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Rusia y España a través de las cartas de los viajeros (Vasili Botkin y Juan Valera). Svetlana Maliavina Licenciatura de Traducción e Interpretación. C.E.S. Felipe II (Aranjuez), UCM
Resumen: Las relaciones literarias que se han dado entre España y Rusia no han sido muchas. En este artículo se presentan dos casos concretos de la visión que tienen dos autores (Vasili Botkin, ruso, y Juan Valera, español) de España y de Rusia, respectivamente. Se pretende así proponer una posible comparación entre las imágenes que poseen ambos autores de países tan distintos a su cultura, a través de dos libros de viajes que tratan de sus experiencias e impresiones sobre estos países: Cartas sobre España y Cartas desde Rusia. Esta relación se da en gran parte gracias a diversos factores, como que ambos eran contemporáneos —mediados del siglo XIX—, compartían aficiones —la literatura—, y pertenecían al mismo círculo social. Palabras clave: Vasili Botkin, Juan Valera, Cartas sobre España, Cartas desde Rusia, literatura del siglo XIX, relaciones España-Rusia, Rusia-España.
No son muchos los rusos y los españoles que visitaron España y Rusia, respectivamente, en los siglos pasados, y son realmente pocos los que dejaron escritas sus impresiones de estos viajes. Y si se haya algo, casi siempre se trata de informes de misiones diplomáticas o despachos de las Embajadas. Las primeras impresiones literarias las encontramos en el epistolario de Vasili Petrovich Botkin y de Don Juan Valera. En el presente artículo se hace una breve introducción en una posible comparación de las imágenes de los dos países que surgen de las cartas de estos viajeros. Se trata de los límites temporales de los viajes, sus itinerarios y los autores de las Cartas sobre España y las Cartas desde Rusia, personajes que compartieron la misma época (mediados del siglo XIX), la misma gran afición - la literatura, el mismo círculo social, e incluso, se conocieron personalmente1. 1
En su carta de 20 de enero de 1857 Juan Valera escribió: “He conocido a varios literatos y periodistas rusos, entre ellos a Botkine, que estuvo en España durante todo el año de 1840, y luego ha publicado, en cartas, sus impresiones de viaje. Botkine me mostró su obra sobre España, mas, como está en ruso, no puedo entender una sola palabra. Sólo noté que había traducido en ella algunos de nuestros antiguos romances, como por ejemplo, uno de los que relatan la muerte de don Alonso de Aguilar. En la larga conversación que tuve con él, observé, asimismo, que era hombre de buen gusto literario y de varia erudición; pero que de las cosas de España, y en especial de nuestra literatura, que fue de lo que más hablamos, sabía poquísimo, disculpándose él de esta
Dado que el libro de Valera es ampliamente conocido y, por el contrario, el de Vasili Botkin hasta ahora no ha sido traducido al castellano, la parte del presente artículo dedicada al último es más extensa, lo que ha permitido presentar mejor el texto de las Cartas sobre España aun no publicadas en España. 1.Cartas sobre España de Vasili Botkin. “Antes de Botkin, en nuestro país se había escrito tan poco sobre España, que la mayoría de los lectores rusos imaginaban este país como un enorme vergel de flores, expandiendo en su imaginación a toda la península aquel jardín perfumado que florecía debajo del balcón de Laura: “Ven, abre el balcón. ¡El cielo está tan silencioso! El aire es cálido e inmóvil; la noche huele a limón Y a laurel” (A. Pushkin.“El Convitado de piedra”)” N. G. Chernyshevski [3; 227].
1.1. El autor de las Cartas sobre España. La infancia de Vasili Botkin, hijo mayor de Piotr Kónonovich Botkin, un próspero comerciante de té, transcurrió en Moscú en un ambiente tétrico. En su carta de 26-27 de noviembre de 1861 Botkin escribía a su hermano Mijaíl ( 28 años menor que él): “de mi infancia no hay recuerdos agradables: una madre buena y sencilla que acabó bebiendo hasta caer borracha, y un padre, bruto y severo. Y qué atmósfera tan bestial. Pero, a pesar de la severidad, mi padre con toda su ignorancia, fue un ignorancia, en mi entender indisculpable para quien ha estado un año en España, ha escrito un libro sobre España y dice que sabe el castellano, con decir que nuestros libros no se encuentran en parte alguna. Ello es que ni siquiera sabía el nombre del duque de Rivas, que siendo como es, el regenerador de nuestra literatura romancesca y uno de los poetas más originales y fecundos que España ha producido, no debiera estar tan olvidado, porque escribiéndose hoy día tantos artículos de crítica, ni en revistas nacionales ni en revistas extranjeras he visto aún crítica seria y digna de las obras completas de nuestro duque. Lo menos malo, aunque anterior a la publicación de las obras completas, es un articulejo de Mazade. Yo hablé a Botkine de estas obras completas, y muy singularmente del Don Alvaro, cuyo argumento referí punto por punto, con el mayor primor que pude, y procurando hacer resaltar todas sus bellezas. También le prometí un ejemplar de las mencionadas obras, y espero de la bondad de usted que me le envíe, o se le envíe, a la mayor brevedad posible.” [8; 91-92]
hombre inteligente y, en el fondo, bueno. Créeme que mi memoria guarda de mi primera juventud tanto asco y repugnancia que me repele recordarme a mí mismo” [5; 267]. Pero a pesar de esa atmósfera familiar tan desconsoladora, el talento negociante de Piotr Kónonovich, que abastecía de té los samovares por toda Rusia, había permitido a Vasili Petrovich y a sus trece hermanos disfrutar de una vida económicamente sosegada y conseguir unos notorios triunfos en el futuro: Dmitri Botkin se hizo coleccionista de pintura; Serguei, célebre médico, fundó la primera clínica que existió jamás en Rusia; Mijaíl, académico de Bellas Artes, poseía una valiosa colección de esmaltes bizantinos, una pequeña parte de los cuales se admira hoy en el museo Lázaro Galdíano de Madrid; su hermana María se casó con el eminente poeta Fet, otra, Anna con Pikulin, un afamado profesor de Medicina de la Universidad de Moscú. Botkin empezó sus estudios en el pensionado de Kriazhev, uno de los mejores colegios privados de su época, donde obtuvo cierta base de conocimientos humanísticos, que él mismo fue cultivando y en los que fue profundizando a lo largo de toda su vida. Sus estudios se deben exclusivamente al interés y el entusiasmo, ya que Vasili Petrovich no tan solo no hizo carrera académica, sino que ni siquiera tuvo la oportunidad de acabar los estudios del pensionado: su padre le sacó de él para ponerlo al frente del negocio de importación de té. Aquello que empezó de forma tan desafortunada, resultó ser el principio de un destino, ya que pronto Vasili Petrovich descubrió que el cumplimiento de las tareas comerciales que le habían sido encomendadas iba acompañado de constantes viajes, y el viajar se convirtió para él en una afición a la que permanecería fiel durante toda su vida. En 1835 Botkin realizó su primer viaje al extranjero: primero a Londres y a París y luego a Italia que recorrió de arriba abajo. En el mismo año conoció a Belinski, y probablemente por su iniciativa (en aquel entonces Belinski era uno de los principales colaboradores de la revista “El telescopio”), emocionado por su primer viaje, escribió para esta publicación su primer artículo “Un ruso en París” (1835), que fue muy bien acogido y apreciado por los lectores, en particular, por la descripción que en él había presentado Botkin de su visita y conversación con Victor Hugo. Vasili Botkin estaba dotado de una sorprendente facilidad para aprender idiomas; a la edad de tan solo dieciocho años este joven ya hablaba alemán, francés, italiano, español e inglés. Pronto se descubrió su amor por la música y la pintura. Botkin colaboró con Belinski durante
muchos años, primero, en la revista “El observador de Moscú” (18381839) como crítico musical y traductor de Hoffmann, y, luego, en los “Apuntes del estado” (en los años 40), donde publicó varios artículos sobre Shakespeare, sobre música, pintura y un ensayo acerca de su viaje a Roma. Era la época de su afición por la filosofía de Hegel y por las ideas del radicalismo social y político influenciadas por Bakunin, cuya amistad Vasili Petrovich apreciaba enormemente2.
1.2. El viaje a España: el itinerario y los límites temporales. El viaje de Botkin a España, las impresiones del cual fueron recogidas posteriormente en el libro más afamado de todas sus creaciones literarias, Cartas sobre España, se lo debemos al fracaso matrimonial de su autor. El 1 de septiembre de 1843 Vasili Petrovich se casó con Armence – Ismérie Rouillard, una joven y coqueta modista de Péronne, con la que se embarcó a París en una luna de miel. Las graves diferencias entre los cónyuges que se desataron nada más zarpar el barco, aceleraron la separación que llegó antes de acabar el mes de rigor. Botkin en búsqueda de consuelo, marchó a Italia, de la cual guardaba los mejores recuerdos de su primer viaje, cuando había vuelto a casa “enfermo de tanta belleza”; viajó por Italia en los primeros meses de 1844, luego por Francia y ya en el verano de 1845 entró por Hendaya a tierra española. El itinerario de su viaje fue el siguiente: primero, visitó Vitoria, luego Burgos, bajó a Madrid, atravesando la Mancha llegó a Córdoba, conoció Cádiz, Sevilla, Málaga, embarcó a Gibraltar y llegó hasta Tánger para volver a Granada y quedarse prendado por su Alhambra. La duración de la estancia de Vasili Botkin en España guarda un cierto misterio y confusión, más si nos fiamos de los datos que nos ha dejado el mismo autor: de este viaje salieron seis cartas y la séptima, la complementaria, dedicada a Granada; la primera está fechada en Madrid en mayo (en la segunda edición del libro, y en junio en la primera edición) y la última, en Granada en octubre del mismo 1845. En los archivos de León Tolstoi se encuentra la única carta genuina que llegó a nosotros como un testimonio ineludible de la veracidad de la visita de Botkin, ya que las Cartas sobre España no son cartas propiamente dichas: con su destinatario concreto, saludo correspondiente, abrazos y recuerdos finales, sino una especie de ensayos basados en la correspondencia real a los amigos 2
El romántico hegeliano, Botkin estaba agradecido a su amigo con cuya ayuda se le brindó la ocasión de conocer en París a Karl Marx.
(Belinski, Hertsen) y parientes, artículos de periódicos, libros históricos y de viajes. Esta única carta existente la escribió Vasili Petrovich a su hermano Nikolai en Vitoria, el 11 de agosto de 1845, y en ella encontramos la siguiente anotación: “Salí de Bayona a las ocho y media de la mañana, a las doce la diligencia cruzó la frontera y desayunamos en Irún, una ciudad española fronteriza.” [7;28]. Así que tenemos todos los indicios para suponer que el viaje duró unos tres meses y no cinco, como Botkin quiere hacernos creer: desde el 11 de agosto de 1845 hasta los últimos días de octubre. La confusión de las fechas nos descubre, según Mijaíl Alekséiev, el deseo del autor de “ampliar para el lector la duración de sus peregrinaciones por España y de este modo aumentar la competencia de sus apreciaciones” [2;174]. Las primeras seis Cartas sobre España aparecieron publicadas entre 1847 y 1848 por Belinski en la revista El Contemporáneo, en 1851 salió la séptima carta sobre Granada y como volumen aparte Castas sobre España desde 1857 hicieron célebre a aquel mercader de té, que se convirtió a los ojos de la Rusia culta, según Hertzen, en “un andalúz de Maroseika3”.
1.3. “Un andalúz de Maroseika”. Tenemos todos los indicios para suponer que el viaje de Botkin a España perseguía objetivos puramente lúdicos, ya que en ningún momento de su relato Vasili Petrovich se refiere a algún encargo comercial que le habría sido encomendado (además, España nunca ha sido un país distinguido por su gran afición al té). Poseyendo una rica experiencia viajera, Botkin llegó “bien provisto de cartas de recomendación”, con las cuales, como él mismo confesaba, se le abrieron las puertas y le permitieron conocer en Madrid a muchos personajes importantes de la vida política y social de aquel entonces, entre ellos a unos altos funcionarios del ministerio y a una carlista ferviente, hija de un ex-ministro de Fernando. Vasili Petrovich llegó a España dominando bien el castellano4, lo que representó una ventaja obvia para el viajero ruso, y la cual Botkin supo aprovechar para enterarse de primera mano de la vida real del país. A lo largo de su viaje tuvo numerosas y largas conversaciones con todo aquel que se prestaba a satisfacer su devoradora curiosidad: los pasajeros del barco camino a Gibraltar, los posaderos y los cocineros en las fondas, los 3
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La calle de Moscú donde nació Vasili Botkin.
Aunque en 1857 durante su encuentro en San Petersburgo Juan Valera prefirió hablar con Botkin en francés, dejando un comentario irónico sobre su conocimiento del idioma, lo que era tan propio de Don Juan
pastores y supuestos bandoleros, los cuales, según Vasili Petrovich, abundaban en aquel entonces en todos los caminos españoles porque “robar es más digno que servir”. Numerosas páginas de las Cartas nos presentan un sin fin de coplas, fandangos, romances, poemas directamente en español con sus propias traducciones, a veces muy afortunadas; al volver a Rusia durante años Vasili Petrovich siguió torturando a sus amigos con sus interpretaciones de las canciones españolas, en especial de esta copla: “Ancha franja de veludo En la terciada mantilla, Aire recio, gesto crudo, Soberana pantorrilla. Alma atroz, sal española, ¡Alza, hola! ¡Vale un mundo mi Manola!” [1;29]. Dicha tortura obtuvo su castigo y de la mano de Hertzen a Botkin le galardonan con el mote de “Guiuliem Pier Sobrano – Pantaryliev”.
1.4. El paisaje español. Las primeras impresiones de cualquier viajero suelen referirse al paisaje. Ansioso por descubrir la tierra sublime, decantada en toda la poesía romántica, empezando por Pushkin con su Zephyr nocturno, después de una larga primavera italiana, entrando desde Francia en pleno mes de agosto, Botkin parecía desilusionado para no decir desengañado con el cuadro que se abría delante de sus ojos: “Desde hace mucho tiempo ha sido proverbial la belleza de España; desde antaño los poetas cantan sus naranjales y limoneros… Pero, ¡ay!, éste es otro de los errores existentes acerca de España. Aunque tal vez unos cientos de años atrás haya sido distinto, ahora es imposible imaginarse algo más triste que esa naturaleza. Pero esta tristeza es extraordinariamente grandiosa. Imagínese, que en ningún sitio se encuentra un árbol, los campos están bordeados por los arbustos de romero; de vez en cuando surgen unas pequeñas aldeas sin vegetación, pintadas de color arcilla oscuro, y estas aldeas son tan poco frecuentes que cuando te encuentras con una, la anterior se te ha olvidado ya hace tiempo. Los ojos recorren libremente el espacio de 8 o 10 verstas sin encontrar ninguna vivienda, ni un pequeño olivar, nada, excepto los olorosos arbustos de romero; todo está abrazado por una atmósfera transparente y límpida. Probablemente en este terreno podrían crecer encinas, tilos, castaños; en España la riqueza está a
los pies del hombre, hace falta sólo agacharse para cogerla; pero por ahora a los españoles no les gusta agacharse.” [1;9]. Cuanto más en el centro del país se adentraba su diligencia, más desolador se le presentaba el paisaje: “Uno no puede imaginarse nada más triste que Castilla La Vieja: un desierto monótono se despliega continuamente ante sus ojos, no hay ni un árbol en todos estos campos interminables, ni siquiera quedan los arbustos de romero” [1;10-11]. “¡Ya no hay Pirineos!” – dijo Luis XIV -; pero ¿y esa masa de altas montañas, con toda su vegetación lujuriante vuelta hacia Francia, y que presenta a España solo sus rocas desnudas” [1;11]. Botkin se acercaba a la capital, pero nada alegraba la vista de nuestro viajero: “¡Ya estoy en Madrid! Pero, hasta ahora, ¡qué triste país es esta España! De Burgos a Madrid son los mismos campos áridos. Cuántas veces me decía a mí mismo: ¡si son nuestras infinitas llanuras de Rusia! Tan sólo la lejana línea azul de las montañas destruía la semejanza. A través de llanuras desérticas, por fin, se aproxima uno a Madrid, que sólo Dios sabe porqué está aquí, ya que en medio de estos campos polvorientos y absolutamente desnudos, no hay ninguna razón para que se encuentre no sólo la capital, tampoco ninguna ciudad, ni siquiera la más insignificante. Los alrededores de Madrid consisten en campos estériles; el pobre Manzanares se seca ya en primavera, y ahora queda de él sólo un pequeño arroyo; el sol ardiente y el suelo seco y arenoso exterminan toda suerte de vegetación; en una palabra, no cabe imaginarse nada más triste que esta naturaleza” [1;11]. Tan sólo en Andalucía Botkin se reconcilió con el paisaje español, admiró su belleza particular y disfrutó de lo visto, hasta el punto que empezó a tambalearse y morir la adoración por su modelo de la belleza natural, el paisaje italiano: “El azul brillante del cielo de Cádiz y la asombrosa transparencia de la atmósfera ciegan a uno y confieren a la naturaleza y a todo su alrededor un aire de fiesta tan delicioso que nunca he encontrado nada parecido, incluso en Sicilia, donde los tonos del aire y de la naturaleza son más densos, húmedos y, por lo tanto, más suaves para los ojos. Es la causa de que mis órganos de un hombre del Norte experimenten aquí un cierto placer nervioso. Para los habitantes del Norte, viajar por estos países viene a ser lo mismo que beber el vino más excitante y fogoso” [1;101]. Es difícil no detenerse y pasar por alto el sentido poético del mismo autor. A través de su descripción de los alrededores de Málaga se percibe
un gran amante y conocedor del arte, el autor de numerosos artículos y ensayos dedicados a la pintura y la música: “Hasta Vélez – Málaga se extienden las plantaciones de caña de azúcar y de algodón; las pendientes de las montañas están cubiertas de casas y de pueblos; a lo lejos, en la bruma azul y dorada nadan las cimas de las Alpujarras, detrás de las cuales se levanta Sierra Nevada, cubierta de nieve. He visto la naturaleza de Italia y Sicilia; pero en España su belleza adquiere un carácter totalmente distinto: aquí, es grandiosa, inmensa, menos pintoresca pero en cambio infinitamente más poética. Habla más al alma que a los ojos. En el paisaje español no hay la misma nitidez que en el italiano, hay menos diversidad y pintoresquismo, pero mucha más de grandeza. Entre la naturaleza italiana y española existe la misma diferencia que entre la poesía de los pueblos del norte y del sur. En la nórdica hay menos nitidez, menos color y sus imágenes son menos vivas, pero en cambio a través de su niebla se sienten los matices del sentimiento, los movimientos secretos del alma, tales que esa nitidez llena de color y de vida de los poetas del sur jamás ha experimentado” [1;160]. Cuanto más al sur, la belleza de España más y más conquistaba a Botkin, para tras haberle atraído hasta Granada con su Alhambra y los jardines del Generalife, romper, irreversiblemente y para siempre, el corazón del viajero ruso: “Pero a pesar de que la belleza de la naturaleza aquí se debe en gran medida al trabajo y al arte del hombre, ningún lugar de la naturaleza italiana ha producido en mí la impresión tan profunda, tan viva como este sitio de Granada. Paso aquí horas enteras, sumergido en la más agradable e inconsciente meditación… ¡Sí! Vivirán en mi alma más vivamente que los naranjales de Palermo, que las costas de Nápoles, esta llanura de Granada, rodeada de montañas, estas colinas de la Alhambra y del Generalife, entre la densa vegetación de los cuales juegan los colores de la naturaleza meridional y septentrional, y esta Sierra Nevada con su cima nevada y sus laderas, tornasoladas e irisadas. Y el ocaso desde el Generalife - ¡qué sol y qué espectáculo!” [1;187]. 1.5. Las costumbres y los hábitos: los trajes, la comida, los cafés, las barberías, las ventas, las iglesias. Las descripciones de la naturaleza para Botkin eran un punto de partida para una digresión más profunda: sobre el pueblo que habita estas tierras, sus costumbres, su historia y política. Vasili Petrovich explicó minuciosamente las realidades españolas: le fascinaba la variedad y el colorido de los trajes, incluso desplegó un discurso entero a favor del uso del traje nacional y la importancia de la capa española:
“La capa constituye aquí, tanto en invierno como en verano, el atributo indispensable del traje, sólo la burguesía y los funcionarios llevan el común traje europeo. La capa, sostiene el castellano, abriga en invierno y preserva en verano del ardor del sol y, como consecuencia de esto, él se envuelve en ella tanto en junio como en diciembre. Como la capa tapa el resto de la ropa, el castellano no se preocupa demasiado por ella. En Castilla se considera de mala educación entrar sin capa en el Ayuntamiento (el Consejo del gobierno municipal), participar en una procesión, asistir a una boda, visitar a una persona importante: es una especie de uniforme popular.” [1;13]. En Madrid le sorprendió la cantidad y la importancia de los cafés: “ Cada café próximo a la Puerta del Sol tiene su propio colorido político. Los esparteristas y los exaltados, reconciliados de nuevo por una persecución común, se reúnen junto al Café nuevo cerca de la Casa de correos; el Café de los Amigos es frecuentado por “los moderados” o como los llaman ahora, los situacioneros, porque el nombre de moderado ya no convenía más al partido que el año pasado fusiló a la gente por docenas y centenas. Cada uno de mis conocidos es fiel a su partido del café y, aunque viva en una parte lejana de Madrid, sin falta acude a su café a tomar un helado o un sorbete o simplemente a beber un vaso de agua. Ninguno de los exaltados irá al Café de los Amigos” [1;14]. El viajero ruso anotó el particular uso que dan los madrileños a sus barberías: “ Al parecer aquí el barbero no ha perdido aún su antigua importancia popular. Cada barbería tiene sus visitantes habituales, que se reúnen aquí a conversar; a veces estas reuniones son tan multitudinarias que los clientes no tienen posibilidad de entrar en el establecimiento. Por esta razón en algunas tiendas está colgado un papel con este escrito: aquí no se tienen tertulias” [1;14]. Vasili Botkin describió y explicó que son “los majos”, “las cigarreras”, “las manolas”, dedicando muchas páginas a las historias sobre los bandoleros y las corridas de toro. Respecto a los hábitos religiosos, Botkin se quedó sorprendido por la escasez de los fieles que había encontrado en las iglesias: “Pasé tres domingos en la catedral (de Sevilla) expresamente par ver la devoción española; y los tres domingos el número de las personas presentes en la misa en poco superaba los cincuenta, en su mayoría las viejas y los viejos; el inmenso templo estaba completamente vacío” [1;81].
Maldiciendo la falta de confotr y la escasa limpieza de las ventas españolas, Botkin con añoranza evocaba las comodidades centroeuropéas: “Las posadas (las ventas) grasientas, solitarias, no han cambiado en absoluto desde los tiempos de las peregrinaciones de don Quijote: la misma sala grande, al estilo de un granero, apoyada en unas columnas gruesas; en lugar de sillas hay un banco de piedra incrustado en la pared; en medio, una chimenea enorme, cuyo humo sale por un agujero hecho en un techo cónico. Allí no me atreví a pedir nada, excepto vino, pero también apestaba insoportablemente al cuero de la bota… ¡Francia está tan sólo a 30 millas, y se podría pensar que a 2000!” [1;7]. En Algeciras su hotel era “malo y sucio”, en Sevilla la “Fonda de Europa”, donde se hospedó, “el más espléndido de los hoteles que he visto en España, y uno no puede imaginarse un interior más modesto en las habitaciones: las paredes pintadas con la cal, la cama más sencilla cubierta herméticamente con una muselina verde (contra las moscas nocturnas), una mesa pequeña de una sencilla madera, encima de la cual está colgado un espejo pequeño, tamaño de una cuartilla, tres sillas, en el suelo una alfombra hecha de paja” [1;88]. A Botkin, gran conocedor de la gastronomía europea y catador profesional de té, le costó aprender a saborear la comida del país: “ Irún me dio a conocer la cocina española: todo el desayuno fue preparado con un aceite pésimo que apestaba, como aquel que solemos llamar aceite de madera. Sin embargo, mis compañeros españoles se alegraron al verlo, diciendo que no habían podido tomar aceite de oliva en Francia: aquel no les olía a aceite” [1;6]. Acostumbrado a la cocina hecha a base de mantequilla, Botkin protestaba, ya que los sufrimientos gastronómicos le perseguían durante todo el viaje, hasta empujarle a declarar la guerra al oro español: “Nuestra cena en Vélez – Málaga consistía en excelentes pollos preparados ¡Dios mío! con una salsa de aceite de oliva verde; por suerte se podía neutralizar su sabor insoportable con un exquisito queso y uvas. ¡Este insufrible aceite de oliva es mi único e inevitable enemigo en España!” [1;161]. Como cualquier viajero agradecido y cortés, Vasili Pertovich buscaba y subrayada todo lo que encontraba de su agrado, y si algún manjar no respondía a las exigencias de su paladar, él sabía contentarse con otro distinto: “En toda España preparan mal el café, pero en cambio, en la última casa de campesinos le sirven un chocolate que no encontrará en cafeterías de ningún gastrónomo de Europa” [1;88]. “A propósito de los cafés: aquí hay una multitud incontable de ellos y por supuesto ningún país tiene tanta variedad de bebidas heladas como España:
bebida de naranja, bebida de limón, bebida de fresa, bebida de guindas, bebida de almendra blanca (a base de almendras dulces, y es la más refrescante). Todas conservan asombrosamente el aroma de su fruta, además de éstas se sirve también la leche ligeramente congelada. Por la mañana temprano cuando el helado no está hecho se puede tomar el agraz, bebida hecha de uvas verdes, verdaderamente exquisita. El helado madrileño (quisitos) no es inferior al napolitano, en cambio las espumas de aquí son excelentes: son unas espumosas de chocolate, café, nata, etc. batidas, ligeramente heladas y suavemente rociadas de canela” [1;14].
1.6. Las mujeres españolas. En cualquier viajero, y más si es un caballero, el tema de las mujeres provoca un interés especial. Por lo tanto, una gran parte de cada una de las siete cartas están dedicadas a esta cuestión, que en sus elogios y suspiros no tiene igual en el libro. Desde el mismo principio del viaje, desde Madrid, Botkin se rinde ante la española y no se cansa en reconocer esta derrota suya: “Me agrada especialmente la naturalidad de las mujeres de aquí. Tal vez estas palabras parezcan poco claras, pero, para entenderlas, es necesario haber vivido durante mucho tiempo en París, donde la mujer es artificial de la cabeza a los pies. Es verdad que las francesas están llenas de gracia, pero también es cierto que, en su mayor parte, esta gracia es aprendida. Por supuesto, en todas partes existen naturalezas -¿cómo lo diría? – dichosas, porque la gracia natural es en ellas una especie de talento; esto es algo que no se puede aprender, es preciso nacer con ello. Las españolas no son graciosas en el sentido francés de la palabra, pero, en cambio, son naturales, y hay que reconocer al mismo tiempo que esta naturalidad, al principio, causa extrañeza, si uno está acostumbrado al exquisito melindre francés. Tan sólo en este punto hay parecido entre las italianas y las españolas. La española no estudia ni sus maneras ni su forma de andar: éstas salen de forma directa y espontánea de su naturaleza y, aunque con frecuencia sean cortantes y bruscas, son sin embargo vivas, originales, expresivas y cautivadoras en su sencillez. La francesa es coqueta por naturaleza, sabe exponer con un arte admirable todo lo que de bello hay en ella; estudia en profundidad todas sus poses y todos sus movimientos; es un guerrero terriblemente armado, vigilante y astuto. La española en cambio parece desconocer su belleza; a causa de su profundo sentido de pudor, preferirá antes esconder que revelar la belleza de sus formas. En España a las mujeres no les brindan aquellas muestras de atención fingida, vanas en el fondo, con las cuales se abruma a las mujeres en la sociedad francesa. Hace falta señalar que, en tiempos no muy lejanos (hace unos 15 años), a
las jóvenes españolas les enseñaban sólo a leer, por temor a que escribieran notas de amor. Lo escuché de una dama mayor y muy inteligente de la alta sociedad. Las agitaciones políticas hicieron a la española aún más solitaria. Aquí la mujer no participa en la lucha de los partidos; y la vida familiar, menos que cosa alguna, puede desarrollar en ella la necesidad de instrucción” [1;25-26]. Sin atribuirse ninguna conquista amorosa, el viajero ruso con evidente envidia describe la costumbre de los jóvenes sevillanos de pasar la noche junto a los balcones o las ventanas de sus amadas, sus charlas, el fuego de sus miradas al ver a un posible rival y los consiguientes duelos con navajas.
1.7. España y los españoles. Ningún pasaje del libro deja de lado la constante meditación de su autor sobre el destino de España y su pueblo. Botkin no se cansa de repetir que éste país está dotado de un carácter peculiar, incomprendido o desconocido en Europa: “Por más que examino aquí a la gente y los acontecimientos, más llego al convencimiento de que para juzgar acerca de España y los alborotos que la agitan, es necesario dejar de lado cualquier comparación entre ella y Europa” [1;31]. “Aquí nada hace recordar las costumbres y tradiciones europeos” [1;47]. “¡España! ¡Qué refugio para la gente a quién le aburre Europa! Aquí no solamente la naturaleza es original, también la vida tiene un aspecto diferente que en otras partes” [1;166]. Para analizar y explicar la razón de este original destino de España Botkin despliega un discurso histórico - filosófico de una convención y erudición irrefutables: “¡Qué extraño el destino de España! Mientras que en la Edad Media cada nación europea dirige toda su fuerza vital a la creación de su unidad, España, dividida por la guerra de siete siglos contra los moros, de repente, sin mayor preparación, se unifica gracias al esfuerzo de Carlos V y Felipe II. Con su despreocupación habitual, se empeña en esta nueva dirección hasta que, por fin, en los días de sufrimientos y disturbios empieza a recordar su vida anterior e inesperadamente descubre que conserva sus huellas profundas. Recordemos la sublevación de 1808: ¿no es asombrosa toda esta debilidad “del Consejo de Castilla”, de esta junta central, de todo aquello que quería finalmente que esta sublevación lograra el carácter de solidaridad y unidad? La vida y la fuerza de España consistió en sus guerrillas; sus héroes siempre fueron jefes de destacamentos móviles. En
los días de peligro, cuando los demás se unen, los españoles, por el contrario, se dividen; su fuerza está en su aislamiento, en su soledad. A decir verdad, la unidad en España hasta ahora me parece una quimera. El valenciano habla en un idioma que el andaluz no entiende; el catalán y el castellano prácticamente necesitan un intérprete, sus intereses son diferentes; en cuanto las circunstancias se agravan, enseguida cada uno se apresura a romper el vínculo que le estorba y no le aprovecha, que sólo impide la libertad de movimiento. A pesar de que la palabra “Constitución”, en España, es el eslogan de todo aquel que, sin ser carlista, está descontento con el Gobierno, ninguna Constitución aquí fue llevada a su aplicación. ¿No será que aquí el pueblo no tiene sentido de la legalidad; que con su despreocupación anterior se somete al juicio de un alcalde parcial; que, en fin, el genio de este pueblo, a veces apático y otras veces pasional e impetuoso, no entiende nada de política? Constantemente se hacen y se deshacen en España las Constituciones, aunque nadie cree en ellas; se promulgan leyes, pero nadie las obedece; se hacen proclamaciones, pero nadie las escucha; hay, finalmente, dos Españas: la una es una tierra modélica, un pueblo fuerte, heroico, nación de gente grandiosa, conducida por gente aún más grandiosa, que tiene tiempo para atender a todo. Es la España de las revistas, de los discursos de los oradores y ministros y de las proclamaciones. Pero si observamos más atentamente, penetrando más hondo, entonces, sentiremos la España auténtica, la España arruinada, abandonada, sin Administración, sin finanzas, sin espíritu social, la España exhausta por una guerra civil permanente, agotada por todas estas intrigas diplomáticas, por las Constituciones fantasiosas” [1;23-24]. El autor de las Cartas sobre España, como si se tratase de una investigación antropológica, concentra todos sus esfuerzos imaginativos para descubrir el carácter español, cuyos encantos ineludibles le han conquistado irrevocablemente; lo descompone en rasgos y sentimientos para describir cada uno de ellos: - alegría: “¡Ay!, si los españoles pudieran, a cambio de aquello que copian tan torpemente de Europa, transmitirle un poco de su alegría tímida, bondadosa, despreocupada, de la cual Europa no tiene ni la menor idea” [1;23-24]. - hospitalidad y generosidad: “Los españoles ante todo son un pueblo hospitalario; aparte de la atención benevolente con que acogen las cartas de recomendación, es extremadamente fácil en España conocer a alguien: una sola conversación
en el café es suficiente para que un extranjero sea invitado a casa, con la frase habitual: “mi casa está a la disposición de usted”. Además, si un español se encuentra en un café en compañía de un extranjero, se considera su deber absoluto no dejarle pagar su consumición; los españoles son unos maestros en el arte de hacer señales al sirviente con una mirada o un gesto y el extranjero, independientemente de su buena voluntad, no consigue de ninguna manera pagar en el café cuando está acompañado por los españoles” [1;29]. - simpatía y amabilidad: “La opinión de que los españoles son reservados y callados es absolutamente falsa; tal vez sea justa cuando se trata de sus asuntos privados, tal vez sean reservados en las cosas del corazón y pasión pero en lo que se refiere a la vida pública no existe otro pueblo más franco y abierto. Siéntese en el café en cualquier mesa donde un grupo de gente está hablando: jamás su presencia importunará la conversación, independientemente de la nacionalidad a la cual Ud. pertenezca. Intervenga en la conversación sin reparos: la educación sofisticada de los españoles se hace aún más delicada al saber que Ud. es un extranjero. Si aquí se está leyendo una carta interesante con las noticias recibidas de la provincia se la pasarán para que la lea; con que solo demostrara su interés o incluso simple curiosidad, cualquier español consideraría una gran falta de educación no satisfacerla” [1;14]. - libertad y cortesía: “En Europa no tienen ni idea de la libertad que reina aquí: cada uno se siente aquí como en su propia casa. Esta manera desenvuelta, esta risa sonora, estas conversaciones vivas, tanto se diferencian de los paseos europeos, y aún más de los nuestros, a los cuales los hombres y las mujeres salen con unas caras estiradas y maneras artificiales. Pero lo más destacado es que esta espontaneidad, esta libertad, están penetradas por la más exquisita cortesía, ni aprendida, ni convencional, propias en Europa sólo de la mejor educación, sino una cortesía innata; la cortesía, la delicadeza de los sentimientos, y no sólo de las formas externas, como en nuestro país; aquí la posee en la misma medida un grande de España y un hombre de pueblo” [1;88]. - patriotismo: “¡País de leyendas históricas! ¡Qué otro pueblo venera con semejante apego la memoria de sus héroes!” [1;149]. “Ningún pueblo del mundo critica su país con más indignación, protesta de mil maneras, no ve en él nada positivo, pero al mismo tiempo no conozco otro pueblo más orgulloso de su nacionalidad” [1;75].
- valentía, que la hace capaz de enfrentarse al enemigo, poderoso y temerario, como Napoleón, dando unos ejemplos de valor y audacia inauditos: “… toda la nación se levantó para la batalla, sin ejercito, sin generales, sin Gobierno” [1;77]. “Apenas existe en la historia una sublevación más noble, más heroica que el levantamiento de toda la España contra Napoleón en 1808” [1;76]. - pasión que se transpira incluso a través de sus conversaciones, cuyo tema predilecto es la política: “Por más que uno estuviera predispuesto a la vida contemplativa y artística, por más que se mantuviera ajeno a la política, en Madrid se vería arrojado a ella a la fuerza. La palabra el Gobierno sería, si no la primera, seguramente, la segunda que oiría usted de cualquiera con quien entablara conversación. No hay charla que no sea acerca de política; si le causa aburrimiento esta materia, uno está condenado a las más indolentes discusiones sobre teatro o algo por el estilo. El Gobierno para un español no es un concepto abstracto, ¡no! Aquí cada uno lo siente por dentro, ya que cada uno pertenece a algún partido. “¡Quién no está conmigo, está contra mí!”, exclama el partido, apoderándose del timón del Gobierno, y ante este lema no hay piedad ni para la inteligencia, ni para los conocimientos, ni para los conocimientos, ni para la convención, ni para los viejos méritos. Existe la palabra tolerancia, que en España aún no tiene sentido” [1;11-12]. - originalidad en todo, incluso en su peculiar filosofía de trabajo: “Aquí está una de las originalidades de España: en los países civilizados de Europa la ociosidad está considerada como un vicio; en España, de ningún modo” [1;41]. - Acostumbrado al modelo de la sociedad, basado en las insuperables diferencias entre las diversas capas sociales, los terratenientes y los siervos de Rusia, a Botkin, demócrata y liberal, no le pudo dejar indiferente el sentido de la igualdad, propio del pueblo español; le sorprendía y fascinaba la dignidad innata de sus gentes, pero, al mismo tiempo, le hacía sospechar que todas estas virtudes podían conllevar la falta de la ambición, necesaria para el desarrollo de la misma sociedad: “En Europa, todo el mundo intenta enriquecerse para salir de su miserable situación; el español se enriquece para seguir siendo quien es. Puede ser que no existe en el mundo entero mejor trabajador que el español, pero él trabaja solamente para tener lo estrictamente necesario, y el resto de tiempo prefiere pasar días enteros envuelto en su capa, en la plaza del pueblo, discutiendo diversas noticias o, en silencio, enrollar y fumar sus papelitos.
Cada aguador, un mendigo, están sinceramente convencidos de su igualdad con los demás que nunca consideran necesario convencer con palabras o con hechos, con lo que sea, esta igualdad, que han recibido de nacimiento; así un mendigo ciego, que desea fumarse su puro dirá al grande de España (lo presencié varias veces): “¿Tiene Ud. lumbre, Marqués?”, y el marqués le ofrecerá su cigarro sin la menor sorpresa; pero el mendigo nunca dejará de ser un mendigo, un hijo del campesino nunca pensará ser amo o marqués. En España, nadie, excepto la clase media afrancesada, se esfuerza por elevarse por encima de su condición. ¿No será ésta la causa por la cual la ciencia, el arte, la industria, el comercio, todo lo que representa un valor para la ambición humana, se encuentran aquí tan desdeñados” [1;41-42]. “El modo de vida sedentaria y la inmobilidad el gusto constiteyen el rasgo distintivo del resto de España…” [1;98]. - su innata inteligencia original: “Es esta extraordinaria inteligencia de su pueblo lo que más nos hace creer en el futuro de España. Las personas del pueblo llano, absolutamente privadas de cualquier tipo de instrucción, asombran a uno por su buen sentido, su mente clara, la facilidad y libertad con que se expresan. En esto ellos superan con creces, por ejemplo, a los campesinos franceses. Carecen de la grosería y de la pesadez espiritual de los campesinos franceses. La esfera intelectual de un español no es muy amplia, pero aquello que comprende, lo comprende correctamente; y si la educación y las ideas sanas desarrollan su capacidad mental, entonces los españoles llevarán también a las más altas esferas de la vida esta franqueza, esta nitidez que parecen ser innatas en ellos, y las cuales ahora aplican tan sólo a sus más mezquinos intereses. En medio de los innumerables alborotos que desgarran a España, sientes una especie de necesidad de mirar constantemente hacia atrás para, de alguna forma, liberar el presente del peso de los errores y desastres que el pasado le dejó en herencia, para conservar la fe en el pueblo que, a pesar de tres siglos de desgracias, supo guardar dentro de sí sus cualidades naturales, tan bellas y tan preciosas.” [1;25].
El afán y la pasión que se desprenden del relato de Botkin convierten sus Cartas sobre España en una especie de la Defensa de España y su pueblo, contagiando al lector del entusiasmo y del deseo irresistible de repetir las experiencias hispánicas de su autor, e incluso de las ganas de apropiarse de ellas y plagiarlo: “Dicen que, en España, el pueblo es pobre, ignorante, lleno de supersticiones y prejuicios; que la instrucción no penetró en este país. Así,
por lo menos, piensa toda Europa. Pero pongamos a este ignorante campesino español al lado del campesino francés, alemán o incluso inglés y nos asombraremos de su dignidad natural, de sus maneras delicadas y de su lengua correcta y limpia. Aquí, las clases bajas son incomparablemente más cultas que las clases bajas en Europa. Pero bajo este término no debe entenderse la cultura de libros, sino la cultura compuesta de los hábitos, las costumbres y las tradiciones, es decir, la cultura histórica que en el pueblo español es infinitamente más fuerte, más profunda que en todos los otros pueblos de Europa. Sucede así cuando toda la naturaleza humana está instruida y no sólo su cabeza. Basta con indicar que ningún pueblo posee una literatura poética tan rica como los españoles; su poesía popular no vive en los libros sino en forma de cuento oral ininterrumpido. De aquí proviene su capacidad para la improvisación, algo que cabe explicar tan sólo por la riqueza de la poesía popular, que el pueblo memoriza. Esto le permite aprender indirectamente a dominar su propia lengua. Definitivamente en muchos aspectos los españoles constituyen la excepción (en el mejor sentido de esta palabra) del resto de los pueblos de Europa y a ellos se les aplica en grado menor, aquellas teorías y definiciones generales, con las cuales a las mentes librescas les gusta jugar en política e historia” [1;25]. Vasili Petrovich Botkin al final de su peregrinación, a punto de partir, en las últimas líneas de su libro deja una confesión personal que de una forma poética y pasional descubre su afecto por Granada y por España, sentimiento que se convierte en el leit motiv central de las Cartas sobre España y el que perdura aun después de terminar de leerlas: “…pero, ¡no! es imposible transmitir esta belleza, y todo lo que estoy escribiendo aquí no son más que unas frases vacías; además ¿acaso es posible describir con precisión aquello que hace feliz el alma? Se puede contarlo sólo cuando la felicidad se convierte en un recuerdo. El momento de placer es un momento mudo. Figúrese que este momento dura aquí para mí ya desde hace tres semanas. En mi cabeza no hay ni pensamientos, ni proyectos, ni deseos; en una palabra, no siento mi cabeza; no pienso en nada, absolutamente en nada; pero si Ud. sólo pudiera imaginar qué plenitud siento dentro de mi pecho, qué bien respiro… Me parece que soy una planta que han sacado al sol de una habitación oscura y sin aire; inspiro el aire lentamente, en silencio; paso así durante más de dos horas en cualquier parte, al lado de algún arroyo y escucho su murmurar, o contemplo el chorro del agua que cae dentro de la fuente… ¡Ah, si toda mi vida transcurriera en esta felicidad!” [1;194].
2. Cartas desde Rusia de Don Juan Valera. definido.
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La aparición de este libro la debemos a las obligaciones diplomáticas de Don Juan Valera, que a sus treinta y tres años fue destinado a Rusia como Secretario de la misión extraordinaria del Duque de Osuna, y desde allí mandaba cartas a su jefe de la Secretaría y amigo Leopoldo Augusto de Cueto. Estas cartas, que llevaban "ambiente de llaneza y compadreo tan propio de las esferas oficiales de nuestro XIX" [12;13], sorprendieron a su destinatario y le parecieron dignas de ser publicadas, y una vez puestas en circulación y sacadas en los periódicos, se convirtieron en noticia, casi en el chismorreo, sobre la estancia de la comitiva del Duque de Osuna en el exótico ambiente de Rusia, cautivaron la imaginación de los círculos aristocráticos de Madrid, llegando al Palacio, y como escribe a Valera su madre, "han gustado tanto a la Reina que a todos los ministros les hablaba de ti y de las cartas" [12;13]. De la correspondencia, que entabló Valera desde Rusia, disponemos de cuarenta y cinco cartas (todas con el sello de San Petersburgo), una, de las cuales, está dirigida a su madre, otra a su hermano, y los restantes a Don Leopoldo Augusto Cueto, subsecretario de Estado. En principio las cartas fueron publicadas, con algunas alteraciones y cortes, en las Obras completas (en los dos tomos de Correspondencia); y luego salieron ya en dos ediciones escogidas: la primera fue hecha por Don Alfodisio Aguado, y la última, que contiene una introducción y la cual seguimos en el presente trabajo, sacó Don Alberto Cardín. Con sus misivas Valera adaptó la austera forma de los despachos oficiales no solamente para tratar sobre los trámites de la concesión de cruces, bandas y cordones a los personajes de las dos Cortes; los proyectos de convenio comercial; las negociaciones políticas etc., sino también para satisfacer sus ansias de un viajero curioso, que se interesaba por la gente que había encontrado en aquella Corte, sus costumbres, fiestas, museos y bibliotecas, y tenía ganas, y a veces irresistibles, de contarlo ("Si no la cuento, voy a reventar. Es menester que me desahogue, que me quite este peso de encima" [8;201]). Tras Cartas desde Rusia, cuyo estilo literario sería difícil determinar en su conjunto - algunas cartas llevan rasgos del ensayo costumbrista, otras podríamos considerar por un cuento corto,- se adivina un Valera escritor, que utilizando unas situaciones atípicas y un entorno ajeno, estaba afilando su pluma y probando el dominio de su propio estilo. 2.1. El secretario de la misión extraordinaria.
Don Juan Valera y Alcalá Galiano, Oficial 3 de la Primera Secretaría del Ministerio de Estado ya no era novato en la carrera diplomática: su experiencia en éste campo contaba con tres misiones - primero como attaché non payé en Nápoles, luego, ya con sueldo, en Lisboa, y más tarde Río de Janeiro y Dresde. Su nuevo destino, al igual que los anteriores, fue un intento de superar su precaria situación pecuniaria, su "sindineritis", porque según el mismo decía, "joroba ser pobre". La nueva diligencia consistía en acompañar al Duque de Osuna en su extraordinaria misión de felicitar, en nombre de Isabel II, a Alejandro II, recién coronado Zar de todas las Rusias. Con éste propósito la dicha misión se puso en camino nada más recibir la Real orden. "Habiendo reconocido el Zar de Rusia a Doña Isabel segunda por reina de España, vino a Madrid una embajada extraordinaria de aquella corte. En igual correspondencia, el gobierno español envió a Rusia una misión, confiada al duque de Osuna, de la que fue secretario Don Juan Valera. Año 1856" [11;159]. La estancia en Rusia de Don Juan se prolongará medio año (desde el 10 de diciembre de 1856 hasta el 6 de junio de 1857). 2.2. La ruta de la misión. La ruta escogida por esta misión fue la siguiente: Madrid - París Bruselas - Münster - Berlín - Varsovia - San Petersburgo, la cual sus participantes lograron hacer en el plazo de un mes que, teniendo en cuenta las largas paradas con la cantidad de recepciones a las cuales ellos asistieron, el estado de las carreteras rusas de aquel entonces (los miembros de la misión realizaron todo el trayecto en el ferrocarril que terminaba en la frontera rusa y volvía a aparecer solo en las cercanías de la capital) y la estación del año que no favorecía a emprender este tipo de viajes, podríamos considerarlo como el tiempo récord. La primera parte de la ruta (Paris - Varsovia) fue agradable y divertida. "Viajamos a lo príncipe" [8;17] - así lo califica Valera. Polonia les recibió con 14 grados bajo cero, que Valera afrontaba gracias a "una magnífica piel de oso de no sé dónde" [8;25]. "De diversión en diversión, de fiesta en fiesta, vistiéndome y desnudándome y acompañando al Duque" [8;32], - así pasaba el tiempo la misión en la ruta hasta su destino. Este modo de viajar tal desmesurado y frívolo en principio debería de presentar el modo de vida ideal para Valera, que había confesada en una de las cartas a su padre que en la vida le preocupan tres cosas: "Lo escaso que estoy de dinero"; "esta afición mía a las faldas es terrible"; y "a pesar de mi
liberalismo filosófico, soy aficionado a la gente de alto copete, y tanto, que me aflige y entristece la de mal tono",- en realidad le transmite ciertos remordimientos de la conciencia, que se apaciguan por el duro final del trayecto: "Desde que salí de esa primera Secretaría hasta ocho días hace, he tenido sobre mi conciencia un escrúpulo harto pesado: el de ganar mi sueldo sin trabajar, corriendo cortes y divirtiéndome en grande; pero este escrúpulo empezó a desvanecerse apenas salí de Varsovia y ya se ha disipado del todo, gracias a los ocho días cruelísimos y largos de talle que hemos empleado en llegar a esta capital" [8;33]. Fue toda una "hombrada": ocho días sin dormir una sola vez en cama, "sino siempre vestidos", con pequeños descansos en tres - cuatro puntos, atravesando en trineos "una llanura sin arboles, que se extendía indefinidamente, confundiéndose a lo lejos con el aire" [8;33], pasando por encima de los ríos helados, estando atascados y sacados de la nieve por dóciles soldados rusos. Al fin, "cobrando ánimo, echamos el pecho al agua, o dígase al frío, y, con cuatro o cinco horas más de fatiga, vinimos a descansar a una fonda elegantísima, en el centro mismo de esta destartalada Babilonia" [8;37]. Era su destino - "Esto es inmenso, y por lo poco que he visto, me gusta más que París" [8;38]. 2.3. Rusia de Alejandro II. 2.3.1. El nuevo Zar. Al día siguiente de llegar a San Petersburgo; el 16 de diciembre de 1856 los mandatarios de Isabel II fueron recibidos por el Zar Alejandro II en su residencia, en el palacio de Tzarskoe Selo, situado en unos cincuenta kilómetros de la capital. La impresión que dejó el Emperador ruso fue agradable - de una persona bien educada y amable. "El duque pronunció medio discurso como un hombre. Al otro medio se le trabó la lengua y no pudo ir adelante. El Emperador contestó muy amistosa y lisonjeramente" [8;40]. En este viaje repleto de diversiones, comidas exuberantes, palacios lujosos y museos interesantísimos la más fastidiosa tarea para Don Juan era acompañar al Duque y a su compañero y rival coronel Quiñones5 en las 5
En una de sus primeras cartas a don Leopoldo Augusto de Cueto desde San Petersburgo (la carta del 23 de diciembre de 1856) Valera se quejaba del favoritismo con que el Duque de Osuna trataba a su ayudante de Campo, el coronel Quiñones: "las armas han sido y seguirán siendo más poderosas que las letras. Quiñones me roba el corazón del Duque. El Duque prefiere que le llamen "mi general" y tener por ayudante un coronel, a que le llamen "señor Duque" y tener por secretario a todo un oficial de esa Primera Secretaría" [8;41]. En
visitas por las instituciones militares. Gracias a estas obligaciones bélicas Valera tuvo que aguantar, por ejemplo, un desfile de la guarnición de la capital - con el que Alejandro II había premiado al Duque - con quince grados bajo cero. A pesar de que Don Juan, dadas circunstancias, se movía en un círculo muy elevado - entre los Príncipes, embajadores y bellas damas -, su interés y observación a fuerza se encontraban con la situación en que vivía el pueblo ruso, lo que debería de ser chocante para cualquier europeo del XIX. Todavía en su intrincado viaje le impresionó la obediencia y resignación de gente menuda y el poder que le imponían los elegidos, "gracias de estar aquí el principio de autoridad tan bien establecido y en virtud de esta armonía jerárquica" [8;36]. Perturbado por la inmensidad y la grandeza del aspecto de San Petersburgo, Valera no consigue encontrar allí las casas de la gente sencilla: "No sé dónde viven los pobres, porque no se ven más que palacios, monolitos, cúpulas doradas, torres, estatuas y columnas" [8;71]. Ya al final de su estancia, viajando en tren a Moscú descubre "las casuchas de madera de los pobres siervos y campesinos", la miserable apariencia de las cuales le trae los tristes pensamientos de la suerte de aquella gente, "ha de pasarse los inviernos encerrada en sus cabañas y lamiéndose la pata para nutrirse, como dicen que hacen los osos" [8;266]. La tarea de tejer desde siglos ayudaba a las familias afrontar su malvivir e incluso a despilfarrarse en las fiestas, sustituyendo los tradicionales y "principales manjares y bebidas de ésta mísera plebe" - "el pan de centeno, de los pucheros negros, el stchi, sopa de sebo y coles, y el kwas6, abominable cerveza agria" [8;70] -, por el aguardiente, "al cual es aficionado el pueblo ruso" [8;267]. Pero la nueva reforma de aranceles que preparaba el Gobierno ruso, según Valera, haría descender el valor de los tejidos de algodón, y así "que los pobres aldeanos rusos tengan que abandonar esta industria de tejer y adoptar otra o contentarse con ganar menos que los siete copecs diarios, que sería ya poner a prueba la resignación humana y demostrar que poco menos que nada basta para sustentar una familia" [8;267].
la continuación del viaje este favoritismo convertió en el infrentamiento desenmascarado por parte del Duque y el coronel contra el poeta. 6
A Don Juan se le ocurrió probar ésta bebida en Polonia, y sus impresiones fueron nefastas: "Sospecho que la cucharada de rancho que tomé en Varsovia se me ha espiritualizado en lo interior y forma hoy parte de mi conciencia, avinagrándola como un fermento o levadura moral" [8;70].
La cuestión de la liberación de los siervos era esencial y palpitante que conmovía las mentes de toda la sociedad rusa de aquel momento, pero en los altos estratos sociales, que habían adoptado la idea del liberalismo occidental, la postura hacia dicha cuestión se convirtió en el punto clave de la división en dos grandes partes: los que eran pro, y de los que manifestaban en contra. Estaba claro que este problema exigía su resolución urgente, y los periódicos, las tertulias, las reuniones de los Consejos y las conversaciones en los clubes y en las recepciones estaban repletos por las declaraciones de los partidarios de dos bandas. "Los nobles aseguran que les convendría más que fuesen libres y que la servidumbre es para ellos más una carga que una ventaja" transmite Valera a su corresponsal. Analizando lo visto, Don Juan no pierde la ocasión de sentirse en papel de predicador. Así, durante una visita del monetario en L`Hermitage su atención atrajo las monedas con la imagen de Alejandro Magno, representado como conquistador de la civilización asiática. "¿Quién volverá a acometer esta hazaña?" [8;83] - se indaga Valera, y apartando otras posibilidades, apuesta: "¿Serán acaso los eslavos? Aquí pretenden que Alejandro era de esta raza y puede que sea cierto. Alejandro magno hablaba griego, como Alejandro II habla francés; pero la lengua patria de ambos era y es ruso" [8;83]. Y como consecuencia de tal atrevida comparación entre dos monarcas sale el papel misiánico, que debería interpretar Rusia en la unión del Oriente y Occidente: "...acaso ésta gente está llamada a remover el Asia hasta en sus cimientos. Ellos fueron, durante siglos, el antemural de la Europa por esta parte, y a ellos toca llevar ahora la bandera triunfante de la civilización europea a esas regiones" [8;83]. Algunas de estas ambiciosas predicaciones cumplieron ya en los posteriores a Valera diez años.
2.3.2. Los personajes de la corte rusa. Como miembro de la misión diplomática, Don Juan Valera tuvo acceso a los círculos más elitistas de Rusia, donde las altezas y los grandes señores le agasajaban las honras, haciéndole sentirse a cuerpo de Majestades. La Corte rusa le parecía estar compuesta casi en su totalidad por los príncipes, cuyo número podía competir solo con el de generales: "En España se queja la gente de los muchos generales que hay y de que en todo se meten. A Rusia habían de ir los españoles para quejarse con motivo. Más generales hay que príncipes, y los príncipes abundan de tal manera que casi se puede afirmar que son la tercera parte de las personas que no se alimentan exclusivamente del abominable brevaje llamado kwas y de los nauseabundos pucheros y caldo de coles y sebo" [8;86].
El fenómeno de éste sinnúmero de altezas se explicaba por una peculiaridad de la nobleza rusa, que "aunque pretende ser una de las más antiguas del mundo, y aunque acaso lo sea, no ha sido nunca una aristocracia; siempre ha sido una nobleza cortesana; y si en algo ha mostrado a veces brío y poder, ha sido en atormentar a sus siervos" [8;244]. El derecho de poseer a los siervos con todo el poder sobre ellos, la excepción de la aplicación de los castigos corporales y de la pena de muerte - fueron los únicos privilegios de ésta "nobleza cortesana", que no contaba con ninguna fuerza "compatible con la autocracia del Zar”. El poder real estuvo concentrado en las manos de otro tipo de nobleza - no de sangre sino jerárquica, nobleza salida de los funcionarios del Gobierno: "Pero aquí la verdadera nobleza, la verdadera jerarquía, el poder verdadero está en el Estado y en los que le sirven. El Estado, o mejor dicho, el Gobierno, es todo, y fuera de él ni hay poder ni nobleza" [8;244]. El poeta se quedó pasmado del lujo en que vivía la aristocracia rusa: "el lujo asombroso de los grandes señores rusos. Cada día me maravillo más de este lujo" [8;57]. Sus cartas reventaban de las descripciones de los innumerables palacios que había visitado y de las abundantes comidas que había celebrado en ellos. Realmente aquella vida le fascinaba y aquella sociedad le parecía "tan amable y tan aristocrática" [8;122]
2.3.3. Las mujeres rusas. Un gran experto y admirador fiel de la belleza femenina, como lo fue Don Juan Valera, no pudo faltar en sus cartas la cuestión de mujeres rusas, las describió detalladamente, las clasificó por tipos y especies y las adoró a todas "Bien es verdad que las rusas tienen tipos muy diferentes, y al lado de la hermosa delicada, rubia, esbelta, ligera como una figura de Keapseak, se ve la dama, rubia también, pero fuerte, robusta, sólida y amazacotada como una Venus de Rubens, y la mujer oriental y el tipo andaluz" [8;280]. Del diplomático no escapó ningún detalle, por más insignificante que pudiera parecer: el tamaño del pie - "los pies y las manos... rara vez suelen ser por aquí tan diminutos y graciosos como en nuestra tierra" [8;280]; la cantidad de empastes: "Lo único visible que con facilidad se les echa a perder... son los dientes" [8;152]; o la perfección de cutis: "Algunas... tienen tan blanco y transparente el cutis, que imaginan los espectadores que ven correr por las venas de ellas el álcali volátil del amor; una sangre sutil, delicada y etérea, como el icor de las deidades del Olimpo" [8;151]. El poeta no solamente describió la belleza milagrosamente conservada que le asombraba en las damas ya mayores pero, además, descubrió la panacea para
tal fenómeno - el frío: "Las señoras ya jamonas y curtidas se suelen conservar también maravillosamente con estos fríos" [8;152]. Siendo un "hombre de buen gusto, y defensor y admirador del bello sexo" - un autoretrato de los más exactos - Don Juan desde los primeros días de su instancia anunció que las rusas eran de su agrado y que había muchas distinguidas entre ellas: "Hay en la sociedad mujeres hermosísimas y de gran distinción aristocrática" [8;89].7 Grato sorprendido por la elegancia de éstas mujeres, Valera constaba que para mantener aquel nivel se debían de gastar fortunas: "Las damas se visten aquí con tanto primor y riqueza como en París; pero no llevan la exageración de la moda hasta el extremo que las damas de Francia" [8;140]. "Las más gastan en el vestir notable riqueza y elegancia, y llevan perlas y diamantes bellísimos" [8;89]. Pero lo que cautivó al poeta, lo que le provocó el gran respeto hacia las rusas fue su charla sensata y erudita: "Pero más aunque el oro y los diamantes, lucen aquí las damas su erudición y su ingenio. Los hombres de España bien se puede afirmar que saben más que los rusos; pero las mujeres de esta tierra, en punto a estudios, les echan la zancadilla a las españolas. ¡Válgame Dios y lo que saben! Señorita hay aquí que habla seis o siete lenguas, que traduce otras tantas y que diserta, no sólo de novelas y de versos, sino de religión, de metafísica, de higiene, de pedagogía y hasta de litotricia, si se ofrece” [8;141]. A pesar del frío ruso, el diplomático poeta se encendía como pavesa y el más fútil pretexto le era bueno para enamorarse de las rusas y, si no nos dice que le gustaban las que le cruzaban rápidas en trineo, sí asegura "que una muchacha bonita en un droski me enamora sobremanera" [8;282]. “Embobado al borde de la acera dejaba pasar la celeste visión lamentando no poderse acercar más a ella por lo limitado de su vocabulario ruso, reducido a payaluista, stakan chaiu, na lieva, na prava y stio (por favor, vaso de té, a la izquierda, a la derecha y pare)" [12;154]. Complacido y mimado por los más escogidos de la nata de la sociedad rusa, rodeado por las mujeres preciosas, de las cuales algunas le trataban con adoración y las demás - con benevolencia, Valera permanecía en el estado entre el encantamiento y el éxtasis, le daba vueltas la cabeza, y él suplicaba 7
Todas las rusas a quien trató Valera pertenecían a la alta sociedad, o eran unas damas respetables, y por mucho que Don Juan buscó a alguna entre las representantes del más antiguo oficio, no encontró ni una, lo que parece no le convenció del todo: "Las ninfas movilizadas, o dígase en circulación, son también tudescas. O las rusas son más castas o no tienen arte ni gracia maldita para ejercer el oficio. No es esto decir que no haya cidalisas rusas, pero han de ser de la ínfima clase, que caballeros como yo no visitan. En fin, este punto no lo tengo aún puesto en claro, y siento haberlo tocado" [8;108].
que aquél momento se parase. "Esta sociedad tan amable y tan aristocrática, y estas mujeres tan elegantes y tan hermosas, le tienen a uno como embelesado y suspenso, y no hay modo de dejarlas sin hacer un esfuerzo inaudito. Esto me sucede sin que ellas me quieran y sin que se fatiguen en lo más mínimo por agradarme: imagínese usted lo que sucedería si me quisiesen" [8;122123].
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