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EMILIENNE Y OTROS CUENTOS NIMPHIE KNOX Ilustración de portada: Sam (http://samtsukino.deviantart.com) Doce menos cuarto Cóctel de Bodas Emilienne E

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EMILIENNE Y OTROS CUENTOS NIMPHIE KNOX

Ilustración de portada: Sam (http://samtsukino.deviantart.com)

Doce menos cuarto Cóctel de Bodas Emilienne El circo nocturno Hoy no hay eclipse

DOCE MENOS CUARTO

El cielo parecía ser demasiado pequeño para albergar tantas estrellas; la luna, aquel trozo de hueso pulido por las manos de un Artesano cansado, derramaba sobre la torre los destellos que sólo podían pertenecerle a un astro que ya vio demasiadas muertes. Matthew estaba allí, en lo alto de la torre, contemplando con los ojos vacíos aquel pálido fantasma. «Oh, diosa Selene, si tú supieras... —le dijo a la luna—. Si tú supieras los trucos malsanos y torcidos que han tenido lugar en este castillo. Podría contarte historias que te teñirían de sangre... pero no podrías gritarle al Artesano del Mundo todos los crímenes que ha cometido mi amo. ¿Te creería? Lo dudo. Porque tú no puedes ver a través de estos muros, tú no puedes saborear el elixir que destila su cuerpo y que es como un bálsamo divino derramado sobre el mío. Tú estás allí, muda e inclemente, divirtiéndote con sus trucos de magia macabra. »Yo podría contarte acerca de la primera noche en que lo vi. Era Navidad. En el orfanato me habían elegido de nuevo para representar al ángel Gabriel y me habían vestido con una larga túnica blanca. Me peinaron el cabello, y por primera vez calentaron el agua para mi baño. »Cuando llegamos a la iglesia, las familias adineradas ya estaban allí. Las reconocí por sus ropas elegantes, por sus peinados ridículos, por sus sonrisas de lástima. Las mujeres bajaban la vista; los niños nos miraban, curiosos. Algunos reían. »¿Qué podía hacer yo? Una vez al año me ocupaba de divertir a los ricos, de ser el ángel Gabriel, de quedarme estático para que sus cámaras de fotos lograran capturar la imagen muerta del pesebre viviente… »Y entonces lo vi. Vestía un frac negro y su bastón brillaba, acariciado por las luces de los cirios. Tenía el cabello oscuro, largo, y entre sus manos enguantadas bailaba una moneda de oro que él volvió a meter en su bolsillo. »Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor… »En el momento de la comunión, se puso de pie. La virgen María de yeso observaba atentamente, muda, paciente, sorda.

»—Acérquese, monsieur —le susurré al caballero, desde la tibia y oscura intimidad de mis pensamientos. Como por arte de magia, el noble se volteó hacia mí. Sus ojos terribles me contemplaron desde la soledad del abismo, desde un océano profundo donde valía la pena ahogarse. Sonrió, y su sonrisa me recordó a la de un muñeco de cera, ensayada, vacía, eterna. Su bastón se agitó en el aire como la varita mágica de un mago, y él se hizo lugar entre el público y comenzó a acercarse. Yo me quedé estático, mucho más de lo que lo había estado jamás. Era una estatua perfecta. »Fingiendo despreocupación, se paseó por entre nosotros, las figuras del pesebre viviente. Cuando se paró frente a mí, mi corazón comenzó una cabalgata terrible. Yo miraba al suelo, pero quise verle a los ojos. Lentamente fui resbalando la vista por el terciopelo de su traje, por los botones de plata… »La moneda de oro cayó sobre mi canastillo. Me estremecí. Me tocaba actuar. Temblando, hice una reverencia ante él y casi pude ver su sonrisa divertida, su sonrisa altanera. Me gustaba. Cayó una segunda moneda. Volví a inclinarme en una reverencia más amplia. Cuando cayó la tercera moneda, alcé los ojos, nervioso. Allí estaban, sus abismos secretos, sus océanos de delirio. Quise inclinarme de nuevo, pero él me detuvo con un gesto. »Aguanté la respiración. »Podría afirmar, si la naturaleza no se ofende, si puede soportarlo, que en ese momento el tiempo se detuvo. Los cirios dejaron de relampaguear, las miradas se congelaron, los querubines del techo enmudecieron. El tiempo se había desdoblado, se había desplegado como las alas de un buitre, se había revuelto como los vestidos de una novia. »Un dedo cálido se hundió en mi mejilla y los abismos se abrieron ante mí, susurrándome algo que jamás había oído: »—Eres demasiado hermoso para estar aquí. ¿A qué has venido? ¿A adorar las estatuas de yeso? Yo adoro la belleza. Yo podría adorarte por toda la eternidad. »Cuando abrí los ojos, aquel desconocido ya se había esfumado. »Lo busqué con la mirada. Entre la gente, detrás del altar, en los confesionarios. »Había desaparecido.»

2

«Aquellas monedas fueron mi perdición. No eran de plata ni de bronce: eran de oro. En el orfanato las monedas de oro eran escasas. En realidad, allí todo era escaso. »Me quité la túnica a escondidas: había ocultado el dinero entre los lazos. Con suerte, al día siguiente huiría a la feria del pueblo con el pequeño Keith y nos llenaríamos de carne asada y vino barato. Con más suerte, las sábanas de algún catre de hotel nos darían el cobijo que habíamos perdido al nacer. »—¿Qué tienes allí, marica? —Era Decker, uno de los chicos más grandes—. ¿Qué escondes? »Tiró de la túnica y las monedas de oro cayeron en una danza aérea hasta chocar con el frío suelo de piedra. Me observaron con sus ojos tristes, sus ojos vacíos de vida. Me decían adiós. »Decker lanzó una risotada. »Me incliné para tomarlas, pero aquel hombre era demasiado fuerte, demasiado bruto. Con una mano me aferró el brazo y me arrojó lejos. Todavía riendo, recogió mis monedas. Mis tristes y vacías monedas. Adiós. »Lo insulté, grité, intenté golpearlo. Mi sangre se había estancado en ese sitio intermedio que no es ni la nariz ni la boca. Pude olerla, saborearla. En medio de la paliza, pude oír el llanto de Keith y el silbido de su hambre.

»Mi primo Keith murió de tuberculosis el Día de Reyes. Sin él, ya nada me ataba al orfanato. Sólo los recuerdos, los vestigios de su alma errante, el susurro de sus labios de niño, sus ojos llenos de sueños. »Su fantasma me atormentaba. Las noches que habíamos pasado juntos volvían a mi cama transformadas en pesadillas. »Quería morirme. Como fuera. Ahogado en el pantano, incinerado en el horno de barro, por congelación bajo la nieve. Quería volver a ver a Keith, las manchas negras en sus dientecitos de perlas, las pecas de su espalda desnuda, las pinceladas azules de las venas de sus muslos… »Y así, transformado en una sombra, en un ser errante sin pasado y sin futuro, abandoné el orfanato. »Los perros ladraron, pero no fueron tras de mí. »Ser su alimento no sería mi destino.»

3

«En la plaza de Les Étoiles todavía había gitanos. Las mujeres vestían largas polleras de colores y bailaban al compás de los tambores y los gritos. Su música me repugnaba; la encontraba grotesca, ridícula. Aunque no así a los hombres. »Cuando me senté junto a ellos, un joven gitanito moreno se me acercó y me ofreció su pipa. A la primera calada, mi boca se llenó de un humo dulcísimo. A la segunda, se me incendió la garganta… y a la tercera, tomé la mano del joven gitano y dejé que me arrastrara hacia donde se le antojara. »Se le antojó llevarme a su tienda, donde fornicamos muy a gusto entre la música patética, los alaridos de bestia y el humo del opio. Esa noche no soñé con Keith. »Cuando me desperté, mi compañero ya se había ido. A mi lado había una gitana anciana, reseca como una uva que ha pasado demasiado tiempo al sol. Con una risa de cabra vieja, me arrojó una sábana y cubrió mis vergüenzas. »En ese momento, pude ver que me mostraba una carta del Tarot. »—Pobre niño, tu camino estará sellado por la cruz de la eternidad. La luna: engaño, peligro, amistades artificiosas. »Por supuesto, en aquel momento no lo comprendí. Pero ahora, luego de siglos de haber permanecido en este castillo construido sobre las almas que gimen juramentos de venganza, puedo afirmar que aquella gitana tenía razón.

»¿Quieres saber, diosa Selene? ¿Quieres que te cuente cómo fue la primera noche que pasé aquí junto a mi amo, el mago Avalon? ¿Podría describir con palabras las miles de sensaciones que recorrieron mi corazón y mi espíritu al verle allí, con su magnífica presencia, invitándome a su castillo y a su cama?

»Le había robado un saco de opio a la gitana y lo había vendido en la feria. Pude comer por tres días, pero llegado el sexto la fiebre se había vuelto insoportable. Keith venía por mí; su alma, su enfermedad, su tuberculosis. Y yo estaba feliz. Volvería a verlo, volvería a perseguirlo por entre los campos de violetas, volvería a arrancarle la ropa a zarpazos…

»Entonces lo volví a ver. A él, el noble, a su frac, a su bastón. A sus abismos secretos. »Desperté en un salón enorme, recostado sobre un sofá. Bajo un árbol de Navidad desnudo dormitaban cientos de pequeñas cajas, obsequios quizás. »Andrew. »Thomas. »Francis. »Me erguí. Las cortinas estaban corridas, pero la oscuridad era casi total. Caía la noche. Me gruñó el estómago, los ojos se me incendiaron, me tambaleé. »—Al fin despiertas. —Su voz era la misma, sus ojos, su mirada. Era el mismo noble, el dueño de aquellas monedas de oro que habían sido mi ruina. »—Estás hambriento, sígueme. »Avalon me llevó hacia el comedor. Cuando vi la mesa por primera vez, creí que el mantel estaba hecho de cabello humano. Era de una tela suavísima, de un color negro tornasolado. Las velas le arrancaban reflejos azules. Tal vez, me imaginé, podría trenzar aquel mantel como lo hacía con el cabello de Keith… »—Tengo para ti un lecho de rosas, un manantial con esencias del Tíbet y los manjares más deliciosos que probarás jamás. –Con un gesto de su mano, a la mesa acudió el vino y la carne que le había prometido a Keith. Él me sonrió, notando mi horror, pero con otro gesto me pidió que me sentara. »Y lo cumplió, por supuesto. Las los manjares satisficieron mi paladar, las rosas estallaron en mi interior y las esencias del Tíbet viajaron por mis venas, inyectándome una pasión electrizante. »¿Cómo negarme a él? Me había llenado los bolsillos de oro, me había salvado la vida. El primer beso hizo que la sangre se astillara en mi corazón... el segundo, hizo que esa sangre congelada se derritiera y se derramara sobre mi alma y las sábanas de seda. »Mi amo rió, complacido por mi experiencia, mientras se quitaba la túnica y me mostraba todo aquel paisaje prohibido que antes yo sólo había observado a través de un caleidoscopio embrujado. Su cuerpo era la misma ambrosía, todo un paraíso en llamas con el humo oliendo dulce entre las lenguas de fuego que lamían su piel.

»Y yo era su sacrificio, mas no lo lamentaba. La vida y el destino me habían elevado hacia un altar ritual. Me encontré tiernamente sometido a él en las posiciones más tortuosas, mientras yo, entregado y satisfecho por el calor de su cuerpo y la frialdad de su alma, me perdía en el enmarañado placer de los suspiros que se desdibujaban frente a mis ojos y caían sobre mi piel como los pétalos de las rosas agonizantes... »

4

«En el castillo siempre era de noche. Las tinieblas se extendían por los pasillos laberínticos y la única luz la otorgaban las velas. Ellas se encendían solas cuando yo caminaba a su lado, obedeciendo las órdenes de la oscuridad. El embrujo era eterno: las velas no se consumían. »La séptima noche que pasé allí, se lo hice saber a Avalon. Él era corto de palabras, pero en la tibia penumbra de su lecho desataba sus bestias y dejaba que corrieran libres y devoraran a su presa. »—Las velas… —gemí, mientras él, sosteniéndome de las caderas, arremetía contra mí furiosamente. Cuando me oyó, se detuvo. »—¿Qué sucede con ellas? —Me soltó y yo caí sobre las sábanas como un títere desmadejado. Y él era mi titiritero, mi dios, mi señor, mi amo. Lo amaba. Y él lo sabía. »—Se prenden solas… nadie las enciende… —Avalon rió. Con su sonrisa hueca y ensayada, fue inclinándose hacia mí con lentitud. Sus abismos estaban llenos de misterios, pero yo era incapaz de leerlos y eso me molestaba. Él podía viajar por mi mente, navegar por mis pensamientos, sumergirse en mi alma y hacerla trizas. Cuando me besó, supe que jamás podría estar a su altura, supe que él era diferente. Que tenía algo de lo que yo carecía. »¿Dónde podría comprar ese don? ¿A qué parte del infierno debería bajar para conseguirlo? ¿Qué tienda clandestina lo exhibía en sus vitrinas? ¿Con qué tendría que pagarlo? »Habría entregado mi alma por ser como Avalon. »—No te angusties, Matthew. Ahora duerme.»

5

«Pasaron los años y cada noche, en Navidad, el mago Avalon dejaba entreabierta la puerta de sus aposentos privados. Yo no necesitaba permiso para entrar, me inmiscuía hacia el interior como un fantasma. »Él estaba allí, aguardándome. Las velas de su habitación eran las únicas que no me obedecían a mí. Ellas eran sólo de mi amo, como también lo era yo. De Avalon. »Avalon, Avalon, Avalon. Quería intoxicarme de él… »—¿Qué estás esperando, Matthew? Sé que estás allí –susurró su voz, por detrás de las cortinas del lecho. Acercándome, alargué la mano hacia ellas. Eran de color dorado; eran una larga lluvia de cabellos rubios. Cuando las corrí, sentí que podría pasar a través de ellas como si estuviesen hechas de agua—. Ven… »—¿Qué son esas cajas están bajo el árbol de Navidad? —me atreví a preguntarle por primera vez. »Lucas. »Christian. »Sebastian. »Como siempre, mi amo rió. »—Son obsequios, Matthew, ¿qué más podrían ser? —respondió, haciendo las sábanas a un lado. »—Pero siempre están allí… nadie viene a buscarlos… »Lo miré a los ojos, supe que no me respondería. Me recosté junto a él en la cama y dejé que me hiciera el amor.»

6

«No recordaba cuánto tiempo había pasado ya en el castillo de la noche eterna. Y tampoco quería preguntarle a Avalon. Lo cierto era que temía la respuesta. Recostado sobre el césped frío del jardín, se me ocurrió la respuesta: los espejos. En el castillo no había espejos. No había materia tangible que pudiera devolverme un reflejo real de mí mismo, y yo me sentía culpable incluso de robar de la mesa una cucharilla de té. »De modo que comencé la búsqueda. Mi objetivo sería registrar ese

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