura son procesos por los que pasamos casi sin darnos cuenta. Lo mismo ocurre cuando aprendemos a hablar y lo mismo ocurre cuando aprendemos muchas otras cosas. Pero estoy exagerando: hay cosas que hacemos sin que las hayamos aprendido, sin que nos las hayan enseñado. Los procesos fisiológicos son un buen ejemplo. Sin embargo, la lectura y la escritura no son procesos fisiológicos, aunque involucren muchos procesos fisiológicos: la respiración, la visión, la audición. Estos procesos dejarán su huella en la lectura y en la escritura. Quizá el prudente lector recuerde aquellos momentos cuando aprendió a leer, quizá pueda traer de nuevo aquellas intensas y nuevas emociones ante el descubrimiento de algo tan inusitado como la lectura. Quizá no recuerde nada o muy poco de todo aquello que sucedió en aquellos momentos cuando aprendía a leer. Tampoco recordará gran cosa de las primeras letras que comenzó a escribir, reconociendo a la “o” por lo redondo, quizá no recuerde algunas canciones infantiles cuyo tema eran precisamente las vocales. Pero he dicho que el aprendizaje de la lectura y la escritura son un proceso, así que es más que probable que lo que recordemos de ellas sean los momentos más gratos de nuestra experiencia, no todo el proceso. Quizá se han convertido en un acto tan mecánico que difícilmente nos percatamos de ello, ni de todo lo que involucra. Quiero hacer notar algunas cosas que involucran la lectura y la escritura, resaltar algunos de sus componentes básicos pero sobre todo mostrar cómo en ambos casos se trata de una acción crítica y sobre todo autocrítica. 2. Aprendiendo a leer y a escribir Así como aprendemos a leer, también aprendemos a escribir, pues son procesos relacionados, casi diría equivalentes: uno nos lleva al otro (pero digo “casi” porque la cantidad de lectores es abrumadora respecto a la cantidad de escribientes1). Sospecho que las experiencias no son simultáneas, pero no sabría decir cuál es primero, si la lectura o la escritura. Las experiencias de cada uno de nosotros son distintas, pero creo que pueden agruparse en
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dos grandes paquetes: los que primero aprendieron a leer y los que primero aprendieron a escribir, y acaso exista aquel para quien sí fue una experiencia simultánea, aprendiendo a leer precisamente escribiendo o aprendiendo a escribir precisamente leyendo. Esto último suena algo descabellado, pero hay una manera de entenderlo que nos ayudará a comprender mejor la lectura y la escritura; más adelante lo detallaré. Mientras tanto diré que nuestras maneras de leer y escribir tienen un desarrollo que vale la pena intentar comprender. Seremos a la larga buenos o malos lectores, y los libros podrán juzgarse según la manera cómo los leamos, cómo se habrá sugerido alguna vez.2 Esto, como puede adivinarse, afecta más al lector que al libro. Parece que aprendemos a leer y luego nos olvidamos del proceso que nos ha llevado a ese aprendizaje, pues nos dedicamos a leer ya desde la primaria e incluso antes. Es cierto que tenemos dificultades, sobre todo dificultades léxicas, de vocabulario, aunque los libros donde estamos aprendiendo no traen un vocabulario excesivo y la mayoría de las veces las palabras son fácilmente reconocibles y en todo caso contamos con la ayuda de la maestra o del maestro. Pero no aprendemos a escribir con el mismo ritmo con el que aprendemos a leer, o como leemos en la escuela. Claro que muchas veces nos piden que copiemos alguna lección, que la transcribamos poniendo en acción varias cosas: la vista, para reconocer las letras aprendidas, la coordinación para unirlas, el oído, pues nos piden que las pronunciemos conforme las vamos trascribiendo. Cuando el maestro dicta la lección también transcribimos (por más que el canal sea auditivo y no visual), aunque esta práctica parece estar desapareciendo, todavía tomamos notas de las clases o conferencias que escuchamos. Hay libros de grandes filósofos publicados a partir de las notas que tomaron sus alumnos y libros que son las notas de clase escritas por los profesores (ya se imaginarán que estoy pensando en Wittgenstein y en Aristóteles). No debemos menospreciar esta actividad de transcribir, nuestra cultura debe mucho a aquellos que la practicaron con fervor. Sin embargo, en algún momento algo pasa, algo ocurre que nos mete inmediatamente en problemas con la lectura y la escritura. No quiero decir que de repente ya no sabemos leer ni escribir, pues de hecho seguimos leyendo y seguimos escribiendo. No nos damos cuenta de eso, pero si alguno ha practicado el arte epistolar, si ha escrito y ha recibido cartas, sabrá a lo que me refiero; al escribirlas se ha comunicado, al leerlas ha ejercitado la lectura. Y si no, de todos modos es más que probable que practique la escritura “epistolar” vía el correo electrónico, que por eso se llama “correo”. E incluso es probable que el buen lector esté ejercitando formas de comunicación más complejas en aras de simplificar la comunicación: me refiero a los mensajes por el celular que para ahorrar espacio simplifican los caracteres escribiendo, por ejemplo, “todos” así “to2”. Claro que se entienden perfectamente, pues la función de “2” es ahorrarse escribir “dos”; esto vale para el lenguaje escrito, y generalmente no hay confusiones, por lo menos entre los que se comunican así. Alguien que, como yo, desconozca esos códigos, tendrá problemas para
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leer esos mensajes. Este ejemplo no es el único; encontramos comunicaciones escritas con ciertos códigos que pocos pueden descifrar, como los grafiti que encontramos en los muros de muchas colonias, debajo de los puentes, en muchas partes. Sólo los entendidos los reconocen, y se comunican así. En estos casos la escritura y la lectura adoptan formas casi esotéricas, se desarrollan por otros cauces fuera del control académico o escolar. Pero es la lectura y la escritura escolar lo que me interesa resaltar ahora. 3. Surgen dificultades para leer y escribir correctamente: la comprensión Algo ocurre, y de repente estamos perdidos en esos procesos de lectura y escritura: no sabemos leer ni tampoco sabemos escribir. No al nivel básico sino precisamente al nivel universitario. ¿Cuáles son las causas de esto? ¿Por qué no sabemos leer ni escribir justo cuando más lo necesitamos? No tengo respuestas para estas preguntas, pero sí algunas conjeturas basadas en mi trabajo como profesor. Permítanme empezar con la lectura, aunque no la lectura de libros sino la lectura de algo más elemental, la lectura de oraciones. Hay ciertos ejercicios que pido realizar a mis estudiantes, consisten en identificar la forma en que se juntan dos o más oraciones. La tarea es identificar las conectivas que unen las oraciones, sobre todo cuando hay más de dos conectivas en una misma oración, es decir, cuando tenemos una oración compleja. Al principio no hay problema, pues comenzamos con ejemplos sencillos y las nociones son claras: una conectiva une afirmando ambas partes, otra conectiva une proponiendo alternativas, otra une proponiendo condiciones, y así sucesivamente. Aunque la noción es clara, el léxico es variado, pues varias conectivas pueden tener la misma función; por ejemplo “pero”, “sin embargo”, “aunque”, “no obstante” son conectivas que hacen lo mismo. Pero no siempre el estudiante se da cuenta de ello y no sabe donde ubicar esas expresiones; piensa a veces que “no obstante” es la negación de una oración, cosa que no es así. El problema se agrava cuando el orden de las oraciones unidas con cierta conectiva es fundamental, es decir, si se cambia el orden se cambia el significado. Así ocurre con la conectiva denominada “condicional”, o “implicación”, cuyas partes se denominan “antecedente” y “consecuente”, y que admite varias expresiones: “si... entonces...”, “con tal que”, “siempre”, “en caso que” y otras; muchas veces el estudiante confunde el antecedente con el consecuente, lo cual quiere decir que no ha entendido la oración que ha leído. Esta confusión nos alcanza también a los profesores: cierta vez, en un congreso sobre textos académicos puse este ejemplo “Cuando llueve me mojo si salgo a la calle sin paraguas” y expliqué la ambigüedad de esta oración dada la ausencia de comas, y que admitía dos interpretaciones equivalentes; también dije que este ejercicio era particularmente difícil para algunos estudiantes. Un profesor me dijo entonces que entendía perfectamente la dificultad de los estudiantes porque mi ejemplo era “completamente incongruente” y que nadie lo podía entender excepto yo. Me di cuenta de que este profesor
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tenía exactamente el mismo problema que mis estudiantes: identificar el antecedente y el consecuente de una oración compleja. Tenemos ya un problema de lectura que involucra la incomprensión de lo leído: leemos una oración y entendemos una cosa por otra. No se trata de un problema léxico, de falta de vocabulario; es algo más grave. Cuando no conocemos una palabra siempre podemos recurrir al diccionario, pero en nuestro ejemplo de arriba esto no nos sirve. O quizá sí, pero de manera indirecta. Me explico: cuando leemos un texto que contiene muchas palabras que desconocemos, podemos tratar de entender su significado por el contexto y podemos también recurrir al diccionario, que es nuestra mejor opción. Así vamos aumentando nuestro vocabulario, nuestra competencia de lectura; al poco tiempo estaremos recurriendo cada vez menos al diccionario. Esta práctica ha sido beneficiosa aunque al comienzo sea muy incómodo interrumpir a cada rato la lectura para buscar palabras que desconocemos; a veces nos gana la flojera y seguimos leyendo. Lo mismo pasa cuando aprendemos otra lengua y nos asignan una lectura pues tenemos que recurrir a cada rato al diccionario; con la práctica será cada vez menos. Ocurre exactamente lo mismo con mi ejemplo: la práctica cotidiana, la realización de ejercicios programados comenzando por los sencillos hasta llegar a los más complejos, garantiza al estudiante encontrar la respuesta adecuada. Sin embargo, no siempre realizan los ejercicios, así como no siempre recurrimos al diccionario y seguimos “leyendo”. Pongo entrecomillas leyendo porque quiero resaltar un aspecto fundamental de la lectura: la comprensión. Si leemos y no entendemos, realmente no hemos leído, por más que nuestros ojos hayan recorrido las letras y las palabras. ¿Por qué no hemos entendido? En nuestros ejemplos, porque no hemos recurrido al diccionario, porque no hemos realizado los ejercicios que se requieren para alcanzar la solución del problema. Y tenemos que darnos cuenta de que no nos ayuda gran cosa recurrir al profesor para preguntarle lo que quiere decir una palabra que no entendemos o cómo se resuelve el ejercicio que no hemos hecho. A estas alturas los profesores, mal o bien, ya han hecho su trabajo y la responsabilidad queda ahora para nosotros, pues somos nosotros los que estamos leyendo, los que queremos aprender. Y con esto llegamos a otro aspecto fundamental: la responsabilidad ante la lectura. 4. La lectura responsable Tenemos el texto ante nosotros: sus palabras, sus oraciones, sus párrafos, sus capítulos. Retroceder ante los primeros obstáculos, ante las palabras que no comprendemos es abandonar la lucha antes de empezarla. Habrá obstáculos mayores: frases cuyas palabras sean todas comprensibles pero la frase misma no, oraciones ambiguas con más de una interpretación, oraciones cuya verdad o falsedad no sea fácil de discernir. Pero al continuar leyendo paso a paso, luchando por comprender nos iremos dando cuenta de que el enemigo era nuestra pereza, no nuestra falta de vocabulario. Nuestra respuesta al texto
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es activa, responsiva pues tratamos de llegar a él. Es difícil, pero el esfuerzo, incluso cuando nos demos cuenta de que el texto leído realmente no valía la pena, ha rendido sus frutos; nos está señalando un camino para llegar al texto, para profundizar en él, para poder abandonarlo si es preciso, o para exigirnos un esfuerzo mayor. Hemos comprendido, podemos ahora proseguir más activamente: podemos analizar, ver cómo ensamblan las partes, como están unificadas; podemos también sintetizar esas partes, percibir su unidad, o falta de ella. Y sin darnos cuenta podremos hacer algo casi milagroso: expresar, reflejar todo eso en nuestras propias palabras, mostrar la claridad del texto. Éste es sin duda el lado activo de la comprensión. 5. Lectura: crítica y autocrítica ¿Y la crítica? La crítica vendrá por añadidura. O si lo prefieren: ya está ahí, ha estado ahí desde el comienzo mismo de nuestro esfuerzo. La crítica no sería posible si hubiésemos abandonado el terreno, si hubiésemos evadido aquella responsabilidad ante la lectura. Esa responsabilidad nos atañe directamente, por eso puedo decir que la crítica comienza con nuestra responsabilidad ante la lectura, con nuestra respuesta al texto y nuestra perseverancia en el mismo. Comenzar “criticando” al texto antes de entenderlo, antes de realizar el esfuerzo por llegar a él es darle una puñalada trapera, que realmente no lo afecta pero sí habla mucho de nosotros mismos, como alguien ya lo ha sugerido. La crítica, bien entendida, comienza con nuestra participación; por eso puedo afirmar que la crítica no es posible sin la autocrítica, sin ese nuestro primer paso y esfuerzo para llegar al texto. La crítica comparte muchas cosas con la autocrítica: puede crecer, puede profundizar. Crece con nuestra comprensión, pues muchas veces la lectura de varios textos, la adquisición de nueva información relevante, el diálogo con nosotros mismos y con otras personas respecto al texto en cuestión nos hacen ver cosas que antes no habíamos visto y que estaban ahí, nos hacen comprender mejor la unidad del texto, como si fuera una sinfonía. Nos hace ver también sus relaciones con otros textos, con otros temas; nos remite, nos dirige a otras cosas que también tienen que ver con él. Todo esto afina, va perfeccionando nuestra comprensión, nuestra lectura, nos hace mucho más receptivos a lo que está ahí y que en la primera lectura no pudimos percibir dada nuestra falta de experiencia con estas cosas. La crítica nos hace ver que a mejor comprensión, a mayor esfuerzo, mayor crecimiento de nosotros mismos; esta es la mejor forma de autocrítica. 6. La escritura: crítica y autocrítica ¿Y la escritura? ¿Se da también aquí la crítica y la autocrítica? ¿Cómo aprendemos a escribir en el ámbito académico? Tampoco sé las respuestas, pero algo puedo decir acerca de la escritura partiendo precisamente de la lectura. Pues la lectura y la escritura son relativas una a la otra. Pero permítame el lector dar un rodeo. Comenzaré con un ejemplo. ¿Qué ocurre cuando algo no
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entendemos, suponiendo que hemos hecho la tarea y que no tenemos problemas con las palabras, pero aún así no entendemos las oraciones? Un lingüista decía que había muchas cosas que no entendía, cosas como la discusión sobre si los neutrinos tenían masa o la aparente y reciente prueba del teorema de Fermat.3 Pero, decía, podía hacer dos cosas: preguntarle a algún amigo experto en el tema, pedirle una explicación a un nivel que pudiera entender, o ponerse a estudiar hasta entender por sí mismo el asunto. Sin embargo, confiesa que hay autores con los que no valen estas estrategias, pues, dice, quienes dicen entenderlos y tratan de hacérselo entender no le explican nada; tampoco sabe cómo superar sus deficiencias en la comprensión de esos autores. Quienes dicen entender a dichos autores no le explican nada, y sospecho que repiten con las mismas palabras aquello que se intenta explicar. Esto me recuerda un diálogo platónico donde Sócrates compara la escritura con la pintura; dice que la pintura parece cosa viva, pero al preguntarle algo responde con un altivo silencio, y prosigue “Lo mismo pasa con las palabras. Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa”.4 Y así hay escritos rodando por el mundo, ya sin su autor que podría defenderlos o darlos a explicar; o escritos con su autor que muy orondo se jacta de la dificultad de su lectura. Mencionaré un par de ejemplos. William James se quejaba de que la filosofía fuese tan difícil de entender, tan esotérica, tanto que una oración sencilla pudiera considerarse vacía y superficial, de que hubiese quienes dijeran “nosotros los filósofos, cuando queremos, podemos ir tan lejos que en un par de oraciones podemos ubicarnos allí donde nadie nos puede seguir”, y lo dijeran con orgullo en vez de decirlo con vergüenza. Se quejaba también de cierto filósofo cuyas oraciones descuidadas, su vaguedad y ambigüedad, su vocabulario hacían que el lector se jalara los cabellos por no entender nada, o quisiera jalárselos a ese filósofo.5 Bertrand Russell decía que, de quererlo, podría escribir de tal manera que muy pocos lo entendieran, usando el lenguaje de la lógica matemática que requiere años de entrenamiento para poder entender sus fórmulas. Ponía un ejemplo de una oración muy rimbombante que podría decirse de manera mucho más sencilla.6 Menciono esto porque creo que uno de los enemigos principales de la buena escritura es la oscuridad, la falta de claridad al escribir. Como si entre más oscuro y menos entendible el texto, más profundo, como ya lo señalaba un filósofo francés.7 Pero antes debo mencionar una dificultad que hay que tomar en cuenta. 7. Una mala costumbre No he mencionado una dificultad “anterior” a este proceso, y que no valdría la pena mencionar si no fuera tan persistente su presencia. He dicho antes que hay quien aprendió a leer escribiendo. Pues bien, hay quien escribe recurriendo a lo que ha leído: el famoso corta y pega de textos bajados de la red que luego
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se presenta como “trabajos” o “ensayos” escolares. El fenómeno es complejo y está relacionado con usos y costumbres que empiezan a mostrar funestas consecuencias: cuando un maestro les pide a sus estudiantes “investigar” sobre tal o cual tema, cuando les pide que “escriban un trabajo” sobre tal o cual tema la mayoría de las veces les está pidiendo que recopilen información. A veces incluso les pide “un ensayo” sobre tal o cual tema, tema que requiere “investigación” en la red o en bibliotecas; el estudiante lo presenta y el profesor queda contento, pues la intención había sido que el estudiante leyera y recopilara información. Mientras tanto el estudiante ya ha investigado y ya ha escrito un ensayo, lo hemos convertido sin darnos cuenta en investigador y en ensayista, cosa que me apena decirlo, pero pocos profesores, en tanto profesores, estamos llamados a ser. Claro que podemos decir que también a nosotros nos ha pasado lo mismo: cuando empezamos a trabajar, hace algunos años, nuestro trabajo era docente y era claro que ése sería nuestro trabajo. Un buen día, por algún decreto en alguna parte, amanecimos convertidos en “docente/investigador”, y un eco de esto ha llegado al aula y al estudiante. El fenómeno es complejo y debemos abordarlo tarde o temprano, pero lo que ahora sí podemos hacer consiste en destacar el papel de la crítica y la autocrítica en este par de fenómenos tan caros a la vida universitaria y a toda la cultura: la lectura y la escritura. 8. Ser crítico y autocrítico Con esto entramos de lleno a la crítica y a la autocrítica al escribir. En efecto, así como hay una disciplina al leer un texto difícil, así también la hay a la hora de escribir. Pues la manera de escribir refleja en parte nuestro pensamiento, en parte nuestra forma de hablar, pero no es completamente uno ni otra. Escribir requiere orden, comenzar paso a paso hasta llegar a oraciones complejas, exige atención hacia quien está dirigida la escritura, el lector que se tiene en mente. A veces pensamos que nuestro lector será un gran erudito y queremos impresionarlo con palabras altisonantes, palabras domingueras que realmente poco dicen, como en el ejemplo de Russell. Y lo peor: la creencia de que apenas escribimos y ya sale perfecta la oración, el párrafo, el capítulo, y que no necesita corrección. Este es uno de los mayores problemas, pues la autocorrección es el comienzo de la autocrítica; si no la hay, tampoco habrá crítica a la hora de analizar los escritos de los demás. Es fácil caer en la tentación de pensar que lo que acabamos de escribir es lo mejor que escribimos; no hay que caer en ella. Una de las mayores dificultades que encuentro es precisamente la autocorrección, o mejor dicho, nuestra renuencia a corregir; hay que pasar por varias etapas para perfeccionar el escrito y la primera de ellas viene después de aceptar corregir nuestro texto. Exige mucho tomar esa decisión de pulir el texto, de tirar el lastre, de limpiar la casa; simplemente hay que hacerlo si queremos mejorar nuestra escritura. Comencemos leyendo lo que hemos escrito, y leerlo en voz alta. He dicho antes que los procesos fisiológicos tienen que ver con la escritura.
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Pues bien, así como respiramos, así también podemos encontrar en un texto su respiración, su ritmo. ¿Cómo lo encontramos? Por las palabras, el orden y el sonido de las palabras, las frases, los acentos, las comas, los puntos y comas, punto y seguido, los guiones, los paréntesis, las exclamaciones, todo aquello que aparece en las oraciones. Las palabras se llaman unas a otras, los sustantivos piden a veces sus adjetivos, los verbos sus adverbios, escribamos pues y estemos listos a ordenar nuestras palabras, a poner cada cosa en su lugar, sobre todo los complementos del nombre y del verbo, que en muchas ocasiones he visto tan distanciados uno del otro. Con esa lectura en voz alta podemos empezar a sentir el texto, sus sonidos concordantes o discordantes, su fluidez y ritmo; comencemos por cortar las palabras inadecuadas para mejorar el ritmo del texto, escuchemos su musicalidad, atrevámonos a tirar la basura. Sigamos este impecable consejo: “hay una manera de esperar, cuando se escribe, a que la palabra justa venga por sí misma a colocarse bajo la pluma, rechazando simplemente las palabras inadecuadas”.8 Ese comenzar a rechazar las palabras inadecuadas exige un gran esfuerzo. En ocasiones les pido a mis estudiantes que escriban un texto de dos o tres páginas. El trabajo será corregir línea por línea, oración por oración. No es fácil empezar, y a veces la tentación es no corregir sino sustituir una oración por otra. Es más fácil hacer esto, el borrón y cuenta nueva que es renunciar a la autocorrección. Pero al empezar otra vez con la primera oración tarde o temprano tendremos que repetir el proceso: corregir, y no siempre podremos eliminar la oración, pues nunca terminaríamos con la página si ya desde la primera oración nos rendimos. Así que corregimos la primera oración, y la segunda y así hasta terminar con el párrafo. Sin embargo, la principal dificultad consiste en aceptar la crítica: la primera impresión que tienen es que no valoro su trabajo y que le estoy buscando tres pies al gato buscando precisamente los defectos sin ver sus virtudes, que son miles. No exagero al decir que más de un estudiante se ha salido de mi curso y no me ha vuelto a dirigir la palabra. O peor aún: han buscado “una segunda y mejor opinión” para sus escritos, terminando así el proceso de corrección y autocorrección, que apenas comenzaba. No estoy seguro de cómo zanjar esta dificultad pero cuando algunos de los estudiantes se dan cuenta de lo que estamos haciendo, cuando comienzan a ver el proceso de eliminar palabras, de proponer otras y cuando lo hacen precisamente con sus escritos, la mirada alegre e inteligente me dice que ya han superado la principal dificultad. Es así como podemos proseguir, pues luego de la tormenta viene la calma y la corrección puede continuar viento en popa. En estos casos el trabajo puede seguir, y al poco tiempo ya no es necesaria la presencia del profesor, pues el estudiante ha “interiorizado” la técnica y el gusto por la autocorrección. No es fácil este trabajo, ni para el estudiante ni para el profesor, pero es necesario y los frutos valen con creces la pena. Un rabino hablaba muy bien de sus profesores que lo habían tratado así y de sus estudiantes a los que podía tratar con rigor: “Los únicos maestros que me han enseñado algo han escuchado mis ideas y me han
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hecho críticas, y son los únicos a los que he respetado. Los alumnos a los que respeto son aquellos a los que pretendo desafiar estando muy atento a lo que dicen, contestándoles por tanto con el mayor rigor: el rigor de la crítica”.9 9. A manera de conclusión Los procesos de análisis y síntesis están presentes en la lectura y la escritura. En la lectura nos obliga a analizar línea por línea hasta asegurarnos de haber comprendido cabalmente lo leído y sintetizar en nuestras propias palabras lo que el texto nos dice. En la escritura está presente el análisis en la construcción de nuestras oraciones colocando ordenadamente los conceptos que queremos transmitir, que queremos plasmar en la página. Analizar nuestras oraciones y eliminar las palabras sobrantes nos obligan a sintetizar nuestros pensamientos tratando de expresarlos de la manera más adecuada para que nuestro lector pueda entendernos cabalmente. La lectura y la escritura como procesos de análisis y de síntesis nos ayudan mucho para la expresión de la crítica pero fundamentalmente como procesos que fomentan y desarrollan la autocrítica. Mostrar esto ha sido la intención de este ensayo.
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Notas * Una versión previa de este ensayo fue leída en las III Jornadas del Centro de Escritura, UPAEP, 29-30 de abril de 2011. 1
Disculpen el barbarismo, pero no quiero usar “escritores” porque esta palabra
tiene una connotación que no quiero destacar aquí. “Escribiente” es el que está escribiendo, no el autor de novelas, ensayos, cuentos, poesía. 2
“Tratemos de ver hasta qué punto sería razonable definir un buen libro como
un libro leído de determinada manera, y un mal libro como un libro leído de otra manera”, dice C. S. Lewis, La experiencia de leer, trad. de Ricardo Pochtar, Barcelona: Alba Editorial, 2000, p. 9. Es Lewis quien ha sugerido, obra citada página 5: “Pero para afirmar que un libro es malo no basta comprobar que es incapaz de inducir alguna respuesta positiva en nosotros, porque el fallo puede ser nuestro”. 3
Noam Chomski. El lector puede encontrar el texto completo en http://www.
mrbauld.com/chomsky1.html consultado el 2 de abril de 2011. 4
El diálogo platónico es el “Fedro”, 275d, en Platón, Diálogos, vol. III, trad. y notas
de C. García Gual, M. Martínez Hernández y E. Lledó Íñigo, Barcelona: Biblioteca Básica Gredos, 2000, p. 402. 5
William James, Un universo pluralista. Filosofía de la experiencia, trad. de Se-
bastián Puente, Buenos Aires: Editorial Cactus, 2009, páginas 22 y 61. 6
La oración rimbombante es ésta: “Los seres humanos solamente se ven libres de
modelos de conducta indeseables cuando determinados requisitos, que no se dan excepto en un pequeño porcentaje de casos reales, tienen la suerte de combinarse, a través de alguna fortuita concurrencia de circunstancias favorables, sean congénitas o ambientales, para producir un individuo a quien muchos factores desvían de la norma, de un modo socialmente ventajoso”. Su paráfrasis es: “Todos los hombres son granujas o, al menos casi todos. Los hombres que no lo son, han tenido una suerte extraordinaria, tanto en su nacimiento como en su educación”. Y acotaba: “Ésta es más corta y más inteligible, y dice exactamente lo mismo. Pero si cualquier profesor utilizara la última frase, en lugar de la primera, temo que sería despedido”. En Bertrand Russell, Retratos de memoria y otros ensayos, trad. de Manuel Suárez, Madrid: Alianza Editorial, 1976, “Mi modo de escribir”, p. 211-218. 7
El filósofo francés es Jean Guitton, quien dice: “Algunos piensan que se escribe
mejor cuanto peor se les entiende y cuanto más se emplean términos que sólo comprenden los iniciados. Y es cierto que la oscuridad del lenguaje produce un efecto casi religioso. Os invita al esfuerzo de comprender y sabemos que todo esfuerzo tiene su recompensa. Pero no hay nada que garantice que una página oscura sea profunda por añadidura.”, El trabajo intelectual, trad. de Francisco Javier de Fuentes Malvar, Madrid: RIALP, 2000, p.134. 8
Simone Weil, “Reflexiones sobre el buen uso de los estudios escolares como medio
de cultivar el amor a Dios”, en A la espera de Dios, trad. de María Tabuyo y Agustín López, Madrid: Editorial Trotta, 1993, p. 71. 9
Jacob Neusner, Un rabino habla con Jesús, trad. de Juan Padilla, Madrid: Ediciones
Encuentro, 2008, p.46.
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