TAREAS ECUMÉNICAS EN RELACIÓN CON LA IGLESIA CATÓLICA ROMANA

WOLFHART PANNENBERG TAREAS ECUMÉNICAS EN RELACIÓN CON LA IGLESIA CATÓLICA ROMANA La Declaración conjunta luterano-católica acerca de la Justificación

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WOLFHART PANNENBERG

TAREAS ECUMÉNICAS EN RELACIÓN CON LA IGLESIA CATÓLICA ROMANA La Declaración conjunta luterano-católica acerca de la Justificación (1999) levantó muchas esperanzas. Luego se produjo un cierto estancamiento; muchos protestantes no se adhirieron a ella inducidos por una lectura hermenéutica de desconfianza. Más adelante, la publicación de la declaración Dominus Jesus (2000) aumentó la tensión. Profundizar y dialogar acerca del tema de la legitimidad de las ordenaciones luteranas podría favorecer el diálogo con Roma. Ökumenische Aufgaben im Verhältnis zur römisch-katolischen Kirche, Kerygma und Dogma 50 (2004) 260-270.

La situación actual del diálogo ecuménico entre las Iglesias reformadas y Roma, no es alentadora. Cuando en 1999 se firmó la Declaración oficial conjunta luterano católica acerca de la justificación, se podía esperar que este acercamiento con Roma se extendiera a otras diferencias doctrinales. La superación de los prejuicios doctrinales del siglo XVI acerca de la justificación conseguida en Alemania tuvo una repercusión mundial que la fortaleció. Con todo, en la misma Alemania varios círculos protestantes se opusieron. Centraban la resistencia en la doctrina sobre los sacramentos, concretamente la Santa Cena y el ministerio eclesial. Hubo un estancamiento. ¿Por qué? Entre los motivos hay que contar que, por el lado evangélico, sobre todo en Alemania, se leyó el texto de la Declaración sobre la justificación con una hermenéutica de desconfianza y sospecha, como si implicase abandonar la doctrina central de la Reforma acerca de la justificación sólo por la fe, cuando en realidad era lo contrario. Esto tenía que ser doloroso e incomprensible para los católicos. No pocos protestantes, en vez de alegrarse por el acercamiento, daban por probadas las más negras intenciones y, sobre todo, el hecho de que la Iglesia católica lograse la adhesión del protestantismo. No podían ni imaginar que la iglesia católica hubiese hecho un auténtico acercamiento a las afirmaciones centrales de la Reforma. Esta postura tenía que debilitar los esfuerzos ecuménicos de los católicos. La declaración Dominus Jesus Ahora bien, la crítica protestante de los esfuerzos ecuménicos se vio reforzada con la declaración Dominus Jesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 5 de septiembre del 2000: en ella se afirma que las iglesias reformadas no son “Iglesias en sentido propio”, ya que no han conservado la sucesión apostólica de los obispos y con ello tampoco la “realidad original y completa del Misterio eucarístico” (n. 17). El Cardenal Ratzinger escribió en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (22.9.2000) que la intención de esta Declaración era la confesión solemne y jubilosa de Jesucristo, pero no dejaba de insistir en que las iglesias reformadas “no son en sentido propio Iglesias”. Del lado protestante esta formulación tenía que entenderse como un brusco rechazo. Llovieron las críticas y no sólo del lado evangélico sino también de teólogos

católicos. El teólogo católico Peter Neuner mostró que el Vaticano II no había limitado la denominación de ‘Iglesias’ a las Iglesias católicas y ortodoxas orientales, sino que habla de Iglesias y de comunidades eclesiales, dejando expresamente abierto el tema de cuáles son en realidad Iglesias y cuáles sólo comunidades eclesiales. La afirmación de que las Iglesias de la Reforma “no son Iglesias en sentido propio”, no la sostiene sin más el Vaticano II: se trata, pues, de un retroceso. La iglesia ¿es o subsiste en? La Congregación para la Doctrina de la fe afirma, con razón, que el único Señor y la unidad y unicidad de su Iglesia van juntos, ya que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (n. 16). Ahora bien, según la enseñanza del Vaticano II, esta única Iglesia de Cristo “subsiste” en la Iglesia católica romana (LG 8), superando así la doctrina de que la Iglesia católica era, sin más, la única Iglesia de Cristo. Mientras con el verbo “es” se afirmaba la exclusiva identidad con la Iglesia de Cristo, la expresión “subsiste en” indica que la única Iglesia de Cristo, puede subsistir también en otras Iglesias. Las iglesias evangélicas no discuten en absoluto que la única Iglesia de Cristo se realiza y por tanto subsiste en la Iglesia católica, lo único que no aceptan es la identificación exclusiva que, además, no se corresponde con el uso lingüístico del NT. Tanto en los Hechos como en Pablo, se habla de una pluralidad de Iglesias en diversos lugares (p.e. Rm 16, 1; 2 Co 8, 18; Gal 1, 2.22); iglesias que, como iglesias de Cristo, están unidas entre ellas en Cristo y por tanto deben formar una comunidad entre ellas. Y de esto se trata también en los esfuerzos ecuménicos acerca del tema de la comunidad. Con comunidades que no son Iglesias, no puede haber una verdadera comunidad eclesial. Las iglesias evangélicas son conscientes de que, desde el punto de vista católico, no cumplen todas las características esenciales de una Iglesia plenamente desarrollada. Esto vale sobre todo para la constitución episcopal de la Iglesia. ¿Hay que negarles por esto que sean Iglesias? Si se afirma que los bautizados en las Iglesias evangélicas, incorporados a Cristo, “están en una cierta comunión, si bien imperfecta”, (Dominus Jesús 17) con la Iglesia católica, también debería poder decirse de las iglesias reformadas que, “en cierto sentido, aunque no completo, están en comunión” con la Iglesia de Roma. La unidad de la Iglesia es la unidad del Cuerpo de Cristo El documento Dominus Jesus invita a comprender la relación de la única Iglesia de Cristo, reconocida por todos en el credo, con las Iglesias parciales, ya sean éstas locales o instituciones eclesiales surgidas por distintos motivos históricos, como nuestras actuales iglesias confesionales. Ciertamente, no se trata de una suma de iglesias y asociaciones eclesiales; la unidad de la Iglesia es la unidad del Cuerpo de Cristo, que es también Cabeza de una multiplicidad de iglesias locales como las actuales iglesias confesionales. Esta única Iglesia de Cristo se manifiesta concretamente cuando estas Iglesias locales celebran la Cena del Señor y anuncian su Evangelio. El apóstol Pablo no escribe simplemente a la Iglesia de los Corintios, sino a la Iglesia de Dios que se encuentra en Corinto (1 Co 1, 2). La pluralidad de Iglesias en distintos lugares se acredita como “Iglesia” porque en la vida litúrgica de cada lugar se anuncia la única Iglesia de Cristo. Pero esta unidad del Cuerpo de Cristo, que preexiste a las iglesias locales y que se hace presente en ellas en la celebración de la Cena del Señor, es una realidad espiritual que fundamenta la unión de las iglesias locales y

encuentra su expresión en las distintas formas de comunidad eclesial. La unidad del Cuerpo de Cristo que preexiste a las iglesias locales no significa que para su identidad sea constitutiva una organización eclesial universal con su centro en Jerusalén o, más tarde, en Roma. En lenguaje paulino, las varias iglesias locales muestran ser Iglesia, no por ser parte de una Iglesia global, sino por la unión con Cristo, por el hecho de reunirse “en Cristo”. La única Iglesia de Cristo no proviene ni de las iglesias locales ni de su federación, sino del único Señor. En virtud de su presencia en la celebración de la Cena y del único bautismo, todos los cristianos somos miembros de su Cuerpo. Sobre la relación de la comunidad de iglesias impulsada por el proceso ecuménico con la unidad de la Iglesia preexistente en Cristo, ha de haber máxima claridad si se quiere llegar a un entendimiento. Según la doctrina de Lutero, basta la coincidencia en la enseñanza del evangelio y el correcto uso de los sacramentos. Se discute si también es menester la coincidencia en el ministerio ordenado de la Iglesia. Como se afirma expresamente en la Confesión de Ausburgo (CA), Dios ha instituido el ministerio de la predicación, un ministerio de enseñar el evangelio y distribuir los sacramentos, para que la gracia justificadora llegue a todos. Todo indica que ha de haber también concordancia acerca de este ministerio establecido por Dios. Sin embargo, como el ministerio no se menciona en CA 7, algunos luteranos consideran que este ministerio es simplemente objeto de un ordenamiento humano. Ahora bien, CA 5 excluye que el ministerio de enseñar el evangelio y distribuir los sacramentos sea considerado como una de las tradiciones humanas y ceremonias en las cuales no es precisa la coincidencia para la unidad de la Iglesia. Para contestar la pregunta hay que precisar lo que es ministerio de la predicación establecido por Dios, y lo que proviene del ordenamiento humano cambiante. En la Iglesia luterana no todos piensan igual. Para poder dialogar con la Iglesia católica, con los ortodoxos y los anglicanos, convendría tener una postura clara y concorde. El punto de vista católico Según la iglesia católica, es indispensable para la unidad de la Iglesia, junto a la confesión fundamental de la fe formulada en Nicea y Constantinopla, la sucesión apostólica de los obispos. Por esto la Dominus Jesus sólo reconoce como verdaderas Iglesias particulares a las que han conservado la sucesión apostólica en la ordenación de los obispos y por eso también han conservado la auténtica eucaristía. Esto lo dijo ya el Vaticano II en UR 22, pero no dijo expresamente en qué consistía el defecto en el sacramento del orden. Según el punto de vista católico, el poder del sacerdote, que en lugar de Cristo preside la celebración de la eucaristía, depende de su ordenación por un obispo en conexión con la sucesión apostólica. La constitución episcopal de la Iglesia es, pues, constitutiva para una correcta y válida celebración de la Cena del Señor. Pero el mismo concilio subrayó que también los ‘ministerios eclesiales’ “deben ser necesariamente objeto de un diálogo”. El poner en plural ‘ministerios de la Iglesia’ se refiere especialmente a la estrecha conexión entre ordenación sacerdotal y ministerio episcopal. La urgencia de un diálogo acerca de este complejo tema ha quedado más patente después de la Dominus Jesús. De este tema depende, desde el punto de vista de Roma, el reconocimiento de las iglesias reformadas como Iglesias y con ello la posibilidad de la comunidad de las iglesias.

Sucesión apostólica, episcopal, presbiteral Ciertamente, en los decenios posteriores al Vaticano II, el diálogo entre la Iglesia católica y la luterana acerca de los ministerios ordenados ha progresado. Recordemos el documento conjunto de la Comisión Mundial Luterana, y del Secretariado para la Unidad: Los ministerios espirituales en la Iglesia, de 1981, y el documento de Lima: Bautismo, Eucaristía y Ministerios, de 1982, con sus importantes declaraciones acerca de los ministerios ordenados de la Iglesia y su función para la custodia de la unidad de las comunidades en la fe apostólica. Falta todavía un resumen de los resultados alcanzados en la declaración de Porvoo entre la Iglesia luterana y la anglicana (1992). Ahí se reconoce, por un lado, la legitimidad de las ordenaciones de presbíteros ‘de un párroco a otro’ en la Iglesia luterana, tal como se han practicado desde el siglo XVI y, por otro, la disposición por parte luterana a aceptar la inclusión en la sucesión episcopal como una señal, aunque no como una garantía, de la unidad y continuidad de la Iglesia en todos los tiempos y lugares. Esta declaración posibilitó un acercamiento entre los luteranos del norte y la Iglesia anglicana, pero no fue aceptada por los luteranos alemanes, porque lo impedía el acuerdo de la Concordia de Leuenberger entre luteranos y reformados acerca del reconocimiento del ministerio episcopal que consideraban esencial para el ser de la Iglesia. Naturalmente, este punto tiene también una importancia decisiva para el entendimiento con la Iglesia católica acerca del ministerio eclesial. La reforma luterana La reforma luterana no rechazó la ordenación de los obispos de la Iglesia medieval, como consta en el artículo 28 de la Confesión de Ausburgo. La Reforma entendió el ministerio episcopal y el de párroco o presbítero, como ministerios en orden a la predicación. Esto apenas encajaba con las antiguas relaciones de la Iglesia católica medieval, pero sí con la actual doctrina del Vaticano II. En la Confesión de Ausburgo, el contenido del ministerio episcopal se equiparaba al del pastor o presbítero, como se expresa en el giro “episcopi seu pastores” (CA 30.53), en concordancia con el derecho eclesiástico medieval, tal como la enunciaba el Decretum Gratiani: el ministerio episcopal y el de la predicación son en su núcleo el mismo ministerio; sólo se diferencian en la amplitud de la jurisdicción del obispo y en el derecho a ordenar reservado a los obispos. La Reforma luterana estaba dispuesta a reconocer también esto último, pero sólo si los obispos querían admitir la doctrina reformada. Al no poder llegar a ningún acuerdo en Augsburgo (1530), la Reforma organizó su propia forma de ordenar: de un párroco por otro párroco (de un sacerdote o presbítero por otro). Esto se justificó como norma en caso de necesidad, tanto más que el presbítero o párroco en esencia son partícipes del mismo ministerio que los obispos. Con esto se podía creer que se guardaba el principio de la sucesión en el ministerio. Mantenerse en esta posición corresponde a una postura personal de Lutero. Cierto que en 1523 había acentuado el derecho de una asamblea o comunidad a “nombrar y deponer maestros”, pero al mismo tiempo dijo que esto sólo valía en caso de necesidad, cuando no había allí ningún obispo que nombrase un predicador evangélico. En el fondo, Lutero defendió la sucesión en el ministerio episcopal. Los apóstoles llamaron discípulos suyos a sucederles, así Pablo con Timoteo y Tito; a su vez, estos discípulos de los apóstoles eligieron a obispos como sucesores suyos, y así ha continuado hasta nuestro tiempo. Esta regla, según Lutero, no debía modificarse; pero no se excluía que, en caso de

necesidad, cuando no hay obispo alguno que predique el evangelio a la comunidad, se tenga que proveer de otra manera. Para Lutero no era ésta la forma normal de transferir el ministerio sino, más bien, la ordenación correspondiente a la sucesión episcopal. Esta sucesión es una señal de la unidad de la Iglesia en la fe del apóstol y por esto hay que conservarla. La concepción de la Reforma acerca de la unidad del ministerio de los obispos y párrocos no permite entender el ministerio de la predicación de los párrocos, fundado por Dios, como contrapuesto al de los obispos. La doctrina de la Reforma afirma la unidad del ministerio de párrocos y obispos. En este sentido, la parte luterana en diálogo con los católicos ha de apostar por el reconocimiento del ministerio ordenado luterano como una figura de la sucesión apostólica, aunque sea sólo en la forma de sucesión en el presbiterado. Y, a la inversa, hay que estar dispuestos a sostener un ministerio episcopal de vigilancia supralocal que, en principio tiene el derecho a ordenar ya que, en la ordenación y en el ministerio de los ministros luteranos, estriba la unidad de la Iglesia en la fe apostólica. Dirección de la comunidad Sólo en los tiempos postapostólicos el ministerio episcopal se convirtió en la forma clásica de dirección de la comunidad, como se constata en el NT. Esto forma parte, además, del canon bíblico. La primera mención de la palabra “obispo” se encuentra al inicio de la carta a los Filipenses: se habla de “obispos y diáconos” en la comunidad de Filipos (Flp 1,1) y se menciona también la existencia de varios obispos en esta comunidad local. No puede tratarse, pues, del ministerio de la dirección de la comunidad, sino más bien de la presidencia del servicio divino en las diversas casas de los miembros de la comunidad. En el tiempo postapostólico, al contrario, corresponde al episcopos la dirección de la comunidad local entera, como muestran las pastorales (especialmente 1 Tim 3 ss), en el sentido de una dirección mediante la enseñanza, para el mantenimiento de la comunidad en la doctrina del apóstol. Según las cartas pastorales, incluso Pablo habría introducido a los obispos en este ministerio para conservar las comunidades en la unidad de la fe apostólica. En todo caso, los obispos del tiempo postapostólico asumieron de hecho las tareas surgidas tras la muerte de Pablo, para mantener a las comunidades en la unidad de la fe apostólica, a través de su predicación doctrinal. Así, de hecho, se estableció el ministerio episcopal en la sucesión apostólica como la forma clásica del ministerio de la predicación instituido por Dios. Con todo, el ministerio episcopal fue un ministerio local, una especie de párroco de la ciudad y no un ministerio de vigilancia regional. Si se tiene en cuenta esto en el diálogo ecuménico, ha de ser posible comprender el carácter episcopal del párroco luterano. Esto no excluye el reconocimiento de la necesidad de una supervisión doctrinal supralocal, regional que, más tarde, quedó unido con el nombre de ministerio episcopal. También la reforma luterana admitió la necesidad de un ministerio episcopal de carácter regional. Es propio, pues, del episcopos, como párroco local o portador de un ministerio supralocal, la presidencia en la celebración de la Cena del Señor, en la que estriba la unidad de la comunidad en Cristo (1 Co 10, 17). Dada la conexión entre el ministerio episcopal y la unidad de la Iglesia, la ordenación para este ministerio se hacía, por regla general, por medio de un portador de la supervisión doctrinal según la sucesión apostólica, es decir, en la sucesión de la doctrina del apóstol y en su responsabilidad de guardar la unidad de la Iglesia en la fe en un único Señor.

Las Iglesias luteranas deberían poder aceptar que el ministerio episcopal pertenece a la esencia de la Iglesia, sin que se perdiese de vista el carácter originariamente local de este ministerio, o sea, la unidad del ministerio del obispo y el del párroco, orientado a la conservación de la unidad de la comunidad en la fe apostólica. La tarea de una supervisión de la doctrina va estrechamente unida a todo ello, si bien su forma concreta está condicionada por el desarrollo histórico. Las iglesias luteranas, que se habían adherido a la Declaración de Porvoo de 1992, y al Concordato de Convenio en América y, sobre esta base, habían asumido de nuevo la comunidad eclesial con la Iglesia anglicana, actuaron de acuerdo con la reforma luterana del siglo XVI. Sería de desear que las iglesias luteranas alemanas diesen también este paso. Así se reforzaría la esperanza de un posible entendimiento también con Roma sobre la legitimidad y validez de los ministerios ordenados de la Iglesia luterana y la sucesión, en el sentido de la sucesión ministerial de los presbíteros. Los luteranos, por su parte, deberían estar dispuestos a reconocer la necesidad de un ministerio episcopal de supervisión supralocal como la forma normal de transmisión ministerial. Esta solución apartaría la principal dificultad entre católicos y luteranos acerca de la comunión en la Cena del Señor y comportaría la superación del defectus ordinis que se menciona en la UR 22, la falta de un ministerio válido que presida la celebración del misterio eucarístico. Por lo demás, las iglesias luteranas deberían cuidar que sólo actuasen los ministros autorizados para la celebración de la Cena. Comprensión de la Cena del Señor Según los documentos ecuménicos de los últimos decenios, ya no se dan contrastes infranqueables en la comprensión de la Cena del Señor. El núcleo del dogma de la transubstanciación es la presencia real de Cristo en los elementos del pan y del vino, que la reforma luterana también afirmó y defendió, y es independiente de la terminología aristotélica de sustancia y accidente. Según K. Rahner, la transubstanciación consiste sólo en las palabras que dice el sacerdote al repartir la comunión. No dice: “esto es el pan”, sino esto es “el Cuerpo de Cristo”. La segunda y grave diferencia sería la concepción católica de la Cena, según la cual Dios es ofrecido como víctima. Se daría aquí una inaceptable ‘concurrencia’ con el perfecto sacrificio de Cristo en la cruz. También en este tema se ha logrado una comprensión gracias al diálogo ecuménico. La Cena del Señor se celebra en memoria del único sacrificio en la cruz, y con este pensamiento los celebrantes se incorporan a la ofrenda de Cristo como víctima. Esta interpretación, y la de la transubstanciación, precisan de una declaración conjunta análoga a la de la justificación de 1999. Pero las líneas fundamentales para la comprensión de este tema ya se han logrado en el diálogo ecuménico. Algo parecido vale para el concepto general de los sacramentos y del número de sacramentos. Se reconoce que no es decisivo un concepto más amplio o más reducido, siempre que haya mutuo entendimiento entre las acciones litúrgicas correspondientes y los contenidos. Nos alegraría que acerca de estos temas se diese una clarificación en forma de una declaración conjunta de la Iglesia romana y de la Alianza Mundial luterana. Con todo, el problema central que hay que solucionar, si se quiere avanzar hacia una recíproca admisión a la comunión en las celebraciones de la Cena, estriba en la comprensión de los ministerios ordenados y la posibilidad de que Roma reconozca los ministerios luteranos. Si esta meta se alcanzase, permanecerían, cierto, diferencias, pero se viviría en una amigable diferenciación y sería posible una comunidad eclesial entre nuestras iglesias.

Tradujo y condensó: JOAQUIM Mª ARAGÓ

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