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RELATOS DE UN BEJARANO
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AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTÍN Escritos en Béjar y Plasencia.
A Ana María Arévalo García, agradecido por tanto amor, y a Miguel Cosmes Sánchez, que disfrutó leyéndolos.
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INDICE: 1. SENSACIONES (1975)…………………………………. Pag. 4 * Finales de agosto…………………………………………..Pag. 4 * Sol entre álamos……………………………………………Pag. 7 * El súbito arrancar del tren………………………………...Pag. 9 * Cumbres…………………………………………………….Pag. 12 * Romería de la Virgen del Castañar……………………….Pag. 16 * El día de los calvotes………………………………………..Pag. 19 * El Cristo de la Vega de Sanchotello…………………….….Pag. 21 2. MI PRIMER GRAN VIAJE (1975)………………………Pag. 22 3. LA PENSIÓN SALMANTINA (1994)……………………Pag. 56 4. EL PRADO DEL FIN DEL MUNDO (1998)……………..Pag. 130 5. LA RUTA FLUVIAL (1999)……………………………….Pag. 141 6. UN SOPLO DEL AYER (2003)…………………………….Pag. 146 7. ACAMPADA EN EL TRAMPAL (2006)………………….Pag. 156 8. UN VIAJE IMAGINARIO (2007)………………………….Pag. 166 9. BARRIONEILA, 20 (2008)………………………………….Pag. 177 10. EL BOTÁNICO (2008)…………………………………….Pag. 187 11. RELATO PARA MIGUEL (2011)………………………..Pag. 192
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SENSACIONES Conjunto de relatos, a modo de diario, escritos del 30 de agosto al 17 de septiembre de 1975, en Béjar. Edad 17 años.
FINALES DE AGOSTO Algunas tardes, aún calurosas, mi padre y yo tomamos el sendero hacia algún lugar de la campiña bejarana para dibujar. Hoy recorrimos la senda amarilla, limitada por muros de piedras con zarzales y ensombrecida por los álamos, que conduce a los jardines de El Bosque. Llevábamos los utensilios de dibujo y buscábamos motivos artísticos. El sol iluminaba los espacios y los objetos proyectaban sombras intensas creando bellos contrastes. Al llegar, abrimos y rechinó el portón metálico de la entrada. Una muchacha de mi edad nos miró desde el umbral de la casa del portero. “Tendremos pinta de extravagantes -pensé-, aunque supongo que no seremos los primeros pintores que se adentren en estos jardines en busca de la belleza”. Descendimos los peldaños de roca. Rodeamos las orillas del estanque, de un color verde oscuro, casi negro con brillos plateados. Dos hombres descansaban tendidos en sus mecedoras verdes, en la zona de hierba. Parecían los dueños, tal vez fuesen descendientes de los Duques de Béjar, ya sin feudo ni vasallos. Nos detuvimos a contemplar la superficie del agua, la continua fuga de luces y sombras, las primeras hojas secas y amarillas flotando. Escudos de los Zúñiga lucían en los muros del palacio y en algunas fuentes de piedra, que rompen con el rumor del agua la calma del lugar. Nos sentamos en el césped, frente al antiguo y noble caserón, e
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hicimos un primer boceto sobre el papel grueso del bloc. Dibujo rápido, a grandes rasgos, despreciando detalles minuciosos. Mi lápiz, aproximadamente de tres centímetros de longitud, se me escurría entre los dedos, aunque mis órdenes volaban a su través con precisión, como si fuese una prolongación viva de mi cuerpo. Sólo se oía el impacto del agua de los surtidores sobre la piedra y las voces alegres de una pandilla de niños, a lo lejos. Melchor también dibujaba. Él afirma que el arte es siempre un robo a la naturaleza. Cambié de sitio para bosquejar la Fuente de los Ocho Caños, una fontana de granito con forma de cáliz y adornada por feos rostros de bocas redondas por donde fluía el agua. “¿Qué intentarán decirme? -pensé- acaso quieran narrarme leyendas de tiempos remotos, o hazañas de los nobles que ayer combatieron en importantes batallas. Estas horribles cabezas son testigos de muchos sucesos: damas afligidas, romances apasionados, declaraciones amorosas, despedidas tristes…” Mi padre levantó sus ojos del papel y su mirada profunda se clavó en un único detalle, su mano derecha se movía con agilidad. Mientras dibujaba intenté conversar con la fuente. Entorné la vista para percibir las zonas de luz y sombra. Me fijé luego en la textura de la piedra, tapizada de líquenes, musgo y verdín. Tracé la extraña perspectiva del pilón octogonal. Cansado de precisar los detalles, aparté la mirada, que voló como un pájaro y quiso posarse sobre los plataneros y los castaños de Indias, cuyas sombras se proyectaban en las orillas del estanque y parecían flotar.
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Me agradaba el silencio melódico de los surtidores, pues insistía con su monólogo indescifrable, enigmático pero armónico. “¡Qué sé yo del idioma de las fuentes!” -me dije. La vida era hermosa y plácida en el jardín, tan cerca de la naturaleza, tan apartado de las rutinas cotidianas. A lo lejos, vi las copas majestuosas de viejas coníferas: tuyas, pinsapos, secuoyas gigantes, cedros del Líbano… y magnolios; árboles con resinas o flores aromáticas. Aspiré el perfume de la hierba buena y me entretuve con el revoloteo caprichoso de las mariposas blancas y amarillas sobre las últimas flores del estío. “Pocos hombres saben para qué viven y son como insectos atraídos por el néctar del momento” - medité. El propietario de la finca se acercó hasta nosotros caminando despacio, entre las sombras cambiantes de los árboles. No quiso interrumpirnos. Ni siquiera saludó. Se fue con sus tribulaciones, arrastrando los pies sobre las primeras hojas marchitas. Se oía el apacible sonido del agua, los trinos de pájaros ocultos y la caricia de los lápices sobre el papel áspero. Vi el sol del atardecer enredado entre las ramas, como si fuese un fruto amarillo y maduro. Poco después, su luz se desvaneció en la oscuridad. Era tarde. Hacía fresco. Recogimos lo bártulos en sendas carpetas y nos marchamos. Al pasar junto al estanque, descubrí vencejos que volaban rozando la superficie líquida con su pico. El reflejo del templete me pareció un garabato.
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SOL ENTRE ÁLAMOS
Cada vez que bajo por las callejas de Fuente Honda, me asalta un extraño presentimiento. Sé que pronto llegaré a tu casa, que después correremos por la carretera de Aldeacipreste hacia algún paraje desconocido. Lo sé, pero, durante el corto trayecto de la travesía, me siento como el Cuerpo de Hombre encajonado en su cauce. Camino hacia la libertad por este angosto sendero acotado por altos muros de granito. El último tramo me seduce por su soledad umbría: de lo alto de las paredes cuelgan ramas de higueras y ciruelos, sobre una regadera, que recoge el agua de los arroyos y favorece el crecimiento de líquenes y musgos sobre las manchas de humedad. Al fondo, encuentro tu casa y el huerto, bien aprovechado, en la parte trasera. Grito tu nombre o golpeo la puerta con los nudillos. Escucho pasos en el interior, me abre Ángel. Otros amigos esperan en el piso de abajo, sentados sobre el cemento, comiendo pipas de calabaza secadas al sol. Bajamos al Regato, al lado del pozo hay un viejo ciruelo que tiene su tronco carcomido y habitado por hormigas rojas. Trepamos a lo alto para recoger sus frutos. Al mover las ramas, algunas ciruelas maduras se desprenden y caen sobre el agua transparente y los surcos. Este año son más pequeñas, tal vez por la sequía. El aire huele a sequedad y polvo. La campiña agostada arde en La Centena y una densa columna de humo se eleva en la distancia y ensucia el cielo azul. Luego subimos a los corrales. En el interior de una caseta Luis pone a hervir la comida de los cerdos: mondas, nabos y patatas chicas, con harina de cebada y agua, en un caldero de hierro, sobre una lumbre de retama seca y leños de roble. El humo se filtra a través de la techumbre, a falta de chimenea.
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En un cuarto adyacente está el gallinero, que también sirve de palomar. Mi amigo atrapa al palomo, un bonito ejemplar con reflejos irisados en el cuello y lo lanza al aire. No hay que temer, siempre regresa al nido. La estancia huele a humo, el fuego se ha consumido y brillan las ascuas, rojas como pedazos de sandía. Hierve el agua con un murmullo de burbujas rotas. Pelamos y comemos algunas patatas asadas al rescoldo, entre las cenizas. Corremos calleja abajo. A la izquierda quedamos la estación de Ferrocarril de Béjar. Un milano negro vuela en la altura, planea en el cielo otoñal, queda anclado en el aire, las plumas de sus alas vibran en tensión, como si fuese una cometa. Desde su atalaya escudriña el suelo buscando otra víctima. Luego se deja caer, en picado, y oímos un chillido agudo. Aletea sobre la superficie pajiza del prado, lucha unos instantes y remonta el vuelo con un ratón entre sus garras, majestuosamente. Al final de la larga calleja de Fuente Honda, hay una vaquería con una pocilga y una jauría de perros. Como siempre nos atacan, los apedreamos. En la pared principal leo una pintada escrita con pintura verde, con letras feas con chorreones: “Esta finca no se puede vender, hay que contar antes con los herederos, si no quieren tener problemas”. Mal sitio para cruzar entre mierda, fauces amenazantes y ladridos, palo en mano y a la carrera.
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EL SÚBITO ARRANCAR DEL TREN
Aquella mañana de finales de agosto madrugué. Salí de mi casa medio dormido. Eran las siete. Algunos bandos de aviones y golondrinas ennegrecían el cielo de la alborada. El desayuno, café con leche migada, aún calentaba mi estómago y el aliento visible salía de mi boca con cada respiración. Hacía fresco. Una vez más crucé el puente de piedra sobre el Charco Umbrío y sin quererlo mis ojos se clavaron en las pestilentes aguas del Cuerpo de Hombre, hoy eran negras. Era un entretenimiento cotidiano y motivo de apuestas adivinar el color del río, pues dependía de la suma de tintadas de las fábricas que vertían sus residuos coloreados. Hoy eran negras, pero he visto un caudal rojo como la sangre, violeta como los lirios, azul zafiro o verde esmeralda… Apoyado en el pretil metálico, contemplé las ratas de la orilla hurgando en la basura arrojada por algunos desaprensivos. Es tanto el cieno del fondo, que libera continuamente burbujas de metano y al estallar rompen la quietud de la superficie. Subí la Cuesta del Río, por una trocha enfangada por vertidos de cloacas, sorteando los cascotes del basurero que ruedan por el terraplén. Entre ellos florece el estramonio y exhibe la blancura de sus corolas finas como papel de fumar. Coroné Campo Pardo. Bajé por Ronda de Navarra. Crucé la Plaza Mayor. Las calles estaban vacías y silenciosas. Atajé por Barrioneila, el barrio donde nací. Encontré a mi amigo Luis en la encrucijada de la calleja de Fuente Honda y caminamos juntos hasta la estación del ferrocarril. Amanecía. El primer rayo de sol saltó entre los hierros y maderas de viejos vagones abandonados en vía muerta e incendió los cuatro rieles que la perspectiva fundía en un punto lejano.
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La estación me pareció sucia por la carbonilla, el humo y los aceites vertidos desde las locomotoras; sin embargo, aquella mañana olía a tierra húmeda. Encontramos el andén vacío. Las agujas del enorme reloj que sobresalía de la pared marcaban, sobre el círculo de números romanos una hora concreta: las ocho menos cuarto. Adquirimos en taquilla dos billetes de ida y vuelta a Sanchotello. Tomamos asiento en los bancos de la sala de espera. Frente a nosotros dos hombres charlaban de temas intranscendentes. Allí dentro olía a cartón y tabaco rancio. Al llegar la hora salimos al apeadero. “Estación de Béjar” -leí en un rotulo sucio. “¿Por qué se acumulará tanto polvo negro en las estaciones? ¿Por qué siempre se percibe un cierto abandono?” -pensé. Desde allí se contemplaba la ciudad; sus murallas sumidas en un letargo de siglos, las torres de las iglesias y del Palacio Ducal sobre las almenas… Un pájaro suicida posado sobre un riel. Escuchamos un silbido e, inmediatamente, apareció la máquina escupiendo lenguas de vapor por su reducida chimenea. Aquel enorme y oscuro monstruo de metal se aproximaba a la estación. El roce de los frenos rechinó a lo largo del andén solitario. Los dos hombres salieron. Un empleado arrojó tres sacas de correo en uno de los vagones. La locomotora expulsó una última bocanada de vapor. Subimos al vagón por unas empinadas escaleras. Dentro olía a grasa. Sentimos un leve tirón al arrancar, seguido de un crujir de maderas y de hierros, como si a la locomotora le costase arrastrar su pesada carga. Las enormes ruedas giraban sobre su cauce metálico, cada vez con más soltura y rapidez, con un traqueteo monótono.
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Entramos desde el pasillo a un compartimento. Me senté al lado de la ventanilla. Ganas me dieron de acurrucarme y dormirme, pero era la primera vez que recorría aquel trayecto y sentía curiosidad por la nueva experiencia. Descorrí los visillos para disfrutar del paisaje. El tren ganaba velocidad. Entramos en el túnel. A través del cristal vi el negro muro. Al final luz. Luz a torrentes. Luz a mares. El tren atravesaba profundas trincheras labradas en granito. Desde la ventanilla divisé la parte antigua de la villa, las construcciones en un equilibrio extraño sobre las murallas y el valle enjoyado por el otoño.
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CUMBRES
Al coronar la última loma, avisto la cumbre, aún muy lejana, gris verdosa bajo el cielo gris del amanecer. Atravesamos la inmensidad de la sierra en silencio. El rocío brilla sobre la hierba y me pregunta por la noche. -La noche se desvaneció mientras cruzábamos por pinares extensos, en la ladera de la montaña. Sólo nos queda Venus, el candil del alba. Ese lucero que refulge en un rincón del paisaje recién iluminado. Ascendemos por una pendiente cuajada de retama y genistas, sorteando canchales. Yo miro al suelo, a cualquier parte, pero no a la cima, porque el cansancio ya aflora. Me pesan las piernas. Me agobia la mochila, como si cargara con todo el plomo del mundo. Me paro. No puedo más. Me doy una tregua. Miro atrás, las nubes a la deriva, casi a mi altura; la niebla en el fondo del valle, la línea del horizonte… Me libero de la carga que oprime mi espalda. Me quito el gorro de lana, a franjas azules, blancas y rojas, y lo engancho en la correa. Seco el sudor de mi frente con un pañuelo. Las sombras de mis amigos se proyectan en el descampado. Seis sombras delante de mí. Hago firme propósito de no perder su estela. El rocío humedece mis botas engrasadas con sebo. Levanto la cabeza y miro a la cumbre, descaradamente. Asumo el reto que supone contemplarla, ahora sin respeto. Es hermosa y blanca, pues el sol del amanecer incide sobre su nieve transformándola en un faro luminoso. -Tengo que continuar. Haré otro esfuerzo.
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El vericueto pedregoso serpea entre matas de piornos. Después se transforma en un sin fin de huellas de pasos sobre la nevada. Vamos de hito en hito. Tales vetustos montones de piedras menudas nos marcan el rumbo a seguir. Nubes bajas se aproximan, velozmente, borrando el paisaje. -“¡Agrupaos, que viene la niebla!” -gritan alrededor-. ¡No perdáis el contacto para que nadie se extravíe! “Cada paso que doy me acerca un poco más a la cumbre. Adelante.” El viento nos azota frío y húmedo. Mis pies están helados. Me ajusto el gorro. Atravesamos la entraña vaporosa de una nube, a su través penetra la luz débil del sol, permitiendo una visibilidad escasa y fantasmal, somos sombras sin colores. -¡No deberíamos haber venido! ¡Todavía es posible dar media vuelta! -exclama una voz anónima. -¡Tenemos que pisar la cumbre! -responde otra-. ¡Merece la pena seguir! -¿Para qué? ¡No vamos a ver nada! -¡Ya escampará! -¿Tú crees? -¡Sí! Comienza a llover. La lluvia nos va calando hasta los huesos pero nadie se rinde. Ganamos altura. El aire se enrarece. El cuerpo parece pesar menos. Los jirones de niebla se retiran y la cumbre emerge cercana.
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El sol juega a esconderse entre las nubes: se asoma y nos ilumina el rostro, se esconde y oscurece la ladera, surge y nuestros cuerpos proyectan largas sombras… Tengo sed. Destapo la cantimplora y echo un trago de una mezcla fría de cerveza y gaseosa. -“Quiero continuar”. Cruzamos la cima llana, una planicie desértica y mineral donde sólo crecen los líquenes y unas masas vegetales glutinosas y esféricas, gratas de pisar por los pies doloridos. Llegamos al último hito en el Calvitero, que sirve de soporte para la imagen de la Virgen del Castañar, un bajorrelieve de cemento agrietado por las inclemencias de la altitud. Virgen oculta bajo el hielo, prisionera de una soledad silenciosa y magnífica, asomada al balcón de la altura, donde baten todos los vientos y se divisan grandiosas panorámicas. -Dicen que La Ceja es aún más alta. ¡Vamos allá! -alguien decide. Bordeamos el borde curvo del circo del antiguo glaciar, un abismo de escarpadas pendientes de granito, con rocas inmensas pulidas por el hielo y tapizadas de líquenes verdinegros, que contrastan con la blancura azulada de los neveros. En el fondo brillan las lagunas del Trampal. Camino maquinalmente. Mis labios aún me saben al aluminio de la cantimplora. Coronamos La Ceja. La visión es fascinante. -¿Qué pico es aquel? -pregunto. -El Almanzor en Gredos.
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-Parece más alto. -Lo es. -¡Qué pequeños somos…!
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ROMERÍA DE LA VIRGEN DEL CASTAÑAR
Son las once de la mañana. Caminamos por la empinada senda de los atajos. La tierra del suelo aún muestra las cicatrices de la lluvia nocturna. Los nubarrones se desplazan entre las copas de los viejos castaños. Huele a humedad. En la curva del depósito de agua, sentado a la orilla, sobre una manta colocada sobre la hierba, mendiga un anciano. Muestra el muñón de sus piernas amputadas por debajo de las rodillas. Cerca ha puesto un tapete verde, sobre el que los romeros caritativos arrojan las limosnas, sostenido entre dos aparatosas muletas de madera. Permanece en silencio, aunque sus labios se mueven, como si musitara una plegaria. Son muchos los fieles que suben, cada cual a su ritmo. En El Castañar hay una ruidosa muchedumbre. Terminó la misa. Suenan los cohetes y el tañer frenético de las campanas. Sobre un mar de cabezas y hombros cruza la imagen de la Virgen del Castañar, luce un manto de seda azul celeste bordado en oro y plata, y una sonrisa misteriosa cercada por una corona de estrellas. Bulle la multitud. En el cielo nublado estallan pólvora y campanadas. Huele a sudor y agua de colonia barata.
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Cruza el cortejo. Primero los monaguillos con varias cruces metálicas y cirios. Luego los portadores de los estandartes. Después la Virgen, una flor sobre los ramos de gladiolos blancos y claveles rojos, custodiada por la Benemérita con traje de gala. A su paso, unos se persignan, otros inclinan su cabeza en respetuoso silencio, pero los más aplauden emocionados. Le siguen sacerdotes y políticos de turno, capistas, beatas de mantilla y personajes influyentes. Cierran los acordes armónicos de la banda municipal. El viejo Pipi toca sus castañuelas de pizarra danzando ágilmente y gesticulando. El Pipi canta coplas improvisadas para divertimento del personal. Canta y baila como un duende grotesco, pero sus palabras fluyen del alma a los labios. Alguien grita: “Viva la Virgen del Castañar”. Sigo el cortejo hasta el mirador, adornado para la ocasión con ramos de margaritas. Desde allí la Virgen contempla por unos minutos la antigua villa, con sus murallas árabes, con las torres sencillas de sus templos y del Palacio Ducal, con sus tejados rojizos, sus balconadas y galerías modernistas con arcos, sus ventanas que miran al monte frondoso. Rezan algo, aunque nunca pude estar lo suficientemente cerca para oírlo. Luego, alguien grita: “¡Viva Béjar!”. Y de mi garganta sale con fuerza: “¡Viva!”. La Virgen regresa a su santuario entre vítores y aplausos. Hoy disfruta el sol y la sombra perfumada de los castaños. Hasta la brisa acaricia su cara con ternura. Inmediatamente, detrás de la procesión, viene el caos: pisotones, empujones, niños extraviados de sus madres que lloran, voces… Ahí está el Pipi, en el centro del corro, junto a un viejo que toca dulzaina y tamboril, vestido con traje charro de pana desteñido por el tiempo y el uso. Al dulzainero le
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tiembla, rítmicamente, su labio inferior. Ambos divierten al personal con sus canciones y ocurrencias.
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EL DÍA DE LOS CALVOTES
Subí hasta el lugar donde ardían las hogueras, en lo más alto de la colina, cargado con un haz de leña mojada. Sentía en mis brazos el mordisco del frío, pues el chaparrón me calaba hasta los huesos. Al llegar, distinguí las siluetas negras de mis amigos al contraluz de las llamas. Tomé asiento en una roca, cerca de la lumbre, para entrar en calor. Las llamaradas eran espectros jugueteando. Aproximé mis manos ateridas. Mis pies no parecían míos, pues apenas los sentía. Quizá fuesen un par de carámbanos colgando de un oxidado canalón. Arrojé más leña al fuego. Como estaba húmeda, al principio crepitó, resistiéndose a arder, pero al final una lengua roja ascendió lamiendo el tronco de la encina que nos daba cobijo en aquella tarde lluviosa y desapacible. Me puse la chaqueta de pana sobre los hombros y me acurruqué en aquel rincón. Miré, furtivamente, la lluvia, que caía muy cerca. Me rodeaba un fondo negro y vacío. Sus gotas impactaban contra las copas de los árboles y los canchales. Preferí contemplar el rescoldo que quedó cuando se consumieron las llamas. Llené la calvotera y la puse encima para asar varios puñados de castañas. “Ya voy entrando en calor” -pensé. De cuando en cuando, me incorporaba, asía la sartén por el mango y volteaba su contenido con maestría. Uno de los frutos explotó, su metralla vegetal me alcanzó la cara. Al finalizar la calvotada, vacié la calvotera sobre un pedazo de cartón. Entre las cáscaras negras brillaba alguna chispa. Puse la sartén acribillada bajo la lluvia y crepitó al enfriarse. Entre todos pelamos las castañas asadas. Las palmas ennegrecidas de las manos soportaban el calor del contacto. Saboreamos los calvotes recién hechos y echamos un buen trago de sangría.
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Era de noche y decidimos regresar. Cruzamos la negrura de los campos húmedos del otoño, algunos ya medio borrachos. La sangría invitaba a cantar y a reírse del lamentable estado. Seguía lloviendo con fuerza. -Qué llueva, qué llueva, / la Virgen de la Cueva, / los pajaritos cantan, / las nubes se levantan. / Qué sí. Qué no. / Qué llueva a chaparrón… No importaba mojarse, nada podía enmudecer nuestras risas. -¡Qué llueva! ¡Qué llueva! La hojarasca cubría el sendero, resbaladizo por el barro y encharcado en algunos tramos. Nos perdimos. Cruzamos campo a través, calados por la lluvia, por prados de hierba mojada, chocando con las escobas húmedas… -¡No importa! ¡Pasa el garrafón! ¡Voy a calentarme por dentro! -¡Qué llueva! ¡Qué llueva! Nos chorreaba el cabello empapado. En el Caserón había gente saltando sobre las llamas de una enorme fogata. La negrura era tan densa que tropezábamos y caíamos. -¡No importa tampoco el barro! ¡En pie! ¿Quién tiene la garrafa? La luna aparece por un hueco entre las nubes y luce una sonrisa nacarina. Al coronar la loma descubrimos las luces lejanas de Béjar, como un faro tras aquella cortina de lluvia.
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EL CRISTO DE LA VEGA DE SANCHOTELLO
“Cuánto me gustaría ser brisa, o pájaro, o nube en esta hermosa mañana, para subir por el cielo azul y contemplar desde lo alto el pueblo y las cumbres cercanas de los Picos de Valdesangil” -pensé. No sé por qué no entramos al interior del templo. Permanecimos sentados en la plaza, esperando que terminara la ceremonia. Yo me entretuve contemplando las laderas del monte, los canchales de granito y aquella torre gris que perforaba el cielo. Una torre con su nido de cigüeña, con pararrayos, veleta y nidos de aviones en sus oquedades. Una torre con campanas que pronto tañeron asustando a gorriones y palomas, que levantaron el vuelo sorprendidos por la estridencia. En efecto, terminó la misa y los fieles abandonaron la iglesia. Iban preparados para la ocasión, con traje de fiesta. El interior del templo debía ser sombrío, pues el sol deslumbraba a los que salían y por la puerta escapaba un borbotón de oscuridad. La muchedumbre esperaba entre murmullos, risas, bromas y comentarios. Hasta que surgió de la penumbra el Cristo de la Vega, portado a hombros por cuatro fornidos mozos de la localidad. Una imagen antigua, tallada en madera, de Jesús crucificado, que también se estremeció al sentir la luz de la mañana. Estallaron los primeros cohetes en el cielo, tres impactos netos tras tres nubecillas de humo blanco. El párroco repartió velas amarillas a sus feligreses, los velones de todos los años. La gente se colocó como era costumbre y comenzó la procesión por las calles empedradas del pueblo.
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MI PRIMER GRAN VIAJE AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTÍN. Escrito del 7 de febrero al 15 de marzo de 1975. 16 años.
A mis tíos Prudencio y Lea Álvarez, que hicieron posible esta ilusión.
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CAPÍTULO PRIMERO Tenía 15 años y en junio había concluido con éxito el quinto curso de Bachillerato. Aprovechando que mi tío Rufo Álvarez y su esposa Lola se encontraban de vacaciones en Béjar, junto a sus cuñados Yoyo Nonniez (Núñez) y Renée, mis padres me organizaron un viaje a Francia, como premio y para que pudiera practicar el idioma, pensando en mi futuro, pues el trabajo escaseaba en Béjar y la emigración era una alternativa. Viajaría con ellos hasta Clermont-Ferrand, donde también vivían su hermano Prudencio Álvarez y su esposa Léa, mis anfitriones. Aquella mañana del 29 de julio de 1974 un nuevo horizonte se abría ante mis ojos, pero yo sentí miedo por cuanto se avecinaba. Acompañado por mis padres y hermanos, caminé, cabizbajo, hasta la Corredera, una plaza de donde salía “La Serrana”, el autocar con destino a Salamanca. Aún recuerdo las calles oscuras y solitarias, el piar alocado de los gorriones cayendo como una lluvia ruidosa y alegre. Era un hermoso día de verano, con un cielo tan azul que invitaba a soñar. Después, sentí una íntima confusión y todo empezó a arremolinarse. Las acacias, los plataneros de sombra, las fachadas y los transeúntes parecían fijarse en mí y captar mi tristeza. En efecto, era yo quien debería marcharse y no otro. Mi padre adquirió los billetes en el “Novelti”, un bar próximo, y el conductor hizo lo últimos preparativos para la partida. Mis parientes concluyeron su conversación sobre la úlcera de estómago y alguien me ayudó a meter las maletas. Luego me rodearon y aprecié un instante de tensión. Mis abuelos, Pedro y María Antonia, la tía Teresa, los tíos Cándido y Eusebio, mi primo Pedro Maudo y mis hermanos Javi, Melchor y Mayte, me besaron en silencio. No hubo dudas: era yo el que se marchaba.
Recogí y guardé las pequeñas sumas de dinero con las que me
obsequiaron los mayores y subimos al autocar. Dentro olía a gasoil y tabaco. Por la ventanilla contemplé el Parque impregnado por el sol de la mañana y a dos ancianos
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charlando apaciblemente. Rufino se sentó a mi lado. Sentí la arrancada súbita y potente. Miré al grupo de personas que agitaban las manos en señal de despedida y que pronto desaparecieron. Atrás quedaron los montes, tantas veces recorridos: castañares y robledales bajo el perfil quebrado de las cumbres de la sierra. Siguió una conversación amena y una llanura interminable con encinas, retorcidas como mi dolor, y el gran vacío del cielo sobre las tierras rojizas y arcillosas. Anotaba en mi cuaderno los pueblos que cruzábamos, con la idea de recomponer, en un mapa, el itinerario del viaje emprendido. Escribiría un diario para no olvidar. Una hora más tarde, divisé, desde un altozano, las torres poderosas de las catedrales de Salamanca y pensé en su esqueleto de piedra tallado con imágenes de ángeles, demonios, santos, deidades... Cuando crucé el Tormes por el Puente Nuevo supe que la aventura era imparable. Nos trasladamos a la estación del ferrocarril en taxi. Entre la multitud presente percibí una confusión aún mayor, pues el ruido ambiental se incrementaba con los continuos avisos de la megafonía y el silbido de las locomotoras. Los viajeros circulaban en el aparente caos esquivándose y acarreando su equipaje. Mientras nos expedían los billetes, me entretuve mirando varias revistas. Nunca antes había visto a tantos jóvenes extranjeros juntos, me llamó la atención que esperasen recostados en el suelo, entre sus bolsos y maletas. Luego subimos al tren con destino a Hendaya, al parecer una población fronteriza. Aquella máquina me pareció un enorme gusano metálico. Ocupamos un departamento libre en un vagón de segunda clase y me acomodé pensando en los casi 1.500 kilómetros de viaje: una locura. Mis padres, Melchor y Teresa, convirtieron la despedida en un funeral, con el tren en marcha me besaron precipitadamente y saltaron a tierra. No olvidaré su tristeza ni su contorno entre el humo y la niebla gris de la mañana, ni su pequeñez en la grandiosa estación.
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Desde este momento, Rufo comenzó a hablarme en francés, pero yo no comprendía casi nada y le contestaba en castellano. Llegamos a un acuerdo: hablar en el idioma del país donde estuviéramos. A mediodía, comimos la comida que llevábamos en el mismo vagón, sobre un soporte extraíble que hizo las veces de mesita y utilizando platos de plástico. Pasé la tarde asomado a la ventanilla, viendo el árido paisaje de la meseta castellana, sus tierras incultas y resecas, algunos pinos resineros de troncos inclinados y aldeas míseras en la lejanía. Mientras la corriente de la velocidad revolvía mis cabellos, miré de reojo a los pasajeros del corredor: varias turistas inglesas rubias, tres emigrantes portugueses y uno marroquí, aproximadamente de mi edad, su expresión era sombría bajo sus cabellos oscuros y rizados. Junto a mí y como yo, miraba por la ventanilla, mientras se fumaba un cigarro y sujetaba, entre los pies, un hatillo de tela sucio; iba sólo y el humo desfiguraba sus ojos negros. Pensé en los emigrantes, en las circunstancias que obligan a abandonar el propio país para buscar una vida mejor. Unos viajábamos por placer y otros por necesidad. Así les sucedió a mis tíos de Francia, hace ya muchos años, y a otros parientes que se fueron a Holanda y Suiza porque en Béjar no encontraban trabajo. La crisis textil arruinó demasiadas fábricas en poco tiempo y el paro golpeó a muchas familias, dejándolas en la miseria, forzadas a labrarse un porvenir lejos de la villa. Los jóvenes tampoco teníamos el futuro asegurado y, tarde o temprano, tendríamos que abandonar aquel hermoso nido entre cumbres. Mi tío Prudencio, hermano de Rufino, fue encargado de la Michelín en Clermont-Ferrand y empleó a bastantes españoles en la factoría de neumáticos; mi padre pensó en esa salida para mí, si suspendía los estudios, por eso era importante aprender el francés. Al final de la tarde cesó el bochorno y el paisaje se vistió de verde. Me abrigué con mi chaqueta de tergal, pues la llovizna me salpicaba a través de la ventanilla. Rufo me dijo que estábamos en el “País Vasco”. En un transistor próximo sonaba una canción de
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Roberto Carlos: “el gato que está triste y azul”. Cerré la ventanilla y vi, deformados por los goterones que se deslizaban sobre el cristal, montes empinados, pinares frondosos, prados de hierba recién segada y caseríos como palomas entre la niebla. Me sorprendió la noche escrutando moles imprecisas, pueblos luminosos que cruzaban fugaces y desleídos en el chaparrón, estaciones grasientas y estrellas entre nubes… El silbido de la locomotora en los túneles me devolvía, de cuando en cuando, a la realidad: cada vez más lejos de casa y más cerca de lo desconocido. Me zumbaban los oídos del traqueteo continuo y monótono. Cuando llegamos a San Sebastián, la noche era densa como una mancha de aceite. Al cesar el movimiento tren, abandoné mis tinieblas. De su estación sólo percibí la negra estructura metálica y algunos carteles propagandísticos, mal iluminados, escritos en una lengua ajena. Al reiniciar la marcha, más adelante, descubrí sus hermosas mansiones y los reflejos temblorosos de los barcos en el agua. Era la primera vez que veía el mar. Un mar sin colores, pero con un aroma inconfundible, penetrante y húmedo. Al circular por las cercanías del puerto de Pasajes, descubrí los perfiles de enormes grúas, camiones de carga, contenedores, montones de chatarra y grandes barcos atracados como fantasmas en la oscuridad. Me acomodé en el asiento, cansado por tantas horas de viaje y estuvimos hablando de Béjar. Desde el pasillo, una señora nos preguntó si llegaría a París antes del amanecer. La gente se incorporó, comenzó a reunir su equipaje y algunos se agolparon frente a la salida. El tren se detuvo en Hendaya, final del trayecto. Cogí mi maleta y descendimos al arcén. Aquella estación era un túnel sombrío, aparentemente sin salida. Cuando me supe en la frontera, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Miré a través de la alambrada para descubrir lo que había más allá, en la otra parte. Me puse en la fila, detrás de mis tíos, y me acerqué al puesto de control con el pasaporte en la mano derecha y cierto temor en mi rostro. Un gendarme
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lo recogió, miró la fotografía y me dijo algo que no entendí. Menos mal que Rufino acudió en mi ayuda y resolvió la situación. Sobre el inmaculado documento estamparon el sello de entrada. Unos pasos más adelante, otro gendarme nos detuvo con el propósito de registrar nuestras maletas. Rufo fue policía aduanero, mostró el carnet que lo acreditaba, se saludaron y cruzamos sin más incidentes a Francia. Subimos al tren con destino a Bourdeaux (Burdeos). Los primeros compartimentos estaban ocupados por emigrantes portugueses. Recorrimos varios vagones, con la maleta apoyada en la rodilla y el muslo, hasta encontrar tres vacíos. Mis compañeros ocuparon dos y se echaron a dormir. Entonces me quedé solo, me tendí sobre un asiento y me arropé con mi chaqueta. Intenté conciliar el sueño. Me sentía agotado. En el compartimento de enfrente, viajaba una pandilla de jóvenes franceses, que no paraban de bromear, reír y canturrear. Cerré los ojos y escuché el traqueteo monótono de las ruedas sobre los raíles. Traté de imaginar cómo sería el paisaje que cruzábamos. Al poco rato, los muchachos salieron a dar las buenas noches a los viajeros del vagón; así irrumpieron donde yo estaba, pero no respondí a sus palabras, simplemente me hice el dormido. Cuando se marcharon, me incorporé, descorrí el visillo y estuve contemplando los bultos de la noche deformados por la velocidad: luces lejanas, sombras oscilantes como péndulos; falsas estrellas fugaces… Escuché conversaciones en un idioma extraño, sonidos débiles que brotaban de labios anónimos, casi imperceptibles; y me recorrió un bienestar inexplicable como si fuese una crisálida. Llegamos a Burdeos. Los adolescentes vecinos se despidieron entre besos, lágrimas y abrazos. Una pareja se quedó abrazada en el andén, no querían separarse y lloraban sin pudor ni consuelo. Me emocionó comprobar que aquí no se ocultaban los sentimientos. En Béjar no se hubiera entendido que un joven llorase en público.
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Rufo se acercó a mí y me dijo: -Anoche te invitaron a unirte a su fiesta… -No les comprendí – contesté diciendo la verdad. En el aire de la noche flotaba un denso humo gris, quizá fuese niebla. Por debajo de las puertas huían reflejos de luz agónica. El próximo tren a Clermont-Ferrand saldría dentro de tres horas, por lo que dejamos el equipaje en consigna y nos fuimos a pasear por la ciudad. Nunca oí un sonido tan vacío como el resonar de nuestros pasos sobre los adoquines de aquellas calles oscuras y solitarias. Rufo conocía un restaurante que no cerraba nunca y nos sentamos en la terraza, cerca de una mesa en la que cuatro soldados jugaban al póker. A pesar de la hora, el local estaba abarrotado y desayunamos café con un croissant que me vino de perlas. Nunca antes había visto estos dulces tan sabrosos, pero su forma me extrañó. Luego transitamos por calles tenebrosas y húmedas, ya que el asfalto reflejaba la luz rojiza de las farolas como si fuesen llamas invertidas. En uno de los muros sucios, escrita con grandes letras rojas, leí la frase “¡Franco, asesino!”. -¡Eso no es verdad! –dije indignado. -¡Si lo es! –respondió Rufo-. ¡Cómo todos los dictadores fascistas...! Entonces nos enzarzamos en una fructífera conversación sobre el significado de los totalitarismos en Europa y del régimen del Generalísimo en España. -A nosotros nos enseñaron que Franco puso orden en una España intolerante, caótica y violenta, donde los “rojos” quemaban las iglesias y asesinaban a los sacerdotes. Así arruinaron la de “El Salvador”, en Béjar; aunque mucho peor fue lo que hicieron a mi tío “el Santo”, Lorenzo Cosmes Martín, uno de los muchos religiosos torturados y asesinados en un convento de Madrid por no renunciar a su fe en Jesucristo.
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-En todas las guerras se cometen atrocidades –aseguró con tristeza– pero la Guerra Civil Española fue una locura, porque locura fue que los hermanos se asesinaran. Yo participé en la Segunda Guerra Mundial y sé de qué hablo. Estuve prisionero de los alemanes, hasta que conseguí escapar… Ojalá tu generación no conozca más guerras… Rufo me esbozó su duro pasado y me exhortó a luchar sin rendirme ante las adversidades con las que, tarde o temprano, nos golpea la vida. Recorrimos una avenida desierta, que terminaba en el puerto. Allí percibí la humedad salada del aire, el aroma de las algas marinas y el océano, negro como el azabache, tras las luces de las embarcaciones amarradas y de las tascas. Escuché el golpe de las olas despedazándose contra el muro y creí adivinar, asomado a la penumbra, la espuma blanca y las gaviotas en mi imaginación. Regresamos al pequeño restaurante y desayunamos otra vez. El paseo nos había abierto el apetito. Entonces me alegré de haber emprendido aquel viaje y recobré la confianza en mí mismo. Terminó la escala nocturna y regresamos al ajetreo de la estación: viajeros con su equipaje, algunos durmiendo en los bancos o en el suelo, el sonido de los altavoces, los horarios, los trenes entrando y saliendo como monstruos envueltos en su aliento maloliente y pardusco, bajo la inmensa bóveda formada por un entramado de hierro y cristales ennegrecidos, que ensuciaban la luz del amanecer. Tomamos el tren con destino a Clermont-Ferrand, un moderno ferrocarril, pintado de verde y amarillo, con el suelo enmoquetado y asientos más cómodos. Cuando salimos de la enorme jaula ya era de día. Mientras cruzábamos uno de los puentes vi, por fin, el mar; gris bajo un cielo de tormenta salpicado de gaviotas.
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A las nueve sentí los primeros síntomas de mareo. Me tomé dos pastillas para contrarrestarlo, pero fue inútil. Entré al servicio y vomité varias veces. Yoyo trabajaba en una farmacia y me proporcionó un remedio, según él, infalible, pero aquel potingue amargo tampoco hizo efecto. Como último recurso, me encerré en el lavabo dispuesto a concluir allí el viaje. Entre vómito y vómito, me miraba al espejo para sugestionarme, lavaba mi cara pálida como la cera y mojaba, una y otra vez, la nuca con agua fresca. En la imagen reflejada reconocí a un muchacho delgado, con el cabello revuelto y un aspecto lamentable. Me peiné por parecer mejor. En mi cabeza se repetían dos preguntas: “¿quién eres?, ¿qué haces aquí…?” Por suerte, el tren se averió, nos detuvimos y paseamos media hora bajo la lluvia. En una estación próxima hicimos, nuevamente, transbordo. El nuevo ferrocarril vino repleto de viajeros y yo, todavía nauseabundo, me senté sobre la maleta hasta que quedó un asiento libre. Miré por la ventanilla y descubrí un paisaje con nogales y campos de cereales en sazón, amarillos y castigados por la lluvia. Yoyo se acercó a mí para mostrarme las pistas de prueba de la Michelín y los primeros edificios industriales de Clermont-Ferrand, eran las trece horas.
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CAPÍTULO SEGUNDO
Cuando descendí del tren, me pareció que el suelo se movía y un chubasco fino cristalizaba los edificios. Rufo telefoneó a Prudencio y vino a buscarme en su automóvil, acompañado de su sobrino, algo más joven que yo, llamado Laurent. Me dio la bienvenida y me despedí de mis compañeros de viaje, agradeciendo sus atenciones. De camino al domicilio, hablamos en francés sobre las incidencias del desplazamiento. Vivía en un hermoso edificio, con jardín privado, al que se accedía por una pequeña escalinata, en la que Léa me recibió. En los pasillos lucían tiestos con enredaderas en las que se mecían pajaritos de trapo. Subimos al tercer piso. Nos esperaba Courinne, la hermana de Laurent, de aproximadamente mi edad. Léa había cocinado una tortilla de patatas, por si yo extrañaba la comida española, pero no quise comer ni beber, porque el estómago no hubiera admitido nada. Agradecí el detalle y solicité retirarme a descansar. Léa me mostró mi dormitorio. Rebusqué el pijama en la maleta, me lo puse y me metí en la cama. Aún recuerdo lo suaves y perfumadas que me parecieron las sábanas y el bienestar que recorrió mi cuerpo maltrecho. Ni siquiera utilicé la almohada, apoyé la cabeza sobre dos cojines de adorno, verdes y ásperos. Fue maravilloso. Caí en un plácido agujero sin fondo y soñé con estaciones sombrías, andenes interminables, rieles relucientes, locomotoras ruidosas y grasientas, envueltas en un vapor blanquecino, y vagones con emigrantes tristes. Me desperté sobresaltado por un fuerte trueno. Miré el reloj. Había dormido diecisiete horas de manera ininterrumpida. Me acerqué a la ventana y oí el golpear de la lluvia en los cuarterones metálicos. Me vestí iluminado por los relámpagos. Al
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escucharme, entró Prudencio preocupado por mi salud y dispuesto a avisar al médico. Yo le tranquilicé, asegurándole que simplemente estaba cansado del largo viaje. Cuando Léa me preguntó qué prefería comer, respondí que mi ilusión era probar la comida francesa, con fama de exquisita. El salón comedor tenía en el centro una mesa grande de madera con sus sillas, dos cómodos sillones junto al rincón del tocadiscos y, enfrente, un aparador con un espejo. El suelo estaba enmoquetado. En las paredes colgaban varios cuadros de Melchor Cosmes, mi padre, alusivos a paisajes bejaranos, y otros de autores franceses pintados a espátula; además de una fotografía ampliada de la casa de campo de Saint Bonnet de Condat. Conocía a Prudencio y Léa porque varios veranos fueron a Béjar a pasar sus vacaciones y a conocer a la familia española. La casa donde vivíamos, en Barrio Neila número 20, perteneció a su madre, la señora Petra; cuando se marchó a Francia la cedió a mis abuelos Miguel Castaño y Teresa Álvarez. Por eso regresó a esta dirección, después de casi una vida ausente. Aunque Prudencio nació en Béjar, se había criado y vivido en el país vecino y se consideraba francés. Reforzaba este sentimiento haber convivido con Léa, francesa que no hablaba en castellano, aunque lo comprendía. Durante el curso me carteaba con ella, para mejorar mi francés escrito, pues era una mujer culta que corregía mis cartas y me daba consejos gramaticales. En ocasiones me envió sellos de Canadá, donde tenía familia, y de otros países tan exóticos como Túnez o Arabia Saudita. Por la tarde escribí a mis padres, dándoles noticias de mi llegada y buena acogida. Luego dispuse de tiempo para pensar. Saqué del bolsillo un poema escrito el día anterior a mi partida y lo releí. Me asomé al balcón y contemplé la niebla sobre los tejados y las
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calles mojadas. Regresé al dormitorio, vacié la maleta y organicé su contenido. Saqué la cámara de fotos, la vieja Kodac que el tío Diego “el Aviador” cambió a mi padre por un cuadro al óleo, puse un carrete en color, calculé el tiempo de exposición y la abertura del diafragma y me dispuse a plasmar la primera instantánea. Desde la ventana se veía, a mano derecha, la figura majestuosa del “Sagrado Corazón de Jesús”, con sus brazos abiertos; parte de un rosetón con vidrieras y las torres de la iglesia cercana, de estilo neogótico; enfrente y hacia la izquierda avisté hermosas mansiones pintadas de colores llamativos y cada cual con su jardín. Sobre la mesilla de noche, descubrí una fotografía enmarcada de Corinne y Laurent. Me senté en la cama y, en aquellos momentos de mágica intimidad, recordé a familiares y amigos, tan lejanos en la distancia, y recorrí, mentalmente, otras llanuras agostadas por el sol, con cardos y encinas retorcidos, esta vez buscándome a mí mismo, contento de haber emprendido aquella aventura. Después de la cena, recorrimos las principales avenidas de la ciudad en coche, porque aún llovía. Primero visitamos la catedral gótica: los santos de su pórtico dormían petrificados; sus torres, apenas perfiladas, perforaban la oscuridad de un cielo sin estrellas. A continuación, nos dirigimos al Jardín Botánico: recuerdo los troncos de los árboles, añosos y exóticos, alumbrados por las luces desvaídas entre la niebla densa. Vi altas coníferas, lánguidos sauces, palmeras y otras especies desconocidas para mí. Caminamos en la penumbra aspirando el aroma de la tierra mojada. Por un puente de madera accedimos al lago artificial con sus juegos de luces verdes, rojas, azules… Me acordé de las luciérnagas entre el cabello de las noches de verano. Al llegar a casa, advertí el daño ocasionado por la tormenta en el jardín. El suelo estaba tapizado por pétalos de rosas arrancados por la lluvia. Prudencio me dijo que le apasionaba ser jardinero en su tiempo libre y que madrugaría para arreglar los desperfectos.
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En el salón encontré un puñal de doble filo, con su empuñadura de madera, en la que distinguí varias palabras, escritas con un clavo en un idioma desconocido. Pregunté a Prudencio y me explicó que el arma fue tomada a un soldado alemán muerto por el padre de Léa y la frase decía “Dios está con nosotros”. Dudé que Dios se involucrara en los conflictos humanos. Sentí que las heridas de la Segunda Guerra Mundial permanecían abiertas en los franceses que la sufrieron. Prudencio me explicó que él luchó en el frente y también fue hecho prisionero por los alemanes y obligado a trabajos forzados, hasta la extenuación, reparando las carreteras que los aliados destruían con sus bombardeos. Su vecina hablaba cuatro idiomas, pues nació en Rusia, emigró a Polonia, durante la guerra fue deportada a un campo de concentración de Alemania y allí conoció a su marido de nacionalidad francesa. El destino hilvanó estas coincidencias sorprendentes, aunque con final feliz en el caso referido. Dormí bien. Por la mañana vino Laurent y salimos a dar un paseo en bici. Prudencio nos acompañó en su motocicleta. Nos acercamos a la zona residencial de la Michelín para visitar a “Memée”, la abuelita, la madre de Léa, una anciana viuda de cabellos grises y rostro afable, que, según me dijo, gozaba de una salud y un humor envidiables. Vivía en una casa individual de dos pisos, con jardín y huerta propios, delimitados por una valla de color verde claro y un seto de boj. Dentro de la casa nos esperaba Corinne. Salimos al exterior y nos mostró orgullosa los frutales y las flores que tenía sembrados. Después nos dio un jarabe dulzón, diluido en agua, que sabía a fresa. Laurent y yo fuimos a la panadería en bicicleta. Por la tarde visitamos el Museo de Historia Antigua, en el que se hizo realidad otra de mis aficiones, la Arqueología. Me ilusionó ver por vez primera numerosos objetos pertenecientes al Paleolítico, Mesolítico y Neolítico; estatuillas de bronce de la cultura celta; momias y otros restos egipcios; y antigüedades griegas y romanas. En la entrada
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del museo se exponía el anteproyecto en bronce del monumento a Vercingétorix, un héroe galo que se enfrentó a César en el año 52 antes de Cristo. Venció a los romanos en Gergovia, pero finalmente fue hecho prisionero y murió ejecutado en Roma. Aparecía sobre un pedestal soportado por seis columnas, con la espada y el brazo derecho en alto, en actitud hostil, a galope sobre su caballo, que saltaba sobre un enemigo muerto. De regreso, esta vez con luz a raudales, nos detuvimos en el Jardín Botánico. El aroma de la vegetación me recordó los melojares y castañares de Béjar. Los jardines lucían decorados con preciosos escudos y mariposas, que eran la suma de mil diminutas flores. En el lago, los cisnes nadaban entre nenúfares flotantes, como si fuese un cuadro impresionista. Poseía un pequeño zoológico con animales salvajes enjaulados y un palacete de rosas, con columnas de piedra, por las que trepaban enredaderas, imitando las ruinas de un templo griego, alrededor de una fuente semicircular con rosales en sus orillas; un conjunto maravilloso de colores y aromas. En el invernadero nos cruzamos con dos mujeres españolas. Prudencio me explicó que en Clermont-Ferrand vivían bastantes emigrantes españoles y se reunían los domingos por la mañana en la Plaza de Jaude. Recogimos a Léa y nos dirigimos al circuito de carreras de la Michelín, donde el campeón de Francia perdió la vida en un terrible accidente. Cerca de allí, estaba el Club de Golf, un edificio lujoso para socios adinerados y un campo de hierba muy cuidada con sus hoyos correspondientes. Estuvimos viendo, desde lejos, a un grupo de jugadores acompañados por los cadis, muchachos que les transportaban los palos y unos asientos portátiles, que clavaban en el césped para descansar. Me pareció un deporte extraño, pero tranquilo. Fuera, la gente se divertía jugando a la petanca, un juego muy popular en Francia que yo tampoco conocía. Laurent se incorporó a la partida para explicarme los
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fundamentos y sus jugadas fueron muy alabadas por los participantes. Prudencio y yo paseamos hasta un pinar cercano charlando sobre las setas comestibles, otra de sus aficiones. Fue muy grato sentir el olor de la resina y de la hojarasca húmeda. Después de la cena, me mostraron su colección de discos, algunos de cantantes españoles, pero yo preferí escuchar dos piezas clásicas de Strauss: “El Danubio Azul” y “Vino, Mujeres y Canciones”. Me enseñó a manejar el tocadiscos y me dio permiso para ponerlo cuando me apeteciera escuchar música. Era de noche cuando llegamos a la casa de Robert, el padre de Corinne y Laurent, un chalé situado a las afueras de la ciudad. Esta familia estuvo viviendo en Canadá. Laurent y yo subimos a su cuarto para jugar una partida de damas, pero no nos poníamos de acuerdo sobre las reglas. El comía hacia atrás y hacia adelante, pero en Béjar sólo se permitía comer hacia adelante. Laurent hablaba muy deprisa y me costaba comprenderle. Cenamos en el jardín, sentados en unos taburetes de plástico, cerca de la lumbre en la que Robert preparó patatas asadas y unos pinchos de carne, tomate y cebolla. Corinne me pedía con insistencia que tradujera diversas palabras francesas al español. Al final, Léa confesó a Robert mi afición por degustar cosas nuevas y su hermano me ofreció un queso completamente podrido, de Roquefort, muy picante al gusto aunque sabroso. En Francia eran muy aficionados a comer queso de postre, así descubrí el queso azul y el de Chantal, mis favoritos. Al día siguiente, por la mañana, visitamos a Rufo, Lola y Michelle, su hija con síndrome de Down. Su casa era la típica de un emigrante español, pues tenía la muñeca sevillana y adornaban las paredes un cartel de toros y otros objetos procedentes de España y de Argelia. Me llamó la atención un vergajo hecho con tendones de toro y rodeado de alambre. Rufo tenía un hijo policía y se mostró preocupado porque en una
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manifestación le rompieron los dientes de una pedrada. Una de sus aficiones era jugar a los “caballitos”, apostar en las carreras de caballos, y me dejó rellenar un boleto. Yo marqué los números 5, 8 y 13 (el día y el mes que nací más los dígitos de la mala suerte). Rufo me ofreció una motocicleta, si encontraba la forma de llevarla a Béjar. Era un medio de locomoción muy utilizado allí. Prudencio, el día anterior, me quiso prestar la suya para que diera una vuelta y se extrañó cuando le dije que no sabía conducirla. Incluso Laurent intentó enseñarme, pero a mí me pareció peligroso circular así y preferí desplazarme en la bici. Después de un rato de conversación, bajamos a la Plaza de Jaude, a entregar el boleto en un bar de apuestas donde se hablaba en castellano y los hombres bebían de pie, junto al mostrador. Por eso saben que somos españoles –me comentó Rufino–, los franceses se sientan a beber en las mesitas. Luego jugamos a la petanca con las bolas de Rufo y pronto aprendí a lanzar con puntería y malicia. Ya en el domicilio de Prudencio, Rufino nos dijo que había acudido al médico, pues continuaba con fuertes dolores abdominales, y éste le prohibió fumar y consumir bebidas alcohólicas. Se acordó de los cólicos que padeció durante sus vacaciones. Mi padre le acompañó a la consulta privada de un doctor afamado que, tras una exploración a fondo, le aconsejó realizar determinadas pruebas cuando llegase a Francia. (Meses después, fue diagnosticado del cáncer de colon que le causó la muerte). Rufino estuvo en Béjar con el amigo de su niñez, apodado “el Perrito”, al cual reconoció en la Corredera por una cicatriz.
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Por la tarde fuimos a recoger a Corinne para visitar el Puy de Dôme, un antiguo volcán inactivo desde el que se divisaba una panorámica impresionante: ClermontFerrand ocupaba el corazón de la llanura, rodeado por varios volcanes con cráteres bien visibles aún. A orillas del camino, encontré pensamientos silvestres. Más tarde, visitamos el templo de Mercurio, unas ruinas romanas que conservaban la escalinata y algunas columnas deterioradas en el transcurso del tiempo. Desde la torreta de las antenas de la televisión de la Auvergne, a modo de mirador, pues disponía de un panel donde figuraba el nombre de colinas y pueblos, oteé la comarca con los prismáticos de Prudencio. El Puy de Dôme tiene una pendiente muy pronunciada, conocida por los aficionados al ciclismo porque en su cumbre suele acabar alguna etapa del Tour de Francia. Al pie de la montaña, nos detuvimos en la Gruta Taller, construida con bloques de lava, acogía en su interior una magnífica colección de minerales, algunos cristalizados en geodas. Supe distinguir el azufre, la galena, el cuarzo de distintos colores… Pero lo que más me impresionó fue la uranita, porque emitía una fosforescencia de color verdosa como si la roca latiera en la oscuridad. En la sección taller se confeccionaban y vendían collares y otros adornos con piedras semipreciosas. Prudencio me regaló una hermosa amatista sobre una gamuza. Después fuimos al lago Aidat, que ocupa el cráter de un antiguo volcán. En aquel paraje de recreo veraneaban muchas familias. Rodeaban sus orillas extensos bosques de abetos gigantescos y su verdor rutilante reflejado en las aguas deslumbró mis ojos. Descubrí una naturaleza espléndida, tan distinta de la llanura castellana, desértica bajo el sol o como un mar de trigo salpicado de amapolas y golondrinas. A pesar de ello, me sentía orgulloso de Castilla, mi patria.
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Las orillas del lago estaban llenas de bañistas, pues el día invitaba al baño. En el embarcadero, Prudencio y yo alquilamos una barca de pedales; y Léa con Corinne, otra; subimos y nos adentramos navegando sobre las aguas transparentes como un espejo donde se reflejaban los árboles del entorno y el cielo azul. Después, Corinne me regaló bombones. Era amable conmigo, pero yo aún no comprendía bien el francés, por eso procuraba hablar lo menos posible, un tanto avergonzado por mi ignorancia y mi timidez. Atardecía camino del “Plateau de Gergovie”, una colina gris donde las tribus galas, capitaneadas por Vercingétorix, derrotaron a los romanos. En el lugar de la batalla han erigido un monumento que conmemoraba la victoria. Fue construido en 1900 con piedra de Volvic y constaba de tres enormes columnas unidas en lo alto mediante una llamativa cúpula. La base era una plataforma a la que se accedía por empinadas escalinatas. En el frontal lucía una placa de mármol con un texto en latín, que traduje al francés a petición de Corinne. Léa quedó impresionada por la rápida y correcta traducción y yo le expliqué que en España estudiábamos latín en el Bachillerato, un idioma bastante parecido al castellano. En los alrededores, como ambientación de la batalla, había carros romanos oxidados, catapultas y máquinas de guerra de la época, junto a restos de fortificaciones ruinosas. De regreso, nos detuvimos en el centro comercial “Mammouth”. Prudencio me compró una cazadora de cremallera, más moderna que mi chaqueta de traje, y un libro escrito en francés titulado “L’Auvergne”, de Georges Conchon, para que practicara la lectura y conociera mejor la comarca. Era la primera vez que entraba en un hipermercado y me sorprendió que se vendiese tan variada cantidad de artículos. Como decía Prudencio, allí se podía adquirir desde una bolsa de patatas fritas a un yate.
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Cenamos en el autoservicio. Volvimos al domicilio de Robert a tiempo para celebrar el cumpleaños de Laurent. La noche estaba fresca y las risas huían a esconderse entre las flores recién regadas. Suzanne, su esposa, nos sorprendió con dos tartas: una de fresas y otra de piña; pues, según me explicó, también festejábamos mi cumpleaños, aunque con dos días de antelación. Ambos apagamos las velitas casi al mismo tiempo y luego brindamos con auténtico champán francés. “Memée” sonreía feliz. Al oír el silbido del tren, Laurent y yo corrimos al paso a nivel para verlo cruzar. La barrera ya estaba cerrada y saludamos al ferroviario. Una lucecita lejana se fue acercando y creciendo, acompañada de un traqueteo cada vez más intenso de sobra conocido. La locomotora nos pasó tan cerca que yo me estremecí al ver sus grandes ruedas metálicas girando como un torbellino que amenazaba con tragarnos. Quedó una estela de luz azul en las ventanillas e imaginé pasajeros cansados. Corinne me dio un beso de despedida. Laurent me regalo, como recuerdo, varias monedas de Estados Unidos y Canadá. A cambio, yo le prometí enviarle, a la vuelta, algunas monedas españolas para su colección. Suzanne anotó mis señas y prometió escribirme. Al día siguiente se marcharon de vacaciones a la Costa Azul y, aunque recibí sus cartas, nunca más volví a verlos. El día 4 de agosto amaneció despejado y radiante. Por la mañana, fuimos a visitar a Yoyo a su farmacia y me enseñó el laboratorio. Disponía de numerosos tarros, ordenados en vitrinas, con las sustancias químicas usadas para elaborar sus fórmulas magistrales y una báscula de precisión para pesar los componentes. Yoyo disfrutaba con su trabajo y ayudando a los demás. Estaba orgulloso de haber progresado gracias al estudio y a la dedicación personal.
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Después entramos en “Notre Dame du Port”, una iglesia románica de los siglos XI y XII, la más antigua de Clermont-Ferrand; a destacar el tímpano; los capiteles de sus columnas, ornados con motivos vegetales e historiados; y la oscuridad interior, que invitaba al recogimiento y a la oración. Me sorprendió que cobrasen por visitar la iglesia y vendiesen postales en su interior. Chocaba con la idea de una casa de Dios con las puertas siempre abiertas a todos sus fieles. Sin embargo, en Francia era habitual, porque los sacerdotes no recibían un sueldo del Estado. Prudencio aseguró conocer a un cura que había trabajado para la Michelin. Al salir del templo, me compró varias postales, para que las coleccionase y recordara los lugares visitados. Cruzamos el mercado y nos dirigimos, caminando, a “Notre-Dame” de Clermont-Ferrand, la catedral, construida con piedra de Volvic, bello y grandioso monumento cuyas dos torres puntiagudas se elevaban sobre los demás edificios incrustándose en el cielo. De la sobriedad y tenebrosidad del románico, pasamos a la altura y claridad del gótico, con un rosetón y unas vidrieras donde la luz era pura fantasía de colores. Por la tarde recogimos a “Memée” y fuimos a al viaducto de Fades, uno de los más altos de Europa. Fue construido sobre el río Sioule, para servir de paso al ferrocarril con destino a Montluçon. Obra del ingeniero Vidard, en 1901. Constaba de dos gigantescos pilares de piedra sobre los que se apoyaba la estructura metálica. Cerca existía una enorme presa rodeada de bosques. De regreso, nos detuvimos en Chatel-Guyon, bella ciudad conocida por sus balnearios y sus manantiales de agua medicinal, indicada en las enfermedades intestinales y hepáticas. Me acerqué a una fuente, bebí un trago y comprobé que salía tan caliente y con un sabor tan amargo que fui incapaz de tragar. Las calles estaban muy concurridas, principalmente por personas mayores. Paseamos hasta el Casino y en su jardín, bajo frondosos árboles, en un palacete rodeado de rosales, asistimos a la
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actuación de un músico al piano, acompañado por un niño al violín y una niña de voz angelical. Después, visitamos Volvic, famosa por sus canteras y sus fuentes termales, beneficiosas para el sistema cardiovascular. Aquí embotellaban el agua para su comercialización. Nos acercamos hasta la factoría, pero no nos dejaron entrar en las instalaciones. En las oficinas nos dieron a probar diversas bebidas elaboradas con aquella agua medicinal. Recogí, de recuerdo, algunos trozos de lava. Ya en Clermont-Ferrand, nos dirigimos a la casa de Yoyo, que me sorprendió con una segunda fiesta de cumpleaños, en compañía de Renné, su mujer; la señora Ribery, su suegra; Rufo, Lola y Michelle. Yoyo me prometió en Béjar regalarme un libro sobre la Segunda Guerra Mundial, como premio por lo mucho que yo sabía del tema, pero al final me regaló otro titulado “L´Espagne” de la colección “Monde et Voyages”, de la editorial Larousse. En la primera hoja, junto a una foto de varias sevillanas con el traje típico andaluz, montadas a caballo, en la Feria, puso: “Clermont-Ferrand el 4 de agosto de 1974. En recuerdo de tu cumpleaños 16, pasado en Francia y con alegría de estar todos juntos.” Y debajo firmamos los presentes, aunque Rufo firmó como Francisco y Léa Álvarez, pues aquí las mujeres adoptan el apellido del marido cuando se casan. También hubo tarta con velitas y champán. Luego, Yoyo me dejó sus prismáticos para que avistara el aeropuerto cercano, desde una de las ventanas, y estuve viendo aterrizar y despegar los aviones.
El día 5 de agosto cumplí 16 años. Nos amaneció en la carretera, camino al Puy de Sancy. Atravesamos extensos pinares y campos donde crecían frambuesos. Hicimos una
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parada para que viera una pared de basalto formando columnas prismáticas, como si fuese un gran panal de abejas. Otro ejemplo de la actividad volcánica en el pasado. Luego nos detuvimos en Orcival, una población típica, con una iglesia románica erigida en el siglo XII, que fue destruida por los revolucionarios y por un terremoto, aunque se reconstruyó siguiendo los planos de la época. En su interior guardaba una imagen de cobre y plata, la Virgen de Orcival, de estilo románico. Todos los años se celebraba una romería hasta un monte cercano. En la fachada exterior pendían las cadenas y los grilletes herrumbrosos de los cautivos liberados. Mont-Dore, nuestro siguiente destino, era una estación para los amantes de los deportes de la nieve. La ciudad se extendía a los pies del Puy de Sancy, una cumbre de 1.886 metros de altitud, formada por la explosión de tres volcanes. Subimos a la plataforma y Prudencio sacó del maletero una mesita portátil y tres sillas plegables, que instalamos en la hierba. Cerca de nosotros, un grupo de soldados franceses hacían maniobras. Comimos sobre un prado rutilante plagado de incontables florecillas alpinas de color amarillo. Soplaba un viento desapacible. Por la altura iban y venían los teleféricos. En la puerta del bar cercano, vi un perro de San Bernardo, igualito al de la Enciclopedia de Ciencias Naturales, pero sin el recipiente de ron. Me impresionó su enorme tamaño y su corpulencia. Prudencio compró tres billetes para ascender a la cumbre en teleférico y me preguntó si tenía miedo. Le respondí que no, aunque no fuese cierto. Montamos en la cabina con otros valientes, pues aquel aparato colgaba de un cable y, francamente, parecía inseguro. Durante la ascensión, todo se iba reduciendo de tamaño. A medio camino, me atenazó el vértigo y cerré los ojos para no ver el suelo. El fuerte viento nos bamboleaba. Cuando bajé y pisé, otra vez, la hierba, sentí un inmenso alivio.
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Recorrimos a pie el tramo final, hasta la cima, por una pradera en pendiente, de un verde rutilante y esmaltado de flores multicolores, bordeando el precipicio. Desde arriba, la panorámica me pareció extraordinaria, pues avisté el valle labrado por un antiguo glaciar. Luego, nos tumbamos sobre la hierba perfumada para contemplar la inmensidad del cielo y recuperar el aliento. Camino de la Bovoule, nos detuvimos en un claro del bosque, donde vimos instalado un tobogán de saltos de esquí. Como no había nieve, cubrieron la pista de un material resbaladizo. Se celebraba una competición y nos impresionó ver a aquellos muchachos volando por los aires, jugándose la vida… La Bovoule es una población famosa por sus manantiales, cuya agua es beneficiosa para la garganta. Aquí residían los suegros de Roland, el único hijo de Prudencio y Léa. Visitamos su barbería y paseamos por un jardín próximo. Ya en Clermont-Ferrand, Léa preparó un enorme pastel y volvimos a celebrar mi cumpleaños junto a Rufo, Yoyo y sus respectivas familias. A Rufino le encantaba hablar de España. Recordaba con emoción sus últimas vacaciones en Béjar. Prudencio guardaba varias botellas de vino de calidad para ocasiones especiales y descorchó una para que yo lo degustara. Doy fe de que el vino francés es uno de los mejores del mundo y también su coñac, del que probé un único trago. Léa cocinaba muy bien y durante mis vacaciones degusté sus guisos exquisitos. En Francia era costumbre alabar a la cocinera y dar las gracias cuando te servían la comida.
El miércoles, 6 de agosto, nos trasladaríamos a la casa de campo, en Saint Bonnet de Condat, una aldea situada en la región de Cantal, famosa por sus vacas y sus quesos; allí pasaríamos el resto de las vacaciones, hasta el 14 de agosto.
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Por la mañana estuve recogiendo mis pertenencias y dejé lista la maleta. Luego acompañé a Prudencio a las oficinas de la Michelín para formalizar el seguro de viaje. Las aceras de la factoría estaban abarrotadas de bicicletas, porque muchos obreros las utilizaban como medio de locomoción para acudir al trabajo. Permanecimos allí media hora y me presentó a varios españoles y portugueses. Por la tarde, nos pasamos a recoger a “Memée”, que vendría con nosotros. Ya de camino, hicimos una parada en el lago Pavin, a 1.197 metros de altitud. También ocupa el cráter de un volcán extinto. Asegura la leyenda que bajo sus aguas yace la ciudad de Besse, lugar de placeres y corrupción; sus habitantes desafiaron a los dioses y fueron sepultados como castigo. Sus aguas son muy frías y en los inviernos permanecen heladas. Cantal es una comarca montañosa de origen volcánico. En la campiña existen abundantes prados y un tipo de caserío muy típico con el tejado de escobas. Durante el viaje, el cielo fue cubriéndose de oscuros nubarrones, aunque cuando llegamos despejó, deleitándonos con un rojo crepúsculo. Atravesamos el pueblo con rapidez y nos detuvimos en una casa rústica, vieja pero reformada. Hallamos la puerta abierta y entramos. La vivienda estaba dividida en dos, una parte pertenecía a “Memée” y la otra a Pierro, un primo de Léa alto y delgado, al contrario que su mujer. Los pisos eran de madera. En la planta baja tenía la cocina, que también servía de comedor, y un dormitorio que me asignaron. En el piso superior había otro con dos camas y un armario. Embellecían las paredes varias fotografías y dibujos coloreados a la acuarela. Cenamos y me fui a dormir. Deshice la maleta, me puse el pijama y colgué varios pantalones en las perchas del armario, el resto de las cosas no las moví. Sobre la mesilla me habían dejado una linterna por si necesitaba salir al servicio, situado en el sótano, al
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que se accedía por detrás de la casa. Nunca dormí en una cama tan grande y bajo unas mantas tan pesadas, aunque la encontré blanda y confortable. Estuve pensando un rato, hasta que me rindió el sueño.
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CAPÍTULO TERCERO
Cuando desperté, me di cuenta de la existencia de una ventana, a través de la cual entraba el sol hasta mis pies, mezclado con los trinos de los pájaros y el rumor del agua de un arroyo próximo. Desayunamos y fui con Prudencio a comprar el pan. La casa tenía una cerca de color verde y un alto ciprés, que proyectaba su sombra picuda sobre el tejado de pizarra. La propiedad estaba rodeada de fresnos. Para llegar al pueblo tuvimos que cruzar sobre un puentecillo de madera. Las calles estaban sin asfaltar y en el centro de la plaza se erigía un monumento a los caídos en la guerra. Algunos hombres jugaban, apasionadamente, a la petanca. Como era una aldea pequeña, los vecinos se conocían, se saludaban y se paraban a charlar unos con otros. Todos se interesaban por quién era yo y Prudencio les respondía, orgulloso: “es mi sobrino de España”. Aquellos días vestía ropa más vieja, especialmente un jersey gris prestado, de una talla superior y unas botas katiuskas de goma, para salir al campo sin la preocupación de donde pisaba. Por las mañanas, Prudencio y yo nos internábamos en el bosque, cada uno con una lechera de metal, y recogíamos frambuesas, cerca del río. En aquellos parajes húmedos y de alta hierba abundaban las víboras, para evitar su mordedura accidental al pisarlas, íbamos protegidos con botas altas. Aunque los frambuesos carecían de espinas, prosperaban cerca de las ortigas, lo que nos obligaba a ser muy cuidadosos en la faena. Léa elaboraba mermelada y licor con las frambuesas que recogíamos. Los franceses eran muy aficionados a las conservas. Gracias a las enseñanzas de Prudencio durante los paseos campestres, aprendí a reconocer otras frutas comestibles del bosque, como las fresas silvestres, más pequeñas, aromáticas y sabrosas; las bolitas azul negruzcas de los
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arándanos; las grosellas rojas y los “ballons”. Especies, hasta entonces, desconocidas para mí, pues no crecían en la campiña bejarana. Por la tarde caminábamos hasta una pesquera, construida artificialmente con cantos rodados, a modo de presa, donde los vecinos se bañaban o se entretenían en pescar truchas a mano o con caña. Era un río similar en tamaño y profundidad al Cuerpo de Hombre, aunque de un fondo muy liso y resbaladizo, por ser de una roca sedimentaria. No quise meterme en el agua por miedo a caer. En aquel paraje, a la sombra de los alisos y los álamos, disfrutábamos de frescura y tranquilidad en las tardes de verano, no tan calurosas como en España.
El día 9 de agosto, viernes, amaneció con el cielo encapotado y una llovizna insistente embarró las calles de la aldea. Casi toda la mañana la pasé en casa, escribiendo a mis padres y pasando a limpio las notas que iba escribiendo en mis ratos de ocio. Luego leí en un volumen de comic escrito en francés y comprobé mis avances sorprendentes. Ya entendía casi todo lo que me decían e incluso me sorprendí a mí mismo pensando y soñando en ese idioma. La lluvia no fue impedimento para que, a mediodía, nos pusiéramos los impermeables y saliéramos a buscar unos hongos, delicados y muy aromáticos, que llaman “musteron”, abundantes en las márgenes de los caminos. Anduvimos varios kilómetros, a lo largo de la carretera, e hicimos un buen acopio. Llegamos hasta un caserío donde elaboraban quesos de Cantal. Por la tarde volvimos al campo, bajo la lluvia. Prudencio me dijo que, cuando la caminata fuese a ser larga, consiguiera una vara donde apoyarme, a modo de bastón, y así hacíamos. También nos servía para abrirnos paso en la maleza y ganarnos el respeto
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de los perros. Mi tío, al saltar una alambrada, se desgarró el pantalón, hiriéndose en un muslo. No por ello regresamos. Fuimos hasta un bosque de hayas a buscar una especie de hongo delicioso que sólo crece bajo estos árboles. Fue muy agradable pisar sobre la hierba húmeda y la hojarasca, buscando y descubriendo aquellos manjares. Prudencio era un experto conocedor de las setas comestibles y las recogía de muchas especies, incluso algunas que yo creía venenosas. Me explicó que la mayoría de las setas se pueden comer, pero que muchas no tienen buen sabor o su textura es áspera al paladar. Yo le expliqué que nosotros consumíamos únicamente tres tipos: los níscalos, el champiñón silvestre y los parasoles, también conocidos como lepiotas. Con los ejemplares recolectados, Léa preparó, para cenar, una tortilla realmente exquisita, pero yo me despedí de los tres, pues tenía el convencimiento de que los íbamos a morir intoxicados aquella noche. Obviamente me equivoqué.
Al día siguiente, sábado, fuimos de compras a Condat. Léa necesitaba más azúcar, había gastado la que tenía en la elaboración de la mermelada, y también pan con miga. Condat es una población con un casco antiguo medieval de casas muy típicas y una valiosa iglesia, también es conocida por su artesanía en cobre. “Memée” me regaló un bolígrafo a modo de puñal o abrecartas con el escudo de la villa, animándome para que nunca perdiera mi afición por la escritura. Al llegar a casa lo estrené con un poema que titulé “Saint Bonnet de Condat” y decía así: El aire de lluvia / flota entre el ramaje; / qué suave melodía, / qué sollozo lejano. / Un verde torbellino / de esmeraldas y praderas / me evoca cuan distinta, / antagónica es mi patria. / Cuando al cielo / elevo mis pupilas / encuentro las nieblas / como flores de almendro, / tan sutiles y limpias. / Buscábamos / a las hadas de la foresta. / Un silbido
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en mis labios, / un agrado melancólico / en mi corazón: / gracias Señor. / Los bosques de hayas / arrullados por mil ecos, / cadencias de pájaros / o ramas que gotean. / Suma de belleza / y armónicas proporciones. / Mi corazón lluvioso, / húmedo hasta su sótano, / busca la poesía / flexible de las formas. / Saturado está / de una paz simbólica. / Mi hogar / es un desierto / -alguien me lo dijo-. / Buscábamos / diminutos paraguas / en los contornos / del pizarroso pueblo.
El domingo por la mañana, nos dirigimos a la iglesia, pero la misa ya había finalizado. Mis tíos eran poco religiosos. Rufo se definía como ateo y Prudencio como católico no practicante. Me llamó la atención que hubiese banderas de Francia junto al altar. Prudencio me recordó que allí los sacerdotes no recibían ninguna paga del Estado y que la mayoría trabajaba. Como es lógico, la escasez de vocaciones les obligaba a atender varias poblaciones, a ser párrocos itinerantes en el medio rural. Pensaba Prudencio que las banderas eran cosa de algún vecino patriótico en exceso. Nos sentamos en la terraza del bar a tomar un aperitivo, llamaban así a varios tipos de bebidas alcohólicas, que aguaban y consumían antes del almuerzo, para abrir el apetito. Solían beber “Richard” o “Pernaud”. Las probé en casa de Rufino, pero no fueron de mi agrado. Por la tarde nos desplazamos en coche hasta el pantano de “Brot-les-Orgues”, la mayor presa que yo había visto. A bordo de un barco turístico recorrimos 15 kilómetros para visitar el castillo de Val, construido en el siglo XV, en una colina, ahora islote con embarcadero. Me pareció preciosa la imagen de sus torres reflejadas en el agua junto a numerosos barcos de velas multicolores. En el interior de la fortaleza vimos una colección de tapices antiguos y desde su atalaya almenada una preciosa panorámica
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vestida de atardecer. El guía turístico no cesaba de contarnos anécdotas y, durante la travesía de regreso, disfrutó atemorizando a los que no sabíamos nadar, vaticinando un naufragio.
El 12 de agosto hubiera sido un día perfecto para pasear por los hayedos, pero partimos con rumbo al Puy de Mary, una cumbre de 1.787 metros de altitud, a la que se accedía por una carretera mal asfaltada. En los prados de montaña pastaban las vacas de Salers, de color marrón rojizo y con largas cornamentas. Cuando nos disponíamos a ascender por sus laderas, tapizadas de castañares, sufrimos un embotellamiento y nos fue imposible continuar, nos paramos en el bar del refugio y, sentados en la terraza, contemplamos la impresionante cumbre. Léa me regaló para mis padres un cartelito que decía: «Petite est la maison, grand est notre cœur ». (Pequeña es la casa, grande nuestro corazón). Fuimos caminando hasta una loma cercana para recoger arándanos. Toda la ladera estaba alfombrada por unas matas rastreras, tupidas y adornadas por las bolitas violáceas. Léa las usaba para elaborar mermelada muy sabrosa. El día 14 de agosto Prudencio madrugó y se fue con un vecino a buscar setas. Regresaron con la cesta hasta arriba. Por la tarde nos despedimos de Pierro, del lechero y de la “Marsellesa” una anciana que vivía sola en una choza de madera con refuerzos de latón. Además de francés, hablaba italiano e incluso me cantó tres canciones en español. Camino de Clermont-Ferrand silbamos música clásica. A mi tío le encantaba silbar cuando conducía. Llegamos a su domicilio de noche.
El día 15 de agosto por la mañana hice las maletas. Prudencio me enseñó a doblar los pantalones y otras prendas; me compró el primer cepillo de dientes y de él aprendí a
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dar las gracias por casi todo. Fuimos a despedirnos de Rufo, Lola y Michelle; me insistieron que diera recuerdos en Béjar, mientras paseamos por la plaza de Jeade, entre españoles. También vino a despedirse Yoyo, con regalos para mis padres. Por la tarde lavamos el automóvil. Luego nos despedimos de “Memée” y muchos buenos ratos quedaron para siempre en su jardín. -Seguramente no nos volvamos a ver –me dijo-, pero al menos escríbeme una vez. Me hará ilusión.
El día 16 de agosto, a las cinco de la madrugada, partimos para España. Las desiertas avenidas de la ciudad y la estatua de Vercengétorix, en la plaza de Jeaude, aún revolotean en el recuerdo. Cruzamos cerca de la imponente silueta del Puy de Dome. Dejamos atrás inmensos bosques y campos fértiles. Desayunamos en Argentar. Nos extraviamos a eso de las diez horas de la mañana y tras retomar el rumbo correcto visitamos, en Padirac, uno de los complejos cársticos más importante de Europa, conocido como “Le Gouffre”. Narrar los sentimientos y sensaciones que allí experimenté me resultaría imposible. En un museo adyacente nos mostraron los restos arqueológicos encontrados: hachas de piedra del paleolítico y del neolítico, armas romanas, monedas de distintas épocas… Durante siglos arrojaron cadáveres en el interior de aquel enorme agujero que horadaba las entrañas de la tierra. Los primeros espeólogos que consiguieron bajar encontraron miles de huesos humanos. Montamos en un ascensor y descendimos al fondo de una sima calcárea de 75 metros de profundidad y 35 de diámetro. Desde abajo se divisaba el cielo como un círculo azul; las paredes cubiertas de musgo, líquenes y helechos goteando rítmicamente; y los sucesivos estratos sedimentarios con diversos tonos y grosores. Luego, profundizamos a 110 metros a
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través de un pasadizo estrecho, hasta un curioso embarcadero de madera. Subimos a la barca y navegamos por un río subterráneo. Introduje mi mano derecha bajo la superficie tranquila y mojé mis labios. El agua tenía un extraño sabor alcalino y la sentí muy fría. Atravesamos por angosturas mal iluminadas, bajo bóvedas de piedra blanquecina. Desembarcamos y recorrimos a pie salas gigantescas, adornadas por cientos de estalactitas y estalagmitas; junto a lagos y presas escalonadas que la naturaleza formó con finas y onduladas cintas de caliza. Atravesamos por el paso conocido como “le Cocodrile”, al borde de un abismo tan profundo que no se escuchaba el caer de una piedra. La corriente se despeñaba ruidosamente en la negrura formando cascadas misteriosas. Al regresar al exterior, la luz del día deslumbró nuestros ojos. Me trajo a la memoria la novela “Un Viaje al Centro de la Tierra”, de Julio Verne. A las 14 horas visitamos Roc-Amadour, una villa de calles empinadas y con importantes monumentos medievales que parecen colgar de las rocas negruzcas. Me dijeron que fue lugar de peregrinación, incluso para reyes y santos. Comimos en un bar. Emprendimos el viaje, pero el calor era sofocante y nos detuvimos en Cahors para refrescarnos. A la vuelta, pedí permiso para proseguir el viaje sin camisa. Por el camino nos sorprendió una fuerte tormenta y Prudencio tuvo que detenerse en el arcén de la carretera, pues carecía de visibilidad para conducir. La etapa concluyó en Auch. Cenamos en el hotel y después de un corto paseo por el pueblo nos fuimos a dormir. Léa no se encontraba bien, tuvo una crisis de asma y precisó utilizar los inhaladores. Los tres dormimos en la misma habitación, por no dejarme solo. Salimos a las 8 de la mañana con dirección a Lourdes. Una vez allí, dejamos el vehículo en una cochera y nos dirigimos a la Basílica. En las calles cercanas,
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encontramos numerosos comercios que vendían artículos religiosos: imágenes de la Virgen, medallas, rosarios con agua milagrosa, fotografías, figuritas de un material fosforescente… Cruzamos la enorme explanada que hay frente al templo, enlosada de piedra, entre gentes de muchas nacionalidades, incluyendo españoles. A lo lejos, las torres puntiagudas perforaban las nubes y los accesos laterales semejaban unos brazos abiertos. En el centro de la explanada, había una imagen de la Virgen de Lourdes, rodeada por una verja de hierro forjado, repleta de gladiolos y otras flores en vistosos ramos, depositados por los fieles. Me emocionó ver cuántos enfermos y con qué fe, individual y colectiva, acudían en busca de un milagro. Unos en silla de ruedas, otros en camilla o asistidos por sus familiares. Era el final de una larga peregrinación física y espiritual que concluía en la inmediación divina. Visitamos el interior de las dos Basílicas y una capilla donde se exponían exvotos, presentes depositados como acción de gracias por los favores recibidos. Innumerables brazos, piernas y cabezas de cera colgaban de sus paredes. Estuvimos, después, en la cueva donde tuvo lugar la aparición de María a Santa Bernadette Soubirous, en 1858. Los creyentes soportaban largas colas para besar el altar y tocar las paredes de la gruta, rodeados de cirios ardientes y flores. Más allá, brotaba el manantial milagroso y existían unos baños de uso restringido, solo para los enfermos autorizados. Allí escuché cientos de voces en oración, mezcladas con el llanto y el rumor del agua. A través de la megafonía, repetían, sin descanso, rezos en multitud de idiomas y en latín. Finalmente, entramos en la Basílica Subterránea de Pio X, construida por los arquitectos Pierre Vago, Pierre Pinsard y André le Donne, como un refugio religioso en el tiempo de las grandes peregrinaciones. Compré de recuerdo: un plato de adorno, una bola de cristal con agua y falsa nieve, dos medallas, un rosario de plata para mi madre y una pequeña imagen para mi abuela, todos con la Virgen de
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Lourdes. Allí gasté el dinero que llevaba, pues en Francia no me dejaron pagar ni una simple postal. También acabé las veinte fotos del carrete. Una vez completada la visita, partimos hacia la frontera. En Biarritz había retención y circulamos a una media de tres kilómetros por hora. Daba igual, yo disfrutaba contemplando el mar y las olas. En el puesto de control aduanero tuve que mostrar el pasaporte, pero no me lo sellaron. Entonces era más fácil entrar que salir de España. En la radio del automóvil se escucharon canciones en un idioma para mí incomprensible. Es vascuence, me dijo Prudencio. Las fachadas de los edificios me parecieron sucias, comparándolas con las de las casas francesas. Cenamos y dormimos en un hotel de carretera, el “Castillo de Beasain”. Al día siguiente, cruzamos la meseta castellana. Comimos en un pinar, cerca de Valladolid y por la tarde llegamos a Béjar.
FIN.
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LA PENSIÓN SALMANTINA
AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTÍN. 35 años. PLASENCIA, enero y febrero de 1994. A Ana María Arévalo García y a Sebastián López Álvarez.
En las vacaciones de verano de 1988 me reuní varias tardes con mi primo Sebastián López Álvarez con el propósito de escribir juntos una novela basada en nuestra increíble estancia en una pensión salmantina. Esbozamos el primer capítulo, pero decidimos abandonar el proyecto porque nos pareció absurdo perder el tiempo recordando aquella historia lamentable. Hoy, 18 años después, por mi cuenta y sin su permiso, me dispongo a relatar, con la fidelidad que mi memoria permita, lo sucedido. Aquel trabajo no quedará pendiente.
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CAPÍTULO PRIMERO
DE CÓMO DOS ESTUDIANTES BEJARANOS FUERON A DAR EN UNA PENSIÓN SALMANTINA Y DE LOS PUPILOS QUE EN ELLA HABITABAN
Poco me duró la alegría y aquel inexplicable orgullo por haber conseguido el acceso a la Universidad de Salamanca, para cursar estudios en su Facultad de Medicina. Según mi padre, institución reservada para la flor y nata de los estudiantes, coto para una minoría selecta de personas inteligentes y ansiosas por ampliar sus conocimientos. El lógico miedo al fracaso empañó mi satisfacción inicial y me sumió en un océano turbulento de dudas y temores. En tan pretenciosa aventura arriesgaba mi prestigio académico, hasta entonces irreprochable, y el dinero de mi progenitor, un obrero bejarano con familia numerosa. Con estas y otras conjeturas, caminaba por la campiña hasta parajes agrestes y solitarios para contemplar la puesta de sol, las nubes ardientes y el avance imparable de las sombras sobre las frondas cercanas. Mis amigos y familiares me buscaban en otro mundo. Al final, me recluí en mi dormitorio con la excusa de escribir un poemario que titulé “Versos antes de la Marcha” y que aún conservo. Unos días antes de partir, mi padre me comunicó que ya tenía la pensión apalabrada. La patrona era una mujer de mediana edad, soltera, que vivía en un piso amplio y de nueva construcción, cerca de la Facultad y de la casa de mis dos tías abuelas, viudas desde hacía muchos años. Sebastián, mi primo segundo y amigo del Instituto, aceptó ser mi compañero, lo cual me alegró el alma, pues era una persona buena, responsable, inteligente y estudiosa.
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Con tales certezas pasé los últimos días de libertad en compañía de mis amigos y hermanos, seguro de que algunas cosas cambiarían a partir de entonces. Y disfruté los baños en las pesqueras sombrías, los combates sobre la hierba, las carreras entre árboles y canchos, las fiestas junto al río Cuerpo de Hombre… El destino me arrastraba como al insecto que cae en un torrente. Adiviné, frente a mí, una nueva encrucijada en penumbra sin el conocido perfil de nuestra sierra; un horizonte que las sombras, lentamente, se tragaban en un cruce de incertidumbres.
El primer día me acompañaron mis padres, Teresa y Melchor. Cuando avistamos desde la lejanía la ciudad de Salamanca llovía a mares. Aún recuerdo el tono dorado de sus torres, surgiendo verticales en la llanura arcillosa, de los chopos otoñales de las orillas del Tormes y de la niebla donde las luces artificiales se reflejaban… Sólo el ocre rojizo de la tierra y de los tejados rompía tan apacible tonalidad. Anduvimos un largo trecho desde la estación de autobuses hasta la pensión, situada en la avenida de Italia, en el tercer piso de un edificio nuevo con ascensor. Nos salió a recibir la patrona, una mujer de mediana edad, baja de estatura y obesa, lo que le confería un aspecto rechoncho y abotargado, ya que sus rasgos faciales eran toscos y mongólicos. -¡Buenos días! -nos saludó la dueña. -¡Buenos días! -respondimos los tres. -¿Qué tal viaje han tenido ustedes? -Muy bueno –contestó mi padre.
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-¡Pero pasen, por favor! ¡Pasen! Desde el primer momento me llamó la atención el tono compasivo de su voz y la actitud que adoptaba, con ambas manos cogidas a altura del pecho, como un único aplauso persistente, se seguía de una inclinación leve de su cabeza en perfecta sincronía. Mis ojos, sin pretenderlo, se clavaron en aquellos dedos cortos, regordetes y torpes, que parecían estorbarse entre sí. La señora iba muy abrigada, pues vestía un jersey de lana gruesa de color gris negruzco, medias del mismo material y falda oscura. Entramos en el recibidor, que cumplía a las mil maravillas su función, baste decir que sobraban adornos, espejos, cuadros y hasta luz. -¡Por aquí! -nos indicó el ama-. Está será su habitación. Pasamos al dormitorio situado justo a la derecha de la entrada. El mobiliario lo formaban: un viejo armario de madera, una mesa camilla colocada estratégicamente en un rincón, cerca de la puerta de salida a la terraza y de un ventanal contiguo, para aprovechar la luz del exterior, dos camas pequeñas y dos mesillas de noche. -Yo me llamo María -se presentó-. ¿Cómo te llamas tú? -Pedro. -¡Qué casualidad: tengo otro inquilino que se llama así! Espero que te encuentres como en casa… ¿Qué les parece? -preguntó la señora a mis padres-. Cómo ven la habitación es amplia y dispone de buena iluminación para que no se le cansen los ojos durante el estudio. Pueden comprobar -dijo señalando el radiador- que disfrutamos de calefacción individual; aquí no pasará frío.
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Mientras mi madre colocaba la ropa en los cajones del armario y de la mesilla, la patrona proseguía sus explicaciones: -Yo les doy bien de comer, porque sé que los estudiantes gastan muchas energías y es necesario reponerlas. -Este muchacho es muy tímido y, como es la primera vez que sale del pueblo, nos tiene preocupados -confesó Teresa. -Es natural, pero váyanse ustedes tranquilos porque aquí estará bien -aseguró María. - Si algún fin de semana quieres pasarlo en Béjar estaremos encantados -me dijo mi madre para contentarme. -¡Claro que sí! -afirmó la patrona, algo contrariada-. Por mi parte no pondré ningún impedimento, aunque es mejor que se quede y piense sólo en estudiar. Los días que no coma aquí le cobraré la mitad, por la reserva de la habitación ¿Les parece caro el precio convenido? -Es razonable -contestó Melchor. -Incluye el alquiler del cuarto, desayuno, comida, cena, un baño con agua caliente por semana y el lavado de la ropa sucia. A diario, haré las camas y arreglaré el dormitorio. -Nos parece bien. -El pago a final de mes y no admito retrasos superiores a diez días. -No se preocupe usted, somos buenos pagadores, sabemos lo necesario que es el dinero.
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-¡Mejor que mejor! Después nos mostró el resto de la casa y pudimos apreciar una gran sobriedad decorativa: el pasillo, que conducía al aseo, a la cocina y al resto de los dormitorios era largo, lúgubre y tenebroso; todas las paredes del domicilio, a excepción de las correspondientes al vestíbulo, estaban vacías; y en el balcón no vimos ni una triste maceta. -¿Tiene usted muchos inquilinos? - quiso saber mi padre. -A pensión completa tres: dos ciegos de la O.N.C.E. y un representante de bebidas, aunque este último para poco por aquí, casi siempre está de viaje. De ninguno tengo queja, todos son personas decentes. -Me alegra saberlo -respondió Melchor. -¿Qué vas a estudiar? -Medicina. -Has escogido una carrera larga y difícil… Súbitamente retumbó el vozarrón de un hombre. -¡Señora María! ¡Señora María! -¡Ya voy! ¡Estoy atendiendo a unos clientes…! –Chilló la mujer para ser oída-. Perdónenme -nos dijo- voy a ver que quiere… -¡Vaya usted! No se preocupe por nosotros -respondió mi padre. -¡María! -¡Qué poca paciencia…!
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Al cabo de pocos minutos regresó al dormitorio, acompañada por un hombre joven, alto y corpulento, que vestía un jersey de lana gorda con dibujos y llevaba un bastón metálico forrado de plástico blanco. -Este es Marino. -Mucho gusto -respondieron mis padres. Después la patrona acercó al invidente, que me ofreció su mano derecha en la dirección equivocada, pero la cogí y la estreché. -Es Pedro -le confirmó María- uno de los estudiantes que esperábamos y que vivirá con nosotros. -Yo te llamaré “Pedro Chico” porque ya tenemos otro compañero que se llama como tú. -Y bien chico es -aclaró mi madre- sólo tiene 18 años. -¡¿18 años?! -exclamó con sorpresa- cada curso empezáis más jóvenes… Había oído relatos acerca de las novatadas, sobre juicios extravagantes en los que los repetidores barbudos condenaban a los alumnos nuevos a besar una calavera, a desfilar por la calle en pijama o a otras bromas aún más humillantes. Pensando que yo correría idéntica suerte en la pensión, le pedí a Marino que me librara de tal trance y a cambio invitaría a merendar a todos los inquilinos. El ciego, que rebosaba cordialidad y alegría, se río a carcajadas, un tanto sorprendido por mis temores, y cuando paró me dijo: -¡No te preocupes, muchacho, aquí nadie bromea! Las novatadas las hacen en los colegios mayores. Tampoco es necesario que nos invites. Después se despidió de nosotros para ir a trabajar.
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Mi madre colocó la ropa en los cajones del armario y de la mesilla. -He bordado la inicial de tu nombre en los pañuelos y en la ropa interior, para que no se confunda con la de otros compañeros. -Es la matrícula- respondí. Mi padre me dio algo de dinero para gastos. -No te importe comprar los libros y el material de estudio que necesites. Si no fuera suficiente háznoslo saber. -¿Dónde lo guardo? -no sabía cómo ocultar aquel dinero. -¡Escóndelo en un calcetín del cajón! -me recomendó Melchor, y así lo hice. Después María me entregó una copia de la llave del piso y del portal, insistiéndome en que pusiera mucho cuidado en no perderlas. Como no conocía Salamanca, mis padres me enseñaron el camino para acudir a la Facultad de Medicina, situada en la calle Fonseca, al lado de un hermoso jardín con enormes olmos, cedros y cipreses puntiagudos, conocido como el parque de San Francisco y cuyos únicos visitantes eran los gorriones. Caminamos bajo una llovizna persistente, entre una niebla que suprimía los detalles y reforzaba los perfiles de las torres y los edificios, cruzando plazuelas doradas por el otoño y callejas de arcilla ocre resbaladiza. Mi padre intentaba animarme: -¡Béjar está a un paso! Si tienes cualquier problema nos llamas por teléfono. Deja de preocuparte pues llegar a la Universidad de Salamanca, ya tiene mérito, aquí solamente admiten a la flor y nata de los estudiantes… Y tú eres uno de los mejores.
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-¿Y si me suspenden? -pregunté en voz baja. -Da igual, el no ya lo llevas, has venido a buscar el sí… ¿Quién dijo miedo…? -Yo. -¿Y qué quieres? -insistió Melchor, con cierto enfado- ¿trabajar en una fábrica textil toda tu vida? ¿Pasar las noches de invierno helado junto a una máquina que te rompe los tímpanos y puede arrancarte los dedos en un descuido? ¡Hay que aspirar a algo más! ¡Sabes que confiamos en ti! ¡Tira adelante! -No es tan fácil… - respondí. -Tómatelo como un reto personal… ¡qué Dios nos de salud para seguir trabajando, tú aquí y yo en Béjar! -Así lo haré. -Ahora lo ves todo difícil, pero dentro de unas semanas estarás como un pez en el agua. Paseamos hasta la Clerecía, junto a la Casa de las Conchas, y nos detuvimos a contemplar los adornos esculpidos en la arenisca dorada procedente de Villamayor. Seguimos hasta la Universidad donde me maravillé buscando, en su fachada plateresca, la ranita sobre el cráneo, y al descubrir la escultura de Fray Luis de León, uno de mis poetas favoritos. La ruta emprendida incluyó una visita a las catedrales, magníficos templos de estilos gótico y románico, construidos para impresionar por los siglos de los siglos. No perdía detalle y me paraba a mirar cada animal o persona esculpidos en la roca, seres fantásticos, hermosos y terribles. Nunca antes vi bóvedas tan altas ni espacios interiores tan inmensos y majestuosos, me sentí tan pequeño…
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Recibí muchos consejos mientras mis ojos captaban, con curiosidad insaciable, cada rincón artístico de nuestro camino, incluso resbalé del bordillo o tropecé, alguna vez, absorto en tan bella distracción. Nuestros pasos terminaron en la Plaza Mayor, muy animada en aquel momento por numerosos estudiantes que iban con sus carpetas y libros. A nuestro lado cruzó una fila de novatos en camisón, con un orinal por montera y con portando letreros alusivos a su grado o con motes, ocurrencias graciosas sólo para quien las inventa. Eran, efectivamente, internos de un colegio mayor, según deduje de alguna leyenda. En aquel momento, me alegró ser inquilino de la señora María.
Comimos el plato del día en un bar cercano a la plaza del mercado, ya que sus dueños eran casi paisanos de mi padre.
Por la tarde visitamos a mis tías, Carmen y Teresa, hermanas de mi abuelo Pedro y nacidas también en Macotera, aunque llevaban viviendo en Salamanca muchos años. Dos hijos de Carmen, Roque y Eloy, fueron los primeros de la familia en concluir una carrera universitaria, por eso serían para mí punto obligado de referencia y modelo a seguir. Eloy se licenció en Medicina y Roque, un portento de la inteligencia, se doctoró en Derecho Civil y Canónigo, y estudió hasta tercero de Medicina, porque el Obispo de Salamanca le obligó a abandonar tales estudios, pues, entonces, era sacerdote; fue, así mismo, uno de los catedráticos de Derecho más jóvenes de España. Estas señoras conservaban, como oro en paño: su biblioteca, repleta de libros mohosos; apuntes manuscritos y amarillentos, por la caricia implacable del tiempo; y, en la pared, sendas orlas donde contemplábamos su retrato con toga y gesto serio. Mientras mis padres trataban asuntos familiares o evocaban las fiestas de San Roque, yo estuve ojeando
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aquellos libros, que olían a humedad y guardaban estampas entre sus hojas… Investigué sus ficheros con cientos de reseñas bibliográficas… Leí sus notas y resúmenes. Una extraña sensación me atravesó como un relámpago en la soledad de aquella habitación sombría. Tuve la evidencia de un trabajo metódico y tenaz. Supe que tendría que esforzarme muchos años para concluir la carrera. Mis tías se ofrecieron a ayudarme en todo lo que pudieran y yo se lo agradecí de corazón, porque me sentía muy solo en aquella preciosa ciudad. En la tarde desapacible, mientras los cristales chorreaban con la lluvia, sentados en torno a una camilla, entre firma y firma al brasero de cisco, me relataron la historia de dos universitarios ejemplares. Anochecía cuando acompañé a mis padres a la estación del ferrocarril, las luces rojizas se reflejaban en la niebla y en el suelo mojado. Subieron al tren, arropado de humo, que pronto arrancó con torpeza y desapareció en la oscuridad. Yo permanecí inmóvil, al borde del andén, solo en una ciudad desconocida. Regresé a la pensión a través de una niebla densa que atrapaba el aliento de mi boca. Era un personaje anónimo entre la gente, de su tránsito ajetreado y con prisas. Me encerré en mi habitación y estuve escribiendo poemas durante varias horas, para un libro que titulé “El Vuelo Azul”, hasta que me quedé dormido.
Madrugué para acudir al primer día de clase. Camino de la facultad hice el firme propósito de poner toda mi ilusión en los estudios. Al pasar por el parque de San Francisco me detuve para contemplar una bandada de gorriones. Aquel trozo de naturaleza urbana me trajo a la memoria, inevitablemente, parajes del campo bejarano.
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Estuve mirando las evoluciones de los pájaros entre las hojas caídas sobre el césped y me pareció que tiritaban de frío. Nunca imaginé que seríamos tantos los alumnos de primero, más que una minoría selecta éramos multitud. Como fui pronto, me entretuve curioseando por los pasillos del viejo edificio y patio de la Facultad de la calle Fonseca. Los celadores no abrieron las puertas del Anfiteatro hasta la hora en punto y el gentío que esperaba se abalanzó, súbitamente, contra la entrada. Me arrastró la avalancha y, a pesar del forcejeo, me quedé atrapado contra una de las columnas del pasillo, donde casi me fracturaron un brazo. Ayudé a levantarse a una alumna minusválida, que permaneció caída en el suelo, y entramos los últimos. No sé si aquello fue un exceso de impaciencia por parte de todos, un triste ejemplo del egoísmo humano o la tan cacareada masificación. Para colmo faltaban asientos, por lo que asistí a la primera clase de pie y tomé apoyado sobre el radiador de la calefacción mis primeros apuntes. Aún recuerdo los comentarios de sendos profesores: -¡Ya ven ustedes, la Universidad de Salamanca no puede ofrecerles ni un lugar donde sentarse! -ironizó uno de ellos. -Sólo puedo prestar mi mesa y mi sillón a uno de ustedes -dijo el otro dirigiéndose a los que permanecíamos de pie - les pido disculpas. Pasé la mañana con algunos compañeros de Béjar que también se matricularon en Medicina. A pesar de los incidentes me impresionó la anciana Facultad. Regresé a la pensión a la hora de la comida. En el salón comedor encontré a Marino sentado a la mesa.
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-¡Buenos días! Miró en mi dirección esforzándose por distinguirme. -¿Quién está ahí? -Soy Pedro “Chico”, el nuevo inquilino… -¡Ah, Pedro! ¡Ven! ¡Siéntate aquí, a mi lado! -me ordenó amablemente golpeando con suavidad la silla situada a su derecha- así me ayudarás cuando lo precise. Me senté en el lugar indicado. Marino descolgó varios pliegos de cupones del respaldo de otra silla y me los entregó. -¡Toma! Cántame los números que me han dado para que me los aprenda y de pasó los colocaremos por orden de menor a mayor. Quité la pinza metálica que los sujetaba y se la entregué al invidente. -El más bajo es el 7.401. ¡Ten! Marino palpó la superficie del pliego para comprobar que estuviera completo y luego lo colocó a su gusto. -Otro. El 15.555 -¡Qué feo! -murmuró entre dientes. -El último es el 40.000 -¡Esto no hay quien lo venda! -exclamó con gran enfado- ¡Siempre igual! ¡Mira que les tengo dicho que no me den cifras con números repetidos! -Todos tienen las mismas posibilidades de salir premiados.
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-Sí. Pero… ¡¿Quién compra un 40.000?! Me devolvió los pliegos. -¡Corrígeme si me equivoco! 7.401, 15.555 y 40.000. -¡Correcto! ¡Tienes buena memoria! ¡Toma! -le entregué los cupones y los colgó del respaldo de una silla. -¿Cómo reconoces los billetes? - pregunté con verdadera curiosidad. -Por el tamaño. -¿No ves su color? -No veo colores, sólo distingo bultos en blanco y negro. Pedro, el otro ciego, no ve absolutamente nada, por eso es muy importante que no cambiéis nada de sitio, para que no tropiece y se haga daño. Hace un año se cayó por la trampilla abierta de una bodega y casi se mata, se rompió las dos piernas. El siguiente en aparecer fue Sebastián, Chan para los amigos, y nos saludó efusivamente. Mi primo segundo era un joven bien parecido, alto y corpulento, pues practicaba deportes como la natación, el balonmano y el salto de longitud. Tenía un carácter de natural alegre. Era un muchacho inteligente, optimista, culto, religioso, extrovertido y gran conversador. Se matriculó en Magisterio, aunque hubiera preferido estudiar Biología. -Le decía a Pedro -le advirtió Marino- que no debéis cambiar las cosas de sitio, pues aquí vivimos dos personas ciegas y podemos tener un accidente. -Pondremos cuidado -dijo tranquilizándole-.
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Oímos un tintineo metálico característico y tras él apareció Pedro, un hombre mayor, bajo de estatura y con barriga abultada, de aspecto desaliñado, triste y sombrío, que vestía una chaqueta vieja y descolorida, demasiado justa, sobre un jersey de lana gorda con bolas. Aunque su ceguera era total se movía con destreza, pues había memorizado la habitación y la distribución del mobiliario en el espacio. Manejaba con gran soltura el bastón y palpaba con minuciosidad los objetos. Pedro tenía un carácter serio y tranquilo, rara vez hablaba y nunca sonreía. -¡Tenemos compañía! -anunció Marino-. Te presento a Chan y “Pedro Chico”, los estudiantes que esperábamos. -¡Otro Pedro! -comentó, mientras ocupaba su sitio, al lado de su compañero. -Chan, siéntate junto a “Pedro Grande”, para que puedas ayudarle si lo precisa. Ese lugar está libre –le confirmó Marino. Después llegó Ricardo, un hombre de mediana edad, cojo, bien trajeado. Supimos que era representante de bebidas alcohólicas. Y él mismo nos contó que había intentado suicidarse en varias ocasiones. Su carácter era irónico y burlón, se mofaba de todo y de todos, para él no existía nada respetable sobre la faz del mundo, era un superviviente condenado a la desesperación por sus fracasos. Sencillamente nos despreciaba. Tras las presentaciones de rigor tomo asiento y llamó a la patrona. -¡María, ya estamos todos! Ambos ciegos se coloraron las servilletas a modo de babero y Ricardo les llenó los vasos de agua, pues la mesa estaba puesta. -¡María, la comida!
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-¡Ya va! ¡Qué impaciencia! - respondió la mujer desde la cocina. -¿Qué estudiáis? - nos preguntó el vendedor. -Chan Magisterio y yo Medicina. -¡Vaya, tendremos otro matasanos y otro maestro de escuela! ¿Sabéis dónde trabaja este par de ciegos? -Venden cupones… - respondí. -Sí, en el barrio Chino. -¡Pues no es mala zona…! -contestó Marino algo molesto-. ¿Díselo, Pedro…? -No lo es, a pesar de la fama. Si no fuera porque trabajamos de noche y por la delincuencia que sufrimos… -Tienes toda la razón. A nosotros nos han robado ya varias veces, y tenemos que considerarnos afortunados, pues a un compañero, hace unas semanas, le asestaron un navajazo en el vientre… Desde entonces, yo voy a trabajar con miedo. Ayer mismo, sin ir más lejos, levanté el bastón y amenacé a varios jóvenes que se me acercaron con malas intenciones… -Pues llevaos a estos dos mozos de lazarillos y que os defiendan… -sugirió Ricardo. -¡No es mala idea! -dijo Marino, bromeando-, si me acompañáis esta noche os presento a las amigas del bar donde vendo. -¡Yo tengo novia formal! -aclaró Sebastián con prontitud. -¡Entonces vendrá tu primo! -insistió-, ¡qué me acompañe “Pedro Chico”, por lo menos hasta la puerta del local, después, si no quiere entrar, que se marche…!
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-¿A qué hora vas? -pregunté. -A las doce. -Demasiado tarde para mí -respondí, aliviado por disponer de una disculpa- tengo que madrugar para ir a clase. -A mal sitio habéis venido -afirmó Ricardo con ironía-, desde el primer día os quieren llevar de putas. -Es una broma -contestó Marino molesto. El dialogo se interrumpió al entrar la patrona, con marcha oscilante, arrastrando los pies a cada paso, lo que producía un rumor peculiar. Traía una cazuela grande, que colocó sobre el salvamantel, luego sirvió a cada uno de los pupilos y la estancia fría se adornó con el vapor caliente. -¡Vaya bazofia! -dijo Ricardo en tono despectivo. -¡Tú eres el único que protesta! -respondió María, visiblemente irritada por el comentario. -¡Claro, estos ciegos se conforman con cualquier cosa! -afirmó refiriéndose a los invidentes-. ¡Como no ven lo que comen! -¡No digas eso! –le advirtió Marino. -¡Vosotros no habéis comido bien en vuestra puta vida, por eso os conformáis con cualquier cosa! -insistió el cojo en un tono desafiante. -¡Qué sepas que yo he servido en muy buenas casas en Argentina y ninguno de mis señores tuvo queja! –se justificó la mujer dolida.
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-¡Esto se puede mejorar…! - replicó Ricardo señalando la sopa de fideos. -¡¿Por lo que me pagas…?! -Escatimas para ahorrarte dos perras que ni te lucen ni te van a sacar de la miseria… -¡¿Acaso tú trabajas por la cara?! -¡Cállate! ¡No te gastas ni un duro en bragas…! -gritó el pupilo con mala fe y ánimo de ofender- ¿Cuándo te compraste las últimas? ¿Hace veinte años? - ¡A ti que te importa! -respondió la patrona a punto de perder la paciencia y nerviosa por el comentario. -¡Ahí las tienes, tendidas en la terraza, a la vista de todos! –insistió el hombre, señalando la ropa interior, visible a través del cristal de la puerta del balcón- ¡coses remiendos sobre remiendos! ¿O no? -¡Deslenguado! ¡Qué eres un deslenguado! -chilló la mujer, mientras Ricardo mostraba una sonrisa socarrona por haber conseguido molestarla-. ¡Grosero! ¡¿No te da vergüenza hablarme así?! ¡Buenas enseñanzas das a estos jóvenes! -¡Estos saben más que tú y yo juntos…! Aunque no por estudiar se aprende más. Algunos nos hemos doctorado en la Universidad de la vida. ¡¿A qué tengo razón, Marino?! -preguntó, mientras la señora salía malhumorada del comedor murmurando en voz baja. -¡Tienes contestación para todo! -puntualizó el joven ciego. -Yo os enseñaré cómo tratar a las patronas. Por mi trabajo me ha tocado lidiar con unas cuantas… - Aseguró el viajante.
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-¡María, no diga eso de mí! -gritó Marino fuera de sí, con la mirada perdida en el techo-. ¡No hable mal de nosotros! -¡¿Qué pasa?! -exclamé extrañado por la agitación repentina del invidente -. -¿Vosotros habéis oído algo? -nos preguntó Ricardo a Sebastián y a mí, mientras Pedro apuraba impasible su plato. -¡Yo no he oído nada! -respondí. -¡Yo tampoco! -nos confirmó mi primo. -Ni yo, pero estos ciegos sí, porque ellos tienen una audición más fina que la nuestra y pueden oír a distancia. Ya veréis: Pedro, ¿qué coños dice de mí? - inquirió el viajante-, ¿me insulta? -¡Ya lo creo! –le confirmó en invidente. -¡A callar, bruja! -gritó Ricardo en un tono amenazante. -¿Son frecuentes estas broncas? -pregunté, afectado por una situación tan tensa. -Sólo ocurren cuando estoy yo -afirmó el vendedor casi con orgullo-, tengo una mala leche que me rebosa. -¡Siempre anda buscando follón…! –me aclaró Marino. -Porque defendéis a esa lechuza como si fuera vuestra madre… -ironizó Ricardo con malicia. -¡A mi madre no la menciones! -amenazó el invidente. -Son ya muchos años viviendo aquí -dijo Pedro “Grande” en voz baja y en el tono amable y sereno que le caracterizaba- somos casi una familia.
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-¡Por qué no tenéis dónde caeros muertos! -afirmó Ricardo para herir a aquel hombre impasible y silencioso. -¿Y tú sí? –Intervino Marino en defensa de su compañero-. ¡Por eso te has tirado tres veces por el balcón! ¡¿Por qué no cuentas a los muchachos cual es la causa de tu cojera?! ¡Diles que eres un suicida para que desaparezcan cuando te asomes a la terraza! -¡Qué cojones tienes que contar de mí! -bramó el viajante iracundo-. ¡Lo que yo haga con mi vida es cosa mía! -¡Por lo menos yo no te veré destripado abajo! -concluyó el joven invidente en un arranque de valentía. -¡Calla y come! ¡Qué tienes la lengua muy larga! -¡Calla tú primero! -¿Tú qué dices, Pedro “Grande”? -importunó Ricardo, pero el comensal no se dio por aludido-. Este ni habla ni pasma, es como un mueble más de la casa, a su alrededor ocurre de todo pero él ni sufre ni padece… A veces dudo que nos escuche… -Sordo no soy -respondió lacónico. -¡Déjale en paz, coño! -exigió Marino en un tono disuasivo-. -¡Pronto os acostumbraréis a las voces! -nos dijo el viajante- ¡No os asustéis: nunca pasa nada!
El comedor era un foro de encuentro, en torno a su mesa y en el transcurso de numerosas comidas y cenas, fuimos conociéndonos.
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Hubo otros personajes en escena, pero su paso fue fugaz, su impronta débil o renunciaron a salir del dormitorio: algunos reclutas alquilaban los fines de semana para pasarlos fuera del cuartel, vestidos de paisano; otros fueron viajantes de paso y pernoctaron una sola jornada. No faltó el turista japonés, que se empeña en alojarse desoyendo los sabios consejos de los inquilinos; ni el estudiante fanfarrón, pasado de edad, que no cansa los ojos con la letra impresa y los reserva para los bulliciosos tugurios nocturnos de la Latina. Uno de ellos chuleaba con un Seat 600, seguía tratamiento psiquiátrico y jamás supimos que carrera estudiaba. Era un individuo especialmente impulsivo que, en sus amagos de locura, arrojaba lo que tuviera a mano contra las paredes. Así estuvo a punto de herir a Sebastián con un cuchillo. Nadie se atrevía a contrariarle. En el tiempo que duró su estancia cundió, justificadamente, el miedo.
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CAPITULO SEGUNDO: APUNTES SOBRE LAS RELACIONES ENTRE LOS INQUILINOS Y LA PATRONA. Poco más se puede añadir sobre Ricardo, un buen día se marchó y no supimos más de él. Aquel hombre, amargado de la vida y con mala suerte hasta para concluir con ella, dejó de molestarnos con sus dichos hirientes y malintencionados, lo cual favoreció un ambiente más cordial en el comedor y mejoró la convivencia. -¿Lo habrá conseguido, finalmente? –Preguntó alguien en tono irónico-. El viajante intentó suicidarse sin conseguirlo y, lo que era peor, con cada intento fallido le aumentaba la cojera, porque siempre caía de pie, y tenía más razones para intentarlo de nuevo. ¿Habrá cambiado de método? - poco importaba la mordacidad con aquel compañero sarcástico que nunca tuvo compasión ni respeto. Sebastián trajo su ajedrez. Fue campeón de Béjar y me maravillaba verlo jugar, a veces consigo mismo, pues le apasionaba este juego. Iba anotando cada uno de los movimientos en un cuaderno para poder repetir la partida y analizar los errores. Esta afición fue compartida por todos los residentes, a excepción de Marino y María, lo que propició numerosas e inusuales partidas. Pasamos muchas horas reunidos en torno al tablero disfrutando de las emociones propias y ajenas, lo que contribuyó a fomentar el compañerismo. Así pudimos abrir una puerta en el corazón amurallado de Pedro “Grande”, que soportaba su enfermedad en silencio y sumido en una tristeza infinita. Acaso por su ceguera, limitante a la hora de su asueto, le recuerdo despeinado, afeitado a trozos, en ocasiones sucio, vestido con ropa vieja y descolorida; sin embargo, bajo aquel abandono y aquella resignación apática se escondía una persona buena, inteligente y sensible, aunque profundamente desgraciada. Vivía enjaulado en sí mismo, en un
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mundo sombrío, cruel y hostil. Muy pocas cosas le importaban, por eso rara vez sonreía o manifestaba algún sentimiento en su rostro. -¿Es cierto que jugáis al ajedrez? -me preguntó, en la sobremesa de una tarde lluviosa de domingo, que hasta entonces transcurría silenciosamente. -Sí –le respondí extrañado. -Yo gané varios campeonatos para ciegos -me confesó-. Todos los meses recibo una revista de ajedrez a la que estoy suscrito. -¡Pero…! ¿Tú puedes leer o jugar al ajedrez? –exclamé, sorprendido. -Sí. ¿Vas a salir esta tarde? ¿Tienes que estudiar? -No. -Entonces… ¿Te apetece jugar una partida conmigo? -Claro que sí. Me encantaría ver cómo juegas. Pedro se levantó y con un gesto me pidió que le acompañara. A veces, andaba por casa sin bastón, pues había memorizado sus dimensiones y valiéndose de ligeros contactos con sus dedos evitaba tropezar. Me condujo a su dormitorio, situado en la mitad del largo pasillo. Descubrí una habitación pequeña, sin ventilación, con sus paredes muy sucias, incluso con manchas de humedad, con un olor desagradable, la cama deshecha y todo desordenado. -¿Cómo puedes vivir aquí? - expresé sorprendido. -¿Por qué dices eso? -¡Tú no lo ves, pero hace falta una mano de pintura!
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-¿Tan mal está? -Sí. Tienes que decírselo a la patrona. -¡Qué más me da, si no veo! -Por higiene, Pedro. Además, si traes a alguien… -Aquí no entra nadie desde hace años. -¡Vamos a mi habitación, hay más espacio! Recogió algunos objetos y nos trasladamos. Ya acomodados sacó de la bolsa de plástico una cajita de madera, un punzón, un soporte metálico para escribir en Braille y varias hojas de papel grueso de color amarillo. Al abrir el estuche, se transformó en un tablero de ajedrez, con un agujero en el centro de cada cuadrado, y las fichas, talladas en madera, cayeron sobre la mesa. Cogí uno de los caballos y palpé sus orejas puntiagudas. -¡Qué figuras tan bonitas! -comenté-. ¡Cómo pinchan! -Así se distinguen con el tacto. -¿Y este armatoste de metal? -Es un soporte para escribir en Braille, me gusta anotar las jugadas para luego repasar la partida. -Sebastián también lo hace. ¿Cómo escribes? -Con este punzón. El invidente puso un pliego.
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-Escríbeme la “a”. -Un punto en el centro. Así. -Dijo mientras cumplía mi petición-. ¡Cierra los ojos y tócala! ¿La distingues? -Sí - respondí emocionado mientras palpaba la vocal. -Cuando hay más letras es más difícil, pero es cuestión de practicar hasta aprender. A mí me encanta leer. En la asociación tenemos una biblioteca con libros escritos en Braille. Mientras clavaba las piezas en el tablero perforado, la mirada de Pedro permanecía inmóvil en el cielo negruzco por nubes de tormenta que cruzaban veloces. -¿Te gusta la poesía? -Sí. ¿Cómo lo has sabido? – pregunté, asombrado por su adivinación. -Porque ayer te oí leer un poema y me gustó. ¿Te importaría repetírmelo para que lo copie? - Te recitaré otro que os dediqué a Marino y a ti… ¿Preparado? - Ya. - Dice así: Unos ojos que miran y no ven son como pájaros sin alas, como álamos sin otoño.
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La noche se alojó en ellos,
derramó su linfa de abismo. No hay manos, ni rostros, ni pórticos, ni jardines, ni formas, ni colores…
Unos ojos apagados por la sombra no ven como otros ojos miran, si son negros o azules,
si en ese preciso momento observan enrojecidos por el llanto, o se iluminan de felicidad. Pedro transcribió cada verso, con increíble destreza, y la composición final fue, a mis ojos, un conjunto indescifrable de puntos, que pude palpar para sentirlos de otra manera. -¿Tantas cosas puede decir una mirada? -comentó el invidente con su habitual deje de tristeza. -Dicen que la mirada es el espejo del alma… - respondí.
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Comenzó aquella interesante partida con la sensación de que yo jugaba con ventaja simplemente por ver. Sin embargo, Pedro “Grande” colocaba ambas manos sobre la totalidad del tablero, lo que le permitía hacerse una imagen mental, fidedigna del conjunto, y programar con precisión cada jugada. -No te fíes de mí -le advertí bromeando-, puedo hacerte trampas… -Me daría cuenta. Atención con las tres próximas jugadas. Me lo estás poniendo muy fácil. ¿No te estarás dejando ganar? -No. No tendré compasión contigo, porque no me gusta perder. Aunque no estoy acostumbrado a jugar con un tablero tan diminuto, no se ven bien las piezas, aparecen demasiado juntas… -¡Excusas! ¡Jaque al rey! ¡Te lo advertí! -Es difícil librarlo… -¡Ya lo creo, es jaque mate! -Tú ves más con las manos que yo con los ojos… -El cerebro interpreta… Se nos fue la tarde jugando al ajedrez. Sólo gané una partida. Nunca he podido olvidar aquellas manos sensibles absorbiendo información. Finalmente le pedí que me escribiera el alfabeto Braille para aprenderlo y me regaló una revista de ajedrez para que pudiera practicarlo. Durante la cena Pedro rebosaba tanta alegría que la patrona se extrañó. -¡Qué bien te veo hoy! ¡Nunca antes te había visto tan contento! ¡Hablas y sonríes!
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-¡Hay pocos días buenos en mi vida y hoy es uno de ellos! -contestó con una sonrisa en sus labios. Llevaba razón al afirmarlo, pues a tan breves destellos de felicidad sucedían largas semanas de gran abatimiento, en las que naufragaba en un océano tenebroso de soledad. Un sábado lluvioso, ya entrada la noche, encontré a Pedro tirado en una calle cercana a la pensión, sobre el suelo mojado. Corrí hacia él preocupado, pues permanecía inmóvil con su bastón blanco, y algunos peatones cruzaban indiferentes. Le levanté como pude, ya que no colaboraba conmigo, y comprobé que estaba tan borracho que no se tenía en pie. Quise llevarle a casa pero, ante la misma puerta de entrada al domicilio, se puso serio y me dijo: -Muchacho, agradezco tu preocupación por mi persona, tienes un buen corazón, pero yo quiero seguir bebiendo hasta que reviente. -No quiero que me agradezcas nada -le respondí- me conformo con que entres y descanses, pues en estas condiciones no puedes ir a ningún sitio. Da por terminada la fiesta. -¡Déjame con mis cosas! -¡Pasa! -quise ayudarle a entrar pero, cuando le sujeté del brazo, me empujó amenazante hacia el interior de la vivienda. -¡Déjame o tendré que ponerme serio! -dijo mientras cerraba la puerta. Fui a buscar a la patrona para contarle lo sucedido y que me ayudara, pero la mujer se encogió de hombros y no quiso saber del tema.
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-Algunos inquilinos se emborrachan y Pedro bebe en exceso desde hace muchos años. No te preocupes por él. ¡Ya volverá! -aseveró para tranquilizarme-. Sin embargo, yo regresé a las calles sombrías y estuve buscándole por los alrededores sin éxito. Me dolió no haber sido más convincente. El hombre debió regresar durante la noche. Nunca después hablamos de tal suceso. Algunos sábados le vi cruzar con paso incierto, apoyándose en la pared y apestando a vino, pero no le dije nada para evitar una situación violenta y vergonzosa.
Marino era analfabeto. Una tarde me dictó una carta de amor para su novia, de la que se confesaba muy enamorado. Le costó confiarme sus sentimientos, pero la ocasión lo requería, porque yo no estaba dispuesto a inventar ningún añadido. Cuando vino a recogerle, para salir de paseo, se la entregó muy orgulloso e hizo las presentaciones oportunas. -¡Está va ser mi esposa! ¡Nos casaremos la próxima primavera y dejaré para siempre esta pensión! -¡Qué suerte tienes! -le respondí, mientras contemplaba su rostro iluminado por la alegría. -Yo no puedo verla… ¡pero me han dicho que es muy guapa! Dime… ¿qué te parece? –me preguntó con su vozarrón seguro y jovial. -Si te lo digo luego te pondrás celoso -bromeé. -¡Yo no soy celoso! -¡Pues no te han engañado!
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-¡Además es buena persona! -afirmó, mientras gesticulaba esforzándose por ver mejor a la muchacha, que sólo sonreía, pues era muy tímida. -¡Eso es lo más importante! Marino apoyó el brazo izquierdo sobre el hombro de aquella frágil y menuda mujer, no sé si afortunada, y se marcharon juntos.
Una mañana, cuando volvía de la Facultad, encontré a Marino vendiendo lotería en una esquina y me acerqué a saludarle, pero no reconoció mi voz y se puso muy nervioso. Pensó que yo era alguien que quería robarle. -¡Tranquilízate, soy Pedro, tu compañero de pensión! - dije para calmarle. -¡Me da igual quién seas! ¡No quiero que hables conmigo cuando esté trabajando! Me fui un tanto molesto por su desconfianza y, por supuesto, nunca volví a saludarle cuando me cruzaba con él, por temor a los escándalos que montaba en público, posiblemente como una reacción defensiva pero desconcertante. Después, durante la comida, me trató amablemente y, como al parecer era norma, no se volvió a comentar el incidente. Supongo que estos ciegos vivían con miedo, lo que justificaba, sólo en parte, su pésimo comportamiento ocasional conmigo. Marino nunca quiso aprender aquel extraño juego donde un caballo podía comerse una torre. El diminuto tablero le resultaba hostil al tacto, las orejas puntiagudas se clavaban en la yema de sus dedos como alfileres y todas las piezas juntas le parecían un enjambre de abejas enfurecido.
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Nunca comprendí como Pedro “Grande” distinguía las blancas de las negras en el trozo de sombra que minuciosamente palpaba. Su capacidad integradora de señales era portentosa, pues siempre adivinaba mis intenciones y anticipaba su defensa. Para complicarle más el juego yo elaboraba dos ataques simultáneos y distantes entre sí, e incluso realizaba algunos movimientos absurdos para confundirle, todo en vano, su cerebro recomponía el conjunto. -Esa jugada no tiene lógica. -¡No se te pasa una! -Te aventajo en muchas partidas, yo soy más viejo. Al menos tú no me haces trampas. -Tramposo no soy. No me importa perder si el rival es mejor, aunque a veces tiro el rey cuando me veo perdido para privar al contrario del acto final del jaque mate. Aquel tablero era tan diminuto que más que librar una batalla nos enzarzábamos en una trifulca de taberna. Yo prefería la amplitud y ligereza del ajedrez de Sebastián. Mi primo exhibía un juego minucioso y bien estructurado, lo que me produjo muchos dolores de cabeza. Siempre se enrocaba y a salto de caballo desbarataba cada uno de mis ataques. Hacía estragos con la reina por eso siempre que podía yo sacrificaba. Para mí terminar en tablas era una victoria, pues sólo conseguí ganarle una vez, en una partida histórica que duró más de seis horas y finalizó de madrugada. Con el tiempo conseguí ser un especialista en despoblar el tablero sacrificando piezas: no era la elegancia, sino la carnicería, lo primordial de mi estilo, aunque Sebastián siempre trató de inculcarme las buenas maneras.
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CAPITULO TERCERO. DE CÓMO ALGUNOS MANJARES PROPICIAN LA TEMPLANZA.
La señora María era poco original y por ello conocíamos de antemano el menú correspondiente a cada día de la semana. Los jueves tocaba la especialidad de la pensión, los “garbanzos gelatinosos”, así denominados porque, al enfriarse, experimentaban un insólito proceso y el caldo, rojizo por el pimentón, coagulaba en grumos amorfos de grasa rancia, que hacía de argamasa compactando los garbanzos entre sí. -Esto hay que tragarlo lo antes posible –me aconsejó Sebastián. -¡Ni mirarlo, que desanima! - ironizó Ricardo mientras calentaba su rostro con el humo pero sin probar bocado. -Se necesitan tres manos para poderlo comer: una para taparse la nariz, otra para los ojos y otra para la cuchara - dije con una mueca de asco. -¡Qué suerte tienen estos ciegos que no lo ven! -comentó con aire gracioso el viajante. -¡No digas eso, no sea que Dios te castigue! -le reprendió Marino, enfadado por el chiste. -¡Lo que me faltaba, cojo y ciego! En ese momento entró la patrona con el segundo plato conocido como “filete sanguinolento”, porque lo servía casi crudo y al presionarlo rezumaba un líquido marrón rojizo.
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-Mirad bien este filete -explicó Ricardo mostrándonos el plato recién servido -, es más viejo que nosotros, es carne de vaca argentina, ha permanecido congelada un montón de años. -¡Qué cosas dice este hombre! ¡Por Dios! -replicó molesta la señora. -¿Y este líquido negruzco? -Está poco hecha para que conserve todas sus vitaminas… -Querrás decir para ahorrar gas butano, porque vitaminas le quedan pocas, se quedaron en la Pampa… -¡Las cosas que tiene una que oír…! -Mañana tendremos agujetas en la cara de tanto masticarla, como es vaca vieja es dura como un trozo de cuero… -¡Qué poca gracia tienes! -¡Cuidado con las muelas! Al principio pedíamos que los diera otro par de vueltas, se los llevaba a la cocina y los volvía a traer en idénticas condiciones. Por último, el postre, una pieza de fruta de su pueblo. -Estas manzanas se las manda la familia y son las que no han querido comerse los cerdos… -aseguró Ricardo- os aseguro que todas tienen gusano. -Pedro “Chico”, mira a ver si la mía tiene agujero o si está podrida… ¡Pélamela y quita lo malo! -me pidió Marino y obedecí al momento.
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-A mí me da igual, lo que no mata engorda… -sentenció Pedro “Grande” antes de dar un buen mordisco a la manzana en su parte pocha. -¡Qué estómago tienes…! ¡Tragas como los pavos…! ¡Todo te sienta bien…! ¡María, sirve café y copa! -voceó el vendedor. -¡Y un puro…! ¡No te fastidia! ¡Las tres cosas te las ponen en el bar…! -contestó la mujer molesta. -¡Ahora mismo bajo! Muchas anécdotas podrían contarse de aquellas manzanas, según Ricardo “recogidas del suelo y despreciadas por los marranos”. La señora negaba con terquedad que su fruta fuera domicilio de orugas, para demostrar que no decíamos ninguna mentira, Sebastián y yo organizamos una intervención quirúrgica durante el postre para extraer todas las larvas encubiertamente servidas.
Me vestí de cirujano con mi bata de
prácticas, un gorro de papel verde, una mascarilla del mismo color y guantes de goma. Ricardo estalló en carcajadas al verme entrar de esta guisa y la patrona acudió al comedor. -¡¿Qué es lo que pasa?! - chilló Marino nervioso. -¡Pedro se ha disfrazado de operador! -le informó Ricardo entre risas. Nos situamos de pie ante la mesa, donde extendimos varias servilletas encima de las cuales colocamos el instrumental: una jeringuilla, un bisturí, un tenedor y un cuchillo. Tomé la primera manzana y me dirigí al personal en tono serio y ceremonioso. -Señores, tienen ustedes la oportunidad única de asistir a una de las intervenciones quirúrgicas más complejas: la extirpación de gusanos. Pongan toda su atención pues
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esta técnica les será muy útil en su práctica diaria. Me ayudará Sebastián, enfermero de incuestionable valía. Tomé agua de un vaso con la jeringuilla y la inyecté bajo la piel de la manzana, provocando las risas de los presentes. -¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué es lo que hacen?! -preguntó ansioso Marino, que no estaba dispuesto a perder detalle de lo que sucedía. -¡Le ha pinchado la anestesia, supongo! -aclaró Ricardo. Marino se reía sin pudor y Pedro “Grande”, que hasta ahora asistía impasible al espectáculo, esbozó una ligera sonrisa en sus labios. -¡Qué ocurrencias…! -murmuró la dueña. -Lo primero es inspeccionar la manzana para comprobar que tiene un agujero… Aquí está. Luego secciono los tejidos alrededor de esta oscura fístula. Después, desbrido la zona lesionada… -expliqué en voz alta. -¿Me da usted permiso para limpiarle el sudor…? -preguntó mi primo. -Proceda, ayudante. Proceda. Sebastián me secó la frente con un pañuelo. -Gracias. ¡Qué momento más delicado! En el fondo visualizo una estructura blanquecina y móvil. -¡Procure que no le tiemble el pulso! –me aconsejó el enfermero. -Tranquilo, no le lesionaré. ¡Ya le tengo!
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Con delicadeza extraje la larva, que se retorcía asustada por la luz y las risas, a continuación la puse sobre uno de los platos. Por el mismo procedimiento desalojé otros tres gusanos, pues Pedro “Grande” prefirió comerse su manzana como solía, a mordiscos y sin pelar. La patrona asistió a tan absurda ceremonia sin inmutarse. -María, prefiero que siga comprando la fruta de oferta en la tienda de abajo… sugirió Ricardo. -Si estas manzanas del pueblo son mejores… - respondió la mujer con cinismo. -Sí, porque alimentan más, como llevan proteínas incorporadas… ¡Mire! -dijo el viajante mostrando el plato con los gusanos- Aquí hay muchos inquilinos que no pagan, se alojan en un fardo que tiene en la cocina… -¡No me haces ni pizca de gracia! -espetó la mujer al salir del comedor y después murmuró en voz baja-. ¡Qué guarrerías! -¡María, no guarde los bichos para el “potaje”! Todas las noches cenábamos sopa de fideos, pero su sabor iba agriándose, progresivamente, en el transcurso de la semana. Al llegar el viernes era intragable. Una mañana, mientras desayunaba en la cocina, sorprendí a la señora vaciando la sopa sobrante de todos los platos en una perola de aluminio. Así preparaba varios litros de sopa que recalentaba, servía y rellenaba con los restos para no desperdiciar ni un solo fideo, hasta que se consumía. A partir de aquel momento, me invadió un asco insoportable por la comida de aquella casa. El privilegio de ser el único al que dejaba entrar en la cocina durante unos minutos, se tornó en mi contra para los restos. Debía fiarse más de mí al verme delgado e inapetente y me servía el desayuno en aquel
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almacén vedado a los demás. Al principio me ponía nueve galletas para untar con mantequilla y un tazón de café con leche, pero pronto el número disminuyó a cuatro y cambió a una margarina con sal de oferta a punto de caducar. Entonces yo abría los ojos como platos para curiosear las viandas allí apiladas: sacos de patatas y manzanas, una hoja de tocino añejo que colgaba de un clavo, cajas con los más diversos productos y sobre la rejilla de la cocina de butano el maldito perol de sopa fría, siempre a medias. Para colmo, un domingo me quedé a comer con Pedro “Grande” y nos sirvió un plato que ella llamaba “potaje”. -Qué raro -le dije extrañado a mi compañero- si no tiene ni bacalao ni acelgas… ¿Qué será esto? -¿Y no lo sabes tú, que puedes ver? Mira con atención y analiza los ingredientes, encontrarás las sobras de toda la semana. Fíjate: hay alubias del lunes, lentejas del martes, garbanzos del jueves, trozos de salchicha y de filetes de ternera, y… ¡cómo no!, fideos… Di la razón a aquel ciego que veía más y mejor que yo con los ojos del entendimiento. Estas y otras cosas cambiaron mi vida, pues no volví a ingerir ningún alimento sospechoso y, como casi todos lo eran, la mujer recogía mis platos intactos incrementando sus ganancias a mi costa. Subsistí gracias a las cuatro galletas, las manzanas y dos cartones de leche diarios, que compraba por mi cuenta y fueron mi sustento salvador en aquella segunda lactancia. A pesar de todo, pronto me sobrevino el lógico quebranto, adelgacé varios kilos (y eso que ninguno me sobraba) y me aparecieron sendas ojeras lívidas y amoratadas que delataban mi deterioro. Algunas noches me miraba al espejo y me entristecía por mi
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lamentable aspecto, más propio de uno de los esqueletos de la Facultad que de un joven en la flor de la vida. Sebastián empezó a preocuparse por mí. -¡Tienes que comer más…! ¡Te estás quedando en los huesos! -Me entran náuseas sólo con sentarme en el comedor… -¡Trágate lo que ponen como sea! ¡Tápate la nariz! ¡Come rápido para no saborear! ¡Esto no puede seguir así! ¡Te estás consumiendo! Sebastián inventó el “día del sacrificio” para paliar mis males: nos comprometíamos a tragar todo lo que nos sirviera los jueves, tapándonos la nariz y mirando la comida con los ojos entornados para no verla claramente. Debía ser un espectáculo, porque la patrona se molestó. -¡Qué exagerados sois! ¡Cómo se ve que no os tocó vivir en el año del hambre! -María, ¡parece que ya protestan también los estudiantes! ¡Ya no soy yo solo! -argüía Ricardo con sorna. -No creo que tengáis motivo de queja… - replicaba la mujer. -¡Cómo que no! –Contestó Sebastián, levantándose de su asiento rojo de ira- ¡Mire que mal aspecto tiene mi primo Pedro! ¡Cada día está peor, porque no come la comida que nos sirve! ¡¿Cuánto tiempo aguantará así?! -Yo sirvo igual en todos los platos y si alguno no come es su problema. Todas nuestras protestas cayeron en saco roto, pero no me faltó una sonrisa en los labios gracias a los sorbos de leche de aquellas tetas de cartón que adquiría.
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Cuando iba a Béjar mis padres se alegraban de que comiera tan bien desde que estaba en Salamanca, yo permanecía en silencio pues no quería preocuparles ni tampoco separarme de Sebastián.
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CAPÍTULO CUARTO DEL FRÍO SALMANTICENSE Y DE ALGUNAS SUGERENCIAS PARA MITIGARLO.
Al llegar el invierno, la niebla gélida brotaba del Tormes y se extendía por toda la ciudad, insinuando la silueta de torres, edificios y personas, en un paisaje de grises tonalidades. La cruda helada escarchaba el amanecer confiriendo a los árboles un aspecto fantasmagórico y congelando las fuentes y las orillas del río. Aquel año también nevó copiosamente. Aunque la vivienda disponía de calefacción individual, con una caldera en la cocina que funcionaba con leña, la propietaria sólo la encendía dos horas al día, porque su obesidad dificultaba el trabajo de meter los leños y extraer las cenizas. Si mala es el hambre, aún peor es con frío, el cuerpo nunca se acostumbra a tan desdichada combinación. Pocos leños ardieron en aquella casa, cuyos radiadores no quemaban y donde estuvimos contemplándonos el aliento durante varios meses. Los que llegaban primero a comer esperaban de pie, con el trasero apoyado en los radiadores, para mejor aprovechar el exiguo calor. -¡Qué frío hace en esta puta casa! -gritaba Ricardo mientras se calentaba las manos con su vaho-. ¡Se está peor que en la calle! ¡Me dan ganas de volverme al bar! ¡Esto es una nevera! -¡No será para tanto…! ¡Bien que os arrimáis al radiador! -respondía la dueña con un aire irónico desde la cocina. -¡María, échale mas leña a la caldera! ¡Nos tienes arrecidos! ¡No nos quemamos, no!
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Ante las protestas, la patrona acudía con aspecto sonriente y forrada con gruesas y ajustadas prendas de lana. -¿Podemos enchufar una estufa eléctrica? -pregunté inocentemente. -¡Ni se os ocurra, demasiada luz pago porque estudiáis de noche! -Usted no sabe lo sacrificado que es estudiar con frío, pasamos tantas horas sentados que los pies y las manos se nos entumecen… -¡Qué hombres! ¡Cómo los de antes, que desafiaban al cierzo arando las tierras…! -María, no nos cuentes historias del pueblo -interrumpió Ricardo-. Mira los cristales, no se empañan porque estamos a la misma temperatura que en la calle y eso que fuera está nevando. -Pues yo no siento frío… -replicó la mujer. -Porque está gorda y va forrada, pero lo hace -insistió el viajante. Para mí era muy duro sentarme toda la tarde a estudiar Anatomía, frente a la ventana, y contemplar, a través de los cristales, los remolinos de copos de nieve en la ventisca. En aquellas circunstancias era muy importante no perder el poco calor que almacenaba mi cuerpo decrépito, por eso me ponía la ropa por duplicado, e incluso guantes, bufanda y el abrigo, y aún más, llegué a echarme la manta de la cama sobre los hombros. Una noche nos presentamos a cenar vestidos de tal guisa y la patrona se disgustó. -¡Qué exagerados son estos chicos! -Es tontería pasar frío… - contesté mientras Ricardo se reía. -¡¿Qué pasa?! -preguntó Marino.
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-Los estudiantes se han sentado a la cenar con el abrigo puesto para protestar por el frío que hace -explicó el viajante. -¡Voy a ponérmelo yo también! –se solidarizó el joven ciego. -¡Y yo! –se sumó Pedro “Grande”. -Sabes que tenéis razón… -dijo el vendedor- ¡Voy a abrigarme! En un santiamén regresaron todos protegidos del frío con bufandas, guantes, chaquetones y hasta gorras. -¡Qué hombres tengo a mi cargo! ¡Cómo los de antes, que rompían el hielo de las charcas para dar de beber al ganado…! -¡Echa más tarugos a la caldera, coño, y déjate en paz de decir jilipolleces! -chilló Ricardo indignado. -El problema no es echar, sino sacar luego las cenizas… -Qué las saque Pedro “Chico”, el único que dejas entrar en la cocina. ¡Cómo no come…! O lo hago yo ¡no me importa! -se ofreció Ricardo. -Pedro entra sólo a desayunar, cuando yo estoy presente, porque allí guardo cosas de mucho valor… -¡Qué desconfiada eres! ¿Acaso piensas que te vamos a robar? ¿Acaso guardas un tesoro entre las manzanas podridas? Si yo fuera un ladrón de nada te valdría tanta cerradura como tienes puesta. -Parece mentira que a los bejaranos, que tenéis tan cerca la nieve de la sierra, os afecte tanto el frío… -puntualizó María con cierta sorna.
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-Béjar está más resguardada del cierzo que Salamanca… -respondí molesto. Y para hacerla entender la situación, nos calentábamos las manos con el aliento que humeaba en nuestras bocas y con el vapor de la sopa de fideos, que para mí no tenían otra utilidad. Todas las noches, antes de acostarnos, para entrar en calor, hacíamos gimnasia y practicábamos artes marciales u otras modalidades de lucha. Era una manera de calentarse mediante el ejercicio físico y los porrazos, combatir el sedentarismo y liberarnos de la tensión diaria. Con el transcurrir del tiempo la ceremonia fue siendo más compleja. Nos poníamos sólo los pantalones del pijama para desafiar, a pecho descubierto, la baja temperatura reinante en el dormitorio. Después desfilábamos, cada cual con su almohada al hombro, por la habitación hasta el espejo del armario, donde gesticulábamos un repertorio de muecas que nos provocaban la risa. Más tarde, completábamos varias series de ejercicios gimnásticos y, finalmente, combatíamos. Las modalidades de lucha fueron variadas: lucha de almohadones, boxeo, judo, karate, cuerpo a cuerpo con la luz apagada… Tales prácticas, bastante ruidosas por los batacazos, caídas, ayes de dolor y carcajadas, eran un misterio fastidioso para los demás inquilinos, aunque nosotros, gracias al ajetreo y a los golpes, nos acostábamos calientes. -¿Qué cojones hacéis por noches? –nos preguntó Ricardo amenazante- ayer estuve a punto de levantarme para abroncaros. -¡Sois como potros! ¡Vais a destrozarlo todo! -le secundó la patrona, que a veces aporreaba la puerta pidiendo silencio. -¡No, son como loros: se pasan la noche dándole al pico…! –añadió Marino-. El otro día oí a Pedro recitando poemas y el anterior a Sebastián cantando hasta las tantas.
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-Lo siento… procuraré hacer menos ruidos… -me disculpé avergonzado. -Menos ruidos no, a las doce de la noche tenéis que estar dormidos -ordenó el viajante enfadado-. Oigo llegar a los ciegos a golpes con el bastón, ¿cómo no voy a oír vuestras risotadas? -¿De quién os reís tanto? -quiso saber la dueña. -¡De nadie…! ¡Nos reímos de chorradas! ¡Es relajante reírse…! -aclaró mi primo. -¡Pues reíros a otras horas, coño, que el día es muy largo! ¡Quedáis advertidos! amenazó Ricardo. A pesar de que la oposición era unánime, seguimos celebrando aquella absurda ceremonia, pero en silencio absoluto, aunque era bastante difícil reprimir las carcajadas. Una única manta era insuficiente para librarnos de los escalofríos en las gélidas noches de invierno, por lo que intercalábamos, debajo de la colcha, toda nuestra ropa de abrigo y hasta las faldillas de la mesa. A veces, nos acostamos vestidos y otras en la misma cama por no desperdiciar ni una pizca de calor. - ¡Qué frío hace! ¡Quién pillara una bolsa de agua caliente! - le decía a mi amigo. -¡Calla, que dice la señora María que no lo hace! ¡Qué no lo nota! -Es que la grasa es el mejor aislante térmico y a mí no me sobra.
Es cierto que, una vez metidos en la cama y al no poder dormir, charlábamos durante horas; la conversación a menudo se animaba, el tono de la voz subía, discutíamos apasionadamente sobre cualquier tema y, a veces, uno se quedaba dormido mientras el
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otro continuaba su monólogo. Por eso, de cuando en cuando, intercalábamos el famoso “¿estás dormido?”, y si no había respuesta equivalía al punto y final. Efectivamente, yo recitaba en ocasiones poemas de Antonio Machado, Lorca, Miguel Hernández y Paul Valery; y Chan interpretaba canciones de la Cantata de Iquique, Jesucristo Superstar, o Víctor Jara. Curiosamente, ambos éramos de ideología izquierdista y a la vez católicos, aunque Sebastián era practicante y yo me debatía en un naufragio de fe. -¡Cómo calentáis la lengua por la noche! -se quejaba Ricardo, que tenía un sueño muy superficial. Fueron diálogos sinceros, profundos y enriquecedores, gracias a los cuales aprendí mucho de la vida y cambié para mejor. Aquellos debates fueron un abono para la inteligencia.
Hartos de pasar frío, decidimos ir a estudiar a las bibliotecas públicas. Yo acudía, todas las tardes, a la del convento de San Esteban, un lugar tranquilo y caliente, donde daba gusto permanecer y trabajar. A la salida, solía darme un paseo por el claustro descubriendo la diversidad de seres imaginarios de los capiteles y los viejos cipreses del patio, que se fundían con el cielo estrellado. Así me aficioné a acudir a este hermoso templo no sólo por motivos puramente académicos, sino también por razones artísticas, pues me encantaba contemplar el magnífico retablo churrigueresco de enormes columnas salomónicas, o pasear por las inmensas naves curioseando en las ricas capillas, o tomar asiento en el coro para escuchar más cerca la música del órgano en la misa de los viernes por la tarde. Allí no recibía sólo calor espiritual. Atravesaba, entonces, una crisis religiosa, lógico choque entre fe y razón de las enseñanzas científicas, avivado por la constatación personal de la enfermedad, el
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sufrimiento y la muerte en las prácticas médicas. Después de ver a un niño con parálisis cerebral con importantes deformaciones que le condenaban a vivir postrado en un lecho, se tambaleó la hipótesis de la existencia de Dios y mi espíritu se precipitó en un abismo tenebroso y profundo. Sin embargo, visitaba aquel templo para apaciguar aquella lucha interior en la que el ateísmo radical vencía. El organista ensayaba los viernes por la tarde, antes de la misa, e interpretaba delicadas piezas que me envolvían en un alud de emociones y de paz. Una tarde, subí al coro para escucharle y me senté, permanecí recogido en la oscuridad y perdí la noción del tiempo. Como tenía los ojos cerrados, no me percaté de la llegada de un monje, que encendió la luz y me sorprendió en tal éxtasis. Me devolvió a la realidad con un toque en un hombro. -¿Te gusta la lectura? -me preguntó. -Mucho. -Entonces, sígueme. Te mostraré un libro. Fui tras él por pasillos en penumbra pensando que me enseñaría algún antiguo códice de su biblioteca secreta, pero acabamos en la sacristía donde me mostró la Biblia abierta. -Nos leerás algo de Salomón. Desde aquí hasta el final –me dijo señalando en la página correspondiente. -El “Cantar de los Cantares”-exclamé, mientras me familiarizaba con la lectura. -¿Lo conoces? -Claro.
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-¿Has leído alguna vez en misa? -No. -Entonces procura no ponerte nervioso. No pude negarme, cuando el sacerdote me hizo una señal, subí al púlpito y, casi de memoria, recité parte de aquel maravilloso poema. Por suerte no había ningún conocido entre el público. Estas y otras anécdotas enriquecedoras, que no contaré, nos sucedieron por buscar calor fuera de la pensión que pagábamos. No puedo terminar este capítulo sin un recuerdo para los gorriones, pues vivían en peores condiciones que nosotros, pasaban la noche a la intemperie arrecidos en las ramas desnudas y, a pesar de ello, me saludaban con sus trinos cada mañana, al cruzar el parque de San Francisco camino de la Facultad de Medicina. Muchas veces me detuve a contemplar el cadáver escarchado de algún pajarillo muerto de frío, y sufrí cada pérdida como si de compañeros míos se tratasen. Descansen en paz aquellos seres dignos y libres que, prematuramente, dejaron de revolotear en los frondosos cipreses de los jardines y a los que dediqué varios poemas.
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CAPÍTULO QUINTO DE LAS NOVEDOSAS EXPERIENCIAS CON CADÁVERES Y OTROS RESTOS HUMANOS EN LA ANTIGUA FACULTAD DE MEDICINA.
Las prácticas de Anatomía trajeron nuevas y escabrosas sacudidas a mi existencia, ya de por sí absurda. La sala de disección era amplia y luminosa; la luz se colaba desde arriba, a través de varios ventanales desde los que se divisaba el cielo y las ramas de los árboles del parque de San Francisco. Había dos filas de mesas de piedra artificial, con un agujero en el centro, a través del cual drenaban los fluidos orgánicos al correspondiente cubo de goma negra situado debajo. Como era de esperar, olía a formalina y a putrefacción. En torno a cada mesa, los jóvenes estudiantes lucíamos blancos uniformes y atendíamos a las explicaciones del jefe. Yo tuve suerte al poder contemplar, desde mi posición, el ramaje de los olmos de la avenida, donde me visitaban los pájaros y los rayos rojizos del atardecer. Al principio recortábamos, pegábamos y coloreábamos las partes de un cuerpo humano de papel: las venas azules, las arterias rojas, los nervios amarillos, los músculos marrones… Era como una clase de trabajos manuales con tijeras, pegamento y lápices de colores… Al fondo de la estancia había un enorme cubo de goma negra, con una tapadera del mismo material, que confundí con una papelera, pero al destaparlo para tirar los recortes sobrantes vi dos o tres caretas humanas flotando en un líquido maloliente por el lado del pabellón auricular. La visión de aquellos restos fue una sorpresa desagradable. Al cabo de un rato, una compañera de mesa me preguntó:
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-¿Dónde has tirado los papeles? -En aquel cubo -respondí señalando- pero ¡ten cuidado no te oigan! -¡¿Por qué?! -¡Por nada! Un grito de terror aturdió los pabellones auriculares muertos y asustó a todos los presentes, que miraron al fondo esperándose lo peor. Me dijeron que mi compañera no pudo superar esta impactante visión y cambió la carrera de Medicina por la de Enfermería. No había sido aún psicológicamente preparada.
Meses después, comenzamos el estudio del esqueleto. Al comenzar la clase, el celador acudía con un saco lleno de huesos, como un rompecabezas desordenado, e iba depositando en cada mesa los correspondientes a cada práctica. Como broma de mal gusto, alguien colocó, a una alumna, un collar de vértebras humanas ensartadas en una cuerda y perdió el conocimiento de la impresión sufrida, mientras otros extraían los dientes de las calaveras o se batían con los fémures. Era una forma de erradicar prejuicios y perder el respeto a la muerte, supongo. Conseguir algunos huesos representativos, para estudiarlos en casa, era una aventura y los pocos disponibles pasaban de una a otra generación de estudiantes por caminos oscuros, incluida su venta. Aunque legalmente existía la posibilidad de obtenerlos en cualquier cementerio cuando levantaran alguna tumba, siempre que se contara con los correspondientes permisos otorgados por el Ayuntamiento, la mayoría de los sepultureros, incluidos los de Béjar, desobedecían el mandato de las autoridades municipales. Por eso cuando presenté mi demanda a uno de los enterradores me dijo con sarcasmo:
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-El que entra aquí no vuelve a salir ni con la firma del alcalde. Busqué sin éxito en los mercados de Salamanca, dispuesto a pagar bien a estudiantes de cursos superiores. Mi padre habló con un bedel conocido de la Facultad de Medicina, empleado en el depósito de cadáveres y, aunque le puso muy buenas palabras, a la hora de la verdad me fui con las manos vacías. Cansado de tanta incomprensión, decidí colarme en el osario del cementerio de Béjar y tomar prestados algunos huesos. Aprovechando las vacaciones de Navidad, un mediodía lluvioso, salté la tapia del camposanto, mientras mi hermano Javier y mi amigo Leoncio, que también estudiaba Medicina, vigilaban subidos a lo alto de un castaño del Plantío, para tener mejor visión y avisarme si venía el sepulturero. Encajonado en aquel recinto angosto rebusqué en el barro, entre cenizas de cremaciones, astillas de madera de los ataúdes, flores secas y de plástico ajadas… Encontré algunas falanges intactas, que me guardé en los bolsillos, y alguna otra pieza, quizá del carpo. De repente, me cegó una luz amarilla y todo comenzó a temblar, perdí el conocimiento y me desplomé sobre los restos. No sé el tiempo que permanecí así. Cuando desperté no sabía quién era ni dónde estaba porque había perdido la memoria. Alguien gritaba en un árbol cercano y me dirigí en dirección a la voz, choqué de cara contra el muro, trepé a lo más alto y di un paso en el vacío cayendo desde una altura de más de tres metros. A pesar de todo, no sentí ningún dolor, pues mi mente permanecía estuporosa. Me auxiliaron mis acompañantes porque yacía manchado de barro; sangrando por la boca, porque me había mordido la lengua; y sin poder mantenerme en pie. Entre los dos y como pudieron me llevaron a casa. Yo andaba a trompicones con la cabeza y la mirada desviadas. Tardé muchas horas en recuperar la memoria y estuve todo el día en cama con un gran quebranto. Mi madre, después del susto inicial y tras oír lo sucedido, llegó a la conclusión de que había sido obra de las ánimas para impedir el hurto. Algunos días después, el médico de cabecera
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me atendió en consulta privada y me envió a Salamanca, donde un neurólogo me diagnosticó de epilepsia y me puso tratamiento. Yo pienso que la causa fue el mal comer, el poco dormir y el mucho estudiar, pues nunca más volví a sufrir otro ataque. Chor, mi hermano pequeño, por su cuenta, regresó al osar y me trajo, dentro de una saca, dos calaveras y otros huesos que me fueron muy útiles para aprobar la Anatomía; aunque mi madre, por respeto a los difuntos, nos prohibió que los guardáramos en casa.
Al reanudarse el curso, conté a Sebastián lo ocurrido en aquellas jornadas de descanso frustrado. -Tengo un amigo saqueador de osarios –me acusó, bromeando. -Caras me salieron las cuatro falanges que cogí. -No vuelvas al cementerio, por si acaso. -No… Está pensión parece un hospital…Tengo que tomar seis pastillas al día y tres son de barbitúricos… No sé si voy a rendir igual en los estudios tan sedado… -¡Tendrás que poner más voluntad! -¿Más todavía? -¡Sí! Tú acabarás la carrera de Medicina, pase lo que pase. ¡Estoy seguro! Fue mucha la ayuda moral que mi primo me dio en aquellos momentos difíciles, cuando me parecía que el mundo se iba a derrumbar conmigo. Resultó que él también era epiléptico, aunque sus crisis eran parciales, sufría ausencias sin derrumbarse al suelo.
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Pronto empezamos el estudio de las extremidades y nos habituamos a ver a los jefes de mesa transportando los decrépitos miembros amputados, y a hurgar buscando tal músculo o tal nervio. De ahí pasamos a inspeccionar los cadáveres completos de dos hombres y una mujer que, según los repetidores, llevaban bastantes años en uso, por lo que era difícil soportar su olor. Yo seguía las explicaciones desde la segunda fila, mirando entre las cabezas de mis compañeros, tapándome la nariz y con los ojos enrojecidos por el formol. Mientras las manos de los alumnos separaban los órganos, mi mente volaba con los gorriones, más altos que los pararrayos de la catedral. -Desde que hago prácticas con cadáveres me asquea la carne -comentaba durante la comida. -No me extraña –me respondió Sebastián. -Traes un tufo a muerto en la bata que apesta - protestó Ricardo. -Ahora mismo me huele mal -se quejaba Marino. -Porque ha traído un trozo de carne para el potaje de la señora María -bromeó Ricardo. -¡Eso no lo digas ni en broma! -le reprochó el invidente más joven. -¿Te habrás lavado las manos antes de sentarte a la mesa? –quiso saber el viajante con descaro. -Claro que sí, siempre lo hago por higiene - respondí. -¿Has escuchado, Marino? ¡Come el pan sin ascos! -insistió Ricardo.
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A pesar de tantas dificultades, aprobé todos los parciales con notable, e incluso me atreví a cuestionar la nota de un examen al doctor Amat, el catedrático de Anatomía, pidiendo el sobresaliente. El profesor me recibió en su despacho y me habló muy amablemente. - Es la primera vez que alguien no se conforma con un notable -me dijo-, acepte usted mi felicitación… Juntos revisamos el ejercicio y encontramos algunos errores en la inserción de algunos músculos, que debieron producirse al tomar apuntes. -Estudie usted en libros -me aconsejó- evitará imprecisiones. -No puedo comprarlos -le respondí. -No hace falta que los compre, están a su disposición en la biblioteca de la Facultad. A partir de entonces, en largas horas de trabajo, fui copiando los libros que necesitaba. Amat se aprendió mi apellido y siempre que nos cruzábamos nos devolvíamos cordialmente el saludo. Durante toda la carrera tuvo un trato especial conmigo.
Todo el día lo dedicaba al estudio de la Medicina con auténtica pasión, con curiosidad insaciable y derrochando las pocas fuerzas que tenía. Madrugaba e iba corriendo por las calles, para llegar pronto y sentarme en las primeras filas de bancos, ilusionado por lo que iba a aprender en aquella jornada. Asistía a todas las clases tomando apuntes en ocasiones artísticos, pues siempre estuve dotado para el dibujo y la pintura. Revisaba y corregía el material manuscrito comparándolo con los libros de la
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biblioteca. Pasé muchas horas solo, estudiando y tiritando de frío, cubierto en parte por una manta o por el abrigo, esperando la primavera más que los gorriones. Con fuerza de voluntad inquebrantable afronté cuantas dificultades tuve, pues no estaba dispuesto a fracasar. A veces, me contemplaba en el espejo del armario durante varios minutos y en mi mente surgían cientos de preguntas que no podía contestar. -¿Por qué estoy destrozándome? ¿Merece la pena quemar mi juventud entre cuatro paredes? ¿Servirá para algo tanto sacrificio? Me fui consumiendo, adelgacé aún más y tuve que hacer nuevos agujeros a la correa para que no se me cayeran los pantalones. Mi rostro demacrado lucía dos patéticas ojeras debajo de los ojos cansados y doloridos por el estudio. Hubo que poner coderas a los jerseys, agujereados del roce contra las superficies de madera. Consulté libros de Medicina Interna y de Neurología para saber que era la epilepsia y no me gustó lo que leí. Vivía con el temor permanente a sufrir un ataque imprevisto en la Facultad o en la calle, pues los factores de riesgo eran muchos y los cuidados pocos. Aquel atiborre de pastillas disminuyó mi capacidad de concentración. No fueron días maravillosos, aunque tampoco faltaron instantes de felicidad, como el rayo que se filtraba entre nubes negras de tormenta. Los fines de semana Sebastián se iba a Béjar, yo me quedaba en Salamanca estudiando, aunque en los ratos libres, salía a despejarme y también disfrutaba con la música de los órganos de la Catedral y del convento de San Esteban; de paseos por las orillas del Tormes bajo chopos desnudos y gaviotas libres, cerca del soberbio puente romano y de los verracos de piedra contra los que golpearon al Lazarillo. Sorprendí estrellas prisioneras entre el ramaje escarchado del amanecer. Atisbé la luz en el paisaje cambiante de aquellas tierras arcillosas, rojizas y amarillentas. Me recreé en silenciosas caminatas por la ciudad brumosa y fantasmagórica, rica en
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rincones donde el tiempo se había detenido gracias a extraordinarias obras artísticas. Supe del recogimiento y la oscuridad de sus humildes templos románicos. Comprendí la fantasía del gótico y la majestuosidad recargada del barroco… Compendié parte de estas sensaciones en poemas simples, agrupados bajo el título “El Vuelo Azul”, un poemario parido en soledad inhóspita, arrancado a impulsos, con trozos imprecisos de sueños y esperanzas, con deseos irrealizables por imposibles, pero con el coraje que nos obliga a luchar cada día, porque cada segundo de nuestra existencia es importante por el simple hecho de pertenecernos. Nadie ha derrochado tanta ilusión. Aquellos apuntes estaban plagados de frases de ánimo: “¡Vencerás! ¡Es preciso seguir luchando! ¡Continúa! ¡Falta poco para el final!”, es posible que también guarden alguna lágrima que emborronó algún subrayado. Sebastián me ayudó en aquel trance complejo, también mi familia cuando regresaba a Béjar algún fin de semana. En uno de estos viajes, un joven pasajero tuvo una crisis epiléptica y cayó convulsionando en el pasillo del autocar. En medio del lógico revuelo, algunos hombres intentaban sujetarle y devolverle a su asiento. Sebastián y yo nos acercamos con calma. -¡Déjenme con él, yo también soy epiléptico y sé cómo hay que atenderle! –advertí con tanta autoridad que todos se apartaron y volvieron a sus sitios. Le dejé en el suelo cuidando que no se lastimara hasta que recuperó la conciencia, después le ayudé a sentarse junto a su madre, que lloraba impotente. -¿A ti también te dan dos crisis al día? - me preguntó la buena mujer. - No señora –respondí, aún avergonzado. -Muchas gracias por vuestra ayuda… -nos dijo, mientras limpiaba la saliva de su hijo, un muchacho de mi misma edad pero con evidente retraso mental.
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Al regresar a mi plaza, sentí que todas las miradas se clavaban en mí, no sé si por nuestra buena acción o por lo que, sin querer, confesé.
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CAPÍTULO SEXTO DE LAS OTRAS CARRERAS.
La monotonía del curso se rompió cuando publicaron el anteproyecto de una ley que encarecía la enseñanza, entre otras cosas. Aquella mañana, alguien colocó, en los pasillos y clases, enormes pancartas llenas de frases alusivas escritas con grandes letras rojas. En la fachada pintaron anuncios de huelga estudiantil y convocaron una asamblea en la Facultad de Medicina. Como no me pareció bien que hubiesen manchado con pintura un monumento artístico, no acudí a la reunión. Me atrincheré en la biblioteca y estuve estudiando, no podía perder un minuto en parlamentos inútiles. Al salir, me topé, en la misma puerta del recinto, con un grupo de estudiantes insultando a la Policía Nacional, que cargó en ese momento, por lo que di media vuelta y corrí a refugiarme en el viejo edificio. Fuimos testigos de un tumulto lamentable, ya que algunos chavales de instituto apedrearon a los “grises”, que respondieron disparando pelotas de goma, atrincherados tras sus escudos de plástico. En las escaramuzas que siguieron hubo rotura de cristales, incluidos los de la biblioteca, desde donde yo contemplaba la escena. Los coches aparcados en la zona sufrieron múltiples abolladuras por las pedradas que recibieron. Hubo un momento de confusión y nerviosismo cuando los agentes del orden controlaron la situación tomando la entrada del edificio, nos temimos un desalojo violento, quizás con represalias. No fue así, al existir leyes que impedían a los antidisturbios entrar en la Universidad. Los más jóvenes hostigaban desde dentro, pero pronto gastaron sus municiones. Cuando se apaciguó el panorama, atravesé el improvisado campo de batalla y volví a la pensión, dando un rodeo y con la carpeta escondida. Después fui a ver a mis abuelos paternos, Pedro y María Antonia, alojados
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en casa de sus hermanas, y cuando narré lo sucedido mi abuelo aplicó unos de sus sabios refranes: -Más vale rodear que no mal andar. Una gitana que lo oyó dijo: “no son refranes, son verdades”. No te metas en líos de política, que tu nombre no figure en ninguna lista de partidos o sindicatos, que a veces se usan mal cuando vienen mal dadas. Luego me contó algunas anécdotas alabando la prudencia y para que evitara participar en cualquier conflicto, o como él decía: - “Qué por curiosidad no te fotografíen junto al cadáver”, o “las cárceles y las sepulturas están llenas de valientes”. La gente mayor era muy desconfiada a causa de la Guerra Civil. No les faltaba razón, pues entonces vivieron atrocidades absurdas, como el martirio y asesinato de su tío, el beato Lorenzo Cosmes Martín, fraile de la Orden de los Predicadores, muerto en Madrid el 11 de agosto de 1936, y cuyos restos, brutalmente mutilados y desfigurados, fueron identificados gracias a un botón de otro color, cosido por mi abuela unos días antes del regreso. Aquellas represalias eran previsibles y le alentaron a quedarse en el pueblo hasta que la situación mejorase, sin embargo, él era un valiente y no quiso eludir sus responsabilidades como religioso. Volvió como un cordero a un corral de lobos por no renunciar a su fe en Jesucristo. Mi familia paterna procedía de Macotera, un ejemplo de castellanos religiosos, amantes de las tradiciones de este campo charro, que el sol abrasa en estío y la escarcha endurece en invierno, donde escasean las sombras de las encinas bajo la inmensidad limpia del cielo. Comí con ellos y disfruté con sus historias, que reforzaban mi identidad, hundían mis raíces en la tierra para nutrirme con su sabia ancestral y me hacían sentir miembro de una saga de luchadores.
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Al día siguiente, desoyendo consejos, acompañé a Sebastián a una asamblea de la Universidad y los Institutos, que se celebró en el Aula Magna de la Facultad de Medicina por su mayor aforo. Surgieron espontáneamente líderes estrafalarios, rojetes de nuevo cuño con espesa barba ya canosa, vozarrón poderoso y autoridad para imponerse y arrimar el ascua a su sardina. Nadie sabía por qué presidían y algunos dudábamos que fueran universitarios, entre otras cosas por su mucha edad. -¿Quién coño ha elegido a esos para presidir? -pregunté a Sebastián, que se emocionaba en estos actos multitudinarios e incluso se atrevía a exponer públicamente sus opiniones. -Creo que son estudiantes de Derecho -me aclaró mi primo. -Deben ser repetidores del último curso. -¿Por qué? -Porque algunos ya deben tener nietos… ¿No crees? Hubo un lleno absoluto, incluso quedó gente de pie, entre las volutas del humo de los cigarrillos y las manos levantadas solicitando turno para intervenir, vimos y escuchamos al chistoso de turno, al revolucionario convencido, al manipulador sutil, al pardillo que no se entera, a los que quieren votar ya, a los que aplauden y abuchean, a los que cuentan manos… Por supuesto, Sebastián y yo también intervenimos para que apuntasen nuestra propuesta en la pizarra. Al final la gente dejó de atender y aquello se transformó en una reunión pajarera, donde todos hablaban, nadie escuchaba, y los que se aburrían iban saliendo. Todo para convocar una manifestación por la tarde, trazar su recorrido y los puntos donde volvería a comenzar en caso de ser disuelta.
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A las seis en punto, en la plaza de Anaya, junto a la Catedral, cientos de jóvenes evidentemente nerviosos, pues no había sido autorizada, iniciamos la marcha. Todas las bocacalles del itinerario estaban tomadas por la policía, que conocía a la perfección nuestros planes. Mi primo y yo nos situamos en el centro de la muchedumbre y comentábamos las proclamas, algunas graciosas. Casi todas las entradas a la Plaza Mayor estaban bloqueadas con coches patrulla. Seguimos por la calle Zamora. -¡Chan, esto es una ratonera! ¡Nos han metido en la boca del lobo! –exclamé, al comprobar que estábamos rodeados. -Tú tranquilo - me respondió - nosotros somos buenos corredores… -¿Y cómo vamos a correr entre tanta gente? -¡Cuándo llegue el momento lo sabrás! La marcha se detuvo en las proximidades de la plaza Zamora, pues la calle estaba cortada con varios furgones y vehículos policiales, detrás de una barrera perfectamente alineada de “grises” pertrechados con escudos, porras y rifles para disparar pelotas de goma y botes de humo. -¡Dispérsense! ¡Dispérsense o nos veremos obligados a intervenir! –amenazó una voz a través de la megafonía, pero la muchedumbre no hizo caso porque no había escapatoria. Pronto sonaron las primeras pedradas contra los cristales y la carrocería de los automóviles. Las sucesivas cargas policiales nos obligaron a retroceder hasta la Plaza Mayor, donde la multitud se hizo fuerte y consiguió acorralar a un grupo reducido de antidisturbios, que tuvo que guarecerse tras sus escudos de plástico de la lluvia de guijarros y ladrillos que caían desde todas partes.
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-¡Grises, asesinos! ¡Grises, asesinos! -gritaba la gente al unísono. Varios furgones de refuerzo entraron en la plaza y los agentes azuzaron perros contra los manifestantes, creando confusión y caos, que aprovecharon para detener a los cabecillas más violentos. Fue tal el pánico ante los pastores alemanes sueltos y enfurecidos, que forzamos una salida entre los vehículos policiales, esquivando sus porrazos, e incluso saltando por encima de otros con peor suerte, que yacían heridos en el suelo. Nos fuimos a casa ilesos de milagro. -¡Cómo sonaban los palos! - exclamó Marino sonriente. -¡Los oíste! -dijo Ricardo-. ¡Sí, algunos chillaban como ratas! -¡Ya lo creo! ¿Vosotros no os habéis manifestado? -se interesó el invidente. -¡Allí estuvimos! -le respondí. -¿Os han calentado? -No, pero por el canto de un duro… Los días siguientes hubo nuevas asambleas y manifestaciones, pero yo no asistí. En una de ellas los estudiantes de Medicina tuvieron la desafortunada idea de acudir con las batas puestas, distintivo por el que fueron fácilmente identificados y escarmentados. También lo fue, según me dijeron, una pastelera con similar uniforme pero del todo inocente. Sebastián estaba muy interesado en la política, por acompañarle a actos públicos de izquierdas me vi involucrado en otros altercados, como los ocurridos en el Pabellón Municipal de Deportes, durante un concierto de “Quilapayún”, un grupo chileno famoso por “La Cantata de Santa María de Iquique”, obra en la que denunciaban la matanza de
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obreros de las minas de salitre en huelga a manos del ejército. Al final del espectáculo, cuando el público emocionado cantaba el himno socialista con el puño en alto, irrumpió en el escenario un grupo numeroso de militantes de Fuerza Nueva, armados con cadenas y bates de madera, rompieron los instrumentos y el equipo musical, aunque los integrantes del grupo consiguieron huir de los agresores. La reacción de los asistentes no se hizo esperar y sonaron inmensas bofetadas a través de los altavoces. Tuvo que intervenir la Policía Nacional, que acordonaba el polideportivo, para evitar el linchamiento de los ultraderechistas, lo que motivó empujones y golpes en el intento de escapar. Con Sebastián también asistí a una conferencia de un importante líder socialista y a un ciclo de películas de Bertolucci donde proyectaron “La Estrategia de la Araña”, entre otras. Aunque yo procediera de una familia obrera, en la que hubo algún sindicalista, y por ello me sintiese más próximo a la izquierda, no estaba aún políticamente definido. Mi gran afición era el arte, sobre todo la poesía, por eso amaba la libertad individual e íntima inherente a cada existencia y aborrecía cualquier forma de gregarismo.
La
instauración reciente de la democracia en nuestro país puso de moda el interés por los temas políticos. La Transición trajo un indescifrable jeroglífico de siglas de partidos de dudosas
intenciones.
Los
domingos,
a
mediodía,
instalaban
sus
puestos
propagandísticos en la Plaza Mayor para repartir panfletos y pegatinas, tramitar afiliaciones, recoger firmas en apoyo de las más inverosímiles causas, vender insignias o banderas… La gente acudía con curiosidad e interés a las reuniones y conferencias que organizaban… Hasta en la Facultad de Medicina se discutía de política. Era difícil cruzar aquel océano tenebroso como yo lo hice: como un demócrata sin pasión y sin rumbo, pero no a la deriva. Me declaré apolítico y humanista, aunque nadie me creyó.
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Mientras Sebastián se entusiasmaba con la canción social de cantautores como Víctor Jara, yo prefería el rock sinfónico de Pink Floid y Genesis, de los que traje dos cintas: “La Cara Oculta de la Luna” y “Engaño en la Cola”, que escuchaba en el radiocasete de mi primo. Así, yo veneraba la individualidad y era introvertido, tímido y poco sociable, lo contrario de Sebastián, que participaba en múltiples proyectos y actividades, e incluso ejercía de monitor en Junior, una asociación de jóvenes católicos para la que quiso captarme sin éxito.
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CAPÍTULO SÉPTIMO. SOBRE EL RITUAL DE INICIACIÓN.
A menudo, incumpliendo la norma del silencio, narré a Sebastián algunas aventuras de la banda de los 7 K, a la cual pertenecía. Se emocionaba con estas historias y reía a carcajadas, sin embargo, como era comunicativo, las contó en Béjar, llegaron a oídos de mis amigos y se molestaron conmigo, así perdí las pocas influencias que aún conservaba en el grupo. Con mi marcha hubo un cierto distanciamiento, rara vez nos escribíamos y sólo en una ocasión vinieron a verme a Salamanca. Lo más memorable de aquella fugaz visita, en un día invernal, fue el frío que pasamos y la bronca que me echó un tío segundo por haber aceptado la invitación de mis tías, que se empeñaron en que comiéramos en su casa. Les enseñé la pensión y luego fuimos a ver al otro amigo que también cursaba primero de Medicina y vivía en una residencia de estudiantes a las afueras de la ciudad, en la carretera de Zamora. No creo que nadie recuerde algo más de tan desastrosa jornada que, por supuesto, no volvió a repetirse. Yo propuse el nombre 7 K en memoria de una banda de la Plaza Mayor de Béjar, pues todos sus integrantes llevaban tatuado en un brazo la palabra KIE, que al parecer significaba amigos en un idioma extranjero. La K no era la inicial de karate, como después se dijo, y aunque al principio fuimos 7 amigos, después pertenecieron a ella otros muchachos, aunque el nombre ya no se modificó. Luis y yo empezamos a salir juntos a la edad de 8 años, como entonces los hermanos mayores nos ocupábamos de los pequeños, también venía Ángel y yo llevaba a Javi y Chor, y a mi primo Juan, que siempre fue como un hermano, pues nos criamos en la misma casa, Barrioneila número 20. En una época posterior se unieron Mario y José Charli; y finalmente Leoncio.
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Aún conservo un diario que data de 1969 donde describo las batallas con otra banda rival de la Antigua por el control de un extenso territorio: desde el puente de Don Paco hasta el del regato Ontoria, un escenario agreste con enormes canchaleras de granito como el Tranco del Diablo; bosques de robles, arces y avellanos como la Umbría; pastizales como el de la Casa de la Vega; grutas como la cueva de los Murciélagos y piscinas naturales de aguas cristalinas. La guerra duró varios años y concluyó con la quema de todas las casetas, cuando tras duros entrenamientos en mitad del campo, aprendimos artes marciales. Entonces abandonamos la vieja táctica de saquear y huir, dejamos de correr y nos convertimos en una de las bandas más respetadas de Béjar. Fue una gran paradoja, pues comenzamos luchando entre nosotros como una práctica deportiva, ya que ninguno era especialmente pendenciero. Hubo peleas con otros grupos, absurdas costumbres de la juventud de entonces, y aunque no buscásemos tales afrentas tampoco las rehuíamos cuando surgían. En una de ellas tuve que desviar un navajazo que me hubiera malherido en el pecho, al final inmovilicé al agresor, le quité la navaja y le dije que se marchara. Aquella noche, aprendí que la violencia es un veneno que mata en un abrir y cerrar de ojos. En consecuencia no merecía la pena arriesgarse en reyertas inútiles que siempre terminaban mal para alguno y generaban nuevos rencores. Hice mío aquel verso: “no buscar más odio del que te tengan”. Aquel fue mi último combate, después permanecí pensativo en la penumbra del Hospital Viejo, bajo un castaño de Indias, mojado por la lluvia, cubierto de barro y con un arma ajena en mi mano derecha. También luchó y venció Luis. Aquel incidente fue muy comentado en Béjar y nos ganamos el respeto de los grupos más hostiles. Aunque Sebastián nos tildase de macarras, nunca lo fuimos. Mi consideración hacia él no era mucho mejor, antes de convivir en la pensión, mi primo simbolizaba al típico joven idealista y religioso, aparentemente feliz, que a los 18 años
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ya tenía novia formal e incluso proyectos de futuro, que nunca había peleado con nadie ni realizado actividades de riesgo… Me gustaba hacerle rabiar con tales argumentos, acusarle de poner la otra mejilla, traspasarle mis dudas religiosas para conocer sus más profundos pensamientos, así cuestionaba la existencia de Dios y el amor cristiano como norma de vida. Era difícil enfadarle y contraatacaba recordándome que, hasta hacía algunos meses, yo también ejercí de catequista en la parroquia de los Pinos y preparé a un grupo de niños para la Comunión. Ambos podíamos conversar sobre cualquier pasaje del Nuevo Testamento, porque nos lo sabíamos casi de memoria. En el transcurso de los días fuimos acercando posiciones, gracias a las largas y educativas conversaciones sobre los más diversos temas, o a aquellas discusiones apasionadas, tan molestas para el resto de los inquilinos. Un día Sebastián me pidió que le enseñara a luchar y así empezamos las prácticas nocturnas que tantos perjuicios nos trajeron. Me sorprendió cuando quiso superar las tres pruebas del rito de iniciación para pertenecer, simbólicamente, a los 7 K. Una mañana de finales invierno fuimos al legendario lugar, con Javi como testigo, a cumplir con el arriesgado ceremonial. El campo olía ya a primavera, verdeaban los árboles de las frondas y los álamos de las choperas, el rocío brillaba sobre la hierba y florecían violetas y botones de oro. Dimos un largo rodeo corriendo campo a través entre zarzas y arbustos, por sendas intrincadas y entre peñas, por ver si mi compañero se fatigaba y desistía, pero no lo conseguimos. El rito comenzó en el puente de los “Tres Troncos”, vestigio ruinoso con un trío de vigas gruesas de castaño apoyadas en dos machones de granito, a varios metros de altura sobre el río Cuerpo de Hombre. Cruzamos como equilibristas, pues la madera estaba húmeda y resbaladiza, cada cual sobre un tronco. Al alcanzar el tramo final, el menos alto, Sebastián resbaló y se desplomó en la orilla fangosa; a pesar del traspié, salió ileso, aunque embarrado hasta las rodillas. Bromeó
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sobre el incidente y quiso seguir. Caminamos por el sendero de la Umbría, un bosque frondoso de castaños, robles, avellanos, arces y nogales, que recibía muy pocas horas de sol, lo que explicaba un ecosistema especial con todo tipo de musgos, líquenes y helechos. A finales de febrero, florecían los narcisos silvestres y las prímulas. Subimos a lo alto de la Bota del Tranco del Diablo, un canchal de reducidas dimensiones en medio de un abismo profundo, desde donde si se superaba el vértigo y la inseguridad inherentes a la altura, se disfrutaba de una panorámica a vista de pájaro. Bajamos, después, al fondo del precipicio por la “Cueva del Polvo”, descolgándonos por la hiedra trepadora. No nos pareció prudente escalar la pared contraria por “El Canal”, una pendiente vertical con rocas que se desprendían fácilmente. Dimos la prueba por concluida y superada. Al día siguiente, los tres subimos a Hoya Moros para confirmar su ingreso, pues una de nuestras actividades preferidas era el montañismo en la Sierra de Béjar y en los montes cercanos.
Sebastián me hablaba a menudo del amor como eje de la vida, sin embargo en la panda se consideraba un signo de debilidad y dependencia. Hubo amores idealizados y platónicos, que habían de ocultarse para evitar burlas y represalias de los demás, pues este sentimiento ni se aceptaba ni se comprendía. Aconsejado por mi primo transformé mis pretensiones imaginarias en reales, lo que me supuso una rotunda decepción, que quedó reflejada en algunos poemas, por aquel rechazo fui ridiculizado sin piedad, igual que antes le sucedió a otros, pero dejé atrás un lastre del pasado que me impedía vivir con sosiego. En la distancia fructificaron tales rupturas y el olvido limpió lo demás. Durante los pocos fines de semana que iba a Béjar, me incorporaba a las actividades de la panda como uno más, aunque, como no podía consumir bebidas alcohólicas,
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asistía con demasiada serenidad a las fiestas. Por aquel entonces nos gustaba ir a la discoteca a bailar rock duro, sobre todo las canciones de “Deep Purple” incluidas en el disco “Made in Japan”.
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CAPÍTULO OCTAVO DE NUESTRA EXPULSIÓN, PARA EL BIEN DE TODOS
Faltaban pocos días para la Semana Santa y ambos estábamos eufóricos por las vacaciones próximas. Sebastián había progresado en la práctica de las artes marciales. Aquel día nos preparamos para otro combate como solíamos, desnudos de cintura para arriba. -¡Estás en los huesos! –me recordaba mi primo- ¡Me da pena pelear contigo! -¡Preocúpate por ti, que yo tengo mucho nervio! -¡Mira que músculos…! -¡Cómo juegas a balonmano! Después cogimos las almohadas. -¡Toma, forzudo! - bromeé mientras le asestaba un buen golpe. -¡Me has hecho daño! -protestó Sebastián, molesto. -¡De eso se trata! ¿No? -¡Tú lo has querido! ¡Voy en serio! -me dio un porrazo por todo lo alto. -¡Ten cuidado con la bombilla! Al escucharnos acudió la patrona enfadada. -¡Gamberros! ¿Qué hacéis ahí dentro? ¡Vais a romper algo! -nos advirtió, mientras golpeaba la puerta cerrada.
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Entonces nos entró la risa tonta y no la podíamos parar. En vano nos tiramos sobre la cama y mordimos la ropa para que no se nos oyera. -¡Culpable de adulterio! -exclamó Sebastián, apuntándome con el dedo en tono acusador-. ¡Te pillé “in fraganti” morreando con el almohadón! Y yo estallaba en una nueva e incontenible carcajada. -¡Dejadme entrar! -gritó María desde el pasillo. -¡No estamos visibles…! -dije entre risotadas, ambos ya por el suelo, cada cual con su almohada. -¡Apagad la luz! ¡Inmediatamente! ¡A la cama! –ordenó la dueña. -¡Cómo mande! -respondimos y apagué. Tardamos un buen rato en dominar las risas. -Te reto a una pelea cuerpo a cuerpo y en la oscuridad -propuse. -¡Vale! Y nos enzarzamos en silencio. Intenté un volteo pero mi primo se agarró a mí con fuerza y perdimos el equilibrio, cayendo sobre mi cama, que se desplomó con tanto estruendo que la patrona acudió fuera de sí. -¡Potros! ¡Sois unos potros! -gritó mientras aporreaba la puerta- ¿Qué habéis roto? ¡Salvajes! Nosotros permanecimos inmóviles en la sombra, enredados entre la ropa y sorprendidos por el accidente. -¿Qué habéis roto? -insistió la patrona.
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-Nada. No ha pasado nada. –contesté con nerviosismo, pero al escuchar mi respuesta Sebastián comenzó a reír de nuevo, su hilaridad me contagió y tuvimos que morder las mantas muchos minutos hasta sofocar la risa. Como no abrimos la mujer se cansó y se marchó a la cama, momento que aprovechamos para investigar los daños con una linterna. -Se ha roto una de las pestañas metálicas sobre las que apoya el somier y otra está doblada - diagnosticó mi primo. Intentamos enderezarla pero fue imposible porque amenazaba con partirse. Solucionamos la situación sujetando el somier con una correa de cuero y, después, con una cadena y un candado que adquirimos; así dormía, sin hacer movimientos bruscos para no descuajaringar aquella instalación tan precaria y con miedo a partirme la cabeza durante el sueño. Por la mañana retirábamos las ataduras y el lecho quedaba en un estratégico equilibrio inestable, con el somier apoyado sobre dos patillas sanas y otra torcida. El invento funcionó durante medio mes pero, como lo mal hecho mal acaba, aquel estropicio también fue descubierto. Ocurrió mientras la señora hacía la cama, al apoyarse derrumbó aquel castillo de naipes y quedó atrapada en sus ruinas. -¡Socorro! ¡Qué alguien me saque de aquí! -vociferó angustiada, pues a pesar de muchos esfuerzos era incapaz de incorporarse, en parte a causa de su gordura y torpeza. Después de bastante rato, se despertó Marino, acudió a ayudarla asustado por las voces y sin ver que sucedía. -¡¿Qué pasa?! ¿Por qué grita? -preguntó el ciego con manifiesta inquietud. -Estoy aquí, en el suelo, entre las ropas de la cama que me han destrozado esos sinvergüenzas. ¡Ayúdame a levantarme!
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-¿Se ha hecho daño? -se interesó el invidente mientras palpaba agachado para localizarla. -No. Ha sido un susto de muerte. -Tranquila. ¡Apóyese en mí, voy a tirar para sacarla de ahí! Aunque Marino era corpulento tuvo que emplearse a fondo para conseguirlo. Después la mujer inspeccionó el catre y localizó el desperfecto. -¡Aquí falta una patilla! -Tendrá que venir a un herrero a soldarla -aconsejó el hombre. -¡El que rompe paga! ¡Me van a escuchar esos salvajes! Al volver de la Facultad, encontré a María iracunda en el dormitorio e imaginé lo sucedido. -¡Mira! -me chilló señalando el amasijo de hierros, sábanas y manta-. ¡El trompazo de la otra noche! ¡Y encima tuve que aguantar vuestras risas y burlas…! -Fue sin querer -respondí en un intento de justificar el inesperado accidente. -Me da igual. Recoge tus cosas y os marcháis de la pensión en cuanto venga tu primo –me ordenó sin dudarlo. -¿Nos echa? –pregunté, ingenuamente, para ver si recapacitaba sobre tan drástica medida. -¡Ya me has oído! -¿Y adónde vamos a ir a mitad del curso?
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-¡Me da igual lo que hagáis! ¡Cuánto más lejos mejor! -Por favor, nos deje hasta que encontremos otro alojamiento, para no perder clases supliqué preocupado. -¡Tres días! ¡Ni uno más! ¡Llama a tus padres y cuéntales lo sucedido! ¡Diles que también me adeudan lo que cueste el arreglo de la cama, a medias con tu primo! -¡Se lo diré! ¡No se preocupe! -Gracias a que Marino estaba en casa para socorrerme… ¡Casi me mato por vuestra culpa! -Discúlpenos… -dije arrepentido al ver el estado de nerviosismo de la patrona. María salió de la habitación y Marino me narró el dramático rescate, también enfadado con nosotros. Cuando vino Sebastián le comuniqué la noticia, aunque no le afectó tanto como yo esperaba. -¡Qué ingenuos hemos sido! ¡Quizá sea lo mejor para todos! ¡En cualquier otro lugar estaremos mejor que aquí! Realmente no sé por qué no nos hemos ido nosotros a principio del curso… -comentó mi primo sentado sobre la cama. -Por seguir juntos, supongo… -respondí. -Sí, una buena razón para soportar tantas calamidades… Esta tarde empezaremos a buscar otro alojamiento, aunque será difícil encontrar para los dos a estas alturas… El próximo año volveremos a ser compañeros y espero que tengamos mejor suerte que éste. -Tendremos que comportarnos mejor para que no nos echen.
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-Sí, se acabaron las peleas de almohadones. -Y las artes marciales. -Y cantar ópera rock de madrugada. -Y recitar poemas a la luna. -Y los monólogos en la oscuridad mientras el mundo duerme. -¡Nos aburriremos como ostras…! -¡Ya se nos ocurrirán cosas nuevas…! Así acabó mi estancia en aquella lúgubre y gélida vivienda. Mis tías me encontraron alojamiento a la vuelta de la esquina, en el domicilio de una patrona viuda, la señora Alejandra, que me trató de modo muy diferente durante los cinco años que tardé en licenciarme en Medicina. Como quedó convenido, Sebastián fue mi compañero dos cursos más y nadie tuvo queja de nosotros, al contrario, la señora nos puso como ejemplo de estudiantes ideales a las generaciones posteriores que residieron en su casa, aunque esa fue otra historia.
FIN
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN BEJAR, Noviembre de 1998.
EL PRADO DEL FIN DEL MUNDO
Casi todas las tardes de agosto iba con mi abuelo a la fuente de Doña Elisa, situada en medio del campo, para llenar el botijo de agua fresca. Yo tenía cuatro años, pero aún recuerdo con claridad los olmos y castaños de Indias, que bordeaban el camino, y el frescor de la brisa, que disipaba el calor del asfalto y balanceaba, musicalmente, el ramaje. Caminábamos en armonía, como únicos protagonistas del inmenso escenario del mundo, como pavesas del atardecer rojizo, como sombras chinescas irrepetibles en el contraluz del sol cuando se hundía en el horizonte para dar paso a la noche. Mi abuelo se reunía con sus amigos en aquella fuente y charlaban de temas para mí incomprensibles, alegrándose hasta el punto de reír. Aquel lugar era un espacio de confluencias, tal vez por eso el arquitecto la diseñó como un recinto cuadrangular, protegido por dos fuertes muros de granito, y con bancos de piedra que, aunque duros e incómodos, permitieran descansar al caminante tras saciar su sed y contemplar el paisaje. El agua del manantial fluía tan melodiosamente como si quisiera conversar con los allí presentes.
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Mientras tanto, yo escuchaba el monótono canto de las cigarras, el graznar de los grajos que cruzaban hacia las choperas y el suspirar de los búhos. La sucia mancha del anochecer me apagaba los colores y me encendía las luces del enorme tablero de ajedrez de la villa, las luciérnagas entre la hierba y los astros del firmamento. Mientras aquellos ancianos se narraban las anécdotas de su vida, yo descubría el mundo, un mundo para mí completamente nuevo. De la mano de mi abuelo anduve los caminos y me mostró los prados en flor, los huertos con su poza de verdín y los regatillos transparentes que surcaban la ladera umbría del monte, las solanas áridas y pedregosas donde florece el orégano o la manzanilla… De aquella época de mi vida recuerdo muchas sensaciones: la rugosidad venosa de sus manos, su respiración jadeante, el olor de los cigarrillos de estramonio que fumaba para el asma, el corte de su navajina cuando me fabricaba flautas con las cañas secas o pelaba la corteza del pan, pues tenía pocos dientes; o el movimiento de sus dedos sobre las cuerdas de la bandurria… Múltiples percepciones impregnan mi memoria y se ensamblan en recuerdos. Robé la imagen de su rostro de un retrato al óleo y de una decena de fotos que de él se conservan. Me apropié de su gesto serio, de las arrugas de su frente, de la cicatriz del sablazo que le partió una ceja en dos, y que le asestó un moro en la guerra de Marruecos. Me adueñe de sus ojos grises y azules, de su cabeza casi calva que solía cubrir con una boina… Pude rescatar su imagen del implacable desván del olvido y aprisionarla en el interior de mi cerebro.
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A veces, me sorprendo repasando estas antiguas secuencias, estos amarillos fotogramas. Como en un sueño nocturno, la mente crea sus propios escenarios y los personajes ocupan estos espejismos. A veces, regreso a aquella hermosa fuente con nombre de mujer y contemplo su pilón, esculpido en forma de concha, con manchas de verdín y musgo, con su chorro roto en espuma y canto; o el frontal, adornado por dos columnas, una a cada lado; con una placa de bronce para un poema de amor y una copa de piedra, en lo más alto, que recoge el agua de lluvia para que se miren las nubes. Mi abuelo me dio a beber agua fresca en un vasito de aluminio plegable, que siempre llevaba consigo. Desde la puerta con barrotes metálicos, existente en uno de sus muros, yo escudriñaba la oscuridad del campo nocturno, temeroso de descubrir algún lobo o alimaña feroz del bosque cercano. A veces, creí escuchar sus pisadas sobre la hojarasca o vi su bulto escurrirse entre los matorrales… Entonces me acercaba a aquellos hombres mayores en busca de protección. Ahora sé algunas cosas que me ayudan a comprender mi pasado. Mi abuelo Miguel trabajo casi toda su vida en la hilatura, en una máquina que es conocida en el argot textil como “el diablo”. Es un enorme cajón cerrado, de paredes de cristal, en cuyo interior giran afiladas cuchillas. Sirve para desgarrar los vellones de lana y suele situarse al lado de las cardas. Esta máquina ha mutilado a algunos trabajadores bejaranos. En la sección donde se realiza el proceso de cardado, se desprenden finas partículas de tamo, que al ser respiradas durante muchos años producen enfermedad. Mi abuelo enfermó de los bronquios por inhalar aquel aire malsano. Miguel no tuvo una vida fácil. Sobrevivió a dos contiendas: la de Marruecos, en la que combatió y fue herido, y la Guerra Civil Española, en la que, aunque no luchó,
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estuvo a punto de ser fusilado por no delatar a su vecino. Pasó hambre en la postguerra y perdió a tres hijas pequeñas. Al salir de la fábrica, recorría el bosque en busca de algo más que llevar a sus cuatro hijos hambrientos. Luchó contra la adversidad y supo soportar, como un roble de la sierra, hachazos de tragedias y calamidades. Dicen que fue un sindicalista ateo, aunque nunca estuvo afiliado a ningún partido ni sindicato, quizás por ello sobrevivió a la guerra y a las represalias que la siguieron. Dicen que amó el campo bejarano, que lo conocía como nadie. Dicen que prefería pasear por cualquier senda a ir trajeado por la Calle Mayor, o degustar un buen calderillo en la Fuente del Lobo a un buen sermón en el santuario del Castañar. Pocas veces le vieron entrar en los bares, pero su bota no estuvo vacía. Aunque no creía en Dios, respetó siempre a los creyentes, empezando por su mujer y sus hijos. Como tantos obreros textiles, trabajó en una nave tenebrosa, con muros y suelo húmedos por la cercanía del río... Pero aquel hombre supo cambiar el estruendo de las máquinas y de los correones giratorios por el murmullo de las fuentes, por el rumor de la brisa en los álamos, por el trino de herrerillos y jilgueros… Y quiso limpiar sus pulmones con un aire más puro, que no oliera a tintes ni a lanolina, y aspirar el perfume de la hierba buena de burro, del tomillo o del orégano. Quiso limpiar la grasa y la sosa de sus manos para recolectar majuelos y moras. Mis breves andanzas con el abuelo resultaron ser muy interesantes, pues aprendí a disfrutar nuestros parajes hermosos. Cada paseo fue una aventura en la que descubrí algo nuevo, que me explicaba. Sin embargo, una tarde de otoño, me condujo a un lugar lejano, porque tuvimos que descansar varias veces en el trayecto. Nos detuvimos en un
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prado con canchales redondos y un muro de piedra sobre el que sobresalían varios árboles picudos. Nos acercamos hasta una puerta cerrada, con barrotes metálicos, a través de los cuales estuvo contemplando el interior del recinto durante un buen rato. Yo no alcanzaba a ver lo que había dentro, pero él se volvió apenado y me dijo: “Este es el final del mundo”. (Es una de las pocas frases literales que recuerdo haberle oído pronunciar). Yo miré a mi alrededor y vi, a lo lejos, un enorme canchal y, tras él, cielo azul con nubes de formas caprichosas. Durante años, creí que allí terminaba la tierra y detrás de aquella roca sólo existía una sima profunda. Tardé en comprender el significado de aquella frase. Desde que mi abuela murió de un cáncer de ovario, Miguel sufría en silencio y mi infantil presencia le era de poca ayuda. Como se negó, por principio, a entrar en el cementerio mientras estuviese vivo, contemplaba, desde el exterior, la tumba de su esposa. Entonces su gesto se tornaba serio y preocupado. De vez en cuando, visitábamos el prado del fin del mundo, pero yo no tuve valor para asomarme detrás de aquella roca del abismo. Un día mi abuelo me aupó y pude ver aquel sitio extraño lleno de flores, cruces, lamparillas de aceite ardiendo sobre una lápida de granito y varias mujeres en silencio. Miguel quería ser enterrado en el monte, bajo un zarzal, pero no le hicieron caso. Allí afloró el miedo a lo desconocido. Entonces no comprendí la razón de aquellas miradas, ni la atracción por aquellos umbrales misteriosos que nunca nos atrevimos a cruzar, que siempre contemplamos desde lejos, que nos fascinan y aterran. Sí, aquel era un prado silencioso y triste, el borde tenebroso del mundo, la orilla de un vacío insondable…
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Cuando murió mi abuela, Miguel no quiso abandonar la casa donde había vivido tantos años. Para atenderle y para que no estuviera solo, mis padres se fueron a vivir con él a Barrio Neila, un barrio judío próximo a la Plaza Mayor, en la parte antigua de Béjar. A una centenaria casa construida con adobe y madera, llena de asimetrías, de paredes encaladas con algún desconchón; con suelos de lanchas de pizarra o de tierra prensada. Parece mentira que en aquel viejo edificio viviesen seis familias. En el portal había un aseo común, con una pila de lavar de cemento y un agujero en el suelo. Miguel vivía en el primer piso, aunque tenía una bodega y un corral. La casa tenía un balcón con vistas a un huerto y podíamos tocar las ramas de una higuera, aspirar el aroma de un enorme laurel y de los ramilletes de plantas medicinales que colgaba a secar, pues nunca creyó en los médicos y trataba sus dolencias con ellas. A mi padre no le gustó la casa y, cuando fue suya, contrató a dos albañiles para apuntalar una viga del techo. Mi abuelo aseguró que siempre las había conocido así y que aguantarían. El tiempo dio la razón a mi padre, pues, años después, el edificio fue declarado en ruinas por el Ayuntamiento y, al poco tiempo de quedar vacío, se derrumbó en una noche de vendaval. Mi abuelo siempre tuvo gatos. Los llamaba por el color de su cara. Yo conocí a “Cara-blanca” y “Cara-negra”. Una tarde llevó al monte una gata enferma dentro de una cesta de mimbre y estuvimos dando vueltas para confundirla. Soltó al animal en un claro y le abandonamos. La gata regresó a casa antes que nosotros. Como sufría mucho decidió arrojarla a un pozo. La introdujo dentro de una saca de tela y la ató con una cuerda. Aquel paseo no fue de mi agrado. El minino, al presentir lo peor, comenzó a maullar, angustiosamente, y se revolvía intentado huir. En una finca lejana, mi abuelo levantó la tapadera de un pozo, oculto entre saúcos y uvas de lagarto, anudó un pedrusco a un extremo de la cuerda y arrojó al animal al agujero. Se oyó un golpe en el
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agua, al que siguió un silencio horroroso. A pesar de mi corta edad, comprendí la crueldad de aquel acto y supe que la vida se puede perder fácilmente en un instante. Aquel pozo lúgubre permaneció en mi memoria. Con los años desapareció anegado por la maleza. Cuando quise encontrarlo, no pude y llegué a pensar que lo referido nunca sucedió, o nunca debió haber sucedido. No todos los paseos fueron tan tristes. Una mañana mi abuelo me condujo hasta el túnel y esperamos, sentados en una piedra, a que apareciera el tren. Aquel agujero me pareció más negro que el pozo, aunque posiblemente menos que la sima del prado del fin del mundo. Al cabo de un tiempo, oímos un silbido y vi, a pocos metros, la locomotora escupiendo humo y los vagones de colores con gente en su interior. He de confesar que me asustó aquel monstruo de metal, pues hizo un ruido ensordecedor y creí que iba a aplastarme con sus grandes ruedas de hierro o quemarme con su humo maloliente. No era para tanto. Otro día fuimos a la estación del ferrocarril y mi abuelo me dejó tocar la locomotora, subimos a los vagones e incluso caminé sobre un raíl de una vía muerta haciendo equilibrios. Entramos en la sala de espera y descansamos en uno de sus bancos, frente a un reloj que recordaba a los allí presentes que el tiempo huye. Nunca supe, ni me interesó siquiera, de dónde venían y a dónde iban tantos trenes y por qué tenían tanta prisa. Dicen que Miguel me llamaba “compañerito”, y así debió ser. Como por aquel entonces ya estaba muy enfermo y no renunciaba a sus salidas campestres, me dijeron que yo debía volver a casa solo y avisar si algo le ocurriese. Nunca le sucedió nada, pero yo me fijaba muy bien en los detalles del camino para saber regresar. En realidad, lo que a mí me parecían largos paseos no lo eran y, salvo en las contadas ocasiones que he descrito, no nos alejamos más de un kilómetro del barrio.
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Unos meses antes de que muriera, le dejaron un huerto próximo al túnel, desde el que podíamos ver pasar el tren. Como era extenso sólo cultivó una pequeña parcela cerca de la entrada. Juntos recorríamos las terrazas baldías, recogiendo las manzanas o las peras que caían al suelo, o mirando los racimos de uvas colgar de las parras, o los higos en las higueras, o los crisantemos sembrados en las lindes. Casi todas las tardes bajábamos a la huerta, pero un día Miguel se marchó sin despedirse de mí. Dicen que se fue al cielo y yo pensé que quizás se había aburrido de mi compañía. Mi abuelo murió de un ataque de asma y su agonía fue horrible. En sus últimos momentos pidió asistencia religiosa y el párroco le dio la extremaunción. Dejó de ser ateo para, según dijo, recuperar a su esposa en el más allá. Gracias a su mujer murió en gracia de Dios. En los días que sucedieron a su muerte yo pregunté por él y mi madre me respondía con sus lágrimas. Llevé a mis padres a ver los prados que me enseñó, el prado de las flores y el prado de las latas, tenía la esperanza de encontrarle allí, sentado a la sombra de algún árbol, acaso tocando la flauta. Crecí con su recuerdo y regresé, a la edad de diez años, al prado del fin del mundo. (Otros le llaman “el Plantío”). Me acerqué a la oxidada puerta y, con tristeza, contemplé la tumba de mis abuelos. A continuación, trepé hasta lo alto del temido canchal y me sorprendí al no encontrarme ante el abismo imaginado. El mundo no terminaba allí. Contemplé las moles graníticas de los picos de Valdesangil y el cielo con nubes viajeras. A los quince años entré en la fábrica donde Miguel trabajó. La empresa había quebrado y el edificio estaba en ruinas. En soledad atravesé las naves polvorientas y en penumbra. Visité la sala de la turbina, donde se generaba la energía, y desde donde el
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movimiento era distribuido a cada máquina utilizando anchos correones de cuero, capaces de voltear a una persona si por descuido se enganchaba en ellos. Encontré el recinto de cardado e introduje la mano dentro del “diablo” para tocar sus cuchillas como dientes amenazantes. Me puse los zuecos de madera para caminar sobre el barrizal y me acerqué a las antiguas cardas, con sus filas ordenadas de cardos secos. Entré en las oficinas y comprobé que mi abuelo trabajó allí, y en su ficha leí, junto a la fecha de entrada y de alta, una anotación sobre su comportamiento: “bueno”. Permanecí un rato sentado, aspirando el olor a moho, grasa y tintes. Imaginé como trabajaban antiguamente los obreros bejaranos, las condiciones insanas, el ruido ensordecedor de cada máquina en funcionamiento, las tragedias acaecidas en aquellos terribles accidentes, cuando un trabajador perdía una mano o un brazo y vi el suelo aún manchado de sangre. Regresé al túnel y penetré en su interior hasta que la entrada fue un punto de luz en la oscuridad completa. Busqué el pozo donde mi abuelo ahogó la gata enferma. No lo encontré. Volví a las ruinas de su casa de Barrio Neila y en la bodega rescaté, de entre el polvo y los cascotes, un viejo folletín, de los que antes se vendían por entregas, con su nombre. Al parecer todas las noches leía parte de un capítulo a su familia, para entretenimiento. En la búsqueda emprendida, recorrí lugares ruinosos, espacios deteriorados por el tiempo, estancias cubiertas de polvo y moho. Al final entré al cementerio y permanecí ante la sepultura de mis abuelos preguntando, preguntándome si aún quedaría algo de ellos, si podrían verme, si me habrían olvidado, si Dios existe cuando los hombres y mujeres mueren y se evapora su sabiduría. Sí, buscar a Miguel fue buscar a Dios y no
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encontrar a nadie, porque ninguno existía. Buscar a Miguel fue pasear solo, en la más rotunda de las soledades por sitios en ruinas y por caminos solitarios. Buscando a Miguel comprendí que la vida es un regalo, que hemos de disfrutar cada minuto y sorprendernos de nuestra existencia, aceptar la muerte como un hecho natural, porque la hierba se agosta, porque los pájaros del bosque también mueren, porque los robles secos no esperan un paraíso, porque los muñecos de nieve no necesitan un Dios que los redima. Buscando a Miguel aprendí a amar las cosas efímeras. ¿Era preciso recorrer aquellos lugares ruinosos? ¡¿Era preciso preguntar por mí mismo, como si ya no me conociera?! Supongo que no. Hubiera sido mejor aceptar su ausencia eterna. Me equivoqué al avivar aquellos fuegos interiores. Pregunté a mi madre y sus recuerdos bastaron para completar la historia, para derrotar a esa segunda muerte llamada olvido. Mi abuelo no fue ni mejor ni peor que otros hombres, pero vivió con dignidad. Trabajó duro para sacar a su familia adelante. Tuvo valor cuando fue necesario tenerlo. Amó a su mujer y a sus hijos por encima de todas las cosas. Supo gozar de la naturaleza. Supo sobreponerse a la pérdida de su esposa y de tres hijas. Cuando enfermó sufrió y murió sin queja. Un hombre más, con sus defectos y sus virtudes. Hoy conservo su imagen, robada de un buen cuadro, y manifiesto mi gratitud hacia aquel anciano que gastó sus últimos días en mostrarme nuestra campiña, que me enseñó a caminar despacio para no perder ni un detalle de cuanto a nuestro alrededor sucede, a disfrutar de las cosas grandes y pequeñas, a apurar cada minuto de la vida, a vivir con esperanza, con la curiosidad inmensa del que quiere y puede aprender, del que mantiene intacta su capacidad para sorprenderse, del que ama la rectitud y la tolerancia, del que aborrece la maldad y la violencia.
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Un hombre más, que nació y murió en Béjar. La paradoja de la conciencia individual, que sucumbe en un universo donde la energía no se crea ni se destruye, solamente se transforma. Mi abuelo tenía razón cuando dijo que aquel lugar era el fin del mundo, nos importa la pérdida de los seres queridos, su ausencia eterna, y también, cómo no, nuestro final. Porque somos individuos irrepetibles, efímeros pasajeros de un planeta errante, que gira alrededor de su estrella, la cual fuga desbocada en un vacío infinito. Miguel tuvo razón cuando, en su agonía, descubrió a Dios, pues Dios existe como una idea en la mente de los hombres, en esa realidad íntima. Su conversión final fue una estrategia para recuperar a su esposa en los prados del más allá, en esos paraísos imaginarios que cada cual crea a su antojo y para beneficio. Mi abuelo descansa para siempre bajo la tierra que, en vida, no quiso pisar; en el seno acogedor de esta noble y hermosa tierra bejarana, bajo el cielo cambiante, cerca de un castaño que tal vez le abrace con sus raíces. Miguel descansa al lado de su mujer. Ambos descansan en paz.
FIN.
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN BEJAR, Noviembre de 1999.
LA RUTA FLUVIAL
Los ríos, al igual que las personas, son diferentes. Cada uno posee rasgos propios que le identifican y, a la vez, le diferencian de los demás. ¿Cuáles son las peculiaridades del Cuerpo de Hombre? Nada mejor que aprender sobre el terreno, por eso programé una ruta fluvial, que iría desde su nacimiento, en lo alto de la sierra de Béjar, hasta el puente de la Malena, a pocos kilómetros de Montemayor del Río. Los ríos, al igual que las personas, nacen, fluyen y mueren. Aunque su cauce permanece, el agua se renueva para ser siempre distinta, delatando el fluir del tiempo. Si los ríos tuviesen memoria, conservarían todas las imágenes reflejadas en su superficie y también los sonidos y los aromas de los parajes que cruzaron en su imparable fuga. Pero como nuestro querido río no la tiene, yo quise prestarle mis sentidos y mi cerebro sensible, para elaborar una descripción escueta de su tránsito.
El Cuerpo de Hombre nace en Hoya Moros, el circo de un antiguo glaciar de la sierra de Béjar. Coronan sus paredes graníticas, casi verticales, las cumbres de los Dos Hermanitos y las Agujas. Los neveros, como pinceladas azules, adornan las laderas umbrías y el fondo de su gigantesca cuna. Sólo las águilas y los cuervos vuelan en el
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paraje solitario y rompen, de vez en cuando, el silencio reinante. No es posible explicar la pequeñez sentida en la montaña, bajo la grandiosidad del cielo. El aire y las rocas calentados derriten la nieve y el hielo, el agua gotea y empapa la tierra. Así se forman numerosos arroyos que discurren entre el musgo y la hierba, hilos de plata adornados, en ocasiones, por hepáticas blancas y merenderas. Confluyen en la hondonada y forman el Cuerpo de Hombre, un recién nacido de escaso y transparente caudal, arropado por sábanas de nieve, aterido entre carámbanos, con la frialdad en sus aguas puras, sólo y desvalido en la inmensidad de la serranía.
Avanza juguetón y saltarín como un niño, a lo largo del valle labrado, hace siglos, por la lengua del glaciar, sorteando las morrenas laberínticas allí depositadas. Después fluye veloz por el mayor de los desniveles. En Hoya Cuevas se precipita por las pendientes y borda numerosas cascadas, colas de espuma de variados tamaños y formas. El conjunto de todos sus rumores crea una sinfonía agreste y cambiante, que merece ser escuchada. Los torrentes salpican genistas, escobas y brezos. El agua al golpear se rompe y la luz que la atraviesa forma arco iris. La corriente se desliza apresurada sobre un cauce de piedras pulidas por el lamido constante, por esa fricción implacable que desgasta incluso los materiales más duros. El movimiento líquido se hace danza maravillosa. Es imposible no detenerse a disfrutar de este bello espectáculo de la naturaleza.
Un poco más abajo, el río enlentece su marcha y se suceden las pesqueras, algunas con nombre propio. Enmarañan las orillas melojos, serbales de los cazadores, espinos, helechos, zarzales, madreselvas, saucos, hiedras… Son parajes apacibles por su frescura
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en verano, frondas de ribera con alisos que se inclinan para contemplarse en el espejo del agua, robles, abedules, castaños, fresnos… Los senderos están invadidos por la maleza y, en algunos tramos, me impidieron el paso, me obligaron a rodear, saltando de piedra en piedra hasta la otra orilla. Me refiero a la Dehesa de Candelario, un magnífico robledal con ejemplares centenarios; Puente Nueva, con su ojo de piedra sobre el que cruza un cordel ganadero procedente de Extremadura; el Canalizo, lugar tradicional para el baño y la comida campestre; el Charco Umbrío, con su oscuridad verdosa y su misterio, cerca de un molino transformado recientemente en central eléctrica… En este tramo, se construyeron las primeras presas, para la toma de agua limpia, la cual discurre por canales de cemento de compuertas oxidadas… El Cuerpo de Hombre fluye estampado por el reflejo de la vegetación, por el mosaico de luces y sombras que se precipitan desde el ramaje, tachonado por rocas redondeadas y limpias. Sentado sobre la hierba, escuché el rumor del agua, en ocasiones fundido con el canto del ruiseñor, del jilguero o del mirlo, con el arrullo de las tórtolas, el croar de una rana, el aleteo sonoro de los grillos o de las cigarras… Allí descubrí el vuelo rápido de libélulas y caballitos del diablo de un azul metalizado, el peregrinar de mariposas multicolores, el laborioso libar de las abejas… Bajo la superficie del agua, en su entraña transparente, sorprendí la huida veloz de la trucha, el ondulante buceo de la culebra, la estática espera del tritón… La vida se agolpaba en su entorno. El río es un adolescente que descubre el mundo, quiere apoderarse de paisajes tan hermosos, se adorna con las imágenes captadas en su superficie, brilla con cada rayo de sol y se perfuma con madreselvas y otras muchas plantas aromáticas… Un río en todo su esplendor. Me detuve para descansar. Lavé mis manos. Refresqué mi cabeza sudorosa y bebí hasta calmar mi sed. Tendido, sobre la hierba verde, a la sombra de los árboles, cerré mis ojos y me inundó aquel plácido sosiego.
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Más abajo, el Cuerpo de Hombre se arrastra, a lo largo de un valle profundo. Va encajonado y prisionero. Ya no es posible pasear por sus orillas. En las zonas menos escarpadas hay edificios construidos con piedra de cantería, algunos ruinosos. Son fábricas textiles, molinos inservibles y una empresa de curtir pieles. Un paisaje cubista formado por el gris de las fachadas sucias, el negro de las ventanas en hileras y el rojo de los tejados y las chimeneas de ladrillo. El río también trabaja, las aguas claras, recogidas en su tramo alto, son conducidas por regaderas y tuberías hasta las diferentes naves. En los lavaderos disuelve los detergentes y la sosa para limpiar los vellones de lana y las telas. En los tintes fija los colorantes. En los batanes humedece los paños, proporcionándoles su textura final. En las turbinas genera energía eléctrica para que gire el motor de cada máquina. Hierve en las calderas, se transforma en vapor que escapa al sonar la sirena. Circula por los tubos de la calefacción, templando las inmensas naves en los fríos meses de invierno. El agua calma la sed en la dura jornada laboral y permite el aseo… El agua atraviesa la entraña de las fábricas, conoce el traqueteo de la maquinaria y se impregna de suciedad. A su paso por Béjar, el Cuerpo de Hombre es un río contaminado y ensucia las orillas de su cauce con grasas resbaladizas, espuma de jabón y pigmentos que le otorgan cualquier color… Además, las bocas negras de las cloacas le vomitan sus fétidos deshechos. A pesar su apariencia lamentable, sigue siendo un caudal digno, pues tanta suciedad es a causa del trabajo y el trabajo siempre dignifica. Él es el obrero que nunca descansa. Un río generoso que enfermó hasta perder sus seres vivos. Enfermo, pero no difunto, pues el mismo sabe purificarse, depurar su mugre, recobrar la original pureza… Y me alegré cuando vi que se alejaba de la villa.
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Me detuve en el Tranco del Diablo, una profunda garganta de paredes abruptas, por donde, según cuenta la leyenda, Satanás descendió a los infiernos, dejando, como señal de su paso por el mundo, su sombrero y una de sus botas petrificados. Un abismo sobrecogedor cuyo fondo nunca recibe la luz del sol, con canchales tapizados de musgos, helechos y líquenes, y orillas pobladas de arces de Montpellier, avellanos y robles. Seguí por la carretera de Aldeacipreste y luego tomé la desviación que va a Montemayor del Río, siguiendo la calzada conocida como la Vía de la Plata, también cañada real. Así anduve la parte final del itinerario por laderas de solana, por pastizales salpicados de fresnos, robles, encinas y alcornoques, hasta el puente de la Malena. Bajo esta construcción romana, aunque con un arco ojival que data de la Edad Media, el Cuerpo de Hombre fluye más limpio y lento, cerca de los miliarios que allí se conservan. El río fabril recupera la transparencia de sus aguas y se marcha, serenamente, a regar prados y huertos. La ruta me ocupó dos días. Al final, en casa, satisfecho y cansado, con las mil imágenes reflejadas en mi memoria, me quedé dormido. Aquella noche soñé con paisajes fluviales.
FIN
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN PLASENCIA, Septiembre del 2003.
UN SOPLO DEL AYER
Regresé a Béjar por la festividad del Corpus con intención de fotografiar a los Hombres de Musgo. Elegí la Plaza Mayor para presenciar la procesión, pues en ella se conservan notables edificios, que me servirían de fondo: el Ayuntamiento renacentista y otros casonas con soportales y arcos de granito; la iglesia del Salvador, construida en el siglo XIII, pero incendiada en 1936 y pésimamente reconstruida; aunque perdimos el tesoro de sus obras de arte, aún podemos contemplar la torre y el ábside románico, con sillares que lucen la marca de sus canteros; y el Palacio de los Duques de Béjar, presidiendo este amplio espacio, con la estampa majestuosa de sus dos torres, adornadas por los escudos de los Zúñiga y cubiertas por tejados de pizarra.
El aroma del tomillo en el aire me resultaba familiar. Nací cerca de aquí, en Barrioneila, en una antigua casa de madera y adobe, también declarada patrimonio artístico, que no pudo soportar el embate de un invierno: se derrumbó, como un castillo de naipes, en el transcurso de una noche de tormenta. No hubo desgracia personal, pero algunas de mis pertenencias infantiles quedaron sepultadas bajo el montón de escombros. Salvé recuerdos, que aún brillan en mi memoria como luciérnagas en la oscuridad.
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Crecí y me formé a la sombra de estas magníficas torres. Me bautizaron en el Salvador. De niño jugaba en el patio del Instituto y en sus aulas recibí docencia durante siete años. Aquí germinó mi afición por los castillos: una llamada silenciosa que me invita a visitarlos por muy lejos que estén, por muy deteriorados que parezcan, por muy difícil que su acceso sea... Una afición que me convierte en un viajero más en busca de aventura... He recorrido cientos de kilómetros únicamente para disfrutar de tales enclaves históricos: muchas veces un cúmulo de piedras en un páramo calcinado o en la cima rocosa de un cerro. He conquistado casi todos los castillos de las provincias de Cáceres y Salamanca, y otros más de Zamora, Valladolid, Ávila, Segovia, Toledo y Badajoz. No fue una tarea fácil, aunque sí enriquecedora. Cada fortaleza tiene su historia, sus personajes, sus leyendas, su arquitectura, sus adornos, su panorama, sus desafíos... Hicimos muchos viajes, pues nunca fui solo, siempre me acompañó mi esposa. Cuando fue posible, subimos a la torre del homenaje para otear la inmensidad del campo y del cielo, para sentir el aire saturado de perfumes y calcar con la mirada la línea del horizonte. Fueron excursiones para disfrutar de la vida, libremente, perdidos en la geografía rural, anónimos, sin preocupaciones que interfirieran el ánimo... Cambiábamos los problemas cotidianos por la alegría de descubrir otra fortificación en lontananza y nuestra curiosidad aumentaba a medida que nos aproximábamos a ella. Durante la visita, nos hacíamos fotografías junto a sus muros, puertas, cubos, torreones, almenas... para capturar aquellos instantes de felicidad intensa. Así fui completando álbumes preciosos con nuestras conquistas. En sus páginas aparecíamos sonrientes y despreocupados. Visitamos castillos extraordinarios: Turégano, Castilnovo, Coca, Cuéllar, Torrelobatón, Fuensaldaña, Simancas, La Mota, Arévalo, las Erguijuelas, Granadilla, Trujillo, Coria, Montánchez, Jarandilla de la Vera, San Felices de los Gallegos, Ledesma, Monleón, Miranda del Castañar, Monbeltrán, Villalonso... y otros
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en ruinas: Cabañas del Castillo, Mirabel, Portezuelo, Trevejo, El Carpio, Peñausende, Tejeda, Salvatierra de Tormes... En todos ellos hallé algún motivo para emocionarme. Sin embargo, el Palacio de los Duques de Béjar seguía siendo para mí especial: fue el primero de una larga lista que seguiría creciendo. Aquí comencé a explorar subterráneos en busca de hallazgos con los que satisfacer mi curiosidad.
Según los historiadores, el Palacio Ducal se edificó sobre una alcazaba árabe, reconstruida por los cristianos tras la reconquista de la población en 1203, en tiempos de Alfonso VIII de Castilla. Las primeras referencias escritas datan del siglo XIII y figuran en el Fuero de Béjar. En el siglo XVI la familia Zúñiga transformó el viejo castillo en palacio. En 1809, en el transcurso de la Guerra de la Independencia, las tropas francesas saquearon e incendiaron el edificio. Posteriormente, fue rehabilitado para servir de Consistorio, cuartel militar, cobijo de familias necesitadas y, finalmente, Instituto de Enseñanza. El edificio tuvo su época de esplendor renacentista, de la que aún conserva el patio porticado y la fuente de la Venera; y periodos de abandono, destrucción y saqueo de las riquezas que albergó. Es una construcción arquitectónicamente compleja en la que se superponen restos del castillo medieval y del palacio renacentista junto a obras modernas.
Conservo un diario que escribí a los 13 años en un cuaderno de contabilidad, con información sobre la venta de gusanos de seda, dibujos de flores de la comarca y sellos de temática diversa, que incluían las fortalezas de Fuensaldaña en Valladolid y el Alcázar de Segovia. Durante años esperé en vano, que editaran una estampilla con la imagen elegante y poderosa de nuestro Palacio Ducal. El viejo diario también guarda
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bocetos e instrucciones para la construcción de tres arcos de San Juanito, que fueron premiados en su día; algunos poemas sencillos y los planos del torreón de las Casas de los Maestros. Faltan algunas páginas, las arranqué porque contenían dibujos con información de los subterráneos que entonces exploramos ilegalmente.
De niño, durante los meses calurosos del estío, perdía el tiempo sentado a la sombra de los tilos, mirando a los vencejos entrar y salir de sus nidos, en las oquedades de la fachada del Instituto. Cruzaban en negras y ruidosas bandadas sobre mi cabeza. A veces, se enzarzaban y caían al suelo, era el momento propicio para capturarlos, ya que sus largas alas les impedían remontar con prontitud el vuelo. Después de sentir su corazón latir entre mis dedos les arrojaba al aire para que pudiesen extender sus alas y recobrar la libertad perdida. También anidaban entre sus piedras grajos, palomas y alcotanes. Algunos muchachos, más intrépidos que yo, subían a las torres del Palacio por misteriosos pasadizos, que guardaban en secreto. Entonces, dejé de contemplar los pájaros y me fijé en las ventanas, siempre vacías, de ambos torreones. Me preguntaba cómo llegar hasta ellas, pues no era posible el acceso desde las aulas del Instituto. Así comprendí que existían estancias realmente excluidas e ignoradas por la mayoría, a las que sólo era posible acceder a través de recónditos pasajes. Tal vez formaron parte del primitivo castillo medieval o no fueron consideradas útiles en las diversas obras de reconstrucción posteriores. El asunto tenía mayor alcance, pues la leyenda afirmaba que existían subterráneos utilizados por los antiguos moradores de la fortaleza para salir de la ciudad cuando estuvo asediada. En concreto, que uno de los corredores comunicaba con el castillo de Montemayor del Río y otros, extramuros, con la Cuesta de los Perros y con algún lugar
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cercano a la Fuente de Doña Elisa. Nunca creí que fuesen patrañas fruto de la imaginación de la gente. A veces, las leyendas se sustentan en hechos reales. Para mí, fue una aventura investigar la veracidad de tales afirmaciones, contadas a la caída de la tarde ardiente de verano, mientras permanecíamos sentados en el suelo, en corro, en un rincón sombrío. Me hablaron de un muchacho, apodado “el Inventor” porque fabricó una ballesta y un cañón de reducidas dimensiones que disparaba con pólvora. Se sabía que entraba en los subterráneos porque se cayó desde la ventana del torreón de las Cadenas, sufriendo diversas fracturas. No nos atrevimos a preguntarle por sus secretos, aunque decidimos descubrirlos por nuestra cuenta. En los días posteriores, exploramos, minuciosamente, la base del Palacio Ducal y de la muralla de Béjar, buscando posibles entradas. No fue en vano, descubrimos numerosas troneras alineadas (entonces pensábamos que eran respiraderos) y cinco angostos boquetes que nos permitían el paso. Entramos con linternas, velones y antorchas, emocionados por lo que allí pudiéramos descubrir. Nos habían advertido de los peligros de aquellos túneles: en algunos tramos faltaba el aire por la mala ventilación; o existían hoyos profundos en el suelo; o techumbres en mal estado, que podían derrumbarse y sepultarnos donde nadie jamás nos encontraría. Conscientes de realizar algo prohibido y arriesgado, una auténtica aventura para una pandilla de niños, visitamos el torreón de las Casas de los Maestros. Tiene dos pisos comunicados entre sí, con estancias cubiertas por bóvedas de ladrillo y troneras de tipo “la cruz sobre el orbe”. Desde el exterior es posible comprobar que estas aberturas defensivas se repiten cada pocos metros, incluso más allá de la Puerta de los Aires, a lo largo de gran parte del perímetro de la fortificación. No pudimos avanzar porque la galería estaba derrumbada. Excavamos para salvar el derribo, pero los escombros sueltos caían sobre nosotros, lo que nos hizo desistir. Este tipo de torreón cilíndrico o
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cubo protegía cada esquina de las fortificaciones de planta cuadrada o rectangular. En el Palacio Ducal son perfectamente visibles dos cubos y otro más casi oculto tras los paredones del patio exterior, que fue construido en el siglo pasado y no forma parte de la obra original. Otro día, exploramos el torreón de la Carrera, que está hueco por los derrumbes sufridos en su interior. Por las distintas alturas de sus troneras, es razonable concluir que tuvo tres pisos. Accedimos al interior vacío y desde un desnivel vertical, insalvable para nosotros, pudimos contemplar la bóveda de ladrillo a la luz de las antorchas. Recientemente cegaron sus vanos y en una oquedad cuadrada adyacente colocaron una verja metálica. La torre del homenaje de los castillos cristianos era cuadrangular y de mayor altura que el resto de los cubos. En la fachada Sur, en la parte ruinosa y deshabitada del Palacio, bajo las ventanas vacías, encontramos un orificio que nos condujo a una estancia similar a un torreón, quizás el cuarto cubo. Tenía la bóveda de ladrillo y los vanos casi enterrados. Por esta similitud, removimos la fina tierra con las manos hasta encontrar un nuevo pasadizo, que conducía al piso superior y del que arrancaba una larga galería que no recorrimos por miedo a extraviarnos. A partir de aquel descubrimiento infantil dispusimos del escondite más seguro del barrio. Un espacio recóndito, oscuro, silencioso y secreto, como una burbuja al margen del mundo donde aislarse para permanecer en la paz absoluta, frescos en las tardes calurosas de verano y al abrigo en las lluviosas de invierno. Era tanta la tranquilidad bajo la cúpula de ladrillo que aquellas percepciones se grabaron en mi memoria para siempre. A pesar de la suciedad en las ropas, del olor a humo y de las picaduras de mosquitos que, inevitablemente, justificaban reprimendas paternas, regresábamos, una y
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otra vez, porque la calma es como las drogas: crea adicción. No encontramos ningún tesoro material: ni joyas, ni espadas, ni monedas, ni armaduras... pero sentimos latir nuestro corazón, expandirse el pecho con el aire inhalado, vimos volutas de aliento dibujarse y escuchamos el retumbar de la voz con un eco único, individual, irrepetible... Allí descubrimos que todo se consume, que cada instante es un regalo precioso que nos otorga la vida para disfrutarlo como una primicia, como un préstamo extraordinario. Estuvimos enterrados en vida, aspirando y saboreando el polvo, la humedad fragante de la tierra, apartando la telaraña que molesta a la piel del rostro, limpiando el sudor sucio de nuestra frente... Fuimos los inquilinos de las habitaciones excluidas del Palacio, las que nadie quiso y las autoridades se empeñaron en rellenar de escombros, en tapiar sus entradas, en prohibir el acceso para que la gente ignore que existen y sigan formando parte de la leyenda. No conseguí encontrar el camino hacia las torres.
El repiqué jubiloso de las campanas del Salvador interrumpió mis pensamientos, devolviéndome a la realidad. La procesión del Corpus se acercaba. Me puse de puntillas y alcancé a ver los pendones de la villa y la imagen vetusta de los Hombres de Musgo. El público tomaba posiciones para ver mejor el desfile, que subía con lentitud por la calle de la Carrera. Noté un cierto nerviosismo en los familiares de los niños que marchaban vestidos con sus trajes de Comunión. Todos los asistentes lucían sus mejores galas y el aroma de las colonias se mezclaba con el olor a cantueso, tomillo salsero y rosas, que alfombraban el suelo. Busqué un lugar con más visibilidad y puse la máquina fotográfica a punto. Pronto tuve ante mis ojos a seis Hombres de Musgo de aspecto monstruoso, con un enorme mazo al hombro, que caminaban, torpemente, tras la
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bandera de España, encabezando el cortejo. Tras ellos la Custodia, precedida por un monaguillo balanceando un incensario humeante. Seguían las autoridades eclesiásticas y políticas, algunos con bastón de mando. Alguien portaba un estandarte con la imagen de la Virgen del Castañar bordado en oro y plata. Fotografié a otros Hombres de Musgo ante ambas filas de niños vestidos con trajes de Comunión, ellos con ramos de flores y ellas con canastillas llenas de pétalos de rosas desmenuzadas. Hace años yo también desfilé con un traje prestado para la ocasión: chaqueta de terciopelo con chorrera, mi primer pantalón largo de color gris, guantes blancos, un rosario, un misal con las pastas de nácar y zapatos nuevos de charol. Recuerdo la diferente tonalidad de las campanas de cada iglesia de Béjar, que sonaban a nuestro paso, y la lluvia de flores que la gente arrojaba desde las ventanas y balcones, adornados con mantillas, mantones, colchas y banderas. Cerraban la procesión, de negro, el alguacil de la villa y dos maceros de rojo púrpura; la Orquesta Municipal, que siempre sonó maravillosamente; y la muchedumbre ruidosa.
Si antes mi pensamiento voló hacia los castillos, sufridos testigos del pasado, piedras ensambladas que lograron permanecer durante siglos; después vibró reviviendo la historia. Y es que en Béjar se conservan tradiciones que se remontan al tiempo de la Reconquista. Como la población disponía de una muralla de altos lienzos, difíciles de asaltar, los cristianos tuvieron que recurrir al ingenio y al camuflaje para aproximarse hasta sus puertas sin ser descubiertos. Según la leyenda los soldados se vistieron con musgo y pieles de animales. Los musulmanes los confundieron con seres monstruosos y huyeron despavoridos al verlos. Este desconcierto lo aprovecharon las tropas para entrar y rendir la plaza. En recuerdo de esta hazaña, todos los años desfilan varios Hombres de Musgo el día de Corpus. Es nuestra leyenda viva, una leyenda que ha venido
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representándose ante los ojos de los bejaranos desde hace siglos y que forma parte de nuestra identidad cultural.
Aquella mañana se fusionaron en mi retina y en la tarjeta de mi máquina fotográfica los Hombres de Musgo y los niños vestidos de comunión, que representan la tradición y el futuro de las nuevas generaciones. Lo fantástico y lo real. La marcha lenta y torpe de los guerreros, bajo la pesada e incómoda coraza vegetal, y los movimientos gráciles de los rapaces que buscan con la mirada a sus familiares más próximos. El cansancio reflejado en los rostros de los soldados, que ya no despiertan el pánico, sino la curiosidad de los forasteros y la gratitud de los paisanos, y las caritas sonrientes de los chiquillos. Los unos vestidos con el manto de nuestra tierra, sintiendo su grosor, su humedad y su aroma; los otros como infantes o princesas, con todas las prendas recién estrenadas para la ocasión y adornados con flores. Un contraste que me emocionó. Casi de forma automática, me agaché y recogí del suelo unas hebras de musgo, que deposité con sumo cuidado entre las hojas de mi agenda. Lo hice para que me diera suerte y para recordar, cuando estuviera lejos, mi origen bejarano. Después perfumé la palma de mis manos con tomillo y aspiré su aroma. Esperé que la muchedumbre se marchara y permanecí, sentado en la escalinata de la iglesia, frente al Palacio Ducal. Cerré los ojos, durante algunos segundos, y me pareció que el tiempo no hubiera transcurrido. En el fondo de mi mente, seguía siendo el niño que capturaba vencejos para devolverlos al aire; que buscando el camino para subir a las torres del castillo se detuvo en un nicho subterráneo; aquel que indagando tesoros escondidos aprendió que no hay joya más valiosa que un minuto de existencia plena y consciente... Fue una falsa impresión: el tiempo no se detuvo. El universo se transforma sin cesar y nosotros con él.
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Es una maravilla que nuestra identidad permanezca inalterable tantos años. Al final, la vida es un instante que progresa, que se consume y renace de sus cenizas. Nos arrastra el presente y muchos recuerdos son fruto de la fantasía. La mayor parte de nuestro pasado yace en el olvido. Sólo chispean recuerdos emocionalmente reveladores y son el rescoldo de la memoria.
Revisé las fotografías tomadas y todas me parecieron buenas. No quise borrar ninguna imagen. En la pequeña pantalla reproduje cada detalle de la procesión. Me sorprendió la magia de estas cámaras digitales, capaces de capturar el momento, procesarlo en sus circuitos e imprimirlo en un pedazo de metal o de plástico. También existe la memoria sin identidad. Fue un día delicioso. Recogí el equipo y caminé por la Calle Mayor saludando a familiares y amigos. Espero no faltar el año que viene.
FIN
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN BEJAR, Septiembre del 2006. Viola tricolor. ACAMPADA EN LA SIERRA DE BÉJAR
En una caja de cartón encontré nueve fotografías fechadas en agosto de 1977, amarillentas por el paso del tiempo, único vestigio de una excursión inolvidable a la sierra de Béjar con un grupo de amigos. Me sorprendieron las imágenes, mejor preservadas en el papel que en mi propio cerebro; sin embargo, la técnica fotográfica sólo puede evocar los sentimientos vividos. Aquellas nueve fotos reproducen nueve instantes de felicidad plena. Yo era el mayor con 19 años recién cumplidos, el benjamín tenía 15. A pesar de la edad, estábamos acostumbrados a recorrer la campiña de Béjar. Cinco años antes comenzamos a explorar las laderas del “Tranco del Diablo” en busca de cuevas, aprendimos a saltar sobre los canchos de granito, a caminar sin temor por el borde de los barrancos y a escalarlos sin ayuda de cuerdas. En sus solanas áridas y solitarias soportamos el sol poderoso del estío, la lluvia de la tormenta, el viento gélido del invierno, el cansancio de correr campo a través entre rocas laberínticas y matas de robles, carrascos y zarzales que arañaban como un gato salvaje. Así forjamos la mente y el cuerpo, con la curiosidad inmensa del que descubre el mundo y alivia una sed insaciable por conocer, sentir y saber. Ampliamos horizontes con nuevas y distintas
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panorámicas. Coleccionamos atardeceres rojos y alboradas violáceas. Nos bañamos en pozas de agua fría, estampadas con los reflejos de los alisos. El siguiente reto fue coronar las cimas más cercanas: los Picos de Valdesangil, la Peña de la Cruz y la Peña Negra. Al conquistar cada cumbre, corríamos emocionados por ver quién se asomaba primero al nuevo paisaje de cada punto cardinal. Tras el esfuerzo, descansábamos recostados sobre el granito. Ante nuestros ojos se abría un magnífico panorama: la inmensidad azul del cielo, poblado de nubes con formas caprichosas y ángeles a la deriva; las manchas brillantes de los pantanos de Santa Teresa y Gabriel y Galán; las llanuras extremeñas y castellanas, desleídas en la lejanía; los pueblos vecinos como palomas posadas y las sierras de Francia y de Béjar, esta última próxima y misteriosa, con neveros, con bosques de robles y coníferas, con torrenteras, crestas y precipicios. Pronto aprendimos a nombrar sus cimas: el Colorino, el Alaid, el Pico del Águila, el Canchal Negro, el Calvitero, los Dos Hermanitos, el cancho de la Muela… Incluso nos inventamos el nombre para otros relieves, hasta entonces anónimos. Teníamos prohibido subir a la sierra, pero no nos conformábamos con avistarla desde otras alturas. Era realmente hermosa. Sus colores camaleónicos se modificaban a lo largo del año: en primavera, verde prado y amarillo de piornos floridos; ocres cuando el pasto se agostaba y el otoño hería las arboledas; en invierno, negra, gris y blanca por la nieve. Nos advirtieron de sus peligros. Aún recuerdo relatos, narrados en tardes lluviosas, al calor del brasero de cisco, en los que sus incautos protagonistas eran devorados por una manada de lobos; o morían despeñados tras pisar una placa de hielo, congelados en el transcurso de una ventisca, o como consecuencia de la picadura de un escorpión o la mordedura de una víbora… Tristes historias contadas con todo lujo de detalles, incluso con el nombre o el parentesco de las víctimas, que siempre concluían con una moraleja
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y consejos prácticos de cómo actuar en tales circunstancias para sobrevivir. Así nos inculcaron el respeto a la montaña. Entonces eran pocos los que se aventuraban: carboneros, pastores, leñadores y escasos montañeros, a veces requeridos por la Guardia Civil para localizar a algún excursionista extraviado o recuperar el cadáver de algún suicida. Nuestras primeras andanzas por la sierra de Béjar fueron improvisadas y, por supuesto, clandestinas. Como nadie nos enseñó el camino, subíamos por dónde y hasta dónde podíamos. Cuando, por fin, obtuvimos la ansiada autorización paterna y la posibilidad de pasar un día entero fuera de casa, me compré una mochila de lona y una cantimplora de aluminio forrada de paño verde. Nuestras madres nos tejieron gorros con pompón y bufandas de lana, con franjas de dos colores. Subimos hasta la Plataforma y pasamos el día resbalándonos con plásticos por una pendiente nevada. En sucesivas excursiones invernales exploramos más a fondo la sierra y descubrimos parajes sorprendentes con arroyos congelados, columnas de hielo, carámbanos de mil maneras, cascadas que al precipitarse lucían el arco iris, brezos sombreados de cristal y escamas como cuchillos que, por su fragilidad, se rompían a cada paso… No olvidaré la imagen de la Virgen del Calvitero, agrietada por los rigores climáticos y casi oculta bajo un manto de nieve, sin corona de oro ni flores. En una ocasión nos perdimos en la niebla y la ventisca nos escarchó la ropa. Sucedió en un escenario totalmente blanco en el que se agitaban puntos luminosos y los cristales de hielo, impulsados por la fuerza del viento, herían la piel. Caminábamos en fila, sin perdernos de vista, para que nadie quedara rezagado. Cada vez que intentábamos un descenso aparecía un precipicio sin fondo ante nuestros pies. El aliento se congelaba en el cabello formando bolitas de hielo que al caminar tintineaban como cascabeles.
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Llegó la primavera y disfruté del deshielo. Las flores silvestres perforaban, con su exiguo calor, la costra gélida y los prados esmeraldas se cubrían con pinceladas multicolores. El agua goteaba, aquí y allá, empapando la tierra y confluyendo en múltiples arroyos, serpientes de cristal, que reflejaban el cielo y luego se convertían en cascadas, en una sinfonía desde la transparencia. Con el estío quisimos vivir libres y acampar durante cinco días cerca de las lagunas del Trampal, en el fondo del antiguo circo glaciar que se divisaba desde la cumbre del Calvitero, a 2.425 metros de altura. La excursión se organizó a pesar de la escasez de medios. Al no disponer de tiendas de campaña, dormiríamos en alguna cueva; el resto era asignar utensilios y herramientas, poner dinero y aprovisionarnos. Así, uno subiría un podón y un hacha, para cortar leña; otro un machete y cuerdas; otro la música, linterna y pilas; otro una bota de vino, una sartén y una cacerola; otro velas, cerillas, mechero y papel de revistas; otro se encargaría de la parte lúdica: baraja, cubilete y dados, y taba de hueso; otro de la cámara de fotos… En los días previos compramos lo necesario: sal, azúcar, aceite, leche condensada, café, galletas, arroz, tomate en bote, patatas, salchichas y albóndigas enlatadas, queso, chorizo, tocino, huevos, fruta, vino y hasta una botella de coñac… El día clave madrugamos para evitar el calor de agosto en la subida. A las seis de la mañana, en la oscuridad del Parque Municipal, estampada con luces de farolas y estrellas, nos repartimos los bultos y, a ritmo de rock, comenzamos la andadura hacia la carretera de Candelario; unos con mochila; otros con bolsa de deporte; alguien con el temido saco de los melones; y cada cual con su manta debidamente enrollada y sujeta. En Candelario, mientras esperábamos que abriese la panadería y para no aburrirnos, jugamos a ver quién lanzaba más lejos su gorra, haciéndola planear y sin que cayese en
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la regadera. Sin embargo, en uno de los lanzamientos, la boina que amablemente nos prestó mi abuelo se embocó en un tejado. Pudimos recuperarla gracias a que un vecino nos prestó una escalera. El panadero se sorprendió cuando pedimos treinta y cinco barras de pan: una por persona y día, e hizo la entrega en un saco vacío de harina. Otro bulto más, por si no teníamos suficientes. Todos los miembros de la expedición caminábamos con el agobio de la carga asignada, intentando no quedar rezagados, cuando la luz del amanecer iluminó, muy a lo lejos, la silueta poderosa de la montaña. Al subir la empinada rampa de los cortafuegos nos sobraba la ropa de abrigo. Llegamos sudorosos a la Plataforma e hicimos una parada para desayunar junto a la fuente que brota entre los pinos. Ya era de día. El porteador encargado de transportar la mochila con los huevos se quedó dormido encima de ellos y algunos se rompieron. La primera fotografía captó aquel instante cómico, mi hermano menor aparece tumbado en la hierba, durmiendo plácidamente, con una gorra, unas gafas de sol y un pañuelo colocado en la cara al modo bandolero para protegerse del sol. A su lado, otro, más moderno, se aplica una crema protectora en el rostro y los demás contemplan sonrientes la escena. En la segunda foto practicamos esgrima con barras de pan por espada. Como los peores bultos eran el saco de los melones y el del pan; el primero por su peso y el segundo porque soltaba harina, que al cargar al hombro se introducía entre ropa y espalda causando picor, y los picos se clavaban; optamos por esconder algunos melones para la vuelta, trocear el pan y turnarnos para su transporte. La ascensión al Calvitero fue más dura de lo esperado, por el cargamento y porque uno de nosotros, el menos acostumbrado a tales caminatas, quiso abandonar. La marcha se hizo lenta, tediosa, con un rosario de paradas que empeoraban la situación, ya que el sol calentaba con fuerza. Así cruzamos por la ladera del Travieso, siguiendo el sendero señalizado con hitos de piedras o atajando entre piornos, brezos y peñascales. Pisamos
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la cumbre a mediodía. Aunque el sol implacable de agosto lucía en lo más alto, nos detuvimos a comer, aprovechando la escuálida sombra del monolito de la Virgen. El viento, que siempre sopla allí arriba, nos refrescaba. La tercera foto recoge este momento de alegría y cansancio: rostros sonrientes, pechos al descubierto, brazos en alto y dedos con el signo de la victoria. En la cuarta posamos en actitud triunfal: como fondo las cumbres de Gredos; al frente, la Ceja, la cima más elevada de la sierra de Béjar; y abajo, una cuna grandiosa, el antiguo circo labrado en la roca granítica y su valle glaciar, en forma de U, por donde se deslizó una lengua de hielo en tiempos remotos. Descendimos con rapidez. Junto a la laguna grande, encontramos una choza de pastores construida bajo una roca, que servía de techo. La rehabilitamos como refugio, pues estaba casi derruida. Al remover aquellas piedras amontonadas huyeron espantados una culebra y dos lagartos. Levantamos su pared semicircular, ocluimos las rendijas con retama, forramos la parte exterior con un plástico duro y prendimos otro en la entrada. El habitáculo resultante era pequeño para todos y los dos amigos prefirieron ocupar una cueva próxima. Acolchamos el firme con una alfombra de helechos y una manta, para que fuera más mullido y cómodo, ya que abultaban molestas irregularidades. Utilizamos los espacios más angostos como despensa, para poner las viandas a buen recaudo. Sin embargo, en aquel paraje escaseaba la leña y hubo que conseguirla en el valle que desciende a Solana. El primer día acabamos rendidos, pero en un campamento digno y habitable. Después nos jugamos a los naipes el lugar que cada cual ocuparía dentro de la choza para acostarse. Tuve suerte y conseguí uno de los mejores. Cuando anocheció, cenamos y permanecimos un tiempo sentados alrededor de la lumbre en amena y apacible charla salpicada de risas, mientras que las estrellas y la luna prendían sus reflejos en el agua inquieta y en la oscuridad del universo. Alguien puso reparo para
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dormir en la antigua guarida de reptiles, otro se acordó de los lobos y las tarántulas, pero ser montañero y albañil es duro, y triunfó el cansancio. Encendimos las velas, nos enrollamos cada cual en su manta atados con cuerdas, como si fuésemos momias, y nos acomodamos para aprovechar el exiguo espacio disponible. Al levantar la cabeza, para atender llamadas maliciosas, algunos se golpeaban con el techo, casi tapadera de ataúd. Fue una noche interminable. Dormí a ratos y tirité de frío en aquel lecho duro e irregular. Me levanté al alba y, como un fantasma en la penumbra, encendí la hoguera. Sentado, cerca del fuego, con la manta sobre los hombros, disfruté del amanecer. Sentí la soledad, la paz y la armonía de la montaña. Fui testigo del avance inexorable de la luz y de su triunfo tras la ancestral batalla con las sombras. Así concluyó otra noche. Luego acudieron los demás, atraídos por las llamas reconfortantes y el aroma del café, que burbujeaba en la cazuela. Compartimos el novedoso despertar de la serranía : el vuelo de los pájaros, aparentemente libres ; los primeros rayos de luz en la superficie de la laguna ; el rocío transparente adornando la hierba y el musgo de las rocas ; los colores indescriptibles y cambiantes del cielo. Una alborada llena de sensaciones distintas, de sueño y escalofríos, de perfumes que impregnan el aire puro y enrarecido por la altura, de sonidos de la naturaleza. Hasta lavarse la cara en el gélido arroyo fue gratificante, pues su rumor me sonaba a música y su entraña transparente me servía de espejo. Todo era primicia, recién creada y ofrecida; estreno y natural regalo. En torno a la hoguera planificamos el nuevo día: lo primero conseguir leña, tan escasa y necesaria; luego recorrimos las orillas de cada laguna. Me impresionó el color azul oscuro de la grande, acaso diferente por su mayor profundidad, y tuve la impresión de que, en cualquier momento, fuera a emerger de sus aguas un monstruo prehistórico. La presa final dejaba correr un arroyuelo en el que estuvimos pescando truchas a mano, aunque fue imposible
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alegrar la comida con tan suculento plato. Cada cual investigaba por su cuenta y los hallazgos, pregonados a voces, eran fielmente repetidos por el eco prodigioso del paraje. En la quinta fotografía, estamos en la entrada de la cueva, con un arroz a la cubana tan espeso que algunos dieron la vuelta al plato y la comida no se caía, y otros clavaron la cuchara verticalmente en el pegote. Daba igual, en el campo todo sabe bien; felicitaciones al cocinero por el buen rato que nos hizo pasar, no paramos de reír con los jocosos comentarios que a cerca de su especialidad serrana se improvisaron. Por la tarde, algunos se bañaron en las lagunas. El agua estaba demasiado fría para mi gusto. Yo busqué una sombra y me dormí en la manta, extendida sobre la hierba, así me repuse del insomnio de la noche anterior. Después escalamos hasta los neveros, situados en la base del colosal paredón de la Ceja. La nieve acumulada soportaba los calores del estío; los enormes bloques de hielo, al contactar con la roca caliente, se fundían creando grutas maravillosas en su interior, con el techo en forma de colmena, cuyas celdillas se derretían en el centro y dejaban pasar finos haces de luz. En la sexta fotografía, posábamos orgullosos y sorprendidos, dentro de aquella oquedad fantástica de hielo. En la séptima foto, los más valientes se arriesgaban al caminar sobre el ventisquero, cuya frágil cúpula pudo hundirse. Con la nieve helada que recogimos, esencia de limón y otros sabores, elaboramos sabrosos helados. El resto del tiempo lo consumimos jugando a las cartas, a los dados y a la taba. La segunda noche permanece intacta en mi memoria. Nos despertó un potente trueno y los ecos sucesivos arrastraron la vibración de un lugar a otro, como si la montaña se derrumbase sobre nosotros. Permanecimos inmóviles y callados durante la tormenta. Cada relámpago iluminaba el interior de la cueva penetrando a través del plástico de la entrada y de los resquicios de las paredes. Su potente y fugaz resplandor descubría los
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bultos yacentes de mis compañeros y el temor en sus rostros. La lluvia y el viento azotaron furiosamente la choza, que aguantó gracias al arreglo del primer día y a la laboriosa impermeabilización. Sin embargo, en medio de aquel diluvio, temíamos que la laguna se desbordase y nos inundara, o que algún torrente nos arremetiera, o que nos carbonizara un rayo… Durante dos horas, tuve la impresión de permanecer prisionero en el corazón de una nube de ensordecedores latidos. Aún me extraña, pero nadie bromeó; aún más, tras la experiencia, dos compañeros dieron por concluida la aventura. Por la mañana, antes de marcharse a Béjar, nos hicimos la octava fotografía sobre un enorme canchal con la Ceja al fondo, y la novena, al borde de la laguna. Así, tras aquella noche infernal, sólo quedamos cinco. Después de la lluvia, el paisaje me pareció aún más hermoso: los colores lucían limpios, intensos y puros. En la superficie del suelo vi los socavones como cicatrices de las torrenteras y, al lavarme, comprobé que la laguna estaba turbia. Para conseguir agua potable fundimos hielo de los neveros. Después de calentarnos y desayunar fuimos a recoger leña por los alrededores, dura labor, ya que cada vez era preciso acarrearla desde más lejos. El sol de agosto evaporó pronto la humedad de la hierba. Por la tarde escalamos la pared granítica desde la base del circo a lo alto de la Ceja. Aunque, desde abajo, parecía una ascensión difícil por la verticalidad y lisura de sus rocas, encontramos una vía accesible hasta la cumbre. Trepamos sin prisas, con frecuentes descansos para contemplar, desde otras perspectivas, las lagunas y el valle, mientras una pareja de águilas que allí anidaban, descendían para posarse en los salientes rocosos cercanos, alarmada por nuestra presencia El resto de los días se sucedieron con escasas incidencias. Como la mayoría de los jóvenes, nos divertimos, despreocupadamente, en compañía de los amigos. Disfrutamos de la vida en libertad y experimentamos la pequeñez del ser humano frente a la
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inmensidad del firmamento nocturno o al borde de los abismos verticales; y la indefensión cuando las fuerzas de la naturaleza descargan su violencia ciega. Aprendimos que hay otros seres, aparentemente más débiles, como las hormigas y los pájaros, con los que compartimos un espacio y un instante universal. Valoramos la importancia de la amistad en los momentos difíciles, el esfuerzo compartido para superar las dificultades y el afán por vivir felices tras despertar llenos de ilusión cada mañana.
FIN
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN PLASENCIA, Septiembre del 2007. UN VIAJE IMAGINARIO A Acanthus molle.
Me desperté sobresaltado por un pitido agudo que sonaba cada vez que me movía. Abrí los ojos para averiguar el origen de tan molesto ruido y descubrí, frente a mí, un enorme reloj de pared cuyas agujas permanecían inmóviles. “El tiempo se ha detenido, ¿ya habré muerto?” -pensé. No tardó en acudir la enfermera y se alegró al verme consciente. -¿Qué tal se encuentra?, doctor. Ha sufrido un traumatismo craneoencefálico. Miré y cerca no vi a ningún médico, me hallaba tumbado en la cama de un hospital, acaso en la Unidad de Cuidados Intensivos, por el número de cables, catéteres y monitores que se amontonaban a mí alrededor. Intenté pedir que me extrajeran aquel tubo de la garganta, pero sólo oí un quejido gutural incomprensible y noté una molestia que me persuadió de no volver a intentarlo. Me agobiaba el respirador que, rítmicamente, introducía el aire en mis pulmones. -Cierre los ojos y relájese -me aconsejó una voz amable- avisaré al intensivista. Obedecí, aún adormilado y vinieron a mi cabeza imágenes sin aparente sentido. Una se repetía insistentemente: se trataba de un polvo fino y blancuzco sobre el asfalto de una carretera. Recordé que iba de viaje, pero la amnesia me impedía evocar los motivos.
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Debí sufrir un accidente grave, por cómo me encontraba... Pero, cuando ocurrió... ¿adónde me dirigía? ¿iba de vacaciones?, ¿de excursión?, ¿a algún acontecimiento familiar?, ¿o acompañaba a algún paciente en la ambulancia...? Me era imposible responder... Mi cerebro, aún obnubilado, buscaba pistas inverosímiles donde anclarse, el hilo que le permitiese descubrir el ovillo. Como la enfermera se dirigió a mí llamándome doctor, supuse que era médico. Por lógica, me situé en una consulta: un habitáculo reducido, con las paredes de un blanco inmaculado, con amplios ventanales por donde se filtraba la luz y la brisa, con una mesa de oficina sobre la cual puse el fonendoscopio, los talonarios de recetas, el sello, el tampón de tinta y el Vademécum. En la sala de espera, junto a la puerta, percibí el habitual bullicio de los pacientes que se refieren sus males y sabidurías. De pronto, oí una discusión; alguien intentaba colarse. Una anciana entró, precipitadamente, ignorando protestas e improperios. -¿Dónde va usted?, señora –le recriminé en tono severo- ¿no sabe que la consulta empieza a las nueve? -¿No me recuerdas? Soy yo, la madre de tu amigo –se justificó. -Disculpe, no la he reconocido. Por favor, siéntese... ¿Qué sucede? –pregunté avergonzado. -Mi hijo ha muerto -me comunicó entre sollozos. -¿Cómo dice? ¡No es posible...! –exclamé sorprendido, al tiempo que acudí para darle un abrazo de pésame y consolarla por tan trágica pérdida; mientras un sentimiento de vulnerabilidad e impotencia recorría mis entrañas. Es cierto que la muerte siempre pide una pregunta y, en ocasiones, más de una-. ¿Cómo murió...?
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-Tuvo un accidente de tráfico –gimoteó, secándose las lágrimas– dicen que se salió de la carretera cuando regresaba de Montemayor del Río... -¡Qué pena! ¡Le acompaño en el sentimiento...! ¡Maldita carretera, cuántas vidas se cobra...! ¿Puedo hacer algo por usted? -Sí... Mi hijo pidió en su testamento un deseo... –extrajo un pliego de papel de un sobre y leyó con voz temblorosa: “...quisiera, como última voluntad, que mi mejor amigo arrojase la mitad de mis cenizas al cañón del río Eljas, desde la torre del homenaje de Peñafiel, y la otra mitad desde la de Cabañas del Castillo”. -No faltaría más –respondí con tristeza. Me entregó la urna funeraria y la coloqué en el armario, junto al viejo espirómetro averiado, después despedí a la mujer, ya que mi obligación era pasar consulta y mis pacientes empezaban a impacientarse por el imprevisto. Al final de la mañana, introduje los restos en una bolsa de plástico, de esas que dan en los centros comerciales y, sin querer, dije en voz alta: “¡siempre fuiste un caprichoso!”. Antaño, cuando alguien fallecía se le enterraba y punto; pero en la actualidad, con esta moda de la incineración, los familiares del finado deben arrojar las cenizas en los lugares más inverosímiles: campos de fútbol, plazas de toros, parques naturales, santuarios y hasta en las cumbres de la sierra. Tales voluntades caprichosas obligan a sus más allegados, ya afligidos por la desgracia y castigados por Hacienda, a un emprender un peregrinaje no siempre bien entendido. Sabía que mi amigo visitó más de cien castillos, pero ignoraba que le apasionasen hasta tal punto.
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Aparqué la urna, durante varias semanas, en mi domicilio, sin encontrar el momento idóneo para cumplir lo convenido. Pronto empezó a molestarme su presencia, pues me dio por pensar que podría traerme malos augurios. “¡No sé por qué tu madre se acordó de mí! ¡Pusiste “tu mejor amigo”, pero no hiciste mención expresa a mi nombre y apellidos! Seguro que tú te referías a otro, porque desde que te marcharte al País Vasco, hace ya veinte años, sólo contactamos en contadas ocasiones” –recriminé al vaso funerario, como si fuese recipiente de su alma y su entendimiento. Una mañana lluviosa de otoño, aprovechando la libranza de una guardia, decidí zanjar el asunto, matar dos pájaros de un tiro visitando ambos castillos. Busqué en el Mapa Oficial de Carreteras y me sorprendió la gran distancia entre ellos: uno fronterizo con Portugal y el otro en la comarca de las Villuercas, cerca de la provincia de Toledo. Cansado y soñoliento aseguré la tapadera de la urna con esparadrapo, para que no se vertiera su contenido, y la introduje en el maletero del coche; así comencé un viaje absurdo. Hubiera sido más fácil arrojar la bolsa al contenedor de basura más próximo o haber acudido al cementerio para que el sepulturero se hiciese cargo del problema; al fin y al cabo, cada cual tiene su ocupación, unos nos ocupamos de los vivos y otros de que los muertos descansen en paz. Sin embargo, subí al automóvil, me puse el cinturón de seguridad y arranqué con dirección a Zarza la Mayor, una localidad lejana, que no conocía. Desde que salí de Plasencia y durante todo el trayecto llovió sin cesar. Gruesas gotas golpearon el techo de metal del coche ruidosamente, como si se tratase de granizo... Aquel golpeteo fue en aumento y sentí un dolor de cabeza insoportable, que me impedía seguir recordando. Temía que el pedrisco rompiera el parabrisas y abollará la carrocería. Una cortina opaca y en movimiento me dificultaba la visión. Finalmente, me detuve en la entrada de una finca de aquella carretera secundaria sin arcén.
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Un sudor frío recorrió mis sienes y el pitido del monitor avisó a las enfermeras, que acudieron inmediatamente y me administraron un analgésico o un ansiolítico en la goma del gotero. No sé si quedé dormido o perdí el conocimiento.
Cuando desperté, aún recordaba la lluvia torrencial. Aparqué en Zarza la Mayor, al lado de la picota de la plaza, y pregunté por el castillo. Me informaron que se encontraba en mitad del campo, a tres kilómetros. Circulé por una pista de zahorra hasta que se hizo imposible continuar en coche. Durante unos minutos, me quedé parado en la senda embarrada, contemplando una tabla, a modo de cartel indicativo, con una flecha y una frase, escrita con letras negras deformes, que decía: “Al castillo”. Pensé en dar media vuelta, pero, después de tan largo viaje, me animé a caminar los 2 kilómetros restantes. No dudé más, arrebatadamente salí del vehículo, abrí el maletero, me enfundé un impermeable rojo y amarillo, y me resguardé bajo el paraguas. Con dificultad vertí, aproximadamente, la mitad de las cenizas en una bolsa de plástico. Una ráfaga de viento se introdujo en la oquedad y desencadenó una nubecilla de polvo que blanqueó mi ropa y parte de mi cara. Al sacudirme fui más consciente de la tragedia acaecida y lo que antes era para mí un simple encargo se convirtió en un asunto personal. Avancé, paso a paso, por el tortuoso camino, mientras que, paradójicamente, mi cerebro retrocedía, en un vuelo de la memoria, a aquellos años de mi juventud. Los restos que pesaban en el extremo de mi mano derecha pertenecían a uno de mis amigos de la Facultad de Medicina de Salamanca. Teníamos veinte años y una inteligencia clara, que nos llevaba a cuestionarnos las razones de la vida y del mundo. Ninguno de los dos amaba la Medicina: su auténtica vocación era la Filosofía y la mía la naturaleza y el Arte. Una o dos horas por semana, nos fugábamos las clases para dar un paseo junto al río Tormes, y nos sentábamos sobre el tronco de un álamo caído, cerca de la orilla, a leer y comentar
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algún poema. Fueron momentos mágicos, vividos en aquella fronda; a veces, desdibujada por la niebla; o vitrificada por la escarcha del invierno; o engalanada con los aromas y los colores de la primavera... En la Facultad nos enseñaron que la vida es un conjunto finito de reacciones bioquímicas cuyo fin es, simplemente, perdurar... Pero, entonces, los árboles, los juncos y los gorriones tenían alma... Y en nuestras mentes ardía la ilusión por saber y un inmenso amor al universo que cada día descubríamos, no siempre hermoso, evidentemente imperfecto, muchas veces absurdo y carente de sentido. Nos auxiliaba la filosofía y la poesía para explicar los sentimientos o para manifestarlos. Al final, aquel hombre amable, tranquilo, inteligente, optimista y alegre acabó convertido en varios puñados de materia; como si el catedrático de Bioquímica tuviese razón y el universo fuese interacción de múltiples reacciones químicas en un mismo instante que llamamos presente; un conjunto finito de transformaciones en un tiempo efímero por la propia naturaleza de las reacciones químicas.
Arreciaba el aguacero y el vendaval pugnaba por arrebatarme el paraguas, la bolsa y los pensamientos. Seguí por una calleja angosta, limitada por paredones sobre los que asomaban las copas de los olivos, ya cargadas de fruto, y algunas higueras amarillas por el otoño. Las nubes lamían la superficie de la tierra y me ocultaban la panorámica. Crucé un prado bajo la atenta mirada de cuarenta vacas, que sorteé como pude. Ascendí un repecho y vislumbré el perfil arrogante de la torre del homenaje del castillo de Peñafiel. En la fachada principal, construida con mampostería de granito, encontré una puerta de bella factura, flanqueada por dos torres cilíndricas. Entré hasta el patio, enmarañado por malezas y zarzales, y admiré la alta torre, con matacanes y una ventana geminada de tracería gótica. Al otro lado, el profundo cañón del río Eljas, con paredes rocosas donde anidan los buitres leonados y otras rapaces. El conjunto, a pesar de su
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ruina y abandono, me sorprendió gratamente. En la base de la torre, encontré una puerta ojival, entré con intención de subir a la terraza, pero la escalera de piedra se había desmoronado y me fue imposible arrojar las cenizas desde lo alto. Entre las rocas desgajadas, encontré un sobre, escrito con la letra de mi colega y con la leyenda: “Para mi mejor amigo”. No quise abrirlo sin antes haber cumplido la mitad del encargo, pues la bolsa tenía un agujero mínimo por el que iba cayendo parte de su contenido, como si de un reloj de arena se tratase. Me acerqué al borde del abismo, aseguré cada paso para no resbalar, valoré la velocidad y la dirección del viento, vacié aquel polvo fúnebre y descendió, en un torbellino, hasta la hondura. El regreso se me hizo corto. Antes de subir al coche, arranqué el barro de las botas, escurrí las patas de mis pantalones y sequé, con una toalla, la mezcla de sudor y agua que chorreaba de mi cabeza. Me acomodé en el asiento del conductor, no puse música para dar más solemnidad al acto, y leí la nota en voz alta: “Amigo: mi vida fue una sucesión de errores y fracasos. Te deseo mucha suerte”. De inmediato, me sentí invadido por una terrible duda. Me pareció haber leído la típica nota que deja un suicida. Quizás el accidente que mató a mi amigo no fuese fortuito. Me costaba creer que un médico abandonara los hilos de su destino en manos del azar. Una salida de vía no asegura la muerte: cuántos conductores dan veinte vueltas de campana y salen ilesos; o, aún peor, quedan tetrapléjicos o en coma profundo. Me contaron que tuvo problemas: se divorció de su mujer, le aborrecieron sus hijos y le denunciaron varios pacientes. Harto de todo, regresó a Extremadura dispuesto a empezar una nueva vida. No lo tuvo fácil. Le costó encontrar trabajo, aunque, finalmente, le contrataron de Facultativo de Urgencias. Sus ratos de ocio los aprovecho visitando los castillos de la comarca. En la dehesa extremeña, grandiosa y despoblada,
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encontró la soledad y la hermosura que su espíritu atormentado requería. Así vivió: al pie del cañón, pero con los ojos puestos en la línea del horizonte. Luchó en primera fila, más supo enriquecer su intimidad y preservarse libre para sus escapadas en busca de novedades. Me aseguraron que sus heridas cicatrizaban y el olvido diluía los malos recuerdos, la hiel del rencor... Doblé la cuartilla y la puse en un bolsillo. Limpié el parabrisas, empañado por la diferencia de temperatura, y comprobé que fuera arreciaba la lluvia.
-¡Va a ser un momento! ¡Aguante la respiración! –ordenó el intensivista. Al abrir los ojos, vi como agarraba el tubo de goma y lo extraía de mi tráquea, con el consiguiente alivio. Llevaba un buen rato respirando sin la ayuda del ventilador y era una experiencia maravillosa. No valoramos la importancia de estos actos, aparentemente insignificantes, hasta que alguna enfermedad los torna laboriosos. Es un lujo poder introducir sin trabas el aire dentro de los pulmones, notar como el pecho se hincha y se apaga la sed por el oxígeno. Ya desconectado de la máquina, recobré la libertad de movimiento y me incorporé en el lecho para curiosear el entorno. Unos minutos después, me extrajeron la sonda urinaria y la vía central del cuello. Eran señales inequívocas de que lo peor había pasado. Cambié de postura, buscando una mayor comodidad, y me concentré en los recuerdos, que fluían trabajosamente, en un gota a gota. De nuevo vi el asfalto impregnado de aquel polvillo, como el residuo de las alas de las mariposas tiznando los dedos. No conseguía recordar las circunstancias críticas del accidente: ¿me quedé dormido al volante?, ¿choqué contra otro vehículo?, ¿la culpa fue mía?, ¿maté a alguna persona?, ¿me acompañaba algún pasajero?, ¿cómo sucedió...?
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Las frases resonaban dentro de mi cabeza vacía. La existencia puede cambiar en un instante, en un único y terrible instante. Todos los años fallecen miles de personas en las carreteras. Es una masacre silenciosa, tristemente ignorada, infravalorada... Una tragedia inconmensurable: familias rotas, niños huérfanos, padres que pierden a sus hijos, parejas destrozadas, jóvenes fallecidos en la flor de su vida; personas quemadas, mutiladas, paralíticas... Además, los accidentes de tráfico ocurren cuando nadie se lo espera, porque a todos nos cuesta creer que seremos las próximas víctimas... La ignorancia me inquietó tanto que avisé a la enfermera. A lo mejor ella podía despejar mis incertidumbres, devolver la paz a mi conciencia. -¡Por favor! –dije en voz alta. -¿Qué sucede? –se interesó la joven. -¿Sabe usted cómo fue el accidente? -No. Nadie aquí lo sabe. Vino trasladado de otro hospital. Siento no poder informarle. Dominé la angustia y recobré la historia que mi imaginación tejía.
Circulaba en mi utilitario rojo, atravesando la interminable cortina de lluvia, rumbo a Cabañas del Castillo, una aldea de la comarca de las Villuercas, donde se conservan, en lo alto de un macizo rocoso, los restos de una fortificación que fue primero árabe. Me disponía a concluir el encargo de esparcir la mitad restante de las cenizas desde la cumbre, porque conocía el lugar y la torre del homenaje estaba arruinada y hueca. El emplazamiento tiene difícil y peligroso acceso; aunque, tras el esfuerzo de la subida, se disfruta de unas vistas espectaculares: varios farallones de cuarcita rosada, paralelos
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entre sí, delimitan profundos valles; e, inmediatamente debajo, se extiende el pueblo, presidido por una iglesia románica. La única vez que estuve allí, no encontraba el sendero que asciende al castillo y me acompañó, amablemente, un pastor de ovejas. Me preocupaba la nota de Peñafiel y anhelaba encontrar, en la fortaleza de Cabañas, otro escrito que me aclarase las razones de su muerte. Tantas horas conduciendo dan mucho que pensar. Los ojos me escocían de fijarme a través de la lluvia, iluminada por la luz de los faros; los oídos me silbaban por el ruido insistente del limpiaparabrisas y el vehículo hizo un “aquaplaning” al entrar a gran velocidad en uno de los charcos de la autovía de Extremadura. La abandoné en el cruce de Deleitosa, me detuve, abrí el maletero y trasladé la urna al asiento del copiloto. -Amigo, hazme el honor de viajar a mi lado estos últimos kilómetros –le pedí en voz audible. Sentí como su alma ocupó el habitáculo y circulamos, sin prisas, por una carretera difícil, agujereada por baches llenos de agua, de firme irregular; con ramas, piedras y barro de las torrenteras que invadían algunos tramos. Noté, entonces, el cansancio de la noche y el día. No iba solo, una presencia inexplicable me acompañaba. Al entrar en una curva, vi una cruz adornada con flores e, instintivamente, di un volantazo; así perdí el control del vehículo, derrapé y volqué sobre la calzada. Al recobrar el conocimiento, supe que la urna se había roto porque descubrí las cenizas de mi amigo esparcidas sobre el asfalto, mezcladas con mi sangre, con barro y con gasolina. Permanecí inmóvil durante largos minutos, tiritando de frío, temiendo que el vehículo ardiera o que nadie me auxiliara... Y acaso su presencia me dio fuerzas para resistir en soledad tan amarga, hasta que un paisano dio el aviso y acudió el personal sanitario...
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¿Eso fue lo que pasó? ¡no estoy seguro! ¿Será la patraña de un cerebro estimulado por los opiáceos o pura ideación para rellenar una laguna de la memoria? No lo sé. Si salgo de está y mi amigo vive, le invitaré a dar un paseo por una chopera, ahora que el otoño las viste de seda y oro. Comentaremos algún poema sobre el sentido de la existencia humana. Pero si ocurrió como lo imaginé, no regresaré a Cabañas del Castillo. Qué se pudra tu supuesta nota en la penumbra de la torre del homenaje; como se pudrieron aquellas angélicas en flor, que impregnaban con su hedor la cumbre del cerro y atraían enormes moscas, abejas, escarabajos y avispones. Le diré a tu madre que hice cuanto pude por cumplir tu último deseo, que casi pierdo la vida en el empeño, que no logré arrojar tus cenizas en el lugar indicado porque era imposible, y me extraña que no lo supieses. Pero si vives, te daré un consejo: di que te entierren, porque si optas por la incineración y dejas un regalito, ten por seguro que acabarás donde no te imaginas.
FIN
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN PLASENCIA, Septiembre del 2008. BARRIONEILA, 20 A Parnassia palustris L.
Nací en Barrioneila número 20, en la misma casa donde nació mi madre y vivieron mis abuelos; situada en un antiguo arrabal de Béjar, cerca de la Plaza Mayor, con callejuelas angostas y empinadas, por estar ubicado en una de las laderas del cerro que corona la villa. Entonces, las mujeres parían en su domicilio, asistidas, a menudo, por familiares, vecinas y una comadrona, si llegaba a tiempo. La vivienda de mis abuelos maternos pertenecía a unos parientes que emigraron a Francia, buscando una vida mejor. Formaba parte de un edificio centenario, imbricado con otros próximos, como es típico en los barrios judíos. Tenía la entrada al final de un estrecho callejón enrollado, junto a un corral. Era preciso descender varios peldaños de granito para entrar en el portal, desde donde se accedía a cinco estancias: tres domicilios, una bodega y un aseo de uso comunitario. Esta última habitación disponía de un grifo conectado a una tubería de plomo, una pila de lavar de piedra artificial y un agujero de cemento en el suelo, el retrete. El techo estaba sostenido por gruesas vigas de castaño, alguna de ellas combadas y agrietadas por el peso excesivo. El suelo era de tierra apisonada y las paredes de mampostería de granito. También había dos portezuelas de acceso a las
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carboneras, ubicadas en el espacio existente bajo las escaleras, donde se almacenaba cisco para los braseros. La bodega era realmente tenebrosa, pues sólo disponía de un ventanuco de reducidas dimensiones, que daba a la calle trasera, a ras del suelo, e iluminaba tenuemente aquel rincón. En el centro del techo, colgada de un cable forrado de tela, lucía una bombilla incapaz de alumbrar correctamente la estancia, aunque, después de algunos minutos, los ojos se acostumbraban a interpretar la penumbra. Allí, bajo la pátina del polvo, se acumulaban los más diversos e insólitos objetos, pertenecientes a dueños presentes y pretéritos. Contra el muro de la entrada, había una cómoda de nogal con incrustaciones de nácar y largos cajones repletos de sorpresas. Al fondo, una tinaja de barro, un baúl lleno de ropa vieja pasada de moda y una prensa de exprimir las uvas, pues la bodega fue, en tiempos, un lagar. Apoyados sobre sus paredes descansaban somieres, azadones, rastrillos, artesas, una máquina de embutir, cuerdas, sacos de borra para rellenar los colchones, un cajón usado de cisquera, bajo el cual yo escondía mis primeros poemas, junto a cajas con herramientas de carpintero y zapatero, herrumbrosas por el desuso. Por una escalera de madera, con pasamanos y peldaños desgastados e irregulares, se accedía al pasillo del primer piso, enlosado con lanchas de pizarra negra. Llamaba la atención una viga apuntalada y el tosco portón de otra carbonera, conocida como “el cuarto de los ratones”, refugio de gatos y celda lúgubre para los niños que se portasen mal. Del pasillo partían dos escaleras hacia los pisos superiores, una a cada extremo, junto a dos puertas, una perteneciente a nuestra vivienda. Disponíamos de un salón cuadrado, con una alacena y un espacio irregular, bajo los escalones del vecino, que servía para almacenar alimentos; lo recuerdo amueblado con una mesa camilla, un sofá, un aparador, varias sillas y una mesita forrada con una lámina de zinc, que disponía de solo cajón, donde mi abuelo guardaba sus cosas, entre ellas la petaca de cuero y el papel
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de liar cigarrillos. Desde el salón se accedía a los dormitorios, comunicados entre sí, uno con una cama de matrimonio y un enorme armario; y el otro con dos camas encajadas contra la pared, dejando entre ambas un mínimo pasillo. Al principio, era necesario salir al balcón para entrar en la cocina; años después, para evitar la intemperie en los días inclementes, se abrió una puerta que comunicaba, directamente, el salón y la cocina. Ambos dormitorios tenían sendas ventanas hacia un corral sombrío, desde las que se veían paredes húmedas y grises, parcialmente recubiertas de musgo y verdín. La terraza daba a un huerto con una higuera, manzanos y laureles; por encima de los tejados, se divisaba el monte y la Peña de la Cruz. Recuerdo macetas de barro adornando la balaustrada de hierro y el suelo de cemento, con floridos geranios de olor, claveles rojos, cóleos, alegrías y fucsias. También una olla rota de barro, llena de tierra, donde mi abuelo sembró balsamina y cuyas hojas utilizábamos para curar las heridas infectadas. El balcón olía a ropa limpia, pues allí se tendía y se soleaba. En una de las vigas carcomidas clavaron el gancho donde colgábamos a secar manojos de orégano, hierba buena de burro y manzanilla. La conjunción de colores y aromas hizo de él mi lugar preferido y allí pasé muchas horas sentado en el suelo, leyendo, escuchando la radio de la cocina, vigilando los agujeros de la carcoma o contemplando la lluvia, la nieve o el paisaje cambiante según las estaciones. Solía cerrar los ojos para sentir mejor la brisa perfumada de la primavera o el viento frío y desapacible del invierno. A menudo, me acompañaba el gato, antaño imprescindible porque en las casas viejas también solían vivir ratas y ratones. Tuvimos varios mininos, cuyo nombre dependía del color del pelaje de su cara: Caranegra, Carablanca, Caraparda y la excepción: Toli, diminutivo de Antolín y regalo de un amigo. Llevaban una vida independiente, salían y entraban a su antojo a través de la gatera y merodeaban por los tejados y los corrales.
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Nunca faltaron a la hora de las comidas o cuando hacía frío en el exterior. A veces, se recostaban tan cerca del brasero que, al chamuscarse el lomo, bufaban y huían despavoridos. Otras, se acurrucaban en el regazo de las faldillas y ronroneaban mimosos. Caranegra era aficionado a enzarzarse en ruidosas peleas con otros machos y a comerse los gazapos del vecino; así fue como quedó cojo, al caer prendido en un lazo de acero del que consiguió huir, aunque con una llaga profunda que tardó meses en curar.
Por encima de nosotros, había una segunda planta con dos viviendas particulares y, una tercera con un desván deshabitado. Subir a él era peligroso, pues los peldaños podridos crujían amenazantes al pisarlos. Encontré la puerta abierta y dentro algunas pertenencias de antiguos inquilinos. La escasez de viviendas en Béjar obligó a muchas familias a residir en desvanes, donde sólo disponían de una habitación, utilizada como cocina y dormitorio. El desván de Barrioneila, 20 poseía un ventanuco de cristales rotos por donde se colaban el viento y las palomas buscando refugio, aunque era territorio de caza para los gatos y sitio donde los niños se ocultaban cuando jugaban a “guardia y ladrón” o al escondite. La primera vez que subí, encontré, desparramados por el suelo, numerosos palitos tallados para tejer encaje de bolillos y, bajo el oxidado somier de la cama, una maleta con libros de un estudiante de Bachillerato; uno narraba las aventuras de un explorador inglés en África y describía lugares fabulosos, habitados por fieras salvajes y tribus para mí desconocidos. Con aquel libro me apasioné con la lectura.
En los años 60 y 70, Barrioneila rebosaba vida y actividad, pues casi todos los edificios estaban habitados, en ocasiones por personas singulares conocidas por su
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mote. Los niños pasábamos la mayor parte del tiempo libre en la calle, sentados en el peñasco o jugando en la plazuela del caño La Mosca, a juegos como los pelotazos, el balón, pídola, las canicas, las chapas, el pañuelo, el peón, el hinque con lima sin mango… Llegamos a organizar corridas de toros con una cornamenta que atábamos al manillar de la bicicleta; espectáculo muy del gusto del vecindario, que sentía como suyos los revolcones y las cornadas, jaleaba emocionado a los diestros y premiaba las buenas faenas arrojando caramelos… Las niñas preferían jugar con las muñecas, al cordel, a la goma, a la rayuela… Todas las tardes, sin importar que hiciera frío o calor, nos reuníamos los chavales del barrio y no faltaban las risas ni las carreras. Jugábamos al futbol en el patio del Palacio Ducal, explorábamos sus galerías subterráneas en busca de supuestos tesoros y participábamos, junto a los de la Plaza Mayor, en baterías contra los muchachos de La Antigua, nuestros enemigos irreconciliables. Acudíamos a la estación del ferrocarril a poner monedas de perra chica en los raíles, para que las ruedas metálicas del tren las aplastasen; también cruzamos el túnel venciendo el temor a la oscuridad y con riesgo de ser atropellados. Otras veces, íbamos a las Lanchillas, el vertedero de Béjar, a rebuscar sellos de Correo para nuestra colección filatélica. Algunos fuimos monaguillos de El Salvador, así nos enterábamos de los bautizos del domingo, siempre dispuestos a pelearnos por la roña y los confites; con una vela encendida subíamos a la torre de la iglesia para tocar las campanas y el párroco nos mandaba a comprar el vino con la prohibición expresa de no aguarlo.
Todas las mañanas del curso escolar, excepto los domingos, acudíamos al Colegio Nacional Filiberto Villalobos, adormilados y con la cartera de cuero. A pesar de la ropa de abrigo, que incluía gorra de aviador o pasamontañas, sentíamos el frío en las piernas, ya que usábamos pantalones cortos todo el año. Entonces, la calle Colón estaba
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adornada por una fila de inmensos castaños de Indias y sobre los paredones de la acera contraria asomaban celindos, lilos y árboles frutales, que perfumaban el aire en primavera. Durante el trayecto, el continuo traqueteo de los telares inundaba la calle, a través de las ventanas abiertas de las fábricas existentes dentro del casco urbano. Aquel sonido y el de las sirenas, anunciando el final de los turnos, era señal inequívoca de donde estábamos, antes de que Béjar enmudeciese. Luego formábamos en el patio o en la galería, cantábamos himnos patrióticos y rezábamos varias oraciones. Fueron los años de la enciclopedia Álvarez, la vara de castaño o de mimbre, el patio de las niñas y el vaso de leche en polvo en el recreo. Al salir del colegio, volvíamos por las callejas de Olivillas recogiendo la fruta que caía de los huertos. Algunos niños tenían la obligación de acudir a la fábrica donde trabajaban sus familiares, para llevarles la comida en una cesta de mimbre, procurando no verter la sopa del cocido.
En el vecindario hubo una tienda de ultramarinos, donde por dos reales te vendían un polo rudimentario: un cubito del frigorífico con sabor a limón o naranja, pinchado en un mondadientes, que se transformaba en hielo de un sorbo; también tuvimos una zapatería; una tahona; una carpintería, cuya sierra eléctrica, al cortar la madera, emitía un chirrido horrísono y borraba el apacible rumor de la fuente y de las golondrinas. La bodega aún sigue despachando vino de pitarra. Era común cruzarse con asnos o mulos, pues tanto el panadero como el lechero repartían así el género a domicilio.
Barrio Neila tuvo su peculiar calendario de fiestas infantiles. Algunas celebraciones consistían en ir a buscar determinados frutos al bosque: majuelos, castañas, nueces, moras o avellanas. Otras imitaban las de los adultos; así, por Semana Santa, se simulaba
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la crucifixión de un niño en el suelo empedrado. Por carnavales nos disfrazábamos con los andrajos del baúl de la bodega y subíamos a pasear por la Calle Mayor. Por San Juan poníamos el arco, adornábamos el callejón con cadenetas y farolillos, y recorríamos las casas con el plato de la mano, pidiendo la perrita para el santo. En Nochebuena cantábamos villancicos, de puerta en puerta, a cambio del aguinaldo. Los Reyes Magos solían traernos un balón de goma que, a veces, con la emoción del estreno y tras una volea, quedaba clavado en una de las lanzas del Palacio Ducal. Por Todos los Santos asábamos las castañas en el corral y el domingo de Resurrección comíamos el hornazo elaborado en la tahona, que iba marcado con la letra inicial de nuestro nombre. También participamos en la procesión de San Gregorio portando un ramo de olivo adornado con rosquillas y espigas de trigo.
En este barrio en cuesta transcurrió mi infancia. Entonces no nos extrañaba que las paredes se cayesen con los balonazos; que algunas vigas tuviesen carcoma; que chorrease la humedad en ciertos rincones; o que las escaleras chirriaran a cada paso... Eran casas viejas, construidas sobre un entramado de madera y adobe, lucidas y encaladas: un armazón en equilibrio inestable. Así debió entenderlo mi padre, porque revisaba minuciosamente y con preocupación cada palmo del techo. Asesorado por los albañiles apuntaló la viga maestra de la bodega. Después cambió las paredes de adobe por otras de ladrillo. Puso parches y más parches, pero el agua se filtraba desde el desván debilitando los muros. Una noche me desperté sobresaltado por un sonido espantoso, parecido a un trueno, pero que surgía del fondo de la tierra; la cama se movía, la bombilla oscilaba y en la cocina los vasos chocaban entre sí produciendo un agudo tintineo. Fue un terremoto, pero el edificio aguantó. Mi padre se marchó a trabajar preocupado, temiendo que los canchales del Ventorro de Pelayo rodasen sobre
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la fábrica de García-Cascón, construida en el fondo de una profunda garganta del río Cuerpo de Hombre.
Con los años, algunos vecinos murieron y otros se marcharon. En los domicilios cerrados ya no se realizaban los arreglos oportunos y aparecieron nuevas grietas y humedades. Nos fuimos quedando solos. Un buen día, a petición de mi padre, se personó el aparejador del Ayuntamiento y, tras un examen minucioso, declaró el edificio en ruinas. El traslado fue un auténtico drama para nosotros, pues no queríamos abandonar el barrio ni perder los amigos ni modificar el estilo de vida. ¿Por qué la casa no era habitable, si llevaba en pie varios siglos y había resistido un terremoto, a pesar de sus signos evidentes de vejez? Tras la mudanza, quedaron en la “casa vieja” muchos objetos innecesarios, junto al gato Toli y a una pareja de palomas, que encerré en la cocina, convertida en palomar. En las semanas siguientes, bajé, casi todos los días, a echar de comer a los animales. Allí, en la soledad decadente del abandono, pasaba los minutos sentado en el balcón, ya sin macetas, recordando pasajes de mi infancia; acariciando al felino, que añoraba la compañía humana y un poco de cariño; o jugando con las palomas, que revoloteaban a mi alrededor, se posaban en mis hombros y comían trigo o cebada de mis manos. En ningún momento pensé que fuese peligroso permanecer en aquel edificio vacío y solitario. Ya era imposible subir al desván, pues se había desplomado parte de la escalera. Una capa de polvo fino y gris se extendía sin remedio y las manchas de moho estampaban los muros. Estuve yendo hasta que murieron los animales.
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Unos años después, coincidiendo con la realización de obras en un edificio contiguo y en una noche aciaga de vendaval y diluvio, se derrumbó estrepitosamente toda la manzana. No hubo ninguna desgracia personal. La noticia me entristeció, pues en un instante perdí para siempre el escenario de mi niñez, el rincón preciso del mundo donde nací y donde aprendí tantas cosas. Una tarde, regresé con mi novia, para mostrarle las ruinas y buscar alguna de mis pertenencias entre los cascotes. La desolación era total, sólo permanecían en pie: el muro del corral, hasta la ventana de nuestro dormitorio, y la bodega, intacta porque pertenecía al edificio colindante. Abrí el candado y nos sumergimos en su penumbra húmeda. Revisé los objetos allí abandonados y rescaté un cuadro al óleo: un florero, fechado en 1957, que mi padre regaló a mi madre cuando eran novios. Nada más.
Los propietarios reunidos decidieron donar el terreno al Ayuntamiento de Béjar, a cambio de que costease el desescombro.
Si alguna vez os acercáis a Barrioneila os llamará la atención este solar vacío y el callejón tapiado. Quizá os entristezca ver el actual deterioro del barrio: hay edificios apuntalados; sucias paredes que se curvan desafiando la fuerza de la gravedad; ventanas de cristales rotos y marcos de madera podridos; tejados con tejas quebradas, aleros donde prenden sus nidos las golondrinas y chimeneas sin humo; balcones sin flores pero con gorriones; poyos de granito donde nadie se sienta y la plazoleta del caño, hoy, sin niños. A pesar de su declive, Barrioneila sigue siendo especial para algunos bejaranos, al igual que otros lugares tradicionales de Béjar que también han sufrido los zarpazos del tiempo, el desinterés de las gentes y la falta de medios para rehabilitarlos. Parece
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que nos hubiéramos acostumbrado a sufrir estas pérdidas urbanísticas y aún otras mayores. Baste visitar las fábricas ruinosas, donde nuestros antepasados dejaron el sudor, y en cuyas largas chimeneas de ladrillo hoy anidan las cigüeñas. Es el resultado de un mundo cambiante, donde lo viejo sucumbe para dar paso a lo nuevo. Una vez destruida la envoltura de la crisálida, emerge la mariposa. Lo demás es devaneo de la memoria, pura añoranza por el hogar perdido y recuerdo grato de la infancia concluida y, acaso, mitificada.
FIN
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN. PLASENCIA, Septiembre del 2008. A Chenopodium multifidum. EL BOTÁNICO
A los cuatro 4 años, acompañaba a mi abuelo Miguel en sus paseos cerca de su domicilio, pues era un anciano asmático que toleraba mal el ejercicio. Acudíamos hasta una fuente de Béjar, construida en mitad del campo, al fondo de una plazoleta con bancos de granito, conocida como fuente de Doña Elisa. Manaba el venero en un pilón con forma de concha, sobre el cual lucía una placa de metal con cuatro versos: “Esta fuente es la imagen de una serena vida, / que el bien hizo a su paso de modo natural, / sencilla y generosa, sin tregua ni medida, / lo mismo que las aguas del claro manantial.” En la ineludible parada de descanso, nos sentábamos en la pared de una fábrica y me construía flautas de caña, con su navajita, y animalitos con mondadientes partidos y pinchados en castañas de Indias. Ya en la fuente, bebíamos en su vaso desplegable de aluminio. Mientras yo jugaba, él charlaba con otros ancianos que allí se reunían. Una mañana de primavera, fuimos, por los arrabales de la villa, hasta el “prado de las flores”, un paraje que nunca supe situar, pero que permanece impreso en mi memoria con una nitidez y precisión sorprendentes. En mi infancia creí que se trataba del paraíso y, aunque encontré parajes similares, ninguno estuvo ubicado en un instante tan bello; ni hubo una mañana tan serena y luminosa. Recuerdo la hierba de un verdor rutilante, contrastando con el oro de los jaramagos, el rojo de las amapolas y el violeta
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de las viboreras; entonces eran un mosaico de colores y sensaciones sin nombres. Las abejas y las mariposas revoloteaban sobre los cálices vibrantes; desde el suelo ascendía el canto de los grillos, fusionándose al trino de los jilgueros y al crepitar monótono de las cigarras. La luz del sol atravesaba los brotes y las hojas tiernas de los fresnos, y envolvía el ramaje con su aura. La brisa fresca removía mis cabellos, acariciaba la piel, mecía las espigas y nos perfumaba con aromas distintos a cada paso. Aquel momento fue mágico porque mi abuelo sonreía, a pesar de su vejez y sus dolencias; y yo gozaba de esa felicidad infantil fruto de la ignorancia y ajena a la incertidumbre. Existen muchos prados como el descrito, pero aquel justo momento fue irrepetible, pues mi abuelo murió a las pocas semanas. Miguel creía en las propiedades curativas de las plantas: fumaba hojas secas de estramonio para mitigar el asma y bebía infusiones de orégano para ablandar las flemas. Creo que él, con su ejemplo vital, me inculcó el amor a la naturaleza. A los doce años, conseguí una Enciclopedia de Ciencias Naturales con cuatro tomos que devoré de cabo a rabo. A los quince, me propuse dibujar las especies botánicas que fuera capaz de identificar. Estuve recogiendo flores durante un verano y compuse una colección de ochenta dibujos. Los textos consultados no me permitieron nominar a la mayoría de las plantas recolectadas y abandoné aquel propósito irrealizable. Sin embargo, en las excursiones campestres, seguía inspeccionando los ejemplares más llamativos y haciéndome nuevas preguntas. Me asombraba que la gente no supiera reconocer especies tan venenosas como el tejo, la adelfa, la digital o el beleño. Gracias a mi interés, aprendí a valorar cuanto nos ofrecen los vegetales, especialmente sus aromas, formas y colores. Varios años después, retomé mi afición por la Botánica; en homenaje a aquel adolescente que fui, quise conocer y fotografiar todas las especies del norte de Extremadura y del sur de Salamanca. Una misión compleja, pues los expertos calculan que existen 1.500 taxones en el área geográfica acotada. Para
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no desanimarme, me propuse clasificar dos ejemplares cada semana. Aún así, la tarea resultó ardua, pues la Botánica es una ciencia plagada de dificultades para los neófitos, no sólo por la terminología utilizada, sino porque persisten repeticiones taxonómicas y discrepancias. Las diferencias entre algunas especies son mínimas y obligan al empleo del cuentahílos, para aumentar los detalles diez o quince veces. Sin embargo, la herborización, o recogida de muestras en el campo, es una actividad agradable. Acompañado por mi esposa, encargada de fotografiar los ejemplares con su cámara digital, recorrimos las comarcas incluidas en el estudio y sus diferentes ecosistemas, en busca de novedades. La ilusión es poderosa, llegué a emocionarme al descubrir alguna especie, aunque no hasta el punto de llorar, como les sucede a algunos botánicos cuando ven el zapatito de dama, -una escasísima orquídea de los Pirineos, al borde de la extinción, que custodian guardias forestales-. Pronto aprendí a reconocer y disfrutar de la inmensa gama de perfumes, ya que cada flor exhalaba su peculiar aroma, e incluso los más desagradables, como el de las ortigas muertas o el de las orquídeas, ejercían una misteriosa atracción no sólo para los insectos que las visitaban. Encontramos flores que nunca imaginé, anónimos tesoros en los rincones más insospechados del campo. Herborizábamos casi todos los fines de semana, sin importar la estación de año. Recorrimos cientos de kilómetros en automóvil y otros muchos a pie, investigando en los parajes más recónditos de nuestra geografía; en paraísos naturales como Monfragüe, valles del Ambroz, del Alagón y del Jerte, comarcas de la Vera y Campo Arañuelo, sierra de Béjar... En cada excursión fotografiábamos nuevas plantas y de paso visitábamos pueblos, castillos, ruinas de conventos, castros celtíberos, dólmenes... Conocimos gente amable que incluso nos acompañó en los caminos, extrañados por nuestro interés en embolsar hierbajos considerados malezas perjudiciales para los cultivos. Asistimos a espectáculos naturales indescriptibles, como la floración de los
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cerezos del valle de Jerte; o el tapiz cubista que forman los prados florecidos: unos violetas de viboreras, otros dorados de giraldas o ensangrentados de amapolas; el punto álgido de la primavera en Monfragüe, con retamas y genistas contrastando con cantuesos; las praderas de narcisos azufrosos en la sierra de Candelario; el alcornocal de Valcorchero con las pinceladas níveas de perales silvestres y majuelos; el otoño mágico de los castañares de Hervás; el encanto y la música del viento en alguna chopera olvidada; el paseo tranquilo en un pinar de Serradilla recogiendo níscalos y madroños... No siempre fue fácil, también hubo días desapacibles en los que soportamos la canícula de julio en el páramo, o el aguacero repentino que nos caló hasta los huesos... Al trabajo de campo, seguían horas de estudio en textos de Botánica, búsquedas en Internet o en atlas especializados, un laborioso proceso de identificación de cada ejemplar, a veces infructuoso. Estuve a punto de abandonar el proyecto, llegué a pensar que tanto sacrificio no merecía la pena. Sin embargo, mi esposa me alentaba a seguir, no por interés botánico, sino por disfrutar de aquellos hermosos paseos en paz y armonía, ajenos a los problemas cotidianos, libres y hermanos de los pájaros. Así visitamos árboles centenarios, ejemplares como el melojo que llaman el “Romanejo” en Cabezabellosa; las encinas de la dehesa boyal de Montehermoso; el cedro del Líbano en la Centena, apodado, cariñosamente, el “Árbol Gordo” y la secuoya gigante del Jardín del Bosque, en Béjar... Al tocar la corteza de estos gigantescos seres, sentí correr por mis arterias la savia de los siglos, la tenacidad de los supervivientes después de sequías, rayos, plagas y terremotos. Conmovido por una extraña empatía, me apenó ver el esqueleto, aún erguido, de los olmos que asesinó la grafiosis; los alcornoques con las heridas rojizas del descortezo; las encinas taladas, cuyo muñón húmedo seguía manando sabia durante meses…; y me espantó comprobar los efectos devastadores de los
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herbicidas en las cunetas o en los cerezales, o la tierra carbonizada como consecuencia de los incendios forestales… Cuanto más se conoce un tema, tanto más apasiona. He clasificado 773 especies, aproximadamente la mitad de cuantas aquí existen. Me faltan las más difíciles de encontrar o de identificar. Ahora mi ídolo es Carl Von Linneo y mi ilusión, como la de muchos botánicos, descubrir alguna especie nueva a la que dar nombre. No sé si algún día veré finalizada la colección, si así fuera habré satisfecho el deseo de conocer personalmente todas las plantas de mí querida tierra. Si lo consigo, empezaré a investigar los insectos, aún más numerosos. Cualquier excusa es buena para salir al campo.
FIN
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* AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN Plasencia, marzo del 2011. A Saxifraga dichotoma. RELATO PARA MIGUEL A veces pienso que es más fácil creer en el azar que en Dios; lo afirmo en este momento, cuando la gente desconfía de los políticos, tacha de mentirosos a los sacerdotes, llama ladrones a los banqueros, injustos a los jueces, tergiversadores a los abogados, duda de los científicos y los controladores descontrolan con huelgas salvajes. En esta sociedad amoral, donde lo único válido es conseguir mucho dinero, creer en sí mismo y amar con el corazón a quien nos ama, el azar logra magníficas casualidades y una de ellas es nuestro nombre. Cuando nos preguntan por qué nos llamamos así, es fácil responder que en memoria de nuestro antepasado común Miguel Martín Castaño y es cierto. Siempre me pareció un nombre muy bejarano, puesto que el patrón de Béjar es el arcángel San Miguel. Sus apellidos también están en consonancia: el castaño es un árbol que puebla las laderas umbrías de nuestros montes y el martín, un pájaro de hermosos colores que pesca en nuestros ríos. He aquí una persona cuyo nombre encaja a la perfección con su origen. Pero voy más allá y afirmo que fue el azar el responsable de esta coincidencia, pues antes era costumbre nominar a los recién nacidos según el santoral. Así, Miguel nació el día de la fiesta del patrón de Béjar y eso nos afecta, pues gracias a esa magnífica casualidad, y en connivencia con el deseo de nuestros progenitores, nosotros podemos presumir de llevar un nombre tan bejarano.
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En mi juventud solía pensar qué religioso, posiblemente, decidió dar a nuestra villa un patrón tan peculiar, no un santo de naturaleza humana, sino un ente espiritual como es un ángel de rango superior, un arcángel. En la iglesia de San Salvador, en una de sus vidrieras, podemos contemplarle como lo imaginó el artista: un joven atlético y hermoso, eso sí, con grandes alas de plumaje blanco, pisando con sus pies sobre la panza de un reptil semejante a un cocodrilo con alas, al que intenta atravesar con su lanza. En otras iglesias he visto imágenes similares: es la escenificación de la lucha entre el bien y el mal. Sin embargo, en un templo hallé un San Miguel distinto, desarmado, con una balanza, embebido en la actividad absurda del pesado de las almas. Hasta aquí llega la fantasía de los hombres en su afán de cuantificar lo inmaterial. Sabido es que algunos ángeles, capitaneados por Satanás, se sublevaron contra la autoridad de Dios, y San Miguel, obedeciendo órdenes superiores, les derrotó y arrojó a los infiernos. En mi infancia traté de imaginar aquella colosal batalla, aquel conflicto celeste, que mi fantasía ubicaba en el paraje conocido como el Tranco del Diablo. En los atardeceres sangrientos del estío creí ver las figuras aladas de aquellos seres fabulosos armados con espadas de fuego, sus embates feroces, su sangre candente como el hierro fundido chorreando desde la altura… Y supuse un combate igualado y cruel, en el que ninguno de los contendientes podía morir, al tratarse de entes espirituales; donde sólo estaba en juego el destierro del perdedor, el alejamiento de Dios. Aquella lucha, sin embargo, estuvo amañada desde el principio, pues San Miguel, como ocurre en tantas películas, era el bueno y su único destino posible, la victoria final. Investigué sobre la leyenda del Tranco del Diablo y encontré varias versiones, todas aseguraban que Satanás estuvo en este misterioso paraje y dejó, como recuerdo de su visita, su gorro y una bota. Una de ellas, sin embargo, hablaba de la llegada a Béjar, en el Medievo, de un forastero depravado que fue detenido por sus crímenes y condenado a
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muerte; cuando iba a ser ejecutado en el patíbulo, consiguió huir, por arte de magia, caminando sobre un hilo de araña que tendió sobre la muchedumbre allí congregada para verificar el ajusticiamiento. El último tramo lo anduvo desde la muralla, cerca de la puerta del Pico, hasta el abismo del Tranco. El gentío pronto asumió que aquel equilibrista sólo podía tratarse del diablo, sobre todo cuando al final del trayecto, antes de desaparecer por la boca de una cueva que allí existe, convirtió una de sus botas y su sombrero en dos grandes canchales que coronaron la pared rocosa. La leyenda asegura que lo hizo para recordar a la humanidad que, aunque él se marchase, el mal permanecería para siempre en el mundo y así señalar la puerta del infierno a los hombres que deberán reunirse con él. Aunque aquella mítica guerra entre ángeles concluyó y nadie ha vuelto a ver al demonio en estos agrestes parajes, la semilla venenosa del mal ha seguido germinando en el corazón de las personas. Basta encender la televisión para ver, a diario y en directo, que la realidad supera cualquier relato bíblico. He malgastado horas meditando acerca de la maldad humana, tratando de entender la razón de tantos crímenes y atropellos, al final concluí que no existe ninguna justificación válida. Sencillamente vivimos rodeados de gente mala, capaz de cualquier cosa sin razón aparente. Y lo más triste de todo es que algunos de nuestros gobernantes comparten esa calaña, ese estigma maldito. Hoy el presidente Gadafi bombardeaba a su propio pueblo y una panda de sicarios disparaba impunemente contra personas desarmadas; pero también otro personajillo entraba en un ambulatorio con un hacha y mutilaba a dos secretarias y a una enfermera, según él por cuestión de una cita… Respuestas pérfidas, desmesuradas e irracionales. ¡Ojalá volviese el arcángel San Miguel y desterrará a todos los malvados! ¡Ojala que, al igual que en la magnífica vidriera del Salvador, los seres infames sufriesen una transformación física que los
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convirtiera en bestias reptantes, con escamas, garras y morro de cocodrilo, pero sin dientes! ¡Al menos así podríamos reconocerlos y evitarlos!
El apellido que compartimos procede de un pueblo de Salamanca llamado Macotera, de allí son -según afirma una copla- los mejores charros. Es un apellido antiguo, pues ya se menciona a un tal Antonio Cosmes en el Catastro del Marqués de la Ensenada, en el año 1752, en un listado de los principales laneros del pueblo. El apellido Cosmes estuvo antaño ligado al nombre Lorenzo, por eso el mote de nuestra familia es “Lorenzana”, aunque también hubo varios hombres llamados Pedro, Diego y Roque. Tu padre estuvo a punto de llamarse así, en memoria del tío beato Lorenzo Cosmes Martín, fraile de la Orden de los Predicadores, que fue salvajemente torturado hasta la muerte por los “rojos” en Madrid, el 31 de agosto de 1936. Quienes le conocieron le definen como una persona buena, tranquila y pacífica, que gustaba regalar a los niños de la familia escapularios para que no se olvidasen de Dios. Cuando comenzó la quema de conventos y las matanzas de religiosos en la capital, él estaba en Peñaranda, disfrutando unos días de permiso, y pudo quedarse allí, en casa de mis abuelos, como encarecidamente le rogaron; sin embargo, asumió sin la menor duda y con la mayor de las lealtades su trágico destino, que quiso fuese el mismo de sus compañeros de fe; así renunció a huir o a esconderse y emprendió el fatídico viaje de regreso. Por esa responsabilidad valiente de permanecer en su puesto con los suyos, fue martirizado y asesinado a los pocos días, al parecer por negarse a pisar un crucifijo. Sus verdugos le sometieron a todo tipo de vejaciones y crueldades, cuentan que le cortaron los testículos, le arrancaron los ojos y la lengua, le limaron los tobillos… su cuerpo quedo desfigurado y sólo pudo ser reconocido porque mi abuela le había cosido uno de los botones del calzoncillo con hilo de otro color. He aquí, otro ejemplo de maldad
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irracional e impune. Desde entonces, son muchos los milagros que se le atribuyen y su estampa ha estado presente en todas nuestras intervenciones quirúrgicas e ingresos hospitalarios. A él dirigimos nuestras plegarias en los momentos más difíciles, pues siempre intercede y nos ayuda. En la familia hubo varios frailes, monjas y sacerdotes, pero el oficio que más riqueza nos proporcionó antaño fue el de lanero. Tu tatarabuelo, Diego Cosmes Martín, hermano del santo, era el hombre más rico de Macotera y uno de los proveedores de lana más importantes de la provincia. Se conserva una foto donde aparece vestido con el traje charro, luciendo botonadura de plata. Compraba lana de ovejas merinas, la de mayor calidad y precio; la lavaba en el río Tormes, en Salamanca; y luego la distribuía por ferrocarril a ciudades textiles de Cataluña y Portugal, y también a Béjar. En el parador de las Conchas, ya desaparecido, pero que estuvo ubicado en la Corredera, tenía alquilada todo el año una habitación donde realizaba negocios con los principales empresarios bejaranos, entre ellos el dueño de Navahonda, Don Cipriano. Además era el propietario de la posada del pueblo, de fincas de cultivo y de una viña en la Marrá, cuya cosecha transformaba en muchos cántaros de buen vino. Fue un hombre generoso, pues en su mesa nunca faltó un plato de sopa y un trago para el que lo necesitara; pero a la vez un hombre duro, capaz de cabalgar bajo el sol o la lluvia por el campo charro y defender la lana de los ladrones a tiros de revólver, si era preciso. Su hijo mayor, Roque Cosmes Blázquez, le sucedió en el negocio familiar con gran éxito, pero tuvo mala fortuna, pues muy pronto murió de hidatidosis, una enfermedad propia de los perros y del ganado ovino, que afectaba a laneros y pastores. Este hombre joven fue muy querido en la comarca y cuando se supo la noticia de su fallecimiento doblaron las campanas en muchos pueblos de los alrededores como homenaje y en señal de respeto y dolor. La Guerra Civil trajo la ruina al comercio de la lana. Fue entonces cuando tu bisabuelo, Pedro Cosmes Blázquez, se trasladó primero a Peñaranda, y
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finalmente a Béjar, donde, gracias a las amistades referidas, fue contratado en la Thesa, una de las principales fábricas textiles, como tasador de lana, un oficio en consonancia con su tradición familiar. Allí, durante años, negoció el precio final de cada partida adquirida por la empresa, según la calidad del material y a su buen criterio. Los Cosmes siempre estuvieron orgullosos de su apellido, porque, realmente, no abunda; sin embargo, cuando uno analiza el árbol genealógico descubre que, por unas razones u otras, se ha ido perdiendo y cada vez son menos los varones que pueden trasmitirlo, actualmente sólo quedan en vuestra generación dos, tú e Iván. Uno de los miembros más ilustres de la familia, Eloy Losada Cosmes, quien fuera Jefe del Servicio de Alergia del hospital “Ramón y Cajal” de Madrid, afirmaba que algunos Cosmes nacían con el “ramalazo”,
lo que permitía reconocerlos por ser curiosos,
sensibles y con vocación artística. Él mismo se confesaba poseedor de este estigma y de hecho publicó un libro con sus poemas titulado “Retazos de mi Tierra”. Algunas veces recitamos juntos y de memoria versos de Antonio Machado, su poeta favorito. Otro ejemplo es el de tu abuelo, Melchor Cosmes Zaballos, poeta en su juventud, pintor y escultor casi toda su vida, y músico en la tercera edad. También ha habido buenos fotógrafos en la familia, como Benito Cosmes. Yo mismo debería incluirme en este grupo, pues hice mis pinitos con el dibujo a plumilla, la pintura al óleo y la literatura. Así, tuve el privilegio de participar en varias exposiciones colectivas de artistas bejaranos y con Melchor Cosmes. También figuro entre los ganadores de los dos concursos literarios de Béjar: el que patrocina el Casino Obrero y el dedicado a Julián Martín Carrasco. Sin embargo, nunca practiqué el arte para conseguir fama o algún otro beneficio, sino por plasmar una fotografía espiritual de cada época vivida y así dejar constancia de mis sentimientos. Comerciar con el alma sólo acarrea disgustos y desilusión. De la actividad artística subsiste una minoría privilegiada, a los demás nos
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ayuda a vivir más libres y nos hace crecer como personas. La libertad para idear también nos abre las puertas hacia la fantasía, ese mundo íntimo e imprevisible que escapa a las leyes humanas y universales. Para acceder a él es preciso estar enamorado de cada palabra y del lenguaje; y dedicar, todos los días, un tiempo al estudio y a la lectura; así se nutre el cerebro y piensa con mayor fluidez y precisión. Cada vocablo es una piedra de cantería y la mente el arquitecto que las dispone. Cuantas más palabras se conozcan y más hábilmente se ensamblen más hermosa será la catedral del pensamiento. Nacemos con el cerebro vacío, como un ordenador con el disco duro virgen, luego las experiencias vitales, el esfuerzo personal por aprender y la práctica de nuestras habilidades nos van llenando y haciendo mejores. Este perfeccionamiento es, sin duda, un proceso lento, activo y laborioso. No basta la inteligencia, también es imprescindible el trabajo. Estudiar es un privilegio que nos engrandece. Cuando poseemos la curiosidad y la voluntad de aprender, el estudio diario llega a ser tan indispensable como el aire. Entre las acepciones del término “ramalazo” figura la de “señal que deja el golpe dado con el ramal”, aunque supongo que para Eloy significaba, en sentido figurado, “marca que nos identifica”. Es posible que este don también lo tuviese su hermano, Roque Losada Cosmes, pues publicó varios libros de Derecho y alguien me dijo que escribía sus memorias. Roque destacó por su inteligencia. Ingresó en el seminario y concluyó estudios eclesiásticos, fue ordenado sacerdote y estuvo propuesto para obispo de la diócesis de Salamanca. Fue investido Doctor gracias a una tesis que escribió durante su estancia en Roma, donde conoció personalmente a Pio XII, quien le otorgó una bula de “indulgencia plenaria” para nuestra familia, que aún alcanza a mi generación. Fue uno de los catedráticos más jóvenes de Derecho Civil y Canónigo de la Universidad de Salamanca. Estudió tres años la carrera de Medicina y fue obligado a abandonar por sus superiores, dada su
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condición de sacerdote. Conversar con él era un lujo por su inmensa cultura, su claridad de pensamiento y su facilidad de palabra. En fin, Miguel, acaso tú también tengas el “ramalazo”, porque en tu profesión precisas creatividad y un cierto sentido artístico. Si es así sufrirás creando, pero también disfrutarás viendo el resultado de cada obra concluida, y buscarás la perfección en futuros trabajos, aunque la perfección completa no exista. Espero que este relato sobre el origen del nombre y el apellido que compartimos, te haya entretenido. Un beso. FIN