Title: El motivo árabe en el modernismo y posmodernismo argentino: Ángel Estrada, Arturo Capdevilla y Álvaro Melián Lafinur

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Peer Reviewed Title: El motivo árabe en el modernismo y posmodernismo argentino: Ángel Estrada, Arturo Capdevilla y Álvaro Melián Lafinur Journal Issue: TRANSMODERNITY: Journal of Peripheral Cultural Production of the Luso-Hispanic World, 2(2) Author: Gasquet, Axel Publication Date: 2013 Permalink: http://escholarship.org/uc/item/5b75d9bd Local Identifier: ssha_transmodernity_18496 Abstract: El motivo árabe en el modernismo y posmodernismo argentino: Ángel Estrada, Arturo Capdevilla y Álvaro Melián Lafinur Copyright Information: Copyright 2013 by the article author(s). All rights reserved.

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El motivo árabe en el modernismo y posmodernismo argentino: Ángel Estrada, Arturo Capdevilla y Álvaro Melián Lafinur ______________________________________________________ AXEL GASQUET UNIVERSITÉ BLAISE PASCAL (FRANCE) Láscaros y noruegos, árabes de Aden, chinos, rostros duros, bronceados por el viento y el sol, rubios escandinavos, morenos levantinos, que hablan todas las lenguas, del hindú al español Héctor Pedro Blomberg, A la deriva (1920) Oh princesa, los talismanes deben sus virtudes sublimes y sus efectos maravillosos a las letras que los componen porque las letras se relacionan con los espíritus, y no hay en la lengua letra que no esté gobernada por un espíritu Las mil y una noches

Mi propósito es analizar cómo los escritores vanguardistas argentinos operan un cambio en el modelo orientalista en curso a comienzos del siglo XX, permitiendo una creciente representación positiva de los pueblos y culturas del Medio Oriente. En efecto, hasta fines del siglo XIX, la representación de los países arabo-musulmanes era mayormente negativa, proyectando una serie de clichés persistentes: la ignorancia, el despotismo, la superstición, el fanatismo religioso, la indolencia, etc. Esta connotación negativa de las culturas orientales remitía invariablemente a otro tópico: la generalizada incapacidad de estos pueblos para aceptar los retos de la modernización secular en los planos político, social, institucional, económico. Estudiaré la nueva representación del Oriente en las obras de tres autores argentinos destacados a comienzos del siglo XX: Ángel de Estrada, Arturo Capdevila y Álvaro Melián Lafinur. Ellos introdujeron, conjuntamente con otros letrados iberoamericanos adscritos al modernismo,1 nuevos valores positivos en la figuración estética del Oriente. Dichos escritores abrevaron con insistencia en el motivo oriental, buscando encarnar una imagen en contraste con la acuñada por los intelectuales positivistas, como Miguel Cané (hijo) o Eduardo Wilde. Ángel de Estrada escribió un número importante de poesías orientalistas durante su periplo por Egipto y Palestina (Alma nómade, 1902), y también un importante libro de ensayos y crónicas de viajes (La voz del Nilo, 1903). Arturo Capdevila, reconocido novelista y dramaturgo de aquella

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época, sin haber viajado nunca por dichos países, se inspiró con profusión para su obra en el ambiente oriental (La Sulamita, 1916, y El amor de Schaharazada, 1919). Por último, Álvaro Melián Lafinur, animador importante del mundo letrado y miembro de la Academia Argentina de Letras, publicó en 1927 el volumen Las nietas de Cleopatra, cuya trama se despliega en toda la geografía del Levante. Se trata de una obra de innegables cualidades literarias y sus cuentos fueron redactados en cada uno de los lugares en donde se ambientan. Estos escritores y sus obras, con sus especificidades individuales y sus marcas generacionales, constituyen un pequeño diwan orientalista. Mi estudio detallará los elementos singulares de cada escritor y observaremos los denominadores comunes de esta generación —surgida y forjada primero en la estética modernista y más tarde rebasada en el vanguardismo posmodernista—. Excluiré de este trabajo la obra señera de Leopoldo Lugones, que analizo en otra parte (Gasquet, Oriente 205-32). Trazaré los contornos de esta nueva representación del Oriente, cuya percepción no está exenta de contradicciones, evaluando su aporte respecto al dubitativo discurso orientalista vernacular. I. La poesía lírica y la prosa de Ángel de Estrada Ángel de Estrada (1872-1923) fue hijo del intelectual y editor homónimo, de amplio protagonismo en la vida cultural argentina a fines del siglo XIX. De familia tradicional y católica, su padre desempeñó un papel importante en el debate por la educación pública, gratuita y laica cuando Eduardo Wilde hizo votar en 1884 la reforma educativa conocida como Ley 1.420. Dicha ley reguló a escala nacional la secularización del sistema educativo y representó un progreso fundamental en el proyecto de modernización social e institucional del país. Junto con otros destacados intelectuales de la época, Estrada padre tomó partido contra esta reforma, defendiendo la educación tradicional religiosa, en manos de la Iglesia católica. Ángel de Estrada hijo se crió en un ambiente intelectual privilegiado, comenzando a escribir muy joven. Su vasta producción aborda la poesía, la novela, el cuento, el ensayo y el teatro. Recibe notables influencias de su amigo Rubén Darío,2 al igual que del italiano Gabriele D’Annunzio. Francófilo, admirador del simbolismo y de Verlaine, residió por largos años en París y en otras ciudades de Europa, donde redactó muchos de sus textos. Además de la francesa, Estrada admiraba la cultura italiana renacentista y la tradición clásica helénica. Al igual que muchos intelectuales finiseculares, su orientalismo está vinculado con su pasión por el clasicismo griego, incluyendo a Grecia como parte esencial del periplo oriental. Aunque profesa gran interés por la obra de Chateaubriand, éste no constituye su referente estético, de carácter eminentemente modernista. Estrada deja evidencia del motivo oriental en varias de sus obras publicadas a comienzos del siglo XX: el volumen lírico Alma nómade (1902) cuenta con una sección de 43 poemas titulada “Oriente”; La voz

22 del Nilo (1903) es un ensayo que resume su viaje por Egipto; Formas y espíritus (1902) reúne numerosas prosas que también señalan la fuerte impronta orientalista; el libro El huerto armonioso (1904) contiene el importante poema “La lámpara de Aladino”; la novela Redención (1906) tiene escenas importantes ambientadas en Turquía, que aportan descripciones detalladas de la vida y las urbes otomanas. Estos escritos poéticos, narrativos y testimoniales están basados en las observaciones realizadas por el escritor durante un viaje emprendido al Levante entre 1900 y 1901. Gran parte de los textos fueron escritos durante el viaje, pues los sitios aparecen consignados al final de cada poema o prosa. 1) Versos orientales: una constelación puramente legendaria De los 43 poemas dedicados al Oriente recogidos en Alma nómade, 11 corresponden a lugares clásicos del peregrinar por Grecia. Se enhebran así “Al Partenón”, “Saludo”, “El tesoro de Micenas”, “Estelas fúnebres”, “Cigüeñas”, “Un huerto”, “Troya”, “Lesbos”, “Chio”, “Rodas” y “Chipre” (Estrada 1902: 222-233). Sin embargo, la sección «Oriente» se abre con un poema titulado “Selamlyk”, escrito en Constantinopla. El selamlyk (o salemelik) es el sector del palacio del gran sultán destinado exclusivamente a los hombres, por oposición al harén, cuyo uso es privativo de las mujeres y donde los hombres tienen vedado el acceso. Estrada visita el Imperio otomano en los últimos años del reino de Abdul Hamid II; su poema refiere a la mezquita de Yeldis y al desfile del Sultán ante su pueblo, lo que es motivo para recordar el temperamento tiránico del Gran Turco y asociar al Islam con una imagen sanguinaria del régimen otomano: Y los eunucos de ébano custodian Las odaliscas blancas, y salmodian Verdes ulemas; con la corte aclama El pueblo al Padichá; rígida mano Responde, y en la frente del tirano Fulgura el fez como sangrienta llama. (Estrada, Alma nómade 221) Este poema inaugural precede a los poemas griegos y podemos conjeturar que semejante introducción pretende abrir la sección oriental con el tono ejemplar de lo que el Levante —para el lector sudamericano— encarnaba mediante sus símbolos: los rezos de los ulemas, el sanguinario fez del Padichá, la rígida mano como expresión de la tiranía. Esto es, los clichés del absolutismo y la arbitrariedad, cuya autoridad despótica se erige frente al pueblo con la apenas velada metáfora del “fez como sangrienta llama”. Casi todo el recorrido de Estrada por el Levante se realiza en provincias otomanas, excepto Egipto, que estaba bajo control británico desde 1882. El selamlyk representa en tal contexto el lugar mismo desde donde se ejerce el poder absoluto del Sultán sobre su Imperio. Las alusiones a los símbolos del Oriente musulmán aparecen con las imágenes de la mezquita a la hora de la plegaria, con la guardia imperial que separa al Sultán de su pueblo, y el muezín que vocifera su llamado a la plegaria. Los eunucos y las odaliscas 22

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evocados por Estrada refuerzan este cliché del oriente mítico e inmutable, cuando en verdad ambos son difícilmente observables por el ojo de un simple turista y están fuera de lugar en el selamlyk por la sencilla razón que ambas categorías tenían sus cuarteles en el harén y no en los aposentos masculinos. Estrada comparte una premisa esencial de los modernistas latinoamericanos: la falta de apego a la realidad y a todo criterio de veracidad. Para los modernistas estos no son elementos indispensables de su estética, al contrario, defienden una tesitura idealista del proceso creativo, en la que la realidad es una norma lejana que aplana la creación y la emparienta con la del realismo estético. De modo que los deslices ilógicos que Estrada expone en su poema “Selamlyk” no constituyen una preocupación invalidante del acto creativo según los criterios modernistas. Lo que importa es la lírica, el uso de imágenes que no tienen por qué ajustarse a la realidad. Éstas deben presentar al lector un imaginario exótico, pero al mismo tiempo plagado de preconceptos y clichés que posibiliten sentir este universo como algo próximo y familiar. Estrada recorrió el trayecto desde Grecia hasta Galilea en el transcurso de un mes, según indican las fechas de sus versos. La serie de poemas levantinos se abre con “Poniente”, dedicado al Líbano y compuesto en Beirut. Éstos abordan los siguientes temas clásicos: el Monte Líbano —fuente del agua cristalina— y los bosques de cedros. De cualquier manera el poema es desencarnado, como si el poeta, en su viaje al paso y apresurado, no hubiera tenido el tiempo necesario para promover encuentros y conocer a sus habitantes, ausentes incluso de sus metáforas. Su llegada a Judea está marcada por su peregrinar bíblico por los sitios del Antiguo y Nuevo Testamento: Nazaret, Cafarnáum, Cana, Magdala, lugares cuyo «perfume espiritual exhala[n]» y dejan «¡sentir su lumbre más divina!» (Estrada, Alma nómade 235). Tierra Santa es una región que se halla fuera del mundo, donde la cronología y el tiempo están suspendidos, pues según Estrada el país de las escenas bíblicas abrazó la eternidad. Dice en el poema “El Santo Sepulcro”: Los siglos, con sus cantos y sollozos, Mueren aquí, cual mares procelosos Que anhelan ver la eternidad abierta. Así el pasado secular despierta, Y presente y futuro, misteriosos Se funden con arcanos luminosos Y la sagrada gruta está desierta. (Estrada, Alma nómade 237) Arrebatado por la emoción, según confiesa, el alma del poeta piadoso “no canta”, sino “llora”. Estrada visita todos los lugares clásicos —de Belén al Gólgota, de Jerusalén a Ain-Salih— y sus versos son meras rememoraciones poéticas de los sitios bíblicos donde nada de la Palestina finisecular aflora. Sus versos tampoco traslucen la vida de la gente de aquellos parajes, que apenas son siluetas borrosas del decorado espiritual. Su visión poética es idílica, inflamada por la pureza espiritual. El hombre creyente no está aquí confrontado con la historia, sino con la eternidad divina, que es algo fuera del mundo y fuera del tiempo. Recién en los versos que componen “La plaza de Jafa” resuenan los ecos lejanos de la vida, con las exóticas

24 evocaciones de «beduinos» y «camellos» de mirada impasible que, inmóviles, escrutan al viajero bajo un sol plomizo. Un mes más tarde, a comienzos de marzo, Estrada se halla en Egipto observando las monumentales ruinas milenarias. Pasea su sombra por los sitios históricos en las cercanías del Cairo (Gizeh y Keops, Heliópolis, el suburbio de Matarieh, Menfis y su coloso “Ramsés II” —que enarbola «la juventud de sus cuarenta siglos» [Estrada, Alma nómade 250]—) y del alto Egipto (Luxor, los colosos de Memnón, Aswan, la isla de Filoe). Estrada no hace ninguna referencia ni a Alejandría ni al delta del Nilo pues ingresa a Egipto por el Canal de Suez en tren desde Port Said al Cairo transitando por Ismailía. Los diecisiete poemas egipcios se enhebran con elementos míticos e históricos de la antigua civilización extinguida: la veneración del Ibis, los bosques de papiros, el Nilo, el loto, la esfinge, junto a la inefable evocación de la mítica belleza de la reina Cleopatra. Como antes la Palestina, todas estos versos egipcios son desencarnados, como si en la balanza solo contase el espesor legendario, una percepción poética idealista, definitivamente ajena a la realidad mundana. El Nilo ocupa un sitio aparte, pues oficia de hilo conductor, sedimento que aglutina el tiempo, las religiones y las civilizaciones. El Nilo constituye el sustrato común de las diferentes civilizaciones que ha visto desfilar el país. Pero también este río aúna la herencia helénica con el antiguo reino de los nubios, cuyas semillas imperiales nutren la historia moderna del Levante y del Mediterráneo —aunque de esta influencia del pasado sobre el presente nada nos dice Estrada en sus versos—. Con gran capacidad de síntesis, enuncia Estrada: Las infancias inquietas eslabona De Moisés y Jesús; viviente, abona De los imperios muertos las semillas Con frescura de aliento soberano, Y con rumor divino, es océano Que al alma deja ver sus dos orillas. (Estrada, Alma nómade 251) El universo del Egipto antiguo excluye para Estrada toda relación con la realidad observable en este país hacia el 1900. No hay coptos, ni árabes, ni nubios; sólo deambulan en estos versos las vetustas figuras de la historia antigua, desconectadas de todo lo palpable. Frente a la herencia de los antiguos, las civilizaciones posteriores, incluyendo a la cristiana, han dejado un legado escaso y fragmentario, sin parangón con los fastuosos vestigios de la antigüedad. Sólo la cultura helénica tiene atributos capaces de enraizar y engalanar esta historia. La serie «Oriente» se cierra con un poema de despedida, titulado “Al Oriente”. Estrada recogió en la sección su propia herencia intelectual entre tres culturas que excluyen la tradición árabe y musulmana: la Grecia antigua, la Palestina bíblica y el Egipto antiguo. No vislumbra en estos poemas ninguna sombra de los sucesos espirituales y culturales posteriores a la crucifixión de Jesús; menos aún los importantes hechos sociales y políticos acaecidos en la región cuando él la visita (la decadencia otomana, la administración 24

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británica, la creciente conciencia nacionalista de los “Hermanos musulmanes”, la cultura islámica, la creciente presencia de judíos en Tierra Santa, etc.). Nada de todo esto atañe a la poesía modernista de Estrada, que se sacraliza en su propio limbo; refractaria a toda ebullición contemporánea, esta realidad solo puede ser motivo de interferencia con la elevada aspiración poética. El poema final sintetiza su visión del Oriente con justeza y revelador acierto: Oriente es un espectro venerado, cuya hechura sólo es la encarnación de la espiritualidad pura, transhistórica y trascendental. Estrada no le canta al bajo mundo real, ni a los hombres corrientes, obsesionados hasta la alienación por el “progreso” y la “modernidad”: Adiós Oriente, espectro venerado: Mientras el mundo hacia el progreso gira, Duermes, sueñas, y das eco a la lira Del vibrante salterio del Pasado. … Porque tu amor no ha muerto, con fe eleva, Y en el misterio una armonía lleva; Tu antigüedad es juvenil aurora, Es en tus ruinas la vejez frescura Y a tu tristeza, un ave redentora Júbilos da, con cantos de hermosura! (Estrada, Alma nómade 266) 2) El Nilo como encrucijada política: historia, cultura y espiritualidad La voz del Nilo (1903) es un libro en todo opuesto —por composición y espíritu— a los poemas orientales anteriormente analizados de Alma nómade. De entrada, el río que vertebra la geografía y la historia de Egipto es objeto de una personificación: Estrada traduce en prosa la “voz” insondable y alegórica del Nilo, prestándole la suya. Además, la realidad histórica y social, antes evacuada en forma sistemática de sus versos, adquiere en estas páginas un protagonismo genuino. Escrito a manera de crónicas de viaje, los diferentes capítulos del libro se ocupan del Egipto sensible y observable por el viajero sudamericano. El registro discursivo es sin embargo híbrido: a menudo intimista, testimonio de un viajero que recurre a clichés y referentes simbólicos fuertes para los lectores occidentales (v. gr. Las mil y una noches), posee también extensas opiniones sobre el Egipto del 1900 y su realidad política, expresando críticas severas al colonialismo europeo mundial. Sus cuarenta capítulos se dividen en tres secciones: “En el Cairo”, reúne diferentes estampas sociales sobre la capital, sitios aledaños y otras ciudades del norte como Port Said e Ismailía; “Morabec”, nombre de un personaje que recita historias y leyendas populares egipcias en un café de Aswan; y “Las ruinas”, que se aboca específicamente a las crónicas sobre los vestigios antiguos. Nos ocuparemos aquí de la primera y última secciones. Port Said es el puerto de ingreso de Estrada al país. Su primer capítulo da lugar a un acerado preámbulo sobre el destino del imperialismo europeo, marcando un importante cambio de tono respecto a

26 sus versos. «Los mahometanos siguen rezando, y los europeos sonriendo; y aquellos hacen bien, y éstos mal. El Oriente no ha muerto, está aletargado» (Estrada, La voz del Nilo 8-9. Subrayado mío). La espiritualidad es para Estrada un elemento de fortaleza de los pueblos: «Sus pueblos son fuertes, quizá sin saberlo, porque aman sus tierras y viven sus dioses». Luego advierte a los imperialistas europeos de modo contundente, «Hostigar a la fiera es excitar el furor de su garra» (Estrada, La voz del Nilo 9). El autor simpatiza con los nativos quienes, aunque adormecidos y extraviados, comienzan a luchar por la independencia de Egipto. Aquí Estrada se sitúa en continuidad con otro viajero precursor del incipiente turismo sudamericano por el Levante tras la apertura del Canal de Suez, Pastor Servando Obligado y su Viaje a Oriente, de Buenos Aires a Jerusalén (1873). En su volumen Obligado le dedicó varios capítulos a Egipto y junto a otros factores culturales endógenos, el autor responsabiliza del “atraso oriental” a la dominación colonial europea y turca en el Levante (Gasquet, Oriente 135-65). Estrada va más lejos de la estricta situación política en el Medio Oriente, pues en sus observaciones alude incluso al levantamiento de los Boxers en China (1900), que vincula con las condiciones de existencia de los pueblos oprimidos y su legítima rebelión. Concluye Estrada de este modo: Los salvajes insurrectos de Pekín no eran, para quien quiera ser justo, sino patriotas. Es más simpático un soldado haciendo barricada con la tumba de sus padres, que luchando por un equilibrio internacional, que es el ajedrez del robo. En nombre de Mahoma aquí, en nombre de Buda más allá, el África y el Asia se alzarán un día. Serán vencidos al fin por la estrategia y las armas; pero ya los Boers han enseñado lo que significa cantar salmos y defender hogares … Si hay algún inglés entre los del grupo, en vez de reír, debiera meditar, ya que es su gobierno el que más se impone en las orillas del Nilo (Estrada, La voz del Nilo 9). Hombre de fe sincera, Estrada presume que sólo los misioneros cristianos pueden conquistar con su proverbial persuasión a los pueblos orientales. Pero aún así duda de la eficacia de semejante empresa espiritual, basándose para ello en los escasos resultados que los misioneros franciscanos obtuvieron en Siria, cuyas «voces se pierden infecundas» entre el pueblo musulmán —de cuyos hombres se ha dicho que son «irreductibles fanáticos»—. A pesar de los vaticinios políticos sobre el colonialismo declinante y el nacionalismo ascendente, la visión de Estrada sobre Egipto está saturada de clichés que reproducen lo esencial de la mirada europea. La entrada a Ismailía y el Cairo tienen todos los ingredientes del pintoresquismo con que el autor busca satisfacer a su lector. Harto imposible es inventariar la multitud de detalles exóticos del libro. Baste como muestra el siguiente pasaje: Los caballos y los burros y los camellos dan al espectáculo una vibración más vasta, agitando a diversas alturas caballeros y cargamentos en un vaivén pintoresco. Cruzan las victorias llenas de extranjeros, y en los palanquines y en los cupés vese a las mujeres, cubiertas con tules blancos, custodiadas por los eunucos. Desfilan a escape delante de los coches los saïs, esgrimiendo lanzas y haciendo relampaguear las labores áureas de sus túnicas rojas. Pululan negras que dicen la buenaventura y árabes que juegan con llamas y 26

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gumías, y vendedores de frutas que, en vez de gritar, cantan desoladamente … Hay momentos en que las telas de los maestros venecianos, donde personajes bíblicos se juntan a contemporáneos de Italia y Oriente, evocadas sin esfuerzo, parecen animarse, derramando en Ismá Iliya con sus audacias de color, la balumba de sus anacronismos, real y palpitante (Estrada, La voz del Nilo 15-16). Si el Nilo es para Estrada el “río del alma” —por oposición al Río de la Plata que para el escritor es el “río del corazón”—, Egipto es por excelencia la tierra donde se conjugan todos los “misterios”, los de las civilizaciones antiguas y modernas, con su zarabanda de brumas y códigos por completo ajenos al conocimiento occidental. Todo es extraño para Estrada en estas latitudes: sus bagajes helénicos, renacentistas y cristianos son los escasos medios a su alcance para penetrar este universo ignoto. Debido a ello en su periplo viajero el escritor multiplica las referencias bíblicas, esperando hallar la llave de acceso al panorama de misterios que desfila frente a sus ojos. La vida cairota está signada por el cosmopolitismo mundano y el costumbrismo popular. Estrada asiste por invitación a un casamiento tradicional. Describe la escena musical que observa tras su llegada a la boda, con una elocuente referencia a la Exposición Universal de París: «Entramos en la casa del Bey, y nos envuelve un soplo de la Exposición de París: el tamboril, la flauta, el canto, el golpetear de manos de la Danza del Vientre». Para concluir enseguida con displicencia ante tanta algarabía: «Felizmente, aquello es simple música, lo que es ya bastante» (Estrada, La voz del Nilo 19). La mezcla inverosímil de invitados occidentales y nativos, junto con los turcos, todos engalanados para la boda, produce una impresión fantasmagórica en el escritor. «El ambiente es el de un palacio quimérico de leyenda» (Estrada, La voz del Nilo 20), concluye el escritor. Estrada no deja de observar uno de los clichés típicos del viajero por el Oriente musulmán: la condición social de las mujeres. En medio del desborde nupcial, «vemos pasar algunas mujeres —dice el autor—. En vez de salir a recibirlas algún miembro de la casa, los eunucos las conducen y custodian como bestias de feria. (…) De toda su persona sólo se ve un círculo libre, sobre la nariz, hasta la mitad de la frente» (Estrada, La voz del Nilo 21). Las mujeres están ataviadas con sus mejores ropas y lujosas alhajas. Entre lujo sofisticado y costumbres de otra era, la impresión que la boda le deja al viajero es la de una fantasía espectral e irrealista. Escamoteadas por el celo vigilante de los eunucos, las mujeres egipcias son siempre observadas desde lejos, inaccesibles como la luna. En los teatros, en los museos y sitios públicos, la mujer árabe prolonga su enclaustro. Estrada procura imaginar la mirada de éstas sobre el mundo, a través del visillo de sus encierros. Se interroga tras haber presenciado la opera Tannhauser en un teatro cairota: ¿Cómo concebirán sus imaginaciones romancescas la vida inaccesible de la civilización antípoda? Viven hoy las pobres esclavas, sobre sus divanes, casi como en el año uno de la Hégira. Para ellas el mundo no da vueltas. Esperan en vano el príncipe amable que las libere en nombre del sol. (Estrada, La voz del Nilo 46)

28 El viajero asiste en dos ocasiones al transe extático de los derviches, espectáculo que lo turba y al mismo tiempo lo seduce, por la gran espiritualidad que trasuntan estos hombres transidos de fe. Describe a un viejo derviche de larga cabellera, vestido con harapos: Los ojos se le saltan de las órbitas, y en su respiración anhelante hay el horror de una angustia que será agonía, si no encuentra un anonadamiento extático … Los pechos parecen romperse y exhalar el alma; los derviches se abaten insensibles, catalépticos; los fieles pueden ir a tocar sus cuerpos santificados. (Estrada, La voz del Nilo 27-28) La visión de esta inconmensurable fe, misticismo genuino y puro, toca plenamente la fibra religiosa de Estrada, que ve en estos penitentes la potencia espiritual superior de los pueblos de Oriente. Desgranando la serie de clichés, Estrada observa las costumbres populares con gran respeto (aunque con frecuencia incurre en una actitud de desdén)3 y admiración. Raramente describe lo visto con repulsa, ni adoptando aires de superioridad. En muchas ocasiones el relato del viajero adquiere un valor descriptivo “etnográfico”, con probidad de detalles y enunciado distanciado. Pocas veces su testimonio es categórico, definitivo. Antes bien domina en sus observaciones una cierta comprensión de la búsqueda espiritual de estos pueblos que le inspira una mirada indulgente, evitando siempre los epítetos descalificadores o vejatorios. La ebullición de la vida está presente en cada instante de las estampas sociales, que Estrada hilvana con respeto admirativo. Las escenas de los cafés, por ejemplo, en donde la asistencia escucha con devoción los cantos de un châ’ir, cuyo recitado es oído con hermético silencio. Estos hombres vivifican las tradiciones orales de las antiguas tribus árabes. «Son los herederos de los rawias —afirma el viajero—, que iban de tribu en tribu y de corte en corte recitando, entre reyes y vasallos, las kasidas del amor y de la guerra» (Estrada, La voz del Nilo 31). La admiración de Estrada por la cultura popular es tanto mayor cuanto su crítica al moderno mundo occidental se hace severa. Allí donde otros viajeros que lo precedieron sólo veían en los árabes holgazanería y desidia por el trabajo industrioso, Estrada observa los fulgores de una vida genuina que en Europa y América se había extinguido. Constata la alegría profunda que impera en los sitios públicos. Dicha alegría aporta la auténtica razón de existencia a estos pueblos, castigados por sus condiciones de vida real. La alegría empieza a ser cosa santa en el mundo sombrío. Hacen bien en olvidar estos árabes que es de trabajo la vida del hombre sobre la tierra. En Europa la civilización moderna los transformaría en obreros, matándoles la felicidad, al despojar sus almas de creencias y sus músculos de fuerzas. El humo de los narguiles no es usina que les empañe el cielo (…). ¡Que no conozcan otro y sigan tranquilos fumando y oyendo la historia de Antar y las aventuras de Seyid, contadas por sus poetas; he aquí los votos del viajero! (Estrada, La voz del Nilo 32-33) Como buen modernista, Estrada observa la dicotomía en que se halla el hombre moderno occidental, industrioso, calculador y previsor; su progreso material le ha arrebatado el alma y la 28

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espiritualidad. De esta manera resalta la cualidades espirituales del pueblo egipcio, muestra de que no todo está perdido en la era industrial. Para Estrada los pueblos orientales pueden aportarle al occidente el “alma humana” que éste ha extraviado. De cualquier forma el Oriente exótico y espiritual que nos entrega Estrada no sólo está compuesto de espiritualidad, sino también de una profunda impresión de irrealidad, en donde todo lo material es vaporoso. No existen superlativos comparables en la escala de valores occidentales para hacer asequible lo visto en Egipto. Por eso la recurrente idea de que lo observado es “irreal y fantasmagórico”. El punto de referencia para el viajero es trillado y libresco: Las mil y una noches y su tesoro imaginario vuelven con insistencia en sus crónicas egipcias (como cuando describe los sepulcros de los mamelucos y las necrópolis imperiales). En fin, miliunauchesco es el calificativo para todo aquello difícilmente comparable al universo occidental. Estrada sintetiza así su impresión del gran bazar cairota: «La multitud nos devuelve y arrebata, y el mundo europeo, mezclado al del Cairo, anima con claroscuros el cuadro». En fin, todo contribuye a hacer «más sensible la ilusión de que lo pintoresco es la representación de un sueño» (Estrada, La voz del Nilo 43. Subrayado mío). El campo semántico de la ensoñación y de lo quimérico es recurrente en el libro. Otro tópico inevitable es el de la violencia, que Estrada asocia con tono fatalista al despotismo histórico del Oriente. La violencia motiva extensos comentarios en el capítulo consagrado a la Ciudadela de Saladino en el Cairo, calificada de «sombría como sus recuerdos»: El fusilamiento de los Mamelucos estaba en las tradiciones de Oriente desde el célebre caso de los Ommíadas. En esta hecatombe se mezclaron la traición, la crueldad y la poesía … Estas matanzas, en la historia de Oriente, son las fiestas de su teatro, y la imaginación popular hace siempre nacer flores de leyenda de la sangre de las revueltas, que al menos así es fecunda. (Estrada, La voz del Nilo 47-48) Sin embargo la violencia sanguinaria que tiñe las piedras de la ciudadela no es para Estrada cosa del pasado, pues se prolonga en la historia reciente. Dicha violencia es la historia de las sucesivas e incesantes conquistas que ha conocido el país desde la antigüedad hasta la colonización británica. Lo que comienza como una letanía sobre la crueldad del despotismo oriental, finaliza como un ritornello de la común historia de Oriente y Occidente, cuya página más reciente es el colonialismo europeo. Contra este último carga una vez más el viajero, con amargura, pesimismo y consternación: Hoy, entre los muros de los turcos, edificados con piedras egipcias por conquistadores árabes, vemos los rojos uniformes de los ingleses. Y mañana serán otros, y siempre con ellos, los mismos sentimientos, iguales instintos, ideas semejantes, en acción monótona a fuerza de ser invariable. Por eso, estas piedras seculares, viejas como la tierra, no tienen la ilusión de creer, cual nosotros, que hay un mundo moderno diverso del antiguo, y al sentir que la vida no cambia, aunque se renueve, su gris de duelo es la expresión de un irremediable hastío. (Estrada, La voz del Nilo 49)

30 Cuna de civilizaciones antiguas, Egipto ha visto desfilar conquistadores fugaces y duraderos que han forjado la herencia terrible de la violencia, pero asimismo templos, monumentos y fortificaciones, mudos vestigios de un pasado que se superpone en estratos de destrucción y continuidad, constituyendo el sedimento de la nación egipcia. El Cairo y el alto Egipto rebosan de estos testimonios edilicios, lo que conduce a Estrada a realizar nuevas observaciones sobre el tópico de las ruinas (otro elemento común a las civilizaciones mediterráneas, europeas y levantinas). La misma admiración estalla en el poeta cuando visita Gizeh, Heliópolis, Luxor, Aswan. En la capital del país, las ruinas de la mezquita Gamia del Sultán Hasan son para el viajero comparables en belleza a los despojos del templo de Júpiter en Atenas o a las Vestales de Roma. Las superlativas ruinas de la mezquita le permiten imaginar los fastos de un esplendor ausente: «Esta construcción, en su decadencia, tiene algo de vestidura de armiño degradado, sobre terciopelo roído, espectro viviente de una riqueza agonizante» (Estrada, La voz del Nilo 51). Estrada desgaja en estas páginas una cierta poética de las ruinas, muy próxima a las posiciones de los románticos; esto es, la visión de las ruinas como vectores del pasado en el presente. Pero a esto le añade la pátina del modernismo americano, en cuanto las ruinas constituyen un motivo exótico por excelencia, sean de Europa o del Oriente. Las ruinas son como jeroglíficos de los tiempos pretéritos que buscan trasmitir su mensaje a los pobladores del presente, mediante los vestigios de desaparecidas civilizaciones antiguas. Por esto mismo la figura de las ruinas se presta al juego poético, a las metáforas interpretativas, a la digresión filosófica, a la forja de imágenes que promueven una visión diferente a la del presente. Aunque no hay ninguna referencia a Volney en el texto de Estrada —para entonces el otrora difundido pensador ilustrado había caído en desuso—, numerosos ecos de su célebre ensayo ateo titulado Las ruinas de Palmira (Gasquet, Oriente 19-42 y 45-71) continúan resonando en La voz del Nilo. Otro tanto podríamos decir de la obra de Chateaubriand (a cuya tumba Estrada consagra un poema en Alma Nómade [Estrada, Alma nómade 38-42]), gran promotor de esta poética romántica de las ruinas, aunque con un sentido diferente al empleado por Estrada y opuesto al de Volney. Prueba de estas influencias es que en las páginas dedicadas a la mezquita de Hasan (“El genio de la mezquita Gamia”), Estrada invoca la palabra de un “genio” llamado Abumneca que le habla desde la antigüedad, semejante a los genios de Volney y de Chateaubriand: «¡Oh! aleja de tu mente la visión de otras civilizaciones, con sus fiestas y sus costumbres, abismos que atraen para perder, y sabe que la suprema sabiduría es vivir en un apacible rincón, donde el mismo pedazo de cielo cubra la cuna y el sepulcro» (Estrada, La voz del Nilo 60). El genio encarna en el viajero y más adelante aparece una nueva referencia encubierta al genio de Volney en Palmira, cuando paseándose Estrada por las ruinas de Luxor afirma: «Las piedras diseminadas en el vasto claro, invitan a sentarse al viajero, y realmente parecen desprendidas por el tiempo del monumento que le va a sobrevivir para que medite un instante, mientras oye sin reposo el rumor del río que le volverá al peregrinaje…» (Estrada, La voz del Nilo 247). 30

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La sección titulada “Las ruinas” regresa con profusión sobre el tópico homónimo, ya ocasionalmente desarrollado en la primera. Estas siete crónicas sobre las ruinas egipcias (“Menfis y Sakara”, “La Esfinge”, “Las cigüeñas de Luxor”, “Karnak”, “El valle de los Reyes”, “Elefantina”, y “La isla de Filoe”), no sólo recogen las impresiones del viajero, sus devaneos existenciales frente a los silenciosos vestigios de la antigüedad, sino que pretenden ser informativas y educativas para el lector. Allí aparecen muy dosificadas las impresiones personales, las confidencias emotivas frente a las majestuosas ruinas. Estrada, hombre de su tiempo, nutre sus páginas con citas de reconocidos expertos como Auguste Mariette-Bey (Los Mastabas del Antiguo Imperio), Peter le Page Renouf, Eugène Lefébure, y el sabio egiptólogo Gaston Maspero4 (autor de Estudios de Mitología y Arqueología) que ofició de guía al grupo de Estrada, o con referencias a los textos funerarios del Libro de los muertos. El viajero despliega un notable esfuerzo por entregarle a su lector una información mesurada y distante, ecuánime y objetiva, arrojando luz sobre los aspectos más destacados de la antigüedad egipcia, vinculados con la cultura helénica. Aunque estos capítulos no son propiamente científicos, aspiran a ser informativos y echan mano a citas académicas; aunque personales, sus textos se alejan explícitamente del tono intimista de los relatos románticos, que remitían casi todo a la subjetividad lírica del viajero. Varios pasajes son de una gran fuerza descriptiva y estilística, como el ensayo sobre la Esfinge en las cercanías de Gizeh, cuya composición medio felina y medio humana logra captar toda la tensión transhistórica del monumento. Otros en cambio tienen mucho de las crónicas pintorescas, como cuando describe las excursiones a Elefantina y la Isla de Filoe, navegando en chalupa por el Nilo, pintando cuadros bárbaros de los nativos nubios que abordan las embarcaciones ofreciendo chucherías y promoviendo la algarabía con su música y danza. Aquí una muestra del color local en la pluma de Estrada : «Y esas danzas y cantos de negros, vistas y escuchados hace un instante, son un crepúsculo de la animalidad, que busca sin embargo el alba, en vez de la noche, entre cadencias sugeridas por un pensamiento religioso» (Estrada, La voz del Nilo 289). En conclusión, Estrada tiene en su composición del Oriente dos registros. El primero, lírico, de corte marcadamente modernista, en donde las imágenes se hilvanan como un mero juego de evocaciones y metáforas exóticas; a él pertenecen los poemas de Alma Nómade. El segundo, aunque de carácter evocador y saturado de su nostalgia por el pasado antiguo, procura —dentro de sus limitadas posibilidades— trazar los contornos de un Oriente real, cuyo presente está fatalmente anclado en el pasado de las civilizaciones pretéritas. Estrada prefigura aquí la evolución hacia el posmodernismo. Resulta evidente que Estrada no es egiptólogo, pero resaltan en estas páginas sus dotes de conocedor amateur de las culturas del Medio Oriente. En sus crónicas Estrada evita caer en la trampa (hasta poco antes cliché inevitable) de pronunciar juicios perentorios sobre los árabes y otros pueblos y confesiones del Oriente. Por el contrario, y a pesar de su frecuente pintoresquismo, el escritor busca en permanencia dar una imagen dinámica y positiva de este

32 universo cultural complejo. Desde luego, vuelve una y otra vez sobre los clichés orientalistas tradicionales, pero estos no vienen coronados por juicios tajantes sobre la superioridad de la razas y las creencias. Aunque sus observaciones políticas son muy ocasionales y acotadas, cuando incurre en este terreno, hemos corroborado que Estrada tiene una mirada crítica sobre el fenómeno colonial entre los pueblos orientales. Piensa incluso que la pretendida superioridad occidental (o europea) es una falsa postura, pues a su juicio son a menudo los orientales los depositarios de dicha superioridad: la espiritualidad y la fe conmovedora de la población los redime ante la modernidad occidental, cuyas características más brutales Estrada rechaza. El viajero no se identifica con los valores triunfantes del positivismo o el cientificismo, característico de la generación precedente, la generación de 1880. Creyente sincero, rescata por sobre todas las cosas los profundos valores espirituales y la religiosidad popular de los países que visita, juzgando con severidad la actualidad colonialista y subrayando con benevolencia la inefable marcha hacia el nacionalismo de estos pueblos. Estrada es una prueba de que la mirada de los argentinos hacia el Oriente había comenzado a cambiar en el 1900. Este premonitorio cambio se radicaliza entre numerosos miembros de la élite letrada con el estallido de la Primera Guerra Mundial. II. El motivo oriental en Arturo Capdevila: un cambio de rumbo Arturo Capdevila (1889-1967) fue un escritor polígrafo, profesor y abogado oriundo de Córdoba que durante varias décadas gozó de gran notoriedad literaria, ganando en tres ocasiones el Premio Nacional de Literatura (1920, 1923 y 1931). Su dilatada carrera semeja a la de muchos intelectuales de la generación de 1890, ejerciendo en paralelo una intensa labor profesional (primero como juez y más tarde como profesor de literatura en la Universidad Nacional de La Plata) y artística, con la publicación sostenida de todo tipo de obras literarias (poesía, prosa, teatro, ensayo, crítica). El influjo de la cultura oriental tuvo acusado impacto en muchos de sus libros, manifestándose en dos niveles: por una parte, el jurídico y filosófico y, por otra, el literario y existencial. El primer nivel quedó plasmado en su libro inaugural, Dharma (1914) que es su tesis doctoral en derecho. Dicho estudio fue muy innovador en el medio intelectual argentino de la época. En efecto, allí analizó la influencia del pensamiento y la tradición jurídica de Oriente en el derecho romano. Comienza con un estudio minucioso de la normativa jurídica de la India, para analizar como ésta se transfiere y adapta paulatinamente hacia Occidente (Persia, Babilonia, Egipto antiguo, Grecia clásica y Roma), siendo una fuente fundamental del derecho romano y europeo moderno. Capdevila toma como punto de partida los estudios de referencia de Max Müller y Sir William Jones.5 Cabe señalar que el Dharma —término sánscrito que significa “virtud”, “religión”, “ley natural” u “orden social”—, ya había cobrado interés en el mundo académico europeo del siglo XIX, particularmente con el impulso de los estudios de derecho comparado y de religiones 32

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comparadas, siendo también popularmente divulgado en su vertiente mística por la teosofía (Wood Besant 1918). El dharma se encuentra en la base de las doctrinas y religiones védicas, como la hinduista. Ya en la madurez, la filosofía hindú dejará su huella en la poesía, como lo confirma el volumen El libro del bosque (1948), cuyo subtítulo es “versos de meditación”. Este poemario fija de entrada un perímetro orientalista, cuya clave interpretativa son los tres epígrafes que lo introducen, pertenecientes a Manú, Ramakrishna y Max Müller (Capdevila, El libro del bosque 7). Capdevila se concibe a sí mismo como un espíritu retirado del mundo, retiro metaforizado en el “bosque” poético, como el espacio donde el meditador se aparta de la ciudad y los hombres. Los “libros del bosque”, que en sánscrito se expresa con el término Aranyakas, son los frutos de la meditación y el recogimiento. El segundo nivel, lo observamos en variados textos exclusivamente literarios. El primero de ellos es La Sulamita (1916), obra teatral que retoma una historia bíblica ambientada en Jerusalén: el rey Salomón rechaza como esposa a la bella Sulamita, permitiéndole a la muchacha poder hacerlo con Abinadab, el sencillo pastor de quien ella está enamorada. Esta obra de ribetes sentimentales conoció un gran éxito editorial y de taquilla (siete ediciones en pocos años, junto a la traducción de la pieza al italiano). Además del episodio bíblico, para La Sulamita Capdevila se inspira con mucho en el Cantar de los cantares. Luego tenemos un volumen de poemas, El libro de la noche (1917), cuyo lirismo meditativo se apoya en el pensamiento oriental, y también otra obra dramática de gran difusión editorial, El amor de Schehrazada (1919), directamente inspirada en Las mil y una noches. Dice el autor, «Que este libro que publico, en prenda de gratitud por la felicidad que los cuentos de Las mil y una noches me trajeron, dé testimonio por mí» (Capdevila, El amor de Schehrazada 104). La pieza Schehrazada tiene un extenso apéndice que lleva por título “Los Árabes”, conformado por dieciocho capítulos explicativos de su interés por la cultura oriental y arabo-persa en particular. En el capítulo décimo Capdevila afirma que hasta entonces llevaba realizados tres viajes literarios a Oriente: las citadas Dharma («rastreando el tesoro jurídico de sus pueblos»), La Sulamita y El amor de Schehrazada («para encarecer las riquezas de su arte»). El autor contextualiza y coloca en perspectiva su interés por el motivo oriental, sin reclamar para sí el título de especialista en la materia: Con tales antecedentes me urge decir que yo no soy orientalista, ni por el saber, que tan poco sé, ni por la exclusiva inclinación … Sostengo a este propósito, que en ninguno de aquellos tres casos he incurrido en el orientalismo por el orientalismo. He buscado en el Oriente valores universales. En Dharma he procurado establecer los orígenes del Derecho de Roma, que vale decir del Derecho del Mundo. La Sulamita, por su lado, no tiene comarca, figura bíblica como es, que todos por igual nos adjudicamos. Por eso fui a ella. ¡Y quién vendrá ahora a decirme que Schehrazada es árabe! Yo he oído por años de mi niñez su arrebatadora historia, referida por la criada que nació en la pampa… Bien me sé que Schehrazada pertenece a la humanidad, y que muerto su rey ella se ha dado a repetir sus cuentos a todos los niños. Así me interesa el Oriente: mirado desde mi patria, sin frenesí exótico, sin embriagarme demasiado. Así le puede interesar y convenir a todo argentino, pues nuestro

34 compatriota, según lo sueño para pronto, ha de ser cada vez más un ciudadano del mundo. Y no es cosa de preocuparlo excesivamente, con el manzano de su patio. (Capdevila, El amor de Schehrazada 123-24) Vale la pena detenernos sobre los cuatro aspectos señalados por Capdevila, pues éstos ilustran a la perfección el “cambio de época” que se opera en el Río de la Plata y el resto de Hispanoamérica en materia orientalista. a) Capdevila se interesa en el Oriente con curiosidad de amateur, pero su inclinación no es vacua («el orientalismo por el orientalismo»), no está motivada por la ascendente moda orientalista, ni es una variante más del exotismo —como había sucedido hasta poco antes con muchos modernistas, movimiento estético en cuyo marco el cordobés publicó sus primeros versos—. Al contrario, su interés por la temática del Oriente es genuino y está despojado de todo «frenesí exótico». b) La exploración jurídica y literaria del Oriente tiene un sentido manifiesto: estudiar el carácter “universal” del inmenso legado oriental. Esto supone que no sólo el pensamiento occidental es portador de universalismo, sino que en esta empresa los aportes de la tradición intelectual de Oriente son también insoslayables. Este cambio supone una ruptura ideológica fundamental, oficializada con el estallido de la Primera Guerra Mundial: la hegemonía europea en materia de civilización. Los intelectuales hispanoamericanos comienzan a volcarse hacia otros horizontes y se internan lógicamente en aquellas zonas del conocimiento hasta entonces desatendidas o poco legítimas (excepto por el superficial interés exotista), del vasto legado intelectual del Oriente. c) Capdevila destaca claramente que la figura bíblica de la Sulamita, como asimismo la narradora de Las mil y una noches, Schehrazada, son figuras universales y no meramente orientales. No se ha interesado en ellas por su carácter específico, sino porque son portadoras de universalidad por fuera de la tradición occidental. Las eleva así al nivel de los clásicos mundiales, como Don Quijote de Cervantes, las obras de Dante o Shakespeare. Las mil y una noches no es visto ya como el libro ejemplar de la literatura árabe o musulmana, sino como una obra de espíritu universal, reapropiable por cualquier lector o escritor en cualquier parte del mundo. d) Por último, afirma que su mirada sobre la tradición universal del Oriente tiene un anclaje local, insistiendo en el carácter cosmopolita de la cultura argentina, que debe asumir el legado oriental. Le tout se tient dans le tout, parece decir Capdevila según el proverbio francés. Busca así acercar dos culturas en lo que ambas tienen de común: sus aspectos universales. Esto también señala un cambio de posicionamiento importante: no se trata ya de un interés por las culturas exógenas (moda orientalista), ni de una labor de “adaptación” de preocupaciones intelectuales importadas de Europa, sino de un verdadero y auténtico diálogo entre la joven cultura argentina, inscrita en el cosmopolitismo del Río de la Plata y el legado

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universal de la cultura oriental. La evolución señalada presume que ambas culturas tienen elementos en común y puntos de encuentro que facilitan el diálogo y las influencias mutuas. Lo señalado en la extensa cita previa (Capdevila, El amor de Schehrazada 123-24) corrobora que Capdevila se sitúa —a finales de 1918— en un nuevo horizonte estético e ideológico posmodernista, pese a que sus tres primeros poemarios (Jardines solos, 1911; El poema de Nenúfar, 1915; y El libro de la noche, 1917) se inscribían dentro del modelo estético dariano y cultivaban el simbolismo. Podemos con legitimidad inferir que este vuelco se produjo durante la Primera Guerra Mundial y, puntualmente, con la muerte de Darío. Las mil y una noches es uno de los grandes referentes literarios para Capdevila, inspirando muchos títulos de su obra. En esto no se aparta ni un ápice de su generación, que había adoptado en forma unánime el clásico anónimo como una suerte de compendio literario, referente de inspiración absoluto, parangonado como una síntesis única de la literatura universal. Lo que cambia con Capdevila y los posmodernistas es la apreciación que hacen de Las mil y una noches. Este libro representó para ellos la encarnación misma de los valores universales trasmitidos por la sabiduría y el imaginario oriental. Semejante tesitura puede observarse tiempo después en Roberto Arlt, escritor insospechado de cualquier complicidad con el modernismo estético. Se afirmó que Arlt tenía la versión inglesa —traducida por Sir Richard Burton— de Arabian Nights por libro de cabecera y que en sus páginas abrevaba su imaginación antes de conciliar el sueño (González Lanuza 1971: 87-88; Arlt 1963: 22). En cualquier caso, la recepción de esta obra clásica ya no tenía para Capdevila el mismo eco que en Lugones y los modernistas, pues dicho libro trascendía la cultura árabe y musulmana para formar parte de la tradición universal. La importancia asignada a esta obra por el cordobés lo lleva a considerar aquello que es propio de la cultura árabe y su grado de correspondencia con los clichés que del Islam ha forjado Occidente. Inevitablemente, regresa sobre los clichés del despotismo, el fanatismo religioso y el papel de la mujer en dichas sociedades, entre otros. No obstante Capdevila tiene una mirada, sino indulgente, al menos plena de contextualización histórica, dando muestras de una visión crítica de la propia herencia judeo-cristiana de Occidente, enraizada en la cultura argentina: Por de pronto —afirma—, solemos atribuir sin esfuerzo a los reyes del Oriente árabe, violenta condición; y a la mujer de su serrallo, abyecta esclavitud; bien que a menudo los reyes se nos aparezcan como magnánimos Mecenas, favorecedores de las letras y de las artes, y la mujer elevada por el amor a la dignidad de esposa y señora. (Capdevila, El amor de Schehrazada 109) Sin rebatir la justeza de estos clichés, pues indica que la magnanimidad era la excepción y no la regla, los atempera. Trata de comprender las condiciones que han facilitado en Oriente y Occidente el nacimiento de estos prejuicios. Desde luego, Capdevila no desarrolla una explicación sociológica de los mismos, sino apenas adelanta algunos elementos históricos que pueden aportar a la elucidación

36 comprensiva de argumentos contradictorios. «¡Para algo fue Mahoma la flor de frescura de aquellos desiertos llameantes! (…) Sea lo que fuere, Las mil y una noches representan el triunfo de la mujer, la exaltación de la esposa. Entre Pallas y hurí, sabia y dulce a la vez, Schehrazada sobrepasa a Schahriar» (El amor de Schehrazada 110-111), concluye Capdevila. Algo semejante realizaba en sus escritos y en la misma época Emir Emin Arslán, cuando se propuso ilustrar a los argentinos sobre estas cuestiones (Gasquet, “Historia”). Como Arslán, Capdevila atribuye la destrucción de la biblioteca de Alejandría a los romanos, a Teófilo y a Cirilo, más que a la responsabilidad del califa Omar (El amor de Schehrazada 137). Schehrazada encarna al amor heroico y desinteresado, y con estas armas triunfa sobre el despótico rey Schahriar. La mujer sabe que no hay palabra perdida por difícil que sea pronunciarla o escucharla, pues las palabras son en el fondo como talismanes mágicos que ablandan y abren los duros corazones de los hombres. «No hay voz que no llame a la existencia a la cosa que nombra», dice el autor. Esta lección de Las mil y una noches vuelve a equilibrar para Capdevila todas las injusticias de los clichés negativos; sin disimular su elogio, afirma que «no tiene la literatura occidental una mujer que se le parezca» (El amor de Schehrazada 117). Capdevila trata de explicar en los mismos términos el fanatismo árabe, durante la expansión de la Hégira y aún después; pero lo coloca en su contexto, en gran medida determinado por motivos ajenos y no sólo intrínsecos a la cultura islámica. En su argumento subraya la intemperancia de los cristianos y la Iglesia católica al respecto: Bien que el fanatismo islámico, provocando en los comienzos de la dominación sarracena odiosas persecuciones, que nunca se parangonarían con las que habría de padecer después el musulmán vencido; bien que las dificultades propias de la reciente invasión fueran causas de numerosas exacciones; medido, pesado y contado todo cuanto los detractores del árabe tienen dicho en su contra, ha de admitirse, en estricta justicia, que los musulmanes de España hiciéronle a la Europa, todavía bárbara, los más valiosos presentes, los más inmensos regalos de tolerancia, de ciencia, de arte, de hombría de bien, de belleza, de honor, de limpieza, de virtud … Cumplieron su destino y se agotaron. Su grandeza duró lo que un espejismo de los yermos. (El amor de Schehrazada 139) Lejos estamos con estos propósitos de Capdevila de las diatribas culturales y religiosas que ha propagado el orientalismo decimonónico en Europa pero también en América. La literatura romántica y los adeptos al positivismo repetían como una letanía la inferioridad del Islam respecto a la cristiandad. El hecho que la civilización árabe finisecular se hallase agotada, no le quita mérito según Capdevila a los inmensos aportes realizados por ella a la humanidad. Por eso al final de “Los Árabes” el autor vuelve sobre un interrogante esencial, piedra angular de los prejuicios orientales más acendrados y persistentes en Occidente: el tópico del fatalismo árabe. La pregunta que amerita Capdevila es: si los musulmanes son fatalistas —pues todo está escrito en el Corán y los designios del hombre en la tierra son incapaces de torcer su destino—, ¿cómo es posible que dicha 36

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civilización haya emprendido y realizado todos aquellos logros que son los suyos? ¿Cómo es posible conciliar un monumento literario como Las mil y una noches, junto con las taras civilizadoras que sus detractores le atribuyen? Y para concluir, contra todo preconcepto de “indolencia” árabe, interroga el cordobés a su lector: ¿Conduce el fatalismo a la inacción? Los árabes invitan a meditarlo … Así, por el Corán y por la tradición astrolátrica, el pueblo árabe era un pueblo fatalista. ¿Fue por eso inactivo? Toda la historia contesta que no. ¿De dónde, pues, se saca que el fatalismo comporta la inacción, lugar común divulgado por la escolástica? (El amor de Schehrazada 140) Sin desdeñar un breve repaso cultural en torno a los aportes mayores de los árabes a la humanidad, Capdevila explica el hecho con un argumento vitalista. La vida mueve a los hombres, atendiendo poco y nada a las doctrinas y la filosofía, los valores lógicos y los sistemas, las especulaciones metafísicas y teológicas. Existe, sí, la ilusión que embriaga las almas con las creencias; pero según el escritor la vida es siempre más fuerte que todas ellas, y el deseo de vida alimenta el hacer e impulsa toda acción. Para Capdevila no es una cuestión religiosa, sino antropológica: Vivimos porque deseamos. Vivimos del ansia de vivir. Nos hundimos con deleite en la emoción de las cosas. Dicho de otro modo, somos todo oídos para los cuentos de la vida. Las ciencias, las artes, las industrias mismas no hacen más que contárnoslo de diversa manera. Poetas y músicos y pintores y geólogos y astrónomos son como iluminadores que acá y allá nos dibujan viñetas en este libro de cuentos del mundo. (El amor de Schehrazada 142) Lo propiamente humano, el hecho esencial de la existencia del hombre, más allá de la civilización a la que pertenezca, es el deseo de vida, que no es otra cosa que deseo de vivirla y contarla, narrarla bajo la forma de las más variadas disciplinas que ha creado el hombre, científicas y artísticas. Con cada obra, en cierta forma “somos hacedores de cuentos”. Según Capdevila, «el mérito de los árabes está en haber comprendido esta necesidad “biológica” de los cuentos, y su grandeza en haberlos realizado y referido maravillosamente» (El amor de Schehrazada 142. Subrayado mío). Por último el cordobés menciona otro argumento, inverosímil y osado: los árabes tuvieron el mérito de jugar y popularizar el ajedrez, tal como hoy se lo conoce a este juego de sesuda estrategia. No lo inventaron —no se sabe de quiénes lo aprendieron—, pero se apasionaron por él al punto de reinventarlo. Diferente a sus complejos predecesores en la China, la India y Persia, cuyas variantes no estaban exentas de un reconocible velo esotérico, adivinatorio y místico (donde cada pieza era un dios), cada juego contiene la explicación del destino. El ajedrez es una escuela de acción donde la igualdad no existe, excepto antes de iniciar la partida, con las piezas en reposo. Explica Capdevila su hilvanación lógica: «la desigualdad proveniente de la acción no será ni casual ni arbitraria, ni siquiera fatal en el sentido desolante: se fundará en la ley de la estricta justicia. El que resuelva mejor su problema, y no el que por ante sí lo imponga, será el

38 superior» (Capdevila 1919: 145). En ajedrez, como en la vida, todo es problema y desequilibrio, pero al mismo tiempo “todo es equidad y todo es ley”. El ajedrez es, en el sentido expuesto por Capdevila, una metáfora de la vida misma, una representación lúdica de las condiciones de vida del hombre en sociedad, con riesgos y peligros que acechan de todas partes. En el ajedrez como en la vida, el peligro mayor es no moverse, la inacción. Cualquier toma de riesgo, aunque conduzca a la derrota, es menor que la ausencia de movimiento, sólo comparable al “no vivir”. Capdevila rebate a través del ajedrez la idea de que el fatalismo árabe conduce a la inacción. El ajedrez requiere examen y acción, meditación y movilidad, para lograr una síntesis de la situación y triunfar en ella. Un pueblo que se apasionó por el ajedrez no puede, según él, ser un pueblo inactivo e indolente. El corolario, según nuestro autor, es que «cuando digo que los árabes hiciéronle al mundo estupendos regalos, digo apenas la verdad. Ajedriztas [sic] admirables, los califas jugaron en el tablero de las naciones, y sus rápidos alfiles dieron jaque a media Europa por la blanca diagonal de los desiertos» (El amor de Schehrazada 147). En conclusión, Capdevila aporta un aire de renovación incontestable al modo de percibir el universo oriental en esa periferia de Occidente que es la Argentina. No viajó nunca por tierras del Oriente, pero se volcó plenamente y con pasión a descubrir y abrazar lo que en estos pueblos había de universal, para apropiárselo, entregarlo y compartirlo con su lector. Los motivos orientales no fueron ni pose ni moda, sino comportaron un interés genuino por el legado de estos pueblos. Pensaba que una cultura forjada en el cosmopolitismo, como la argentina, debía abrazar también este legado y avanzar hacia él. Capdevila fue un escritor ocasionalmente orientalista, al igual que frecuentó los temas telúricos y americanos. Pero cuando se interesó por Oriente lo hizo con pasión y con la voluntad de extraer de estas culturas lo más elevado y universal que produjeron en términos de civilización. Nunca frecuentó la repetición de clichés, ni menos aún los prejuicios descalificativos para todo aquello ajeno a la sensibilidad occidental. Sentía la humanidad como un todo, a sabiendas que cada cultura y cada civilización tenía su lado oscuro, pero también su lado luminoso. En este sentido, revela el inicio de una nueva página —y una nueva generación— en el tratamiento y abordaje del tema oriental en la Argentina. III. La creación literaria: los cuentos orientales de Melián Lafinur Álvaro Melián Lafinur (1889-1958)6 fue un conocido escritor en las primeras décadas del siglo XX, cuya labor cobró popularidad en la revista Nosotros. De familia uruguaya, fue primo de Jorge Guillermo Borges, el padre de Jorge Luis Borges. Con apenas diez años mayor que el célebre escritor, Lafinur ejercerá cierto patronazgo sobre el joven “Georgie” cuando éste regresa con su familia de Europa en 1921, introduciéndolo en los círculos literarios porteños y facilitándole su primera colaboración en Nosotros. Allí Borges publica en diciembre de 1921 un conocido ensayo explicativo sobre el movimiento “ultraísta”, 38

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traído en sus valijas desde España y cuya filiación remite a Rafael Cansinos Asséns (Borges, Nosotros 466471). Melián Lafinur, junto con Evaristo Carriego y Macedonio Fernández, serán figuras tutelares vernáculas para el joven Borges.7 Todos frecuentaban la tertulia dominical de la casa paterna en Palermo. Mucho más tarde Borges ironizará sobre la obra de Melián Lafinur, calificándolo como un «poeta menor».8 En efecto, sus respectivas evoluciones literarias habían emprendido caminos opuestos.9 Además de ser un conspicuo colaborador de la citada Nosotros, Melián Lafinur también publicaba regularmente en Caras y Caretas y otros medios de la prensa escrita. Fue miembro de número de la Academia Argentina de Letras a partir de 1937. Su obra no es la de un orientalista avezado; al contrario, le interesaban más los temas americanos, los hispánicos y la literatura clásica greco-latina como los plasman sus grandes títulos ensayísticos (Figuras americanas, La disputa de los siglos, Temas hispánicos). Su orientalismo es una emanación derivada de su pasión de helenista y de las culturas mediterráneas. Las nietas de Cleopatra (1927) tiene el mérito indiscutido de ser el primer libro argentino de ficción oriental redactado in situ, durante el viaje que condujo Melián Lafinur por el Levante en 1926. Hasta donde sabemos, una excepción lo antecede: el bello libro Las veladas de Ramadán de Carlos Muzzio Sáenz-Peña, editado por la editorial Nosotros en 1916. Dicha evolución señala sin duda un cambio de actitud respecto a las generaciones estéticas anteriores, en especial la modernista y posmodernista. La edición de Las nietas de Cleopatra cuenta con un prefacio del santafecino Carlos Alberto Leumann, conocido intelectual y también colaborador de la revista Nosotros, antiguo jefe de redacción del semanario La Nota dirigido por Emir Emin Arslán entre 1915 y 1921, publicación que colaboró ampliamente en la difusión de los temas orientalistas. Leumann apunta varios elementos que hacen a la originalidad de este libro de cuentos: a) su motivo “oriental” lo inscribe en la tradición literaria occidental; b) también adscribe al libro en la tradición más genuinamente argentina; c) lo considera el fruto de una visión personalísima y única, ajena a la pose oriental que había caracterizado a los modernistas; d) es el resultado de un viaje que no dejó crónicas ni estampas ensayísticas, sino tan sólo cuentos de ficción literaria. Leumann afirma lo siguiente: Su actitud no sólo es occidental sino también argentina. Más aún puede decirse: Melián Lafinur nunca escribió nada con tan original espíritu porteño como estos cuentos orientales. Ellos nos ofrecen, sin embargo, una visión del Oriente más fiel y más útil que los libros de los escritores viajeros que se han sumergido lánguidamente en la atmósfera y en la sentimentalidad de aquellos países, vale decir, en lo que es, para un occidental, la atmósfera y la sentimentalidad —trabajada por la literatura— de aquellos países. Melián Lafinur, renunciando en ese sentido a la tradición de algunos escritores europeos, ha visto los paisajes, las gentes y las escenas del actual Oriente con la sensibilidad argentina, con la viveza argentina, con sus ojos de porteño. (“Prefacio” 10) Para el prologuista resulta evidente la filiación de la literatura argentina dentro de la genealogía occidental. Menos evidente es que la inspiración oriental aparezca como natural y constitutiva en la

40 narrativa rioplatense, aunque el tema ya estuviese de moda desde hacía años. Por eso destaca el hecho que estos cuentos orientales sean de espíritu profundamente porteño. El crítico destaca el desenfado con que Lafinur esboza sus cuentos, la naturalidad con la que el autor penetra en el universo social, cultural y político del Levante, y en ocasiones también cómo la trama oriental se vincula con los sucesos de la vida porteña a través de algunos personajes. Según Leumann, Lafinur logra una naturalidad consaguínea con el motivo oriental, sin forzar el trazo y, al mismo tiempo, asumiendo una distancia, una dificultad para consustanciarse con la vida de los pueblos en estas latitudes. Debido a ello Lafinur rechaza en sus cuentos la pose, el gesto falso del viajero que intenta vanamente comprender y penetrar un mundo al que no pertenece y que no puede asimilar. Lafinur rechaza el lenguaje rebuscado y la jerga académica para explicar su encuentro con un mundo cuyas claves no conoce. Lafinur recusa el “abuso pedantesco” de la “cultura orientalista” segregada por la academia europea: En vez de fingir —afirma Leumann— una compenetración con los misterios de las almas orientales, parece invitarnos, con cierta ironía familiar, a mirar con él … un camino accesible a nuestra comprensión, para percibir siquiera las equivalencias humanas eternas, lo que los une a nosotros sobre el abismo de la raza, religión, cultura, raíces históricas y aficiones diferentes. (Leumann, “Prefacio” 10-11) Aunque en un registro diferente del narrativo, Estrada había iniciado en su ensayo sobre Egipto este cambio de actitud. La voz del Nilo inauguró esta vía de la universalidad humana ante culturas que en gran medida le resultaban incongruentes y de difícil acceso. Lafinur traduce esta actitud en un proyecto exclusivamente literario, sin reivindicar para sí ninguna pretensión “específicamente comprensiva” de dichas culturas, sino destacando la universalidad humana ante lo desconocido y acusando una neta distancia crítica con el juicio fácil y el epíteto lapidario. Como Capdevila, tampoco Lafinur recurre al orientalismo de pacotilla y lentejuelas, propio de los modernistas. Esto indica un claro cambio de actitud en la percepción del Oriente propiciada con el cambio de siglo. En un plano exclusivamente literario, Jorge Luis Borges dedica a Las nietas de Cleopatra una reseña elogiosa publicada en la revista porteña Valoraciones, recogida posteriormente en el primer volumen de sus Textos recobrados. Son los años en que el joven Borges apreciaba los juicios ampulosos y barrocos que componen sus Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926). Sobre estos relatos orientales, afirma que son «viventísimos cuentos, cómodos en la realidad, y en los que por un milagro no usual en las novelaciones contemporáneas, suceden cosas» (“Las nietas de Cleopatra” 283). Leumann destaca asimismo en Lafinur la ausencia del tono grandilocuente que caracterizan otros relatos del género orientalista. El autor no cae en las repeticiones aún cuando describe lugares comunes, pues evita reproducir el estilo europeo. Sobre el cuento “La polvera de Plata”, observa que «estamos con él, y miramos con sus ojos, sin que tampoco nos distraiga, en el estilo, ninguna moderna “genialidad europea”. 40

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El cuento es argentino desde su principio» (“Prefacio” 17). Procurando contemplar la fuerza íntima del libro, su prologuista concluye que el autor «cultiva seriamente la literatura. Pero no la literatura de gabinete, sino la que, alimentada por la enseñanza de maestros, cobra su equilibrio y su libertad en la vida del autor mismo» (“Prefacio” 20). Con este aserto asombroso Leumann quiere reforzar la composición genuinamente argentina que propone Lafinur en Las nietas de Cleopatra. Ejercicio en donde ya no tienen más curso la mera copia de un Oriente exótico y mistificado, como en los románticos y neoclásicos europeos del siglo XIX. Con este libro de relatos, por primera vez Oriente ha sido integrado con pleno derecho al corpus narrativo nacional. El libro se compone de seis relatos, escritos durante su periplo por el Levante: “Las nietas de Cleopatra” (Cairo, marzo de 1926), “El misterio de Assuan” (Assuan, abril de 1926), “Las viñas de Engadí” (Jerusalén, febrero de 1926), “Altair”, “La polvera de plata”, y “Las sandalias de Judith” (los tres últimos sin fechar). El primer relato, que da título al libro, trata de la aparición de una mujer fatal moderna —a imagen de la mítica silueta de Cleopatra— en la terraza del Shepheard’s Hotel del Cairo. El ambiente es cosmopolita y mundano («hombres de nacionalidad y profesión indefinibles, y mujeres locuaces y alegres» [Las nietas de Cleopatra 23]), compuesto por el Dr. Mathis, un docto egiptólogo europeo, un norteamericano, Ahmed Bey —un egipcio culto, devoto y occidentalizado—, junto a Marcelo y el propio narrador, dos sudamericanos. La tertulia se ve perturbada por el paso de una intrigante y seductora figura femenina. Se trata de una cortesana, de las tantas que pululan entra la clientela de los hoteles internacionales, o en casinos y balnearios de prestigio. Son las llamadas “nietas de Cleopatra”, que practican un discreto libertinaje tarifado con regalos y privilegios, complaciendo los caprichos de los caballeros «sin que su respetabilidad sufra un ligero rasguño y toman del amor lo que les interesa, sin complicaciones sentimentales» (Las nietas de Cleopatra 29). Estas “nietas de Cleopatra” no tienen lealtades ni sufren estragos del corazón. La mujer de el Cairo le trae a Ahmed el recuerdo de Vera, otra cortesana rusa conocida en Cannes y frecuentada en París y Biarritz. Tras escuchar el detallado relato del egipcio, los convives concuerdan en que esta categoría de mujeres poseen «un alma que no es humana» (Las nietas de Cleopatra 45), pertenecen a la estirpe de Cleopatra y de Catalina de Rusia. “El misterio de Assuan” se desarrolla durante una excursión en barca hasta la Isla de Philae (o Filoe), isla dedicada al culto de Isis por los antiguos egipcios. La cohorte de viajeros y el narrador se hospedan en el Cataract Hotel de Assuan, junto al Nilo. Reaparecen algunos personajes del primer cuento, en especial el Dr. Mathis, que el narrador dice haber encontrado en Palestina, para luego emprender viaje juntos por todo Egipto. Este sabio es descrito como sigue: «Una mezcla de ciencia profunda y de imprevista espiritualidad, hacían del Dr. Mathis el compañero más provechoso y agradable. Todo lo que veíamos le era ya casi familiar, como que realizaba ese viaje por sexta vez, a lo menos» (Las nietas de

42 Cleopatra 52). Esta función de mediador cultural del Dr. Mathis es interesante, pues su personaje suplanta para el narrador sudamericano la clásica figura del drogman o dragomán que acompañaba a los viajeros occidentales por Oriente. Desde por lo menos el siglo XVI el drogman oficiaba de mediador cultural y lingüístico entre los nativos y el viajero, suerte de guía turístico y de intérprete, cuyo papel era esencial para el buen desarrollo del viaje. El Dr. Mathis es un sabio europeo y no un nativo, por lo que las explicaciones que recibe el viajero-narrador llegan a él por la intermediación de Europa, y no por su contacto directo con la población local. Este personaje sintetiza todo el conocimiento orientalista europeo, desde Volney y Champollion, hasta el Dr. Mardrus, Mariette-Bey y Maspero. Mathis tiene además gran debilidad por la lengua española, su cultura, su historia y literatura. Esta es la secreta pasión compartida entre Mathis y el narrador: el profundo respeto por la hispanidad y la cultura caballeresca. El narrador, tras presentarnos a su albaceas por Egipto, se define brevemente a sí mismo —resultando evidente que el narrador es el alter ego del autor—: Pues, como es notorio, yo, mal que bien, hablo español, desciendo de españoles, poseo alguna que otra noticia acerca de la historia y la literatura de la península y por añadidura sé de memoria algunos fragmentos de los romances primitivos. Esto bastaba para que el doctor Mathis, a falta de un español auténtico y más versado, me hubiera cobrado afecto en calidad de español “aproximativo” y me llamara sonriente “el joven hidalgo argentino”, uniendo así, a una dudosa apreciación de mi edad, un lisonjero cognomento hispanizante. (Las nietas de Cleopatra 53-54) El doctor Mathis aprecia también la tradición literaria francesa y es un enamorado de Corneille, Hugo, Merimée, Gautier, Barrés o, incluso, del profesor Martinenche.10 El cuento tiene como motivo de fondo la incipiente lucha de los Hermanos Musulmanes para liberar a Egipto de la dominación extranjera. El sabio francés, en virtud de la intimidad que lo unía con el narrador, lo invita a visitar de nuevo la Isla de Philae en condiciones especiales, dándole cita en el embarcadero a medianoche, con la intención de realizar observaciones singulares. El narrador se prepara para ver fenómenos sobrenaturales, hecho que exacerba su imaginación. El doctor protegió en estancias anteriores a un sabio egipcio, Sabib, miembro fundador de la Sociedad de los Hermanos Musulmanes.11 Sabib es quien los conduce hasta la Isla de Philae, para observar el suceso que da fundamento a la hermandad. Agazapados en el bote, en silencio, observan el canto desgarrado de una aparición femenina, que es el alma del pueblo egipcio martirizado por la dominación extranjera. La pitonisa implora con su cantar a la diosa Isis, expresando el dolor de ver a su país dominado, e implorando por su liberación. Luego, la aparición se arroja a las aguas del Nilo, sin dejar rastro alguno. Notemos de paso la hibridez confesional y transhistórica: los musulmanes acuden a la pitonisa del templo de Isis. Cuando observan la escena, los personajes ven pasar junto a ellos otra barca con personalidades europeas, pero Sabib les advierte que éstos hombres no pueden ver lo que ellos observan. «Son enemigos 42

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—dice el egipcio—. Ante ellos el misterio del templo no se produce nunca, como tampoco ante algunos nativos indignos» (Las nietas de Cleopatra 67). Es curioso constatar que Lafinur toma como argumento para un modesto cuento de suspenso exótico la cuestión inequívoca de la lucha de los egipcios contra el ocupante. Más aún cuando la hoy conocida Hermandad —prohibida por Nasser en 1954— era de creación reciente al momento de su viaje por Egipto. Lafinur no duda, en medio de un relato literario, en tomar partido por la lucha independentista de los egipcios. Esto sugiere un evidente cambio de orientación en la forma en que los sudamericanos testimoniaban sobre los sucesos políticos y sociales del Oriente. Aunque Lafinur inscribe a la Argentina como parte de la tradición cultural occidental —toda su obra apunta en esta dirección, bajo la triple faz de la hispanidad, la herencia greco-latina y la francofilia—, se muestra muy crítico con la empresa colonialista europea, cualquiera sea el pretexto civilizador empleado. Como antes Pastor S. Obligado y Ángel de Estrada, o sus contemporáneos Arturo Capdevila y Emin Arslán, Lafinur se desmarca del discurso orientalista europeo hegemónico. Dicha toma de posición podemos interpretarla como el inicio fehaciente de un nuevo capítulo en el orientalismo argentino, que no se corresponde ya —excepto por la persistencia de algunos elementos pintoresquistas y exóticos— al canónico orientalismo europeo. La generación modernista había introducido un cambio positivo (cambio genuino que fue por cierto titubeante e inconsecuente, o meramente decorativo), que la generación posmodernista profundizó de modo evidente en su dimensión crítica, contestatario de las premisas ideológicas del orientalismo europeo hasta la primera contienda mundial. A partir de 1918 los viajeros argentinos despliegan una visión propia sobre el Oriente, por lo general distanciada del discurso paternalista y colonialista europeo, y solidaria con el nacimiento del movimiento político de emancipación nacional en algunos de estos países. “Las viñas de Engadi” es un relato de inspiración bíblica, que le es transmitido al viajero en Jerusalén por un guía judío converso, sabio y políglota, que había preservado el español arcaico de los sefarditas. Trata sobre un rico propietario de vides en Engadí, Eliezer, que tras una noche agitada por la fiebre ve un buen día sus saludables vides maltrechas y devoradas por la peste. Deja a su mujer Susana a cargo de la casa para correr arrebatado hasta la capital de Sión, para solicitar ayuda entre los hombres del Templo, a los que pertenecía. En esos momentos tiene lugar el arresto de Jesús, que con el consentimiento del Sanedrín es enjuiciado por los romanos y sentenciado a morir en la cruz. Durante el camino al Calvario, Eliezer tiene un rapto de misticismo y se convierte a la fe del rabí de Galilea, el nuevo Mesías, a quien interpela pidiéndole disculpas. Escapa por poco al juicio de sus pares, que no comprenden su gesto y, de regreso a su tierra, observa las vides curadas de la peste que las habían asolado. Susana, que tampoco comprende el rapto de demencia, le dice que sus vides nunca habían sido atacadas por la peste. La alucinación es una metáfora del acto de conversión y de misticismo de Eliezer.

44 “Altair” es un relato que pone en escena la historia dolorosa de un amor alocado en el Líbano. «Sin duda, lo que llamamos amor —dice el autor—, no es un sentimiento unitario y puro. Hay en él, como en una metálica aleación, componentes diversos: amor propio, vanidad, hábito, curiosidad, celo de lo adquirido, sensualidad, ¡qué sé yo!» (Las nietas de Cleopatra 113-14). El protagonista es un joven porteño que se enamora perdidamente de una odalisca judía en un cabaret de Beirut. El protagonista está acompañado por un amigo y por un comerciante de sedas turco establecido en Buenos Aires, que oficia de Cicerone. El ambiente del local nocturno es cosmopolita y heterogéneo. Tras el espectáculo de artistas trashumantes, observan el baile de la odalisca, que como la efigie de Astarté es de una belleza hierática, y le hace pensar al joven en Judith durante su visita al campamento de Holofernes. Su baile sensual pasa del erotismo a la lascivia, acompasado al ritmo frenético de una música encantatoria. El joven queda preso de una suerte de languidez erótica que despierta en él la melancolía por su tierra natal. Entre la encanallada asistencia había un hombre corpulento que fumaba el narguile. Tras la función, descubre que en realidad se trata de un antiguo camarada de la adolescencia, perdido de vista. Era un hombre jovial que animaba la vida nocturna en Buenos Aires hacia la época del Centenario, rico e intelectual, aficionado al arte y la literatura, que en las tertulias modernistas profesaba adoración por Rubén Darío y Leopoldo Lugones. En los quince años de separación, el viejo amigo había pasado largas temporadas de bohemia en París. El encuentro en Beirut, atestiguaba la decadencia a que había llegado ese espíritu otrora radiante y jovial. «En el café —dice el narrador—, sentados ante una mesa escondida, mi amigo me refirió por fin la aventura que había hecho de él, el arrogante triunfador de años atrás, aquel vagabundo que tenía allí ante mi vista» (Las nietas de Cleopatra 125-26). El amigo le cuenta que había conocido a la odalisca judía en el Lido de Venecia y que allí la cortejó hasta enamorarse desesperadamente. El hombre le propone seguirla y ella acepta; van a Capri acompañados por sus padres. Allí las relaciones mundanas con varios aventureros los introducen al submundo de los narcóticos, «fumábamos hachich y tomábamos otras drogas» (Las nietas de Cleopatra 133). Hasta que un día el banco lo despierta del ensueño; su amigo estaba en la bancarrota. La odalisca le anuncia que su padre era fingido y que el farsante se había fugado con sus joyas e importantes sumas de dinero. Los amantes se ven reducidos a la miseria. Ella comienza a mostrarse hosca, irritable y exigente, mientras él se hunde en los paraísos artificiales. En el Cairo ella lo abandona por un nuevo amante inglés: Desde entonces la sigo —confiesa—, sin poder arrancarme a su fascinación, más grande ahora que antes de poseerla, porque se acrecienta con la nostalgia de las dichas pasadas. La sigo como un perro, sumiso y humilde, mendigando una palabra, una sonrisa, una esperanza. Ella, abandonada a su vez por el otro, ha vuelto a las tablas y recorre ahora los casinos de Oriente, viviendo con dificultad y a la espera de una ocasión que le permita tornar a los escenarios de Europa. (Las nietas de Cleopatra 135) Al borde de la locura, su amigo se proponía seguir viaje hacia Constantinopla, tras el fantasma de esa mujer. El narrador, en un arrebato violento, “le reprocha su abulia”, su cobardía, «incitándole a 44

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abandonar aquella vida errante y a venirse conmigo a París, donde prometía cuidarle» (Las nietas de Cleopatra 137). Los amigos convienen una cita al día siguiente para aprestar los preparativos. El viejo camarada falta al encuentro y le deja una misiva de despedida en el hotel, con uno de sus poemas. Se trata de un poema de amor platónico hacia la odalisca, cuyo nombre es Altair (es decir “la que vuela”). Como lo observa Leumann, este cuento transcribe las andanzas de un argentino del Centenario en los insondables y cenagosos caminos del Oriente. Poco se preocupa Lafinur por detallar los sitios en que se desarrolla la historia. Estos lugares le sirven para desplegar una historia de amor enajenante como un simple detalle exótico, paisaje que añade misterio al relato amoroso. La escena oriental está puesta en función de un relato autóctono, Oriente es un epifenómeno de la narrativa mundana de los escritores porteños, como si el Levante fuese una barriada del Río de la Plata. El quinto relato se titula “La polvera de plata” y se desarrolla en Estambul, más precisamente en el Gran Bazar, donde el narrador pasa el día explorando sus laberínticas galerías cubiertas, a la caza de un regalo singular para su amiga inglesa de París, Lady Clifford. La descripción del bazar es colorida, a la altura de su mítica reputación. La fauna que lo puebla es variopinta, a imagen del reciente imperio otomano desguazado: «Hombres oriundos de todos los antiguos vilayetos del desmembrado imperio: sirios, egipcios, armenios, judíos, anatolios, árabes puros, se mezclan a turcos, albaneses, kurdos, búlgaros, griegos y europeos occidentales» (Las nietas de Cleopatra 147). Tras múltiples escenas de regateos con comerciantes, el protagonista termina su día con las manos vacías. Al caer la noche, el bazar cierra y él no ha encontrado su regalo de prestigio para la señorita inglesa. En la precipitación se pierde en los corredores buscando la salida. Al poco tiempo, encuentra un pequeño paquete en el suelo, que presume es una compra perdida por un viajero. Cuando llega a su albergue en Pera, el Hotel Tokatlian, del otro lado del puente Galata, abre el envoltorio y encuentra la polvera de plata labrada, con una fina piedra incrustada en su interior, de color verde y con forma de escarabajo. Había dentro de la polvera una carta en árabe, que hace traducir por un amigo diplomático francés, establecido en el Levante desde hace años. Este le dice que la carta afirmaba que la polvera era un regalo de un árabe cairota a un amigo suyo de Constantinopla que tiempo atrás le había salvado la vida y la fortuna. La carta sostenía que la polvera tenía virtudes mágicas: la mujer que utilizase la polvera vería sus deseos cumplidos al instante, mientras su deseo no fuese demasiado ambicioso y se pronunciara en árabe “buena suerte” al momento de formular su deseo. El talismán, continuaba la carta, debía permanecer en posesión de un hombre, sin obsequiarla nunca a una mujer, aunque ésta la emplease ocasionalmente. La desconfianza del narrador se ve sacudida: Por más que nuestra moderna educación científica nos haya acorazado de incredulidad contra toda superstición y hechicería, siempre hay un resquicio por donde lo maravilloso logra filtrarse en nuestro espíritu. Yo no admitía, ciertamente, que aquello fuera cierto, pero, al mismo tiempo, me complacía imaginando que pudiera serlo. (Las nietas de Cleopatra 157)

46 A su regreso en París, el protagonista decide no ofrecerle la polvera a Lady Clifford, pues calculaba que la consideraría una superchería de mal gusto. Le cuenta sin embargo la anécdota y Miss Clifford insiste para ver la polvera con tales virtudes mágicas. La emplea y pide que su marido que se hallaba en Bengala pueda regresar pronto a Europa. Su deseo se cumple, repiten la experiencia, y la magia opera de nuevo. El protagonista emplea la polvera en muchas otras circunstancias con otras mujeres, y el talismán funciona en cada ocasión. Este cuento de intriga sencilla procura introducir el carácter maravilloso de Oriente en el mundo de certezas occidental, racionalista y calculador. Tras la magia operada por la polvera podemos adivinar el obsequio mayor que Oriente puede ofrecer a Occidente: la fe mueve montañas, y dicha fe no es reductible a ecuaciones lógicas, ni al razonamiento científico. El cuento, sin escapar del clásico motivo orientalista, ofrece una mirada regeneradora de Oriente, como una tierra que puede infundir aquello que Occidente había perdido: la espiritualidad. Esto ya fue observado cuando analizamos otros escritos de la época, particularmente en Capdevila, Estrada, Muzzio Sáenz-Peña y también Joaquín V. González. Es un indicio menor del cambio de actitud de los sudamericanos hacia Oriente. Por último, el sexto y breve relato “Las sandalias de Judith” retoma un conocido episodio bíblico, en donde la célebre viuda logra la liberación de Betulia tras haber decapitado a Holofernes, el general de las tropas babilónicas. Más allá de la hazaña guerrera de la heroína, que permite a Israel ganar la guerra, y allende su interpretación teológica (la prueba de la intervención divina en la liberación de Betulia), el hecho puede ser entendido como un acto de traición, pues Judith hace creer a Holofernes que ella correspondía a su amor, cuando en realidad se infiltra en su tienda para asesinarlo tras haberlo embriagado. En este libro, por encima de la discordancia cronológica, Judith puede ser sencillamente considerada como una variante posible de “las nietas de Cleopatra”. La contracara del Oriente: la latinidad según Melián Lafinur En fin, a pesar del señalado cambio de percepción del Oriente, Lafinur ancla la herencia cultural argentina al “alma latina” —de eminente cuño occidental— que impera sobre cualquier otra tradición en el espacio americano. Pocos años después de Las nietas de Cleopatra, Melián Lafinur fija clara posición al respecto en un ensayo perteneciente al libro La disputa de los siglos (1934). Allí da cuenta de la importancia creciente que ha tenido en las últimas décadas el debate sobre las influencias asiáticas en la intelectualidad europea, en consonancia con la encuesta sobre “L’appel de l’Orient” publicada por la revista francesa Cahiers du mois. Dichas influencias foráneas al ámbito occidental son percibidas como amenazas por Lafinur. El Islam, la cultura eslava (rusa) o el misticismo hindú nacido en las orillas del Ganges, son las nuevas sirenas que invitan a seguir otras tantas nuevas sendas a los desorientados intelectuales y artistas de 46

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Occidente. Pese a la seducción que estas escuelas ofrecen a los jóvenes intelectuales americanos, Lafinur advierte que estos son derroteros sin salida, y que no conviene cifrar al respecto falsas expectativas: «Contra esta invasión insidiosa y formidable de influencias disolventes —afirma—, hay que erguir el dique de la clara razón latina» (La disputa de los siglos 167. Subrayado mío). Los cimientos de la civilización occidental reposan en los pilares de la latinidad. Aunque admite, a la sazón, el genuino entusiasmo que despiertan en América y Europa las luces de Oriente, su labor apunta a rescatar la «preciosa huella de la tradición greco-latina, para [no] dejarse desviar por ciertas influencias exóticas que ya están asomando su mueca inquietante en una vaga ideología y en un arte sin médula» (La disputa de los siglos 169). Aunque Lafinur forme parte del movimiento de renovación crítica hacia el Oriente (sus cuentos orientales así lo atestiguan), cree que no hay que confundir el interés genuino por dichos países y culturas, y la inspiración que estos pueden proporcionar al creador, de los fundamentos históricos y civilizatorios de Occidente, que a su juicio son la Grecia clásica y la antigua Roma. Según Lafinur, ni el misticismo hindú, ni la fiebre eslava, ni otras influencias semejantes, no pueden ser fuentes de vida espiritual para los argentinos, ni suministrar fórmulas de cultura convenientes a la mentalidad y al carácter nacionales. “Somos —como se ha dicho— hijos de la vida clásica y de la vida cristiana” y nuestra atención hacia ciertos fenómenos —interesantísimos, por lo demás—, de razas y culturas que nos son tan extrañas, debe detenerse en el límite de la curiosidad intelectual y de la admiración razonada, sin propender, con ligereza e irreflexivo afán de novedad, a la imitación y al proselitismo. Se puede admirar a Andreieff, pongo por caso, sin tratar de imitarle —cosa esta última, por lo demás, un poco difícil— y leer a Tagore sin creer que pueda ser para nosotros “duca, signore, maestro”, ni nada por el estilo. (La disputa de los siglos 171-72. Subrayado mío) Con estos pasajes observamos que Lafinur participa de la renovación orientalista, al tiempo que advierte sobre los límites que estas mismas exploraciones temáticas deben tener para los jóvenes entusiastas de América. Esto explica su empeño en proporcionar una mirada literaria argentina sobre Egipto y el Medio Oriente, mostrándose crítico con el colonialismo europeo, pero inscribiendo sustancialmente a Sudamérica en la herencia de Occidente. En “Reflexiones ante la Acrópolis” afirma que de Oriente «no se ha desprendido directamente para los pueblos modernos una herencia computable, en tanto que Grecia es la cuna de la civilización occidental» (La disputa de los siglos 69). IV. Un balance contrastado y con matices propios En conclusión, las vanguardias modernista y posmodernista dan cartas de ciudadanía al motivo oriental en las letras argentinas e hispanoamericanas en general, siendo este motivo estético un valor positivo que reequilibra la mirada negativa previa, cargada de todos los prejuicios del orientalismo europeo. Sin embargo, dicho rescate del Oriente tiene sus límites y el balance final es contrastado. Por un lado,

48 observamos claramente que el tema arabo-musulmán no es un hecho aislado, sino que viene introducido en la literatura y la cultura en general como parte del rescate de la herencia neoclásica, griega y latina. Este fenómeno es observable en Darío, Lugones, Estrada, Capdevila y Melián Lafinur. De cualquier modo sus apreciaciones del impacto estrictamente oriental en la cultura sudamericana son a menudo divergente. Adivinamos otra línea de continuidad con el modernismo estético: el Oriente es el eje de un tenso debate entre cosmopolistas y teluristas, entre partidarios de una apertura estética al mundo y los fervorosos cultores de una estética local, nacional o regional. Estrada lo reivindica en cambio como suyo el otrora ambiente exótico en Darío y Lugones, tomando además partido contra la colonización europea (quizá porque viajó por el Medio Oriente, a diferencia de sus predecesores). Capdevila va en el mismo sentido que Estrada, llegando incluso más lejos —política y culturalmente—, pero reclama una variante genuina para asimilar el Oriente, propia a los argentinos y americanos. Las precauciones adoptadas por Lafinur son importantes: no busca abrir el juego —como sí lo hace Capdevila— sino permanecer en los límites del mero motivo de curiosidad literaria, sin extraer otras consecuencias. Reafirma la herencia latina y la adscripción occidental de los americanos. Pero ambos insisten en que el orientalismo, en cualquiera de sus variantes, no debe ser una empresa de burda “imitación”, copia del orientalismo europeo, ni tampoco de “proselitismo” ciego por temas de los que poco conocen. El orientalismo puede y debe enriquecer la visión de los argentinos, pero sigue siendo una causa exógena a los valores de América. El orientalismo tiene legitimidad a condición de obtener carta de ciudadanía argentina o americana, y de ningún modo como simple imitación de las escuelas foráneas en boga. El tema oriental tiene que pasar por un proceso de “nacionalización”, entregando una variante propia de un tema que en otras latitudes ya era banal y trillado. Cada uno de los tres autores analizados aquí se entrega a esta labor con sus contradicciones, iluminaciones y limitaciones intelectuales —e incluso con una asumida ignorancia en la materia—, pero la vena orientalista reaparece siempre con la constante pasión del ostinato.

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Notas 1 Nos referimos a Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Enrique Gómez Carrillo, Arturo Ambrogi, José Juan Tablada, Francisco Villaespesa y Eugenio de Castro (Tinajero 2003). 2 Rubén Darío dedica a Estrada su libro Los raros (1896) y el poema “Verlaine” de Prosas profanas y otros poemas (1896). 3 Por ejemplo cuando dice, describiendo una escena callejera frente a la gran caserna de El Cairo: «La característica de este pueblo es berrear hasta ensordecer, al menor incidente de la vida callejera o a la menor disputa por una mosca que vuela». (Estrada 1903: 33). 4 Auguste Mariette-Bey (1821-1881) fue el fundador de la moderna egiptología de terreno, creador en Egipto del Museo de Boulaq, precedesor del Museo Egipcio del Cairo. Gaston Maspero (1846-1916) fue discípulo del anterior y creador del Institut français d’archéologie orientale del Cairo en 1898 (Leclant, 1998). Sir Peter le Page Renouf (1822-1897) fue un egiptólogo inglés, responsable de la la sección de antigüedades orientales del Museo Británico, traductor y comentador del Libro de los Muertos (1904), cuya edición fue póstuma. Eugène Lefébure (1838-1908) fue un egiptólogo francés, conocido por haber trabajado en las misiones arqueológicas francesas en el Valle de los Reyes, haciendo el relevamiento de las tumbas de Ramses IV y Seti I. 5 El alemán Max Müller (1823-1900) fue un indólogo y orientalista que fundó la mitología comparada. El británico Sir William Jones (1746-1794) fue un filólogo y lingüista destacado en el estudio de la India antigua y redescubridor de las lenguas “indoeuropeas”. 6 La noticia biográfica que acompaña uno de sus libros dice que «Alvaro Octavio Melián Lafinur, de antigua prosapia hispano americana, nació en Buenos Aires el 16 de mayo de 1893» (Melián Lafinur 1943: 9). Pero su fecha de nacimiento habitualmente es indicada en 1889. 7 Borges le dedicará al primero una monografía y al segundo un conocido prólogo (Borges 1930 y 1961). 8 Dice Borges en un boceto autobiográfico: «Uno de los primos de mi padre, Alvaro Melián Lafinur, a quien conocí desde la infancia, fue un poeta menor, aunque llegó a ingresar en la Academia Argentina de Letras» (Borges 1999: 16). 9 También sus personalidades eran opuestas. Lafinur tuvo la reputación de ser mujeriego y juerguista, atrevido y descarado, conocedor de los bajos fondos porteños y bohemio, amante del tango popular, todas características que no eran del temperamento de Borges. 10 Ernest Martinenche fue en los años 1920 y 1930 un celebrado catedrático de literatura hispánica en la Sorbona. Conocido en el medio latinoamericano, realizará el prefacio a la traducción de las Rubayat de Omar Khayyam publicada por el mendocino Francisco Propato en Francia (Martinenche 1930). 11 La Sociedad de los Hermanos Musulmanes (Al-Ijwan al-Muslimun) fue creada en Egipto por Hassan al-Banna, hacia 1926. Tenía por doble misión la expulsión de los británicos y la erradicación de toda influencia occidental en las costumbres egipcias, junto con la regeneración espiritual del pueblo y el estado egipcio, reintroduciendo una moralidad estricta fundada en la ley coránica (la charia). Por encima del discurso teológico y su orientación ideológica, de corte panislámico, hoy resulta claro que dicha Hermandad encarnó el nacimiento de un partido nacionalista islámico que luchaba por sacudir la dominación colonial y coloboró en la empresa de emancipación nacional.

50 Bibliografía Arlt, Mirta. “Prólogo”, in Roberto Arlt, Novelas completas y cuentos. Buenos Aires: Compañía Fabril Editora, 1963. Borges, Jorge Luis. “Ultraismo”, Nosotros 151, Buenos Aires (diciembre 1921): 466-471. –––––. Evaristo Carriego [1930]. Buenos Aires: Emecé, 1974. –––––. “Macedonio Fernández” [1961], Prólogos, con un prólogo de prólogos. Buenos Aires: Torres Agüero Editor, 1975. 52-61. –––––. “Las nietas de Cleopatra” [1927], Textos recobrados 1919-1929. Buenos Aires: Emecé, 1997. 283. –––––. Un ensayo autobiográfico. Barcelona: Galaxia Gutenberg-Emecé, 1999. Capdevila, Arturo. Dharma, influencia del Oriente en el derecho de Roma. Córdoba: Beltrán & Rossi Editores, 1914. –––––. “Los Árabes”, El amor de Schehrazada. Buenos Aires: Cooperativa Editorial Buenos Aires, 1919. –––––. El libro del bosque. Buenos Aires: Ed. Guillermo Kraft, 1948. Estrada, Ángel de. Alma nómade. Buenos Aires: Ed. Estrada, 1902. –––––. La voz del Nilo. Buenos Aires: Ed. Estrada, 1903. Gasquet, Axel. Oriente al Sur, el orientalismo literario argentino de Esteban Echeverría a Roberto Arlt. Buenos Aires: Eudeba, 2007. –––––. “Historia, leyendas y clichés del Oriente en la obra de Emir Emin Arslán”, in «Dossier: Orientalismo Hispanoamericano». Cuadernos del CILHA, a. 13, nº 16 (2012), Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, p. 105-131. González Lanuza, Eduardo. Roberto Arlt. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1971. Leclant, Jean. Un égyptologue: Gaston Maspero, París: Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, 1998. Leumann, Carlos Alberto. “Prefacio”, en Alvaro Melián Lafinur, Las nietas de Cleopatra. Buenos Aires: M. Gleizer, 1927. 9-20. Martinenche, Ernest. “Prologue”, in Francisco A. Propato, Ensayo crítico sobre las Rubáiyát de Umar-I-Khayyám. París: Editorial M. Bourdon, 1930. XI-XIII. Melián Lafinur, Alvaro. Figuras americanas. París: Casa Editorial Franco-Iberoamericana, 1926. –––––. Las nietas de Cleopatra. Buenos Aires: M. Gleizer, 1927. –––––. La disputa de los siglos. Buenos Aires: M. Gleizer, 1934. –––––. Temas hispánicos. Buenos Aires: Institución Cultural Española, 1943. Muzzio Sáenz-Peña, Carlos. Las veladas de Ramadán. Buenos Aires: Editorial de la Revista Nosotros, 1916. Tinajero, Araceli. Orientalismo en el modernismo hispanoamericano. West Lafayette: Purdue University Press, 2003. Obligado, Pastor Servando. Viaje a Oriente, de Buenos Aires a Jerusalén. París: Imprenta Americana de Rouge, Dunon y Fresné, 1873. Wood Besant, Annie. Dharma. Los Angeles: Theosophical Publishing House, 1918 (3º ed.).

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