Templo celeste, templo terrestre: la Alhambra, rosa de alquimia y crisol del oro filosófico (I)

Templo celeste, templo terrestre: la Alhambra, rosa de alquimia y crisol del oro filosófico (I) La Sabiduría hermética coagulada en arquitectura: míst

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Templo celeste, templo terrestre: la Alhambra, rosa de alquimia y crisol del oro filosófico (I) La Sabiduría hermética coagulada en arquitectura: mística, filosofía, número, astronomía, poesía y geometría de la luz 13/04/2015 - Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Investigación del autor

Según una vieja leyenda granadina que Washington Irving narrara en sus Cuentos de la Alhambra, este palacio forjado con los cristales ahumados del ensueño permanecería de pie justo hasta el momento en que la mano del arco exterior de la Puerta de la Justicia cogiera la llave esculpida en su vestíbulo, pues en ese preciso instante todo el monumento se derrumbaría para mostrar, sobre sus huesos derruidos, los preciosos tesoros encerrados por los reyes nazaríes. Y, efectivamente, es justamente esto lo que simbólicamente vamos a realizar en este estudio. Pues, contrariamente a lo que se ha escrito, ni la mano es la mano de Fátima –con sus atributos de protección- ni la llave un talismán, sino que ambos constituyen una invitación al hombre para que domine sus cinco sentidos, despierte los ocultos dones de la extrasensorialidad, y abra así en su interior la puerta de la conciencia y los sagrados misterios de sus luces, allí donde mora la Sabiduría. Por eso la mano tiene bajo su dedo corazón una flor que no es el jazmín, sino el trébol. Y toda la Alhambra y el Generalife fueron construidos por sabios arquitectos conocedores de las leyes del hermetismo, bajo el auspicio y el amparo de los monarcas granadinos, quienes se supieron depositarios y eslabones de la áurea cadena en la que brillaba cual rubí, en una lejana esquina del espejo del pasado, un dorado eslabón: el Rey Salomón, cuyo templo les serviría como espejo. Ese Rey Salomón que había grabado en pergamino una máxima: buscar la sabiduría, el más preciado tesoro que el hombre puede poseer en la tierra. Y en un alarde de magnificencia y esplendor sin límites, los reyes nazaríes quisieron esculpir esa Sabiduría hermética –sabiamente engarzada en el Islam- como el tesoro más oculto de su palacio. Y es ése el tesoro que parcialmente vamos a desvelar: tal vez así se derrumbe en nuestra mente ese otro palacio de prejuicios tercamente solidificados que, contra el Islam, se ha ido erigiendo en nuestro inconsciente. Tal vez así, al comprender mejor los hilos de oro del amor, la sabiduría y la belleza con que los monarcas granadinos tejieron este manto de perlas preciosas que recubre las paredes de la Alhambra, comprendamos también la obra inmensa e ignorada de nuestros sabios andalusíes. Pues ambos, la Alhambra y la luminosa obra de nuestros sabios, fueron construidos desde ese mismo hálito, con ese mismo espíritu, desde esa misma religión por cuyas ocultas venas transcurría la savia de una muy antigua filosofía revelada en la noche de los tiempos: la revelación de Hermes, el Patriarca Enoch para cristianos y judíos, e Idrís para los musulmanes.

La mística de la rosa Pues como una rosa alquímica tallada en yeso, mármol y pedrería permanece la Alhambra suspendida en las manos del tiempo, sorda e insomne a otra verdad que la que resplandece entre sus muros, bóvedas, patios y cúpulas, ajena al devenir de las olas del Tiempo que arrastran los hombres y los siglos, como un manuscrito de oro y lapislázuli que al encerrar el secreto de la Sabiduría, se sabe eterna e insondable, pura en sí misma, “novia dulcificada por la lluvia a la que cortejan los astros”, como la calificara Ibn al Jatib, el único de los tres poetas-visires del Reino de Granada que supo, en tanto que hijo de Hermes, los arcanos y misterios que con tanto primor y empeño quisieron estampar entre las sangrientas páginas de la Historia los reyes nazaríes, como un mudo testimonio de la más preciosa perla que el Islam había cobijado en sus senos durante sus siglos de estancia en la península: la alquimia del alma. Y, como no podía ser de otro modo, esa invitación a la mística, a la alquimia del alma, aparece en las paredes de la Alhambra: como por ejemplo en el Mirador de Daraxa, donde una mano ofrece una preciosa rosa de Ispahan, ciudad persa de la que procedieron algunos de sus alarifes que de ese modo quisieron grabar su huella. Porque el alma de la rosa presenta una similitud evidente con la lucha interior del hombre en su esfuerzo por purificar su alma en su camino ascendente hacia Dios, de ahí que esta bellísima flor ostente unas poderosas espinas a lo largo de su tallo que, finalmente, son transmutadas en una perfecta simetría de pétalos. De ahí que sea un motivo recurrente también en la geometría de algunos alicatados donde aparecen rosáceas, o que luzca cual estrella de seis puntas –Estrella de Salomón- entre las luces esplendorosas del arco de entrada a la Sala de Dos Hermanas. La unión del triángulo con vértice hacia arriba con el triángulo de vértice hacia abajo simbolizará la fusión del fuego con el agua, pues ambos constituyen los símbolos alquímicos de estos elementos, como sabe cualquier lector que haya cotejado en los libros de los sabios. Mas aquí tenemos ya la causa por la que erróneamente algunos autores han atribuido una influencia hebrea a la construcción de este monumento, ya sea porque se haya insertado sobre un hipotético palacio anterior de los reyes ziríes, o después, cuando a través de las respectivas ampliaciones que fueron añadiendo los monarcas nazaríes se fueron incorporando más supuestas señales del pueblo judío, incluyendo el propio nombre del Rey Salomón que leemos en la fuente del muy simbólico Patio de los Leones: dicha influencia no es sino un espejismo de sus aguas, pues a lo que apuntan los signos salomónicos es a la cadena hermética, ese collar de perlas engarzadas cuyo auténtico mensaje desveló majestuosamente Ibn Arabí en su Fusus al-Hikam (Los engarces de la sabiduría), libro en el que se basarían para realizar las inscripciones de la bóveda de la Sala de las Dos Hermanas. Y precisamente, de entre todos los capítulos, elegirían el referido al Profeta Muhammad –sws-, pues es en él donde más se incide en la necesidad de conocerse a sí mismo para transformar las sombras de los defectos en cumbre de virtudes luminosas (v. Ibn Arabí, precursor de Carl G. Jung y el inconsciente colectivo), es decir: las espinas en pétalos. Y aunque, sin ser citado, ésta sea la única referencia escrita en la Alhambra sobre el sabio místico murciano, existe otra de evidente simbolismo precisamente relacionada con la rosa, los cielos astronómicos, el árbol de la felicidad y la imagen del paraíso. Si aplicamos el

lenguaje de las alusiones al símbolo, esa rosa puede contemplarse a poco que observemos con la vista levantada las bóvedas que representan los siete cielos astronómicos y el Trono de Dios, así sea en la magnificencia de la Sala de las Dos Hermanas, la de los Abencerrajes, la del Salón de Comares o la primera en construirse: la del Salón Regio del Generalife. Este simbolismo entre la flor, los cielos astronómicos y el árbol de la felicidad fue magistralmente desentrañado por M. Asín Palacios en La escatología musulmana en la Divina Comedia (ed. Hiperión, 1984, pp. 230-239), a cuyas páginas remito al lector interesado para no repetir lo que de modo insuperable ya dejó escrito y analizado el maestro de los arabistas españoles. Tan sólo resumo una cuestión: la rosa como palabra no aparece en la obra akbarí, mas sí su alusión geométrica en similitud con las esferas o capas concéntricas que configuran el mundo astronómico de su sistema cosmológico, en la cúspide del cual, antes del Trono de Dios y entre el cielo de las estrellas fijas y el del primer móvil, sitúa Ibn Arabí la sede de los elegidos e imagina las ocho mansiones del paraíso celestial: “Tenemos, pues, que la arquitectura total del paraíso, según Ibn Arabí, puede imaginarse como una figura esférica, constituida por siete esferas o círculos, de radio progresivamente menor de arriba abajo, cada uno de los cuales círculos se forma por la agrupación de grados de filas o asientos, en número superior a varios millares. No se necesita mucho esfuerzo para hermanar con la rosa de Dante esta fantástica concepción: mirada idealmente de abajo arriba, o viceversa, la figura del paraíso musulmán, es también una agrupación de planos circulares entre sí, en derredor de un eje vertical, los cuales disminuyen de diámetro a medida que descienden (M. Asín Palacios, op. cit., p. 232)”. Cosa que podemos comprobar al ver el propio gráfico que Ibn Arabí inserta en sus Futuhat (III, 554). Así pues, la representación de esos cielos astronómicos guardará íntima conexión con la polémica cuestión de la filosofía profética que analizamos en Astronomía mística en alÁndalus o La Filosofía hermética en Ibn Masarra: la ascensión del alma hasta arribar al Trono de Dios, a la par que va despertando los pétalos de los carismas hasta fusionar la amada en el Amado, como testimonió el propio Ibn Masarra, Ibn Arabí, Ibn Abbad de Ronda…Así como casi todos los filósofos andalusíes reflexionaron hondamente sobre ello: Ibn Bayyá, Ibn Tufayl, Ibn Sabin, Ibn al-Arif, Abu Madyan, pues como en su día analizamos, la Teosofía sufí se insertaba en una capa aún más profunda que la propia Filosofía, como dejó claro Ibn Arabí al explicar en sus Futuhat cómo el filósofo había de detenerse necesariamente en la esfera de Saturno, mientras el teósofo proseguía en su ascenso espiritual y arribaba hasta el mismo Trono de Dios a la par que se embriagaba con las mieles de la Sabiduría que le iba siendo revelada (v. La Filosofía hermética en Ibn Masarra). El Palacio de la Alhambra coaguló en leyes arquitectónicas y en representaciones simbólicas exactamente el mismo contenido que durante siglos habían dejado escrito los sabios de al-Ándalus. Es su conclusión final, su testimonio imperecedero esculpido en arcilla, agua, luz, mármol y alabastro. Y por este motivo, simbólicamente, a esa miel de Sabiduría aluden esas celosías primorosas que forman nidos de abejas tras precisa combinación de formas estrelladas o circulares. Porque toda la Alhambra es un canto a Dios, a Sus leyes, y a ese néctar que guarda para quienes deciden emprender la Senda de regreso a Él, y como la rosa, transmutan merced al conocimiento de sí mismos y la alquimia interior, las espinas de sus defectos en pétalos de virtudes.

De la cadena hermética y el Templo de Salomón Así pues, ninguna evidencia arqueológica ha podido demostrar la existencia de un palacio previo al que comenzó a erigir Muhammad b. Nasr al-Ahmar en el muy significativo…Cerro del Sol. Ni tampoco existen menciones de sabiduría gnóstica o hermética ni en la dinastía zirí (v. Memorias del rey zirí de Granada) o en Samuel b. Nagrella. Sabemos, entre otros, por Ibn al-Jatib en su Historia de los reyes de la Alhambra, que este Muhammad I no fue hombre versado en letras ni inquietudes místicas, pero sí el alarife que emprendió la obra del primitivo Generalife (Yannat al-arif), pues como propusimos en Alquimia en al árbol del amor en Ibn al-Jatib, su más acertada traducción no sería “Jardín del arquitecto” como han propuesto otros investigadores y eruditos, sino “Jardín del gnóstico”, es decir, del hombre que al despertar su conciencia aplica la geometría sagrada a todo su barro y aristas para pulimentarlas y caminar con rectitud: y así se hace arquitecto de sí mismo. Ésa fue la intención del primer arquitecto del Generalife cuando recibió la orden de Muhammad I de construirle un lugar de residencia en un lugar alto y protegido de la ciudad donde, además, podía erigir una fortaleza. Un Muhammad I que ignoraba que tras entrevistarse con el rey Fernando III había recibido de él un regalo envenenado: un escudo con el grabado de una llave mirando hacia abajo, pues de este modo, este rey que sólo por ese motivo desmerecería el apodo histórico con que es conocido –el Santo- quiso que su oponente musulmán abriera las puertas del infierno. Pero no sólo no fue así, sino que Muhammad I puso las primeras piedras de uno de los monumentos más hermosos y visitados del mundo, que al contemplarse causa en el alma esa misma zozobra y sobrecogimiento que sentimos en la Mezquita de Córdoba, en la Catedral de Santiago o en la de Chartres, lugares esculpidos con la sabiduría revelada de las leyes herméticas, y que por eso mismo, en seguida permiten sentir la conexión entre Cielo y Tierra, entre Dios como constructor del Templo del Universo y el hombre, esa criatura creada a Su imagen y semejanza. Como es Arriba, es Abajo. De modo que no es baladí la presencia de ciertas reminiscencias egipcias que hallamos ya en ese Generalife que supondría la primera edificación de lo que posteriormente sería todo el Palacio de la Alhambra, donde tanto Yusuf I como Muhammad V y sus descendientes procurarían dejar las señales precisas de ese lugar del mundo donde sobrevivió la Filosofía hermética tras el Diluvio anunciado por el propio Hermes I, y donde comenzaría a ser trasvasada cuidadosamente a los sacerdotes y sabios que celosamente mantendrían el sello en sus labios a la par que entregaban a beneficio de la Humanidad las mieles de su labor. Porque con todo rigor científico esto se puede demostrar con algunas aportaciones que iremos analizando, pues en aras de ese mismo rigor, hay que reconocer que tanto la fantasía popular como la de algunos eruditos ha permitido volar a la imaginación con especulaciones e interpretaciones que no resisten los filtros de la investigación académica a través de la lógica y la razón de la propia filosofía hermética. Pues, por ejemplo, no es cierto que tal y como afirma Diego Hurtado de Mendoza en La Guerra de Granada (p. 99), el rey Yusuf I edificase su Palacio de Comares con el oro obtenido por procedimientos alquímicos; o que, como recogió un Washington Irving muy receptivo a la nebulosa y los excesos propios de las leyendas, existiera en la Alhambra un ajedrez de Enoch revestido de caracteres caldeos

que, merced a una suerte de magia imposible, permitía a sus fichas moverse solas; o que, como propone Antonio Enrique en su imprescindible y muy recomendable ensayo Tratado de la Alhambra hermética (Ed. Port Royal, 1988, p. 125) “ siguiendo la planta, al estanque enlaza un pórtico de siete arcos, y a éste, la Sala de la Barca (baraka). Estos siete arcos representan, en la teosofía egipcia, las siete puertas que comunican con el Amentu o Mar de Nun, equivalente a la Laguna Estigia griega, donde Caronte, versión de Annubis, embarca las almas”; o que, prosiguiendo con este autor que sí esboza muchos otros aciertos muy precisos, la bóveda de dicha Sala tuviera a propósito “forma de barca invertida para sugerir el tránsito de Caronte por la Laguna Estigia para morir y nacer de nuevo”; o que los judíos granadinos jugaran algún tipo de papel en la construcción de siquiera una sola sala de este fabuloso palacio (dicho sea con todo respeto hacia el mundo hebreo); o que la Fundación de la Alhambra de Granada del muy prolífico y siempre interesante Lope de Vega tuviera alusiones esotéricas, pues basta su lectura o la de sus otras obras teatrales o poéticas para descartar dicho aserto; o que los patios de los conventos cristianos de Poblet, Santes Creus o Rueda, o la Mezquita almorávide de al-Qarawiyin de Fez se basaran en el Patio de los Leones (pero sí el patio del Palacio del Bey de Túnez); o que dicho Patio de los Leones fuera un reflejo del Salón de las Columnas del Templo de Salomón (mas sí otras zonas que estudiaremos) o que acaso represente al Iram de las Columnas; o que la rosa roja y la rosa blanca del Mirador de Daraxa simbolicen el mercurio y el azufre alquímicos, respectivamente, símbolos que sí veremos en otras partes del Generalife o de la Alhambra; o que la Mezquita de Kherbalá fuera el espejo en el que se miró el sapientísimo alarife que construyó la Sala de las Dos Hermanas; o que las 37 torres que componen el conjunto arquitectónico de la Alhambra y el Generalife se acogiesen al amparo de ciertas estrellas de las constelaciones celestes (mas sí algunas torres, así como su número preciso tienen un hondo significado hermético que veremos); ni tantas otras hipótesis que, en el fondo, inciden en un hecho muy cierto: que la magia que desprende la Alhambra responde a unas leyes ciertamente reveladas por el Cielo y recogidas en la Filosofía hermética, esa madre que dio a luz a dos hijas: la alquimia mineral o alquimia mayor, y la alquimia vegetal o menor. Una filosofía tan hermanada con el Islam que, como bien sabe el lector que tiene la paciencia de leer esta serie de estudios sobre el hermetismo andalusí, alcanzó sus más altas cotas de esplendor gracias a los sabios musulmanes. Y por eso dejaron su hermética huella entre alabastros y geometrías, entre artesonados de palabras y mocárabes, entre cúpulas y celosías. Pues la filosofía hermética aparece en la Alhambra enteramente revestida de las túnicas sagradas del Islam, y tal vez por ello, el lector no especializado sólo pueda entender los más hondos significados de dicha filosofía en este conjunto arquitectónico desde la cosmovisión islámica. Y como la prisa de los tiempos que corren impide la necesaria profundidad que requiere el estudio de la filosofía árabe y la mística sufí, para ello sugerimos la lectura de una pequeña obra que en apenas unas páginas encierra y resume las claves pertinentes de ambas: Luces de alocuciones y misterios, del místico granadino Abú Yafaar al Conchí –preciosamente traducidas por J.M Puerta Vílchez en Los siete misterios de la sensibilidad-, donde analiza con profundidad y brevedad siete misterios: de los sentidos, de la creatividad, del sentimiento poético, de la armonía, de la imaginación, del amor y de la belleza. Trufados el corazón y el entendimiento con el perfume de sus palabras, podremos sumergirnos imbuidos de sacralidad en el clima preciso para entender este cofre de perlas y diamantes

que es la Alhambra, descifrarla desde una cosmovisión tan completamente alejada ya de la nuestra. Porque sí existen huellas evidentes de Egipto, tanto en el Generalife como en la Alhambra. Como, por ejemplo, esa bóveda del Salón de Comares que, como muy acertadamente vio Antonio Enrique en su obra citada, representa un gnomon semejante al existente en las pirámides de Zozer en Saqqarah o los zigurats caldeos, “gnomon que debiera emitir rayos solares, como portadores de la inteligencia de Amon-Ra, esto es la luz, por el Valle de los Reyes” (Antonio Enrique, op. cit. p.125); o la forma de cruz ansata que sugiere la bóveda de dicho Palacio de Comares (qam al-ars, es decir, Cámara del Trono), pues de ese modo se quiso significar la pertenencia a la cadena hermética que partió del país del Nilo y sus faraones, uno de los cuales, según hipótesis que propongo en mi ensayo Origen alquímico de la homeopatía y terapia floral: de Egipto a Platón, de al-Ándalus a Edward Bach, fue el mismísimo Hermes II de los tres que recoge la Tradición islámica. Más huellas de indudable raigambre egipcia pueden contemplarse en las ojivas y la bóveda de tímpanos existentes en la entrada de la Torre de las Infantas, o en el uso del Número áureo o Divina Proporción que ya se aplicó en las pirámides, asunto que requerirá un epígrafe aparte. Y en otros lugares sabiamente dispuestos… Y esa cadena hermética engarza, naturalmente, con el Templo de Salomón, descrito en el Libro de los Reyes de la Biblia. Tras su atenta y minuciosa lectura, podemos colegir que ya el primer arquitecto del Generalife inicial quiso reflejar ese sello sagrado. Como por ejemplo, en el uso de la madera de ciprés de su suelo, o en ese jardín de cipreses que lo adorna, así como los paneles de flores que adornan los interiores del conjunto arquitectónico; o en esos rosetones compuestos a propósito con seis lóbulos para que semejaran las seis puntas de la Estrella de Salomón que decoran la Sala de las Dos Hermanas, pues dicha estrella simboliza la unión del más masculino de los cuatro elementos, el fuego –triángulo con vértice apuntando hacia el cielo-, con el más femenino de ellos, el agua –triángulo con vértice apuntando hacia la tierra-, que al fusionarse en armónico abrazo, representan la danza del universo al compás de la música de las esferas. Y por ese motivo aparece dicha estrella en su lugar preciso: la Sala que representa la emanación que supuso la creación del universo desde el Trono, emanación que al atravesar el cielo de las estrellas fijas daría lugar a los siete cielos y el mundo sublunar, la Tierra, donde el Sultán debía ejecutar la voluntad divina en tanto que legítimo representante del Todopoderoso. Y aparece con ese significado no sólo en los rosetones, sino también en la tramazón de las celosías de esta Sala majestuosa. Como es Arriba, es Abajo. Y no oculta su filiación salomónica el propio Muhammad V cuando ordenó que el nombre del propio rey Salomón, hijo de David, constara en la Fuente de los Leones. Esa fuente que, entre otras cosas, encarna la Fuente de la Sabiduría que sacia la sed de los sedientos de ella. Y eso mismo afirma una inscripción del Generalife: “Da vida a los sedientos”, como también constará en uno de los poemas del único poeta hermético de la Alhambra entre los tres visires que adornaron sus paredes con el misterio áureo de sus versos: Ibn al-Jatib. Su poesía, por ese motivo, también nos permitirá desvelar algunos secretos. Mas no fueron sólo ésos los signos herméticos que aún pueden contemplarse en el Generalife. Quien se acerque al Salón Regio con los ojos abiertos, podrá admirarse al

descubrir los símbolos del sulfur y el mercurio filosóficos como representación del apotegma hermético solve et coagula. Desde esta oculta declaración de intenciones del primero de los alarifes del conjunto monumental, podremos ya entender el uso de otro de los signos propios del conocimiento hermético: el número áureo o Divina Proporción. De la Divina Proporción y otros números En el Papiro de Rhind se prometen “reglas para indagar en la naturaleza y conocer todo lo que existe, todos los secretos, todos los misterios”. Que el uso de la Divina Proporción ya existe en la Pirámide de Kheops es algo ya demostrado tiempo ha por los matemáticos K. Kleppish y W. A. Price, ambos proclives a ese espíritu frío del concepto actual de la ciencia matemática y muy alejados de arrebatos místicos. Sin embargo, mística y número fueron inescindibles para los antiguos sabios egipcios en tanto que la vibración que supone el flujo emanatorio de la Creación podía codificarse en cifras, como bien vieron Pitágoras y todos los antrohoposteleios (hombres perfectos) que cultivaron el árbol de la Sabiduría en todas sus ramas, siendo conscientes de la dorada savia que nutría a todas ellas: la filosofía hermética…que en el Islam sería trasvasada y cultivada por sus émulos: al-Insan al-Kamil. Del misterio de este número áureo y sus numerosos reflejos en la Naturaleza hallará hoy día el lector libros muy sabios, como por ejemplo La Cábala de la Predicción, de José Iglesias Janeiro, quien literalmente afirma: “Lo que los antiguos llamaron Divina Proporción hoy se denomina división en media y extrema razón; según los principios que rigen la fórmula, la armonía perfecta entre el todo y sus partes menores y mayores sólo es posible si al dividir las grandes por las pequeñas se obtiene el mismo valor que cuando se divide 809 por 500. La relación de estas cantidades es 1, 618”, pues efectivamente esa es la cifra de un número que se prolonga hasta el infinito, como todos los llamados irracionales. Y prosigue el autor: “Se considera belleza impecable aquella cuyas medidas mayores y menores están regidas por dicha razón; esto es, cuando al dividir el todo por la parte mayor se obtiene 1, 618 como cociente, y al dividir la mayor por la menor se produce igual resultado” (op. cit., Ed. Kier, Buenos Aires, 1971, p. 60). El propio Iglesias Janeiro se hace eco de lo extremadamente difícil que resulta lograr el número áureo, mas no valores muy aproximativos. Aunque brevemente esbozado, lo que nos interesa reflejar aquí es su naturaleza hermética, y cómo fue estudiado, aplicado y cultivado por todos los filósofos nutridos por los pechos de Hermes, del mismo modo que éste bebió en los de Hera. Pues cuando en 1509 el teólogo y matemático italiano Luca Pacioli publicó su libro La Divina Proporción, dos milenios de Tradición le amparaban, como la que cultivó entre sus mimbres dorados la civilización andalusí. En dicho tratado, Pacioli ofrece cinco sólidas razones por las que se debía revestir a dicho número con la túnica de la sacralidad: 1.-Porque representa la unicidad. 2.-Tiene relación con la Trinidad en tanto en cuanto el número áureo esté definido por tres segmentos de recta (y la existencia de una cierta trinidad en la Unidad ya fue señalada por el insigne Ibn Arabí).

3.-Porque es tan inconmensurable como Dios. 4.-Dado que es comparable con la omnipresencia e invariabilidad de Dios, existe una autosimilaridad. 5.-Si Dios confirió el ser al Universo gracias a la quintaesencia, el número áureo le proporcionó su ser al dodecaedro, la figura geométrica que ya Platón definió como equivalente al universo. (Y el dodecaedro fue la figura geométrica elegida para la planta de la llamada Sala de los Secretos, situada bajo la Sala de las Dos Hermanas). Pues en su diálogo Teeteto, Platón reflexionó hondamente sobre esos números irracionales “descubiertos” por los pitagóricos. Y entrecomillamos el término para remarcar una sospecha fundada: ¿hasta qué punto no fueron conocidos por los egipcios sin dejar huella en un tiempo en que las aguas del Saber seguían recluidas en los aljibes de la Memoria –Mnemosine, madre de las nueve Musas-, como analizaremos debidamente al hablar de la poesía hermética? El hecho es que Platón consideró a los números irracionales reflejos de extraordinaria importancia para explicar la estructura física de los cuatro elementos del Cosmos a través de cinco sólidos: el cubo correspondería a la tierra; el tetraedro al fuego; el octaedro al aire; el icosaedro al agua; y el ya mencionado dodecaedro al universo. Pero justo es considerar que Platón no habló expresamente del número áureo, como tampoco lo haría –como buen hijo de Hermes- de ninguno de los más altos secretos de la Ciencia Real y Arte Sagrado, pese a que su filosofía la respire por todos sus poros, como vieron los ojos de águila de Proclo, quien en su Comentario sobre el I Libro de los Elementos de Euclides afirma: “Eodoxo…multiplicó el número de teoremas relativos a la sección a los que Platón dio origen”. Poco después del egregio filósofo fundador de la Academia, ya en el siglo III a.C., Euclides nos ofrece una definición del número áureo en el Libro VI de su tratado Los Elementos: “Se dice que una recta ha sido cortada en extrema y media razón cuando la recta entera es al segmento mayor como el segmento mayor es al segmento menor”. De modo que la Divina Proporción en arquitectura ya no sería vista en Europa como regla de construcción hasta…la construcción en Francia de las catedrales góticas, seguramente gracias al conocimiento extraído por los templarios del Templo de Salomón. Pero sin embargo, las claves secretas de la aplicación de dicho número sí fueron conocidas y aplicadas por los sabios musulmanes tras la caída del Imperio Romano. Y allí, a las tierras de la actual Argelia iría a recogerla en el siglo XIII un Leonardo de Pisa educado en Bugia (actual Bejaia) durante sus dos primeros decenios de vida, y de donde partiría de nuevo hacia su tierra cumplidos ya los treinta años. Un Leonardo de Pisa, más conocido como Fibonacci, que en su Libro de los ábacos estudia esa sección numérica apellidada con su nombre en diversas áreas de la naturaleza -como la reproducción de los conejos, por ejemplo- y su aplicación guarda una estrechísima relación con la sección áurea, como ha sido sobradamente mostrado por los matemáticos. Y, por cierto, si nos detenemos en el arco de ingreso del Mirador de Daraxa observaremos que entre el ramaje del estuco sobresalen dos manos que sostienen…un ábaco. Y en la cúpula de dicho Mirador veremos representados los cuatro elementos en un ejemplar

cristalográfico donde se refleja el rojo –fuego-, el azul –aire-, el verde –agua- y el ámbar, para el tierra. Mas la geometría de la luz y el color merecerá un epígrafe aparte, pues como bien reza la inscripción existente en el estuco del Mirador, inspirándose en la filosofía hermética, “la luz y el color son una misma cosa”. Y ese verso lo hallaremos en un poema de Ibn al Jatib, pues como las diversas caras del poliedro de la Sabiduría, en la Alhambra las partes se unen para servir al Todo, del mismo modo que las abejas de la colmena sirven a su abeja reina para obtener la miel de la ciencia más sabrosa, y el número nos remitirá a la geometría, ésta a la poesía, ésta a la astronomía, y todas ellas acopladas como las musas de un coro, cantarán la gloria del Creador a través de sus medidas, sabiamente regidas por Su regla y compás. ¿No fue así como Alberto Durero publicó en 1525 su Instrucción sobre la medida con regla y compás de figuras planas y sólidas, donde basándose en la sección áurea describe cómo dibujar la espiral dorada basándose en ambos instrumentos sagrados, la regla y el compás? A dicha espiral se la conocería desde entonces como Espiral de Durero. Pero antes de pasar a analizar la Divina Proporción en la Alhambra surge la inevitable pregunta: ¿quién fue el primer introductor de ella en la España andalusí? Maslama al-Mayriti en el siglo X, quien la estudia precisamente en su tratado sobre el libro de Euclides. Y a través de su academia de Astronomía y Matemáticas la transmitiría a sus discípulos, y así iría arribando el dorado número por los cauces precisos, hasta llegar al gran matemático de Baza al-Qalasadí, el último de los sabios andalusíes que, pese a no brillar a la altura fulgurante de sus predecesores, aún dejaría en su siglo XV una huella imborrable de su precioso árbol de la Sabiduría en la rama de las matemáticas. Del número áureo nos hablará en un tratado inédito depositado en la Biblioteca Nacional a la espera de ser traducido y publicado. Y algún sabio alarife le explicaría la presencia de dicho número en el Palacio de la Alhambra, concretamente en la Sala de los Arrayanes y en el Salón del Trono. En la primera, con un margen de 23 milímetros de error; y en el segundo, si dividimos sus 18, 20 metros de alto por los 11, 30 de lado –según cálculos oficiales- ofreciendo un resultado admirable: 1, 610, con apenas 8 milímetros de error. Pero ¿qué se esconde detrás de esta precisión tan milimétrica en la aplicación de este número en la arquitectura? El eterno diálogo entre el Macro y el Microcosmos, entre el Cielo y la Tierra, entre el Espejo y su reflejo, entre Dios y el hombre, y el intento de éste de aplicar unas sabias reglas de rectitud interior que lo hagan merecedor de ser creado a Su imagen y semejanza: al multiplicar por un millón la altura de la Gran Pirámide de Keops obtendremos la exacta distancia que media entre el Sol y la Tierra. Multiplicar por veinte millones la altura de la bóveda del Comares nos arrojará el mismo resultado, la solución a un mismo enigma mediante la aplicación de la fractalización del número áureo. ¿Por qué causa los alarifes de la Alhambra eligieron el dos (es decir, la reducción a la Década del número veinte millones) en vez del uno, como los constructores de la Gran Pirámide? Ahí ya sólo caben hipótesis, y nos inclinamos a proponer, siguiendo las leyes del pitagorismo, que detrás de dicho número quisieron entonar un canto a Hermes, el padre de la filosofía hermética. Pues, como hemos afirmado, todo el Palacio y el Generalife ya es en su conjunto un canto a la Unidad del Creador. ¿Por qué no guiñarle un ojo específico a Hermes desde dos de sus Salas más primorosas? También veremos el número áureo en el pórtico de columnas del Patio de los Arrayanes, en

el Arco del Mihrab del oratorio del Partal o en el Arco derecho de la Taca, mas no así en el Mirador de Daraxa, donde se emplea la llamada proporción cordobesa. Ángel Alcalá Malavé es colaborador de Webislam

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