Tano y los disonantes. Sonia Montiel Huerga

Tano y los disonantes Sonia Montiel Huerga Tano y los disonantes Sonia Montiel Huerga © Sonia Montiel Huerga, 2016 Fotografía de cubierta: Pixaba

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UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL FRANCISCO MORAZÁN VICE-RECTORÍA DE INVESTIGACIÓN Y POSTGRADO DIRECCIÓN DE POSTGRADO MAESTRÍA EN GESTIÓN DE LA EDUCACIÓ

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Tano y los disonantes Sonia Montiel Huerga

Tano y los disonantes

Sonia Montiel Huerga

© Sonia Montiel Huerga, 2016 Fotografía de cubierta: Pixabay Primera edición: Enero de 2016 ISBN-13: 978-1522774198

A todos los Tanos del mundo. Nunca dejéis de soñar. Breathe and jump!

Cuando Tano cumplió diez años

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l día que Tano cumplió diez años, nadie imaginaba todo lo que podía pasar en el futuro. No obstante, en defensa de los adultos, diremos que ellos estaban demasiado ocupados pensando en el presente y en esas pequeñas cosas importantes como para pararse a pensar en las consecuencias de lo que sucedió aquel día. ¿Que qué sucedió? Bueno, es simple decirlo: fue el cumpleaños de Tano. Aunque eso no fue lo más importante, como ya hemos dicho. Lo importante de ese día fue lo que pasó en el cumpleaños de Tano. Empecemos por el principio. Los Martínez eran una familia sencilla aunque bien avenida que vivía en la avenida del Pintor Kush, un lugar plagado de chalets en la pequeña ciudad de Villajoquera. Era una ciudad tranquila, únicamente conocida por un festival de música que se organizaba todos los veranos. Paradójicamente, los vecinos detestaban aquel

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evento y todo cuanto implicaba, ya que, según ellos, las personas que irrumpían y ocupaban la ciudad en esos días eran de lo más indeseable que pudiera encontrarse. Se referían, obviamente, a los cientos de jóvenes que se concentraban allí, todos ellos con el pelo pintado de colores extraños, despeinados o rapados y vistiendo ropas raras, hablando a voces e incluso contaminando el aire con las infernales canciones que escupían sus teléfonos móviles. No les culpemos. Al fin y al cabo, los vecinos no sabían nada del rock ni del efecto que este causaba en la juventud. Si lo hubieran sabido, tal vez se habrían atrevido a mirar a aquellos jóvenes con otros ojos. Bien, como íbamos diciendo, en esta ciudad vivían los Martínez, una familia formada por el señor y la señora Martínez y por su único hijo, Antonio. Sí, él es el Tano de nuestra historia, pero todo a su debido tiempo. El pequeño Antonio era un niño travieso y despistado que siempre dejaba sus juguetes tirados por doquier. Era uno de esos niños que perdían los calcetines, se reían con fuerza o que se revolvían el pelo a base de sacudir la cabeza. Sus padres estaban orgullosísimos de él, pues era en verdad un niño talentoso e inteligente que aprobaba todas las asignaturas de su colegio sin pestañear para salir luego a jugar con los demás niños del barrio. Era también un niño educado y respetuoso con sus padres y sus maestros, los cuales ya lo veían con una brillante carrera por delante si se lo proponía. Todos sabían que los padres de Antonio eran muy ricos y buenos en su trabajo, y esperaban que el niño fuera igual al crecer.

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Pero un día, Antonio cumplió diez años. Y todo cambió. Ese día, Antonio se levantó temprano para comprar churros para sus padres y sorprenderles. Con mucho cuidado de no hacer ruido, se lavó, se vistió y se calzó los zapatos. Únicamente olvidó peinarse, pero eso era habitual en él. Abrió la puerta de su habitación con un breve chirrido y bajó las escaleras que llevaban a la planta baja en silencio. Pero... —¡Sorpresa! —gritaron tres voces al unísono. Antonio se detuvo con un grito nervioso por el susto. Entonces vio de qué se trataba. Sus padres lo miraron con cariño y orgullo detrás de la tarta de chocolate que le esperaba en la mesa. Una tarta cuidada en la que había clavadas diez pequeñas velas. Miró a sus padres, completamente sorprendido. —¡Feliz cumpleaños, Antonio! —le felicitaron—. ¿Te gusta la tarta? —Es genial —bufó el niño con una sonrisa cada vez más grande—. ¡Me encanta! —Pues espera a ver los regalos... —dijo otra voz tras él. Antonio abrió los ojos aún más. Se trataba de la tercera voz. Su dueño estaba detrás y, antes de que pudiera girarse, ya estaba siendo abrazado por un hombre maduro de largos pelos alborotados. —¡Tío Francis! —exclamó Antonio, que no cabía en sí mismo de felicidad. Su tío soltó una carcajada y le revolvió el pelo.

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—¡Antoñín! Hay que ver, qué grande estás ya. ¡En nada serás todo un jovencito correteando detrás de las nenas! —¡Francisco! —exclamó la señora Martínez con el ceño fruncido. El otro sonrió y sacudió una mano con dejadez. —No sufras, cuñada —le respondió—, solo estaba bromeando con el peque. Bueno, bueno... Y dime, ¿qué planes tienes para hacer en este año tan importante? —Pues no lo sé... —reconoció el niño, sintiéndose algo saturado de repente. ¿Tenía que hacer planes? Lo único que tenía pensado era comprar churros, comérselos y salir a jugar al balón con el resto de niños de su barrio... —Déjame sugerirte algo: vayamos a dar una vuelta tú y yo... Así podré presentarte a tu regalo de cumpleaños. —¿Qué? —chilló el niño—. ¿Un regalo? —Lo que oyes —respondió tío Francis con una sonrisa de oreja a oreja—. Hay un regalo esperándote en cierta tienda. Lo he encargado yo mismo. ¿Lo aceptarás? Antonio ni siquiera lo dudó. Su tío Francis era con diferencia su tío favorito. Él siempre le hacía regalos muy especiales y muy divertidos, además de mandarle postales cada vez que salía de viaje al extranjero e invitarle a helados y a días enteros en el Parque de Atracciones. Era, en definitiva, el tío guay que todos los niños podrían desear. Corrió hacia la puerta y se volvió, expectante. —¿Vamos, tío? —¡Un momento! —exclamó la señora Martínez, captando la atención del niño—. Tú no vas a ningún sitio hasta que no desayunes.

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—Pero... —Antonio miró a su tío esperando apoyo, pero este se encontraba ya en la mesa sirviéndose un café solo con hielo, pese a que aún era invierno. Rarezas del tío Francis. El niño se vio obligado a volver sobre sus pasos y tomarse una taza de colacao con pastel para que sus padres le dieran el visto bueno. Entonces, tío y sobrino se pusieron los abrigos y salieron de la casa. Cuando cerraron la puerta, una ráfaga helada se coló en el recibidor, donde se habían quedado los padres de Antonio. —¿Crees que le gustará? —preguntó la señora Martínez a su marido, inquieta. —Por supuesto, cariño —contestó el señor Martínez con total seguridad—. Mi hermano es un as con los regalos de Antonio, ya lo sabes. Además, este año se llevan mucho esos cacharros. Todos los niños tienen una en casa, hasta he oído que el colegio va a crear un club de ciclismo y va a hacer excursiones... —Sería fabuloso —comentó la señora Martínez, pensativa—. Antonio solo juega al fútbol, pero, quién sabe, quizá el ciclismo sea lo suyo... Oh, ahí vienen. Oían ya las voces desde el otro lado de la pared. El niño chillaba entusiasmado una retahíla que los padres no podían descifrar desde allí, pero seguramente estaría dando saltos de alegría con el regalo de su tío. El timbre pitó. El señor Martínez se adelantó y abrió la puerta. —¡Pero mira qué regalo más...! —calló de pronto, desconcertado. La señora Martínez se acercó también, sin entender por qué su marido había dejado de hablar

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y sus facciones se habían vuelto duras como la piedra. Pero su ignorancia no duró mucho, solo los segundos que tardó en acercarse a la puerta y a su hijo, el cual mostraba su regalo con una gran sonrisa ilusionada. Lo llevaba con mucho cuidado, colgado de la espalda y sosteniéndolo con una mano. —¡Mira, mamá! ¡Es genial! ¿A que sí? ¡Voy a aprender a tocarla! Era una guitarra eléctrica. —Íbamos camino a la tienda de deportes a por su bici, pero por el camino nos topamos con esto. Le encantó, no pude negársela, le di a elegir y todo —se explicó el tío con una sonrisa forzada. Los padres en cambio lo miraban con dureza. —Antonio, lleva la guitarra a tu cuarto, ahora vamos a verla —dijo su padre. El niño obedeció dócilmente y se marchó escaleras arriba. Entonces, los adultos revelaron sus verdaderos sentimientos. —¿En qué estabas pensando? ¡Acordamos que le regalarías una bicicleta para apuntarle al club de ciclismo! —le recriminó la señora Martínez, enfadada. El señor Martínez asintió a su vez. —Francisco, esto no estaba en los planes. —¿Pero qué os pasa? —murmuró el tío, cruzándose de brazos—. Antoñín la quería... —Antonio —cortó la señora Martínez con un suspiro. —... Yo le dije que ese no era su regalo, que era una bici. Y aun así dijo que prefería la guitarra, ¿qué queríais, que le dijera que no?

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—No habría estado mal —repuso la señora Martínez—. Francisco, todos los regalos que le hacemos están encaminados a formarle para que el día de mañana sea una persona distinguida, un buen ciudadano. El deporte fomenta el trabajo en equipo, la competitividad, la estrategia, habilidades necesarias para la vida. ¿En qué va a beneficiarle a nuestro hijo una guitarra eléctrica? —¡En muchas cosas! —protestó el tío. La verdad, empezaba a molestarle que la hubieran tomado así con él por algo que él no consideraba importante—. La música aporta creatividad, disciplina, da alas a los sentimientos. Parece mentira que esta sea la sede del Festival Rock n’ Bomb... —No era esto lo que habíamos acordado, Francisco —insistió el señor Martínez—. Además, somos los padres de Antonio, tenías que habernos consultado primero. El tío Francis resopló sonoramente. —Iros a la mierda. —¡Francisco! —Vale, se acabó, esto es la gota que colma el vaso. No quiero verte por aquí más. —¿Qué? ¿Y esto a qué viene? —A que nos tienes ya hartos, Francisco. Cada vez que vienes intentas provocarnos a nosotros o al niño. No creo que sea buena idea que sigáis viéndoos. —¡Pero qué dices! ¡Quiero a ese niño con locura! Es un santo, no como vosotros...

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—¡Antonio, dile que se calle! —Francisco, sal de casa. Vamos. —¡Sois unos aguafiestas amargados! ¡Siempre lo habéis sido, solo queréis encajar y ser perfectos en vuestro mundillo! Y queréis arrastrar al niño también... —¡Fuera! —¡Pero no será un niño para siempre! —les advirtió tío Francis muy serio—. Un día crecerá y ya no podréis tenerlo atado y amaestrado como a un perrito. ¡A ver qué hacéis entonces! —Francisco, déjalo ya —advirtió el señor Martínez con voz amenazadora. El tío Francis lo miró con incredulidad y rabia. En el fondo, le fastidiaba mucho que su hermano se dejara influir de aquella manera. Pero lo que más le dolía era cómo podía afectar todo aquello al niño. —¿Qué pasa? ¡He oído gritos! Se oyó un ruido de pisadas bajando las escaleras. Los padres lanzaron una mirada elocuente al tío, que pareció encoger por momentos. Por un segundo, pareció lo que era, un hombre gastado y quemado por el paso del tiempo. Luego llegó Antonio, y todo fueron sonrisas otra vez. —No pasa nada, peque —lo tranquilizó con un abrazo—. Tu mamá ha visto una cucaracha grande como una rata, he tenido que aplastarla bien. —Guau... —Sí, guau... —suspiró el tío, apesadumbrado. El niño le miró.

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—Tío, ¿pasa algo? —¿Eh? ¿Por qué dices eso, chaval? No pasa nada... Oye, tienes que tocar todos los días, ¿prometido? El niño asintió muy serio. —No llegarás a ser un héroe de la guitarra si no entrenas bien esos deditos —dijo tío Francis, tirándole de ellos y arrancando al pequeño una risa—. ¡Bueno! Me voy. Estaré fuera una temporadita, pórtate bien, ¿eh? —¡Cuando vuelvas sabré tocar mil canciones! —le aseguró el niño. —¡Cuando vuelva más te vale ser un rockero de los de verdad, criajo! —se despidió el tío, sacudiendo la mano. El niño agitó la suya a la vez. Entonces, el tío Francis echó a andar y los padres de Antonio cerraron la puerta. El niño bostezó. Todavía tenía sueño. —¿Puedo dormir un rato más? Es mi cumpleaños... —pidió con cierto reparo. Sus padres se miraron. —Está bien —accedió el señor Martínez—. Pero no quiero que te levantes más tarde de las diez y media. —Vaaale... —Antonio se dio la vuelta y echó a correr por las escaleras. —Un día se nos va a caer... —suspiró la señora Martínez, negando con la cabeza. Antonio subió hasta su habitación y cerró la puerta. Se lanzó sobre el colchón de su cama boca abajo, como solía hacer cuando se hacía el dormido si entraban sus padres. Pero no se durmió. Solo se quedó así, con el rostro apretado contra la almohada y los ojos abiertos, aun-

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que no por alegría, sino por incredulidad. Había escuchado toda la conversación de sus padres con su tío. Les había oído echarle de casa. Lentamente y casi sin notarlo, dentro del niño empezó a crecer una leve angustia. La angustia de saber que no vería más a su tío. Una angustia desconocida que con los años acabaría reconociendo como la angustia de sentir que el mundo intenta controlarte te guste o no. Antonio no había sido consciente de ella hasta entonces, no le había importado, porque estaba contento con lo que hacía. Nunca, nunca se había planteado que estaba siguiendo los pasos dictados por sus padres. Le llevó unos años, un tiempo necesario, pero finalmente la pregunta acudió a su cabeza. ¿Y si él no quería seguir el camino marcado? ¿Y si quería seguir su propio camino? Los padres de Antonio no supieron de la mecha que habían prendido aquel día que Antonio cumplió diez años hasta mucho después. Ni siquiera el tío Francis supo lo que había hecho al haber decidido regalar una guitarra a su sobrino más querido. Había salvado el mundo. Ni más ni menos.

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