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ROUSSEAU (CONTEXTOS) (1712 – 1778) Contexto histórico y sociocultural: Del siglo XVIII en general ya hemos hablado en el tema de Hume. Todo lo que a

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ROUSSEAU (CONTEXTOS) (1712 – 1778)

Contexto histórico y sociocultural:

Del siglo XVIII en general ya hemos hablado en el tema de Hume. Todo lo que allí se dijo vale también para el contexto histórico y sociocultural de Rousseau. Ahora, simplemente, haremos hincapié en ciertas cosas.

La forma más común de gobierno en la Europa del siglo XVIII es la monarquía absoluta. Casos excepcionales son Inglaterra (que ha vivido ya sus “revoluciones burguesas” y posee una monarquía parlamentaria), Suiza, Venecia y los Países Bajos (con sistemas republicanos) y Polonia (con una monarquía electiva). En ciertas partes de Europa y al este del río Elba (allí donde persiste el sistema feudal y falta una clase burguesa), la monarquía absoluta adquiere en general la forma de despotismo ilustrado. Este era el caso de la Prusia de Federico II el Grande, la Rusia de Catalina II, la España de Carlos III, y el reinado de José II en Austria. En todos estos países, en los que falta la presión de la burguesía, el Estado asume la tarea de modernización de la sociedad y lidera ese proceso, muchas veces incluso colocándose frente a los intereses de la nobleza. Tratan así de hacer “todo para el pueblo”, pero sin el pueblo, es decir, sin contar con los deseos de los súbditos.

Pues bien, es justamente el sistema de la monarquía absoluta, junto con la división estamental de la sociedad, el que va a quedar fuera de juego tras las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII. El pensamiento de Rousseau tuvo, sin duda, algo que ver con estos sucesos. De hecho, uno de los dirigentes jacobinos más importantes de la Revolución Francesa, Robespierre, rindió más de un homenaje al pensador suizo, y en general se considera que Rousseau es el precursor del espíritu revolucionario jacobino y de las ideas republicanas.

Contexto filosófico:

De los contextos intelectuales en los que se mueve Rousseau, el más importante es, sin duda, el de la Ilustración. Ya hemos dicho que la destrucción del Antiguo Régimen y la instauración de un nuevo orden político y social (en las revoluciones del XVII y del XVIII) estuvieron vinculadas al ascenso de la burguesía como clase dominante. Pues bien, el conjunto de los ideales ilustrados es la expresión filosófica de esa lucha y del nuevo orden que se pretender instaurar. La Ilustración surge en el siglo XVII a partir de las obras de Locke, Bayle, Newton y algunos otros y constituye el horizonte común y compartido de los filósofos del siglo XVIII. Encontró especial arraigo, y distintas denominaciones, en Inglaterra (donde se llamó Enlightenment), Francia (les Lumières) y Alemania (Aufklärung). En cada uno de estos países el pensamiento ilustrado se desarrolló con características propias.

De un modo muy general, la Ilustración puede definirse como un llamamiento a que todas las cuestiones (científicas, éticas, políticas, religiosas, etc.) se resuelvan mediante la razón. La razón se convierte así en la instancia última desde la cual debe determinarse no solamente el quehacer científico y la acción moral, sino también la ordenación de la sociedad y el proyecto histórico que la acompaña. A este respecto, se ha hecho famosa la caracterización de Kant: «La Ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad de la cual él mismo es culpable. Minoría de edad es la incapacidad para utilizar su propio entendimiento sin la guía de otro. Esta minoría de edad es culpable cuando la causa de la misma no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y de ánimo para servirse con independencia de él sin la guía de otro. Sapere aude: ten el valor de servirte de tu propio entendimiento. He aquí el lema de la Ilustración». (Kant, I.: ¿Qué es la Ilustración?). Desde luego es mucho más fácil y mucho más cómodo no pensar por uno mismo, y tener siempre a alguien que nos diga lo que tenemos que hacer: un médico que nos prescriba la dieta que tenemos que seguir, un abogado que nos dicte las normas que debemos cumplir en cada momento, y un sacerdote que nos diga lo que tenemos que creer; sin embargo, el espíritu ilustrado es aquel que tiene el valor de dejar a un lado estas “muletas” y que se guía por su propia razón. Lo cual, llevado al extremo, implica no admitir nada que no nos haya convencido antes racionalmente.

La razón, por tanto, ocupa ahora un lugar central, pero ¿qué entiende exactamente la Ilustración cuando habla de la “razón”? La razón ilustrada es: a) universal, es decir, una

y la misma para todos los seres humanos; b) autónoma, es decir, se vale por sí sola sin necesidad de ayudas externas; b) laica: no depende de la fe ni de Dios (aunque Dios todavía juegue un papel importante en el pensamiento ilustrado); d) analítica, en el sentido de que no acepta nada como dogma y somete todo a análisis; e) crítica, con todo aquello que la oprime y la impide desenvolverse libremente (los prejuicios, la superstición, el fanatismo, la autoridad de la tradición); y f) limitada: a diferencia de la concepción racionalista, que creía poder derivar todo el conocimiento a partir de la razón y al margen de la experiencia, los ilustrados consideran que la razón tiene que contar siempre con la experiencia.

En efecto, esta concepción de la razón y, sobre todo, la convicción de que la razón tiene que ser el principio supremo en el que deben decidirse todos los problemas, dio lugar a las posiciones características de la ilustración. De entre ellas destacamos a continuación: 1) su concepción de la religión, y 2) su fe en el progreso.

En cuanto a lo primero, la religión es sometida también (como todo lo demás) a la crítica, pero esa crítica no va dirigida contra la religión en sí misma, sino más bien contra la superstición y los rituales de las religiones históricas. En efecto, se considera ahora que todos los diversos ropajes con los que se viste la religión (y que tienen que ver con sus símbolos concretos, sus ritos específicos, etc.) son añadidos innecesarios que ocultan y distorsionan el verdadero sentido de la religión. Ese núcleo racional que todas las religiones históricas poseen es común a todos los hombres, y a ese núcleo racional se le puede llamar (y se le llama) religión natural. Precisamente vinculada a la idea de religión natural se halla la posición deísta. El teísmo es la creencia en un Dios personal, que crea y ordena el mundo e interviene en él cuando es preciso. Por el contrario, el deísmo despoja a Dios de sus atributos personales y de su «familiaridad» con el ser humano. El deísmo se limita a afirmar que Dios existe y que ha creado el mundo. No conocemos los atributos de Dios, y Dios no vuelve a intervenir en el mundo una vez que lo ha creado. El Dios del deísmo no es providente y no es responsable del mal.

En cuanto a la fe ilustrada en el progreso, el espectacular desarrollo técnico-científico que se había producido desde el Renacimiento generó el convencimiento de que la humanidad había entrado en una etapa de progreso ininterrumpido que terminaría por

solucionar todos los problemas. El despliegue de las potencialidades de la razón supondrá –al menos así lo piensa la Ilustración– un mejoramiento continuo de la humanidad, tanto desde el punto de vista material (ciencia y técnica con vistas al dominio de la naturaleza) como, muy especialmente, desde el punto de vista espiritual (educación e ilustración del espíritu humano: triunfo del derecho, de la justicia y de la libertad). El pensamiento ilustrado es, en este sentido, profundamente optimista, y considera que la felicidad, la libertad y la justicia de la especie humana vendrán de la mano del progreso y desarrollo de los conocimientos y la cultura. La reflexión sobre el progreso es, a su vez, inseparable de la reflexión sobre la historia y sobre la sociedad.

Por último, quizás merezca la pena decir algo, aunque sean dos palabras, sobre la Enciclopedia. La Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios suele considerarse la obra más representativa de la Ilustración francesa, y responde a un proyecto colectivo que se propuso difundir la cultura y el conocimiento, acercando el saber a todo el mundo; crear una opinión crítica y antidogmática y, sobre todo, criticar los prejuicios y las creencias tradicionales. Bajo el auspicio de figuras como Diderot y D’Alembert, fue publicada entre 1750 y 1772 y significó una gran revolución en la cultura y en el pensamiento.

Vida y obra:

Jean Jacques (=Juan Jacobo) Rousseau nació en Ginebra (Suiza) en 1712, en el seno de una familia de origen francés. Su madre murió al poco tiempo de dar a luz, y su padre abandonó Ginebra en 1722, a raíz de una disputa con un militar de renombre; el pequeño Jean Jacques vivió primero bajo el abrigo del clérigo Lambercier, y después, a partir de 1724, con su tío. Ese mismo año, Rousseau, que por entonces tenía 12 años, firma un contrato de aprendizaje con un grabador por un período de cinco años, pero en 1728 decide abandonarlo todo y huir de su ciudad natal. Poco después es acogido en la casa de la baronesa de Warens, que se convierte así en su protectora. En su casa pasó varios años y gracias a ella puedo instruirse y aprender música, que sería su medio de subsistencia en muchos de los trabajos que desempeñaría posteriormente. Después de viajar por diversas ciudades francesas y suizas y ejercer distintos empleos, Rousseau se traslada a París, donde entra en contacto con los filósofos ilustrados (Voltaire, Diderot, D’Holbach, etc.) y colabora en la redacción de la Enciclopedia. En 1749, la Academia

de Dijon convoca un premio para el mejor ensayo sobre la cuestión siguiente: ¿ha conseguido el desarrollo de las ciencias y las artes que los hombres sean moralmente mejores? Rousseau escribe un trabajo que gana el concurso, y lo escribe poseído por una especie de iluminación súbita.

Tal y como nos cuenta el propio Rousseau, la iluminación de Vincennes –así se denomina– se produjo en agosto en 1749, cuando se disponía a visitar a Diderot, que por entonces se encontraba en prisión encarcelado por un delito de prensa. Durante su viaje a la prisión de Vincennes, Rousseau se puso a hojear el Mercure de France (una revista literaria de la época), y fue a dar con el anuncio del concurso de la Academia de Dijon: “Si alguna vez algo se ha parecido a una inspiración súbita, fue el movimiento que en mí se produjo ante aquella lectura; de golpe siento mi espíritu deslumbrado por mil luminarias; multitud de ideas vivas se presentaron a la vez con una fuerza y una confusión que me arrojó en un desorden inexpresable; siento mi cabeza tomada por un aturdimiento semejante a la embriaguez. Una violenta palpitación me oprime, agita mi pecho; al no poder respirar mientras camino, me dejo caer bajo de los árboles de la avenida, y paso media hora en tal agitación que al levantarme percibo toda la parte delantera de mi traje mojada por mis lágrimas sin haber sentido que las derramaba. ¡Oh, señor, si alguna vez hubiera podido escribir la cuarta parte de lo que vi y sentí bajo aquel árbol, con qué claridad habría hecho ver todas las contradicciones del sistema social, con qué fuerza habría expuesto todos los abusos de nuestras instituciones, con qué sencillez habría demostrado que el hombre es naturalmente bueno y que sólo por las instituciones se vuelven malvados los hombres. Todo cuanto pude retener de aquellas multitudes de grandes verdades que en un cuarto de hora me iluminaron bajo aquel árbol ha sido bien débilmente esparcido en mis tres escritos principales [aquí Rousseau se refiere a los dos Discursos y al Emilio]”.

Como ya hemos dicho, Rousseau ganó el premio con su Discurso sobre las ciencias y las artes, que fue publicado en 1750. En 1755 aparece el Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, que en cierto modo prolonga la crítica iniciada en el primer discurso. En 1761 se publica en París la novela Julia, o la nueva Eloísa, que obtiene un éxito inmenso. En 1762, aparecen algunas de sus obras más importantes: Del contrato social, y Emilio, o de la educación (que incluye La profesión de fe del vicario saboyano). Ambas obras sufren diversas prohibiciones en

París, Ginebra, Berna y los Países Bajos, y Rousseau huye de Francia. Tras un periplo que le lleva a Berlín, Basilea y Estrasburgo, finalmente acepta la hospitalidad de Hume y se hospeda en la casa londinense del filósofo empirista. Sin embargo, pronto surgen disputas entre ambos y Rousseau regresa a París. Después de llevar durante sus últimos años una vida errante y llena de angustias y enfermedades, Rousseau muere en 1778 en Ermenonville, acogido por su amigo el marqués de Girardin. Póstumamente se publican las Confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario.

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