Temblor sin temor: miedo y angustia en la filosofía de Martin Heidegger

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Factótum 10, 2013, pp. 55-67 ISSN 1989-9092 http://www.revistafactotum.com

Temblor sin temor: miedo y angustia en la filosofía de Martin Heidegger Alberto Ferrer García Universidad de Valencia (España) E-mail: [email protected]

Resumen: La angustia (Angst) es la posibilidad permanente, para el Dasein, de darse de bruces con una Nada que le provoca su radical temblequera: la quiebra de sus fundamentos (Gründe), el estar constantemente al borde del abismo (Ab-grund). Como hiciera Heidegger, siguiendo a Kierkegaard, distinguiremos en este trabajo el simple “miedo” (Furcht) y su remisión a lo determinado de una mayor categoría existencial como lo sea la angustia indeterminada. Terminaremos, de mano de Freud, atendiendo a la tensión fundamental entre lo Heimlich y lo Unheimlich viendo de qué manera la angustia es un estado propio del “estar-en-el-mundo”. Palabras clave: existencialismo, nada, Dasein, Heidegger, Freud, siniestro. Abstract: Angst (Angst) is the permanent possibility, for Dasein, of running up against a nothingness that causes its radical wobbling: the bankruptcy of its grounds (Gründe), being constantly on the edge of the abyss (Abgrund). In the manner of Heidegger, according to Kierkegaard, we distinguish in this work simple “fear” ( Furcht) and their referral to determined of a higher category existential as the indeterminate angst. We'll end, by the hand of Freud, attending to the fundamental tension between the Heimlich and the Unheimlich seeing how angst is a state of “being-in-the-world”. Keywords: existentialism, nothingness, Dasein, Heidegger, Freud, uncanny.

1. Preludio: la puesta en música del mundo Nuestro habitar en el universo no es únicamente, como acontece en el resto de las cosas, un estar físicamente –materialmente– sino que, además, lo habitamos sentimentalmente tornándosenos tal “universo” hogar nuestro –un morar propio que hace de éste nuestro “mundo”. Y sin embargo las leyes físicas se ensañan con todos nosotros –cosas y personas– con igual “desconsideración”; sólo que las simples cosas –aquello de poca monta (cf. Heidegger, 2001: 134)– no se rebelan, no protestan ante el trato plebeyo que reciben del universo. En cambio a nosotros –y quizá en ello reside aquella nuestra fragilidad que Nietzsche nos dejó al descubierto– nos ofende la frialdad e indiferencia con que luce el sol –como si nada hubiera pasado– el día más oscuro de nuestra vida. Ante ello sólo nos queda –y, bien mirado, no es poco– blasfemar y maldecir a esa “injusta” naturaleza que tan sin discernimiento

obra: “Pallida mors aequo pulsat pede pauperu tabernas regumque turres” (Horacio, Carmina, I, 4). Poblando de sentimientos el universo de las cosas hemos acabado por convertirlo en mundo (Welt) habitado y ante todo habitable. Estamos en él (In-Sein) en la medida en que lo habitamos, lo amamos, lo cultivamos; un perpetuo condimentar la realidad para no perder la familiaridad (Vertrautheit) con la misma, esa cercanía, esa confianza “natural” con que de ordinario andamos y nos tratamos con las cosas. Perdemos por completo la capacidad de asombrarnos de lo que nos rodea, mas la cuestión será si queremos seguir extrañándonos. El extrañamiento acontece entonces como algo excepcional y, por lo general, desagradable –o, cuanto menos, inquietante. Extrañeza, imprevisibilidad, desconcierto, rareza… sentimientos que parecen tales por contraste con la seguridad, la confianza, la familiaridad con la que nos hemos acostumbrado a estar en el universo de las

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cosas que nos hemos creado. Artífices de nuestra propia seguridad en constante vigilia contra todo aquello que trate de franquear nuestro muro de cotidianeidad, de seguridad, de calma. De igual manera que en el dolor físico sólo nos interesa nuestro dolor y lo que este nos descubre –no lo que descubra a la ciencia–, también del mundo nos interpelan, de manera dramática, los sentimientos que de éste brotan, quedando al margen lo que de él tengan que decir la física, la geología o la biología, entre otras tantas. La ciencia nos informa, el sentimiento nos conforma –nos traduce lo hostil del universo inventando “una traducción sentimental de todo el universo a lenguaje de familiaridad, de aire de familia; así es, sentimentalmente, como habitamos los hombres en el universo” (García Bacca, 1962: 205). Mas por mucho que nos protejamos en nuestra habitual y cotidiana familiaridad con las cosas no quedamos libres del asalto de acontecimientos extraños, imprevisibles, sustos, espantos, temores, desconciertos que nos destemplan (Verstimmen). Sentimientos que ponen en tela de juicio nuestra arquitectónica de lo cotidiano, la seguridad de nuestras redes. Con todo se da en nosotros un sentimiento de radical y decisiva importancia para la cuestión básica de la ontología, para el ser del Dasein: el sentimiento de la angustia (Angst) –un “encontrarse” fundamental. Una acción de apertura que nos pone en música – digámoslo así– nuestra existencia. Sabemos, sentimos y notamos que existimos y así “la angustia [nos] hace patente la nada” (Heidegger, 1974: 51). Nos encontramos, pero nada más. No sabemos –ni podemos saber– de qué o de quién procedemos, si es que de alguien o algo venimos; ni para qué hemos venido a este mundo, si es que algún fin tuviera nuestra estancia; ni por qué causa somos, ni cuál sea nuestra “esencia” – si es que tenemos algo as “No queda asidero ninguno. […] Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada donde agarrarse.” (Heidegger, 1974: 51)

Y aunque benévolamente tomásemos por ciertas las múltiples teorías y creencias físicas, teológicas, filosóficas, que se prestan como asideros para tornar “el yugo más llevadero y la carga ligera” (Mt 11: 30), no conseguiríamos que nuestra realidad quedase verdaderamente convencida, pues a la realidad no se la calla con dogmas. No hay sentencia que amordace lo real.

“Hacemos ciencia, pero nuestra realidad no se hace jamás científica, tan evidente o transparente en sí como lo son los teoremas o conexiones de lo científico.” (García Bacca, 1962: 208)

Sabemos de nuestras enfermedades pero somos incapaces de curarnos a nosotros mismos de la brutalidad esencial de lo real. El dolor pone de manifiesto la imposibilidad de mandato sobre nuestra realidad. Lo que nos es propio se nos escapa de las manos: “El ser es vuelto patente como una carga” (Heidegger, 1991: 151). No podemos echarnos ese peso de encima. La angustia nos hace temblar por nuestra realidad, por nuestra realidad de hecho, de simple y bruto hecho. Nos desestabiliza –destempla– a nosotros y a nuestro mundo, a nuestras cosmovisiones (Weltanschauungen). Es esa la auténtica “temblequera del Ser del hombre” (García Bacca, 1964: 206), su radical enfermedad: que lo real devenga temblequera de piernas, quiebra de fundamentos (Gründe). “La rebaja frente a Kant y Husserl, no puede ser mayor y más brutal. […] La angustia, el temor y el temblor que por nuestra realidad, no podría surgir ni en un yo trascendental ni en un yo eidético. E inversamente: la presencia de la angustia depone contra todo idealismo, contra toda filosofía que pretenda hallarnos un diamante dentro, un fundamento positivo y esencial de eternidad, de seguridad en el ser.” (García Bacca, 1962: 209)

Extraños y peregrinos debemos sentirnos, y nos hace sentir la angustia, en medio del mundo de las cosas. Nos sentimos con ese «temple de peregrinación y extrañeza –del que nos habla Juan de la Cruz– en que todo nos parece diverso y otro de lo que ser solía». Las cosas existen pero no siente que son de hecho, no les duele su caducidad ni dan sentido a la misma. No les pesa que la realidad de verdad esté expuesta a lo irracional, a la brutalidad y la desconsideración. No necesitan huir de la ontología, del ser que son. No les aterra el silencio de los espacios infinitos (cf. Pascal, Pensées, 201). No les aterra la Nada. “El temor y temblor de Dios, decía la sentencia clásica, es el principio de la sabiduría; el temor y el temblor por nuestra realidad, la angustia por nuestra facticidad, es el principio de la sabiduría, de la filosofía, y el inicio de la destrucción sentida de todos los optimismos, fábulas,

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teorías, mitos, dogmas que para no reconocer tal facticidad, para huirnos, habíamos complacientemente tejido, a ver si tejiéndonos o entretejiéndonos con otros seres, quedábamos firmes y asegurados.” (García Bacca, 1962: 212)

2. Una apertura sentimental. El temor de bienvenida Hablar de la angustia es hablar, irremediablemente, de la nada. Una nada que se nos escapa en la medida en que apela a una “realidad” escurridiza, que no se deja aprehender por el instrumento privilegiado del concepto. No hay algo así como un concepto de la nada; la nada se desvanece en el ejercicio de su intelección. Intelectualizada sería algo, y la nada, nada es. Lo que sí hay es una experiencia de la nada, de manera que lo que el concepto nos hurta la experiencia nos lo concede –la cuestión será tratar de acceder a esa “experiencia” de la nada. Con ello Heidegger estaría apuntando a una revaluación, a una recuperación de aquello que en un término más clásico llamaríamos algo así como la lógica del corazón, esa lógica pascaliana por la que el corazón tiene razones que la inteligencia no es capaz de comprender (Pascal, Pensées, 277). Aquello que quedó al margen es ahora la piedra angular. “Lo que llamamos “sentimientos” no son ni fugaces fenómenos concomitantes de nuestra actitud pensante o volitiva, ni simples impulsos de ella, ni tampoco estados simplemente presentes con los que nos avenimos en una u otra forma.” (Heidegger, 1974: 50)

Esos estados de ánimo, esos sentimientos, no son fenómenos pasajeros de los que el hombre pueda desprenderse sino que, bien al contrario, constituyen un elemento central –esencial– del cual no podemos prescindir si de lo que se trata es de comprender al “sujeto”; todo lo contrario: poseen una densidad ontológica, una capacidad de apertura, de revelación, que no debemos desechar. Nos abren de una manera no reflexiva pero efectiva, la circunstancia, la condición, el punto exacto en el que nos encontramos. No podemos serles esquivos si pretendemos construir una imagen completa, integral, de la realidad del Dasein, ya que nos abren las narices respecto de un modo olvidado de olfatear: “Si todas las cosas se volvieran humo, las narices las discernirían” (Heráclito, fr. DK 7).

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Todo consistirá en dar con el estado de ánimo, el afecto, que nos brinde la apertura a la experiencia de la nada. Aburrimiento y alegría dos posibles estados desestimados en la medida en que, uno y otro, revelan la totalidad del ente: “cuando estos temples del ánimo nos conducen […] frente al ente en total, ocúltannos, precisamente, la nada que buscamos.” (Heidegger, 1974: 50)

Esto es: el profundamente aburrido, o el esencialmente alegre, comprenden todo lo que hay como algo que estimula, ratifica, o viene a dar razón de ese su profundo y esencial aburrimiento o alegría. En la medida en que tales estados no nos son útiles en nuestra búsqueda de la nada, Heidegger nos invita a reparar en los estados del miedo (Furcht) y la angustia (Angst) diferenciándolos. Aunque tal diferenciación vaya a remitir, en última instancia, a la delimitación precisa de la angustia –el concepto fundamental–, caracterizar el miedo no será una cuestión baladí. Un miedo que es una referencia objetiva en la medida en que siempre remite a algo –un ente intramundano, algo cósico, algo conocido y que se teme; por tanto referencia a algo antes que a nada –vgr. “En el ser para la muerte del miedo, no estoy frente a la nada, sino frente a quien está contra mí” (Levinas, 2002: 247). De ahí el carácter determinado de éste, es decir, puede no estar presente pero eso no lo priva de su determinación en la medida en que ese su no estar presente es el preámbulo, el anticipo de su presentación; por eso esa ausencia de determinación nos conduciría al fenómeno de la amenaza. Además, y en relación con esta determinación, cabe señalar que el fenómeno del miedo remite, irremediablemente, a la cuestión general de la seguridad de la existencia. La labor que se nos concede no es sólo la tarea nietzscheana de ser amos y escultores de nosotros mismos sino que ésta ha de ser completada con nuestro cuidado. De ello nuestra necesidad incesante de acumular seguridad, de construir estabilidades y regularidades – vgr. la cultura es nuestra gran construcción de seguridades, nuestra inmensa aportación de respuestas. El miedo de la nada, por tanto, parece que sólo mide nuestra atadura al ser (Levinas, 1947: 11); el miedo termina por hacernos perder la cabeza (Heidegger, 1974: 50). Por el contrario lo que causa la angustia es algo inidentificable, indeterminado, desconocido, la angustia es angustia de

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nada; la angustia nos abre la nada. Una angustia que carece de sujeto, de un quién, de manera que si la angustia llega (y llega…) no es para completar al sujeto sino para desestabilizarlo al punto de borrarlo, de hacerlo desaparecer. Angustia que queda envuelta en un movimiento doble, en la medida en que supone, por una parte, una retirada del mundo; y por la otra, y asociada a esa retirada, una vuelta sobre sí del “sujeto” de esa experiencia traumática que resulta ser la angustia. Así la angustia parece privar al sujeto de toda forma de asidero, de punto de anclaje, de estabilidad, de seguridad, de orientación; la angustia remite a una desposesión de sí, no es una experiencia de perfección, es, en todo caso, una experiencia de desfundamentación de todo aquello que aportamos para construir razón, para construir sentido, estabilidad, regularidad. Además esa angustia nos priva de la palabra, nos las vela (Heidegger, 1974: 51); es una experiencia que conduce al mutismo antes que a la parlanchinería, antes al silencio que a la abundancia de las palabras. Es una manera de hacerse cargo de esa asimetría, de esa imposibilidad del lenguaje; es una manera para hacerse cargo de la realidad escurridiza de la nada. Carente de lenguaje, carente de estabilidad, ese sujeto, hasta aquí divisa de la modernidad, se ve sometido a la experiencia traumática de la desposesión. En la búsqueda dentro de Sein und Zeit, § 30, de más datos que clarifiquen o detallen con mayor concreción ese miedo –ese temor– nos llama la atención esa nota a pie de página que nos remite a la Retórica de Aristóteles (Heidegger, 1991: 157 nota 1); una remisión justificada por un Heidegger al que le interesa el Aristóteles de la filosofía práctica, ese que, sucintamente, había pensado y conceptualizado esa realidad móvil, dinámica, de la propia existencia; tarea que, en última instancia, se aviene al proyecto del propio Heidegger en esos momentos. Es por ello por lo que a Heidegger no le interesa aquí lo que de “disciplina” hay en la Retórica sino el antes de la “retórica”: la experiencia humana vital acumulada por ese discurso que con posterioridad, y sólo con posterioridad, puede ser articulado como “disciplina”. Liberados del cliché propio de un código queda esa experiencia de la cotidianidad, esa experiencia del “ser uno con otro” (Heidegger, 1991: 156). No solo se trata de disponer de aquellos instrumentos generadores, infundadores, del miedo, la risa o el temor; estos son

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insuficientes si no vienen acompañados de una profunda experiencia de pánico, terror, risa, lirismo, etcétera. Lo decisivo no es el andamiaje sino el sentimiento, el sentir el hombre en sus carnes tales experiencias. Sólo conocemos qué es el miedo cuando lo hemos sentido realmente, cuando hemos quedado paralizados por el mismo. Aristóteles caracteriza el φόβος como “un cierto pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso” (Aristóteles, 2005: 334). El miedo es, en definitiva, un estado de ánimo, un afecto, un sentimiento, algo que no se confunde ni con la voluntad, ni con el intelecto. Algo que nos abre una configuración del mundo que vivimos como amenaza, como peligro, como incertidumbre. Una situación difícil y no ordinaria la cual debemos gestionar y a la que debemos hacer frente, es decir, ofertar una respuesta en la medida en que experimentamos una cierta conmoción, una cierta inquietud. Una desestabilización que nos avoca a una inevitable puesta en cuestión. Además, curiosamente, ese estado de ánimo no es causa sino algo causado –un efecto; por tanto a lo que se apela es a una exterioridad, a un afuera, a algo mundano – objeto, cosa, persona– que es la causa, la motivación, la razón de ser de esa inquietud, de esa desazón que me desestabiliza y afecta. Esto ratificaría la idea que anteriormente esbocé de que el miedo apela a la determinación –a lo susceptible de ser representado, algo de lo que puedo distinguir un perfil, identificarlo, un algo, en suma, que me impide decir que no sé a que temo. Si no sé decir de qué tengo miedo es, seguramente, porque no tengo miedo de nada. Asimismo, añade Aristóteles, esa representación del miedo es el signo de un mal destructivo o penoso, “nocivo” dirá Heidegger al dar la primera característica de aquello que se teme (Heidegger, 1991: 158). Miedo, zozobra, inquietud, nada de ello acontece cuando lo que uno vislumbra destila bondad, pues el miedo se presenta siempre con carácter maléfico; el miedo siempre viene a quitar, a privar de algo, nunca a dar, esa privación es lo maléfico.1 Además es un mal inminente –“se acerca”, señala Heidegger en la cuarta característica (Heidegger, 1991: 158). El 1

Son temibles las cosas susceptibles de causar daño, ese es su sentido maléfico; una maldad no dotada, al menos aquí, únicamente de un sentido moral, sino que remite, en última instancia, a aquello que viene a alterar, a modificar, un estado de cosas en el cual nos reconocemos, el cual oferta seguridad o estabilidad.

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miedo no es algo estático sino puramente dinámico; dinámico en la medida en que se resuelve en la proporción entre la cercanía y la lejanía. Es decir, experimentaremos un miedo mayor cuanto más cerca estemos del objeto amenazante, de la misma manera que nos relajaremos –digámoslo así–, reduciremos nuestro temor, cuanto más lejano esté el objeto que nos amenaza. Pertrechados con esa definición podemos abordar los dos epígrafes siguientes. “Si esto es el miedo, necesariamente serán temibles cuantas cosas manifiestan tener un gran poder de destruir o de provocar daños que lleven a un estado de gran penalidad. Por la misma razón, son igualmente temibles los signos de tales cosas, ya que ponen de manifiesto que lo temible está próximo; y esto es el peligro: la proximidad de lo temible.” (Aristóteles, 2005: 335)

Por una parte el miedo tiene que ver con el espacio, con “el paraje” (Gegend) –dice Heidegger como segunda característica (Heidegger, 1991: 158)–, es decir, con lo cerca o lo lejos que nos encontramos del objeto temido –lo cual viene a poner de manifiesto una enseñanza vital: una buena manera de ganar en seguridad es generar distancia, es decir, andar con cuidado a la hora de otorgar confianza, pues al dar confianza se da cercanía, y la cercanía hace aumentar la amenaza. Por otra parte el miedo va asociado al poder –entendido aquí como posibilidad–, es decir, como capacidad de actuar y generar efectos. De manera que sólo hay miedo allí donde hay algo o alguien capaz de actuar, y lo que es peor: capaz de actuar contra mi. Por tanto, aquello que está inerte –que no se mueve, que no actúa– no genera miedo. Es una sencilla regla de tres: de aquello quieto puedo apartarme, si me aparto genero espacio y hay distancia, si hay distancia me estoy generando seguridad;2 yo controlo ahora al temor y no el temor me controla a mi. Por eso el miedo surge cuando se quiebra la ordenación –tanto física como de orden moral– que hemos concedido a las cosas. Buena parte de nuestra existencia radica en la construcción de seguridades, no sólo por tranquilidad, por confort, sino que ese es también un imperativo vital. No podemos estar viviendo perpetuamente acosados, necesitamos que nuestras preocupaciones se tornen mansos animales

2 La falta de seguridad es, precisamente, la tercera de las características que Heidegger esboza en su caracterización del

miedo (Heidegger, 1991: 158).

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de compañía,3 aunque sea perenne la posibilidad de que, en el momento menos pensado, nos propicien un buen bocado. Toda convivencia se arbitra sobre un juego de equilibrios, quebrado tal orden desaparece toda estabilidad. Es temible el hombre injusto por arbitrario, pero también la injusticia misma por hacer desaparecer la codificación de las conductas –el hecho de que nos vamos a regir todos conforme a una idea reguladora, a un patrón, canon o código de justicia. Cometida la injusticia, el agravio entre dos personas, tendremos graves dificultades para anticipar la respuesta del otro en la medida en que éste actuará movido por esa ruptura del contexto y de la ordenación de nuestra propia convivencia. Por eso, seguirá diciendo Aristóteles, son muy temibles esas circunstancias en las que uno le inflige a otro un mal que exige una respuesta proporcional al mal inflingido. Es terrible la respuesta a una situación que no admite enmienda, ya que cuando nada puede superar a aquello sufrido se regresa al bellum omnium contra omnes. Ha quedado patente que el miedo tiene una clara relación con el espacio pero también intuimos que la debe tener con el tiempo en la medida en que apunta hacia nuestra finitud: si tuviésemos conocimiento de aquello que va a suceder en el futuro no experimentaríamos miedo, simplemente aguardaríamos a que pasase lo que tuviese que pasar; mas como nuestro conocimiento es limitado –en cuanto a lo que al futuro se refiere– vivimos en el temor que engendra el ¿qué pasará? Ese es el desajuste de la incertidumbre (Heidegger, 1991: 158) de no saber qué pasará; si lo supiésemos no habría temor alguno, resignación, acatamiento, sí, pero no temor. “ es, más bien, preciso que aún se tenga alguna esperanza de salvación por la que luchar. Y un signo de ello es que el temor hace que deliberemos, mientras que nadie delibera sobre cosas desesperadas.” (Aristóteles, 2005: 338)

La esperanza es esa disposición del ánimo que nos hace esperar la posibilidad de que aquello que creemos que será así no sea realmente así –ese permanente riesgo de que, finalmente, todo quede en una falsa alarma, que el mal termine pasando de largo (Heidegger, 1991: 158).

3 “[L]a gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones como a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el fondo no se teme” (Zweig, 2002: 45).

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El ante qué es algo interno al mundo, inserto en una circunstancia y, por tanto, cognoscible, determinado. Eso es lo que constituye aquello que Heidegger califica como lo amenazador. Existe una diferencia entre el temor y la amenaza, en la medida en que la amenaza es un preámbulo, una anticipación, algo latente que amenaza – nunca mejor dicho–, algo que se barrunta en el ambiente; y hay determinados síntomas que advierten, que ponen sobre aviso al sujeto para que esté en alerta, para que sospeche de que algo viene a desestabilizar su situación presente. Lo amenazador podrá ser una cosa, una persona, una circunstancia, ello nos es indiferente, pero lo fundamental es que, sea lo que fuere, debe ser algo activo, algo que puede acercarse –y en la medida en que se acerque irse tornando cada vez más temible y amenazador. Todo el acento ha de recaer aquí pues sobre ese carácter potencial de posibilidad, de actividad propia de lo amenazante, tomando así la idea que anteriormente caracterizamos de Aristóteles por la que el temor siempre va asociado a la actividad y no a lo inerte o pasivo. En resumidas cuentas, el temer es lo que resulta de haber identificado con éxito una situación amenazante que engendra tal temor. Así la posibilidad de amenaza o temor va indisolublemente ligada a la condición mundana del hombre. Porque el hombre, ineludiblemente, tiene un mundo es por lo que puede experimentar ese sentimiento de temor, de amenaza. El mundo no es añadido alguno al sujeto; no hay hombre sin mundo –la misma realidad del hombre lleva ya aparejada esa su condición mundana. Como quiera que sea el hombre está en el mundo y lo está de manera finita –limitada en el tiempo, limitada en sus fuerzas y potencialidades, limitada en su conocimiento. Desde ese punto de vista, esa fuente –digámoslo así– de temores que es nuestra condición mundana estará siempre abierta; si esto es así el miedo jamás desaparecerá de nuestra realidad –estará más o menos presente, pero lo que nunca estará es ausente; será siempre algo latente, algo susceptible de ser actualizado en cualquier momento, bien para mejor, bien para peor. Un miedo que, además, sentimos en carne propia, que no podemos sentir por otro; sólo puede experimentar temor o miedo aquel a quien le es entregada su existencia como tarea, aquel que ha sido señalado (ausgezeichnet): “sólo un ente al que en su ser le va este mismo puede atemorizarse” (Heidegger, 1991: 158). Sólo

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desde ese cuidado de nosotros respecto de nosotros, sólo desde esa atención que nos brindamos a nosotros mismos, sólo desde esa tarea que nos constituye en nuestros sujetos y objetos, sólo desde ahí cabe la posibilidad del temor; y, al límite, tememos por la propia vida –una vida que no es más que la mera relación de nosotros respecto de nosotros, la manera en que nos hacemos, en que nos construimos a nosotros mismos. No hay mayor temor que aquel de que nos sea arrebatada, o de que se nos agote, la tinta con la que nos encontramos redactando nuestra biografía. Así el miedo nos individualiza, nos reduce a lo esencial –la vida como tarea– privándonos de todo lo accidental. Todo queda reducido a ese puro egoísmo, a ese temor por nosotros. Todo temer por algo otro remite, en última instancia, al temer por nosotros mismos –en la medida en que la destrucción de eso otro altera mi propia existencia. Así el temor no viene a completarnos sino a privarnos de determinadas seguridades y estabilidades. No hay mayor y radical miedo que aquel que se tiene a la propia existencia. Ese miedo, además, tiene un efecto paralizante; no sólo en lo que a reducción de movilidad se refiere, sino también en lo que hace a nuestra capacidad de respuesta –en el miedo somos privados de las accidentalidades con las que construimos nuestra existencia. Pero –y todo el acento recae en este pero– tiene un efecto perverso, en el sentido de que nos deja a merced de las circunstancias. Estamos en función de –lo cual, dicho sea de paso, es una máquina de generar errores, pues tales condiciones no permiten generar respuestas a las amenazas que se nos vienen encima. Por ello quien supera un temor se recobra, vuelve a tomar posesión de sí. De ahí que, como dijimos, el miedo se refiera a cada uno de nosotros y sólo en un sentido derivado uno sea capaz de experimentar temor por el otro. “Este ‘temer por’ no le quita al otro su temor” (Heidegger, 1991: 159). El miedo es un sentimiento intransferible –nos toca nuestra interioridad esencial, intraducible, de la propia existencia en lo que tiene de tarea: yo no puedo vivir la vida del otro, de la misma manera que no puedo quitarle al otro el miedo de encima. Existe ese miedo compasivo, compartido, ese “segundo nivel” del temor que es el temor por el otro, por aquello que señala Aristóteles y que viene a repetir Heidegger: tememos por el otro tanto más cuanto el otro es inconsciente del peligro que corre, cuando es un temerario. De ahí que todo el

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acento venga a recaer sobre esa singularidad intransferible de los afectos: se comparte la alegría con el otro, mas no podemos apropiarnos de su alegría; podemos compartir miedos, pero no podemos suprimir la experiencia del temor en el otro. Por ello, en Heidegger, esa descripción fenomenológica del miedo prolonga en múltiples modalidades, en diversas posibilidades, lo que, hasta ahora, había sido un fenómeno unitario. A ello se debe que, por poner un ejemplo, podamos hablar del “espanto” como la aceleración de velocidad del objeto, cosa o circunstancia amenazante. Temor y espanto se diferenciarían en la instantaneidad, en la velocidad. De la misma manera el temor puede convertirse en “terror” cuando la dialéctica no es la de cercanía / lejanía, sino conocido / desconocido –aterroriza lo que no comparece. Hablaríamos de “pavor” cuando lo amenazador surge de la suma entre lo terrorífico y lo instantáneo –cuando lo terrorífico se hace súbitamente presente. Y habrían muchos más modos –el ser pusilánime, la zozobra…– mas creo que estos son suficientes para nuestra intención: mostrar que aquello que creíamos que era un fenómeno único, aquello que confundíamos con la angustia, el terror, el pavor… vemos, por el análisis fenomenológico que establece con precisión ciertos cortes, que no lo es. Todos ellos son fenómenos que se relacionan mas no se confunden. Una mirada que aporta rigor, en la misma proporción en que aporta distinción y claridad –emblemas de la racionalidad moderna. El miedo, y con ello iremos concluyendo la caracterización de éste a modo de resumen, se sitúa en el interior de la naturaleza humana. Por tanto no es algo eliminable sino latente, dormitante pero constante. Nos pongamos como nos pongamos nos acompañará siempre, la única buena solución, tal vez, sea conocer en qué consiste. La actitud pues será la de la vigilia, la de un constante estar despiertos a la posibilidad de su reaparición. Así, asumiremos la vida como tarea y no la “viviremos” con la frialdad de la despreocupación por la misma –nos haremos cargo no solo de nosotros mismos sino también de todo aquello que pueda amenazar a nuestra existencia. De ahí que esa condición temerosa no debe avergonzarnos, no debemos tratar de ocultarla supliéndola con una falsa valentía – impostada y ridícula–, sino que se trata de asumir nuestra condición de finitud. Siempre existirá la posibilidad de la sorpresa, la

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anomalía, en suma, de lo imprevisto –de lo que nos amenaza. Con lo que no contábamos, con lo irracional. Una condición que se desenvuelve en una doble modalidad: el ser-en (In-sein) y el ser-con (Mit-sein). En el caso del miedo, que es el que nos viene ocupando por el momento, esto significa que puede tornarse amenazante, tanto la referencia a las cosas, como la referencia a las personas; tan amenazante es la una como la otra. Destaco, por último, aquello que ha sido el hilo conductor de la lectura de este parágrafo: esa dialéctica múltiple en la que, tanto Aristóteles como Heidegger, ubican el fenómeno del miedo, la dialéctica entre la cercanía y la lejanía, la seguridad y la inseguridad, entre el adentro de la mismidad y el afuera de la exterioridad, entre la privación y la posesión, entre la velocidad y la lentitud, lo conocido y lo desconocido, la actividad y la pasividad. Es justo desde aquí desde donde podemos acercarnos ahora a la angustia con una idea bien precisa: destacar la distancia entre una y otra, entre el temor y la angustia; sólo así alcanzaremos a comprender la función central que Heidegger concede a la angustia. Ello nos remitirá a un parágrafo más de Sein und Zeit, § 40, al cual nos acercaremos con una estrategia diferente a la lectura del temor. Una lectura, en esta ocasión, desde la óptica de la huída –aquel fenómeno que Heidegger caracteriza como la “caída” (Verfallen); existimos huyendo, nos va ello en nuestra propia condición, vivimos en una constante huida, pero ¿de qué, hacia dónde?

3. La fuga ante la nada “El absorberse dentro del uno y cabe el “mundo” de que se cura hace patente una especie de fuga del “ser ahí” ante sí mismo como “poder ser sí mismo” propio. Pero este fenómeno de la fuga del “ser ahí” ante sí mismo y su propiedad parece ser el menos apropiado para servir de base fenoménica a la investigación que sigue. Justamente en esta fuga no se pone el “ser ahí” ante sí mismo. Respondiendo al movimiento más peculiar de la caída, el desvío lleva lejos del “ser ahí”.” (Heidegger, 1991: 204)

A la existencia le es propio el gesto de la huida, del abandono, del distanciamiento, un complejo gesto dicotómico por el cual a la vez que se abandona uno se vierte en algo. Huyendo de sí la existencia se orienta, confía lo más significativo a los entes, a las cosas, a las circunstancias exteriores, se huye hacia el mundo mismo. Es huyendo donde

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encuentra el confort –ese contexto de referencias estables y firmes que uno se introduce en el contexto de la vida interpretada a fin de encontrar una respuesta totalizante. Desprendiéndose de sí mismo, y poniendo todo en función de una instancia exterior objetiva que gobierna, se construye una existencia que nada tiene de “propia”. Una donación de sentido enajenada que adquiere la forma de la recepción: germen del ante qué y el por qué de la angustia. “El ‘por qué’ se angustia la angustia se desemboza como aquello ‘ante qué’ se angustia: el ‘ser en el mundo’.” (Heidegger, 1991: 208)

La angustia escinde ese desahogado mundo: disipa los asideros, trae consigo la opacidad, la oscuridad se cierne sobre las cosas; en definitiva, agota la estabilidad y la firmeza de las referencias objetivas en las que el Dasein encontraba su sentido. La totalidad sumida en la indiferencia del sentido ausente patentiza la interpelación cardinal: ¿por qué había algo y ahora, de pronto, todo es nada? (cf. Heidegger, 1959: cap. I). Es imposible sostener el sentido cuando hay algo, sí, pero perfectamente podría no haber nada. Es la hora de la noche –por seguir la estela solar nietzscheana– más cerrada y profunda, el momento de máxima opacidad, de carencia total de sentido. Todo ello no surge de una compleja tesis fruto de una larga cadena de razonamientos, sino que es el resultado de una vivencia: la angustia que revela la nada como ausencia del sentido, el fin de las referencias objetivas que constituían el nervio existencial del Dasein. Privado de éstas el Dasein se ve obligado –en un ejercicio de compensación– a mirar sobre sí mismo, a volverse hacia lo subjetivo con vistas a intentar reconducir la situación, a tratar de buscar ese basamento del sentido en lo subjetivo; de manera que aquello que perdemos por el lado de lo objetivo entendemos que podría alcanzarse desde el sí mismo. Mas el Dasein desorientado es incapaz de hallar compensación a su desvarío cuando vuelve hacia su interioridad, pues tal interioridad no está habitada por ese núcleo de identidad inteligible que constituye el sí mismo –lo más preciado de la subjetividad al modo en que lo entendía la tradición precedente. Esa estabilidad inteligible y constitutiva se revela ahora como algo opaco bien distante de esa función iluminadora, de esa función

donadora de sentido que tradicionalmente se le había concedido. Así es como la angustia termina por privar al Dasein de cualquier tipo de referencia –objetiva o subjetiva– y al volver sobre sí mismo con la promesa de la solidez se da de bruces con la ausencia. Se enfrenta al mundo en el por qué, pero es enfrentado ante sí en el ante qué. “La absoluta insignificatividad que se denuncia en el ‘nada’ y el ‘en ninguna parte’ no significa ausencia del mundo, sino que quiere decir que los entes intramundanos carecen tan absolutamente en sí mismo de importancia, que únicamente gracias a esta insignificatividad de lo intramundano se impone el mundo en su mundanidad” (Heidegger, 1991: 207). La constitución del Dasein termina por no ser más que un puñado de posibilidades; posibilidades que se desarrollan, se asumen, se proyectan en la existencia y, una vez realizadas, constituyen el rastro de nuestra propia biografía, de nuestro trayecto vital, se constituyen como nuestro propio “argumento”. “[U]na realidad que es la más próxima a cada uno, esa realidad que cada cual llama “su vida” y de que nunca se ha ocupado la ciencia, no dándole, por lo visto, importancia, dándola por supuesta, dejándola desatendida a su espalda y saltándosela a la torera. Y, sin embargo, esa realidad tan poco importante y trivial, la vida, nuestra vida, en el sentido más vulgar que suele tener esta expresión, posee sin duda la formidable condición de que todas las demás realidades, sean las que sean, van incluidas en ella, pues todas ellas existen para nosotros en la medida en que las vivimos, esto es, en que aparecen dentro de nuestra vida. Como, según el refrán árabe, nadie puede saltar fuera de su sombra, nadie puede saltar fuera de su vida y, por tanto, todo aquello con que tengamos contacto, todo lo que para nosotros pretenda existir, tendrá en algún modo que presentarse dentro de nuestra vida.” (Ortega y Gasset, 1970: 69)

Es así como el Dasein, al sentirse núcleo, se ve enfrentado a la escisión clave de su existencia: o bien continúa volcado en el ejercicio de la constante huida de sí –la existencia impropia o inauténtica–, o bien aboga por una existencia auténtica, propia, en la que asume desde sí la tarea de hacerse cargo de sí; aún cuando esa tarea de autoconstrucción pase por el momento desazonante, “siniestro” (Unheimlich), de reconocer que nos es más propia la evanescencia que la solidez. Así el momento

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de la angustia, de la incertidumbre, no es necesariamente el momento de la desesperación, sino que es el momento de la apertura de sí mismo en lo que de decisivo posee ese sí mismo –en esa capacidad de decisión.

4. Habitar en lo inhóspito. La compañía de la nada “El encontrarse […] hace patente “cómo le va a uno”. En la angustia le va a uno “inhóspitamente”. En ello encuentra inmediatamente su expresión la peculiar indeterminación de aquello cabe lo cual se encuentra el “ser ahí” en la angustia: el “nada y en ninguna parte”. Pero “inhospitalidad” quiere decir al par “no estar en su casa”. […] La angustia […] saca de nuevo al “ser ahí” de su cadente absorberse en el “mundo”. Queda quebrantada hasta las entrañas la cotidiana familiaridad.” (Heidegger, 1991: 208-209)

En la angustia le va a uno “inhóspitamente” (Unheimlich). Unheimlich, la falta, la ausencia (“un-”), de lo hogareño, lo habitual, el espacio más propio, el paisaje que cada uno se concede a sí mismo y donde se encuentra a sí mismo (“heim”). En la angustia –lo esbozamos anteriormente– el Dasein se ve privado de ese ecosistema sentimental y lingüístico, en el que uno, como en ningún otro lugar, se siente como en casa; y así nos remite no al paisaje confortable de lo sabido y sentido como propio sino a lo inhóspito, a la intemperie, a la soledad del desierto –un encontrarse, de pronto, no-estando-en-casa. Un no estar en casa que tiene un carácter originario. En primer lugar porque establece una continuidad con ese núcleo de posibilidades que nos constituyen; y, en segundo lugar, porque nos pone de manifiesto que –frente a la tradición antecedente– lo que constituye al sujeto no es la estabilidad sólida de una identidad accesible, sino que, bien al contrario, lo que nos constituye es la falta, la carencia. Lo decisivo es así el no estar, el no auto-ajustarse de sí mismo respecto de sí mismo. Así estamos en mejor disposición de comprender ese gesto de huida, de fuga, que atraviesa la economía de la existencia; una huida que es la huida de sí, de acuerdo, pero ante todo es la huida ante la falta de un lugar, de un espacio, de una propiedad. Es, por tanto, la evasión ante ese paisaje inhóspito que, sin embargo, pertenece a lo más íntimo de nosotros mismos, es aquello que nos constituye. Al lanzarse hacia el mundo de las seguridades habituales culturalmente

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construidas, el Dasein trata de dar, fuera de sí, con aquello de lo que carece. La falta precisa ser rellenada, pues sólo de esta manera el Dasein puede hacer frente a su construcción “deficitaria”. Si buscamos la seguridad propia de una referencia estable, sea en el mundo o en nosotros mismos, es justamente porque, de partida, nos falta todo ello. Por tanto, en el principio, como partida, no la plenitud de una identidad inteligible que orienta los pasos de la existencia, sino la inhospitalidad, la aridez, la vida a techo descubierto. En el comienzo se nos entrega la posibilidad de la superación, del ir más allá de, de remediar esa situación de carencia. La angustia interrumpe esa huida hacia ninguna parte en la que se halla preso el Dasein. Sin embargo tal quiebra no viene a sustituir la respuesta de la impropiedad sino que, bien al contrario, le entrega la razón desazonante del porqué de su huida –la falta de imagen de sí con la que llegamos a la existencia. Justo porque no existe esa imagen privilegiada de nosotros mismos es por lo que debemos construírnosla. Desde ahí queda quebrantada hasta las entrañas la cotidiana familiaridad abriéndosenos los ojos a aquello que preferíamos no ver. Curiosamente, eso inhóspito dio título a un artículo de Freud: Das Unheimliche (1919). Un mismo término que tanto en Heidegger como en Freud –un texto se clarifica en el otro y viceversa– rinde cuentas de un fenómeno consustancial a la propia existencia. Das Unheimliche es lo más profundo e inquietante de la vida: esa zona tenebrosa de miedos, inseguridades y temores. Lo siniestro no es una zona prescindible de nuestro psiquismo sino aquello que nos conduce hasta lo reprimido de nosotros mismos, aquello que no queremos ver, aquello de lo que nos ausentamos, de lo que huimos. Al tratar de comprender qué sea lo Unheimlich deberemos tener presente la quiebra con dos identidades. En primer lugar, lo siniestro –parece obvio– causa miedo y angustia, pero ni es, ni se pone en función, de una cosa ni de la otra. La segunda: lo siniestro no es algo novedoso; es algo que conocíamos, que sabíamos, pero sin embargo construimos nuestra existencia, nuestro equilibrio psíquico, desde la represión de ello. Necesitamos de éste ejercicio profiláctico en la medida en que no podemos vivir teniendo presente todo lo que de terrible ha tenido nuestra existencia; es ella misma la que nos obliga a apartar de nosotros todo aquello que supone inseguridad, temor o desazón, en definitiva,

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todo aquello que deba ser enviado al desván de la conciencia. “La palabrita heimlich, entre los múltiples matices de su significado, muestra también uno en que coincide con su opuesta unheimlich. Por consiguiente, lo heimlich deviene unheimlich […]. En general, quedamos advertidos de que esta palabra heimlich no es unívoca, sino que pertenece a dos círculos de representaciones que, sin ser opuestos, son ajenos entre sí: el de lo familiar y agradable, y el de lo clandestino, lo que se mantiene oculto. También nos enteramos de que unheimlich es usual como opuesto del primer significado únicamente, no del segundo. Sanders no nos dice nada acerca de un posible vínculo genético entre esos dos significados. En cambio, tomamos nota de una observación de Schelling, quien enuncia acerca del concepto de lo unheimlich algo enteramente nuevo e imprevisto. Nos dice que unheimlich es todo lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz. […] Entonces, heimlich es una palabra que ha desarrollado su significado siguiendo una ambivalencia hasta coincidir al fin con su opuesto, unheimlich. De algún modo, unheimlich es una variedad de heimlich.” (Freud, 1992: 224-226)

La clave del texto reside en esa tensión que estable entre lo siniestro y la novedad, en la medida que aquello que retorna no es algo desconocido para el sujeto sino, bien al contrario, algo perfectamente conocido. Tan conocido como una vivencia sentida en carne propia. Una vivencia que ha debido ser anulada por nuestra existencia –que para nada es un camino brillante– en pro de nuestro equilibrio, nuestra salud mental; es así como se construye una imagen de nosotros mismos donde apartamos todo lo desestabilizante que trunca nuestra existencia. Así la vida de uno no es sólo manifestación sino que ésta también posee una dosis importante de ocultación, de encubrimiento, de veladura. Lo inquietante (unheimlich) nos es tremendamente familiar (heimlich), lo que desazona somos nosotros mismos retornando a nosotros mismos. De ahí que, en ocasiones, un acontecimiento, un aroma, una canción, sea capaz de actualizar y poner ante los ojos aquello que de nosotros mismos habíamos olvidado. El déjà vu –o paramnesia– es la capacidad perversa de provocación latente en la música, la literatura, el arte; pero también en los lugares, en los aromas… No existe el olvido absoluto. Perdono, pero no olvido, ¿acaso

otra cosa nos pueden pedir? Oculto, sí, pero no se olvida lo oculto, queda para siempre latente en el desván de la conciencia; quizá quede allí perpetuamente sellado, sin embargo también siempre permanecerá susceptible de ser activado por la más mínima de las chispas. Es curioso como aquello que nos desazona no es ni la circunstancia, ni el contenido psíquico del recuerdo que llega hasta nosotros, sino nosotros mismos –nada no es más familiar y a la vez más desazonante. Frente a los otros la máscara, la apariencia, mas a nuestro yo ¿qué le podemos ocultar? Las cosas, tal y como nos lo muestra Heidegger y Freud, son mucho más complejas de lo que suponía el sujeto cartesiano o el trascendental kantiano – aquellos ideales de certeza y autoseguridad. Lo originario, ahora, no es sino el desfundamento de sí –y en la medida en que lo es de sí lo es de todo. Al nacer sin hogar, sin fundamento, sin basamento que nos sostenga y solidifique, nos vemos irremediablemente arrojados a la tarea de la construcción, de limar asperezas.4 Así la existencia termina por condensarse en un espacio –nuestro espacio– donde las cosas poseen el lugar que nosotros les hemos concedido dotándolas de una significación privada. No es tarea fácil dejar de sentir la temblequera de piernas en el borde del abismo (Abgrund) de la existencia, cuando lo unheimlich se nos hace patente; ni la angustia, ni el miedo, lo siniestro: ese estado de ánimo, ese como le va a la angustia –un fenómeno colateral. Lo inhóspito es la manera en la que cada uno elabora el afecto, el estado de ánimo de la angustia; lo siniestro precede a la angustia. Lo siniestro no es un qué, es una dinámica, un retornar lo que tendría que permanecer oculto. Existe una mnemotécnica pero no existe algo así como un arte del olvido –un olvido que, de manera terriblemente caprichosa, gobierna sobre nosotros. De ahí la radicalidad con la que buscamos el difícil olvido: la huida, la ausencia, la ruptura radical, la partida sin voluntad de retorno. Sin embargo, por su capacidad de conmoción infinita, siempre permanece la posibilidad de su vuelta. “En este punto he de hacer dos señalamientos en los cuales querría asentar el contenido esencial de esta pequeña 4 En Aristóteles, si el hombre tiende al saber es porque no tiene saber, o si aspira a la felicidad es porque no tiene felicidad; en Heidegger, si el hombre aspira a lo hogareño es, precisamente, porque no tiene casa.

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indagación. La primera: Si la teoría psicoanalítica acierta cuando asevera que todo afecto de una moción de sentimientos, de cualquier clase que sea, se trasmuda en angustia por obra de la represión, entre los casos de lo que provoca angustia existirá por fuerza un grupo en que pueda demostrarse que eso angustioso es algo reprimido que retorna. Esta variedad de lo que provoca angustia sería justamente lo ominoso, resultando indiferente que en su origen fuera a su vez algo angustioso o tuviese como portador algún otro afecto. La segunda: Si esta es de hecho la naturaleza secreta de lo ominoso, comprendemos que los usos de la lengua hagan pasar lo “Heimliche” (lo “familiar”) a su opuesto, lo “Unheimliche” […], pues esto ominoso no es efectivamente algo nuevo o ajeno, sino algo familiar de antiguo a la vida anímica, sólo enajenado de ella por el proceso de la represión. Ese nexo con la represión nos ilumina ahora también la definición de Schelling, según la cual lo ominoso es algo que, destinado a permanecer en lo oculto, ha salido a la luz.” (Freud, 1992: 240-241)

Todo lo siniestro es angustioso, pero no todo lo angustioso es siniestro; de manera que esa confluencia entre lo angustioso y lo siniestro descansa sobre ese carácter de vuelta, de retorno, que constituye a lo siniestro. Tanto Freud como Heidegger participan del esquema básico entre manifestación y ocultación por el cual a la vida psíquica la caracteriza ese –ya esbozado– equilibrio inestable entre lo que se muestra y lo que se oculta. Apreciemos en este juego una diferencia significativa entre nuestros autores: mientras que para Freud lo reprimido es un acontecimiento –algo pasado pero ocurrido–, para Heidegger, aquello que llamamos caída, no es un fenómeno sino condición misma del hombre. En Heidegger no se huye de algo, se huye de una condición –de una naturaleza. “Angustia es radicalmente distinto de miedo. Tenemos miedo siempre de tal o cual ente determinado que nos amenaza en un determinado respecto. El miedo de algo es siempre miedo a algo determinado. Como el miedo se caracteriza por esta determinación del de y del a, resulta que el temeroso y medroso queda sujeto a la circunstancia que le amedrenta. Al esforzarse por escapar de ello –de ese algo determinado– pierde la seguridad para todo lo demás; es decir, «pierde la cabeza». La angustia no permite que sobrevenga semejante confusión. Lejos de ello, hállase penetrada por una especial tranquilidad. Es verdad que la angustia es

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siempre angustia de…, pero no de tal o cual cosa. La angustia de… es siempre angustia por…, pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta indeterminación de aquello de que y por que nos angustiamos no es una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de ser determinado.” (Heidegger, 1974: 50)

La angustia hace patente la nada (Heidegger, 1974: 51) y esa función de la nada es la que deriva de la contraposición entre el miedo y la angustia, en la medida en que el miedo tiene un carácter óntico mientras que la angustia tiene un carácter ontológico. El miedo remite a las cosas, mientras que la angustia remite a aquello que permite que haya cosas; de ahí que la angustia se asiente y se sostenga sobre esa pregunta máxima, extrema, la pregunta acerca de por qué hay algo y no más bien nada. “Estamos “suspensos” en angustia. Más claro, la angustia nos deja suspensos porque hace que se nos escape el ente en total. Por esto sucede que nosotros mismos –estos hombres que somos–, estando en medio del ente, nos escapemos de nosotros mismos. Por esto, en realidad, no somos “yo” ni “tú” los desazonados, sino “uno”. Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada donde agarrarse.” (Heidegger, 1974: 51)

Somos un ser “en vilo” –en sentido literal y figurado. En efecto, la angustia priva al Dasein de sus referencias constitutivas –la dicotomía objetividad / subjetividad. Toda estabilidad óntica desaparece quedando en suspenso gráficamente en la media en que falta el basamento. Se trata de la reinterpretación heideggeriana de una cuestión fenomenológica fundamental: la suspensión del juicio –la eliminación de las representaciones, los juicios y prejuicios, que interfieren y distorsionan la aprehensión esencial, pura, de los fenómenos. Husserl y Heidegger se sirven de un mismo término pero con una notable diferencia. En el caso de Husserl la tarea de la reducción es una operación intelectual que supone un compromiso con una filosofía de la conciencia; de manera tal que, esa suspensión de lo que entorpece nuestra aprehensión intelectual y pura de los fenómenos, está al servicio de una captación de lo esencial más estricta y rigurosa de lo que había sido hasta el momento. La fenomenología husserliana sigue suscribiendo un compromiso con una filosofía de la conciencia asentada en el

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ejercicio de la reflexión, de la vuelta sobre sí mismo –filosofía de la conciencia que está al servicio de lo que han sido los intereses más profundos de la filosofía, a saber: una aprehensión intelectual pura, rigurosa, no contaminada por los elementos empíricos. Sin embargo, esa operación, en el caso de Heidegger es radicalmente diferente. En primer lugar esa suspensión no es el resultado de un argumento, de un razonamiento, no es un punto de llegada intelectual; esa suspensión es –si se me apura la expresión, que no es correcta pero sí expresiva– una operación sentimental. Son los estados de ánimo, los afectos – en este caso, la angustia–, los que nos llevan a tal suspensión (estado carente de referencia). Esa suspensión, además –en el caso de Husserl–, es impensable sin la referencia a la conciencia. Las cosas son lo que son en el interior de ese espacio de realidad intelectualmente acotado que es la conciencia –fuente de operaciones. En el caso de Heidegger nada de eso ocurre porque la angustia cancela esa posibilidad de un retorno fundante y constituyente a esa entidad privilegiada que es la conciencia; pues la angustia, lo hemos dicho, en el retorno despavorido hacia el interior de sí, lo que encuentra no es la seguridad sino esa inhospitalidad intratable. Por tanto, nada constituido, nada intelectual, sólo condición de posibilidad. De ahí que el gesto de la angustia sea el de la desaparición – desaparece la referencia objetiva al mundo y la subjetiva propia de la conciencia. Se comprende entonces que lo que nos entrega es ese vacío, esa ausencia sobre la que está suspenso el Dasein una vez privado de sus referencias mundanas y personales constitutivas. Por eso la radicalidad de ese gesto de desaparición, de ese barrido de referencias, llega hasta lo que verbalmente entendemos es lo más sólido, lo más expresivo, lo más consistente: el pronombre personal; ese “yo”, ese “tú”, que parece nombrar ese núcleo de propiedad, de singularidad, que nos constituye a cada uno de nosotros. Pues bien, ni si quiera eso encontramos. Desaparecen las condiciones a partir de las cuales hay algo así como un “yo”, o un “tú”, es decir, una referencia personal dotada de sentido. De manera que en ese escenario inhóspito no cabe ya la referencia a un quién, sólo la anonimia impersonal; lo que nos queda de todo ello, dice Heidegger, es el puro existir. Por contra de la conciencia pura (Husserl), el puro existir (Heidegger) –una existencia sin determinación, una existencia

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que no es de nadie; al disolverse el sujeto, el “yo”, el “tú”, todo queda reducido a la facticidad pura. De ahí que Heidegger añada: “La angustia nos vela las palabras. Como el ente en total se nos escapa, acosándonos la nada, enmudece en su presencia todo decir “es”. Si muchas veces en la desazón de la angustia tratamos de quebrar la oquedad del silencio con palabras incoherentes, ello prueba la presencia de la nada.” (Heidegger, 1974: 51)

Un velar las palabras no en el sentido de que nos prive de la facultad que nos define: el λóγος –sino que enmudecemos en la medida en que todo lenguaje es un compromiso, un decir “es”. Si la angustia nos priva de la referencia a lo que es, el lenguaje se muestra, de este modo, inoperante, no tiene a qué referirse, desaparece con la presencia de la nada –una nada que viene a expulsar la totalidad de lo que es y su referencia. Así, en presencia de la nada es el lenguaje mismo el que se ve impotente para hablar de la nada, lenguaje y no ser, terminan por no hacer buenas migas; el lenguaje carece de potencia para expresar aquello que el sujeto experimenta por la angustia. Sin embargo, entre esas dos regiones – de lo que no es, de la nada, y la región de lo que es–, entiende Heidegger, hay una proximidad. La nada tiene la capacidad de llegar hasta nuestra cotidianidad en la forma de fenómenos: el fenómeno de la decepción, del fracaso, o en este caso, el fenómeno de la incoherencia. Porque la nada es lo incoherente, lo contradictorio, lo informe, en definitiva, es lo que no es, de ahí esa su repugnancia que despierta en el lenguaje. Pero esa incoherencia no es nada accidental, sino esencial. La nada no viene a completar al lenguaje sino a desestabilizarlo, a mostrar su insuficiencia para hacerse cargo de ella. “Que la angustia descubre la nada confírmalo el hombre mismo inmediatamente después que ha pasado. En la luminosa visión que emana del recuerdo vivo nos vemos forzados a declarar: aquello de y aquello por… lo que nos hemos angustiado era, realmente, nada. En efecto, la nada misma, en cuanto tal, estaba allí.” (Heidegger, 1974: 51)

Un carácter retroactivo que desplaza la prioridad del presente constante en la filosofía. Es decir, en el caso de la angustia el presente es inoperante en la medida en

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que ésta elimina toda posibilidad del lenguaje, de un sujeto, de un quién, de un “yo”, de un “tú”; se elimina la referencia a un mundo objetivo de realidades, a la conciencia como espacio privilegiado del sentido, quedando el puro existir sin más. En el presente la angustia es intratable, sólo a posteriori, cuando el sujeto se ha recobrado a sí mismo, está mínimamente capacitado para arrojar claridad. Así la verdad de la angustia no reside en el presente de ésta sino en la recuperación retroactiva de tal experiencia. Para la filosofía anterior el presente había sido el momento temporalmente decisivo en la medida en que en él se daba la coincidencia del sí mismo consigo mismo, mas el presente de la angustia es la ruina, lo-sinlenguaje, lo-sin-sujeto. Sólo es posible el acceso a la misma retroactivamente, después de, de manera que es en la superación de la experiencia traumática de la angustia cuando se abre la posibilidad de un más allá de esa misma angustia. De ello concluimos que, por eso, a posteriori, el sujeto angustiado es incapaz de localizar la fuente de sus desgracias, de sus inquietudes, de su malestar o desazón. No es una experiencia de autoposesión del sujeto al modo cartesiano, sino que es un

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ejercicio de desposesión de sí mismo. Un sujeto que no se completa sino que, más bien, se queda en nada –reducido a su puro existir, al puro quedar identificado con el ocurrir; no será una experiencia intelectual, bien, pero es una experiencia. “Con el radical temple del ánimo que es la angustia hemos alcanzado aquel acontecimiento de la existencia en que se nos hace patente la nada y desde el cual debe ser posible someterla a interrogación. / ¿Qué pasa con la nada?” (Heidegger, 1974: 51)

Ahora queda clara la función de la angustia. La angustia, es el estado de ánimo, el sentimiento, el escenario donde aparece, se da a ver como fenómeno, la nada. Esa nada que desborda el espacio del lenguaje y del concepto ahora se ve recuperada en la forma de la experiencia; se hace posible la aparición fenoménica de aquello que intelectualmente no comparece. De ahí la imposibilidad de que el miedo nos hiciese patente la nada; es la indeterminación de la angustia el lugar propicio para la manifestación de la misma. A fin de cuentas temblamos de miedo por algo, mas la temblequera propia de la angustia nos viene por nada.

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