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SÁTIRA HORACIO: SÁTIRAS LIBRO I III …Debemos ser tan indulgentes con las faltas del prójimo como el padre con las de sus hijos; éste, si tiene un chico bisojo, dice que tuerce algo la vista; si es un enano, tan menudo como el aborto de Sísifo, le llama su pimpollo; si anda con las piernas torcidas, lo encuentra estevado, y poco deirecho si se tambalea sobre los talones. Del que vive con estrechez, digamos que es económico; del vano y jactancioso, que quiere ser agradable a sus amigos; del rudo y libre de lengua, que es franco y enérgico; del arrebatado, que tiene un gran corazón. Es la única conducta capaz de hacer y conservar los amigos, pero nosotros ponemos tachas en las mismas virtudes, empañando el cristal transparente del vaso. Conocemos a un vecino honrado, y como sea algo apático, decimos que es insufrible su pesadez; al que, viviendo en un mundo lleno de envidias y capaz de los mayores crímenes, sabe hurtar el cuerpo a las asechanzas que se le ponen, en vez de tenerle por cauto y precavido, le llamamos solapado y astuto, y si algún inocente, como lo hice yo contigo no pocas veces, ¡oh Mecenas! viene con su charla importuna a interrumpir nuestros estudios o meditaciones, decimos que es un mentecato que carece de sentido común: así tan de ligero decretamos leyes rigurosas contra nosotros mismos, puesto que ninguno está libre de defectos, y aquél es el mejor, que tiene menos. El amigo tolerante y como debe ser, cuando pesa mis tachas y mis prendas, a poco que éstas aventajen a las otras, se inclinará a mi favor, si precia en algo mi amistad, y yo le pagaré en la misma moneda. Quien pretenda ocultar la viga en sus ojos no vea la paja en los de su amigo, que es de justicia otorgue a los demás la clemencia que para sí demanda… IX Iba por la vía Sacra una mañana pensando en las abubillas, según mi costumbre, y todo absorto en mis pensamientos, cuando tropecé un sujeto conocido sólo de nombre, que cogiéndome la mano me preguntó: "¿Qué tal va, querido amigo?", y contestéle: "Perfectamente, como ves, y me tienes a tus órdenes." Quiso acompañarme, le salí al paso diciéndole: "¿Te ocurre algo?", y él me respondió: "Quiero que me conozcas, soy poeta como tú." "Ese título es bastante para que yo te tenga en la mayor estimación". Discurriendo cómo zafarme, ya acelero el paso, ya lo acorto, y finjo dar un recado a mi siervo; el sudor me manaba de pies a cabeza, y murmuré entre dientes: "¡Oh Bolano, quién tuviese tus cascos ligeros!" Mi hombre, resuelto a fastidiarme, elogiaba la ciudad y sus arrabales, y observando que nada le respondía: "Ya veo -me dice- que deseas huir; pero es inútil, porque he determinado seguirte, pues llevamos el mismo camino." "No es necesario que te molestes. Voy a visitar a un amigo que tú no conoces y vive bastante lejos, al otro lado del Tíber, próximo a los jardines de César." "No tengo ningún quehacer, y tampoco soy perezoso; te acompañaré hasta allí". En resolución, no tuve otro remedio que agachar las orejas, como cl asno que lleva encima una carga superior a sus fuerzas. Aquél proseguía: "Sin vanidad, creo que has de estimarme
tanto como a Visco y Vario. ¿Quién sabe improvisar más versos en menos tiempo? ¿Quién me aventaja en el baile? Pues en el canto soy la envidia del mismo Hermógenes." "¿Tienes madre y parientes que conserven tu preciosa salud?" "No, ninguno: a todos los enterré." Dichosos ellos, y ¡ay desventurado de mí! Acaba de matarme, pues me parece llegada la hora que me predijo en la niñez una vieja hechicera sabina, dando vueltas a la urna fatal: "A éste no le matará el veneno ni la espada enemiga, ni el dolor de costado, ni la tisis, ni la gota: un charlatán acabará sus días, cuando sea hombre hecho y derecho: huya, sobre todo, de los charlatanes." Llegamos al templo de Vesta a eso de las diez, hora en que mi compinche estaba citado para responder de una fianza, o perderla si no comparecía, y me dijo: "Si me estimas, no me abandones" "Mal rayo me parta si puedo detenerme o entiendo nada de pleitos; voy a la casa que ya sabes"; y me responde: "Me encuentro perplejo. ¿Qué haré? ¿Dejar tu compañía o este dichoso pleito?". "Déjame a mí". "No, jamás", dice, y se me adelanta. Yo le sigo. ¿Quién se atreve a luchar contra el más fuerte? "¿Cómo te trata Mecenas? Es hombre de gran entendimiento y de pocos, pero buenos amigos. ¡Qué bien has sabido aprovechar la ocasión! Si quisieras presentarme a él, hallarías en mí un segundo que te ayudase a dar cuenta de tus rivales". "¡Qué error! Allí se vive de modo muy distinto del que imaginas; no hay en Roma casa más noble ni más libre de bajas pasiones. No temo que me eche de ella quien me aventaje en la riqueza o la sabiduría, pues cada cual ocupa el puesto que le corresponde." "Me cuentas cosas casi increíbles." "Y sin embargo, verdaderas." "Con tus palabras enciendes mis deseos de acercarme a Mecenas." "Si así lo quieres, tus méritos lo conseguirán muy pronto: no tiene nada de intratable, aunque tampoco se deja ganar a la primera entrevista." "Eso corre de mi cuenta; ganaré los siervos con dádivas, insistiré en la empresa; si un día me dan con la puerta en los hocicos, volveré al día siguiente, y esperaré que salga a la calle para acompañarle. Nada se logra sin penoso trabajo". Mientras hablaba, he aquí que llega mi caro amigo Fusco Aristio, que conocía bien el poema, me para y me dice: "¿De dónde vienes, adónde vas?", pregunta y contesta a la vez. Yo empecé a darle empellones y a pellizcarle en los brazos yertos, haciéndole señas con los ojos para que me sacase de aquel atolladero; mas el gran bribón riose de mi desgracia e hizo como que no me entendía. La bilis me abrasaba los hígados. "¿No dijiste que tenías que hablarme en secreto?" "Sí, es verdad; pero lo dejo para otra ocasión. Hoy se celebra la fiesta del trigésimo sábado, y no querrás ofender a los circuncisos judíos". "No profeso ninguna religión." "Pues a mí no me sucede lo mismo; soy uno de tantos; dispénsame, hablaremos otro día." ¡Qué negro amaneció hoy el sol para mí! El bergante escapa, y me deja con el cuchillo en la garganta. La suerte quiso que me apareciera la parte contraria de aquel moscardón, gritando con la fuerza de sus pulmones: "¿Adónde vas, infame? Tú me servirás de testigo." "Con mucho gusto", le respondo. Arrastra al charlatán ante el pretor, el escándalo arremolina a los ociosos, y conseguí salvarme con el favor de Apolo.
PERSIO: SÁTIRAS III -¿Pero siempre así? Ya entra por las ventanas la claridad del día y su resplandor ensancha las estrechas rendijas, aún roncamos hasta que hagamos caer la espuma del Falerno indómito mientras la sombra de la varilla toca la quinta línea. Vamos, ¿qué haces? Ha tiempo ya que la enfurecida canícula recuece las mieses secas y el rebaño todo se guarece bajo la ancha sombra de los olmos. Así hablaba un compañero. … - Tú eres una arcilla húmeda y blanda, ahora es cuando hay que trabajarla y moldearla sin descanso sobre el rápido torno. De la tierra que te ha dejado tu padre sacas una recolección decente, tienes un salero limpio y sin defectos ¿de qué te asustas? Y una fuente que asegura el culto del hogar. Con esto te basta. ¿Estaría bonito que reventasen tus pulmones a fuerza de resoplar de soberbia porque en lo último del árbol genealógico etrusco encabezas una rama haciendo el milésimo o porque saludas, caballero, vestido de trabea al censor de tu comarca? ¡ Al pueblo las condecoraciones! Yo te conozco por dentro y por fuera. ¿No sientes vergüenza de vivir como ese disoluto de Nata? Pero él está embrutecido por el vicio, en torno al corazón le ha crecido abundante adiposidad no tiene culpa, no sabe lo que derrocha y hundido en profundas aguas, no lanza a la superficie la menor burbuja de aire. ¡ Oh gran padre de los dioses! Castiga de esta manera a los implacables tiranos cuando la cruel pasión excite sus espíritus embebidos en hirviente veneno; que vean la virtud y se consuman con su pérdida. … Recuerdo que en mi niñez muchas veces me untaba los ojos con aceite cuando no quería prodigar elogios grandilocuentes a Catón en trance de suicidarse: palabras que un necio maestro debía alabar y que mi padre sudoroso escucharía acompañado allí de sus amigos. Pues con razón el colmo para mí era saber quién se llevaba la buena suerte del seis, cuánto dinero rebañaba la ruinosa mala suerte, que no me faltara el gollete de la botella o ser el más hábil en hacer bailar la peonza con el látigo. En cuanto a ti eres lo bastante experimentado para aprender los recovecos de las costumbres y lo que enseña el sabio Pórtico decorado con bregados combatientes de las guerras Médicas; a estas doctrinas aplica sus vigilias una juventud sin sueño, de cabeza rapada y nutrida con legumbres cocidas y con trigo imperfectamente molido. A ti la letra Y de Samos que se abre en dos ramas te ha enseñado la senda que parte hacia la derecha. No obstante, sigues roncando y tu cabeza vacilante, desarticulada su trabazón, bosteza excesos de ayer con las mandíbulas descosidas en todas direcciones. ¿Hay algún sitio a donde dirijas la mirada y tiendas el arco o persigas por aquí y por allá a los cuervos con cascotes de tejas y fango, sin preocuparte de a dónde te llevan los pies y viendo al capricho del momento? Verás quienes piden pero ya en vano, el eléboro cuando su piel se haya deshinchado por la hidropesía; salid al paso de la enfermedad que se os echa encima. ¿Qué necesidad tenéis entonces de prometer a Crátero montes y morenas? Aprended, desdichados, y conoced las causas y principios de las cosas: lo que somos y para qué clase de vida hemos nacido, qué orden se nos ha señalado y por dónde y desde dónde es más suave la vuelta a la meta, en qué consiste la moderación en el dinero, qué precisáis suplicar a los dioses, cuál es la utilidad de una moneda de nuevo cuño, qué liberalidades serán convenientes para con la Patria, para con los seres queridos; quién te mandó la divinidad que seas o qué lugar has de ocupar en la sociedad. Aprende a no tener envidia de que muchas conservas se pudran en la bodega opulenta de un abogado después de la defensa de ricos Umbros y que se estropee la pimienta y los perniles, obsequio de un cliente marso y que no se
haya extinguido aún el primer recipiente que se llenó de anchoas. Aquí, algún centurión, raza de malolientes chivos, dirá: "Me basta con lo que sé. No me cuido de ser lo que son Arquelao y los calamitosos Solones cabizbajos y con los ojos clavados en tierra cuando van rumiando consigo mismos reniegos y rabiosos silencios; cuando alargan los labios para hacer pasar las palabras meditando los sueños de un viejo enfermo. Prefiero ignorar que nada se engendra de nada y que nada puede volver a la nada. ¿Por esto palideces? ¿Por esto es por lo que algunos no tienen ganas de comer?" Con estas cosas el pueblo ríe y la juventud musculosa multiplica sus nerviosas risotadas frunciendo las narices. "Obsérvame: no sé qué me tiembla en el pecho, no sé qué pesado aliento brota de mi garganta enferma, obsérvame si te place." Al que de este modo habla al médico, se le ordena reposo, pero cuando a la tercera noche ha notado que su pulso late con regularidad, antes de bañarse pedirá a un señor más rico que él, vino dulce de Sorrento en una botella, que tiene una sed moderada… Hinchado de comida y con el vientre blanquecino, nuestro hombre toma el baño mientras exhala poco a poco de la garganta miasmas sulfurosos de mala digestión; pero mientras bebe, le sobreviene un temblor que le hace caer de las manos la copa caliente, los dientes al descubierto le castañetean y los grasientos bocados le caen de sus relajados labios. Y al punto las trompetas del funeral, las candelas y por fin nuestro pobre bienaventurado bien extendido sobre un elevado lecho y embadurnado de abundantes ungüentos, enfila la puerta con sus talones rígidos y se lo llevan a hombros con la cabeza cubierta los que desde ayer, manumitidos en testamento, son quirites. Tómate el pulso, desdichado, y ponte la mano en el pecho, no hay fiebre. Tócate la punta de los pies y de las manos, no están frías. Pero si por azar encuentras dinero o te sonríe la blanca amiguita de tu vecino, ¿es normal el ritmo de tu corazón? Te han servido en un plato frío verdura corriente y harina cernida en un cedazo del pueblo, vamos a ver tu boca: en tu fino paladar se agazapa una úlcera infectada que no conviene que la roce una remolacha plebeya. Te entran escalofríos cuando el pálido terror eriza sobre tus miembros las aristas de tus pelos; otras veces te hierve la sangre como si la hubieran aplicado una tea encendida y tus ojos centellean de ira y dices que haces cosas que el mismo Orestes juraría que son propias de un demente.
JUVENAL: SÁTIRAS VI Yo creo que el Pudor, desde que reinó Saturno, se ha retrasado acá en la Tierra. Durante muchos tiempos vivió cuando las frescas cavernas ofrecían modesta habitación, a cuya penumbra, común para todos, se acogían en torno al hogar de los Lares, el ganado, los dueños; cuando la esposa, errando montaraz, extendía un lecho de ramajes y paja y encima echaba las pieles de animales feroces de los contornos. ¡ Qué diferente a ti, Cintia, o a ti, Lesbia, de bonitos ojos anegados en llanto por la muerte de un gorrión! Aquélla amamantaba a sus hijos, ya robustos, con sus hinchados pechos y, en ocasiones, era más hirsuta que su marido, eructando a bellotas. Pues vivían de otro modo en un mundo recién nacido, bajo un cielo nuevo los hombres creados en el trabajo de descortezar las encinas y que, nacidos del barro, no conocieron padres. Quizá algunos restos más o menos del antiguo pudor subsistieran bajo Júpiter aún sin barba, cuando los griegos no estaban preparados para jurar sobre la cabeza de otro, cuando nadie temía al ladrón de sus legumbres o de sus frutos y cuando vivían sin poner cerco a sus huertos. Después, poco a poco, Astrea se retiró hacia la mansión de los dioses, en compañía del Pudor y las dos hermanas huyeron juntas. Muy antiguo es, Póstumo, aquello de violar el lecho ajeno y burlarse del Genio que preside la sagrada cámara nupcial. Después, la Edad de Hierro ha traído todos los demás crímenes; pero la Edad de Plata conoció ya los primeros adúlteros. Y ahora, en nuestra época, preparas la ceremonia, el contrato y los esponsales; ya te haces peinar por un maestro peluquero y acaso has puesto en el dedo de la novia la prenda de fidelidad. Estabas cuerdo, es verdad, ¿pero, es que te casas, Póstumo? … Pero si ninguna de estas fatales soluciones te agrada ¿por qué no piensas que es mejor dormir con un amigo? Un cualquiera que no riña por la noche, que no te exija ningún pequeño regalo cuando descansa a tu lado y no se queje de que hagas descansar a tus riñones y no anheles sus órdenes. … ¿Y si te dijese que anda buscándote una esposa de costumbres antiguas? ¡Abridle, médicos la vena media! ¡Qué encanto de hombre! Prostérnate en adoración ante las puertas del Capitolio e inmola, en honor de Juno, una becerra con los cuernos empurpurados si tienes la suerte de encontrar una mujer casta. Hay muy pocas dignas de acercar sus manos a las ínfulas de Ceres y cuyos besos no tema su padre. … La misma Cánope condenaba las sorprendentes costumbres de Roma y olvidándose de su casa, de su marido y de su hermana, por nada se preocupó por la patria; la malvada abandonó a sus hijos llorosos y, lo que es más asombroso aún, renunció a Paris y a los juegos de circo. Y aunque de niña había dormido sobre colchón de plumas, en medio de gran opulencia de la casa paterna y en cuna incrustada de oro, no obstante, despreció los peligros de la mar como había despreciado su reputación, cuyo sacrificio cuesta poco a los habituados a sillones blandos… Es duro embarcarse si el marido lo ordena; entonces molesta el hedor de la sentina, todo gira en torno, pero cuando se sigue a un amante, el estómago se siente bien. A un marido se le vomita encima; con un amante, comen entre la marinería, se pasean por la popa, se entretienen en tirar de las maromas. ¿Qué tipo ha abrasado a Epia, qué juventud la ha seducido? ¿Qué habrá visto para que la llamen gladiadora? Pues que Sergio ha comenzado a afeitarse la nuez y a esperar el descanso por el brazo que le cortaron; mostraba la cara llena de defectos, una gran joroba en medio de la nariz maltratada por el casco y un acre humor que le destilaba de un ojo. ¡ Ah, pero era un gladiador! Con eso basta para convertirlos en
Jacintos y darles preferencia sobre la patria, sobre los hijos, sobre la hermana y sobre el marido. … ¿Te das cuenta ya de lo que hace una mujer corriente, una Epia cualquiera? Pues ve ahora las rivales de las diosas, escucha lo que ha soportado Claudio. Cuando su mujer notaba que ya dormía, osando preferir un camastro a su lecho del Palatino, la Augusta meretriz cogía dos capas de noche y abandonaba el palacio con una sola esclava; con los negros cabellos disimulados bajo una peluca rubia, llegaba al templado lupanar de raídas colchonetas y entraba en un cuarto vacío reservado para ella. Después, con sus pechos protegidos por una red de oro, se prostituía bajo la engañosa denominación de Licisca y ponía al descubierto el vientre que te dio la existencia, generoso Británico. … -¿Pero, en tan gran cantidad de mujeres ninguna te parece digna? -Imagínate una mujer bonita, bien formada, rica, fecunda, que ostente en sus pórticos retratos de sus remotos antepasados; más pura que una Sabina con el cabello suelto separando a los combatientes, ave rarísima de la Tierra, comparable a un cisne negro; todo lo tiene. ¿Quién la soportaría como esposa? … ¿Qué virtud o qué hermosura vale tanto para jactarse siempre de poseerla? El encanto de este raro y sumo bien, se reduce a nada si, corrompido por un espíritu soberbio, nos proporciona más amargor que dulzura. ¿Qué marido es tan asiduo hasta el punto de no coger antipatía y odiar durante siete horas del día a aquella que ensalza con sus alabanzas? Hay otras cosas pequeñas, es verdad, pero que un marido no tolera. ¿Pues qué hay más insoportable en una mujer que sólo se considera hermosa si, de origen toscano, se ha hecho griega y auténtica ateniense, aunque haya nacido en Sulmona? Todo lo hace en griego, como si no fuese más afrentoso en nuestras mujeres ignorar el latín. En griego expresan su terror, sus goces, sus afanes; en esta lengua dejan escapar todos los secretos de su corazón. Aún hay más: hasta cuando se entregan al amor, lo hacen en griego. Concedamos estas modas a los jóvenes. ¿Pero tú también en griego, a tus ochenta años, cuando llaman a tu puerta? No tiene esta lengua el suficiente pudor en labios de una anciana. … Si no has de amar a aquella que, mediante el legítimo contacto te ha dado su fe y se ha unido a ti, no veo el porqué de desposaros ni por qué derrochar en una cena y en bizcochos borrachos que hay que dar a los convidados, hartos de comida, al acabar la ceremonia, ni el regalo que se hace por la primera noche, esa fuente suntuosa de oro cincelado en que resplandecen las efigies de Dácico y de Germánico. Pero si, llevado de tu simplicidad de marido bonachón, te entregas al amor de una sola, agacha la cabeza y dispón tu cerviz para aguantar el yugo. No encontrarás a ninguna que mire por el que la ama, por muy ardorosa que se muestre, siempre se goza en atormentarle y en despojarle; así pues, cuanto más bueno y deseable marido sea, tanto menos propicia le será. Nunca podrás regalar nada sin la opinión de ella, ni vender si ella se opone, ni comprar si ella no quiere, te dará sus afectos. … Así impone su mando sobre el marido. Mas pronto abandonará este reinado, cambiará de casa, pisoteará el velo nupcial, después volverá a ocupar su puesto en el lecho que despreció. Abandonará las puertas que acaban de adornar, los velos aún colgados y las verdes guirnaldas sobre el dintel. Así crece el número de maridos, ocho en cinco otoños: asunto digno de un epitafio.
Tendrás que renunciar a la paz mientras viva tu suegra. A ella debe las divertidas lecciones para despojarte, para dejarte en cueros. Ella le ha enseñado a contestar con sencillez y baldura los billetes amorosos de un corruptor; ella se encarga de engañar a los guardianes o de sobornarles con dinero. Pese a encontrarse la hija en perfecto estado de salud llama al médico Arguigenes y aparta las mantas demasiado pesadas. Mientras tanto, el amante, llamado secretamente, permanece escondido e impaciente de esperar, calla y prepara su arma. ¿Por casualidad esperas que esta madre le va a transmitir costumbres distintas a las que tiene? Sin duda conviene a esta encanallada vieja lanzar una hija tan semejante. … El lecho en que se acuesta una recién casada, es siempre lugar de ataques y contraataques, imposible dormir en él. Y entonces es odiosa al marido, peor que una tigresa privada de sus cachorros, cuando tras gemidos disimulados, oculta alguna secreta maldad que no ignora, o cuando se ensaña con los favoritos o gimotea por una imaginaria amante, siempre con gran reserva de lágrimas preparadas, en espera de recibir la orden de cómo han de brotar. Tú tomas esto por amor, entonces, pobre oruga, te engallas, le sorbes las lágrimas con tus besos, y después leerás cartas y escritos amorosos si te encontrases abierto el cajón íntimo de esta adúltera celosa. Y se acostará con un esclavo o con un caballero. … Nada hay más desvergonzado que una mujer sorprendida en el delito. Sacan de él toda su ira y todas sus energías. ¿Preguntas, sin embargo, de dónde salen estas monstruosidades o de qué fuente dimanan? Antiguamente una modesta fortuna preservaba la castidad de la mujer latina y eran el trabajo, el sueño breve, sus manos encallecidas y agrietadas por la lana etrusca; estaba Aníbal próximo a la ciudad, y sus maridos vigilantes sobre el adarve de la Colina, lo que no permitía que sus modestas casas fuesen tocadas por los vicios. Ahora padecemos los males de una larga paz; más cruel que la guerra; la lujuria ha caído sobre nosotros para vengar al mundo que hemos conquistado. No hay crimen ni acto de liviandad que permanezca oculto desde que murió la pobreza romana. A estas nuestras mismas colinas ha acudido Síbarís, Rodas, Mitilene y Tarento, impúdico con sus coronas y empapado de vino. El dinero obsceno fue el primero en introducir costumbres extrañas y la riqueza, con sus lujos vergonzosos, quebrantaron siglos de honestidad. ¿Qué habremos de esperar de Venus borracha? Al besar no distingue entre el rostro y el bajo vientre, cuando se entrega, hasta media noche, a comer grandes ostras, mientras espumean los perfumes vertidos en el Falerno y, cuando al beber en un vaso de forma de concha, parece que el techo da vueltas y las lámparas se duplican sobre la mesa. Vete a dudar ahora de la mueca con que Tulia sorbe los aires, de lo que diga Maura, hermana de leche de la famosa Maura, cuando pasa cerca del antiguo altar del Pudor. En aquel lugar detienen sus literas y mojan, con largas meadas, la estatua del dios. Se montan alternativamente unas a otras y no ocultan sus enajenaciones a la luz de la luna. Después vuelven a sus casas. Y al amanecer el día, vas pisando los orines de tu mujer cuando te encaminas a visitar a tus amigos. Se conocen bien los misterios de la Buena Diosa, cuando la flauta excita el movimiento de las caderas y, con el sonido de la trompeta y el sabor del vino, estas Ménades de Príapo se salen fuera de sí y agitan las cabelleras. ¡,Oh, qué ardor se apodera de su espíritu! ¡ Qué gritos en sus retozos ! ¡ Cómo resbala en torrentes el viejo vino a lo largo de sus mojadas piernas! Saufenia provoca a las hijas del burdel apostando una corona y se lleva el premio con sus rotundas caderas. Rinde culto a las oscilaciones de Medulina. La palma se reparte entre ambas, virtud pareja con el nacimiento. Nada es allí fingido, no hay juego y todo se hace con el verismo que abrasaría al hijo de Laomedonte y al propio Néstor con su hernia. Pero la
lascivia no admite dilaciones, es sencillamente hembra y, al unísono, resuena un clamoreo que rueda por toda la estancia. … La desvergüenza es la misma entre las más elevadas como entre las más humildes y no es mejor la que pisa el sucio pavimento de una choza que la que se hace llevar a hombros de corpulentos sirios. Para asistir a los juegos, Ogulnia alquila un vestido, alquila una escolta, una litera, unos cojines, alquila una amiga, una nodriza, una rubia sirvienta para los recados. No obstante, regala a los escurridizos atletas todo cuanto le queda de su patrimonio y hasta sus últimos vasos. Muchas padecen miseria en casa, pero ninguna conserva el pudor de su pobreza ni se resigna a los límites que ésta les señala y determina. Sin embargo, hay hombres que ven lo que les puede ser útil y otros que, a ejemplo de las hormigas, se asustan del frío y del hambre. La mujer pródiga no siente que su fortuna se vaya y como si creciese y se multiplicase en sus arcas vacías, y como si se pudiese coger de un montón siempre colmado, nunca piensa en lo que le cuestan sus placeres. … Así pues más pura y más honesta que tus lares, es la mansión del lanista, en donde Psilo tiene la orden de no acercarse a Euoplio; más aún: las redes no se rozan con una túnica impura y el que suele pelear desnudo, no se despoja en la misma cabina de sus espalderas ni del tridente que hiere al enemigo; la dependencia más alejada de la escuela es la que recibe a estos tipos e incluso en la prisión tienen sus cepos aparte. Mas a ti tu mujer te hace beber en el mismo vaso que ellos, con los cuales rehusaría compartir el vino Albano o el Sorrentino la fiera prostituta del sepulcro en ruinas. Por consejo de ellas, buscan vuestra aproximación y después se alejan inopinadamente. Para ellos reservan sus lánguidos pensamientos y los acontecimientos serios de su vida; con sus enseñanzas, aprenden a oscilar sus nalgas y sus flancos. Ellos les enseñan cuanto saben. … Las hay que se entusiasman con los eunucos y sus ineficaces caricias. Con ellos no hay barba temerosa, no es necesario el abortivo. Sirven, en cierto modo, lo mismo, luego de haber sido castrados por el médico Heliodoro que les operó hábilmente, con el único perjuicio del barbero. Los muchachos de los traficantes en esclavos sufren desgraciada situación en aras de las dueñas que así vulneran las leyes de la Naturaleza. Duerman, enhorabuena, con sus señoras, pero tú, Póstumo, mírate bien de confiar a Bromio ahora que ya es hombre y va a perder la melena. … Esta misma sabe todo lo que sucede en el mundo, lo que hacen los seres y los Tracios, los manejos entre la suegra y el esclavo, los secretos amores, los amantes raptados; ella os contará quién dejó embarazada a esta viuda y desde qué mes; qué palabras y qué posturas usa Fulana o Zutana en el lecho; ella ve, la primera, el cometa que amenaza al rey Armenio y al Parto; ella recoge de la puerta de su casa las noticias y rumores del último momento, y otros los inventa. En cualquier calle y al primero que le salga al paso, le cuenta que se ha desbordado el Nifrates sobre las poblaciones, que un inmenso diluvio ocupa todos los campos, que se tambalean ciudades, que el suelo se hunde. No es, sin embargo, este vicio más intolerable que el de aquella otra, que suele apoderarse de pobres gentes, sus vecinos y, pese a sus súplicas, les desuella a correazos; pues si los ladridos de un perro han interrumpido su profundo sueño, gritará: "¡ Pronto, traed varas!" Y con impasible rostro manda zurrar primero al amo y después al can. He aquí una que va todas las noches al baño; de noche manda movilizar todas sus vasijas y su equipo guerrero. Disfruta grandemente cuando suda a chorros, cuando sus brazos han caído
agotados por las pesas. El masajista, un avispado. le aplica los dedos en la parte sensible y le hace crujir el muslo. Entre tanto, sus infelices convidados se mueren de sueño y de hambre. Al fin, llega un tanto sofocada con ansia de beberse todo el barrilete que, lleno, se hallaba a sus pies con el contenido de una urna; antes de comer, agotará otro sextario que hará devorador su apetito mientras devuelve y mancha el suelo con la vomitona. Corren por el mármol ríos de vino y la dorada palangana apesta a Falerno; como una larga serpiente caída en el fondo de un tonel, bebe y vomita. Su marido siente náuseas y cierra los ojos para retener la bilis. Más inaguantable es ésta que, apenas tumbada a la mesa, ensalza a Virgilio, justifica a Dido dispuesta a morir, hace paralelismos con los poetas, los compara; en un platillo coloca a Virgilio y en el otro a Homero. Pone en retirada a los gramáticos, vence a los retóricos, todo el mundo calla, ni un abogado, ni un pregonero, ni otra mujer, pueden decir ni una palabra, tal es la verborrea que suelta; parece que suenen al mismo tiempo calderas y campanas. No es preciso soplar la trompeta y golpear los timbales, ella sola podría socorrer a la Luna en peligro, ella es la que da la medida, incluso en las cosas honestas, pues la que desea parecer demasiado instruida y elocuente, debe ceñir la túnica hasta media pierna, inmolar a Silvano un puerco y bañarse por un cuadrante…