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SOBRE DEMONIOS Y MUERTOS-VIVOS
Tan atractivo como multifacético título nos impone recurrir a un escrito, para intentar asirlo en algún recorte. En un pretendido ejercicio de “extensión” del psicoanálisis y a partir de un recorrido elemental por la literatura y el cine, nos proponemos interrogar aquello que de “lo demoníaco” nos espeluzna tanto como nos atrae.
En la heterogénea familia de criaturas y personajes imaginarios no es ocioso diferenciar aquellos más “sobrenaturales” como los demonios y monstruos (probables restos de extintas religiones) de los que, ya antropomórficos, ya espíritus poseyentes, eran previamente humanos como los fantasmas y vampiros. Estos acentúan tanto el rasgo de lo “muerto-vivo” o de lo “no muerto” así como el carácter de “aparición” o presentificación y el de “revenant” es decir de lo que vuelve o retorna. En cuanto a los géneros es interesante también hacer cierto despeje entre el horror, asociado a lo sobrenatural o el terror ligado a asesinos y catástrofes, que incluyen un cruce con la ciencia ficción, del suspenso y el misterio causados por lo desconocido e inexplicable. Nos situaremos en un punto de viraje de la cultura humana a partir del cual el Diablo y lo demoníaco pasan de ser creencia de leyendas, mitos y religiones al estatuto de ficción literaria; corolario del cuestionamiento de la existencia real de Dios y de la asimilación del Otro a las Sagradas Escrituras. Hasta allí, esa juntura de lo demoníaco con la religiosidad nos recuerda, como lo señala Angel Garma en su trabajo sobre Santa Teresa, a la topología freudiana del Superyo que surge y está en continuidad con el Ello y donde el santiguarse o el blandir la cruz como freno a un demonio que vendría desde “afuera” podrían ser paradigmas de la formación reactiva. Ubicamos ese viraje o pasaje de la creencia a la ficción a partir del siglo XVII, con el racionalismo cartesiano, las revoluciones burguesas, la
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caída del feudalismo y el poder de las Iglesias; si bien ya en el Renacimiento el Diablo y sus demonios eran personajes literarios en obras tan clásicas como “La Divina Comedia” de Dante y “El Paraíso perdido” de John Milton, en tono de epopeyas poéticas trágicas aunque también eran personajes bufonescos como en el “Sueño en el infierno” de Quevedo o de comedia como en el “Diablo enamorado” de Cazotte citado por Lacan. Pero será sin duda a partir del Romanticismo y el siglo XIX que lo demoníaco se instala definitivamente en la novela y en el cuento. Si bien lo trágico se continúa con el “Fausto” de Goethe aparece como género el cuento fantástico o de terror, con autores caros al psicoanálisis como Ernst Hoffman y E. A. Poe y la llamada “novela gótica”. A este período y entre otros pertenecen: “Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley (lo cual se refiere al sabio doctor y no al monstruo) “Carmilla” de Sheridan Le Fanu (vampira y lesbiana) “El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hide” de Robert Stevenson (en donde lo demoníaco es remitido a una escisión interior) y el “Drácula” de Bram Stoker (donde vuelve a ser proyectado en la figura del vampiro tan aterrorizante como sensual) Cierta inspiración en personajes reales como Vlad Tepes el empalador, la condesa Báthory o el Barón Gilles de Rais, nobles asesinos seriales y aún el alquimista Fausten, no sería más que eso, un pretexto en tanto que ficciones, relatos de relatos. En cuanto al Río de la Plata nos gustaría citar los cuentos cortos de horror y misterio de Horacio Quiroga, aunque se inscriban, para perplejidad de las categorías, en un “realismo naturalista”. En el siglo XX esa atmósfera “negra” se continuará a través del “comic” y del cine “expresionista” de sus comienzos con films fundacionales como “El gabinete del Dr. Caligari” de Robert Wiene o “Nosferatu el vampiro” de F. Murnau. Del otro lado del Atlántico, una prolífica nueva industria va a inmortalizar ciertos rostros para “Drácula” como los de Bela Lugosi y Christopher Lee o como el de Boris “Frankenstein” Karloff.
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A partir de la primera mitad del siglo surgen en Europa cineastas como Ingmar Bergman y A. Hitchcock en donde lo siniestro se sitúa en la complejidad interior de sus personajes; pero será en los Estados Unidos y bajo el signo del entertainment en donde lo demoníaco devendrá un acontecimiento cultural y de mercado. La oferta abarcará títulos como “El exorcista” de W. Friedkin; “El bebe de Rosemary” y “La danza de los vampiros” (que introduce al primer vampiro gay) de Roman Polansky o “El joven Frankenstein” de Mel Brooks. Más recientemente y con la tendencia al “best seller ready for the screen” por así decir, sagas del estilo de “Entrevista con el vampiro” de Anne Rice o “Crepúsculo” de Stephenie Meyer ya proponen demonios y vampiros tan humanizados que sufren, se enamoran y tienen culpa pues en el fondo son buenos y desde luego neuróticos.
En cuanto a la cuestión de los afectos promovidos por lo demoníaco es importante el cuestionamiento que el psicoanálisis realiza, proponiendo su propia lectura, de las categorías psicológicas clásicas del miedo (ligado a un objeto que lo causa) la angustia (como una expectativa o miedo sin objeto) y el terror (en tanto peligro recibido por sorpresa) Más allá de su trabajo de 1923 sobre el pintor Haizmann y su “neurosis demoníaca” donde señala que “los demonios son para nosotros deseos malos, desestimados, retoños de mociones pulsionales reprimidas”, el aporte fundamental de Freud es su reflexión sobre lo que llamó siniestro u ominoso. Su esencia es la aparición, el develamiento de algo que debió permanecer oculto, por caso: que lo inanimado cobre vida, que los muertos retornen y se sitúa en ese doblez entre lo antiguamente familiar devenido extraño que como borde volveremos a encontrar. Lacan por su parte se apoya en los ejemplos de “Frayeurs” (“Miedos”) de A. Chejov para cuestionar que el miedo responda a un peligro real: una luz en un campanario inaccesible o un vagón de carga que pasa solo, no parecen un peligro evidente sino que actúan por efecto de lo desconocido e inexplicable. Su tesis de que la angustia “no es sin
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objeto” la hace expresión subjetiva del concepto del “a” como objeto, no empírico sino topológico, cuya función es faltar de lo simbólico y de la imagen (no es especularizable al igual que el diablo y el vampiro) para causar el deseo. Dicho de otro modo, lo que opera está “afuera” de la escena de la realidad y la amenaza de su emergencia, de que falte esa falta, provoca la vivencia de lo unheimlich. Podría decirse entonces que esa multiplicidad o pluralidad de personajes demoníacos viene a darle letra e imagen a ese resto irrepresentable. Es interesante al respecto pensar el papel de la mirada (como objeto de la “pulsión escópica” o “especie del objeto a”) y la función del cuadro o la pantalla en la experiencia libidinal del espectador. La mirada se distingue de la visión (o el ojo) en tanto objeto puntiforme y velado que faltando en la imagen se ubica “detrás” o recubierto por la pantalla desde donde causa el deseo de ver y organiza el campo de la visión que queda así enmarcado; efecto de captación que puede reproducirse por un objeto señuelo (hipnosis, película) que vaya a ubicarse en ese punto. Ese atrapamiento subjetivo podrá girar hacia el espanto si el objeto que está elidido amenaza con presentificarse como un avance de lo real, en tanto irrepresentable, sobre la escena, como en el terror psicótico poblado por acosadoras miradas. De nuevo ese borde, que puede tocar lo insoportable, entre aquello que causa fascinación a condición de que no se aparezca o devele. Esto nos recuerda también la función de los misterios que Lacan trabaja en relación a los frisos de Pompeya y al aidos o “demonio del pudor”, deidad que interviene operando el develamiento iniciático del falo enhiesto como objeto del deseo provocando la angustia y la división subjetiva. Esta juntura de lo demoníaco con lo dionisíaco, pintada desde el medioevo con la figura mixta del diablo con patas de macho cabrío nos recuerda que se trata de un terror erotizado o bien de una erotización del terror (como ciertos subgéneros para adolescentes lo explotan bien) y nos lleva a la pregunta por aquello que como lectores o espectadores nos atrae de lo terrorífico; digamos del goce del terror que es también
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el terror del goce que habría que mantener a raya para evitar su retorno del “más allá”. Del lado de los creadores podría tratarse del obtener cierto placer sublimatorio de sus propios miedos y terrores, de hacer “otra cosa” con ellos; sumado desde luego a la artesanía, al oficio del saber sugerir o del hacer suponer, como con lo erótico, por sobre lo explícito y directo, por ejemplo: el uso del “espacio en off” en el relato cinematográfico. Así como el cuerpo (humano) no es la mera carne, el muerto (humano) no es el puro cadáver o la carroña. A diferencia de la conducta indiferente de los animales frente al individuo muerto de su propia especie, los muertos son objetos de culto para los vivos; humanización producida por todos los ritos y ceremonias fúnebres de un trabajo de duelo que nunca es sin resto; justamente por esa articulación y dependencia del significante, aun siendo “NN”, los muertos estarán siempre propensos a retornar del “mas allá”. La figura del “muerto-vivo” es también la del “doble” que como el “alma” no tiene imagen especular y deja ver que la muerte es imaginada ante todo como muerte del Yo y que la ilusión de inmortalidad retorna como siniestra. La imago de fragmentación corporal como contracara de la unidad yoica aparece evocada en el recurso a los restos corporales y a los cuerpos mutilados, un clásico de la literatura y el cine de terror. Freud nos enseña que se teme algo porque se lo desea y que el terror puede aparecer, por caso, frente a la realización de un deseo en el sueño; de allí que el lector/espectador no sea un mero receptor pasivo sino que “vemos” o “leemos” a través de nuestras fantasías inconscientes (homicidas, masoquistas, sádicas, etc.) Pensamos que en la atracción de lo demoníaco se trata además de la evocación puntual de un “terror fundamental” ligado a la indefensión “primitiva”, el de la “incorporación oral” canibalística, el de ser un puro objeto a merced del goce del Otro absoluto.
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El deseo tendrá entonces “two-faces” como el villano de Batman, una que aceptamos: los deseos “buenos” que son lo racional y otra que tememos y rechazamos: los deseos “malos” e irracionales. Dos caras que son solo aparentes puesto que están unidas por un solo borde a la manera de la cinta de Moebius que pone en continuidad el adentro con el afuera, el derecho con el revés, lo deseado con lo temido y a Dios con el Diablo. Además de no tener imagen, ellos comparten también la ubicuidad, la “bisexualidad” (los demonios pueden ser indistintamente íncubos y súcubos) y desde luego la inmortalidad. Ello sería lógico ya que no son más que dos significantes que designarían lo mismo que Freud llamó “muerte y sexualidad” como núcleo de lo reprimido primario, de lo real como imposible de conocer; por eso conviene no confundir la ignorancia de la superstición y la creencia “animista” con el desconocimiento que esta encubre y comparte, es decir con aquello de lo que no hay saber. Conviene asimismo recordar que aunque nos apresuremos a tranquilizar y a tranquilizarnos afirmando que los demonios “no existen”, bien sabemos que estarán prestos a retornar apenas el contexto así lo favorezca (guerras, genocidios, catástrofes, etc.) Por eso diremos que ellos más bien “ex-sisten” y que están, no tanto “entre” nosotros, sino más bien “en” nosotros.
Luis Campalans (2011)
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BIBLIOGRAFÍA
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