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Sobre el aborto Consideraciones para el debate legislativo Carlos Peña1 A fin de dar mi opinión sobre el proyecto que está en análisis ante esta Honorable Comisión, argüiré razones en favor de las siguientes cuatro proposiciones: en primer lugar, sostendré que en materias controversiales como esta las sociedades están obligadas a alcanzar un consenso entrecruzado; agregaré, en segundo lugar, que ese consenso puede alcanzarse si se conviene, por las razones que voy a exponer, que en este caso no se trata de decidir acerca del valor o el inicio de la vida humana, sino de concluir que el estado no puede imponer un comportamiento moralmente supererogatorio o heroico en las hipótesis que el proyecto de ley contempla; en tercer lugar examinaré porqué la solución que contiene el proyecto de ley es plenamente constitucional; para concluir, en cuatro lugar, mostrando cómo se resuelven los casos de esta índole en el derecho comparado. (I)
A la hora de discutir sobre el aborto, creo que podría resultar útil tener en cuenta una cuestión general que, cuando se la olvida, entorpece el discernimiento y la deliberación ¿Cuál es esa cuestión general que es imprescindible, como digo, tener en consideración? Se trata de la particular índole del debate democrático. Las sociedades democráticas deben aprender a vivir con lo que un autor norteamericano denomina "las cargas del juicio", es decir, con los inevitables desacuerdos que mantienen entre sí personas adultas y razonables cuando discuten con honestidad2. Las sociedades democráticas están puestas enfrente del siguiente dilema: deben aceptar que cada persona tenga convicciones religiosas o de otra índole, acerca de los límites de la existencia o el sentido de la vida humana y que viva conforme a ellas; pero, al mismo tiempo, debe contar con reglas comunes que orienten la convivencia ¿Cómo satisfacer al mismo tiempo ambos principios? Ese es el desafío que en la esfera pública enfrentan las sociedades democráticas: cómo aceptar que cada uno tenga convicciones firmes y al mismo tiempo tener reglas comunes. Ese desafío se encara con éxito cuando se alcanza una zona en la que todos los partícipes, sin renunciar a sus convicciones finales, puedan converger. En otras palabras, cuando se alcanza lo que se ha llamado un consenso superpuesto (overlaping consensus). Ahora bien ¿Existen bases para un consenso superpuesto en torno al tema del aborto? ¿Cuáles podrían ser esas bases?
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Abogado, Dr. en Filosofía, Rector de la Universidad Diego Portales. Rawls, J. Political Liberalism, Columbia, 1993, pp. 54 y ss
Para saberlo me parece que es necesario identificar bien el problema que aquí se está discutiendo. Porque lo que se discute en el caso del aborto, al menos en las hipótesis que este proyecto de ley plantea, no es cuál sea el origen de la vida humana o si la vida humana tiene o no valor. Lo que se discute es una cuestión distinta que cabría subrayar, a saber, si acaso una sociedad puede imponer coactivamente a las mujeres obligaciones que, bajo cualquier respecto, equivalen, por decirlo así, a actos moralmente heroicos. En efecto, el proyecto de ley que aquí se discute no establece un permiso general de abortar, lo que establece es el derecho de decidir hacerlo en tres casos que configuran lo que en la literatura suele llamarse una "elección trágica", una elección entre alternativas tan dramáticas que ningún observador imparcial podría resolver bien: a) Aborto por inviabilidad fetal. Podríamos convenir que es moralmente heroico tolerar un embarazo a sabiendas que el feto es inviable; pero la cuestión que es necesario discutir no es el valor moral de ese acto, sino si acaso el derecho puede exigir a las mujeres que lo realicen o si, en cambio, debe entregarlos a su decisión autónoma; b) Aborto en el caso de peligro para la vida de la madre. No cabe tampoco ninguna duda que es moralmente heroico arriesgar la propia vida para salvar otra; pero esa es una obligación que el derecho no exige ni puede exigir ¿por qué entonces exigimos que la mujer arriesgue la propia para salvar la del feto? El derecho vigente, por ejemplo, no obliga a nadie a donar órganos de un cadáver ¿cómo entonces podríamos, sin grave inconsistencia, exigir a alguien, la mujer en este caso, que arriesgue su existencia en favor de otro?; c) Aborto en caso de violación. Este, por supuesto, no es un caso de aborto terapéutico. Llamémoslo aborto a secas. La pregunta que en este caso cabe formular es si contamos con razones para obligar a una mujer que fue víctima de una violación a sobrellevar el embarazo. No es difícil estar de acuerdo que la violación es una experiencia devastadora para la mujer, un atentado a su libertad personal y sexual. También podemos estar de acuerdo que el fruto de esa violación es inocente. La cuestión que ahora cabe preguntar es la que sigue: ¿podemos imponerle a la mujer violada, contra su voluntad expresa, la carga de sobrellevar un embarazo que le recuerda la experiencia humillante y desoladora de que fue víctima con el argumento que, de esa forma, salvará un inocente? La pregunta es cruda; pero en este tipo de temas no es posible eludir el dramatismo y la tragedia. A primera vista la respuesta frente a esa pregunta debiera ser positiva; pero si la miramos con cuidado la respuesta debiera ser no. Imponer esa carga a una mujer violada parece excesivo. Y ello por la misma razón que ninguno de nosotros parece estar dispuesto a sacrificar una parte importante de su plan de vida para evitar que un inocente muera en el mundo. Para recurrir a un viejo ejemplo: usted no aceptaría que lo obligaran a transfundir durante meses su sangre con un desconocido con el argumento que, de otra forma, una vida se extinguiría3 . Mutatis mutandi -cambiado lo que hay que cambiar, como dicen los abogados- ¿por qué entonces le exigimos a la víctima de violación que lo haga? Como se ve, y vale la pena insistir en ello, lo que se discute con ocasión de este proyecto de ley no es si deba ejecutarse el aborto, tampoco de si es moralmente correcto o no hacerlo. Lo que se discute es si el derecho puede, mediante la coacción, obligar a una mujer a una
vid. Judith Jarvis Thomson: A Defense of Abortion, en Philosophy & Public Affairs, Vol. 1, no. 1 (Fallí 971)
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conducta moralmente extraordinaria, supererogatoria o si, en cambio, debe entregar esa decisión trágica, por llamarla así, al propio discernimiento de la mujer. Ahora bien, una vez que se establece lo anterior, lo que cabe preguntarse es si acaso el permiso para abortar (no la obligación de hacerlo) en las tres causales que el proyecto prevé, son o no admisibles desde el punto de vista constitucional. Una vez que hemos identificado el problema que aquí se discute y adoptado una solución, lo que cabe preguntarse es si esa solución es constitucionalmente admitida ¿Entregar la decisión trágica, en las tres hipótesis que el proyecto describe a la mujer, es contrario o acorde con la carta constitucional?
(III) La carta constitucional chilena no confiere al embrión o al nasciturus el carácter de persona4. Es por eso que la regla constitucional, luego de reconocer el derecho a la vida de Un rodeo de índole filosófica puede ayudar a entender el punto. Corno todo el mundo sabe, la palabra persona no es equivalente a vida humana según lo prueba su origen etimológico que designa, inicialmente, la máscara de un actor, el artificio que le confería un papel en medio de la escena. De ahí que la palabra persona o personalidad indique en su origen algo sobrepuesto al individuo de la especie humana, algo adyacente a la especie pero que no se identifica del todo con ella. En esto todas las tradiciones, como veremos de inmediato, coinciden, desde la cristiana a la más liberal y más laica. En efecto, ese uso del concepto, según el cual no cabe identificarlo sin más con la vida humana o con alguna subtancia genérica susceptible de ser empíricamente descrita, se encuentra ya en la patrística donde esa palabra se emplea originariamente para explicitar el misterio de la Trinidad (tres personas, pero un sólo Dios) o la encarnación de la segunda persona de la Trinidad (hombre y Dios en una sola persona). Desde Boecio en adelante, hasta la actualidad, pasando por autores tan relevantes como Tomás de Aquino o Scoto, una persona no es equivalente a un individuo porque, se díce, mientras un individuo es un singular intercambiable dentro de una especie, ello no ocurre con la persona que no es ni intercambiable con ningún otro singular, ni reducíble a la naturaleza. Siendo así, concluye esta larga tradición, parece obvio que la realidad de la persona no puede ser reducida a eventos susceptibles de ser fácticamente descritos (Wojtyla, K. Subjectivity and the irreducible in man, en Ánalecta Husserliana, Springer, 1978, vol VII, p. 109). A la misma conclusión -según la cual la condición de persona no es reducible a una realidad susceptible de contatarse empíricamente— se llega cuando se abandona la tradición cristiana que acabo de mencionar, y se entra en la tradición liberal y más tarde en la analítica. Para esta tradición el problema del inicio de la persona no es un asunto descriptivo sino uno, como sugirió alguna vez Hart, adscriptivo cVid. Hart, H.L.A. The ascription of responsability and rights, en Proceedings of ihe Áristotelian Society, New Series, vol. 49, 1948-1949, pp. 171-194). La distinción entre describir y adscribir deriva de la circunstancia que las características fácticas no permiten, por si solas, derivar consecuencias normativas. Del hecho que x posea inteligencia, no se sigue ninguna consecuencia normativa., salvo que exista una premisa que establezca que hay que tratar de determinada forma a las personas inteligentes (x es inteligente; hay que tratar bien a los inteligentes, luego hay que tratar bien a x). Por lo mismo, puede concluirse, el problema de dilucidar el status del nasciturus, o el estatus moral del embrión, o cualquier problema semejante, no es una cuestión biológica, sino una cuestión de ciudadanía moral o política. En otras palabras, la personalidad jurídica o la personalidad moral no son derivables, sin más, de una teoría biológica o de cualesquier otra teoría fáctica. La consecuencia 4
las personas, expresa -siguiendo una regla que aparece en el Código de Bello y que es de antigua data- que "la ley protege la vida del que está por nacer". Lo que la regla constitucional establece -al igual que las consecuencias que se han seguido de la carta de Bonn del 48-- es un mandato de protección del nasciturus; pero, como es obvio: un mandato de protección no es la mismo que una regla de prohibición de aborto. En efecto, el mandato de protección exige ponderar -esto es, sopesar o equilibrar- las diversas reglas y valores en juego a fin de alcanzar una solución que lesione en la menor medida posible todos los bienes comprometidos. Desde el punto de vista legal no parece caber duda, según una vieja tradición que es posible encontrar en el Digesto3, la condición de persona principia con el nacimiento a condición, agregan los textos, que la criatura sobreviva a la separación de su madre un momento siquiera (algunos sistemas agregan la condición de la viabilidad; pero esta circunstancia es irrelevante para la discusión que sigue). Esta es la razón de por qué si se asignan derechos hereditarios al nasciturus (al concebido y no nacido) ellos se suspenden en espera que nazca vivo. Si ello no ocurre el nasciturus nunca fue un de cujus, una persona muerta de cuya sucesión se trata. Igualmente si se causa un daño al feto sólo han de resarcírsele los perjuicios, de manera independiente de la madre, si nace vivo. Si no sobrevive a la separación de la madre es como si nunca hubiera existido. Esta es la solución tradicional en el derecho comparado, por ejemplo, tanto en Chile como en Estados Unidos . Por supuesto, esa solución que alcanzan los sistemas legales según la cual el nasciturus -el concebido y no nacido— carece de personalidad y no es titular, por lo mismo, de derechos fundamentales, no significa que no merezca ninguna protección. Merece protección, por supuesto; pero esa protección no posee el carácter de un derecho fundamental como aquellos de los que son titulares las personas. Para explicar este punto conviene adoptar lo que podemos denominar una estrategia trascendental, en el sentido kantiano de esa expresión: tenemos que averiguar qué características son las que hemos de suponer en los titulares de los derechos fundamentales para que esa práctica, tal como la conocemos, tenga sentido, y luego averiguar si esas características, que son las condiciones de posibilidad de los derechos fundamentales, se cumplen en el caso del nasciturus. Cuando se revisa la práctica legal relativa a los derechos fundamentales, se advierte que todos ellos reposan sobre la idea que sus titulares son en alguna medida capaces de auto determinarse, de tener intereses propios y por regla general responsables de los actos que ejecutan. Si bien esas características, en especial la de autonomía, son graduales y no de esta constatación no es menor: la ciudadanía moral es un asunto de deliberación pública en la que" la ciencia médica o biológica puede proporcionar antecedentes empíricos para que, luego, se efectúe el juicio adscriptivo. 5 35.2.9.1 6 Cfr. King, P. The Juridical Status of the Fetus: A Proposal for Legal Protection of the Unborn, Michigan La\v Review, vol. 77, 7, 1979, pp. 1467-1687; Curran, W.J. An Historical Perspective on the Law of Personality and Status with Special Regard to the Human Fetus and the Rights of Women, The MilbankMemorial Fund Quartely. Health andSociety, vol 61, 1, 1983, pp 5875.
binarias, puesto que la autonomía es progresiva y se acompasa con el crecimiento hasta reputarse completa en algún momento que el sistema legal internacional fija en los dieciocho años, ellas siempre aparecen como una condición de posibilidad del derecho fundamental. Pues bien ¿comparecen esas características que están supuestas en la práctica de los derechos en el que está por nacer? Parece obvio que no. No hay prácticas sociales respecto del nasciturus que debamos reconstruir en base a principios como el de autonomía y no hay reglas de las que derivarlo. De ahí que pueda afirmarse, me parece a mí, sin temor a errar, que el nasciturus no es titular de derechos fundamentales. Una vez que se alcanza la conclusión anterior, lo que cabe preguntarse es si el nasciturus es entonces una cosa o si debe tratársele como si lo fuera. Desde el punto de vista del lenguaje legal, tal como se lo configura a partir de las fuentes clásicas -digamos las reunidas en el Digesto o como llegaron a nosotros en la obra de Cicerón— una vez que se concluye que el nasciturus no es persona en el sentido jurídico de esa expresión, puesto que no comparecerían en él las características que permiten adscribirle esa calidad, no cabría sino calificarlo como una res, como una cosa. Con todo, desde antiguo las fuentes cuando hablan de res o de cosas no hablan sólo de objetos apropiables, objetos que tienen un precio y son intercambiables unos por otros, como entenderíamos modernamente esa palabra, sino que también incluyen en esa categoría a las res que son comunes a todos los hombres y que no son susceptibles de estar entregadas a la voluntad de nadie en particular, como el aire o la alta mar; las entidades no corporales que sólo son susceptibles de ser inteligidas o comprendidas aunque no tocadas; y las res que son sagradas, las que están rodeadas por un aura que impide mal emplearlas. Así entonces decir que el nasciturus no es persona, sino cosa, no significa, en caso alguno, ponerlo del lado de los entes que están a disposición de la voluntad humana. El hecho anterior es el que explica que aún cuando el nasciturus no pueda ser calificado., rigurosamente hablando, de persona, ello no impide que sea merecedor de protección. Por eso es que la Constitución, por ejemplo, prevé un mandato general de protección del que está por nacer de donde se sigue que si bien él carece de autonomía las intervenciones en el curso de su existencia deben estar orientadas, por regla general, a favorecer su desarrollo. El nasciturus es así merecedor de protección. Sobre eso no hay duda alguna ni desde el punto de vista dogmático, ni, tampoco, desde el punto de vista que he denominado trascendental, ni cuando se atiende a las reglas, ni cuando se examina cuáles son las condiciones de posibilidad de ellas (en el ámbito civil, por ejemplo, la práctica de proteger los derechos eventuales del que está por nacer, a los que se aludió denantes, quedarían sin explicación si no viéramos en el nasciturus algo valioso y digno de ser protegido, una fuente potencial de intereses y de planes de vida genuinos). Así las cosas, el dilema del aborto no consiste en decidir cuando comienza la vida, sino en cómo compatibilizar la autonomía a que tienen derecho las personas, con el mandato de protección del nasciturus. Y, en particular, como vengo diciendo, si acaso ese mandato de protección autoriza a imponer coactivamente a las mujeres actos que son supererogatorios desde el punto de vista moral.
La conclusión anterior es la que aparece, por regla general, en el derecho comparado donde la regla que permite el aborto exige ponderar ambos principios. (IV) Esa labor de ponderación se observa en el tratamiento jurisprudencial que ha recibido el aborto tanto en el derecho de los Estados Unidos como en el derecho alemán. En los Estados Unidos de América, los diversos casos en los que se encuentra comprometida la vida humana -desde la vida frágil de un nasciturus, como ocurre con los casos de aborto, a la vida delicuescente de un moribundo, como ocurre con la eutanasia- no son resueltos bajo una regla general de derecho a la vida, como, hasta ahora, ocurre en nuestro país, ni, tampoco, bajo una sola cláusula constitucional, sino que bajo múltiples cláusulas dependiendo de las circunstancias involucradas en cada caso. Ello explica, como veremos de 'inmediato, que mientras existe la facultad de decidir un aborto; no se le reconoce a usted, sin embargo, el derecho a adelantar, ni siquiera por dolor o sufrimiento, la hora de su muerte. A la luz de la mentalidad de un jurista continental, esas decisiones son inconsistentes. Si puedo disponer de la vida de otro -el nasciturus- con mayor razón puedo, entonces, disponer de la propia; pero ese tipo de razonamiento no es correcto bajo la práctica federal norteamericana donde, como digo, no existe un derecho general a la vida bajo el cual se resuelvan, como ocurriría en Chile, todos esos tipos de casos. Conforme a las reglas del razonamiento constitucional norteamericano -reglas que son el resultado de una muy compleja práctica jurisprudencial; pero que conviene tener en cuenta al tiempo de comprender sus decisiones- las leyes que se impugnan como contrarias a la Constitución, son sometidas a diversos tipos de escrutinio o, en otras palabras, la protección de los derechos depende del upo de escrutinio a que está sometida la ley que los regula. Hay derechos que poseen un escrutinio esfricto: en tal caso, el estado, cuya legislación se impugna, debe exhibir un "compelling interest", un interés compulsivo, para justificar las reglas limitativas de los derechos. Ese es el caso de el derecho general a la privacidad, de la igual protección de derechos, y es el caso, también, del derecho a la libertad de expresión. Hay otros derechos que, en cambio, admiten un escrutinio más.bajo y, en tal caso, el estado cuya legislación se impugna está sometido nada más a la exigencia de exhibir ante la Suprema Corte una "rational basis", una base racional (este es el caso de las regulaciones económicas y de los regulatory takings). Ahora bien. En el famoso caso Roe versus Wade7 -iniciado por una acción de clase interpuesta por una mujer embarazada y soltera, que impugnó una ley de Texas que criminalizaba el aborto- la Suprema Corte comienza constatando, por boca del Justice Blackmun, que el tema del aborto es uno de esos temas que comprometen nuestras emociones, puntos de vista y convicciones más arraigadas y más profundas. "Su filosofía, su experiencia, su exposición al rudo perfil de la existencia humana, su formación religiosa, su actitud hacia la vida y los valores familiares -dijo la Corte- ayudan a configurar la opinión que usted tiene acerca del aborto. Nuestra tarea, sin embargo, agregó, es resolver el tema en su dimensión constitucional, libre de emoción y predilección", con reflexión y sin Roe v Wade, 410 US 113(1973).
ira, concluyó. La Corte mostró así, explícitamente, de qué manera las reglas constitucionales están llamadas a resolver problemas en medio de la pluralidad, en medio de puntos de vista disímiles que deben ser juzgados no por su valor intrínseco -esa es tarea de la argumentación moral- sino por su peso jurídico, por el grado en que esos puntos de vista son cubiertos por las reglas constitucionales. Al resolver tendremos en mente, concluyó la Corte, las palabras del justice Holmes8, según las cuales la Constitución es hecha para personas con puntos de vista radicalmente diferentes, y el hallazgo de opiniones naturales o familiares, novedosas o incluso repugnantes, no debe conducir nuestro juicio acerca de la cuestión del conflicto entre un estatuto y la Constitución de los Estados Unidos. Conforme a ese principio de argumentación, la Suprema Corte comenzó afirmando que la privacidad -que alegaba Rose- incluía no sólo el derecho al secreto, sino también el derecho que asiste a las personas a adoptar decisiones, sin interferencias de terceros, en aspectos relevantes de sus vidas. Dijo la Corte que este derecho (que cae, en algún sentido, bajo la enmienda catorce9) debe ser compatibilizado con los intereses estatales entre los cuales se cuenta, para el caso de embarazo, la protección de la salud o la vida de la madre y la protección del nasciturus (obsérvese que, conforme a la enmienda catorce, el interés es del Estado y no de los particulares, establecido que en la práctica americana no existe la drittwirkung, es decir, la eficacia horizontal de los derechos a nivel federal). La cuestión, entonces, que la Corte debía establecer -conforme, hemos visto, a la práctica jurisprudencial americana- era en qué momento preciso se producía el "compelling interest" que permite al Estado interferir con la decisión de la madre. La esfera de decisión de la madre es menor, diría la Corte, en tanto más nos acerquemos al punto en que el compelling interest se verifica, cuestión que acontecería, dijo este famoso fallo, echando mano a alguna evidencia fáctica, a fines del segundo trimestre. A contar de allí, sería incluso constitucionalmente legítimo proscribir del todo el aborto; pero no sería, desde luego, obligatorio hacerlo. La conocida regla de los trimestres -que enuncia el fallo Roe v. Wade- consiste en conceder el derecho a decidir a la madre, fuera de toda interferencia, durante el primer trimestre; mantener ese derecho durante el segundo trimestre, aunque, en este caso, el Estado puede regular, atendido el interés que le asiste de proteger la salud y la vida de la madre; en fin, durante el último trimestre, el Estado puede (no debe) prohibir el aborto atendido el interés que le asiste de proteger la vida del probable niño, pero no podría hacerlo si con ello desatiende la salud o la vida de la madre. Los principios de Roe v Wade han sido mantenidos, en lo fundamental, salvo la regla de los trimestres, en el caso, correspondiente al año 1992, Planned Parenthood of Southeastern v Casey10. La Corte reafirmó en ese caso los siguientes principios, a saber: un reconocimiento al derecho de la mujer a decidir abortar antes de la viabilidad fetal y a hacerlo sin interferencias indebidas por parte del estado, cuyos intereses en la previabilidad no son suficientemente fuertes para interferir con la decisión de la mujer; una confirmación del poder del estado para restringir el aborto después de la viabilidad en atención a la vida del
Lochner v New York, 198 US (1905). La enmienda catorce regula la relación entre los estados y la carta federal. 10 Planned Parenthood of Southeastern PA v. Casey, 505, US, 833 (1992).
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feto que podría llegar a ser, dijo la Corte, un niño; aunque incluso este derecho cede si la salud de la madre, o su vida, está en peligro. Como ustedes ven, Roe v. Wade muestra de qué forma bajo el derecho norteamericano la discusión sobre la vida humana no consiste en una discusión conceptual o abstracta acerca de que derechos tenemos en razón de nuestra sola condición, sino más bien un debate acerca de las facultades que nos asisten en cada caso a la luz de las reglas. El caso muestra, también, de qué forma el derecho norteamericano exige de los jueces una ponderación de intereses, un discernimiento que intente alcanzar un cierto compromiso de los intereses en juego, un esfuerzo por dilucidar cuándo existe un "compelling interest", un interés compulsivo, que autorice la injerencia estatal. No muy distinta es la situación que es posible advertir en Alemania, un país que pertenece a una tradición legal muy diversa, al menos desde el punto de vista histórico, a la tradición del derecho angloamericano. En Alemania el aborto es contrario a derecho, es ilícito; pero, al mismo tiempo, el Estado debe abstenerse de penalizarlo antes de un cierto plazo. Comprender esa decisión -para un jurista latinoamericano, a primera vista, sorprendente- exige recordar algunas características, no muy lejanas al perfil de la Suprema Corte americana, de la argumentación constitucional alemana. Por supuesto, en el derecho alemán, existen enunciados generales acerca de derechos. Existe, en particular, el artículo segundo de la ley fundamental que declara que todos tienen derecho a la vida y a la inviolabilidad de su persona, que es lo que en Alemania suele entenderse como el derecho general al libre desenvolvimiento de la propia personalidad. Ese enunciado constitucional provee razones tanto para la protección del nasciturus (podemos afirmar que el nasciturus posee un derecho a la vida bajo esa regla, ha dicho la Corte en un par de oportunidades) como para aceptar la libre decisión de la madre de abortar (puesto que la madre posee, bajo esa misma regla, un derecho general de autonomia). A diferencia de lo que ocurre en la práctica federal norteamericana, en el caso alemán se trata de un derecho que asiste al nasciturus y a la madre y no de un interés del Estado. El desafío, conforme la práctica constitucional alemana, consiste en ponderar ambos bienes, y cumplir así el desafío de maximizar la protección de la vida, y, a la vez, la autonomía de la madre. Como ha sugerido Alexy -al examinar la práctica que vengo analizando- no existe, desde el punto de vista constitucional, una precedencia abstracta entre derechos, una jerarquía lexicográfica como la que, en algunos casos, ha defendido la Corte Suprema en Chile. Alexy prefiere hablar, por eso, de "precedencia condicionada a las características del caso"11, donde la Corte, en cada caso, se da a la tarea de decidir si el legislador hizo una adecuada ponderación de bienes. Se trata, en otras palabras, de examinar si acaso la ley que afecta un derecho, es adecuada para promover otro, y en el evento de serlo, se trata de averiguar todavía si la regla es necesaria, es decir, si no existe otro medio que al promover ese mismo derecho afecte en menor medida el otro.
Teoría de los Derechos Fundamentales, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2.001, p. 92. 11
Ese conjunto de principios es posible observarlo en el famoso caso sobre aborto de que conoció el tribunal constitucional alemán en 1975, a requerimiento de un conjunto de parlamentarios de la democracia cristiana12. En ese caso, y con estricta sujeción al principio de ponderación de bienes, se decidió la ilicitud del aborto hasta la duodécima semana (la ilicitud después de ese plazo no fue discutida); pero no se derivó de ahí un mandato de prohibición o de castigo penal al acto de abortar, sino el deber del estado de ofrecer caminos que desalentaran la decisión de abortar de la mujer. Con posterioridad, y en otro caso, esta vez del año 1993, la Corte confirmó el anterior criterio13. Declaró el indudable derecho a la vida del no nacido; aunque dijo que ese derecho debía ser balanceado o ponerado con el derecho de la mujer, sin llegar al punto de suprimir a este último. La Corte declaró, además, la constitucionalidad de las ayudas sociales para los casos de aborto bajo indicación. En cualquier caso, dijo la Corte, el derecho a la vida del nasciturus no conduce necesariamente al deber de instituir un castigo penal por parte del Estado. En otras palabras, el Tribunal decidió en 1975 y confirmó en 1993 que la interrupción del embarazo no indicada médicamente debería ser contemplada como antijurídica durante todo el embarazo y, en consecuencia, prohibida. El derecho a la vida del no nacido no puede dejarse en manos, aunque sea por un tiempo limitado, a la decisión libre, no controlada jurídicamente, de un tercero, aunque se trate de la propia madre. Sin embargo, el Tribunal ha admitido que el Estado renuncie en los tres primeros meses de embarazo a una protección penal de la vida del no nacido y centre su atención en un asesoramiento obligatorio a la mujer embarazada para que ésta se interese por la gestación del niño . En efecto, tanto en el caso de los Estados Unidos como en el caso de Alemania, se ha considerado que existe un interés legítimo en la protección del nasciturus, aunque este no sea propiamente hablando un titular pleno de derechos fundamentales. Este interés legítimo ha llevado a declarar, en el caso alemán, la antijuridicidad del aborto (aunque no necesariamente a su castigo penal) y en el caso norteamericano a establecer límites razonables a la autonomía reproductiva de la mujer (que en el caso del derecho norteamericano derivaría del derecho a la privacidad concebida como autogobierno). En el primer caso -en el caso alemán- se ha declarado que el aborto es antijurídico porque el estado tiene interés en proteger al nasciturus; pero penalmente impune en razón de la autonomía a que la mujer tiene derecho. En el caso norteamericano, por su parte, la Suprema Corte ha declarado que es legítimo que los estados contrapesen el interés en la vida del feto con la autonomía de la mujer a la hora de regular el aborto15. Las precedentes soluciones que, como vemos se alcanzan en la práctica comparada, y a las que subyace la idea que la vida humana no es equivalente a la personalidad y que el nasciturus no es, por consiguiente persona, aunque merece protección, no zanjan, como es Kommer, D. The ConstitiitionalJurisprudence ofthe Federal Republic ofGermany, Duke University Press, 1997, p. 336 y ss.. 12
Kommers, cit. p. 353. Starck, C. El estatuto moral del embrión, en: http'://wwderecho.unex.es/biblioteca/Sumaríos/Ft/embrion.pdf. 13
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La posición actual de la Corte en Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania v. Casey, 505 U.S. 833 (1992) 15
fácil apreciar, el problema de nuestras convicciones finales acerca del aborto en la medida que no establecen el deber o la obligación moral de abortar, ni el deber ni la obligación moral de abstenerse de hacerlo, sino que más bien, una vez ponderada la protección del nasciturus, y en ciertas condiciones, entregan la decisión final a la madre. No se trata pues de soluciones que zanjen la cuestión moral, sino que al revés: se trata de soluciones en las que el estado se abstiene de zanjarla entregándola al libre discernimiento individual. Se ha dicho, sin embargo, que la anterior es un falsa neutralidad porque en realidad cuando el estado se abstiene de penalizar el aborto bajo ciertas condiciones y entrega la decisión final al individuo, está tolerando que se aborte. Hasta cierto punto eso es cierto, pero esa actitud del estado no carece de fundamento moral. El estado se abstiene de penalizar el aborto y entrega; en ciertos casos, la decisión a la autonomía no porque considere al aborto moralmente lícito, sino porque se inclina frente al hecho que en una sociedad democrática hay aspectos de nuestro discernimiento en que no nos cabe sino aceptar las discrepancias a las que, luego del diálogo,, arribamos. Como explica Rawls, una sociedad plural, en la que conviven puntos de vista muy distintos acerca de la condición final de los seres humanos, está obligada a soportar "las cargas del juicio", es decir,, los inevitables desacuerdos a que arriban las personas adultas y racionales incluso cuando discuten con la mejor disposición de dejarse persuadir por su interlocutor. Por eso los dilemas del aborto no pueden ser resueltos o zanjados de manera definitiva, sino que en vez de ello sólo se puede aspirar a un consenso superpuesto o traslapado en el que personas de distintos puntos de vista puedan converger sin por eso sacrificar sus convicciones finales.