SI LEN CIO. Leonidas Andreiev. Suma Cultural

SI LEN CIO | Leonidas Andreiev | | 52 | Suma Cultural El nombre de Leonidas Nicolaievich Andreiev puede sonar bastante nuevo, especialmente por la
Author:  Juan Lucero López

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SI LEN CIO | Leonidas Andreiev | | 52 |

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El nombre de Leonidas Nicolaievich Andreiev puede sonar bastante nuevo, especialmente por la costumbre que tenemos de pensar que la literatura rusa se define sólo con nombres como Gogol, Tolstoi, Dostoievsky, Chejov y Gorki, todos pertenecientes al siglo XIX. Andreiev nació en la provincia de Oriol, Rusia, en 1871 y a lo largo de sus cortos 48 años desarrolló una literatura sólida y polémica, relacionada con la búsqueda de la comprensión de la condición humana, especialmente ligada al dolor, la soledad y la sexualidad. Como intelectual en la Rusia del siglo XX, trabajó como periodista en medios impresos en Moscú, en los cuales publicó también varias de sus narraciones: “En la niebla” y “El abismo” (1902), “Risa roja” (1904) y “El gobernador” (1905), entre otras. Además, incursionó como dramaturgo y fotógrafo, actividad que dejó para la posteridad diversos autorretratos. Debido a su inquebrantable oposición a los bolcheviques, Andreiev debió exiliarse a Finlandia, país en el que murió en 1919. Suma Cultural

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U Leonidas Andreiev

na noche de luna del mes de mayo, cuando cantaban los ruiseñores, entró en el despacho del padre Ignatii su mujer. Su cara expresaba dolor, y la lamparilla temblaba en sus manos. Llegóse al marido, diole una palmadita en el hombro y sollozando, le dijo: –¡Padre, vamos a ver a Vierochka! Sin volver la cabeza, su marido miró de soslayo por encima de los lentes a la popesa, y se la quedó mirando fijo largo rato, mientras ella hacía un gesto con la mano libre y se dejaba caer en el divancillo. –¡Oh, qué crueles somos con ella los dos!- dijo la mujer lentamente, recalcando las últimas palabras. Y su plácido y rollizo semblante crispóse en una mueca de dolor y exasperación, como si con la cara quisiera demostrar lo crueles que eran su marido y ella. El padre Ignatii sonrióse y se levantó. Cerró el libro, quitóse las gafas, las guardó en su funda y quedóse ensimismado. Su larga y negra barba, salpicada de hilillos de plata como un bello pliegue, caíale sobre el pecho, y

lentamente levantábase a impulsos del profundo alentar. –¡Bien. Vamos allá! –dijo. Olga Stepanovana levantóse ligera, y con voz tímida, afable, rogó: –Pero ¡no vayas a reñirla, padre! Ya sabes cómo es ella… Vivía Viera en la planta alta, y la estrecha escalerilla de madera que a su cuarto conducía crujía y se quejaba bajo el pesado pisar del padre Ignatti. Alto y pesado, agachó la cabeza para no dar en el techo, y frunció el ceño cuando la gran manteleta de su mujer le rozó levemente la cara. Sabía de antemano que a nada había de conducir su entrevista con Viera. –¿A qué venís? –preguntó Viera, llevándose una mano a los ojos. La otra descansaba sobre la blanca colcha de verano, y casi no se distinguía de ella, de tan blanca, traslúcida y fría. –Vierochka... –empezó la madre. Pero luego rompió en sollozos y se calló. –¡Viera! –dijo el padre, pugnando por suavizar su seca y firme voz- Viera, dinos: ¿qué te pasa? Viera callaba. –Viera, ¿es que tu madre y yo no somos dignos de tu confianza? ¿Es que no te queremos, o tienes alguien más allegado a ti que nosotros? Cuéntanos tus penas y créeme a mí, que soy ya viejo y tengo experiencia de la vida: ya verás cómo te sientes mejor. Y también nosotros. Mira a tu pobre madre cómo sufre…. –¡Vierochka!... –Y yo... –dijo, y su seca voz tembló, cual si algo se le rompiera por dentro-,¿crees que no sufro? ¿Crees que no veo que algún dolor te está consumiendo?...Pero ¿qué dolor? Yo, tu padre, no sé de qué se trata. ¿Es que está bien que hagas eso? Viera callaba. El padre Ignatti acaricióse con particular circunspección la barba, cual si temiera que sus dedos se enredasen en ella, y continuó: –Contra mi voluntad te fuiste a Peterburg… ¿Es que acaso yo te maldije por desobediente? ¿O que no te daba dinero? ¿O que no te mimaba bastante?... Pero… vamos a ver, ¿por qué no hablas? ¡Ya ves el pago que te ha dado tu Peterburg! Calló el padre Ignatti, y en su imaginación representóse algo enorme, granítico, terrible, lleno de ignorados peligros y de gentes extrañas, insensibles. Y allí, sola, solita, sin amparo de nadie, su Viera, y allí la habían perdido. Un odio furioso a la siniestra y misteriosa ciudad llenábale el alma, al par que una gran cólera contra su hija, que callaba, que callaba terca. –Peterburg no tiene nada que ver en todo esto –dijo Viera, desabrida, y cerró los ojos–. Y a mi no me pasa nada. Cuento publicado en: Andreiev Leonidas. Obras completas. Traducción del ruso, estudio preliminar y notas de Rafael Cansinos Assens, Tomo I. Madrid: Aguilar. Primera Edición 1969.

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NO VOLVIERON A VERLA MÁS CON VIDA, PUES AQUELLA TARDE ARROJÓSE AL PASO DE UN TREN, Y EL TREN LA PARTIÓ POR LA MITAD

Mejor será que os vayaís a dormir, que ya es hora. –¡Vierochka! –lamentóse la madre–. ¡Hijita, ten confianza conmigo! –¡Ay mamá! –atajóla Viera con impaciencia. El Padre Ignatti, sentóse en una silla y rió: –¿De modo que no te pasa nada? –dijo, irónico. –Padre –dijo Viera con brusquedad, incorporándose en el lecho–. Ya sabes que os quiero lo mismo a ti que a mamá. Pero… a mí, es la verdad, no me pasa nada…, un poco aburrida. Pero ya se me pasará. Idos a acostar, que quiero dormir. Mañana, o cuando sea…, hablaremos. El padre Ignatti levantóse con tal brusquedad, que la silla fue a dar contra la pared, y cogió a su mujer del brazo. –¡Vámonos! –¡Vierochka!... –¡Vámonos, te digo! –gritóle el padre Ignatti–. Si se ha olvidado de Dios, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer nosotros? Casi a la fuerza sacó del cuarto a Olga Stepanovna, y cuando ya ambos bajaban la escalera, aquella, aflojando el paso, dijo con airado murmullo: –¡Oh…, pope, tú tienes la culpa de que se haya vuelto así! De ti se la ha pegado ese genio. Tú eres el responsable. ¡Oh, y qué desgracia soy!... Y rompió a llorar, guiñando los ojos, sin ver dónde ponía el pie, y pisando cual si abajo hubiese un abismo en el que quisiera hundirse. Desde aquel día, el padre Ignatti dejó de hablarle a su hija, la que, por su parte parecía no notarlo. Seguía como antes, acostada en su cuarto o dando por él vueltas, y con frecuencia enjugábase los ojos con las palmas de las manos, como si algo la molestara en ellos. Y acongojada ante aquellos dos seres taciturnos, la popesa, que de suyo era habladora y jovial, andaba tímida y aturdida, sin saber qué decir ni qué hacer. A veces salía Viera de paseo. Una tarde, una semana después del diálogo de marras, salió de casa como de costumbre. No volvieron a verla más con vida, pues aquella tarde arrojóse al paso de un tren, y el tren la partió por la mitad. Hízole los funerales el propio padre Ignatti. Su mujer no fue a la iglesia, pues al tener la noticia de la muerte de Viera diole un ataque de parálisis a las piernas, los brazos y la lengua, y hubo de estarse acostada en su cuarto, medio a oscuras, mientras a dos pasos de ella doblaban las campanas. Oyó cómo salían todos de la iglesia, cómo pasaban junto a la casa cantando los sochantres, y pugnó por levantar el brazo para santiguarse, pero su brazo no la obedeció; quiso decir: “¡Adiós, Viera!, pero la lengua, tumefacta y pesada, no se movió en su boca. Y era su actitud tan tranquila, que quien la hubiese visto habría podido creerla muerta o dormida. Solo que tenía los ojos abiertos. A la iglesia, a los funerales, acudió mucha gente, conocidos del padre Ignatti y también desconocidos, y todos compadecían a la pobre Viera, que había tenido tan horrible muerte, y se afanaban por descubrir en los ademanes y en la voz del padre Ignatti indicios de un profundo

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dolor. No querían al padre Ignatti, por ser en su trato severo y altivo, porque odiaba al pecador y no lo perdonaba; y, sin embargo, era él mismo envidioso y avariento, y no perdía ocasión de sacarles los cuartos a sus feligreses. Así que todos deseaban verlo sufrir y repudrirse, y reconocerse culpable de la muerte de su hija, por doble concepto: como padre cruel y como mal ministro del Señor, que no había podido librar del pecado a la propia carne de su carne. Y todos mirábanlo curiosos, mientras él, sintiendo fijas en su espalda las miradas de todos, hacía por mantener erguida aquella su ancha y recia espalda, y en vez de pensar en su hija, solo pensaba en no dejar caer los hombros. –¡Qué finchado! –Dijo, señalando, Karsenov, el carpintero, al pope, que le debía cinco rublos de un marco. Pues así de tieso y firme, fue el padre Ignatti hasta el cementerio, y así también volvió de allí. Y sólo en la puerta de la habitación de su mujer doblegase un tanto su espalda; pero puede que ello se debiera a ser el dintel de la puerta demasiado bajo para su estatura. Al entrar en la zona de luz, costóle trabajo, al pronto, distinguir el rostro de su mujer, y luego que ya pudo, asombróse de ver su absoluta serenidad y la ausencia de toda lágrima en sus ojos. Y no había en ellos el menor indicio de enojo ni pena; estaban mudos y guardaban un silencio pesado, terco, lo mismo que todo su cuerpo, inerme, fofo, hundido en el colchón de plumas. –Y qué, ¿cómo te sientes? –preguntó el padre Ignatti. Pero aquellos labios enmudecieron, y enmudecieron así mismo los ojos. El padre Ignatti posó la mano en la frente de su mujer; teníala fría y húmeda, y Olga Stepanovna no dio señal alguna de sentir el roce de su mano. Y cuando el padre Ignatti retiró su mano, quedáronsele mirando, sin pestañear, dos ojos grises, hundidos, que parecían casi negros en sus dilatadas pupilas, y en ellos no se traslucía ni enojo ni pena. –Bien, voy a mi cuarto –dijo el padre Ignatti, que sentía frío y pavor. Cruzó el salón, donde todo estaba limpio y arreglado, como siempre, y los altos sillones, recubiertos de blancas fundas, semejaban muertos envueltos en sus sudarios. En una de las ventanas colgaba una jaula de alambre, pero vacía y con la puertecilla abierta. –¡Natasya! –gritó el padre Ignatti. Y su voz sonóle dura, y parecióle mal haber gritado así en aquellas habitaciones silenciosas, cuando precisamente venía de enterrar a su hija. –¡Natasya! –llamó más bajo–. ¿Dónde está el canario? La criada, que había llorado tanto que tenía hinchada la nariz y colorada como una remolacha, contestó, desabrida: –Vaya usted a saber dónde estará. Se escapó. –¿Y por qué se escapó? –inquirió amenazante y enarcando las cejas, el padre Ignatti. Natasha rompió a llorar, y enjuagándose los ojos con el pico de su pañuelo de indiana, dijo lloriqueando: –A un almita…, la señorita…, ¿Quién la puede sujetar? Y al padre Ignatti parecióle que aquel canario amarillo, tan alegre, que siempre estaba cantando con la cabecita baja, era, efectivamente, el alma de Viera, y que si no se hubiese escapado, no se habría podido decir que Viera había muerto. Y enojóse todavía más con la criada, y le gritó: –¡Vete! Y cuando Natasya, no de golpe, llegó hasta la puerta, añadió: –¡Imbécil!

II

A

partir de aquel día, reinó ya el silencio en la casita. No era aquel precisamente silencio -es decir, simple ausencia de sonidos-, sino un silencio en el que cuantos callan parece que podrían hablar, sino que no quieren. Tal pensaba el padre Ignatti cuando entraba en el cuarto de su mujer y se encontraba con aquella terca mirada, tan pesada como si todo el aire se hubiese vuelto de plomo y gravitase sobre la cabeza y la espalda. Tal pensaba también al mirar los papeles de música de su hija –en los que quedara estampada su voz–, sus libros y su retrato, un gran retrato en color que trajera consigo de Peterburg. Al contemplar aquel retrato, guardaba el padre Ignatti cierto orden: miraba primero la mejilla, iluminada, y se imaginaba en ella el arañazo que la Viera muerta mostraba en la | 56 |

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mejilla, y cuyo origen no podía comprender. Y siempre, infaliblemente, se ponía a pensar en la causa: si el tren se lo hubiera hecho, le habría magullado toda la cabeza, y la cabeza de Viera no había sufrido el menor daño. ¿Sería que alguien se lo había hecho con el pie, cuando levantaron el cadáver, o con las uñas, sin querer? Pero no podía pensar mucho rato, sin horror, en los pormenores de la muerte de Viera, y el padre Ignatti pasaba a contemplar los ojos del retrato. Eran unos ojos negros, lindos, con largas pestañas, que proyectaban una densa sombra, por lo que las pupilas parecían doblemente brillantes, y ambos ojos semejaban encerrados en un negro marco de luto. Una rara expresión habíales infundido el artista anónimo, pero indudablemente hábil, cual si entre los ojos y aquello que miraban mediase una diáfana y fina gasa. Recordaba la negra tapa del Royal, sobre la que descansaba una leve capa de polvo estival, empañando el lustre de la pulida madera. Y desde cualquier punto que el padre Ignatti contemplase el retrato, aquellos ojos lo seguían, solo que no hablaban, y su silencio era tan claro, que a él le parecía que se le podía oír. Y poco a poco el padre Ignatti dio en pensar que de veras oía aquel silencio. Todas las mañanas, luego de decir misa, el padre Ignatti pasaba al salón, lanzaba una mirada a la jaula vacía y al archisabido decorado del cuarto, sentábase en su sillón y, cerrando los ojos, poníase a escuchar cómo callaba la casa. Era aquello algo raro. Callaba la jaula queda y tiernamente, y en aquel silencio traslucíanse pena y llanto y una risa lejana, muriente. El silencio de la esposa, tamizado por las paredes, era terco, pesado como plomo y terrible, tan terrible, que en el día más soleado el padre Ignatti sentía frío. Largo, glacial cual de sepulcro, y enigmático como de muerte, era el silencio de la hija. Parecía como si para él mismo resultase penoso aquel silencio y anhelara ansiosamente romperlo, pero algo fuerte y obtuso, como un mecanismo manteníalo inmóvil y tenso, cual un alambre. Y allá, en el remoto cabo, empezaba el alambre a temblar y vibrar quedo, tímido y triste. Captaba el padre Ignatti con fruición y espanto aquel trémulo sonido, y apoyando sus abrazos en los del sillón, sacaba hacia delante la cabeza cuando aquel sonido llegaba hasta él. Pero, de pronto, aquel sonido se interrumpía y callaba. –¡Bah! ¡Sandeces! –decía, malhumorado el padre Ignatti. Y se levantaba del asiento, tieso y alto como siempre. Por la ventana veía una plazoleta bañada en sol, llena de pedrezuelas redondas e iguales, y enfrente, el paredón de piedra de un largo cobertizo, sin ventanas. En un ángulo estaba parado un cochero, semejante a una figura de barro, y no podía comprenderse por qué estaba allí de punto, cuando pasaban horas enteras sin que apareciese por allí ningún transeúnte.

III

F

uera de su casa, el padre Ignatti hablaba con mucha gente: con sus feligreses, en el desempeño de sus funciones, y también con amigos, con los que jugaba a préférence; pero cuando volvía a su casa hacíase la cuenta de no haber despegado los labios en todo el santo día. Lo cual se debía a que el padre Ignatti no hablaba con nadie de lo principal y más importante para él, de aquello pensando en lo cual pasábase en claro las noches: ¿por qué se habría matado Viera? No quería comprender el padre Ignatti que ya era imposible poner eso en claro, y se hacía la ilusión de que sí era posible. Todas las noches -y ahora siempre estaba desvelado- representábase en su imaginación aquel momento en que él y la popesa, ya en la sorda madrugada, teníanse en pie junto al lecho de Viera y le rogaban: “¡Habla!” Y cuando en el curso de sus evocaciones llegaba a aquella palabra, ya lo demás no se le presentaba tal y como había sido. Sus cerrados ojos, que guardaban en su sombra el cuadro vivo, nunca nublado, de aquella noche, veían cómo Viera se incorporaba en su lecho, sonreía y decía… Pero ¿qué decía?... Y aquella no proferida palabra de Viera, llamada a aclararlo todo, parecía tan inminente, tan próxima, y al mismo tiempo tan irremisiblemente lejana… El padre Ignatti se alzaba de la cama, alargaba sus cruzadas manos y, retorciéndolas, suplicaba: ¡Viera!... Pero la respuesta era silencio. Suma Cultural

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EL PADRE IGNATTI SE ALZABA DE LA CAMA, ALARGABA SUS CRUZADAS MANOS Y, RETORCIÉNDOLAS, SUPLICABA: ¡VIERA!... PERO LA RESPUESTA ERA SILENCIO. | 58 |

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Una tarde pasó el padre Ignatti al cuarto de Olga Stepanovna, donde hacía casi una semana no había puesto los pies; se sentó, y, rehuyendo su fija y molesta mirada, díjole: –¡Madre! Querría hablar contigo un poco de Viera. ¿Me oyes? Lo ojos callaban, y el padre Ignatti, alzando la voz, dijo, grave e imperioso, como cuando hablaba en el confesionario: –Ya sé que tú piensas que yo fui la causa de la muerte de Viera. Pero fíjate en esto: ¿crees que yo la quería menos que tú?... ¡Oh, eso sería absurdo!... Yo era severo con ella; pero, a pesar de todo, ¿no la dejaba hacer su santa voluntad?... Y dejando a un lado mi dignidad de padre ¿no bajé la cabeza cuando ella, sin temor a mi maldición, se fue allá?... Y tú también, ¿no le rogaste, con lágrimas en los ojos, que se quedara con nosotros, y no le porfiaste hasta que yo te mandé callar? ¿Era yo el culpable de su dureza de corazón? ¿No le había hablado siempre de Dios, de la humildad y el amor? El padre Ignatti lanzó una rápida mirada a los ojos de su mujer…, y en seguida apartó la vista. –¿Qué podría yo hacer con ella, si no quería abrirme su corazón? ¿Mandar?... ¿No mandé?... ¿Rogar?... ¿No rogué?... ¿Es que iba yo a hincarme de hinojos ante una chiquilla como ella y echarme a llorar como una vieja?... ¿Qué sabía yo lo que a ella se le había metido en la cabeza? Era una hija destacada, sin corazón… El padre Ignatti diose un puñetazo en la rodilla. –No nos tenía ni pizca de cariño… ¡eso es todo!... Pero no hablemos de mí…, ya sé que tengo fama de tirano. Pero… y a ti, ¿te quería acaso? ¿A ti, que llorabas y te rebajabas ante ella? El padre Ignatti soltó una risa sorda. –Quererte…, sí…, sí…, y para consolarte eligió todavía una muerte así, horrible, bochornosa… Murió en el barro, como un perro al que le dan de patadas en los hocicos. La voz del padre Ignatti sonaba queda y bronca: –¡Vergüenza me da! ¡Vergüenza me da salir a la calle! ¡Vergüenza de presentarme ante Dios!... ¡Oh hija mala, cruel! ¡Te maldeciría hasta después de muerta!... Cuando el padre Ignatti miró a su mujer, ésta había perdido el conocimiento, que no recobró hasta pasadas unas horas. Y cuando volvió en sí, sus ojos callaban, y no era posible comprender si recordaba o no lo que el padre Ignatti le dijera. Aquella misma noche –una noche de julio, de luna, queda, tibia y silenciosa-, el padre Ignatti, de puntillas, para no despertar a su mujer ni a la criada, subió la escalera que conducía a la habitación de su difunta hija, y entró en ella. Desde la muerte de la joven no se había abierto la ventana del cuarto, y reinaba allí un ambiente seco y caluroso, con un leve tufo a quemado, por efecto de recalentarse durante el día el tejado de hierro. Gran abandono y descuido se respiraba en aquel aposento, tanto tiempo deshabitado, y en el que la madera de los muros, muebles y demás objetos despedía un olor a moho. La luz de la luna caía en claras listas sobre la ventana y el suelo, y reflejándose en el blanco piso, esmeradamente aljofifado, iluminaba de una vaga penumbra los rincones, y el blanco, pulcro lecho, con sus dos almohadas, una grande y otra más pequeña, parecía espectral e ingrávido. El padre Ignatti abrió la ventana, y penetró en el cuarto una ancha bocanada de aire fresco, oliente a tierra, al río cercano y a tilos en flor, y trayendo consigo el eco de una canción, entonada probablemente por alguien que bogaba en sus aguas. Caminando en silencio con los pies descalzos, cual blanco fantasma, llegóse el padre Ignatti a aquel lecho vacío, hincóse de rodillas y dejó caer su rostro sobre las almohadas, abrazado a ellas, allí en el sitio donde debía de reclinar antaño su cabeza la hija. Largo rato estúvose así; subió el diapasón de aquel cantar y luego calló, y él seguía allí en la misma actitud, y largos mechones de negros cabellos caíanle revueltos sobre sus hombros y sobre la cama. Cambiara de lugar la luna y acreciérase la oscuridad del cuarto, cuando el padre Ignatti levantó la cabeza y rompió en un murmullo quedo, desahogando en su voz una energía largo tiempo inconfesado, y escuchándose su voz, cual si no fuera él quien oyese sus palabras, sino Viera. –¡Viera, hija mía! ¿No comprendes lo que quiere decir esa palabra de hija? ¡Hijita! Mi corazón, y mi sangre, y mi vida… Tu padre…, viejo ya…, con canas en la cabeza y enfermo… Temblábanle los hombros al padre Ignatti, y todo su ingente corpachón se estremecía. Lloraba. Y entre temblores, el padre Ignatti balbucía con ternura, cual si hablase con un parvulillo: –Tu viejo padre… te lo pide…, te lo implora, Vierochka. Está llorando. Él, que no lloró nunca. Tu dolor, hijita, tu sufrimiento…, son los míos. ¡Más todavía que los míos! El padre Ignatti sacudió la cabeza. –¡Más que los míos, Vierochka!... ¿Qué puede importarme a mí, que soy ya un viejo, la muerte?... Pero tú… ¡Si tú supieras cómo eras de tierna, delicada y tímida! ¿Te acuerdas cómo, en seguida te pinchabas un dedito y te salía sangre, te

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echabas a llorar? ¡Hijita mía! Pero tú me quieres, sí, me quieres, y mucho, ya lo sé. Todas las mañanas me besas la mano. Pues bien: dime, hija mía: ¿qué penillas son esas que te traen a mal traer?... Dímelo y verás cómo en seguida las ahogo yo con estas manos. ¡Que aún son fuertes estas manos, Vierochka! Al padre Ignatti se le erizaban los cabellos. –¡Dímelo! El padre Ignatti fijó los ojos en la pared y extendió los brazos: –¡Dímelo! El cuarto seguía silencioso, y de allá lejos venía el silbido largo e intermitente de un vaporcillo. El padre Ignatti, girando a la redonda sus desorbitados ojos, cual si ante él se irguiese el terrible espectro de un cadáver mutilado, levantóse despacito; y con mal seguro ademán llevóse a la cabeza las manos, con los dedos abiertos tensamente rígidos. Reculando hacia la puerta, el padre Ignatti balbució aún convulsivamente: –¡Dímelo! Pero quien le respondió fue el silencio.

IV

A

l día siguiente, después de la comida temprana y solitaria, dirigióse el padre Ignatti al campo santo, por primera vez desde que muriera su hija. Reinaban en él calor, soledad y silencio, cual si aquel día fuese solamente una noche iluminada; pero, siguiendo su costumbre, el padre Ignatti esforzábase por mantener erguidos sus hombros, miraba severo a todos lados y se hacía la ilusión de ser el mismo de siempre. No notaba ni la nueva y tremenda flaqueza de sus piernas, ni tampoco que su larga barba volviérase enteramente blanca, como si la escarcha le hubiese caído encima. Estaba el cementerio al final de una larga calle que hacía una leve cuesta, y a cuyo extremo divisábase el arco de las puertas del campo santo, semejante a una negra boca siempre abierta, armada de brillantes colmillos. Encontrábase el sepulcro de Viera en el fondo del cementerio, donde terminaban las enarenadas veredas, y el padre Ignatti hubo de enredarse largo rato en aquellos angostos senderuelos que, en línea confusa, pasaban por entre verdes fosas, completamente olvidadas y abandonadas de todos. A trechos tropezaba con monumentos funerarios, alabeados y verdegueantes de vejez; verjas destrozadas, y grandes y pesadas piedras, caídas en la tierra, y que parecían querer aplastarla con cierto maligno encono senil. Junto a una de aquellas piedras caídas apretujábase el sepulcro de Viera. Cubríalo una hierba nueva, amarilleante; pero en su derredor todo parecía verde. El serbal se abrazaba al fresno, y un amplio brote de carrasca extendía por encima de la tumba sus flexibles ramillas, de hojas menudas y rumorosas. Después de sentarse en el sepulcro contiguo y tomar aliento, miró el padre Ignatti en torno suyo, elevó los ojos al cielo, despejado y desierto, en el que absolutamente inmóvil colgaba el ígneo disco del sol; y entonces fue cuando sintió esa paz profunda, a nada comparable, que reina en los cementerios cuando no sopla aire y no se agitan las amustiadas frondas. Y de nuevo el padre Ignatti tuvo la idea de que aquello no era paz, sino silencio. Un silencio que se filtraba hasta por los mismos muros de adobe del campo santo, trepaba pesadamente por ellos e invadía la ciudad… Y solo terminaba allí…, en aquellos ojos oscuros, tercamente callados. Encogió el padre Ignatti los entumecidos hombros y bajó los ojos hasta el sepulcro de Viera. Largo rato se estuvo contemplando los cortos y amarillentos tallos de hierba, arrancados a trechos de la tierra por el amplio viento campero y que no lograban arraigar en suelo extraño, y no podía imaginarse que debajo de aquella hierba, a un par de metros de él, reposase su Viera. Tal proximidad parecíale incomprensible y le llenaba el alma de confusión y rara angustia. Aquella en la que el padre Ignatti solía pensar como en una criatura desaparecida para siempre en los tenebrosos abismos de lo infinito, estaba allí, junto a él…, y costábale trabajo comprender que, a pesar de eso, no existía ni existiría ya nunca. Y parecíale al padre Ignatti que si decía una palabra, que ya se le venía a los labios, o hacía algún ademán, Viera saldría de su sepulcro y se erguiría ante él, alta y linda como en vida. Y no se erguiría ella sola, sino que también todos los demás muertos se levantarían, todos aquellos muertos que tan terriblemente hacían sentir su presencia en medio de su solemne y frío silencio. Quitóse el padre Ignatti su aludo sombrero negro, alisóse los alborotados cabellos, y con un hilo de voz dijo: –¡Viera! No le habría hecho gracia que pudiera oírlo algún extraño, y poniéndose en pie, miró el padre

AQUELLO NO ERA PAZ, SINO SILENCIO. UN SILENCIO QUE SE FILTRABA HASTA POR LOS MISMOS MUROS DE ADOBE DEL CAMPO SANTO, TREPABA PESADAMENTE POR ELLOS E INVADÍA LA CIUDAD…

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Ignatti por encima de las cruces. No había por allí nadie, y el padre Ignatti repitió en voz alta: –¡Viera! Era la voz de siempre, seca e imperativa, y raro resultaba que una invocación proferida con tal energía e imperio quedase sin respuesta. -¡Viera! Recia e insistente llamaba la voz del padre Ignatti; y cuando éste calló por un momento, parecióle como que allá abajo sonaba una vaga respuesta. Y el padre Ignatti, mirando otra vez en torno suyo, apartóse los cabellos de sus orejas y aplicó éstas contra el césped, ferozmente punzante. –¡Viera, habla! Y con espanto sintió el padre Ignatti que por los oídos se le filtraba algo sepulcralmente frío y se le subía al cerebro, y que Viera hablaba…, solo que hablaba con el mismo largo silencio. Cada vez más inquietante y terrible volvíase aquel silencio; y cuando, haciendo un esfuerzo, despegó el padre Ignatti su cabeza de la tierra, pálido como un muerto, parecióle como que todo el aire temblaba y se estremecía por efecto de aquel hueco silencio, cual si en aquel mar horrible se levantase bárbara tempestad. Aquel silencio lo ahogaba; en gélidas ondas corríase por su cabeza, y le encrespaba los cabellos y azotaba su pecho, que suspiraba dolor. Temblando todo, el padre Ignatti levantóse despacito, lanzando a todas partes miradas agudas y bruscas, y con largo y penoso esfuerzo irguió su espalda y trató de imprimir un aire altivo a su cuerpo temblón. Lo consiguió. Con deliberada lentitud, sacudióse el padre Ignatti el polvo de sus rodillas, encasquetóse el sombrero, hizo por tres veces la señal de la cruz sobre el sepulcro y, con paso igual y firme, echó a andar; pero cual si no conociera el archiconocido campo santo, perdióse en sus sendas. –¡Pues no me he extraviado! –dijo, riendo. Y se paró junto a una bifurcación de senderos. Pero solo permaneció allí un segundo, y, sin reflexionar, torció a la izquierda, porque no podía estarse allí quieto y aguardar. El silencio lo empujaba. Surgía de las tumbas verdegueantes; respirábanlo las adustas negras cruces; en tenues y sofocantes ondas salía de todos los poros de la tierra, repleta de cadáveres. El padre Ignatti apretaba cada vez más el paso. Desorientado, daba vueltas en torno siempre a los mismos caminillos, saltaba tumbas, tropezaba con verjas, se agarraba a las punzantes armaduras de las coronas y se desgarraba los manteos. Solo pensaba exclusivamente en salir de allí. Iba y venía de acá para allá, hasta que, finalmente, emprendió una loca carrera, gigantesco y extraño, con su sotana rota y sus cabellos revoloteando en el aire. Un susto mayor que el de un verdadero muerto que se hubieses levantado de su tumba habríale dado a quien hubiese tropezado con aquella figura de hombre que corría, saltaba y agitaba los brazos, y visto su cara de loco mirando para acá y allá, y escuchado el ronquido que salía de su boca abierta. En el curso de su carrera loca, vino a encontrarse el padre Ignatti en una plazoleta, a cuyo extremo albeaba la pequeña capilla del campo santo. En el atrio, sentado en un banco dormitaba un viejecillo llegado de lejos, y junto a él, increpándose mutuamente, reñían dos mendigas viejas. Cuando el padre Ignatti llegó a su casa, ya había oscurecido, y había luz en el cuarto de Olga Stepanova. Sin desnudarse ni quitarse el sombrero, todo polvoriento y roto como estaba, fuese el padre Ignatti derecho hacia su mujer e hincóse de rodillas al pie de su lecho. –¡Madre!... ¡Olga…, ten compasión de mí! -dijo- ¡Voy a perder el juicio! Y dio con la cabeza en el borde de la mesa, y rompió a sollozar impetuosa y penosamente, cual un hombre que nunca ha llorado. Y alzó la cabeza convencido de que en seguida iba a obrarse el milagro, y su mujer le hablaría y se apiadaría de él. –¡Querida! Alargó todo su corpachón hacia su esposa, y encontróse con la mirada de sus ojos grises. En ellos no había ni compasión ni ira. Puede que la mujer lo perdonase y compadecieses pero en su ojos no se leía ni piedad ni perdón. Eran mudos y callaban. Y callaba toda la oscura y vacía casa. Suma Cultural

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