SÍMBOLOS RELIGIOSOS E IMAGINARIO SOCIAL

UNIVERSIDAD DEL SALVADOR, ÁREA SAN MIGUEL FACULTAD DE FILOSOFÍA SÍMBOLOS RELIGIOSOS E IMAGINARIO SOCIAL DESDE EL PENSAMIENTO POPULAR UNA EXPLORACIÓN

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UNIVERSIDAD DEL SALVADOR, ÁREA SAN MIGUEL FACULTAD DE FILOSOFÍA

SÍMBOLOS RELIGIOSOS E IMAGINARIO SOCIAL DESDE EL PENSAMIENTO POPULAR

UNA EXPLORACIÓN EN OBRAS DE R. KUSCH

Damián J. Burgardt Cátedra: HISTORIA DE LA FILOSOFÍA ARGENTINA Y LATINOAMERICANA Docente titular: Dr. Mario Casalla Docente adjunta: Lic. María del Milagro Casalla San Miguel, 1 de diciembre de 2009.

INTRODUCCIÓN Son fuertes los dioses, y también el nómos que los gobierna. Pues por nómos reconocemos a los dioses y vivimos haciendo distinciones entre lo injusto y lo justo. Si el nómos se corrompe ... ya nada queda igual en la vida humana. EURÍPIDES, Hécuba, 799–805

Algo extraño —aberrante probablemente para el purismo occidental y cristiano de algunos, seguramente herético, o cuanto menos «populachero», para la ortodoxia jurídica de otros tantos—, algo extraño, decía, debe estar sucediendo en algunos rincones de América Latina para que ahora, como portada de una Constitución nacional, pueda leerse: «Cumpliendo el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia».1 ¿De dónde brota esta posibilidad de que anden juntos, como inseparables, lo divino y lo humano, la experiencia raigal de lo Sagrado y la no menos raigal experiencia socio-política de un pueblo? A decir verdad, esta extrañeza no es novedad. Cuando en Nuestra América, J. Martí defendía enérgicamente la necesidad de insertarnos en el mundo desde «el tronco de nuestras Repúblicas» y de que el eje vertebrador de nuestra memoria histórica sea inequívocamente la historia de una patria que no es otra que «nuestras dolorosas Repúblicas americanas», describía la epopeya de la emancipación, diciendo: «Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad». ¿En qué punto se enlazan tan íntimamente los símbolos religiosos con la experiencia y aún la posibilidad de hacer la experiencia de ser «pueblo»? Estas páginas tienen su origen, en cierta medida, en el asombro que provocan expresiones como las citadas. Otro motivo es la inquietud: inquietud ante el letargo o al menos el estancamiento en que, al parecer, se encuentra a veces la reflexión sobre, o mejor, desde la religiosidad popular (en particular, en el ámbito de las ciencias sociales), salvo honrosas excepciones. El título de nuestro trabajo deja vislumbrar su contenido: Se trata, básicamente, de dilucidar una relación entre dos términos y de hacerlo desde un punto de partida señalado. Preguntamos por la relación entre «símbolos religiosos» (al parecer) por un lado, y lo que denominaremos «imaginario social» por otro. Nuestro punto de partida, la situación —diría M. Casalla— desde la que planteamos la pregunta es la del «pensamiento popular». Y todo esto, como una «exploración» de obras de uno de los pensadores argentinos más creativos e incisivos, perteneciente a la llamada «generación de los ’70s», R. Kusch. Ahora bien, estos elementos requieren al menos una somera clarificación inicial. Podemos dejar de lado, por el momento, el problema de una definición de lo popular, el pensamiento que le es propio, y en consecuencia, el estatuto del pensamiento segundo que piensa a partir de él, la reflexión (filosófica) que vuelve sobre sus contenidos. A estos temas dedicamos un capítulo de nuestro tratamiento, en la medida en que la obra misma de R. Kusch es un punto de referencia obligado para su clarificación. Quedémonos, entonces,

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Bolivia, Constitución política del Estado, aprobada y promulgada en 2009, Preámbulo.

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con los símbolos religiosos y el imaginario social. Deberemos conformarnos, sin embargo, con una simple delimitación del campo (en gran medida por indicación de autores), más que buscar definiciones exhaustivas. Delimitar, entonces, el campo de aquello que entendemos por símbolo religioso puede despertar varias perplejidades. Por una parte, las llamadas ciencias de la religión han renunciado hace tiempo a la pretensión de tener a mano una definición adecuada de la religión y lo religioso, en tanto las que fueron corrientes en otro momento se muestran ahora comprometidas con una compresión eurocéntrica del hecho (tan comprometidas como el hecho mismo de emplear, para nombrar la diversidad de sus manifestaciones históricas, el término occidental «religión»). Hay, no obstante, cierto consenso en que hay un «aire de familiaridad», para usar la expresión de J. Martín Velasco, que permite reconocer como religiosas experiencias histórica y culturalmente muy diversas. Ese aire de familiaridad no es otra cosa que la ordenación a un Sagrado (en el sentido de M. Eliade) o, en otros términos, un ámbito de ultimidad en torno al cual un pueblo, una comunidad histórica ordena en cada caso ciertos ámbitos de vivencia (el nacimiento, la muerte, la cópula, la enfermedad, etc.) y de realidad en general (temporal, espacial, institucional) como singularmente saturados de realidad, potencia y sentido, y, como trazando círculos concéntricos, a partir de ellos concibe el orden del todo. Emerge así una amplia gama de mediaciones de lo Sagrado, no previamente dadas o instituidas, que se caracterizan por ser intrínsecamente simbólicas (es decir, en las prima una irreductible excedencia de sentido) y cuya manifestaciones primordiales son el mito y el ritual.2 Diremos, en conclusión, que por símbolo religioso entenderemos aquí aquellas formaciones narrativas y aquellos patrones de acción intrínsecamente simbólicos que se ordenan a un Sagrado y en torno a ello. Esta delimitación primera se irá ampliando y profundizando con el desarrollo de nuestro trabajo. Por su parte, la expresión imaginario social resulta no menos problemática. Desde hace ya tiempo, viene siendo usada en el campo de las ciencias sociales y de la filosofía con una notoria variedad de significados. De uno u otro modo, refieren a los trabajos de C. Castoriadis, aunque no rara vez se apartan sensiblemente de la lectura de este autor.3 Se impone, entonces, una clarificación mínima de la noción antes de adentrarnos propiamente en nuestro tema. Inspirándonos en el trabajo de Castoriadis, diremos que el imaginario social está formado por el cúmulo, o mejor, el flujo de significaciones radicales, instituyentes, fundamentales, que hacen posible la vida de los grupos sociales y al propio grupo social como tal. Deudor de la tesis de la formación de las sociedades ex nihilo o, dicho en otras palabras, del postulado de la historia como acontecer esencialmente creador, el concepto de imaginario radical o social refiere a aquellas significaciones que, sin nacer de las condiciones materiales de vida ni ser pro–ducidas como reflejo fantasmal de ellas, sin responder

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Sobre todas estas cuestiones, cf. la obra de J. Martín Velazco, Introducción a la fenomenología de la religión (esp., la «recapitulación» final, 549–575) y los trabajos de M. Eliade citados en la bibliografía. De particular interés para nuestro tema es la obra de J.C. Scannone, Religión y nuevo pensamiento (esp., los «Prolegómenos», 13–75). 3 Se lo asocia, por ejemplo, al inconsciente colectivo o la representación especular que un grupo social y los individuos que lo componen obtienen de sí en sus interacciones —nociones muy propias de la psicología lacaniana. Se lo emplea, otras veces, como un sinónimo poco específico de cosmovisiones, ideologías (o aún ideario o «proyecto» de acción), valoraciones comunes, o representaciones más o menos tácitas que orientan (como un previo) el obrar individual e institucional en una sociedad. Se lo puede hallar, en otras ocasiones, emparentado con aquello que por su parte, siguiendo a P. Ricoeur, J. C. Scannone ha denominado «núcleo ético–mítico» de las culturas (cf. Nuevo punto de partida, 27). Tal vez sólo en este último caso estemos próximos a la lectura de C. Castoriadis —lectura que nosotros seguiremos aquí, aunque de ningún modo hemos de tomarla como «canon» incuestionable (ni mucho menos). La elección de este término no es, sin embargo, del todo arbitraria: apuntan a un posible diálogo con las ciencias sociales que abordan el fenómeno religioso; sobre esto volveremos al final.

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tampoco a un criterio de funcionalidad o racionalidad (porque éstas, en cualquier caso, implican determinada producción imaginaria en una sociedad), se hacen presentes y operan en las instituciones (en sentido amplio) de una comunidad histórica y dan origen a las simbólicas particulares (con el grado de contingencia y arbitrariedad que suponen) que la representan.4 Se trata, en definitiva, de un horizonte último de significaciones que se ponen en juego en el hacer de una sociedad (no antes, ni por debajo, como si se tratara de un a priori o una sustancia): La historia es imposible e inconcebible fuera de la imaginación productiva o creadora, de lo que hemos llamado lo imaginario radical [i.e., imaginario social en su acepción primera] tal como se manifiesta a la vez e indisolublemente en el hacer histórico, y en la constitución, antes de toda racionalidad explícita, de un universo de significaciones.5

Ahora bien, admitida esta acepción básica de imaginario social, no deja de llamar la atención que, tanto en la obra de C. Castoriadis como en otros estudios, lo que aquí llamamos símbolos religiosos aparezcan como en una cierta exterioridad con respecto a aquél. Con exterioridad me refiero al carácter segundo, derivado, por así decir oblicuo, de lo religioso con respecto al imaginario radical. Para este análisis, la religión sería lo instituido frente a lo instituyente (el imaginario, en el que puede reconocerse —a veces— un vago e indefinido «Dios»), una variable del hacer capaz de ser reducida al sustrato más vasto y fundamental de las significaciones primeras. En definitiva, lo religioso queda confinado a una región, específica y delimitable (y aún prescindible bajo determinadas condiciones «evolutivas»), de la experiencia humana —una región que, como cualquier otra, es instituida o alterada, que permite articular «racionalmente» o modifica, o simplemente resulta ser un adyacente prácticamente neutro del imaginario social. Sólo a partir de una delimitación tal es posible buscar algún tipo de «relación» (el puente tendido entre dos realidades en sí mismas distintas) entre símbolos religiosos e imaginarios sociales, o simplemente preguntar por la posibilidad de que ella exista. Frente a este tipo de análisis, nosotros creemos que es posible intentar otra vía y creemos, además, que el pensamiento de R. Kusch contiene elementos valiosos para ese intento. Lo que nos proponemos mostrar, entonces, en este trabajo es que, desde el pensamiento popular, según el tratamiento hecho por R. Kusch, el símbolo religioso aparece como (un) formador primario del imaginario social, es decir, una de aquellas significaciones fundamentales, no derivadas sino constituyentes. Podríamos arriesgar, incluso, que, dado el grado de trabazón de los símbolos religiosos con todos los registros del acontecer humano, ese «un» que hemos puesto entre paréntesis sería superfluo: no porque todo sea religioso, o porque lo religioso sea todo (lo cual constituiría una simplificación inútil), sino porque sólo para el análisis lo religioso resulta deslindable de otras esferas. Esto es tanto como negar la exterioridad del simbolismo religioso respecto del imaginario social, y al mismo tiempo trastocar el significado de la conjunción que figura en título de nuestro trabajo: el 4

Como se ve, la prioridad de la «estructura», tan exaltada en las ciencias sociales del siglo XX, se encuentra aquí cuestionada por una atención a la semántica, y el análisis centrado en relaciones sistemáticas (sea en términos de base material y superestructura, sea en términos de elementos, totalidades y transformaciones) cede su lugar a un análisis que privilegia el discernimiento del obrar (por sobre la forma abstraída) y su carácter creador (por sobre la mera funcionalidad). 5 C. Castoriadis, La institución imaginaria, I 253. Poco después el autor agrega: «Toda sociedad hasta ahora ha intentado dar respuesta a cuestiones fundamentales: ¿quiénes somos como colectividad?, ¿qué somos los unos para los otros?, ¿dónde y en qué estamos?, ¿qué queremos, qué deseamos, qué nos hace falta? ... Sin la “respuesta” a estas “preguntas”, sin estas “definiciones”, no hay mundo humano, ni sociedad, ni cultura —pues todo quedaría en un caos indiferenciado. [...] La sociedad se constituye haciendo emerger en su vida, en su actividad, una respuesta de hecho a estas preguntas. Es en el hacer de cada colectividad donde aparece como sentido encarnado la respuesta a estas preguntas, es ese hacer que no se deja comprender más que como respuesta a unas cuestiones que él mismo plantea implícitamente» (íd., 254-255). Es importante notar este carácter implícito (por tanto previo a cualquier forma de racionalidad, aún la simbólica) tanto de las preguntas como de las respuestas, para comprender la dinámica de lo imaginario que, al traer al juego estas cuestiones radicales, posibilita el constituirse de la sociedad, y viceversa.

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«y» [«e»] que enlaza el primer y el segundo término no puede significar relación (cualquiera sea el modo en que quede ésta especificada), sino mutua interpenetración o, mejor aún, una esencial copertenencia. Tal es la hipótesis que guía nuestro abordaje. Para emprenderlo, nos concentraremos sobre dos trabajos de R. Kusch: América profunda, publicada originalmente en 1962 y reeditada en 1975, y El pensamiento indígena y popular en América, de 1970, con reediciones en 1973 y 1977.6 Estas obras no son, ciertamente, «obras de madurez»: frente a Geocultura del hombre americano (1976) y el Esbozo de una antropología filosófica americana (1978), los trabajos sobre los que trabajamos tienen, por así decirlo, el valor de lo programático; en ellos Kusch va elaborando, como paso a paso, y trazando el perfil de las categorías centrales de su pensamiento y el tipo de tratamiento que, pocos años después, nos presentará ya de forma más acabada. Precisamente por este motivo, el trabajo con estas obras «primeras» permite problematizar más clara e inmediatamente la cuestión que nos planteamos. Hemos dividido el desarrollo bajo tres capítulos. En un primer momento buscaremos —como adelantábamos más arriba— delimitar desde la obra misma de Kusch los rasgos característicos de lo popular, su pensamiento, y el lugar del pensamiento que piensa desde él. En el segundo capítulo, nos detenemos a explorar la situación de dios, hombre y mundo desde el símbolo religioso tomado del registro del pensamiento popular. Consideraremos, por último, bajo qué modalidades el símbolo religioso es él mismo la implícita articulación del imaginario social que se presenta en la experiencia popular. Al final del trabajo, entre las conclusiones, señalaremos algunas perspectivas que pueden plantearse a partir de esta indagación. El resultado es, como reza nuestro subtítulo, una exploración —ni completa, ni la única posible. Creemos que, pese a nuestras limitaciones y falencias, emprender esa labor sobre algunas obras de Kusch merece la pena. Más aún, creemos que por aquí aún siguen abiertos caminos valiosos para pensar lo humano desde América.

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Ahora en Obras completas, II 1–254 y 255–546 respectivamente. En adelante, citaré estos trabajos como América y Pensamiento, seguidas de la correspondiente indicación del tomo y página(s) de las Obras completas. Nos serviremos además de otros ensayos y escritos menores de Kusch, que referiremos oportunamente bajo la misma forma. Por lo demás, en vistas de aligerar de citas el texto y concentrarnos más directamente en la obra de Kusch, he evitado remitir a otros autores (y en algún caso, proponer algunas observaciones o reservas sobre sus trabajos) —salvando, claro está, las exigencias de rigor y honestidad intelectual. La inclusión de sus obras en la bibliografía testimonia, no obstante, mi reconocimiento y deuda en la preparación de estas páginas.

1. GRAN HISTORIA Y PEQUEÑA HISTORIA. EL LUGAR DE LO POPULAR Y EL PENSAR QUE PIENSA DESDE ÉL

Es sin duda significativo que, desde la singular concepción de la historia que sustenta su pensamiento y en él se devela, Hegel califique a América como «país del porvenir» y, en ese mismo acto, la descalifique como algo sin historia.7 Es igualmente significativo que, desde otro ángulo, con frecuencia algún habitante de Buenos Aires haga referencia a su «aquí» como un lugar sin historia, o mire con nostálgico ensueño hacia Europa, contemple imaginariamente sus ciudades pobladas de testimonios de lo que alguna vez ha sido, y diga: «Ahí hay historia a cada paso». América es algo sin historia. ¿Qué historia? En América profunda, Kusch esboza una distinción entre pequeña y gran historia8 que tal vez nos sea útil para interpretar esta aparente «no–historia» de América. La pequeña historia es esa que se teje de hazañas y próceres, de mercaderes y técnicas, esa que se canonizó como única y propia, y que coincide con la historia de la creciente urbanización de un mundo, urbanización que se hace más intensiva y extensiva en torno al siglo XVI. Es la historia de la creación de ciudades, una empresa «casi divina» pero llevada a cabo por los humanos y al margen de dios (América II 139). Crear ciudades implica, literalmente, montar un dispositivo sobre la tierra y, con ello, evadirla o al menos minimizar su presencia y su presión; el mundo poblado por utensilios que se han convertido en objetos e instrumentos técnicos (utensilios con el valor agregado de la agresión, que arremete contra la naturaleza) es el correlato necesario de la creación de ciudades (América II 149). Así, en el refugio de la ciudad, el hombre busca ser alguien sin naturaleza y sin dios. El relato que relata esta historia es, por eso, el del «acontecer puramente humano», que tiene, por cierto, una geografía y una edad: la Europa moderna (América II 152). Se diría que sólo del otro lado del mar, en Occidente, hay esta historia; o, al revés, que esta es la historia de la que América carece. Pronto veremos que no es enteramente así. Frente a esta historia pequeña, o mejor, por debajo de ella, está la gran historia, «que palpita detrás de los primeros utensilios y dura lo que dura la especie» (América II 153); es la historia que se teje en el cotidiano vivir no de próceres sino de desplazados: indios, negros, parias, villeros, el «uno anónimo» de la ciudad. Es la historia donde los utensilios no se han convertido aún en objetos de fe (ese carácter mágico del que están revestidos, inconfesamente, en la Europa pujante: ¡dominan la naturaleza!), porque aún se vive bajo la ira de dios (como hemos de decir más adelante), y el utensilio es meramente eso: utensilio. Es la historia que acontece al margen del utensilio por excelencia que Occidente se dio a sí mismo: la ciudad; la historia que es ignorada o desplazada por ella, y de quienes son ignorados y desplazados por ella. Ésta, la gran historia, señala Kusch, es la historia cierta porque funde el acontecer humano al plano de la simple especie y reduce los descubrimientos técnicos y la expansión y el poderío del hombre a episodios menores. En cierta manera traza el itinerario real del hombre, porque reemplaza a una humanidad formada por individuos, por otra, que se da en el plano biológico de la especie y que no tiene individuos sino comunidades.9 7

Lecciones sobre filosofía de la historia universal (Madrid 1940) 90. Cf. América II 153, y en general el libro II de esta obra (II 125–177). 9 América II 153–154. Sería por demás superflua una lectura de expresiones como «especie» o «plano biológico» en el sentido de una antropología biologicista, naturalista al menos; sería desconocer por entero el peso de la categoría del «estar» 8

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Hay, al menos, tres rasgos de esta gran historia señalada por Kusch, que nos interesa subrayar en vistas de nuestro problema. En primer lugar, la gran historia es una historia marginal, en el sentido de acontecer al margen de la ciudad. Su protagonista es «la masa» frente a la élite, «el residuo» que no está integrado a su pequeña historia (América II 157). Con todo, ese residuo y su gran historia no son producto de la ciudad y su historia pequeña: son lo que ellas ignoran, marginan o descalifican como hediento (bárbaro, no evolucionado, subdesarrollado, etc.), pero no son sin más su resultado, su fruto (abortado).10 Considerarlo así sería situarse, aún involuntariamente, en la pequeña historia y reducir ese «otro» a sí, es decir, negarlo. En segundo lugar, la gran historia es, como leemos en el texto recién citado, historia de una humanidad que se reconoce no en la individualidad aislada (yo, sujeto, conciencia), sino en la comunidad. Comunidad mienta algo distinto de la mera colectividad amorfa. Es la afirmación de un «nosotros» —ese nosotros que la generación de pensadores a la que Kusch pertenece no dudo en llamar «pueblo». Como tal, este «nosotros» no es (ni puede ser) algo exclusivo de América, pero tampoco es una «naturaleza común» que se individualizaría en sociedades históricas (con lo cual nunca nos apartamos de una metafísica sustancialista, y se hipostasia lo histórico en una hipotética eternidad eidética); se muestra más bien como la elemental experiencia (parangonable, mutatis mutandis, a los existenciarios del primer Heidegger) de un arraigo comunitario fundante de la especie, para retomar la terminología de Kusch, que en cada caso adquiere contenidos y formas que le son propias.11 En tercer lugar, es importante notar con Kusch que «[l]a historia menor lleva como una carga a la historia grande» (América II 155). Ella, la historia que pervive en el «residuo» pero es la «historia cierta», puja contra la pequeña historia, como una fuerza crítica que desenmascara su pequeñez o la obliga a un torcimiento irracional del curso pulcro (cf. América II 155–156). La gran historia denuncia, en definitiva, la hipocresía que entraña el dispositivo–ciudad, los simulacros que inventa para paliar su infecundidad (cf. América II 158; Pensamiento II 468) o encubrir su miedo al simple vivir y la posibilidad cierta de que la vida nos pueda ser cancelada, a nosotros, los mortales, así repentinamente (cf. América II 231). Porque la empresa de aventurarse a ser alguien sin naturaleza y sin dios, la creación casi divina pero exclusivamente humana engendra inhumanidad —la inhumanidad sobre todo que sangra en las víctimas, pero también la que consiste en negar aquel hedor (esa radical contingencia) que espanta porque en el fondo se tiene, y busca purificaciones (refugios) en la solidez de un sistema jurídico, el libre funcionamiento del mercado o la ortodoxia de una religiosidad sin sobresaltos, por ejemplo. Y así, el reemplazo del dios por el hombre llevó a una dinámica sin contenido. La búsqueda estuvo orientada hacia la adquisición de una vida en absoluto y a cargo de ella estuvo la élite, acompañada hoy por las clases medias de todas

—que abordaremos enseguida—, que les da su auténtico sentido: dicho llanamente, el hombre, tomado como «especie», es el hombre de la vida, viviente en un mundo que es, todo él, un organismo viviente (cf. infra). Antropologías naturalistas o culturalistas, por opuestas que parezcan, responden a un mismo estereotipo: el de la «pequeña historia», que lo reduce todo a mero objeto (natural) o creación de objetos (cultura). 10 Hay que notar, además, que si en América profunda este grupo social, que pronto llamaremos «pueblo», es el que aparece separado por el Occidente urbano, en El pensamiento indígena y popular en América son los sectores urbanos, y en particular la clase media, los que aparecen viviendo en un estado de segregación que se concentra en cuatro contradicciones sociológicas básicas, de entre las cuales, para Kusch, la más determinante es la pretensión excluyente de racionalidad que compone su ideario de clase (cf. Pensamiento II 463–468). 11 Cf. C. Cullen, Fenomenología de la crisis moral; J.C. Scannone, Nuevo punto de partida, 24ss y pass.; M. Casalla, América Latina en perspectiva, 351–397. Estos autores explicitan contenidos y, por así decir, rasgos estructurantes del «nosotros»/«pueblo», que en estas obras de Kusch sólo aparecen de manera difusa.

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las ciudades. Ella ha perdido el patrón para medir con exactitud el simple hecho de vivir, porque reemplazó a éste por sucedáneos. ... A fuer de bajar sucedáneos se ha perdido de vista al hombre.12

Allí, entonces, en la historia que transcurre en «el simple hecho de vivir» y no «ser alguien» (como es alguien el prócer ante su gesta, el mercader junto a su mercancía —y sus herederos contemporáneos—, o el sujeto que se pronuncia frente a la alteridad del mundo devenido objeto con su «cogito, sum»); en la historia que se juega en un «mero estar», como ese «residuo» humano que se ha quedado al margen de la dinámica de la ciudad, su burocracia y su avance tecnocientífico; en la historia grande, nos topamos con lo popular. Los sectores populares y lo popular en general, entonces, aparece como el residuo no integrado; lo hay, por eso, en las sierras no urbanizadas de América, pero también en los suburbios de las ciudades europeas y en la Plaza de Mayo invadida por cabecitas negras (cf. América II 154). En América, ese residuo tiene (¿tenía?) el nombre de pueblo, y se lo puede reconocer —según nuestro autor— porque «sobrelleva de alguna manera características que vienen arrastrando de un lejano pasado» (Pensamiento II 458)13 y esta pervivencia de un andar antiguo que aún no ha sido agotado hace posible a su vez, en ciertos momentos, una «cohesión política, social y cultural en oposición abierta a las peculiaridades netamente occidentales» (íd.), es decir, le permite a este «residuo» anónimo actuar como un nosotros integrado en la resistencia y la afirmación de sí, y, lo que es lo mismo, darse como proyecto. De este modo, entonces, según Kusch, la historia de América está atrapada desde hace cinco siglos en esta tensión entre la pequeña y la gran historia, entre el ideario occidental que se concentra en el ámbito urbano y la persistencia de un núcleo popular que se mantiene vigente desde la periferia.14 Abolir cualquiera de los términos sería tanto como abolir la historia de América. De ahí que nuestro continente, desde una mirada occidental, no tenga historia (es decir, pequeña historia); pero tampoco se dé sin más como pura gran historia (de ser así, no habría ese desajuste estructural que acusan a cada paso los sectores medios o de élite y testimonia la residualidad de los sectores populares). La de América no es sino la historia de un «continente mestizo», como reza el subtítulo de uno de los primeros grandes trabajos de R. Kusch.15 En las obras que aquí analizamos, esta tensión de América aparece como concretada en dos dialécticas (que tal vez no sean sino una y la misma, porque la primera se resuelve en la segunda): una en el plano del pensamiento; la otra, en el plano ontológico/preontológico del ser y el estar. Hay, entonces, en primer lugar, una tensión dialéctica en el plano del pensamiento: un pensar urbano, de matriz occidental, se contrapone a un pensar popular, que Kusch indaga sobre todo en su vertiente indígena. El primero es un pensar de la exterioridad, del ob–jeto (Pensamiento II 277); el segundo es un pensamiento sin afuera, porque es el registro del acontecer más que de la cosa (Pensamiento II 278–279,282) y ese registro opera, sobre todo, en el plano de vernos afectados por el acontecer (Pensamiento II 279s). El pensamiento occidental y urbano de América piensa, en consecuencia, en términos de causas y administraciones o dispositivos de solución (Pensamiento II 283). El pensamiento indígena y popular, por su parte, piensa el mundo 12

América II 159, énf. ntro. Una «ancentral memoria común», dice M. Casalla (América Latina en perspectiva, 371). 14 Habría que revisar estos términos en función de la (para Kusch desconocida) incidencia de los «mass media» y de la creciente fluidez de desplazamientos migratorios en el contexto actual. En ese sentido, prefiero hablar de «concentración», más que de «asentamiento», y de una «vigencia desde», más que de una «vigencia en». 15 La seducción de la barbarie. Análisis herético de un continente mestizo (1953, con una reedición póstuma), ahora (¡sin el subtítulo!) en Obras Completas, I 1–131. En vistas de las dialécticas que señalaremos ahora, llama la atención que Kusch no haya incluido —en nuestras obras de referencia— la que es propia del mestizaje. 13

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como el acaecer de todo «así» —que no excluye su contrario (como cuando el occidental afirma que algo «es así, y no de otro modo») y por tanto puede moverse en el ámbito de las antinomias—, sobre un fondo numinoso, tan pronto fasto como nefasto, es decir, indisponible para el sujeto. Es, por eso, un pensar que — lejos de toda pretensión de neutralidad, como la que alentó el saber moderno— implica una actitud, un quedar comprometido el sujeto, y la continua modificación (o la conversión) de esa actitud, porque se trata aquí de alcanzar un saber que sólo es posible como «contemplación» y «espera» (Pensamiento II 482).16 Se formula, entonces, como un saber de la indeterminación (porque sólo es determinable la cosa, detenida en el esto de su esencia, que ya no acontece sobre el fondo de lo numinoso y en la posibilidad de los contrarios); un saber, en consecuencia, que no se asienta en la lógica de principios de tercero excluido y de no contradicción; en definitiva, un saber que señala sin definir (cf. íd., pass). De allí que su expresión sea primordialmente simbólica: sólo por medio del símbolo se puede testimoniar esta excedencia. De allí, además, que este pensamiento sea —por oposición al pensar de dominio, en términos de Scheler retomados por Kusch, o de solución, como él mismo dice en otra parte, que es típico de Occidente— un pensar de salvación, una espera o apertura a un equilibrio en medio de opuestos —equilibrio siempre inestable e incierto, y en todo caso nunca emplazado por el sujeto sino por una trascendencia. Kusch califica de «seminal» este tipo de pensamiento, y lo describe en estos términos: Ante todo [el ámbito donde se experimenta la radical contingencia del vivir, del que ya hemos hablado] es el ámbito de las antinomias, frente a las cuales el yo consciente nada puede hacer sino sólo presentir la inminente proximidad de su desgarramiento. Ahí no es posible el manipuleo consciente de la solución sino la ubicación de la salvación, y ésta a su vez no puede lograrse sino con algo que trasciende al yo. [...] El pensar seminal consiste entonces en hallar una superación, si se quiere dialéctica, a una oposición irremediable, casi siempre mediante la ubicación de la unidad conciliadora en un plano trascendente. En vez de desplazarse sobre las afirmaciones, como lo hace el pensar causal, el seminal se concreta a una negación de todo lo afirmado, sea vida o sea muerte, y requiere en términos de germinación —en tanto es ajeno a un manipuleo consciente— esa afirmación trascendente.17

Ahora bien, hasta aquí nos hemos hecho más que caracterizar la oposición de dos formas de pensamiento que, según Kusch, conviven tensamente en América. Sin embargo, estamos a mitad de camino: es necesario mostrar, también según Kusch, su dialéctica. Porque la oposición no es lo suficientemente absoluta como para excluir que exista una suerte de modalidad primigenia del pensar (un hipotético «pensar en sí»: Pensamiento II 478), que permita pasar de un registro al otro. Esto importa, al menos, por dos motivos: para comprender, por un lado, cómo se prolonga el pensar popular aún en el buen ciudadano de América, que vive — si se quiere— moviéndose permanentemente, aún si a regañadientes, entre un pensar y el otro; y, además, importa en la medida en que nos permita situar mejor la relación del pensamiento filosófico con los contenidos del pensar popular. La pregunta es, entonces, qué tipo de oposición es ésta, que enfrenta el pensar urbano y el popular. Desde una concepción etno(euro)céntrica, cabría pensarla en términos de evolución: el avance de la racionalidad que ha ido consumiendo, aunque aún no completamente, los restos de totemismo, pensamiento mágico, oscurantismo católico–hispano, conciencia alienada, etc. Así lo narra la pequeña historia, pero ya ni Europa puede consentir sin reservas esas lecturas. Tampoco Kusch. A sus ojos, pensamiento urba-

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Por eso el pensar popular es, mirado con ojos occidentales, pasivo (Pensamiento II 482) y estático en tanto no es un saber–para–el–dispositivo sino el saber del mero estar (América II 116 y pass.). Notemos, dicho sea de paso, que la «contemplación» a la que Kusch se refiere no es la theōría que, al menos desde Platón, caracteriza el saber verdadero y desemboca en la evidentia de lo claro y distinto en la tradición occidental. 17 Pensamiento II 481–482, énf. ntro. Esta primera caracterización es forzosamente incompleta, y se irá iluminando, por así decirlo, en los dos capítulos que siguen.

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no y popular no son ni entidades cerradas e incompatibles, ni figuras o tipos evolutivamente distanciados. Son, más bien, dos modalidades: tomados en su radicalidad, pensamiento causal y pensamiento seminal se muestran como los extremos de un pensar en general, según el cual cualquier sujeto requiere por un lado la connotación lúcida del efecto, para encontrar la causa, y por el otro, cuando la contradicción se torna desgarradora, requiere la sémina redentora en la trascendencia. Ambos extremos son formas necesarias para afirmar la totalidad de la existencia.18

Si la pretensión de la Europa moderna consistió en afirmar la posibilidad (y aún la necesidad) de prescindir de un pensamiento seminal —y tanto las generaciones ilustradas como románticas del pensamiento latinoamericano adhirieron a este ideario—, lo postulado por Kusch invita a sospechar que, por el contrario, aún el pensamiento causal reclama, en sus límites, una espera de salvación, es decir, un pensar seminal. ¿No nos reencontramos así con la presión de la gran historia sobre la pequeña, esa presión que emerge, en momentos dados, como un giro «irracional» de la pulcritud de la marcha? ¿No nos topamos nuevamente, aunque en otro plano, con la función crítica de la historia grande respecto a la pequeña, cada vez que le recuerda que, afanándose en crear sucedáneos para el «simple hecho de vivir», se ve arrastrada a una «dinámica sin contenido» y pierde de vista al hombre? Tal vez la tan lamentada atomización del saber (occidental) no pueda ser solucionada sino incluyendo también ese saber marginado que se expresa en lo popular. Afirmar la totalidad de la existencia para recuperar lo humano, en todo caso, reclama que un pensar y otro vayan juntos. Esta misma conclusión es tanto más válida para la filosofía que se propone una comprensión total de la realidad. Una comprensión tal reclama el enlace de estas dos modalidades del pensar, en tanto ambas responden a dos «vectores entrecruzados», postula Kusch, que conforman la totalidad de lo real: uno horizontal, lugar de lo definible y delimitable por la causa, y otro vertical, tenso hacia arriba y abajo por la presión de lo innombrable, fasto y nefasto, que lo asedia (Pensamiento II 488). Ahora bien, como dijimos más arriba, hay también otra tensión dialéctica, en la que se concreta la tensión básica de ser un «continente mestizo», que tiene lugar no ya en el plano del pensamiento, sino en el plano ontológico/preontológico. Arriesgamos, además, que la primera remite a esta. Nos referimos a la dialéctica del ser y del estar, que Kusch llama «fagocitación» (América II 179 y pass.). Es bien conocida la particularidad de nuestra lengua, entre otras pocas lenguas romances, que distingue estos dos verbos; igualmente conocida resulta la singular derivación etimológica que lleva del sedere (y no del esse) latino al infinitivo español ser (por vía del seer), y del stare al estar.19 Lo que importa notar es que la señalada distinción en nuestra lengua supone «una concepción implícita» de la realidad escindida en dos ámbitos, un mundo repartido entre lo definible (esencial y estable) y lo indefinible (circunstancial y cambiante): respectivamente, el ámbito expresado bajo el rango del ser y el ámbito expresado bajo el rango del estar (Pensamiento II 528s). Pero, sobre todo, aquello sobre lo que Kusch —junto a otros pensadores de su generación— llama la atención es que América privilegia el uso del estar, y éste desgasta incluso el uso del verbo ser (en la forma del estar siendo, por ejemplo).20 Así, entonces, «se sumerge lo estable en lo inestable, o sea

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Pensamiento II 483, énf. ntro. Kusch hace notar, además, una situación análoga en la lengua quechua donde el verbo copulativo cay [kay], que vale tanto por ser como por estar, pero en cuya significación prima este último (América II 108). 20 Esta forma no se analiza, no obstante, en nuestros escritos de referencia. Cf., sin embargo, el ensayo Estar siendo (III 467–485) y el capítulo del Esbozo dedicado al tema (III 407–417). 19

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que se puebla el mundo de circunstancia, y se reduce lo que es a lo que está» (Pensamiento II 527).21 En América hay, al decir de Kusch, una «absorción del ser por el mero estar» (América II 196 y pass.). Con la expresión «fagocitación» se hace referencia, entonces, a esta absorción: implica que «el ser no puede darse sin el estar», más aún: que «surge del estar»; pero el estar pervive —casi al modo de una fuerza que corroe su establidad—, y así «el mero estar enseña que el ser es una simple transición pero no un estado durable» (América II 202, 209). Es, como puede verse, una resolución dialéctica de la oposición ser/estar, aunque en términos distintos a los de la Aufhebung hegeliana (cf. América II 195). Refiere a una absorción que opera marginalmente, «por debajo del umbral de la conciencia histórica» (América II 210, 197) y por eso nos tiene a nosotros, los latinoamericanos, por testimonios: porque somos margen, «residuo». El verdadero secreto de la fagocitación está en nosotros mismos, en la trampa de nuestra intimidad y en tanto somos los anónimos, o, mejor, el pueblo de América. Ser anónimo o pueblo consiste en estar siempre por debajo del ciclo del mercader, en ese punto donde se retoma el antiguo ritmo biológico y prehistórico.22

De la confrontación histórica de dos tipos culturales expresados en sus respectivas categorías «ontológicas raigales» (permítaseme compensar la occidentalidad del primer término con la americanidad del segundo), de la oposición manifiesta de dos modalidades del pensamiento, del «llevar como una carga» en estas tierras la pequeña historia a la historia grande, brota entonces esta prioridad del estar sobre el ser, y la síntesis que se alcanza cuando aquél contamina a éste y, por así decirlo, lo somete a su ritmo. No se trata, sin embargo, de algo que acontece únicamente en América; sucede que también en Europa el ser está siendo fagocitado por el mero estar (cf. América II 209) y sucede, sobre todo, que posiblemente sea esta una experiencia universal que América da como lección (cf. América II 254). Dispuestos a pensar ahora los símbolos religiosos en relación a los imaginarios sociales —siguiendo los testimonios que R. Kusch recoge, sobre todo, del mundo andino—, tendremos que partir del mero estar, ese que teje los hilos de la historia grande de los humanos, y se expresa, tanto como se reserva, en los símbolos del pensamiento popular.

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Dicho en otros términos: «el mero estar tiene una mayor consistencia vital que el ser en América» (América II 194). América II 211.

2. EL DIOS, EL HOMBRE Y EL MUNDO EN SU MERO ESTAR

En el capítulo precedente señalamos el campo de nuestra exploración. Siguiendo a R. Kusch, hemos hallado lo popular al margen de la pequeña historia de la civilización europea, e identificamos básicamente los rasgos del pensar que le es propio: pensar seminal, que se mueve en el ámbito de las antinomias, en el desgarramiento de la conciencia, señalando con ello un «mero estar» y el darse «así» de una totalidad indisponible en la que lo definible está truncado o asediado por lo innombrable. En continuidad con ello, nos proponemos ahora indagar esta totalidad en su mero estar, para recuperar luego desde dentro el lugar del símbolo. Digámoslo brevemente así: desde los símbolos religiosos del mundo andino,23 el mundo aparece como el «hervidero espantoso» que habita, pero no dispone, un hombre indigente, cercado por la ira del dios, tan pronto favorable como adverso. En su mero estar, cada uno se da en relación al otro como así, indigencia e ira, y se contamina —hasta donde y al modo en que, en cada caso, resulta posible— en la relación, es decir, entra al ámbito de las irreductibles antinomias (fecundidad/penuria, acogedor/inhóspito, vivir/morir, creación/caos, etc.). Ninguno es (ni en sí, ni para sí); o, mejor, lo que es brota de su estar y por eso no acusa nunca los signos de lo que reposa en su esencia. El mundo está ahí como «hervidero espantoso» (América II 32 y pass.), es —diríamos— propenso al caos. Y esto, no porque predomine lo nefasto, lo inhóspito o lo adverso, sino porque puede darse tan pronto fecundidad como penuria, abundancia como escasez. No hay por qué para este mundo. O, si se quiere, todo por qué (ése por el que se fatiga el pensamiento causal y técnico de occidente) resulta, llevado al extremo, la saliente de un fondo arbitrario: es la conjuración del azar, por el terror que infunde. Tampoco hay qué. Hay qué para el mundo estéril, susceptible de manipulación, que el hombre occidental se pone frente a sí. Pero en el mundo de los símbolos que aquí tratamos, no hay por qué ni qué; es el mundo del «así»: «un mundo tomado por su así es visto como un puro acontecer y no como un escenario poblado de cosas» (Pensamiento II 334, énf. ntro.); por eso resulta tan infinitamente distante del «patio de objetos» que anhela el occidente moderno (América II 143ss, esp. 149, cf. 231s). El mundo tomado por su así confirma, entonces, «una franca disponibilidad del sujeto» (Pensamiento II 337) o, dicho al revés, una indisponibilidad del mundo para el sujeto, a quien sólo le queda asumir —como señalamos antes— una actitud pasiva y contemplativa (cf. Pensamiento II 346). Allí lo espantoso del mundo: que el mundo acontezca, es decir, que no esté ahí a merced de la conciencia; que su acontecer sea azarosamente posibilidad de abundancia o escasez; que habitar este mundo «así» sea presentir la inminente proximidad de nuestro desgarramiento (cf. supra), admitir «un constante temor ante el vuelco o vaivén de ese así del mundo» (Pensamiento II 337).

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En las obras que nos sirven de referencia, Kusch estudia sobre todo las quechua y aymara. El testimonio de Joan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua (Relación de Antiguedades deste Reyno del Piru [hay una edición reciente en Cusco 1993]) sirve de base, aunque no exclusiva, para la reflexión en América; en Pensamiento el testimonio de los «informantes» —y con ello, la forma viva del símbolo como mito y ritual— se vuelve fundamental. De más está decir que Kusch muestra particular interés por la continuidad o pervivencia de estos universos simbólicos —ya antiguos, ya indígenas— en el pensamiento popular más amplio.

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En este mundo, el dios no es sino que media.24 Viracocha es el dueño del hervidero espantoso: su soberanía se expresa en una marcha (en su desdoblamiento, Tunupa) que enfrenta el caos. Crear es, así, dotar de sentido (América II 41 y pass.). Pero aquí hay dos importantes diferencias del pensamiento popular con respecto al pensamiento (cristiano, al menos implícitamente) de Occidente: la creación no es un acto puntual ni tampoco permanente. El dios creador del pensamiento popular —y esto vale tanto para Viracocha, como para el dios hacedor de milagros, o el santo providente de los santuarios urbanos— es el dios que media y sobrepone las oposiciones, sin aniquilar el elemento adverso; pero el fruto de una creación así es un orden inestable, susceptible siempre de caer nuevamente al caos. Ni siquiera es un orden total: hay siempre un pliegue de lo caótico sitiando el mundo. De allí que, aunque el dios se retire a su mero estar y se ausente del mundo, siempre es necesaria una nueva (y transitoria) creación. Se vive, entonces, como una «experiencia mesiánica»:25 se participa en la «marcha del dios por el mundo» —su hacer creador— en tanto se vive, principalmente por medio del ritual, bajo «la presencia de la ira divina [que] dicta la ley o sea el orden a fin de preservar la vida humana frente al caos, pero sin eliminarlo» (América II 199). La experiencia de la ira divina traduce, en el plano más hondo del simple vivir, el desamparo humano ante lo indisponible y la posibilidad de que lo fasto se trueque en nefasto (cf. América II 97). Es la experiencia del dios que media lo antagónico o, si se quiere, el «telón de fondo numinoso» sobre el que acontecen las cosas del mundo —y que precisamente por eso no son simplemente cosas (Pensamiento II 519). De allí que el dios expresado en los símbolos religiosos del pensamiento popular no es un dios que simplemente es y de cuyo ser se podrían deducir sus atributos y su obrar; por el contrario, es el dios que está. De allí también que para el pensamiento popular resulte extraña, y hasta absurda y digna de pena, la odisea occidental por buscar una respuesta al problema del mal en el mundo en algo así como una teodicea. Tomado en su mero estar, que es como lo toma el pensar popular, dios se da como dios que media —contaminado y aún caído— el «hervidero espantoso» del mundo.26 Hay, entonces, para el hombre, una indigencia primordial. El vivir es esta indigencia. Si se nos mira desde la historia grande, la que une los primeros con los últimos de nuestra especie, no hemos dejado de ser esos que cotidianamente salen en busca del alimento, padecen lo adverso de una naturaleza que no dominan, son presa de algo tan arcaico como la compasión o la furia, y detrás del utensilio —desde el primitivo hasta el técnico o urbano— buscan ampararse, entre la fascinación y el espanto, de la furia del mundo... Y porque el vivir es indigencia, se está para el fruto. Sea hijo, sueldo o libro, el fruto es el sentido: el hecho de vivir no apunta a lo que se es, sino al fruto. El fruto es la razón misma del hecho de vivir, le da significado y sentido.27

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El problema del símbolo [en adelante, Problema], en Obras completas III 489–495, aquí 492. En América profunda, Kusch habla casi indistintamente de «experiencia mesiánica», «actitud mesiánica», «emoción mesiánica» e incluso «amor mesiánico» (cf. II 117, 167, 246, 199, etc.). En cada caso, se trata de una misma situación: el «comportamiento espiritual» engendrado por el hecho de que la vida «está sumergida en eso que llamamos la ira de dios» (íd., 117). 26 La contaminación de lo divino es brevemente tratada en Problema, III 492–493; a su caída dedica Kusch algunos párrafos en Pensamiento (II 396s) y un capítulo completo en Geocultura (III 68ss). 27 América II 229. Esta indicación de Kusch acerca del «mero estar para el fruto» deja entrever, o al menos sugiere, una crítica a la interpretación heideggeriana del ser–ahí como pro–yecto, que se esboza en cada caso como posibilidades de un poder–ser sobre el contorno que traza el ser–para–la–muerte; el hombre, por el contrario, parece indicar Kusch, no se proyecta para ser (la «autenticidad») sino para el fruto. De allí que las experiencias que nos exponen a una suspensión de la reclamación de ser (angustia, acedia, júbilo) sean verdaderamente experiencias límite: nos sitúan ante una nada de ente —una suspensión de lo determinable, la misma que se palpa en nuestro vivir como indigencia y de la que está hecha nuestro mero estar. 25

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Este «mero estar para el fruto» es la parte que nos toca por nuestra participación en un mundo que, como gusta decir Kusch, es todo él un «animal mundo», que sigue el ritmo ancestral de todo lo viviente: nacer, madurar, germinar y morir; un ritmo que entraña, a su vez, la movilidad entre opuestos (América II 222ss; Pensamiento II 396, etc.). Así, el «mero estar para el fruto» es, igualmente, nuestra participación en el desgarramiento (o el «así») del mundo entre lo fasto y lo nefasto. Y es también esa «emoción mesiánica» que nos invade en la conciliación con el fruto (cf. América II 247). Es la fe en la ira de dios la que sitúa al hombre en este plano, y hace que su ámbito vital (eso que el aymara nombra pacha o kay pacha) se configure como un «fondo» (Pensamiento II 373), es decir, que se experimente el vivir como un estar en el «asedio de lo innombrable» (Pensamiento II 398). En los símbolos de esta fe popular, este vivir asediado se expresa como el afán un «centro»,28 es decir, un punto de arraigo en el que se alcanza cierta estabilidad en medio de las tensiones. Este «centro» es simbólico en varios niveles. Un primer nivel es espacial: aquí importa el Cuzco como «centro del mundo», tanto como importa el santuario del conurbano bonaerense para alcanzar una «gracia» que remedie lo precario de la vida, o la hermita de los santos milagrosos que se erigen —como mojones que testimonian el requerimiento de lo sagrado— a la vera del camino. Importa, porque importa el arraigo. No es sólo el soporte material (significante) de un sentido, del que podría prescindirse una vez captado éste: importa el suelo, importa su estar en la tierra. Inmediatamente, a partir de aquí, se despliegan otros (al menos dos) niveles de simbolicidad. El centro espacial en tanto arraigo en una tierra refiere a la comunidad: ingresar al centro simbólico es tanto como ubicarse siempre de nuevo en el arraigo de un «nosotros». Así, al decir de Kusch, [el ordenamiento de los adoratorios con su centro germinativo en Cuzco] es el mero estar traducido en un orden de amparo que preserva no a una humanidad de sujetos o individuos, sino a la runacay o humanidad u “hombre aquí”, según reza la traducción literal.29

Esta significación segunda —como se ve— no se superpone a la primera (como si se tratara de un grado de mayor abstracción del pensamiento). Por el contrario, está contenida en ella: porque hay algo así como un «centro del mundo», el hombre se experimenta «hombre–aquí» (es decir, nunca sin otros) y, viceversa, sólo porque se pertenece a un nosotros arraigado en la tierra, puede experimentarse que el inhóspito mundo tiene un centro (o varios) en los que se encuentra amparo. En definitiva, el centro como símbolo del amparo comunitario hace aparecer otro rasgo fundamental de la cultura popular: el del hombre concebido como un nosotros con arraigo, que invierte la ecuación tradicional para occidente entre individuo y comunidad. El individuo, como tema típico de la gran cultura de ciudad, es una simple abstracción. ... En vez del individuo hay comunidad y ella es la responsable de ampararlo y sostener su vida. En esto América es sana y positiva. Cuando las relaciones ciudadanas no intervienen, se establece la comunidad.30

El otro nivel de significación, en contigüidad con éste último e inmediata relación con el primero, es el que hace al «centro» como interioridad del hombre, o mejor, para evitar todo connato de individualismo, lo sapiencial de la comunidad. La concepción de la existencia esgrimida en el símbolo religioso popular entraña una «concepción desgarrada del hombre», que puede hallar reposo —aunque sólo transitoriamente— en una sabiduría de lo vital y sus intrínsecas tensiones (cf. Pensamiento II 374ss): 28

Cf. la cuidadosa atención prestada por Kusch a la simbólica de los adoratorios de Cuzco en América, II 100ss. América II 115. 30 América II 224–225. «Cuando las relaciones ciudadanas no intervienen», es decir, cuando el hombre de la vida no es ahogado por el ciudadano, el habitante o consumidor cuantificable en estadísticas, el sujeto jurídico, el hombre que es alguien (un definido «esto»). 29

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Un mundo desgarrado entre el buen y el mal suceso es indudablemente un mundo inhabitable, pero su habitabilidad no habrá de encontrarse sólo con un estar, utcatha [voz quechua para habitar, etc.], sin más, sino ante todo con ser dueño del corazón, [en quechua, lit.:] chuymani [i.e., sabio].31

Lo que vale la pena subrayar es que, según Kusch, esta sabiduría conecta la habitabilidad del mundo (el fruto, la superación en un plano trascendente de lo fasto y nefasto) con el efectivo habitar (véase la gama de sentidos del utcatha recogidos por nuestro autor, íd. 378). Dicho en otros términos, el centro/arraigo como tanteo de una sabiduría para estar en el mundo conlleva una mística del actuar, que impregna de significaciones tanto los comportamientos individuales como las prácticas sociales.32 De tal modo que, para el pensar popular, el sexo, el trabajo, la política, la economía, la arquitectónica social, etc., están signados por el símbolo religioso, o, lo que es lo mismo, por la fe en la ira de dios y la espera del fruto. Evidentemente el universo humano no se ha escindido aquí entre lo privado y lo público, la interioridad y el patio de objetos, el hombre y el ciudadano; y así, la experiencia del «animal mundo» se traduce al plano social en la comunidad como organismo vivo, que «responde por una justicia vital que restituye la vitalidad, y no sólo los derechos de cada hombre» (América II 225).33 Todo esto acontece como una ascética, o mejor, una mística, más que como una moral: aquí no se ha excomulgado al diablo —lo nefasto del mundo, la inversión incomprensible de la benevolencia del dios, el recóndito fondo oscuro donde se pierde la conciencia. Supone un nosotros que se somete a la arcaica «ley» de la compensación para el equilibrio (cf. Pensamiento II 427ss) o al «mandamiento» divino e íntimo a la vez, «que apunta a que sobre el caos se tienda el orden para obtener el fruto», el «vergonzoso mandamiento de que haya vida y no más bien muerte» (América II 250, 251). También el occidental se encuentra en este plano del acoso de lo fasto y lo nefasto a la espera del fruto;34 pero como ha expulsado de su «mundo sucedáneo» la ira de dios y la ha reemplazado con la ira del hombre (su agresivo avance sobre la naturaleza),35 y, además, con la ira de dios expulsó también al diablo (América II 200,203), necesita toda una serie de técnicas que lo alivien del peso, le permitan confinar tanto como sea posible lo azaroso y lidiar con sus sombríos fantasmas, o lo rescaten del aislamiento en que se hunde (aunque más no sea por ser un sujeto de derecho o por tener un título que acredite que uno es alguien y puede ser reconocido). Pero, aún así, subsiste el miedo —y eso reubica al occidental en la gran historia— porque, en el fondo, «todo lo ciudadano es sucedáneo y ... siempre se da la humilde misión de ser hombre, pero como si estuviese a la intemperie, frente a la ira divina que ya puede destruirlo o ya darle todo lo que necesite para su felicidad» (América II 231s, aquí 232). Tomado en su mero estar, como se muestra en el símbolo religioso del pensamiento popular, el hombre se da como primordial indigencia.

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Pensamiento II 379. Es lo mismo que, en otra parte, expresa Kusch como el «hacerse dignos del dios» por una sabiduría auténtica, que soporte lo fasto y lo nefasto del existir y lo concilie (cf. América II 215; v. 87ss para el ciclo de himnos de los que parte la interpretación). 32 Cf. Pensamiento II 427: el «afán casi angustioso y obsesivo de alcanzar el equilibrio, o sea el centro que remedie la angustia en la partición del mundo» engendra una «forma peculiar de concebir la acción». 33 Cf. además las reflexiones de Kusch en torno a la economía en Pensamiento II 414–435, esp. 422–423. 34 ¿Está verdaderamente tan lejos el pensamiento popular de aquella visión del hombre como lo más tremendo (deinón), que expresa el célebre primer stásimon de la Antígona de Sófocles (332–357)? ¿Tan lejos habrá llevado occidente la política anti trágica de Platón, que también esto ha caído al olvido? Preguntas como estas podrían dar lugar a otra exploración. 35 Una «fe profunda en cosas y objetos», dice también Kusch (América II 168).

3. SIMBÓLICA RELIGIOSA E IMAGINARIO SOCIAL DESDE EL MERO ESTAR

El símbolo religioso del pensamiento popular, según acabamos de ver, señala al mundo, el hombre y el dios en su mero estar. Cada uno se despliega, contaminándose con el otro, como así, indigencia e ira. Frente al mundo inhóspito y la ira del dios, la indigencia del hombre no puede sino estar para el fruto, en el inestable equilibrio que le permite, de tiempo en tiempo, el ingreso simbólico al centro o, lo que es lo mismo, el retornar una y otra vez al arraigo de la tierra, el nosotros y el interior. Todo esto no está dado sino por símbolos. Y símbolos religiosos, porque no hay otra ultimidad más allá de este estar en el asedio de lo innombrable. Con esto hemos dado ya varios pasos importantes en el tratamiento de nuestra hipótesis que conjetura que, desde el pensamiento popular, el símbolo religioso es (un) formador primario de esas significaciones fundamentales, no derivadas sino constituyentes, que llamamos imaginario social. Resta ahora —y de eso trata este último capítulo— considerar bajo qué modalidades el símbolo religioso desenvuelve este trabajo, o en otras palabras, bajo qué modalidades es él mismo la implícita articulación del imaginario social que se presenta en la experiencia popular. Para hacerlo no queda más camino que retomar el símbolo desde dentro, es decir, desde las significaciones que aporta; de lo contrario nos quedaríamos con una estructura vacía, y esto no llevaría más esfuerzo que repetir lo que ya han dicho los estudios clásicos de la religión. Diremos, en este sentido, que el símbolo religioso (1) es emergencia y mediación de la indigencia primordial, (2) aúna estar, saber y ritual en vistas de que sea habitable el mundo, y (3) apunta a la conciliación con el fruto. Lo primero que se observa al pensar los símbolos religiosos populares es que están, de continuo, mediando la fragilidad de la conciencia. Más todavía, hacen emerger su fracaso —eso que Kusch llamaba la inminencia del desgarramiento. Al señalar el así del mundo, la ira del dios y la humana indigencia, el símbolo no señala, a modo de vector, algo que existe (es) en un hipotético ahí (un escenario en que transcurrirían las cosas), sino que de alguna manera da aquello mismo que nombra, configura el escenario y entabla el drama. El símbolo emerge no de una plenitud de conciencia en el sujeto, sino de su límite y su fracaso: la indisponibilidad del mundo, la posibilidad de trocarse lo fasto en nefasto, la necesidad laboriosa de esperar el fruto. Al decir de Kusch, El símbolo tiene su razón de ser en la indigencia del sujeto. Por eso es dicho a partir de la tensión que provoca dicha indigencia y en razón de ello la tensión se traslada a la palabra. [...] Es que el símbolo refleja lo mismo del sujeto aunque puesto ante la vista. Sobrelleva la tensión del sujeto, debida a su deconstitución, pero figurada a través de oposiciones. Según esto, el símbolo se da en el margen de lo objetual y es lo mismo que el sujeto, lindando con las cosas y presentando a través del juego de oposiciones la tensión del sujeto.36

Porque linda con las cosas, el símbolo corre siempre el riesgo de hundirse en la insignificancia; deviene fósil, como para el antropólogo, o «ídolo» (para emplear la terminología ricoeuriana), que ya no media la fragilidad de la conciencia sino que está puesto en lugar de ella y se absolutiza. Pero entonces ya no es símbolo: es cosa, una más en el patio de los objetos. El símbolo es símbolo en tanto emergencia y mediación de la indigencia del mero estar. Y sólo así. Por eso, el pensar popular excluye que lo «dicho» por el símbolo 36

Problema III 489–490, énf. añadidos.

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tenga valor «en sí mismo» (o sea, como cosa); aún hace falta tener fe (Problema III 493–494). La fe en lo dicho es, de parte del sujeto, la contrapartida de la mediación de su fractura y su fracaso operada en el símbolo.37 El símbolo, entonces, no opera sobre una realidad ya dada, sino que hace que emerja la subjetividad quebrada del hombre asediado por los extremos, fastos y nefastos, de lo innombrable. Por eso, es el símbolo el que —al decir de Kusch— configura «un espacio dramático» donde las oposiciones «figuran a través del mito un drama cósmico» (Problema III 492), que, retomando las expresiones antes citadas, sobrellevan la tensión del sujeto. De allí, además, la importancia de los mitos y rituales asociados al «afán por el centro» que hemos señalado en el capítulo anterior. Estos hacen patente que «[e]l mito representa la historia de la instalación del centro medidor [sic, ¿mediador?] urgido por las oposiciones» (Problema III 490–491). En otras palabras, el símbolo religioso pone, junto con las oposiciones, la posibilidad de una salvación —provisional según hemos visto— que tiene lugar como arraigo. El resultado es entonces doble. Por un lado, parece operar la largamente reconocida función arquetípica del símbolo. Por medio del mito y el ritual, y precisamente en ellos, el sujeto alcanza tiene una «revelación» o una «reminiscencia» de lo primordial, que colma el «sentimiento vital» al vincularlo, por una parte, a la comunidad como arcaica pertenencia y amparo y, al mismo tiempo, al requerimiento de lo sagrado.38 Por otro lado, y este segundo aspecto es el que nos interesa remarcar, una tal función arquetípica tiene primordialmente una capacidad que llamaremos reconstituyente, o sea, un valor de salvación. Hablamos aquí en términos de capacidad o valencia, y no de función, para subrayar lo que, a nuestro juicio, es un rasgo significativo anotado por Kusch. Si la relación usual en los estudios religiosos hace derivar la función salvífica del ritual de su función arquetípica,39 aquí la función arquetípica parece estar subordinada a la capacidad reconstituyente del rito. Lo que importa en el mito o el ritual no es primeramente que informen (en sentido fuerte) una visión del mundo,40 si no que contenga un «saber de salvación», referido al vivir, con la eficacia suficiente para equilibrar los opuestos en un cosmos desgarrado cuyo centro no es «yo» sino Sagrado (Pensamiento II 330–331, 332). Esto nos lleva al segundo punto: El símbolo religioso popular aúna estar, saber y ritual en vistas de que sea habitable el mundo. Una y otra vez insiste Kusch en que, de manera análoga a las religiones orientales, las religiosidad popular de América se estructura en base a una fenomenología de la vida cotidiana (cf., por ej., Pensamiento II 381). Pero esto no es sino un aspecto. El arraigo que permite habitar el mundo queda trunco, o si se quiere, es nulo en su eficacia si al mero estar de la vida cotidiana no le corresponde también un «saber de entrancia» (Pensamiento II 302), lo que antes habíamos descrito como el centro en tanto sabiduría o interioridad. Esa sabiduría consiste, evidentemente, en saber discernir el signo de lo que acontece (en un mundo cualitativo del acontecer, saber reconocer el así se vuelve indispensable); pero, además, consiste 37

En el pensamiento indígena, por ejemplo, esto se expresa en el uso de la palabra como «conjuración» que impide una «fe en la nominación», es decir, en la palabra que define desde la esencia; ésta última sería —según Kusch— la palabra típica de Occidente, extendida entre nosotros a partir de la conquista: una palabra «informativa e impersonal», una «palabra– objeto», que ni implica ni pone en juego la subjetividad del sujeto (Pensamiento II 373–374, 456–457). 38 Cf. las reflexiones de Kusch a partir de algunos rituales llevados a cabo por un yatiri (Pensamiento II 321ss; esp. 326ss). 39 Así, por ej., en la interpretación el espacio y el tiempo mítico/ritual elaborada por M. Eliade. (La repulsa de Kusch a la arquetípica de Jung y «sus epígonos como Elíade» es sencillamente lapidaria: Pensamiento II 261.) 40 En definitiva, el mundo de oposiciones puesto en juego por el símbolo es «propio de cada relato», es decir, conlleva un elemento de fuerte arbitrariedad (Problema III 491).

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en conocer las vías (por lo general, pero no necesariamente, rituales) para encauzarlo. Y esto no porque se crea tener un dominio sobre la naturaleza (al modo del saber de causas y administraciones, el saber de solución más que de salvación, que ha caracterizado a Occidente) sino porque el antiguo mandato lo dice: que haya vida no más bien muerte. El ritual, en fin, está impregnado de este saber; si no, es estéril. Es el resultado de un largo camino ceremonial, como suele decir nuestro autor, que permite una transitoria reintegración en medio de los múltiples desgarramientos (cf. Pensamiento II 317s, 319s y pass.). Hay, si se quiere, una «continuidad del saber en el ritual» porque «uno y otro concurren a equilibrar el cosmos» (Pensamiento II 332). Y así se vuelve al mero estar desgarrado y el centro que ampara una habitabilidad del mundo. De este modo, si se tienen en mente los símbolos del mundo andino que ya hemos mencionado, se hace diáfano que La salvación mediadora [que hace del símbolo algo significativo] surge a raíz del ritual propiciatorio y, para ello, es necesaria la hybris o asunción de las oposiciones, precisamente para mezclar lo mío (el puro estar desgarrado) con lo otro (divino). [...] En todo esto el símbolo entra como categoría de la existencia en tanto estructura el puro vivir. Mejor dicho, remedia transitoriamente una parte de la existencia, la que se refiere a la tensión que sugiere la indigencia original, pero no [da] la seguridad de una solución.41

Se traza, por así decirlo, un círculo en que estar, saber y ritual se hermanan para la habitabilidad del mundo, y vuelven el uno sobre el otro. Por eso, porque el símbolo religioso traza este círculo, está emparentado con «el uso del silencio» que Kusch interpreta como «un residuo de una actitud mística en latencia», es decir, con la búsqueda de una salvación o una revelación que ampare (América II 232–233). Ese silencio es, según la expresión de los himnos arcaicos, un «ayuno de la fiesta del mundo» o de las cosas del mundo —una abstención del mundo como seguridad, eternidad y fijeza; de los objetos del mundo y de la fe en ellos; del reducir la muerte a incidente ante el que sólo cabe sobreponerse, para afirmarla como asedio de la vida. El silencio que demanda el símbolo religioso, que estructura su ascética, es, en resumidas cuentas, un ayuno que hace al hombre partícipe de las antinomias del mundo y le posibilita recuperar así los grandes temas de la indigencia que nos constituye. El término final de este ayuno será la reintegración de los equilibrios que, como venimos repitiendo, está muy lejos de la estabilidad que occidente encuentra en la inmutabilidad y el objeto (cf. América II 234–241). Se diría que el símbolo es la única palabra que conviene a este silencio. Se ubica en igual proximidad respecto a lo numinoso y la entrancia; se abstiene de tomar al mundo por objeto. Este hermanamiento de estar, saber y ritual para la habitabilidad del mundo apunta, entonces, al fruto — esa superación dialéctica, pero en un plano trascendente, de las oposiciones. Ese relativo equilibrio que se alcanza como remedio de una carencia. Los símbolos religiosos lo suelen figurar en un mundo que es, a la vez y sin contradicción, macho y hembra (es decir, fecundidad suspendida en los opuestos). Dicho en otros términos, el mundo visto desde el fruto, como viviente y no como mecanismo, es un mundo de opuestos que se fecundan en un orden sometido a la alternancia y, por eso, de la manera azarosa que conviene a la fe en la benevolencia o la ira del dios. Hablamos, según indicamos en el tercer aspecto indicado más arriba, del símbolo religioso como conciliación con el fruto, en tanto este entraña toda una serie de significaciones en diversos planos (políticos, económicos, sociales, etc.) que posibilitan la conjuración del caos. Kusch ha señalado, con singular agudeza, que el estar entra en conflicto con el (occidental) que-hacer. La plenitud que se busca en el mero estar no se alcanza en la sola posesión y goce de objetos, porque suprimen 41

Problema III 493, énf. ntro.

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el fondo numinoso sobre el que emergen las cosas (cf. Pensamiento II 532–533). La plenitud buscada ha de estar empeñada en respetar ese carácter trascendente del fruto, tanto como el así del mundo y, en consecuencia, el mero indigente estar que corresponde a la existencia humana. ¿De qué modos opera, entonces, el símbolo religioso esta conciliación con el fruto? Ante todo, señalando las significaciones de las que está revestida la historia. Así opera el símbolo del centro como arraigo en la comunidad que promueve la justicia restituyente de la vitalidad, o amparo donde madura «la actividad del hombre y de todo lo viviente» y se da, así, una singular comprensión de la económica.42 Así opera también el mito de los héroes gemelos, que atraen lo fasto manteniendo sujetas las oposiciones.43 Así operan también los mitos del diablo/caudillo, la figura del Inca, o el Santo Niño... El drama de la ciudad americana es que no ofrece vías para canalicen este estar, más bien lo niegan, y figuras como las de la economía comunitaria o la política empapada de estas significaciones populares le resultan incomprensibles, hedientas o bárbaras. El drama de la ciudad americana es, más profundamente, que no puede avistar una realidad que es así, asediada por lo innombrable, en igual y azarosa posibilidad de la abundancia y la penuria, donde se da —a pesar de todo— la humilde misión de ser humanos sometiéndose a la ley arcaica que protege la vitalidad. Al desentenderse de los sentidos puestos por el símbolo, el mundo sucedáneo de la historia puramente humana se torna inhumano. De lo que se trataría, en definitiva, según Kusch, es de recuperar —con el pensar de los sectores populares y a raíz de ellos— la historia (la práxis histórica: social, política, económica, cultural, etc.) como permanente itinerario divino (cf. América II 241–248). Porque no hay en el pensamiento popular escisión entre lo divino y lo humano, o mejor, porque el símbolo religioso lo lleva a una hybris que contamina al uno con el otro (cf. supra), el pensamiento popular se afana por esa sabiduría que lo haga digno del dios, es decir, que le permita participar de su marcha por el mundo en la que, sin suprimir lo tenso, siembra el orden sobre el caos. Es esta —la noción de una historia que ya no es mera creación humana sino que arraiga en el fondo numinoso del así, la ira y la indigencia— la que permite recuperar esa «emoción mesiánica» que se experimenta cuando, sabiamente, se está para el fruto.

42

Cf. Pensamiento II 414–435, y supra. Ver la relación de este mito con las figuras de Perón y Eva en el pensamiento popular, indicadas por Kusch en América II 229, 244. 43

CONCLUSIÓN

Iniciamos esta exploración en la obra de R. Kusch con una conjetura: que, contra la presentación corriente, el símbolo religioso no constituye una exterioridad respecto de los imaginarios sociales sino que, pensado desde el pensamiento popular, aparece como un formador primario de esas significaciones radicales. Nuestro trabajo nos ha permitido —espero— mostrar no sólo el contenido de esta simbólica y mostrar así que constituyen el imaginario radical en la cultura popular (o las sociedades no urbanas/occidentalizadas), sino también el modo en que el símbolo religioso opera esta formación de significaciones radicales. Decimos, entonces, que el símbolo religioso es la mediación y aún la emergencia de la indigencia del hombre: no refiere a un mundo objeto que está allí, frente a la conciencia; hace emerger el fracaso de ésta, su escisión, y sobrelleva esta tensión figurándola en el escenario dramático de las oposiciones cósmicas. Indicamos, además, que en el símbolo religioso popular lo arquetípico está subordinado a lo salvífico, o, lo que es lo mismo, que congrega las significaciones que empapan el estar, el saber y el ritual, ordenándolas en función de la vitalidad de un nosotros históricamente situado. Llegamos así, por último, a mostrar cómo esas significaciones enlazan con otras tantas simbólicas y, en particular, con unas instituciones que configuran el escenario (esta vez «real», si se quiere) de la praxis histórica que, no obstante, permanecen sujetas a lo que el símbolo da (la historia como «itinerario divino»). De este modo, entonces, aparece con claridad —a nuestro juicio— la mutua interpenetración o esencial copertenencia de símbolos religiosos e imaginario social, que mienta nuestra hipótesis. Esta exploración es, como dijimos al comienzo, una exploración. Quedan, por cierto, muchos temas pendientes. Me limito a enunciar algunos. En primer lugar está, claro, la necesidad de extender la exploración a las demás obras de Kusch (en particular aquellas que hemos llamado de síntesis o «maduras»), y completarla con el trabajo sobre otros autores y corrientes. Dado que los símbolos abordados por Kusch provienen fundamentalmente del mundo andino, queda también pendiente una exploración como esta a partir de los símbolos propios de otros ámbitos culturales; analizarlos en su mutuo entrecruzamiento en el conurbano bonaerense (sobre todo teniendo en cuenta las variaciones demográficas de las últimas décadas), y pensar filosóficamente desde allí sería una tarea por demás interesante. Existe, por otra parte, una serie de registros que sería preciso estudiar particularmente: el de la violencia (víctimas, sacrificios, mártires, etc.), el de la sexualidad (macho/hembra, identificaciones de género, fecundación, etc.), el de la ascética (el camino de la interioridad en vistas de hacerse dignos del dios), por ejemplo. La principal incógnita, no obstante, hace directamente al tema de nuestro trabajo. Me detengo, por eso, a considerarla con algo más de detenimiento, señalando algunas indicaciones para una (eventual) indagación futura. Estando así las cosas, como conjeturábamos en nuestra hipótesis y hemos someramente mostrado en este trabajo, ¿por qué la presentación corriente, sobre todo, pero no sólo, en las ciencias sociales, no toma en cuenta esta situación? Dicho en términos más amplios, ¿qué es lo que hace que los símbolos religiosos puedan ser, en su generalidad, tratados como un caso oblicuo, un ámbito o región de la existencia de las socie-

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dades que no hace, al menos no radicalmente, a su núcleo? Tal vez también aquí el pensamiento de R. Kusch puede aportar pistas para una respuestas. Está lo popular, con su mundo de símbolos, mitos y rituales, y su fe en la ira de dios. Está también la modernidad occidental (hoy llevada al extremo), con su mundo de objetos, tecnociencias y administraciones, y su fe en la nominación, en la fiesta del mundo, en la ira del hombre. Tiene también su crisis. Al menos desde la fenomenología, o después de los «maestros de la sospecha», el pensamiento filosófico europeo del siglo XX se visto llevado a preguntarse nuevamente por el «mundo de la vida», el existir propiamente humano, el sentido. Y, sobre todo, los derroteros dramáticos del último siglo han sido algo así como el retorno de lo reprimido, con la furia de lo nefasto; y se el ideario de la Ilutración se mostró en su faceta más inhumana. Se hizo realidad aquello que Goya inscribía en el borde de su Capricho 43: «El sueño de la razón produce monstruos». Hay que esperar para ver si la lección fue aprendida. Por el momento sólo se vislumbra la crisis. Ahora bien, se puede conjeturar que, precisamente por haber prescindido (al menos como ideario) de aquello que Kusch llama ira de dios, Occidente perdió también la pista de lo instituyente, lo fundante, que entrañan los símbolos religiosos. Por una parte piensa la religión como institución: la fe está en el dogma, el símbolo es mera imagen, el rito es un patrón de acción instituido en función de una compensación imaginaria («ilusión», decía S. Freud), lo diabólico es pecado y el pecado es infracción (ni mancha ni tan siquiera desvío). Esa religión es evidentemente una exterioridad respecto al imaginario radical en que una sociedad habita. Tal vez sea la exagerada atención prestada a las religiones del Libro (judaísmo, cristianismo, islamismo) en la determinación de los núcleos de lo religioso como tal, lo que atenta contra la posibilidad de una visión diferente del hecho religioso. Tal vez sea, y esto no es contradictorio con lo anterior, el buscar el nexo entre las representaciones sociales y el fenómeno religioso en algo así como la Ley o el Mandamiento (es decir, en una instancia que supone un alto grado de abstracción y racionalización de la interioridad, en el sentido en que aquí la hemos analizado) lo que impida ver que hay un lugar mucho más primario, mucho más radical y básico, en que aún no se han escindido religión y sociedad, y que consiste en el juego del vivir (o el mero estar). Como fuere, quizás estas sean posibles respuestas (y en ese sentido ameritarían otra exploración). Con todo, cabe pensar también que, además de esto, haya otro nivel más profundo del problema. Siguiendo la terminología de Kusch, podemos plantearlo en estos términos: sólo desde una realidad que ya no se vivencia como asediada por lo Sagrado y, por tanto, en que la conciencia no queda derrotada por la presión de lo fasto y lo nefasto, puede pensarse la religión como institución y lo Sagrado como un ámbito o región de la experiencia humana (y no aquello que la presiona por arriba y por abajo). Cuando el requerimiento de lo Sagrado es desplazado por nuestro requerir las fuerzas de la naturaleza para que se nos sometan, por ejemplo, emerge el dios que es, el dios creador del mecanismo y promulgador de la ley, el dios que ya no media, ni puede mediar, porque no está, no se juega, no se contamina con el así del mundo y la indigencia humana. Los símbolos de ese dios son símbolos degradados, sin eficacia. El amparo que ofrece ese dios es una institución. El dios es la exterioridad de lo real por antonomasia. Y, por eso, también de lo imaginario. Sin embargo, cuando se roza el límite, y emerge el mero estar del que no podemos deshacernos, retorna el dios arcaico, el dios de la benevolencia y la ira, el dios que media los opuestos para remediar la indigencia de la vida. ¿Se trata del retorno contra evolutivo al pensamiento mágico? No. No hay posibilidad de volver a la

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inocencia primordial después de haber perdido el paraíso. Nuestra inocencia —y en esto tiene razón Ricoeur— no puede ser sino una «ingenuidad segunda», animada por el símbolo pero atravesada por la crítica. Sólo queda el camino de la reintegración de lo perdido. Sólo queda enfrentar el miedo, la intemperie, el límite, el fracaso, y reconocer que llevamos en la carne y en la sangre la espera del fruto, el afán por el centro, el anhelo de esa emoción mesiánica de vernos, de nuevo, partícipes del itinerario divino.

BIBLIOGRAFÍA

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ÍNDICE Introducción .......................................................................................................................................................1 1. Gran historia y pequeña historia. El lugar de lo popular y el pensar que piensa desde él ..............................5 2. El dios, el hombre y el mundo en su mero estar ...........................................................................................11 3. Simbólica religiosa e imaginario social desde el mero estar ........................................................................15 Conclusión........................................................................................................................................................19 Bibliografía.......................................................................................................................................................22

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