SOUAD HADJ-ALI MOUHOUB Cronología de mi dolor por Argelia y otros relatos contra el olvido [Selección de fragmentos]

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SOUAD HADJ-ALI MOUHOUB Cronología de mi dolor por Argelia y otros relatos contra el olvido [Selección de fragmentos]

Edición impresa Souad Hadj-Ali Mouhoub, Cronología de mi dolor por Argelia y otros relatos contra el olvido (2010) En Souad Hadj-Ali Mouhoub (2010) Cronología de mi dolor por Argelia y otros relatos contra el olvido. Sevilla: Editorial Anubis. (pp. 7-9, 19-22, 26-30, 47-59, 83-86) Edición digital Souad Hadj-Ali Mouhoub, Cronología de mi dolor por Argelia y otros relatos contra el olvido (2012) Enrique Lomas López (ed.) Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Junio de 2012

Este trabajo se ha desarrollado en el marco del proyecto I+D «Literaturas africanas en español. Mediación literaria y hospitalidad poética desde los 90» (FFI2010-21439) dirigido por la Dra. Josefina Bueno Alonso

Cronología de mi dolor por Argelia y otros relatos contra el olvido Souad Hadj-Ali Mouhoub CRONOLOGÍA DE MI DOLOR POR ARGELIA1 PREMONICIÓN (DOLOR I) Ha llovido durante muchas horas en esta tarde de junio. Tarde de infancia, rutinaria, tranquila, empapada y bulliciosa. Esta tarde del mes —tranquilo— esconde una angustia en los corazones de los hombres. Hombres —tranquilos— que van y vienen por las calles estrechas de la ciudad. Ciudad que bordea un mar apenas agitado y fresco bajo la lluvia continua que lava las calles de su polvo y sus inmundicias. El sonido de la lluvia cubre las voces y los pasos; pero el ruido de los pasos retumba y las voces braman. En cada esquina —tranquila— hay una pelea: dos hombres agarrándose la chaqueta; una mujer desgañitándose, un padre pegando a su hijo; una joven huyendo de un hombre que no deja de pegarse a ella; un hombre insultando a un chaval que mendiga… Y en cada corazón que deambula dormita una congoja que no tiene nombre. Duerme y no quiere despertarse. El dolor es muy fuerte y no hay quien lo sufra ni quien lo viva. El dolor está aquí, formando un nudo en el estómago, pellizcando, picando, hiriendo, perforando las entrañas de los hombres que andan de prisa, muy de prisa, huyendo de ella, llenando las bolsas de la compra, vaciando sus monederos para olvidar que algo se mueve en su vientre y estruja su corazón hasta la sofocación, hasta hacerles reventar. —… — Han degollado a un taxista en la carretera de Zeralda… —… — En la calle de Chartres, han tirado un ladrillo a un policía. —… — Claro, ha muerto en el acto. —… — Los chicos a los catorce años ya están en la calle. No tienen nada y se pasan los días vagando sin ningún rumbo. —… — ¿Y los estudiantes, usted cree que estudian? ¡Qué va! Se les cierran todas las puertas. No les queda nada, nada de nada. —…

Los textos de «Cronología de mi dolor por Argelia» aquí recogidos fueron escritos originariamente en francés y traducidos posteriormente al español por la misma autora (N. del Ed.). 1

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— Hay que marcharse del país, ¿sabe usted? Mi hermano está en Dinamarca. Tiene un curro; hombre, no tiene nada que ver con lo que ha estudiado, pero allí esta. Está contento. ¡Vive! —… — Yo, he dejado los estudios, en segundo de bachillerato. ¿Para qué estudiar? Ahora soy taxista, ya ve. El coche es de mi viejo… Bueno, no ando mal, por lo menos vivo mejor que otros. —… — … pero no trabajo de noche… no es nada fácil, ¿sabe usted? A propósito, le he dicho que han degollado a un taxista en la carretera de Zeralda? Y de nuevo la angustia apoderándose de los hombres que corretean por las calles flanqueadas de tiendas para comprar y olvidar que el fuego les quema las entrañas y les hace estallar el corazón… se precipitan para comprar, atropellándose, pisoteándose, dándose, … para tratar de olvidar. Argel, 2 de junio de 1992

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QUIERO QUE EL ECO DE MI GRITO OS ALCANCE Me voy. Me voy puesto que ya me he ido. Un día Argelia me abrió sus puertas y me invitó a partir en vez de quedarme y morir. Entonces cerré mis maletas y la puerta de mi casa y emprendí el camino de la ida. Supe desde aquel día que no dejaré de partir. Es duro emprender el camino del exilio: tenía razón el poeta1. Dejar su puerta cerrarse detrás de sí y mirar enfrente con la seguridad de llevar consigo sus papeles, único bien material transportable: papeles-sustento. Una vez allá, fuera de casa, son estos papeles los que se exponen y se defienden. El empleador eventual los mira, los compulsa, espulga y sopesa, los compara y vuelve a hojearlos y le dice que ya verá porque usted no es la única persona que espera… Es entonces cuando cae en la duda y se deja invadir por el miedo con una pizca de humillación y una carga de ese fuerte dolor que sintió cuando tuvo que abandonar techo, familia y amigos. — Soy argelina y tengo mis papeles-diplomas: busco trabajo, soy especialista y tengo una larga experiencia. — «Es argelina y busca trabajo; vuelva usted mañana…» — «Busca un empleo. No hay». — «¿Un empleo? Pero le hace falta un permiso». — «Le doy trabajo, usted cuesta tanto…» — «Acepta o lo deja… fuera la cola es aún muy larga». Sigo mi camino y si debo irme de nuevo, me iré, puesto que ya me he ido. No puedo admitir que quieran humillarme, que intenten explotarme, que se aprovechen de mi aflicción para exponerme al chantaje. No quiero que exilio signifique destrucción o desdén. No quiero que me enseñen con el dedo como se señala a un asesino. El eco de mi grito tiene que expandirse, debe salir de su confinamiento. No quiero que sea un grito mudo. Quiero que os alcance, no como un arma que hiere sino como una larga llamada. No quiero que el viento lo disipe, más bien que lo propague para que remueva las conciencias y rompa la indiferencia. El eco de mi grito debe alcanzaros. Me voy… Me iré dejándolo detrás de mí. Él os dirá «qué duro es el oficio del exilio». Túnez, 24 de febrero de 1995

1Alusión

al poeta y dramaturgo turco Nazim Hikmet (1902-1963), autor del poemario Es duro el oficio del exilio.

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HIJOS MÍOS Cuando por fin os quedáis dormidos y os observo, inmersos en un mundo de sueños, mi corazón se descompone y me siento invadida por una dolorosa ternura. Idriss y El-Hadi, mis pequeños, niños del exilio, nosotros somos los hijos de la guerra; y ahora, juntos, cómplices y solidarios, atravesamos los caminos que nos alejan de la muerte. Habéis nacido en tierra-madre Argelia que no acaba de contar sus males. Las heridas de las batallas liberadoras de su pueblo siguen tan vivas como las llamas incendiarias de los tiempos presentes. Tiempos nuevos de independencia presa y maltratada por manos asesinas que prohíben la sonrisa a los niños. Seguís, obligados, el itinerario que trazamos para vosotros, y como héroes nos probáis que sabéis resistir. Os imponemos un cambio, todo un trastorno que apenas soportamos, pero cuántas proezas os exigimos. Mis pequeños, pensando en vosotros hemos emprendido el camino del exilio, pero os convertís en nuestros guías en los momentos de desamparo. Vuestra pena oculta la sufro cuando debéis abandonar nuevas amistades y nido apenas construido. Siento vuestro dolor cuando os oigo tartamudear una lengua extranjera que forzosamente será la vuestra. Conozco vuestra angustia en cuanto escudriñáis nuestras caras deshechas y estáis pendientes de nuestras lágrimas disimuladas. Perdonadnos, tiernas criaturas, perdonad nuestra debilidad y nuestros enfados. En vosotros está nuestra eterna recompensa. ¿Cómo podríamos nosotros recompensaros? Madrid, 15 de junio de 1995

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EL TIEMPO ATRAPADO Ya no poder vivir el tiempo. El pasado yerto en una memoria que se pierde. El presente confuso por los horrores del momento. El futuro agotado sin haber sido vivido. La memoria grabada sólo es efímera porque la memoria presente la desmiente: ¿Cómo es posible que los hombres del ayer hayan podido engendrar demonios, cómo es que la ambición del pasado se haya convertido en la nada? Muchos hombres privados de libertad combatieron y murieron para que sus hijos, por fin liberados, puedan gozar de esta libertad. Los hijos, por fin libres, han jurado seguir la lucha libertadora para honrar a sus padres mártires porque viva Argelia. Y así fue como la historia empezó a nutrir la memoria… luego se ha acortado la memoria y se ha reducido a un lapso de tiempo que había que recordar siempre. Historiar este pasado y ponerle una aureola, luego enmarcarlo y colgarlo, venerarlo y alabarlo desde el alba hasta el anochecer. Pensar en él, soñar con él, glorificarlo para no olvidarlo jamás. No te olvido, padre, tú que he conocido apenas. No te olvido con tu uniforme de combatiente en esa foto que nos llegó, en la que posabas en compañía de tus hermanos del maqui. No olvido mis tres años, cuando en casa, en presencia de mis abuelos y de mi madre, esos buenos soldados franceses me explicaban cómo funcionaba su metralleta y, entre risas y caricias, querían que les dijera quién eras, padre. No se me olvida como, orgullosa de mí y tan determinada, cogí mi metralleta imaginaria y me puse a alejarles gritándoles que no me gustaban los soldados. De tal palo tal astilla —decían—, cómo se notaba que era la hija de un guerrillero. Recuerdo, madre, cuando, acompañada de tu hermano Smail, me llevaste en el secreto más absoluto a una finca en las afueras de mi ciudad natal. Querías que el hombre que se escondía allí, tan sólo para una noche, me conociera: era guapo pero flaco. Llevaba un uniforme de combate como el de la foto. Emocionado y amante también me explicó cómo funcionaba su metralleta. Me había ofrecido regaliz que saboreé lentamente tendida a su lado, sobre un jergón en el suelo. Era verano. Me acuerdo de la pequeña escuela de la Señora Charles donde estudiábamos «pequeños franceses de Argelia» y «argelinos franceses» —por la benevolencia de nuestros protectores que mataban a nuestros padres para que viviera la Argelia francesa—. Éramos rubios y morenos y estábamos reunidos alrededor del Árbol de Navidad cantándole a la Virgen María para que bajaran del cielo juguetes por millares1.

«Petit Papa Noël, quand tu descendras du ciel, avec tes jouets par miliers, n’oublie pas mes petits souliers…», villancico francés que cantábamos los alumnos de las escuelas infantiles durante la ocupación francesa. 1

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No me olvido de mi maestra Rose o Juliette o yo qué sé, que me quería hasta la saciedad y me acosaba para que le hablara de mi padre y de mi madre. No se me olvida esa calle principal de mi Bordj de antaño donde, volviendo del colegio por una tarde de invierno, tenía dificultad al andar y para avanzar me agarraba a la verja del edificio de Hacienda; flotaba como envuelta en un vértigo inhabitual que se había apoderado de mí en clase y que no me explico aún, treinta y cinco años después. Me acuerdo de todas las familias de colonos aglomeradas a lo largo de las calles de mi ciudad, aclamando al General1 que había venido para hacernos una visita. Había entendido o tal vez entendería que la pequeña colegiala que yo era prefería definitivamente el verde al azul de su bata adornada con cinta roja y blanca2. No se me olvida cuando un día de verano, por primera vez deshecha en llanto, mi abuela lanzaba albórbolas de gozo mientras que mi madre con el aire grave y un rictus de alegría con una mezcla de pena esperaba que apareciera aquél que no volvería jamás. Nunca se me olvidará aquella mañana de invierno, cuando esa vez unos soldados argelinos me llevaron en su Jeep a una tienda. Querían recompensar a la hija del mártir con un par de botas de goma blancas para que pudiera aguantar el rigor del frío y de la nieve que cubría la ciudad. Tenía que haber metido mi memoria en esas botas de goma y haberlas guardado para el recuerdo… recuerdo yerto en una memoria que se pierde. Contarlo a los niños para entretenerles porque incluso si es triste resulta bello, como los cuentos previos al sueño. Pero al día siguiente, al despertarse esos niños preguntarían por qué el Muyahid3 ha muerto… ¿Pero no habéis entendido que ha muerto para que viva Argelia? Perplejos y apenados se atreverían a recordarle que treinta años después Argelia sigue martirizándose. ¿Y qué decirles, pues? Repetírmelo a mí misma para evadirme del presente confuso por los horrores del momento. «Hoy, todos los periódicos muestran las fotos de los cadáveres de las numerosas personas masacradas en Sidi-Raïs, distrito de Sidi-Moussa, barriada situada a unos veinte kilómetros al sur de Argel. Esta matanza cuya amplitud nunca se ha visto en toda la historia del terrorismo en Argelia y en el mundo, es la espantosa obra de decenas de asesinos argelinos en uniforme afgano, que han venido en la noche del jueves 28 de agosto para desalterarse de la sangre de gente apacible, también argelina, que dormía. »En la noche de la carnicería, unas cincuenta personas han sido igualmente degolladas en otras regiones del país. Muchas chicas han sido raptadas a sus familias para satisfacer los deseos de El General De Gaulle. En uno de sus discursos, pronunciado a finales del año 1961, había proclamado: «Je vous ai compris» (os he entendido), ¿acaso se dirigía a los argelinos en su determinación de acabar con la colonización, antes de la celebración del referéndum por la independencia de Argelia? 2 En referencia a la bandera de Argelia que es verde, blanca y roja, frente a la francesa que es azul, blanca y roja. 3 Palabra árabe que significa «combatiente». 1

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estos monstruos con forma humana, escondidos en las montañas y en cuevas subterráneas. Si tuviéramos que contabilizar el número de las víctimas y establecer un repertorio de los asesinatos, tendríamos que alargar y multiplicar los días porque los calendarios se han quedado cortos». El número y los nombres de los muertos nos machacan los oídos y las sienes todos los días desde hace seis años; es para volverse loco. No entender nada a esta tragedia cuyos autores no han dado ninguna explicación a su sangrienta y cruel sinfonía de la Argelia en cierne. Argelia, país independiente desde hace treinta y cinco años, está viviendo los momentos más atroces de su historia contemporánea. La tierra de Argelia está maltratada por sus propios hijos. ¿Qué ha sido de ti, Tierra-madre? ¿El amor ardiente de tus hijos se habrá convertido en odio o habrás sido tú la que no supiste darles tu propio amor? Si ayer la sangre que regaba tus surcos formaba raudales liberadores, la que hoy te mancilla quiere ahogarte en un abismo sin fondo. Miles de nosotros han desertado tus ciudades y tus llanos para exiliarse bajo unos cielos que les resultarán siempre extraños. Decenas de miles se acurrucan en tu vientre podrido, procurando juntar sus cuerpos mutilados. Otros miles se sienten desnudos entre las paredes destruidas de sus casas y muchos otros huyen de sus pueblos buscando refugio bajo unos techos ficticios. ¡Protegednos!, gritaban, ¡abridnos vuestras puertas! ¡No nos abandonéis en las noches tenebrosas en que Dama Locura se arroja rabiosa sobre nuestros cuerpos anquilosados por el terror! Han llegado los hombres del maqui, los guerreros con sus ojos desorbitados ya no distinguen a sus presas. Sus hachazos caen sobre madres e hijos, sobre niñas y ancianos. ¿En nombre de qué diablo extirpan su odio, bajo el efecto de qué droga derraman su hiel? «Hombres del maqui, guerreros», qué palabras más cambiantes. Nobles antaño, malditas ahora. ¡Recobrad vuestro sentido de entonces y deshaceos del nuevo que tenéis ahora! Madre-Argelia, dinos que hoy no es más que pesadilla y que mañana será otro día. No permitas que se te siga mortificando y aprende ya a protegernos. Vuelve a ser la tierra digna que fuiste y sé la madre amante de tus hijos. Enséñanos la luz y convéncenos de que «el porvenir es para pronto»1. Pero ¡habla ya! Estamos tan cansados de este presente confuso por los horrores del momento. Queremos vivir… Pero nuestro futuro se ha agotado antes de haber sido vivido. Madrid, 29 de agosto de 1997

«L’avenir est pour demain, l’avenir est pour binetôt», poema de Anna Greki, sacado de su poemario Algérie capitale Alger. Anna Greki es una poeta argelina de origen francés (1931-1966) que participó en la lucha por la liberación de Argelia. 1

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ÉRAMOS CINCO1 Éramos cinco amigas desenvueltas y gallardas. Bellas, alegres y vivas. Intransigentes con la vida. Exigíamos de ella salud, amor y riqueza, pero lo que más anhelábamos era libertad. La mayor de nosotras no alcanzaba los diecisiete años, la menor tenía apenas quince. Vivíamos en un pueblo de la periferia, a unos 20 kilómetros al sur de Argel. Todas en el mismo barrio. Katia vivía en la calle Ancha, Rima, en la calle del Árbol, Dalal, en la travesía de la Luna. Salua y yo, en la calle del Abismo. La llamábamos así porque los primeros vecinos contaban que allí la tierra siempre se ahondaba. Y de hecho, la calle estaba siempre ahuecada, incluso después de realizarse en ella obras para arreglarla, siempre volvía a su estado anterior. Un conocedor del subsuelo comentó un día que por debajo había un río subterráneo que absorbía la tierra, pero nadie le hizo caso. Sin embargo, hay estudios que han demostrado que todo Argel está construido sobre manantiales y ríos. No hay más que echar un vistazo a los nombres de los barrios de la capital. Casi todos llevan agua dentro. El caso es que mi calle llevaba un nombre oficial, el de un mártir de la guerra de liberación, pero todo el mundo la conocía por la del Abismo. No me gustaba decir que allí estaba mi casa porque cada vez que la nombraba, me parecía que iba a ocurrirme alguna desgracia a mí o a algún familiar o amigo, así que lo callaba. Las cinco estudiábamos en el instituto del pueblo. En la misma clase. Éramos muy buenas alumnas, pero cada una sobresalía en una asignatura distinta. Nos hacíamos competencia, pero eso lo llevábamos como un juego que nos estimulaba en nuestra vida diaria, que no estaba marcada por ningún acontecimiento especial. Nuestra vida era como la de cualquier pueblo campesino. Ni rico ni pobre. Los que mejor se las arreglaban eran los comerciantes. El comercio de algunos de ellos proliferaba de tal manera que no teníamos ninguna necesidad de ir a la capital para hacer la compra. Lo encontrábamos todo allí; pero a qué precio. Tampoco había muchas tiendas. Cuatro o cinco. Pero era nuestra única diversión, con la tele. Las visitábamos de vuelta del instituto. Nos perdíamos en ellas con el pretexto de comprar algún cuaderno o bolígrafo, y por supuesto, arrastrábamos el paso y nos quedábamos media hora más de la cuenta. Lo pagábamos con las riñas de nuestros padres que no querían de ninguna manera que nos retrasáramos. La hora era la hora. ¿Qué hacía en la calle una chica de nuestra edad? Siempre nos recordaban que algunas ya estaban casadas y hasta tenían hijos. Nosotras no aspirábamos a eso. Lo que ansiábamos era estudiar al máximo para no ser del montón. No queríamos limitarnos a la situación de nuestras madres. Además, en nuestra sociedad, una mujer con títulos es muy respetada; muy envidiada también, pero ante todo respetada porque sabe hablar en público. Lo hace con argumentos y determinación. Consigue convencer y tomar decisiones. Por supuesto que encuentra obstáculos, pero cuando algo se persigue, algo se consigue. Ya las vemos en la tele. Son luchadoras que da gusto. Eso queríamos ser nosotras. Mujeres que tomasen iniciativas, con toda libertad. Sabíamos que íbamos a tenerlo difícil, pero era nuestra meta. Este relato fue publicado en el libro De raíz, creaciones de mujeres del mundo. Espacio María Zambrano. Edición Horas y Horas; Colección Cuadernos Inacabados; Madrid, 2003. 1

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Aunque nos retrasábamos un poco y aguantábamos los reproches, nuestros padres confiaban en nosotras. Habíamos demostrado, desde muy pequeñas, que valíamos. No sólo en el colegio, sino también fuera. Ningún muchacho consiguió molestarnos. No sucumbíamos a las tentaciones. Y eso, los vecinos lo sabían de sobra. Esta reputación nuestra satisfacía a nuestros padres. Mi nombre es Hayat, «Vida». Me lo puso mi padre porque tras nacer mi hermano, que ya es padre, todas las veces que mi madre se quedaba embarazada, le sucedía alguna desgracia que le hacía abortar. Cuando nací yo, mi padre no dudó un solo instante en llamarme «Vida». Prometió regalármela entera. Mis abuelas hubiesen querido que naciese varón; así lo quería la tradición en mi país: primero varones, luego hembras. A mis padres les daba igual. Había nacido yo, y eso era lo que más importaba. Desde el primer momento, mi padre me quiso con mucha ternura. Me sentaba en sus rodillas hasta avanzada edad. Eso, en Argelia, no suele hacerse. El pudor es una de las principales reglas que rige la vida entre padre e hija. También entre padre e hijo. Con la madre el contacto suele ser más cordial. Siempre ha existido cierta complicidad entre la madre y sus hijos, de ambos sexos. Esta complicidad tiende a convertirse en permisividad hacia los hijos varones, a quienes se permite casi todo. Se creen los dueños de la casa, incluso cuando su aportación afectiva y económica es insignificante o nula. En muchas familias argelinas, son las chicas las que más trabajan y colaboran en el presupuesto de la casa, pero son los hermanos varones los que más se aprovechan de la situación. Muchos son parados, algunos por comodidad, y se comportan como reyes, con la benevolencia materna. Mi madre no era así. Era más estricta. No me manifestaba ese amor loco que se le da a la hija única tan ansiada, sino respeto. Me respetaba porque quería que fuese libre. Libre de actuar y decidir. Yo, a mi vez, la veneraba. Consideraba que era una mujer inteligente. No había estudiado apenas. Se había limitado a los estudios de enseñanza primaria, pero eso no impedía que tuviese un gran sentido crítico de las cosas. Era diferente a muchas otras madres. A pesar de ser religiosa y practicante, como la gran mayoría de los argelinos, siempre me advertía contra los fanatismos. Contra los peligros que acarreaban. Sobre todo cuando empezaban a llegarnos diariamente noticias de atentados y asesinatos contra civiles, de cualquier sexo y de cualquier profesión. Decía que todo el mundo tenía derecho a practicar su religión tal y como la entendía y como la sentía, pero sin hacer presión sobre nadie. Para ella lo más importante era la fe. No comprendía que en Argelia surgiera un movimiento de fanáticos que imponían unas leyes traídas de no se sabe dónde. «¿Acaso nuestros antepasados no eran practicantes? Sí que lo eran y, gracias a Dios, vivíamos en paz». Mis breves retrasos le preocupaban también por eso. A principios de curso, los integristas habían prohibido la escuela a las niñas que no llevaban velo e imponían una edad límite a todos los alumnos, cualquiera que fuera su sexo. Mis amigas y yo no llevábamos velo. Es que no nos gustaba. No lo encontrábamos elegante, además nos impedía la libertad de nuestros movimientos. Tampoco nuestra vestimenta era provocadora. Nuestras faldas no eran cortas y las blusas no dejaban entrever nuestras formas adolescentes. Pero éramos guapas y muy alegres. No se nos borraba la sonrisa de la cara y teníamos un gran sentido del humor. Nos reíamos de todo. Era nuestra manera de ver el mundo. Le poníamos

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buena cara a la vida y esperábamos que ella, a su vez, nos lo pusiera fácil. No era más que eso. Queríamos estudiar para trabajar y ser independientes. No aspirábamos a ganar mucho dinero, pero lo suficiente para vivir bien y ayudar en casa. En mi país es inconcebible que los hijos, de mayores, no colaboren o vivan a expensas de sus padres. Ahora, con el paro y la reducción de personal en las empresas, resulta muy difícil seguir esta ley de conveniencia. Nosotras, como no queríamos padecer esa situación, nos propusimos lograr nuestro objetivo. Muy legítimo, por cierto. La ropa que teníamos, la comprábamos de segunda mano. En las tiendas del pueblo, ese comercio se había puesto de moda. No nos maquillábamos. Eso ni pensarlo. Estaba reservado a las novias y a las mujeres casadas. También a las chicas de la capital. En el pueblo, algunas se lo permitían, pero a escondidas de su familia. Los profesores y el director del colegio no se perdían ninguna ocasión para hacer un reproche a aquellas que se atrevían a poner de relieve su belleza. Las compañeras fanáticas, que las había, eran la voz de la conciencia. Siempre estaban allí para recordar el mensaje integrista: «prohibida la provocación, escuchar música es pecado, reír en voz alta es pecado, sostener la mirada es pecado…» ¡Vaya con tanto pecado! Las amenazas a principios de curso hicieron su efecto en las familias y en las colegialas. Algunas dejaron de ir al instituto y todas las demás se taparon cuerpo y cara, con tal de seguir yendo a clase. Nosotras seguíamos siendo las mismas, menos Katia y Salua. Katia prefirió ponerse el pañuelo para evitar problemas con su hermano que era un gran simpatizante de los militantes integristas. A Salua le venía bien el traje impuesto porque le resultaba más económico. Se lo ponía como una gabardina. Cuando llegaba a casa, se lo quitaba. Su padre estaba muy enfermo, no se metía en sus asuntos, no tenía hermanos que se entrometieran en su vida y sus hermanas eran menores que ella. Durante la primera semana de la vuelta al colegio reinaba un ambiente macabro. Todos, padres e hijos, lo pasamos muy mal. Teníamos la sensación de que constantemente estábamos perseguidos. Una mañana, nada más llegar al instituto, encontramos unos papeles pegados que recordaban la amenaza. Pero aún así, nuestra incredulidad superaba nuestro miedo. No lográbamos concebir que en nuestro pueblo se planease alguna masacre. Además, lo que todos sabíamos y callábamos era la ayuda que la mayoría de los habitantes prestaba a esos fanáticos. Había redes organizadas para alimentarlos y suministrarles dinero y ropa. Algunos chicos del pueblo que antes iban al mismo colegio que nosotras se habían convertido en jefes. Nos impresionaba que tuvieran poder e influyeran hasta en los mayores de la comarca. Muchos de nuestros profesores nos repetían algunos de los preceptos que proclamaban esos grupos. En la calle y en las casas se comentaba en voz baja que algunos hijos del pueblo ya habían tomado las armas para luchar en nombre de Dios y del Islam contra los renegados. Así consideraban a todo aquél que tenía una forma de pensar diferente a la suya. Mis amigas y yo no conseguíamos comprender lo que esperaban de la población. Algunos de esos militantes eran de nuestro barrio y, la verdad, dicho sea de paso, les apreciábamos. Antes de integrar el movimiento, se llevaban bien con nosotras en el colegio, aunque alguno que otro nos

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envidiaba porque éramos muy buenas alumnas y les superábamos, sobre todo en francés y en inglés. Nos llamaban las «superdotadas». En realidad, no lo éramos. Sencillamente, nos gustaban los estudios y era lo único que estaba a nuestro alcance de manera completamente gratuita. Por lo tanto, no nos sentíamos amenazadas, ¿por qué íbamos a sentirlo? Una mañana, después de repetidas amenazas, encontramos el cadáver de un niño de quince años tirado cerca del portal del instituto. Corrieron las voces de que no era obra de los jóvenes del pueblo. El muchacho nunca se metía con nadie y parecía ser que hasta lo utilizaban los del grupo para sacarle información acerca de los vecinos. ¿Qué motivo tenían para matarlo? Tras una semana de pánico, volvió la calma. Eso no duró más que quince días, porque un lunes por la tarde, a la salida del instituto, un grupo de encapuchados raptó a Katia. Estábamos esperándola, ya que se había retrasado, con el profesor de matemáticas. La espera duró unos diez minutos. Yo me impacienté y dije que no podía seguir más tiempo allí. Desde que empezó a reinar el miedo dejamos de ir a las tiendas. Salíamos del colegio camino a nuestras casas sin detenernos un solo minuto. Lo que teníamos que comentar, lo hacíamos en clase o en el recreo. ¿Qué necesidad teníamos de permanecer donde acechaba el peligro? Esa tarde, al asomarse Katia por el portal, se echaron encima de ella dos jóvenes que surgieron de no se sabe dónde. La metieron en un coche que arrancó en el momento. Nos quedamos atónitas. Se nos cortó la respiración. Cuando nos dimos cuenta de lo que ocurría, ya no había un alma en la calle. Todo el mundo había desaparecido. Se cerraron puertas y ventanas. Estábamos solas. Echamos a correr y, las cuatro juntas, nos metimos de golpe en la primera casa más cercana al colegio. La mía, en la calle del Abismo. Nos acogió mi padre y nos encerró en su cuarto. Allí estaba mi madre. Lívida. No decíamos nada. No supimos ni cómo ni por qué había ocurrido el rapto de Katia. Tampoco sabíamos por qué le había tocado a ella. Desde entonces comprendimos que algo había cambiado en nuestro pueblo y en nuestras vidas. Nuestro sentido de la amistad nos recomendaba visitar muy a menudo a los padres de Katia. Su padre ocultaba su pena. No mencionaba nada que recordase aquel horrible acontecimiento. Notábamos que le avergonzaba lo que le había ocurrido a su hija y que temía por nosotras también. Sin embargo, su madre no paraba de hablar de ella. Katia lo era todo para ella: «la niña de sus ojos», que desgraciadamente no sabía proteger de Hicham, su hijo mayor. El hermano de nuestra amiga era de lo más desagradable. Se metía en todo. Hasta sustituía a su progenitor cuando se trataba de decidir sobre el porvenir de sus cuatro hermanas. Cada vez que los padres intervenían, él intervenía también con el apoyo de su hermano menor por el que se sabía admirado, no porque fuera ningún genio, sino porque contaba con su ayuda para alistarse con los integristas. Cuando llegábamos, él sólo manifestaba indiferencia hacia nosotras. Nos preguntábamos si le afectaba el rapto de su hermana. Se nos ocurrió a Rima y a mí que fue él mismo el que lo había organizado. Ya empezaba a generalizarse el robo de muchachas jóvenes para casarlas con los cabecillas de los terroristas escondidos en las montañas. Ese gesto bien podría ser su colaboración: ofrecer su hermana a la causa.

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No supimos más de Katia hasta que un día, saliendo de su casa, nos esperaba una furgoneta en el garaje. Cuatro hombres encapuchados actuaban bajo las órdenes de Hicham. Nos taparon la boca y los ojos y nos ataron de pies y manos. Nos tiraron en la parte trasera del vehículo, como bultos. Serían las cinco y media de la tarde de un viernes de invierno. Día festivo. Era la hora de la oración del atardecer. No había apenas transeúntes. El pánico que sembraron en nosotras y la manera con que nos aprisionaron descartó cualquier posibilidad de defendernos. Lo único que pudimos hacer era acomodarnos sin separarnos del todo, para no sentirnos abandonadas. El viajo nos pareció eterno, aunque sólo duró dos o tres horas. Llegamos a nuestro destino muy entrada la noche. Hacía frío. Cuando nos sacaron de la furgoneta, nos sorprendió un fuerte olor a pino. Nos arrastraron y metieron en una casa. Nos tiraron brutalmente en el suelo. Era de cemento. Hicham dio una orden y salieron nuestros apresadores. Una de mis amigas empezó a gemir. Me pareció distinguir la voz de Dalal. Por un momento sentí un movimiento a mi alrededor. Alguien se acercó y puso la mano sobre mi frente. La reconocí. Era de Katia. Sí, Katia estaba allí con nosotras. Me desató todas las vendas y juntas liberamos a las demás. Nos abrazamos y casi nos echamos a reír de alegría al verla. Pero enseguida nos dimos cuenta de que ése no era el lugar donde íbamos a celebrar nuestro encuentro. Estábamos atrapadas para servir a esos hombres. Sabíamos qué desgracia era la nuestra y cuál iba a ser nuestro calvario. Otras chicas habían contado su mala experiencia en la tele y en la prensa. Todas ellas sufrieron malos tratos y abusos sexuales. Se atrevieron a dar esos testimonios sin mostrar la cara ni desvelar su nombre, para advertir a las siguientes víctimas, porque aquello iba para largo: los terroristas habían amenazado con robar a cuantas mujeres les hicieran falta. Incluso nos llegaron noticias de raptos de mujeres ancianas a quienes utilizaban sobre todo para las faenas y la preparación de la comida. Katia parecía muy contenta de vernos, pero al mismo tiempo muy apenada. Su expresión había cambiado. Ya no era la niña de dieciséis años que conocíamos. Había envejecido. Dos surcos muy hondos se dibujaban en su cara y tenía la mirada asustada. Sus ojos brillaban intensamente: por falta de sueño y por el llanto. Sus profundas ojeras la traicionaban. ¡Qué flaca estaba! Pero su vientre formaba un bulto; parecía embarazada. Cuando se dio cuenta de que la miraba, se encogió y quiso ocultarlo, pero sus delgadas manos no lo lograron. Nos dio unas sobras de la cena y no sindicó dónde teníamos que dormir. A ella le tocaba estar con su marido, en otra habitación. Su hermano Hicham fue testigo de su matrimonio con el jefe de la zona. Nos comentó que no sufría malos tratos por ser la hermana de uno de ellos, pero se quejó de la cantidad de trabajo que le caía encima. Tenía que administrarlo todo, preparar las comidas, lavar la ropa de los militares, satisfacer a su bestia de marido cuantas veces se lo pidiese, pese a su embarazo. Ella lo que quería era abortar, pero no había manera. Allí estaba agarrado el feto. Las demás, las que iban llegando, padecían lo peor que podía sufrir una persona humana y, cuando se quedaban embarazadas, las mataban o las abandonaban a la intemperie y en plena montaña. Yo sabía que algunas conseguían volver a sus casas. Otras eran rechazadas por sus propios padres porque llevaban

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en sí el mal y la impureza. Esas solían recurrir a la ayuda de algunas asociaciones o de familias que aceptaban recogerlas. Los tres primeros días, no nos hicieron nada. Nos entregaron la ropa reglamentaria. Nos tapaba enteras. Sólo se nos veían las manos y la cara. Katia servía de mensajero indicándonos todo lo que teníamos que hacer: ayudarla en las faenas. Nos repartimos el trabajo. Íbamos por agua a un retirado manantial helado; lavábamos la mugre de la ropa ensangrentada y llena de piojos —la frotábamos sobre la roca con kilos de jabón—; preparábamos auténticos banquetes para esos buitres que no paraban de tragar y cuyo número no dejaba de aumentar; limpiábamos las instalaciones subterráneas que habían cavado debajo de las casas. Eran de tierra, repletas de bichos que teníamos que eliminar todos los días. Lo aguantábamos todo. Lo hacíamos porque estábamos forzadas a ello y para ayudar a Katia que, con su estado, no podía con esas tareas que la reducían a auténtica esclava. Nosotras rezábamos para que no nos tocaran. Temíamos su roce y su mirada. Estábamos obsesionadas con lo que habíamos oído y no concebíamos que aquello pudiese sucedernos. Sin embargo, ocurrió lo inevitable. Nos violaron, nos pegaron, nos insultaron. Uno de ellos nos recordó lo empollonas que éramos y dijo que iba a averiguar si éramos tan «superdotadas» en el sexo. Era Adel, un antiguo compañero de colegio, el peor de todos. Nos hizo lo que siempre había deseado: humillarnos por ser mujeres y por no haber cedido nunca a sus proposiciones. También por haber resistido a cubrirnos cuando ellos lo habían mandado. Él. Más que ninguno, nos violaba una tras otra, menos a Katia, porque era la esposa del jefe y por miedo a su hermano que presenciaba esas horribles escenas de terror y extrema violencia. Cuando uno de esos hombres se me lanzaba encima cual una fiera, era tal la repugnancia por su tacto, su mal olor y la aspereza de su piel, que me desmayaba. A veces, me concentraba con tanta fuerza que lograba pensar en otra cosa y le abandonaba mi cuerpo. No sé de dónde sacaba esa fuerza. Tal vez del profundo sentido de libertad que me había inculcado mi madre. Ella me repetía siempre que mi deseo de libertad tenía que elevarse hasta el punto que me permitiese separar mi cuerpo de mi espíritu. Entonces ella se refería sobre todo a mis frustraciones carnales. Quería que consiguiera dominar mis impulsos. No importaba que me sintiera atraída por algún chico del pueblo o del colegio, lo que más contaba para ella era que yo luchara contra mis sentimientos y me superara a mí misma. Para ello, tenía que congelar esas sensaciones. «Coloca un bloque de hielo dentro de tu corazón y dejarás de sentir esa provocación que te echará a perder si cedes». Yo no sabía de dónde sacaba su capacidad de percibir lo que sentía cuando me enamoré de Reda. No le había comentado absolutamente nada y sabía perfectamente que mis amigas no iban a hacerlo. Nos enamoramos todas y nos nutríamos de las ilusiones de cada una. Nuestro estado amoroso se había convertido en una verdadera competición. En auténtica furia. Estábamos convencidas de que ninguna sabía querer tanto o más que la otra. Ninguna describía lo suficientemente bien su estado de euforia, porque cada una consideraba que la más enamorada era ella misma y ninguna podía ser capaz de tanta reserva de amor. Mi amor era ardiente y mis sueños perversos, por eso no lo comentaba con ninguna de mis

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amigas, porque me imaginaba que ellas no podían entenderlo ya que aún no habían alcanzado el éxtasis. Ahora que lo pienso con frialdad, me digo que lo mismo pensarían entonces de mí las otras. ¡Pobres de nosotras! ¿Qué éxtasis, si ninguna había rozado en su vida la mano de un muchacho ni se había atrevido siquiera a insinuarle nada? Éramos tan crédulas. Tan inocentes. Nuestra inocencia se derrumbó en un solo minuto. Aprendimos las posturas más bestiales y humillantes. Lo practicábamos todo para complacer a nuestros verdugos, a pesar nuestro. Cuando terminaba el calvario, nos empujaban a las cinco en la misma habitación y allí nos abrazábamos y llorábamos de dolor y por nuestra deshonra. Temblábamos al menor ruido porque temíamos que su apetito no fuera saciado. Aunque estábamos agotadas, nos las arreglábamos para permanecer despiertas. No queríamos que nos cogiesen por sorpresa. De todas formas, ¿qué íbamos a hacer? Ceder. No teníamos la libertad de negarnos. Temíamos lo peor: la muerte, tal y como ellos la ejecutaban. Con ella nos habríamos librado por fin, pero nos horrorizaba imaginar cómo iban a dárnosla. Tenían todo un arte de proceder. No íbamos a morir de un tiro o de un hachazo. La sesión podía prologarse y lo que rehusábamos todas era asistir a la muerte de las cinco amigas que éramos. La primera que murió fue Salua. Mientras estaba frotando la ropa sobre una roca, se le acercó uno y le hundió la cabeza en un gran barreño lleno de agua enjabonada y sucia. No parecía haber sufrido mucho. Le había cogido por sorpresa y muy deprisa. Parece que ésa era su misión del día. Desde entonces, las demás estábamos esperando nuestro turno. Añorábamos mucho a Salua, pero la envidiábamos también. Un día, Rima, al borde de una crisis de nervios, provocó a uno para que acabara con su vida. Consiguió lo contrario: la arrastró tirándola del pelo unos diez metros. Lo paró Hicham disparándole un tiro en la cabeza. El cuerpo ensangrentado de aquel hombre cayó rígido encima de Rima que había perdido el conocimiento. Por la noche, el jefe había reprobado su conducta, mandó matarla mientras dormía. Al día siguiente me llamó Nadir. No era del pueblo. Lo vi por primera vez cuando nos raptaron. Era de los menos brutales pero de los más escuchados por el resto del grupo. Su voz autoritaria me hizo temblar de miedo. ¿Qué iba a ser de mí? Me llevó a una habitación, la más alejada de la casa. Nada más cruzar el umbral, empecé a desabrocharme la ropa. «No», dijo, y acercándose al máximo a mi oído, comentó un plan. Quería salvarme porque se había enamorado de mí y no quería que me ocurriese lo que a las otras. Tampoco quería que lo supieran los hermanos, como se llamaban entre sí, porque, en caso contrario, nos matarían a los dos; por lo tanto, me explicó la estrategia a seguir. Me acongojé de tal manera que se me cortó la respiración. ¿Acaso decía la verdad o era una trampa que me tendía para acabar conmigo? ¿Era yo capaz de seguir sus instrucciones? ¿Qué sería de Katia y de Dalal sin mí? ¿Qué podía hacer yo por ellas? ¡Qué tormento, Dios mío! ¡Que acaben conmigo, que me maten y me olviden para siempre! No quería libertad. La quería a través de la muerte. Había atardecido y no quedaba agua en los barreños. Nadir la había tirado, discretamente. Dije a Katia que iba a encargarme de llenar los cubos. Los metí en la carretilla y me despedí de mis dos

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amigas. Mi beso no les llamó la atención porque nos besábamos y abrazábamos a menudo. Era lo único que quedaba de humano entre nosotras. Anduve a un ritmo sostenido, el de siempre, porque había que hacerlo todo deprisa. Pero cuando me alejé uno o dos kilómetros, abandoné mi carga y eché a correr siguiendo las instrucciones de Nadir. No sentía ni el frío ni los pinchos en mis pies descalzos. La voluntad de huir de aquel infierno me dio todas las fuerzas que necesitaba mi cuerpo para volar. Lo dejaba rodar en las pendientes más inclinadas para descansar y de nuevo me levantaba para continuar mi carrera. Oía aullidos lejanos, pero no me atemorizaban porque me impulsaban cada vez más hacia delante. No miraba atrás. No sabía si me perseguían. En ese momento nada me importaba porque hasta la muerte me alcanzaría repentina: iba a ser acribillada. No recuerdo el tiempo que pasé corriendo ni los lugares que recorrí: llegué al alba cerca de una casa de donde salía una lucecita. Me introduje en el jardín. No ladró ningún perro. No se estremeció ninguna rama. Me deslicé bajo un arbusto tupido y me escondí. Aguanté allí hasta el amanecer. Cuando se asomó la luz y me di cuenta de que aquello era un pueblo, me dirigí instintivamente al puesto de la gendarmería. Mi nombre figuraba en la lista de mujeres raptadas y se había creído en el pueblo que me habían decapitado. Ya que se suponía que estaba muerta y seguramente lo pensara mi familia, pedía a los gendarmes que me alejasen de esa región y me condujesen a casa de un tío de mi padre, en el sur de Argelia. Fue así como recorrimos centenares de kilómetros, dejando atrás esa zona de torbellino, el triángulo de la muerte que hizo historia en mi país. Hoy no sé nada de mis padres. Mi tío no les avisó, prefirió que pasara algún tiempo para no levantar sospechas. Yo sufría por ellos porque estaba convencida de que los terroristas irían a por ellos. Había violado sus leyes. Me había escapado. Me había atrevido a hacerlo. Además, nadir se habría quedado con las ganas de vengarse de mí porque no había seguido su plan. Él quería juntarse conmigo para que nos casáramos. Yo no quería, pero claro, no le comenté nada. No me imaginaba ser la esposa de alguien que tenía las manos manchadas de sangre. No iba a poder compartir la cama con alguien que había violado y maltratado a varias chicas y participado en la muerte de mis mejores amigas. Sin embargo, me mortificaba la idea de que asesinaran a Dalal y a Katia por mi culpa. Pero, ¿qué iba a hacer yo? ¿Esperar a morir con ellas? En agosto de ese año nos llegó la odiosa noticia de una masacre perpetrada en nuestro pueblo: decenas de familias habían sido aniquiladas, víctimas de los actos más bárbaros que puede imaginarse la humanidad. Desde entonces, vivo en casa de mis familiares del sur, encerrada en mi libertad provisional, esperando que el tiempo cure parte de mis heridas. En cuanto a mi dolor, lo llevaré siempre dentro de mí por haberme separado de los que me dieron la vida y de mis cuatro desenvueltas y gallardas amigas. Madrid, 31 de agosto de 1999

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LA DESCONOCIDA DE LA CASA DE CAMPO Rosa era una chica joven. Aparentaba tener veinticuatro años, pero sus ojos tenían una expresión ingenua, reflejaban la inocencia de una persona que añora la infancia y todavía no ha salido de la adolescencia. No era alta. No tenía la estatura de la bella rubia polaca de la calle Montera que se imponía por su alteza y buen plante; no, era más bien menuda. Aunque tenía las piernas más gruesas que el resto del cuerpo, esa desproporción no afeaba su talle fino y pecho delicado. Su largo cabello de rizos negros que le llegaba a la cintura, enmarcaba un rostro de delicados rasgos en el que resaltaban grandes ojos color canela salpicados de verde primaveral. Sus ojos en forma de almendra, cuyos contornos estaban reforzados con el marrón oscuro de rímel, ensombrecían aún más su piel eternamente bronceada. Rosa no seducía a los transeúntes ni con su cuerpo ni con sus atuendos, algo descuidados y de mal gusto; sus admiradores adoraban sus ojos. Se sentían interpelados por la profundidad de su mirada, siempre triste e interrogante. Aún cuando sonreían, estaban impregnados de una sombra que ocultaba una larga pena, una gran herida. Rosa no pretendía competir con las otras mujeres de las múltiples esquinas del centro. Se colocaba en su sitio como por costumbre. No hablaba nunca con nadie y sólo con la mirada invitaba a sus clientes a penetrar por un largo pasillo que los llevaba a algún rincón de una vieja casa oscura y maloliente. Terminada su faena, volvía a su sitio con la indiferencia de las mil y una piedras que revisten las paredes de los edificios centenarios de las callejuelas entrecruzadas del ruidoso centro madrileño. Cuando presentía alguna pelea, se marchaba sin más, y cuando se le acercaba algún cliente de modales dudosos, se disipaba como una sombra, silenciosa y sigilosamente. Durante una temporada, se sintió amenazada en la esquina de Montera con Jardines. Unas cuantas mujeres le molestaban cada vez que la veían. Con voces estridentes y burlonas se inventaban cosas acerca de su vida que hacían rehuir a los clientes más fervientes y corteses. Rosa presentía que algún malintencionado estaba detrás de ese juego de mal gusto, pero no sabía quién. En realidad, no conocía a nadie. Vivía del fruto de lo que ganaba entregando su cuerpo a desconocidos a quienes nunca revelaba su identidad. Y si volvía a encontrarse con ellos, hacía como si los viese por primera vez. Desconfiaba de todos y prefería guardar el anonimato. No trabajaba para nadie; tal vez era eso lo que le atraía problemas últimamente. Ante tan molesta situación, Rosa decidió dejar el centro para buscar la calma de la Casa de Campo. Allí veía a varias mujeres de distintos horizontes, pero el recinto era muy espacioso y no tenía por qué relacionarse con ellas. No sentía ninguna necesidad de hacerlo. No le interesaba tener amistades. Prefería seguir así. En los primeros días pasados en la Casa de Campo, tuvo pequeñas riñas con las acostumbradas del lugar. Ellas temían que les hiciera competencia, pero Rosa les aseguró que ésa no era su intención y que, además, teniendo a su clientela habitual, no tenían por qué tenerle miedo. Para

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tranquilizarlas, procuraba alejarse al máximo de ellas, creándose su propio espacio. Su aislamiento, lejos de confinarla en la soledad, atrajo hacia ella a muchos curiosos que querían probar otras experiencias y perderse en los profundos meandros de sus ojos. Una mañana, el coche policía que solía recorrer la Casa de Campo para asegurarse de que todo seguía su curso normal en aquel lugar arbolado y frondoso, de apariencia tranquila y rutinaria, dio con un bulto tapado con una sábana. Los agentes se apearon del vehículo y se acercaron sospechando que aquello era un cuerpo. Cuando levantaron la sábana, descubrieron el cuerpo yaciente de Rosa. Alguien había acabado con las citas nocturnas de la muchacha y puesto orden en su vida. Rosa ya no tenía necesidad de pasar horas de frío o calor esperando que algún hombre gozara de su cuerpo a cambio de unas miserables pesetas que gastaba pagando techo y alimento, viviendo al día y enviando lo poco que le sobraba a unos padres que ignoraban, y tampoco quería saber, cómo su hija se lo ganaba. Una breve encuesta sin apenas resultado reveló que Rosa se llamaba también Hanna y Mimí y a veces Uarda o Fany. Nadie sabía dónde se alojaba ni de dónde procedía. En la morgue nadie la identificó y ninguna embajada la repatrió. Epílogo Meses más tarde se supo que Rym —el verdadero nombre de Rosa— compartía piso con una anciana sorda y medio ciega. Vivían debajo del tejado de un viejo edificio destartalado de Lavapiés. Se supo eso cuando el edificio sufrió una grieta y hubo que desalojar a sus habitantes. Entonces, la dueña del piso, preocupada por la ausencia prolongada de su inquilina, dijo a la policía que no saldría de allí sin antes guardar los pocos bienes de su compañera por si volviese a reclamarlos. Durante la investigación que fue reanudada, la policía encontró, entre los documentos de la desaparecida, su fotografía, que enseguida fue reconocida por las ocupantes de la Casa de Campo, así como por los agentes que habían hallado el cuerpo y por el personal de la morgue. La encuesta llevó a una pista que nadie sospechaba: el asesinato lo había cometido un joven del país de Rym, muy involucrado en asuntos de prostitución. Sus tradiciones religiosas y sociales, como él había explicado, no le permitían ser testigo de la depravación y perversión de una mujer de su tierra, por lo cual prefirió antes salvarla quitándole la vida que dejarla expuesta a ese mundo de perdición. El inspector se había interesado por el caso, prosiguió la encuesta hasta descubrir, por medio de los contactos telefónicos que pudo establecer con el hermano de la víctima, que ésa había huido de su país natal —que estaba atrapado en un complejo conflicto interno— porque, tras haber sido raptada y violada por grupos de criminales armados, fue rechazada, según dijo, por su propia familia que se había negado a reconocer a esa hija que le había deshonrado. Madrid, 2001

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