TESIS EL AMOR COMO CAMINO HACIA EL DESPERTAR ESCUELA ESPAÑOLA DE TERAPIA TRANSPERSONAL AÑO 2010

TESIS EL AMOR COMO CAMINO HACIA EL DESPERTAR ESCUELA ESPAÑOLA DE TERAPIA TRANSPERSONAL AÑO 2010 Begoña Serra Fos -1- “La vida (y la muerte) de mu
Author:  Mario Prado Pinto

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TESIS EL AMOR COMO CAMINO HACIA EL DESPERTAR

ESCUELA ESPAÑOLA DE TERAPIA TRANSPERSONAL AÑO 2010

Begoña Serra Fos

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“La vida (y la muerte) de muchos personajes famosos que han triunfado profesionalmente y que aparentemente tenían todo para ser felices atestigua que la depresión no es un sufrimiento provocado por el presente, en el que, de hecho, habían cumplido espléndidamente sus sueños, sino un sufrimiento producido por la separación de su propio yo, por cuyo abandono prematuro nunca se expresó dolor y al que, por lo tanto nunca se le permitió vivir. Es como si el cuerpo con ayuda de la depresión, protestase por esta infidelidad consigo mismo, contra las mentiras y la represión de los verdaderos sentimientos, porque es del todo incapaz de vivir sin sentimientos auténticos”. “Salvar tu vida. La superación del maltrato en la infancia”. Alice Miller.

Las casualidades no existen, todo lo que ocurre tiene un sentido y las cosas suceden justo en el momento oportuno. Mi relación con la psicoterapia y el crecimiento personal viene de hace años, de aquella niña de doce años que intentaba buscar respuestas a lo que le ocurría a ella y a lo que pasaba en su familia en los libros de psicología que devoraba. Entre sus páginas buscaba el porqué de mi desazón, de mis miedos, de mi vacío interior, de ese frío que siempre sentía en el estómago, el motivo por el cual nadie ponía limites a mamá, por qué nadie le intentaba ayudar, por qué su mirada era inexpresiva, por qué parecía tan perdida y por qué era tan cruel y manipuladora con todos los de su alrededor y, especialmente con mi padre y conmigo. Aquella niña que era yo veía a su padre como una víctima de esa relación de pareja enfermiza y se convenció de que su misión era salvar a su padre, ayudarlo a encontrar su bienestar y su felicidad y, también, puestos en el rol de salvadora, salvar también a mamá aunque ello implicara renunciar a todos mis intereses y sueños, a los juegos de niña, a los amigos, sólo para que mamá fuera más feliz o, al menos, que no me

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dijera que era una mala hija. Entonces aquella niña no sabía nada de las constelaciones familiares, ni de la terapia sistémica, ni de la terapia transpersonal. Aquella niña sólo quería que las cosas en casa fueran lo mejor posible, que mamá no amenazara con suicidarse, que comiera, que sonriera de vez en cuando y que papá se sintiera apoyado y no sufriera. “Pero al principio experimenté

tus reproches desde la posición de la

niña pequeña que un día había sido y que nunca podía hacer algo bien, porque aquello que se le reprochaba no era ni más ni menos, que su existencia. No importa cómo se comporte siempre estará mal. Vi en ti a la madre que me rechazó cuando llegué al mundo, que no me quería, cuyo cariño quise conseguir en vano durante toda mi vida, y que al final me convirtió a mí en una madre para que la cuidase y así ella pudiera continuar siendo una niña. Vi en ti al padre que buscaba en mí la ternura y el cariño que su mujer no podía darle, pero de una forma que era completamente excesiva para mí. Sentía que tanto mi padre como mi madre me exigían más de lo que podía darles, sin embargo intentaba por todos los medios satisfacer sus deseos sin resistirme (…) me siento de nuevo como con mis padres, que estoy sustituyendo a alguien, que no puedo ser la persona que soy, que me convierten en lo que necesitan y se comunican con este personaje, pero no conmigo” (“Salvar tu vida. La superación del maltrato en la infancia” de Alice Miller. Ensayo Tusquets). Pero a aquella niña se le pasó algo por alto, en todo su afán porque todos estuvieran bien, se olvidó de si misma, acalló sus necesidades, sus miedos, sus sueños, se tragó sus lágrimas y aquel frío y vacío interior cada vez se fue haciendo más intenso y doloroso hasta que se instaló definitivamente y con el paso de los años toda aquella tristeza,

toda

aquella

rabia,

frustración,

miedo

y

dolor

se

fue

convirtiendo en una sombra gigantesca que crecía y se hacía densa y más densa, una sombra que aquella niña no quería ver porque le producía pavor. Pero la sombra se quería hacer escuchar, quería que

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alguien le prestara atención, pero por más que gritaba, la niña menos escuchaba y yo fui creciendo paralela a “la sombra” porque yo me negaba a reconocerla como mía, oía su voz pero la acallaba con mis argumentos racionales, con todo cuanto había aprendido en los libros, veía su temible silueta, pero miraba hacia otro lado y seguía viviendo mi vida. Begoña era yo y todo lo demás era “la otra” a la que daba la espalda, rechazaba e ignoraba. Yo era mis sueños, mis proyectos, mi entusiasmo, mi vitalidad, mi parte emprendedora, sociable, alegre, extrovertida, perfeccionista, mi autocontrol y esa persona

miedosa,

dependiente, sumisa, complaciente, necesitada de aprobación era

“la

otra”, alguien con quien me veía obligada a convivir pero que no soportaba porque me limitaba, era una losa pesada que tenía que arrastrar y que pesaba. Y yo no quería verla, por eso lejos de atenderla, de mirarla y reconocerla como una parte de mí, la anulaba, la sometía y la forzaba a seguirme aunque estuviera asustada, cansada o triste. Yo era perfecta y ella era débil. La odiaba y no sabía cómo deshacerme de ella. Y ella, acostumbrada a obedecer para obtener aprobación y amor, me seguía a pesar de sus temores. Pero yo no tenía bastante, la forzaba más y más, y le seguía reprochando sus miedos, pensaba que cuanto más la zarandeara, antes crecería. Pero no fue así, forcé tanto la situación, era tan abismal la separación entre las dos “Begoñas” que la cuerda se rompió y el precio a pagar fue muy alto. Primero empezaron las somatizaciones, los dolores de cabeza, el insomnio, el cansancio, la constante tensión emocional y luego el bloqueo. Pero aún así, me resistía a aceptar la situación y seguía culpando a “la otra” de todo mi malestar. No quería parecerme a mi madre que había dejado pasar la vida, sentada en el sofá, sin sueños, sin proyectos, llena de miedos y preocupaciones. Mi opción fue seguir negando mis emociones y las señales de mi cuerpo, estaba empeñada en que “la otra” no me impediría conseguir mis objetivos.

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Pero las emociones reprimidas y las necesidades negadas durante tantos años son como una olla a presión, cuanto más te empeñas en negarlas y oprimirlas, más fuerza adquieren hasta que llega un momento en que explotan de manera incontrolada. La sombra cada vez se hace mayor, crece y crece. “Mi vida empezó a desbaratarse de repente.

Todo

lo

que

hasta

entonces

había

sido

una

realidad

incuestionable se vino abajo como un tigre de papel arrastrado por el viento. Sentía que estaba convirtiéndome en lo que nunca había sido y todo lo que tanto me había esforzado en construir perdió su sentido. La madeja de la historia de mi vida comenzó a desenredarse y todo aquello que hasta ese momento había descuidado y menospreciado brotó de mi interior como si se tratara de otra vida –aunque también mía-, mi imagen especular, mi invisible gemelo” (“Encuentro con la sombra. El poder del lado oscuro de la naturaleza humana”. Varios autores. Biblioteca de la Nueva Conciencia). Empezaron entonces años de terapia, de progresivo encuentro con mi sombra. En las sesiones hablábamos de mi infancia, de la relación con mi madre, de mis creencias, de cómo me sentía yo, de cómo todo ello había afectado a mi manera de ser, pensar, actuar y relacionarme, también analizábamos mis miedos y su origen y hacíamos conciente mi diálogo interior. Llegué a conocerme muy bien (o así lo creía yo por aquel entonces). Mis psicólogos me decían que me tenía totalmente “diagnosticada” y al cabo de unos meses de empezar la terapia, la daban por finalizada, alegando que yo me conocía muy bien y que no necesitaba nada más, que con todo lo que sabía, estaba en mis manos el cambiar mi realidad y decidir cómo quería vivir mi vida. Pero yo seguía sin sentirme bien, los miedos me acechaban y ese vacío y frío interior seguían instalados en mi plexo solar. Por aquel entonces, ya casada y con mis dos hijas, decidí poner distancia física entre mi madre y yo porque me di cuenta de que sus constantes reproches, su control, sus comentarios y sus miedos me limitaban y no me dejaban ser yo misma. Me siento muy identificada

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con una experiencia que relata Alice Miller en el libro antes citado “Salvar tu vida”, dice así: “Hace algunos años intenté de nuevo hablar abiertamente con mi madre y explicarle por qué la había visitado tan poco después de que se separase de mi padre. Le dije: „¿Sabes mamá?‟, a veces pienso que he empezado a vivir en los últimos años y que antes estaba como muerta. ¿Puedes imaginártelo? Y cuando vengo a verte, me siento exactamente igual, porque no puedo ser como soy ahora. No puedo ser libre, no puedo decirte que ahora veo las cosas de un modo diferente, porque a ti todo eso te da miedo. Tengo que protegerte, como en la infancia, y eso me deprime. Me supone un enorme esfuerzo venir a verte‟. No te puedes imaginar lo que me contestó entonces: „Eso no es cierto, yo no quiero que estés muerta, sólo quiero tenerte como eras antes‟. Le dije: „Ésa es la cuestión, que ya no soy como era antes. Acabo de decirte que hoy me parece que entonces estaba muerta y tú me contestas cuánto añoras a esa hija de entonces. No sé qué hacer mamá, ¿realmente has escuchado algo de lo que te he dicho? ¿Sabes lo monstruoso que me parece lo que me acabas de decir? Confirma todo cuanto he sentido siempre, pero que no soy capaz de explicarte a ti. Te gusta lo que aparento ser, mamá, pero no quieres a la persona que en verdad soy. A esa persona no la querías, querías ahogar su vitalidad y, durante mucho tiempo, lo conseguiste. Ahora no puedes seguir forzándome, no puedes seguir extorsionándome, no estoy obligada a visitarte si esto me supone un esfuerzo excesivo, pero esto me hace sufrir, quizás a mí mucho más que a ti‟. No me contestó. Ya era mayor entonces y yo me sentía culpable, porque era débil y pensaba que necesitaba mi ayuda. Y así, sin embargo, regresaba a la misma situación vivida en mi infancia. No tenía que verla, pero no podía evitar sentirla dentro de mí”. Así me sentí yo cuando una vez que le pregunté a mi madre qué es lo que necesitaba para que tuviéramos una relación normal, ella me contestó que abandonara a Miguel y a mis hijas y que volviera a tener cuatro años. Entonces comprendí que no me veía a mí,

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a una persona adulta, sino que seguía viendo a aquella niña que hacía todo cuanto ella quería y supe que permanecer a su lado, me hacía mucho daño, pero alejarme todavía me dolía más porque me hacía sentir culpable, la veía necesitada, desvalida y mantuve la relación aunque ello supusiera negarme a mí misma. Pero la situación se volvía cada vez más asfixiante y absorbente, yo me sentía en medio de mi madre y de Miguel e incapaz de ser yo misma, todo ese esfuerzo me agotaba y mi vitalidad, energía y entusiasmo se vieron mermados. Lo que desencadenó la ruptura fue una Navidad, había invitado a mi madre a comer a casa y sólo abrir la puerta me dijo que como no accedía a lo que ella quería, pensaba destruirme como persona. Aún así, comimos todos juntos y aquello fue un infierno. Al final le dije que se fuera y que no quería volver a verla hasta que no fuera capaz de respetarme y tratarme como una persona. La separación física se produjo, pero yo la seguía llevando en mi interior, la culpabilidad me carcomía por dentro. Volví a terapia y me costó mucho escuchar que mi madre me había maltratado y seguía haciéndolo. Era algo que yo sabía, que yo podía decir en voz alta, pero que me dolía escucharla de otra persona porque era como hacerlo más real, mientras sólo lo dijera yo, de alguna manera podía fantasear con la idea de que era una idea o una paranoia mía. Una vez aceptado el hecho, pensé que mi experiencia podía ayudar a otras mujeres. Así fue como, al cabo de un tiempo, empecé a trabajar con las mujeres maltratadas, víctimas de la violencia de género. En cada taller, en cada mujer, en sus palabras, reconocía algo de mí, sus historias me resonaban interiormente. Ellas no sabían hasta que punto las entendía cuando hablaban de ese intenso frío interior que sentían hasta el extremo de producirles dolor. Con ellas descubrí lo importante y necesario que era para su recuperación ofrecerles un espacio seguro, lejos de todo juicio y crítica, donde sintieran que tenían permiso para expresar sus emociones, donde poder dar rienda suelta al llanto, al

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dolor, a la rabia, a la risa, porque no hay emociones ni buenas ni malas. También me di cuenta de que cada mujer tenía su propio proceso y que éste debía respetarse. Recuerdo especialmente un grupo en el que el respeto

y

el

darse

tiempo

fueron

especialmente

importantes

y

reveladores. El primer día siempre empiezo con una dinámica de grupo en la que, por parejas, una mujer entrevista a la otra para, después, presentarla al grupo. Yo sabía que entre el grupo había una mujer que llevaba seis meses sumida en una profunda depresión y sin hablar con nadie. Algo en mi interior me dijo que la sentara a mi lado y en ningún momento la forcé a participar. Cuando una compañera preguntó por qué aquella mujer no había intervenido y qué es lo que le pasaba, yo dije que no sucedía nada, que todo estaba bien, que cada una tenía su tiempo y seguía su propio proceso y que todas debíamos respetarlo. Fueron pasando las sesiones sin que pronunciara palabra, siempre con la mirada perdida e inexpresiva. Un día en el que hablábamos de la importancia de la autoestima y estábamos realizando un ejercicio de reconocimiento en el que cada una de las mujeres decía cosas por las cuáles podía ser valorada y también cualidades que veía en sus compañeras, aquella mujer alargó su mano hacia la mía, mas cuando fui a cogérsela, la retiró. Lo relevante de aquel hecho fue que durante unos breves

instantes

establecimos

contacto

visual

y

yo

le

sonreí

afectuosamente. En la siguiente sesión, volvió a extender su mano, sólo que en esta ocasión no la retiró y dejó que yo tomara su mano entre las mías. A partir de aquel día, en cada sesión me cogía la mano. Fue transcurriendo el taller, y en una de las sesiones, sin que nadie lo esperase, aquella mujer rompió su silencio y con voz trémula dijo: “Necesito y quiero hablar”. Se hizo un silencio total, yo le estreché la mano y ella, con lágrimas en los ojos y tartamudeando, empezó a contar su historia. El grupo la escuchaba en silencio, era un silencio repleto de respeto, calidez, comprensión, compasión y ternura. A medida que

iba

hablando, algunas

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mujeres empezaron a llorar

asintiendo con la cabeza. Yo me sentía plena, agradecida a la vida, llena de amor y de compasión. Fue un momento mágico, había una conexión entre todas más allá de las palabras, se respiraba un gran amor, una comunión entre todas desde lo más profundo de nuestro ser. De hecho, aquel grupo marcó un antes y un después en mi experiencia tanto profesional como personal. El último día del taller, aquella mujer nos dio las gracias a todas abrazándonos y nos confesó que por primera vez en su vida se ha había sentido escuchada, valorada, reconocida y querida. Después supe, que a pesar de que el taller había finalizado, muchas de las que habían participado seguían quedando para apoyarse y ayudarse las unas a las otras, asegurándose de que ninguna de ellas estuviera sola en fechas señaladas como la Navidad. Era evidente que entre ellas se habían creado unos fuertes lazos de respeto y de amor y que se consideraban una familia. “Hay dos tipos de familia, la familia biológica y la familia escogida. Y muchas veces es más fuerte, intensa y auténtica la relación que tienes con la familia escogida que la que tienes con la familia de sangre”, comentó en una ocasión una de las participantes. A partir de aquel taller, cambié mi manera de trabajar. Las dinámicas grupales eran más vivenciales, se hablaba desde cada una de las experiencias personales, atendiendo al SER de cada mujer, a sus emociones y necesidades, a su modo de sentirse y de sentir la vida. Fue un salto cualitativo desde lo racional a lo emocional. Asimismo, me fui dando cuenta de que la violencia de género no es tan solo una cuestión cultural fruto de la educación patriarcal sino que es una problemática muy compleja con varios factores que la desencadenan, pero que hay un núcleo central común a otras problemáticas como el bullying, las drogas, los diferentes tipos de adicciones, etc. Con ello quiero decir que, cada una de estas patologías tiene unas características propias y otras que son comunes, aunque pocos profesionales que trabajan en la prevención de la violencia de género, reconocen este aspecto común, el núcleo esencial que es la

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falta de amor. Para poder vivir plenamente y ser felices necesitamos que los sentimientos y nuestras emociones fluyan con libertad, pero si los bloqueamos, entonces el cuerpo no puede funcionar de forma normal y nos enviará todo tipo de señales que intentaremos acallar para no tener que enfrentarnos a la realidad de que el cuerpo nunca miente y para aceptar que los sentimientos no nos matan, sino que, por el contrario, nos pueden liberar de la prisión en la que nos encontramos. Escuchar nuestros sentimientos, permitirnos sentirlos, manifestarlos es lo que permitirá que el miedo, el dolor y la rabia que hemos sentido en nuestra infancia se vayan mitigando. Pero, como bien afirma Alice Miller, “sólo podremos tolerar nuestros sentimientos cuando dejemos de temer a la figura del padre o la madre que hemos interiorizado”. Cuando profundizo tanto en la infancia de las mujeres víctimas como de los hombres agresores, encuentro que tanto las unas como los otros han padecido maltrato infantil y con ello, no sólo me refiero a que hayan podido ser fruto de violencia física, padecido abusos sexuales o visto en su casa cómo el padre agredía a la madre. Me estoy refiriendo a un maltrato infantil mucho más amplio que incluye no sólo el maltrato físico sino también el abandono, la falta de cariño, el no sentirse escuchado, las humillaciones, el dejar que un bebé llore durante horas en la cuna, las comparaciones, los insultos, el chantaje emocional, la falta de respeto hacia el niño. Todas las historias que he escuchado han sido las de personas que han crecido con el sentimiento de que no merecen ser amadas y han interiorizado el maltrato y la falta de respeto hacia sí mismas como algo natural, aprendiendo a acallar sus sentimientos y a no escuchar sus emociones porque un niño siente un amor profundo y una lealtad total y ciega hacia sus padres y no puede entender que el problema a esa violencia les corresponde a sus padres y que él o ella es una víctima; por el contrario, se auto convencen de que algo han tenido que hacer mal para no ser queridos. Son niños que crecen escindidos, porque mientras su ego les dice que son malos y que no merecen el

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amor, su cuerpo va registrando todas las emociones reprimidas, el miedo, la rabia, la impotencia, la frustración, la culpabilidad y se convierten en adultos que pueden llegar a ser muy válidos a nivel profesional pero que tienen muchas carencias en el plano afectivo. Así, en los hombres, esa sombra no observada puede llegar a convertirse en violencia hacia personas más débiles, como la mujer y los hijos, pues tanto dolor llega a manifestarse en rabia pues en nuestra cultura occidental los hombres no pueden llorar, porque no les está permitido expresar la tristeza y la sombra no observada en las mujeres les lleva a repetir una y otra vez relaciones que les confirmen que no merecen ser amadas, proyectando en sus parejas lo vivido en la infancia con sus padres. Recuerdo una mujer que me llegó a decir que era incapaz de mantener una relación con un hombre que la tratara con respeto porque le rompía sus patrones mentales y ello la llevaba a sabotear una y otra vez la relación, hasta que el hombre se cansaba. “Me sentía más segura en una relación de violencia porque sabía a lo que atenerme. Las otras me dan miedo. Ya sé que suena ridículo, pero no puedo hacer nada para evitar este sentimiento”, me repetía constantemente. “Sospecho que la mayoría de las personas no pueden soportar pensar que sus padres no los han querido. Cuantos más hechos apunten a esta carencia afectiva, más se aferrarán estas personas a la ilusión de que sí fueron queridos. Se aferran también a los sentimientos de culpa, para que éstos les certifiquen que, si sus padres no se han portado de forma cariñosa con ellos, ha sido culpa suya, de sus errores y de sus faltas. Muchas personas prefieren morir o morir de forma simbólica, ahogando sus sentimientos, antes que experimentar la impotencia de un niño pequeño, al que sus padres utilizan para su propia ambición o como plataforma donde proyectar los sentimientos de odio que han ido acumulando” (Alice Miller. “Salvar tu vida”).

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Fue entonces que comencé a trabajar como terapeuta en sesiones individuales pues muchas de estas mujeres me pedían seguir sus procesos de crecimiento personal una vez finalizados los talleres. Tanto en las sesiones particulares como en los talleres dejé da darle tanta importancia y espacio a las explicaciones racionales y a la parte cognitiva-conductual, para centrarme en el contacto con la esencia de cada una de ellas, para ello, empecé con ejercicios corporales para desbloquear la energía, seguidos de técnicas de respiración consciente para ayudarlas a conectar con su yo más profundo. Asimismo, mediante la realización de preguntas de poder adecuadas las ayudo a dirigir sus miradas hacia las partes más sombrías de su personalidad para arrojarles luz y hacerlas progresivamente conscientes en un darse cuenta progresivo y sostenido. Fue así, como sin saberlo, sino que de manera intuitiva, me fui convirtiendo en un acompañante del alma. Muchas de esas preguntas resonaban en mi interior e iluminaban partes de mi YO hasta entonces negadas. Fueron muchas las mujeres que, mediante este trabajo de crecimiento personal, empezaron a perdonarse y a perdonar, reconciliándose con su historia personal, conociendo el amor incondicional y el respeto por uno mismo como base fundamental para amar desde la igualdad y el respeto y evitar así las relaciones de codependencia cimentadas en las carencias personales. Yo me alegraba sinceramente por ellas, me sentía profesionalmente realizada pero a nivel personal me seguía sintiendo vacía, algo en mi interior me decía que no estaba bien. Volvía a hacer terapia, pero me encontré con más de lo mismo. Me decían que estaba bien, que lo pasado, pasado estaba y que tenía que estar agradecida por todo lo que ahora tenía, mi marido, mis hijas, mi trabajo. Yo no entendía cómo podía ayudar y comprender a otras personas y, en cambio, era incapaz de comprenderme a mi misma. Pues mi deseo constante era el de huir de mi misma, aunque era conciente de que mi sombra me seguiría allí donde yo fuera. Ahora, después de

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toda esta andadura transpersonal, entiendo que el origen está en que, desde muy pequeña, tuve que aprender a percibir el conflicto de mi padre y de mi madre, a hacerme cargo de sus necesidades, de sus miedos y a olvidarme de los míos propios. Siempre me he preguntado qué es lo que los otros necesitan de mí, y ese constante estar pendiente de los demás, me hizo descuidarme de mi misma. Recuerdo que un día le comenté a una amiga que me gustaría encontrar a un terapeuta como yo, alguien que no confunda el nutrir al otro con las proyecciones, que no tema darle el tiempo necesario al paciente para sanar sus heridas por miedo a que se establezca una relación de dependencia, que no se perturbe

ni

se

sienta

incómodo

ante

determinadas

muestras

o

explosiones de emociones y lamentaba no poder hacerme terapia a mi misma. Poco tiempo después y por sincronías del destino, leí un cuento de Bucay que explicaba la historia e impotencia de un terapeuta que se encontraba en una situación similar a la mía. “En su actividad profesional era, por esto, un maravilloso terapeuta catártico. Nadie como él era capaz de desencadenar un actino lleno de descarga emocional. Me pregunto hoy: ¿Sería esto lo que siempre buscó para sí? Después de todo, él siempre se quejó de no encontrar un terapeuta capaz de ayudarlo definitivamente. ¿Qué quería? Quizá un terapeuta como él…” (“Obituario para un hombre singular” del libro “Cuentos para pensar” de Jorge Bucay. RBA). Yo no acababa de entender por qué los psicólogos se empeñaban en convencerme de que no debía hablar tanto de mi infancia, que la solución pasaba por aceptar mi pasado y adaptarme a mi situación actual. Pero ¿qué pasaba con las heridas de mi niña interior? ¿Cómo podía desatender las señales de mi cuerpo que me pedía a gritos que revisara mi historia y dejara aflorar mis emociones? Con cada progreso de las mujeres que trataba algo cambiaba en mi interior y esta idea cobraba más fuerza. Día a día constataba que de nada servía que ellas pudieran entender como adultas el maltrato al que

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fueron sometidas, su pasado, que sus padres hicieron lo que hicieron porque también ellos tenían conflictos por resolver, de nada les servían las explicaciones cuando su niña interior lloraba amargamente y sus cuerpos registraban todo el dolor y las emociones reprimidas. Al igual que el trabajo con ellas, pasaba por revivir sus infancias, mi propia sombra clamaba a gritos que alguien la atendiera, mi niña herida estaba celosa del amor, apoyo y del respeto incondicional que yo daba a cada una de aquellas mujeres y que le negaba a ella porque seguía viéndola como mi enemiga, como una piedra en mi camino. Y mi sombra harta de que no la mirara, me paró haciendo que mi cuerpo enfermara una y otra vez. Entonces no tuve más remedio que detenerme y prestarle atención, aunque reconozco que lo hice a regañadientes. Ahora comprendo que ha sido mi propia resistencia, mi ego el que ha hecho que el proceso sea tan largo y doloroso. Primero fue la homeopatía que me obligó a sentir, venciendo, poco a poco, las resistencias, llevando mi cuerpo al límite. Era tan fuerte mi resistencia a llorar y a expresar la rabia que la única manera de vencerla fue provocando un dolor físico que ningún medicamento pudiera calmar. Me acuerdo que la homeópata me dijo que la única manera de aliviarlo era sacando la rabia y la tristeza, vaciando todo el dolor que llevaba acumulado. Así que empecé llorando de rabia y de impotencia por el dolor físico hasta que comprendí que aquel dolor no era físico sino emocional.

Tanto

dolor,

odio,

frustración,

impotencia

y

tristeza

almacenados y grabados en cada una de las células de mi cuerpo. Me pasé días enteros llorando y rabiando de dolor. Era como sacar capas de cebolla, cuanto más nos acercábamos al corazón, más soledad había, la soledad y el terror de aquel bebé, aquel miedo primario de morir. Fue un viaje al infierno, a las tinieblas de mi inconsciente para arrojar luz a memorias del pasado totalmente olvidadas pero que estaban registradas en mi cuerpo.

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Pero los fantasmas eran tan poderosos y gigantescos, tan amenazantes, los recuerdos tan escalofriantes que no podía soportar tanto dolor y tanto terror, vivía instalada en un miedo permanente que me atenazaba y paralizaba, hasta el punto de agorafobia.

Me

volví

pequeña,

vulnerable,

desarrollar una

pequeña,

temerosa,

dependiente. Siempre necesitaba el apoyo, el amor y la protección de un adulto de mi confianza. Era como si mi cuerpo pidiera a gritos aquello que le fue negado de niña. La Begoña profesional, segura, entusiasta, vital y llena de proyectos se hacía añicos ante mis ojos sin que

yo

pudiera

hacer

nada

para

ayudarla

y

sostenerla,

para

recomponerla. La “otra”, la parte infantil, miedosa, necesitada, carencial, a la que siempre había odiado y contra la que siempre había luchado, estaba ganando terreno. Siempre había estado allí, acechando y

esperando

a

colarse

por

cualquier

rendija

para

instalarse

definitivamente en mi persona, reclamando el lugar que yo siempre le había negado, reproduciendo el rechazo al que la habían sometido en mi infancia. Yo sentía que se estaba vengando de mí, tanto la había oprimido y rechazado, tanto la había negado (sin ser consciente de que me estaba negando a mí misma), que ahora que me veía débil y frágil, aprovechaba para hacerse con el control. Todo ese proceso lo viví como una auténtica lucha entre dos fuerzas durante la cual yo me iba buscando en los espejos para encontrar los ojos de “la otra”, el rostro de la sombra. Era una situación agobiante y estresante porque cuanta más resistencia oponía yo, más fuerte se hacía “la otra”, más poder le otorgaba a la sombra. Yo creía enloquecer, me sentía sin fuerzas, totalmente escindida, no entendía muy bien qué sucedía, sólo pensaba en abandonar, en descansar… dormir, dormir y dormir para no sentir nada, para que todo acabara. Era un auténtico infierno y yo era incapaz de ver la luz al final de aquel túnel en el que me encontraba inmersa. Y justo cuando creía que no podía caerme más, toqué fondo. Intenté

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suicidarme, tal era mi desesperación. Pero mi parte sana me salvó. Siempre ha habido una vocecita interior, un punto de conciencia y de lucidez que me protege y cuida de mí. Pienso que es mi SER, mi esencia que está conectado con el Universo, con la vida y que está enamorada del milagro de la existencia, del ser humano, de la naturaleza, de ese mar azul que me fascina, del cielo, del sol… Ese ser curioso, fascinado por aprender y que siempre busca. Me gusta mucho cuando Jorge Bucay se define como un buscador. Yo también me considero una buscadora, una persona que cada día intenta aprender algo nuevo, que busca en su interior, que lee e investiga, que intenta entenderse cada día un poco más y comprender la naturaleza humana. Como tantas otras veces entré en internet sin saber muy bien qué estaba buscando. Por aquel entonces, principios de junio del año pasado, ya era consciente (no sólo a nivel racional como lo había sido hasta entonces) sino

también a nivel emocional, tanto

por

mi

experiencia profesional como por lo que estaba viviendo a nivel personal, de que las personas somos cuerpo, mente y espíritu y que la verdadera curación pasa por trabajar a nivel integral u holístico. Era algo que yo hacía tiempo que intuía como terapeuta y que había empezado a poner en práctica con mis pacientes, para mí fue muy inspirador leer a Maslow y conocer su pirámide de necesidades, pero no encontraba a ningún terapeuta que me trabajara de forma integrativa. Unos se limitaban al aspecto cognitivo y racional. Otros se centraban en el cuerpo y las emociones. Pero ninguno de ellos tenía en cuenta la parte espiritual, el buscar un sentido a la vida, la trascendencia del ego. Y entonces sucedió lo que yo tanto había anhelado. Las sincronías del destino hicieron que en la pantalla del ordenador apareciera la página web de Escuela de Terapia Transpersonal. Mientras las leía, estaba fascinada, era justo lo que andaba buscando durante tanto tiempo. Mi intuición me susurraba al oído: “Ahí está, Begoña. ¡Por fin! Justo lo que necesitamos”. Y no lo dudé ni un instante, sabía que todo

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un mundo de posibilidades se me abría y me puse en contacto con la escuela para matricularme. Todavía recuerdo las palabras de Anabel, mi tutora, el primer día que hablamos: “Tú sabes que no nos hemos conocido por casualidad”. Es cierto. Antes yo pensaba que las cosas sucedían por casualidad, ahora sé que las casualidades no existen y que todo y todos estamos conectados y también que las cosas suceden cuando es el momento; es decir, que hay un orden superior que rige nuestras vidas y que nada ocurre porque sí. De igual modo y siguiendo las sincronías del destino, a mediados de junio, el terapeuta que tanto había anhelado apareció, una persona de una gran cualidad humana que está en la línea de lo transpersonal, de los centros de energía y de la limpieza de las memorias históricas. Hay una frase que dice que “el maestro aparece cuando el discípulo está preparado”

y es totalmente

cierta. Este

terapeuta no

lo

había

encontrado antes porque no era mi momento, porque no estaba preparada para realizar el trabajo que he venido haciendo durante estos meses. Es más, ahora sé, que si lo hubiera conocido antes (porque de hecho tuve la oportunidad pues un amigo mío me lo aconsejó ya que había hecho terapia con él y una constelación familiar que le ayudó muchísimo), no lo hubiera llamado, como de hecho no lo hice, porque no era mi momento, ya que hablábamos distintos lenguajes, por aquel entonces yo no creía ni en las regresiones, ni en las constelaciones familiares ni entendía nada sobre los chacras, es más todo ese mundo me daba miedo. Por tanto, aquel terapeuta que yo tanto había esperado apareció justo cuando yo estaba preparada para hacer un trabajo mucho más profundo, un viaje a lo más profundo de mi ser, al lado más oscuro de mi personalidad, sintiendo mi cuerpo, permitiendo que el dolor abriera la puerta de acceso a mis memorias históricas, recuperando mi infancia y experimentado los sentimientos de la niña que había sido, para permitir aflorar todos esos sentimientos y emociones, con toda su fuerza

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e intensidad para poder traspasarlos. Durante todos estos meses me he sentido como la niña pequeña que fui que necesita un adversario al que vomitar todo lo sufrido en una catarsis emocional. Por ello, con el terapeuta creábamos un mundo simbólico en el que él era mi madre para que yo pudiera dar rienda suelta a mis sentimientos para poder expresar, llorar, gritar y sacar fuera todo lo que en mi infancia me tragué como conducta adaptativa de supervivencia. De este modo, y de manera progresiva, fui soltando todo ese lastre y perdiendo el miedo que mi niña tenía y mi adulta (totalmente contaminada por los recuerdos infantiles) tenía a mi madre, para después poder ver

y

sentir a mi madre en su verdadera esencia, como un ser humano con sus virtudes, pero también con sus miedos, con sus propios conflictos sin resolver, lo que me permitió entender desde la emoción y la vivencia aquello que otros psicólogos me explicaban desde la razón, que los miedos que yo tenía no me pertenecían, sino que eran suyos y que yo estaba llevando una carga que no me correspondía. Entender eso a nivel emocional fue una liberación que me permitió perdonarme y perdonar a mi madre. Progresivamente fui integrando mi sombra y amando a esa niña que fui, a escucharla, entenderla y cuidarla, dándole un espacio en mi corazón. Tendiéndole la mano para ayudarla a crecer y a que nunca más se sienta desamparada. Le he mostrado mi respeto y admiración por su valentía y ahora me siento como un ser con luces y sombras, una persona completa e integrada. Ese fue el primer fruto de todo este trabajo. El siguiente fruto fue el sentimiento de compasión, ternura y amor profundo hacia mi madre lo que ha hecho posible sanar nuestra relación, yo me abrí a ella y le mostré mi amor. El cambio en mi forma de relacionarme con ella, en mi forma de sentir y vivir nuestra relación, provocó un cambio vibracional que hizo que mi madre también se resituara. Reconozco que al principio de esta nueva relación, sentía algo de miedo y de recelo porque su comportamiento actual no confirmaba mis sentimientos de la infancia. Pero con el paso de los días, se hace

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más evidente que “todo lo aprendido se puede desaprender” y el grabar experiencias nuevas y positivas que contrarrestan las negativas, hace que vaya creciendo la confianza y el sentimiento de que todo es posible y que con amor sincero, profundo, auténtico e incondicional, todo es posible. En la actualidad, mi madre y yo estamos creando una nueva relación desde el amor y la conciencia plena. De toda mi experiencia personal y de mi trabajo como terapeuta junto con todo el recorrido realizado hasta ahora en la terapia transpersonal y en la importancia de la conciencia plena, he llegado a una serie de conclusiones que marcan mi línea de actuación terapéutica y que son las siguientes:  Ofrecer al paciente un espacio seguro en el que se sienta protegido y acompañado en su proceso para que pueda expresar sin temor sus necesidades y sentimientos.  Tener siempre presente que cada persona es única y excepcional, con lo que se tiene que ser extremadamente respetuoso con el tiempo y momento en el que se encuentra cada paciente. Eso implica que, aunque como terapeutas, tengamos muy claro cuál es el núcleo del conflicto o qué aspectos tenemos que trabajar, puede ser que el paciente no esté preparado para abordarlo o mirar en determinada dirección. Por tanto, no conviene forzar o acelerar el proceso pues sería

contraproducente

tanto

porque

podemos

provocar

un

sufrimiento muy intenso que puede llegar a bloquear a la persona o a que ésta decida abandonar la terapia porque se sienta desbordada. De igual modo, como terapeutas tenemos que ver cuál es el canal de acceso para cada paciente ya que hay personas más racionales, otras más emocionales, otras que aceptarán mejor el trabajo corporal. Tener en cuenta estos aspectos nos ayudará a establecer un vínculo de confianza con la persona pues ésta se sentirá en todo momento respetada.

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 Suspender por parte del terapeuta todo juicio de valor o crítica. Ello implica total respeto hacia la persona que tenemos delante y legitimar sus sentimientos. Caso contrario, si el paciente percibe cierta incomodidad o perjuicio por nuestra parte, no sólo no estableceremos el

necesario

vínculo

de

confianza,

sino

que

reforzaremos

y

retroalimentaremos su visión negativa de sí mismo.  Los terapeutas somos acompañantes del proceso del paciente, por lo tanto, no debemos dirigir la terapia ni aleccionar a la persona, sino que nuestra función es la de ayudarle a dirigir la mirada hacia las partes sombrías de su personalidad, hacia el núcleo del problema y ello lo haremos mediante las adecuadas preguntas de poder que le permitirán mirar en su interior para encontrar las respuestas. No podemos olvidar que todos tenemos las respuestas a nuestros problemas, sólo necesitamos que alguien nos acompañe en el doloroso viaje hacia nuestras profundidades.  Como terapeutas tenemos que confiar siempre en los propios recursos del paciente. Como hemos dicho anteriormente, somos acompañantes de su proceso, pero el protagonista del mismo es la persona. De esta manera, fomentaremos la confianza en sí mismo y su autonomía.  Pienso que es muy importante tener siempre presente cómo se siente el niño interior del paciente y prestarle el espacio y el tiempo necesario para que se exprese y sienta que se le tiene en cuenta. De esta manera, iremos rompiendo la creencia y el sentimiento de la infancia de abandono, de no ser escuchado, respetado, amado. Recordemos que todo lo aprendido se puede desaprender, por lo tanto, las experiencias negativas grabadas en el inconsciente del paciente, las iremos contrarrestando con nuevas experiencias de respeto, escucha, atención, confianza y amor.  Como terapeutas tenemos que trabajar de una forma holística. Hay que prestar atención a las señales del cuerpo, dejar que éste nos

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hable. Recordemos que como dice Alice Miller, el cuerpo nunca miente y en cada una de sus células están registradas las emociones y vivencias reprimidas de la infancia de nuestros pacientes. Mediante un buen trabajo corporal y de los centros de energía, podemos leer las memorias históricas y ver dónde están los bloqueos emocionales. El cuerpo nos permite acceder a una valiosísima información a la que cuesta llegar de manera racional porque la mente racional nos intenta proteger del dolor emocional, ofreciendo resistencias y buscando explicaciones o justificaciones a los síntomas corporales por temor a mirar de frente a la sombra y recordar todas las vivencias de la infancia. Por ello, es importante enseñar al paciente a conocer su cuerpo, a saber escuchar lo que le está diciendo y a que vea el dolor o el sufrimiento como una oportunidad para crecer. Las crisis son las que provocan cambios. Para conseguirlo, son muy valiosas las técnicas de la respiración consciente y de la meditación ya que permiten que la persona entre en contacto consigo misma, conectando con sus sensaciones, pensamientos y emociones, pero sin identificarse con ellos, sino siendo un testigo de los mismos, un mero observador. Es así como aprenderá a desarrollar la conciencia plena.  La plena conciencia del paciente le posibilitará darse cuenta de que él es algo más que su síntoma, que sus pensamientos o emociones negativas, que el personaje que encarna, permitiéndole trascender su ego.  Asimismo,

ese

darse

cuenta,

esa

conciencia

plena,

esa

desidentificación con su ego, el saberse algo más que su parte sombría, le permitirá aceptar los aspectos hasta entonces negados y reprimidos de su personalidad, integrándolos y trascendiéndolos. Y esa trascendencia, le llevará a una aceptación plena e incondicional de su propio ser,

lo que le permitirá desarrollar un amor

incondicional hacia si mismo.

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Y

es

precisamente

el

sentimiento

de

ese

amor

profundo

e

incondicional hacia su propio ser lo que le abrirá las puertas a un despertar, a un nivel superior de conciencia que le llevará a un sentimiento de unión y de comunión con la vida, sintiéndose parte de un todo, un ser divino que tiene una misión que cumplir en esta vida.  Este proceso de crecimiento personal es a su vez un proceso de crecimiento evolutivo, encaminado al despertar de la conciencia y al desarrollo espiritual de la persona.  Al culminar todo este proceso, habremos asistido al nacimiento de una nueva persona, de un ser humano integrado que se conoce a sí mismo, se ama y se respeta, que conoce sus luces y sus sombras y que entiende que sus sentimientos no constituyen un peligro para él, sino que el verdadero peligro reside en la separación que creamos entre nosotros y nuestros sentimientos producida por el miedo que éstos nos generan.

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