Sala de urgencias en noche de carnaval

Sala de urgencias en noche de carnaval Por: Libardo Barros Escorcia La sala de urgencias del Hospital de Barranquilla está despojada de todas las fie

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Sala de urgencias en noche de carnaval Por: Libardo Barros Escorcia

La sala de urgencias del Hospital de Barranquilla está despojada de todas las fiestas; incluso del carnaval. En su entrada, las sillas de ruedas y las camillas colocadas a un costado parecen preparadas para una carrera que va a comenzar. Hay una asepsia que no convence del todo. En las salas adyacentes, médicos internos y enfermeros valoran a pacientes que llegaron por la tarde. Afuera, el rumor de la noche de guacherna, como los demás días de carnaval, no logra imponerse, pero se cuela en ráfagas efímeras. La ciudad está nerviosa por la amenaza de los mototaxistas de sabotear el carnaval. Hay un lánguido silencio que nadie quiere romper. Uno de los vigilantes de la puerta principal me advierte que la hora loca será después de 2:00 a.m., ya verá. Llegué al turno de 5:00 p.m. a 7:00 a.m., que coincide con el de los siete vigilantes, tal como lo hiciera hace dos años cuando presenté una crónica en un evento patrocinado por la promotora de negocios Colombia es pasión, la cual me fue rechazada. En la antesala aún no hay sobresaltos. Todo el equipo médico esperará pacientemente el producto más repudiado del carnaval: los muertos y heridos. ¿Y acaso el carnaval no es la fiesta de la paz? La gente ya sospecha demasiado de los mitos en que se apuntala la identidad de esta ciudad cuyos gobernantes han creído que con postales y eslóganes para turistas los habitantes aprenderán a encontrar respuestas concretas a las causas de una violencia que va en aumento. 8:30 p.m. Una patrulla de la Policía baja a Germán Darío Pallares, de 20 años, quien cruza la reja de hierro de la entrada con la cabeza ensangrentada. En una riña callejera le cortaron el rostro con un pico de botella. Tiene una herida profunda cercana a la sien derecha. Los cinco estudiantes de V semestre de medicina, que se sumaron a este turno, acuden atentos. El médico R2 (residente de 2º año), quien los tiene a su cargo, deja el herido a disposición de uno de sus pupilos. Va haciendo indicaciones y corrige los nudos de la sutura. Discuten entre sí y callan cuando habla el R2. Escriben en la historia clínica del herido todo el procedimiento y lo que se recomienda tener en cuenta. Este es un turno que debe asumirse con serenidad, a pesar de lo que todos saben que va pasar, pero todavía no ha pasado nada.

9:30 p.m. Llegan pacientes remitidos del Hospital Nazaret no muy complicados. La mayoría de los heridos son por riñas callejeras o atracos. Jaider, un camillero de 23 años, quien hace dos era el más joven del personal de planta, es ahora más sereno. Me repite lo mismo que me dijo en ese entonces: No queremos que pase nada, pero cuando el alcohol se suba a la cabeza, se sabrá. El Hospital General de Barranquilla fue abierto en 1876, pero la privatización de la salud lo ha llevado a la desgracia, como pasó con muchos otros en el país. Uno de los médicos más antiguos me revela que son 26.000 metros cuadrados, con más del 60 por ciento de su área subutilizada. Desde que se hizo cargo de su administración una empresa privada (Caprecom) se han ido limitando sus servicios. Se le redujo el personal, se han trasladado equipos y lo único que hoy se le reconoce al que fuera el mejor hospital de la región es su edificio, considerado como patrimonio arquitectónico. Una gran ironía de la cultura, cuando su patrimonio más importante debería ser el de curar a la gente. Las grandes manos de Martínez, el jefe de los vigilantes, es asunto de discusión. Argumenta que son manos de hombre, que no todo el mundo tiene, y las exhibe sin pudor. Parecen vaciadas en cemento, nada suaves, pero aquí eso importa poco porque lo que debe suceder en esta sala son otras cosas. 10:43. p.m. A esta hora es una certeza que más tarde lleguen abaleados, acuchillados, contusos, intoxicados, gente con cólicos o diversas dolencias. En este instante, la ciudad se divierte y se violenta con el mismo entusiasmo. Ha llegado un joven de 20 años, Darlinton, con tres puñaladas en la espalda y un hombre de 48 años con una herida de bala en el pie derecho. No se hacen preguntas indiscretas para no enojar a los pacientes, quienes casi siempre vienen alterados y dolidos por llevar la peor parte. Para ellos, no se trata de evitar la riña, si no de no ser el herido. Una mujer que ha permanecido callada insulta a Bula, uno de los vigilantes. Fue dejada como NN hace más de una hora por la Policía. Es una 941 (loca), dice Barraza. Ella se resiste a subir a psiquiatría para ser medicada. Nadie la escucha, tampoco Barraza, quien aprovecha para recordarme algunos códigos usados por la Policía, los cuales se ha ido aprendido en su trabajo. 901: muerto; 910: herido, 913: accidente de tránsito; 916: atracador; 934: pelea callejera;

954: atraco, y se ríe mientras continúa escribiendo en el libro de registros. La 941 se calla. Según informe de Medicina Legal, en Barranquilla se reportaron 362 asesinatos en 2009 y 382 en 2010. En los 10 barrios donde más se presentan homicidios son, en su orden: Rebolo, La Chinita, Barranquillita, El Bosque, Los Olivos, Centro, La Luz, 7 de Abril, San Roque y Chiquinquirá. El periodista de El Heraldo Iván Bernal Marín, basándose en estudios realizados a nivel nacional e informes oficiales, publicó el 31 de enero de 2008 que en Barranquilla es donde más riñas callejeras se presentan. Las estadísticas de Medicina Legal muestran que la tasa de homicidios en Barranquilla es de 32 asesinatos por cada 100 mil personas, por encima de Bogotá, donde es de 20. Según esta entidad, la violencia en el país aumentó entre 2007 y 2008 en un 14,2%, respecto a la cual el aporte de “La Arenosa” es significativo. Estas cifras siempre son desmentidas por discursos oficiales amañados que falsean la realidad de los hechos. 11:15. p.m. Ingresa Luis Rafael Boom, de 28 años, con fractura leve de peroné, por caer en una zanja durante el desfile. Vino con su disfraz de congo acompañado de un amigo. Se retuerce del dolor en la camilla 6. Las enfermeras tienen una suerte de medicamentos para el dolor: dipirona, buscapina, diclofenaco, tramal… Y para los intoxicados con alcohol y escopolamina, tiamina en solución salina; pero ellas saben cuándo y cómo administrarlas. 12:10 a.m. Salgo a tomar un café al frente del hospital. La fachada luce mortificada por una luz amarilla. Se espera que desde esta hora empiecen a llegar más heridos. Tal vez algún muerto, pero no es así. Los mototaxistas no han cumplido su promesa. El respeto por los festejos les pudo más. No quieren cargar con la culpa de aguafiestas. Además, hay muchos miembros del Ejército y la Policía patrullando la ciudad. Jaider recuerda que ahora hay más violencia en los turnos del domingo para lunes. Parece que la gente ha cambiado las fechas de las fiestas. Y aunque las cosas parecen tranquilas, ya verá usted que si no es hoy, mañana será peor. Los malos siempre actúan cuando menos se espera. Y sigue tomando café sin inmutarse. 12:14 a.m. Un joven de 23 años llega, con una cortada en la mano izquierda, acompañado de un amigo, ambos sobreactúan su inocencia; Marlon, dice que se llama. Un intoxicado con escopolamina

es izado en una silla de ruedas; sobrelleva su cuerpo como si no le perteneciera. La entrada a la sala de urgencias ofrece otra tregua más para seguir esperando. 1:14. a.m. Un policía conduce a la 941 al segundo piso para ser medicada. Los vigilantes festejan que al uniformado de verde sí le hizo caso. Un hombre baja de un taxi y pide ser atendido. Hemorroides dice señalándose el trasero, y entra como si nada. No hoy comentarios. 2:00 a.m. Hasta ahora no han llegado heridos de gravedad. Se anuncia por radio que César Padilla, de 21 años, ayudante de albañilería, residente en el barrio 7 de Abril, ha sido asesinado de un balazo en el corazón, en hechos todavía confusos, como suele decirse. 2:10 a.m. Heiman Trujillo llega en una patrulla de la Policía, herido en la espalda con arma blanca. Entra a pie, arqueando su cuerpo hacia atrás, acusando gran dolor. 3:00 a.m. Siguiendo en línea recta por la reja de emergencias hay otras dependencias: sala de partos y ortopedia. Un poco más adelante la morgue y al lado izquierdo el parqueadero, algunas camillas oxidadas, carros desarmados y al fondo la capilla. En el segundo piso están los quirófanos de cirugía y una unidad de cuidados intensivos desarticulada. La brisa de esta hora recorre el amplio patio de matas de mango y roble y se cuela por los pasillos como una oportuna invitada. Una enfermera jefe invita a los estudiantes de medicina a dar un paseo a ver si se encuentran con el fantasma de una monja que sale por estas horas a curar a enfermos con alto grado de complicación. Son cuatro hombres y una chica miedosa, pero con ganas de curiosear; al final no encuentran nada extraordinario. 3:34. a.m. Deyanira, Juan, Mauricio, Carlos y Jefrey, con edad promedio de 22 años y estudiantes de medicina, sentados en sillas de la refresquería, hablan de la fisiología de la muerte. Juan, el más experimentado de los cinco, afirma que cuando la gente se muere empieza a desconectarse del mundo lentamente. Se apaga como foquitos y que los últimos son las neuronas cerebrales. Se ponen serios y se quejan del examen que presentarán a las 9:00 a.m. Antes de llegar a la sala urgencias hay dos rejas: una que da a la calle, la sala de espera y pagaduría y la otra en frente. Ambas rejas

están custodiadas por cuatro guardias de seguridad privada, otros cuatro hacen ronda por todo el hospital. Ponen orden cuando las cosas se salen de curso. No dejan entrar a más de un acompañante por paciente; tampoco permiten que se vaya quien no les entrega copia de la boleta de salida, o mejor, el paz y salvo de pago. 4:10. a.m. Afuera hay un tumulto. Los familiares de Germán Darío preguntan por él. Lamentan haberlo descuidado con unos amigos en el desfile. Al instante, unas jóvenes, desesperadas, quieren saber de Heiman. Una de ellas es su hermana. Entra a verlo y sale llorando, pero se serena en la puerta. Ya el peligro de muerte pasó para todos. Lo mismo para Darlinton, cuyos padres agradecen que las tres puñaladas que recibió no fueran graves. 4:33. a.m. Los heridos reposan en sala de traumas. Se les han suturado las heridas. Pero sus familiares, impacientes, hacen los trámites para llevarlos a casa. Llegan dos agentes de la Sijin preguntando por uno de los heridos, lo que parece más una diligencia de rigor. 4:40 a.m. Los jóvenes heridos en la sala de traumas tienen como tema de conversación la manera en que fueron apuñalados. De ahora en adelante, dicen, ser más previsivos. En sus gestos y palabras se entrevé que el problema aún no ha terminado. 6:15 a.m. El computador de pagaduría reporta 26 ingresos, desde las 6:00 a.m. Es hora de recoger las cosas para irse. Esta vez no hubo heridos graves ni muertos. Pero las cifras están ahí. No importa que la realidad de esta noche las haya desmentido. Todavía el problema de los mototaxistas no se ha resuelto y el carnaval aún no ha comenzado. 6:30 a.m. En este momento da la impresión de que lo más interesante en este hospital consiste en que mientras en la sala de traumas hay tres jóvenes pendencieros discutiendo sus violentas proezas, en otro extremo cinco estudiantes de medicina conceptualizan sobre la muerte y otros asuntos relacionados con su carrera. Pareciera que la violencia de esta ciudad se reduce a un problema de educación.

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