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67 Roma, cuando la crisis se convierte en costumbre TEXTO Enric González Periodista
Pese a contar con todas las razones para el colapso, la capital italiana sobrevive, y lo hace incluso con cierta elegancia. Roma ha mejorado mucho en las dos últimas décadas gracias a la acción de sus alcaldes. Sin embargo, en términos absolutos, la ciudad se sitúa en la cola de cualquier clasificación en cuanto a civismo se refiere.
oma es una ciudad en permanente estado de emergencia. Dado que la crisis es permanente, deja de notarse: Roma es así, y basta. El milagro consiste en hacer soportable (y hasta deliciosa) una urbe que, por obvias razones arqueológicas, no puede construir aparcamientos en el centro ni una red de metro eficiente, con calles demasiado estrechas para los autobuses o los camiones de recogida de basuras, con una contaminación que supera los límites europeos, con una red de alcantarillado y distribución de aguas basada aún en obras realizadas veinte siglos atrás y con una población carente del sentido del bien común. Añadamos millones de turistas, frecuentes huelgas del transporte público, una pasión absoluta por el automóvil y la afición futbolística más conflictiva del continente. Y tengamos en cuenta, por último, la presencia en Roma de una Ciudad-Estado, el Vaticano, que genera una peregrinación constante y, de vez en cuando, acontecimientos extraordinarios y masivos como el Jubileo o el fallecimiento y coronación de los pontífices. Pese a contar con todas las razones para el colapso, Roma sobrevive, y lo hace incluso con cierta elegancia. Se trata de un fenómeno difícil de explicar. De hecho, Roma ha mejorado mucho en las dos últimas décadas. En esa mejoría, que ha insuflado a la población el ánimo para aceptar determinadas incomodidades, pesa la acción política. Los dos alcaldes de la “nueva Roma”, el centrista Francesco Rutelli y el progresista Walter Veltroni, pueden atribuirse el mérito de haber afrontado el mayor problema cívico, un centro histórico que es a la vez joya y tumor, con resultados apreciables. Sólo los vecinos veteranos recuerdan que en los años setenta la mítica plaza Navona era un aparcamiento, que los palazzi renacentistas se caían por falta de rehabilitación y que la gente emigraba a las afueras. Desde la dictadura de Mussolini, que completó una vía céntrica supuestamente rápida abierta a finales del XIX por los reyes Savoya (el corso Víctor Manuel II) y plantó una brutal avenida sobre el Foro Romano, entre la plaza Venecia y el Coliseo, no se había hecho casi nada. Para la anterior
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En la página anterior, vista general del centro. Sobre estas líneas, la plaza de España reflejada en un aparador de la Via Condotti. A la izquierda, la plaza Navona, que en los 70 era un aparcamiento. Abajo, el metro, cuyos trenes muestran los efectos de un abuso sistemático, y el mercado del Campo dei Fiori. Christian Maury
Danilo Donadoni / Age Fotostock
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reforma urbana de importancia había que remontarse a 1508, cuando el Papa Julio II abrió una “autopista” para carruajes, prohibida a los peatones, conocida como Via Giulia, y a 1527, cuando tras el saqueo de la capital papista por parte de las tropas de Carlos I hubo que reconstruir numerosos palacios de familias güelfas. Eso era todo. Rutelli, primero, y Veltroni, en la actualidad, acometieron un programa de rehabilitación muy delicado. El objetivo consistía en hacer del centro histórico un lugar nuevamente habitable, y lo consiguieron con un programa que incluía drásticas limitaciones de tráfico, mejoras en las infraestructuras sanitarias (alcantarillado, recogida de basuras, limpieza de las calles), reactivación del comercio y creación de una red de transporte con microautobuses. Con ese poco de sensatez, el centro registró un auge impresionante y casi excesivo: el dinero procedente de sectores productivos como la moda (en el caso de la familia Fendi) o el petróleo (en el caso de la familia Sensi) se volcó en la rehabilitación de viviendas antiguas, dado que, con buen criterio, en el corazón de Roma está prohibida la obra nueva. En los años cincuenta, sólo un tercio de los pisos en el área de Navona o Campo dei Fiori poseían baño interno; hoy sí lo tienen, y el metro cuadrado no baja de los 5.000 euros. Se ha hecho mucho, en términos relativos. En términos absolutos, si hablamos de civismo, Roma está en la cola de cualquier clasificación. Los romanos conocen el valor de sus tesoros, pero están condenados a vivir entre ellos y no los ven con el embeleso del turista. Son cosas del pasado, de muchos pasados. Todo el mármol que falta en el Coliseo no se perdió en ninguna guerra, fue simplemente desmontado para construir nuevos monumentos, como la catedral de San Juan de Letrán, o para simples casas particulares. Y luego está la herencia de siglos de administración corrupta, un mal común en toda Italia y especialmente grave en Roma, habituada a vivir hasta 1870 en un régimen teocrático y refractario a cual-
69 “Los romanos conocen el valor de sus tesoros, pero están condenados a vivir entre ellos y no los ven con el embeleso del turista. Son cosas del pasado, de muchos pasados. Y luego está la herencia de siglos de administración corrupta”.
quier tipo de participación vecinal. La Administración italiana sigue siendo frágil, lo que se refleja en una evasión fiscal apabullante o en la prosperidad de las organizaciones mafiosas; a escala local, el reflejo más notorio es la resistencia a pagar el billete en el transporte público. Según las estadísticas del año 2004, en Roma el 5% de los usuarios de metro y autobús viaja gratis. El porcentaje parece extrañamente bajo, si se tiene en cuenta que en París la “abstención de taquilla” ronda el 15%. Como simple impresión personal, uno diría que es la ausencia de controles la que explica el resultado estadístico. El hecho es que uno de los primeros consejos que
recibe el recién llegado se refiere precisamente al pago del transporte: no te molestes, dicen, el servicio es malo y por tanto es legítimo colarse. Suele causar sorpresa el estado de los vagones del metro. Como en Nueva York hace veinte años, el exterior está completamente recubierto de graffiti y dibujos y el interior muestra los efectos de un abuso sistemático. La Tac, empresa de transporte municipal, parece resignada. En Roma sería impensable una solución tajante como la que aplicó Rudy Giuliani en Nueva York (una pintada, una semana de cárcel) y hay asuntos más urgentes que resolver, como la seguridad o la integración de la inmigración de origen balcánico. En el capítulo de seguridad, lo que más exaspera a la policía es el fútbol. Los tifosi violentos, conocidos como “ultras”, son una de las pesadillas de Roma. Tanto el AS Roma como el SS Lazio, los dos clubes de la capital, cuentan con un amplio sector de seguidores para los que el destrozo de mobiliario urbano y la batalla campal con los antidisturbios forman parte del fútbol. Basta recordar que el Roma ha tenido que jugar a puerta cerrada sus partidos europeos desde que un energúmeno (nunca identificado) abrió una brecha en la frente al árbitro sueco Frisk con un objeto metálico, o que en un Roma-Lazio del pasado año los “ultra” de ambos bandos impusieron la suspensión del encuentro, enviando cabecillas a negociar con el colegiado y los capitanes, con el único fin de demostrar su fuerza. Todo el país, y muy especialmente Roma, fue sometido en marzo a una “ley de tolerancia cero” por la que el simple lanzamiento de un objeto al terreno de juego es motivo de suspensión automática. Se trata de un primer paso para frenar un salvajismo que no se da ya en ningún otro rincón de Europa. Otro elemento que suele sorprender al foráneo es la suciedad. Roma está para usarla y tirarla cada día. Orinar en la calle solía ser una costumbre inveterada, cantada (y practicada) por poetas como Rafael Alberti. Hoy se hace menos, pero se hace. En la Piazza dei Massimi, a escasos treinta metros de Navona, no es extraño ver a alguien defecando sobre los adoquines. Esas cosas están relacionadas, en parte, con el altísimo número de mendigos y vagabundos atraídos por el turismo religioso (¿quién no da una limosna tras recibir la bendición
La última reforma urbana de importancia tuvo lugar en Roma en 1508. La degradación progresiva del centro forzó a los dos últimos alcaldes a iniciar un programa de rehabilitación para hacerlo de nuevo habitable. Christian Maury
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70 El turismo es una de las principales fuentes de riqueza de la ciudad, pero también de desgaste. Junto a estas líneas, puesto de venta de souvenirs frente a la Fontana di Trevi. En la página siguiente, la célebre escalinata de la Piazza di Spagna.
sobre todo en verano, cuando miles de muchachos en viaje de fin de curso, turistas variados y romanos de la periferia confluyen en el centro para festejar las tibias madrugadas. Las calles estrechas, los edificios bajos (ninguna construcción puede ser tan alta como la cúpula de San Pedro, y la gran mayoría es de cuatro pisos) y la alta densidad de bares se alían para hacer de las horas de supuesto descanso un rato trepidante. CONTROL DEL TRÁFICO
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papal desde la ventana del Palacio Apostólico?), por el turismo a secas, por la bondad del clima y por la benevolencia de las autoridades. ¿La solución? Limpiar cada día y tener paciencia. La falta de espacio ha habituado a los romanos al juego de ensuciarlimpiar continuamente, y el mejor ejemplo se encuentra en Campo dei Fiori, el más completo microcosmos urbano. Desde las seis de la mañana, en Campo se instala un mercado de alimentos que cierra a las dos. Una brigada municipal recoge en una hora lechugas podridas, restos de pescado y cajas rotas y la plaza queda a punto para la sesión de tarde: terrazas y paseo. Al anochecer, Campo dei Fiori se convierte en lugar de copas y atrae a multitudes. Los bares cierran hacia la una de la madrugada y, en vísperas de fiesta, da inicio la fiesta de las litronas, generalmente culminada con un partido de fútbol etílico y multitudinario que sólo concluye con la rutinaria carga policial en torno a las cuatro. Vuelve a aparecer la brigada municipal que despeja el terreno de botellas rotas, secreciones humanas y otras materias indeseables, y recomienza el ciclo con la instalación del mercado. Todo eso, claro, genera ruido. Un ruido atroz que exaspera a los vecinos. El problema del ruido en el centro tiene mala solución,
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Sin embargo, el Ayuntamiento ha hecho mucho para controlar el mayor factor de ruido y contaminación: el tráfico. Sólo pueden acceder al centro los vehículos autorizados (previo pago de una tasa especial cercana a los 400 euros anuales), lo que evita los embotellamientos y bocinazos que hasta hace unos años solían caracterizar la zona. Eso ya sólo se da los viernes y sábados por la noche, cuando se levanta la prohibición. La mayoría de los domingos sólo circula el transporte público, en Roma y en muchas otras ciudades italianas, para ayudar a reducir un poco la contaminación atmosférica. Roma vive de su centro, núcleo del turismo, del ocio, del comercio y de las oficinas de representación. Pero no vive en el centro. Los barrios residenciales, sean carísimos (Parioli o Prati), caros (Monteverde), normales (Torre Vecchia) o económicos (Cinecittá o Anagnina) disponen de calles de amplitud suficiente, capaces de acoger contenedores para el reciclaje de residuos. Esa es una novedad que no ha calado todavía en el espíritu ciudadano. Se recicla poco, menos del 25% del papel o el vidrio. En el centro, nada: las botellas y los periódicos van en la misma bolsa que las pieles de patata. El camión (más bien camioncito) de la basura recoge diariamente montañas de bolsas que concluyen en alguno de los vertederos de las cercanías, casi colapsados. Todo lo dicho hasta aquí dibuja un panorama de aspecto tremebundo, capaz de espantar al alcalde más animoso. Como complicación adicional, las campañas de concienciación cívica no suelen funcionar. Se ha intentado pedir menos ruido, más limpieza y respeto por los bienes públicos y atención al reciclaje, y los resultados son escasamente apreciables. El romano, como se ha dicho, es desconfiado ante el poder y resistente a las consignas. Sólo cambia de hábitos cuando percibe un beneficio inmediato, personal e intransferible. El
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secreto, según el alcalde Veltroni, consiste en una regeneración lenta, cercana, barrio a barrio, calle a calle o, si hace falta, palmo a palmo, menos basada en las obras que en la convivencia. Los problemas son excesivos como para afrontarlos globalmente y a la vez. Las microsoluciones, en cambio, dan resultados. La plaza Vittorio Emanuele, a espaldas de la Estación Termini, se ha convertido en centro de reunión de inmigrantes africanos y en un foco de tensiones, pero en el verano de 2004 una pequeña idea, una cosa sencilla y barata, contribuyó a fomentar la convivencia y a dar ánimo al barrio. Con ocasión de la Copa de Fútbol africana, el Ayuntamiento instaló pantallas gigantes y grandes entoldados para la visión de los partidos, y alrededor, de forma semiespontánea, nació una pequeña feria de productos de África. Esa simple iniciativa mejoró el humor general y atrajo, además de a inmigrantes, a miles de romanos que habían decidido olvidar la plaza Vittorio. Otra fórmula de revalorización del entorno urbano, destinada a que los romanos sientan algo más de aprecio por la ciudad, es la exitosa “noche blanca” de septiembre, en la que todo permanece abierto y en la que palacios generalmente inaccesibles, como el
maravilloso Palacio Farnese, sede de la Embajada de Francia, abren sus puertas. La última iniciativa para fortalecer los vínculos vecinales es la cena colectiva, que aspira a resucitar una vieja costumbre romana: el Ayuntamiento permitió que el 7 de mayo los vecinos de cada inmueble instalaran una mesa frente a la puerta y se reunieran a cenar, como se hace aún en los pueblos. La fiesta, en que participaron medio millón de personas y que convirtió doscientas plazas en comedores colectivos, resultó un éxito. La estrategia de hacer hermoso lo pequeño viene impuesta también por la escasez presupuestaria. En el Gobierno italiano figura un partido, la Liga Norte, de orientación regionalista y xenófoba, cuyos mítines son caldeados con el grito “Roma, ladrona”; como es de suponer, los ministros “liguistas” discuten hasta el último céntimo las dotaciones presupuestarias para Roma, con lo que una ciudad que debería recibir más que ninguna otra por sus especiales características (antigüedad, acumulación de tesoros arqueológicos, alta afluencia de turistas, dificultades de transporte y presencia del Gobierno, con todas las manifestaciones, huelgas, desfiles y ceremonias públicas que ello comporta) recibe menos de lo que necesita.
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