Story Transcript
Un juego de pelota en Londres y otras crónicas exageradas
Juan Orlando Pérez
©Cubaliteraria Cuba, 2003 y Citmatel ISBN: Pendiente Edición: Tupac Pinilla Editora Web: Yasmín S. Portales Diseño: Alain Carranza Camejo.
Indice 5
Oxford y Cambridge
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Teoría de la primavera
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El misterio de "Cats"
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El regreso de ET
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El placer de la literatura
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Pobre profesor Aschenbach
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Doctor Faustus
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Música para Shakespeare
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L a C o n s a g ra c i ó n d e l a P r i m a v e ra
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Picasso y Matisse
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D a v i d B e c k h a m y e l J u b i l e o d e l a Re i n a I s a b e l
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El viaje de Rimbaud
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El ocaso de los héroes
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Ro m a d e n o c h e
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Re v e l a t i o n s
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U n a s u b a s t a e n S o t h e b y ’s
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M o n e t e n e l j a r d í n , v e ra n o d e 1 9 2 6
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Un juego de pelota en Londres
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El g a b i n e t e a n a t ó m i c o d e l p r o f e s o r G u n t h e r Vo n H a g e n s
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La educación sentimental del joven Byron
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E x q u i s i t a c e n s u ra
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Cementerios
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La culpa
La culpa Los cronistas no son sujetos en los que se pueda confiar. Mezclan la ficción y la realidad sin pudor. También lo hacen el escritor de novelas y el periodista, pero al menos, el escritor de novelas no tiene ninguna pretensión de objetividad, y el periodista, por su parte... bueno, ya nadie toma en serio a los periodistas, así que no representan ningún peligro para el público. Los vanidosos cronistas, en cambio, confunden y engañan impunemente. El autor de estas crónicas de ningún modo es excepcional. En la presente colección ha juntado numerosos ejemplos de su desdén por la verdad. En lugar de honestas informaciones, presenta impresiones alteradas por el entusiasmo, o peor aún, por la melancolía. Aunque el autor simula gran disciplina en la narración de los acontecimientos reales, cualquier lector perspicaz notará enseguida cómo pierde la concentración y se desvía hacia regiones ignotas y ásperas de su imaginación o de su nostalgia. El resultado podría interesar tanto a un observador de las deformaciones de la memoria como a un candoroso aficionado a los eventos culturales.
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En este libro han sido reunidas las crónicas aparecidas en la sección “Social”, de Cubaliteraria, durante la primavera y el verano del año 2. El autor hallábase en Londres cuando recibió la invitación de Julio César Guanche, director de Cubaliteraria, para escribir reportes de la vida cultural británica. Un año antes, siendo Guanche director de la venerable Alma Mater, había publicado las crónicas que este mismo autor había escrito durantes sus viajes por Europa. Majadero como es, el autor utilizó la oportunidad que generosamente le brindaba su amigo para escribir toda suerte de despropósitos, relacionando
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arbitrariamente sus recuerdos de Cuba con escenas londinenses, y los acontecimientos históricos o literarios con sus propias aventuras emocionales. Extrañamente, algunos lectores que llegaron a “Social” a través del intrincando laberinto de la Internet, aprobaron estos juegos literarios. El autor, que no alberga ilusiones acerca de sus propios méritos como cronista, llegó a pensar que aquellos lectores que enviaban entusiastas comentarios a “Social”, eran los propios redactores de Cubaliteraria, que querían levantar la moral de su melancólico colega de Londres. No estaba del todo errado el pobre diablo. Uno de los lectores más recurrentes y elogiosos, un tal Sebastián Baeza, de estilo culterano y caballeresco, enviaba a “Social” meditaciones que al autor resultaban excesivamente familiares. Le respondía a Baeza, pero intuía que aquel gentilhombre no le era en el fondo desconocido. Una torpeza del caballerete le confirmó al autor lo que sospechaba, que el insistente no era otro que el donoso Boris Caro, editor de la minúscula pero dignísima publicación titulada La Página, de la insigne Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, donde vieron la luz algunas de las crónicas aquí incluidas, como “El placer de la literatura” y “El viaje de Rimbaud”. A Boris y a Guanche, pacientísimos editores y amigos, los lectores de este libro deben atribuir la mayor responsabilidad. De no ser por ellos, probablemente el autor habría conservado ejemplar discreción acerca de sus rondas y tribulaciones, con tanto mayor provecho para la cultura nacional. Cúlpesele de todo, de exagerado, de incoherente, hasta de engañoso, pero no se le culpe, que sería injusto, de vanidad.
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El autor Enero del año 3.
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Oxford y Cambridge
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l año pasado, la tradicional regata anual entre Oxford y Cambridge fue disputada en uno de esos típicos días londinenses más propicios para melancólicas lecturas de Milton o de Browning que para agitados eventos deportivos. Pero los ingleses son unos deportistas entusiastas. En los días más oscuros, bajo la punzante llovizna invernal, esforzados atletas salen a correr por la ciudad, incapaces de interrumpir aunque sea una vez su rutina de severos ejercicios físicos. Los gimnasios están siempre llenos y la gente sigue con disciplina ascética los consejos y métodos de entrenamiento que recomiendan mil revistas distintas. No en balde por poco quedan mejor que nosotros estos debiluchos en los últimos Juegos Olímpicos. Menos mal que en las Olimpiadas no se compite en cricket. En verdad, el veleidoso clima inglés no deja de tener sus atractivos. Mirando los partidos de rugby por televisión, en la habitación bien calentita, uno no puede menos que
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envidiar a aquellos grandulones, robustos osos polares, que se divierten como chiquillos peleando bajo la lluvia fría y revolcándose en el lodo. A nadie, pues, le importó el año pasado que el día escogido para la regata de Oxford y Cambridge fuera tan sombrío, y así, frente al público aterido que se congregó en ambas riberas del viejo Támesis, se dio la arrancada. Ganó Cambridge.
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Era su victoria 77 por 69 de sus archirrivales, con un empate, al cabo de 147 regatas. Fue otro signo de la presente buena fortuna de Cambridge y de la triste decadencia de Oxford. Esta última había caído, vergonzosamente, al tercer lugar de las listas de mejores universidades inglesas, por debajo de la detestada Cambridge y del Colegio Imperial de Londres. Las finanzas de Oxford, se decía, estaban en crítica situación. En un desesperado gesto de relaciones públicas, la universidad invitó a una serie de estrafalarios conferencistas, muy distintos a sus habituales, premios Nobel, científicos eminentes, sublimes artistas y pensadores. Enfrentando las mofas de la prensa y del público, la sociedad de estudiantes de Oxford se atrevió a invitar a Michael Jackson para hablar sobre un tema para el cual su calificación era por lo menos discutible, el cuidado de la infancia. Este año no ha sido más próspero para la vieja Oxford. Por primera vez en tiempos recientes, según reporta The Sunday Times, la universidad tendrá pérdidas por 1.6 millones de libras. Apenas una semana antes de la regata de este año, los principales periódicos de la capital revelaron que las autoridades de Pembroke College, uno de los 39 de Oxford, habían aceptado otorgar una plaza a un estudiante con bajas calificaciones a cambio de que su padre hiciera una
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donación de 300 mil libras. El escándalo cubrió de infamia a la tan admirada Oxford. La regata de este año, marcada para el Sábado de Gloria, adquirió de repente una importancia extraordinaria, y todos en la universidad la consideraron como la oportunidad final para una pública y amplia reivindicación.
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Mis simpatías personales, si está bien que lo diga, no favorecían a Oxford, sino a Cambridge.Aún recuerdo el deslumbramiento que me causó la vieja universidad la primera vez que la visité. Cualquier jovenzuelo educado en la isla, alimentando durante largos años una anticipada nostalgia por los grandes símbolos de la cultura de Europa, habría sentido la misma emoción. Nuestra Universidad de La Habana tiene también su propia particular majestad, hay que admitirlo, un aire de severa aunque humilde dignidad que tal vez, desdichadamente, no es bastante admirado y respetado. Sentado en la veranda de la escalinata, entre el edificio de la Federación Estudiantil Universitaria y la Facultad de Farmacia, yo contemplé en mi prima juventud muchas veces el atardecer de La Vana, la noche llegando desde atrás de los barrios viejos, las paredes blancas y grises de los edificios frente a la Universidad reflejando como una pantalla los últimos rayos de sol, y las hileras de autos, ómnibus y camiones subiendo por San Lázaro y por Neptuno, pitando al encontrarse en L. Esa hora de la ciudad, entre las cinco y las seis, quizás hasta casi las siete, en que todo adquiere una extraña solemnidad, tal vez por el cansancio y el hastío del día, tal vez por el sobresalto, mezcla de ansiedad y de temor, que produce siempre la cercanía de la noche. Ese sitio en la escalinata es aquel en que tan bien se está. No he olvidado nada. Pero en Cambridge, es cierto, me rendí de admiración. Era un día de principios de otoño, ligeramente frío, pero soleado, ampliamente despejado. Algunos botes hacían la ruta del río Cam entre los colegios, los navegantes empujando sus embarcaciones con largas pértigas. El sol brillaba en los vitrales de la monumental capilla del King’s College. La hierba de los patios era verde, fresca, mullida, los corredores
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silenciosos y enigmáticos, los pórticos cubiertos con estatuas de gloriosos santos y mártires, sabios y doctores de la Iglesia. El sendero en el parque estaba cubierto por dorada hojarasca. La imagen repetía tercamente todos los infinitos, ingenuos clichés de la imaginación, reflejaba con exactitud las fantasías del jovenzuelo soñador. El guía, un astuto gordiflón muy orgulloso de su pequeña ciudad tesoro, anunciaba con aire falsamente distraído las maravillas que aparecían en nuestra ruta. «Aquí enseñó filosofía Erasmo». «En este corredor, escuchando el eco de las voces, Isaac Newton pensó por primera vez que el sonido debía tener una velocidad fija». «En aquella fuente del patio del colegio, Lord Byron se bañaba desnudo, para escándalo de las autoridades de la universidad». «En este laboratorio fue descubierto el ADN». Caminábamos por el laberinto de callejuelas y pasadizos entre los colegios. En el Cam nadaban altivamente los cisnes. El espectáculo, el lugar, la situación, eran casi ridículamente perfectos. «¿Alguna pregunta?», concluyó el guía, muy orondo. «¿Y Oxford?». «Pssss», exclamó el guía, «ese nombre no debe pronunciarse aquí. Para nosotros es el otro lugar».
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Oxford es ligeramente más antigua, y quizás más famosa que Cambridge, algo que su rival jamás perdonará. Los historiadores de Cambridge quisieran demostrar que en el sitio donde ahora está su universidad hubo escuelas de importancia al mismo tiempo que en el otro lugar, pero lo cierto es que fueron escolares fugitivos de una revuelta en Oxford, refugiados en la diminuta villa de Cambridge, los que comenzaron a organizar la nueva universidad, en 1209. La fundación de Oxford, perdida en la oscuridad de los tiempos, se remonta por lo menos a medio siglo antes. Pero esta diferencia no me causó una gran impresión, habiendo estado antes en Cambridge. Un grupo de amigos fuimos a Oxford a finales del invierno pasado. Íbamos con mapas y guías históricas, así que no pedimos la compañía de ningún historiador chovinista y charlatán. Como consecuencia, nos perdimos en la diminuta Oxford, y dimos vueltas sin sentido queriendo llegar a lugares
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que parecían muy cercanos en el mapa pero que se volvían misteriosamente inalcanzables, como si se desvanecieran. Oxford, como Cambridge, es también una enredada madeja de colegios, laboratorios, auditorios, bibliotecas e iglesias. Desde el campanario de Saint Mary the Virgin, mirábamos con delectación el magnífico retablo de la universidad, en el que cada época del arte, la románica, la gótica, la victoriana, ha puesto sus piezas ejemplares. Repetíamos cursilerías típicas de visitantes educados en universidades modernas. «Aquí uno llega a pensar que puede responder las dos o tres preguntas fundamentales sobre el hombre, el destino, la vida y la muerte», declaré, todo filosófico, yo, que sé que esas preguntas no son dos o tres, sino tal vez una sola, que no debe ser jamás preguntada. El día era, como aquel de mi visita a Cambridge, luminoso. Pero había llovido días atrás, esas lluvias interminables del invierno pasado, y los ríos se habían desbordado, cubriendo casi por entero los parques entre los colegios. Caminamos por el parque junto al Magdalen College, misteriosa comarca fluvial en la que las aguas crecidas sólo habían dejado libre un estrecho camino. Todo lo demás lo había cubierto el río, los bancos, las canchas de fútbol. El agua cubría hasta la mitad del tronco de algunos árboles. Se ponía el sol (¿por qué siempre el crepúsculo produce esta hiperestesia?) y la última luz mortecina provocaba un inquietante resplandor en aquel paisaje prehistórico. Algunos patos alborotadores picoteaban entre los arbustos. Los botes habían sido amarrados y guardados bajo el puente. Indiferente al paisaje y a los visitantes, un jovencito sentado junto al río leía algún libro de poesía o de ciencias modernas, los pies colgando sobre el torrente.
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El Sábado de Gloria fue un día primaveral, soleado y ligeramente cálido, muy distinto del día en que se celebró la regata del año pasado. En Putney Bridge, el punto de partida, la multitud vitoreó a los remeros de Oxford, de camiseta azul oscuro, y a los de Cambridge, con camiseta azul claro. Muchos críticos dicen que la regata es un insulso espectáculo, un
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vanidoso desafío machista entre arrogantes niños bien, y una reliquia de la aristocracia victoriana sin sentido en esta época democrática de universidades populares y multiculturales. Pero la competencia, indefectiblemente, atrae un enorme grupo de emotivos espectadores. Se da la arrancada. El bote de Cambridge no está preparado, queda congelado en la línea de inicio, sale con retraso, quizás una desventaja fatal. Pero sus ocho remeros son formidables, el timonel, una pequeña y fiera muchacha, los azuza a gritos, un dos un dos un dos un dos, y el bote de Cambridge avanza a una velocidad asombrosa. Es un esfuerzo supremo, están remando con una fuerza insospechada. Llegan a Crab Tree Reach sólo un segundo y tanto después que sus rivales. Pero esa ventaja es aún muy grande, Oxford está remando mejor que el año pasado, sus hombres no parecen tan fuertes pero están ejecutando con exactitud su rutina, un dos un dos un dos un dos. Los de Cambridge, sin embargo, están adelantando prodigiosamente. Es una tripulación extraordinaria, que el año pasado hizo historia al vencer la distancia de cuatro millas y un cuarto en menos de 17 minutos. Un dos un dos un dos un dos, los músculos se estiran hasta casi romperse, de las entrañas sube hasta la cabeza una columna de fuego, los ojos no ven, los oídos no oyen, el cerebro no ordena, el cuerpo es una maquinaria que funciona automáticamente, realizando siempre la misma simple operación, un dos un dos un dos, el dolor es ya insoportable, las manos, la espalda, el cuello, los muslos, las nalgas, la cintura, el dolor es tan grande, tan horroroso, que de pronto se transforma finalmente en placer, como en el sexo, como en la agonía de la muerte. El placer de la libertad, el placer del poder. El cuerpo que se libera de su limitación fatal y alcanza un poderío infinito. Cambridge llega al paso de Chiswick un segundo delante de Oxford. La multitud aplaude. Han hecho una verdadera hazaña. Oxford continúa remando con ahínco, pero ahora han perdido de vista a sus rivales, que reman a sus espaldas. Es difícil que Cambridge pierda esa ventaja en el tramo final. Pero ha sido muy grande el esfuerzo, la velocidad de Cambridge merma un tanto y, al llegar a Barnes Bridge, la ventaja es de sólo medio
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segundo. Aún así, es muy poco lo que falta hasta la meta, la victoria es casi segura. Un dos un dos un dos un dos. El público se agita, los que apostaron por Cambridge ya comienzan a contar sus dividendos. En ese momento, Sebastian Mayer, el número cuatro de Cambridge, un gigante alemán de seis pies tres pulgadas y doscientas libras de peso, se derrumba, exhausto. Faltan solo unos cientos de metros para la meta. Mayer intenta seguir, uno dos uno dos pero las piernas no responden, los brazos no pueden hundir los remos en el agua que ahora parece congelada, como si estuviera cubierta por una capa de hielo impenetrable. Un dos un dos pero Mayer no puede hundir estas lanzas de hierro que son los remos en el corazón del viejo Támesis. Un dos un dos son seis meses de entrenamiento seis días a la semana todas las semanas seis horas de entrenamiento seis días a la semana un dos un dos horas infinitas el gimnasio pesas arriba abajo pesas un dos un dos o en el río remando remando remando un dos la vuelta al mundo remando para sólo estos pocos minutos de la regata en el viejo Támesis un corto momento de gloria un único irrecuperable irrepetible momento de gloria y el cuerpo de Sebastian Mayer magnífico ejemplar de fuerza y juventud poderosa armazón de músculos hinchados y palpitantes en los que rabiosas descargas eléctricas hacen estallar bombas de sangre limpia y fresca de repente se apaga se agota se rompe en el último instante antes de la victoria el dolor el placer el dolor otra vez el dolor el dolor el dolor hasta que el dolor es finalmente tan grande tan grande que desaparece en el último instante antes de la victoria último instante antes de la derrota y la muerte. Un dos un. Un dos. Un. Silencio, ni un solo ruido turbe este silencio. Silencio absoluto. Mayer se derrumba. Oxford vence por dos segundos.
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Teoría de la primavera
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ebemos recordar que antes la primavera era festejada. Ahora llega en silencio, transcurre y se desvanece cuando avanza el verano. Pero en épocas olvidadas por nuestra memoria, la primavera tenía un simbolismo mayor, provocaba una emoción cuya calidad también hemos perdido. Podemos sospechar que esa emoción expresaba una comunión entre el hombre y su espacio natural, el hombre reflejaba más coherentemente la transformación del mundo, la primavera provocaba un entusiasmo como el invierno atraía la pesadumbre. En algún momento, quizás en el auge de las ciudades y de la vida urbana, esa reflexión se interrumpió. La ciudad proporcionó un paisaje sin estaciones, a través de la ventana el habitante de la ciudad veía siempre casas iguales. El trabajo en la fábrica era el mismo los días de nieve que los días de mucho calor. La ciudad, que no fue sino un escondrijo contra el invierno, cambió la calidad de las
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emociones, las liberó de su dependencia natural. Mientras que el hombre en el campo imitaba la simpleza de las estaciones, el hombre de la ciudad adoptó sentimientos artificiales, descubrió cualidades sin correspondencia cósmica. El hombre del campo es espontáneo, su ánimo atraviesa estados primarios, la placidez juguetona del verano y los temores sombríos del invierno, mientras que el hombre de la ciudad es fundamentalmente escéptico, un sentimiento que no existe en la naturaleza, que es siempre positiva, mientras que el escepticismo es la negación anticipada de toda positividad. De tal manera, el hombre de la ciudad no siente ya la llegada de la primavera como la sentía antes el hombre natural, como un movimiento interior. Para el hombre de ciudad la primavera es exterior y estética, para el campesino es religiosa y moral. Con el tiempo, el significado alegórico de la primavera se desvaneció en la cultura de la ciudad; aislada de su misterio moral, la imagen se empobreció y murió, perdió su fuerza expansiva y su calidad poética. Los poetas que continuaron cantando odas primaverales fueron repudiados. Pero se puede pensar que en los restos de la vida campesina la llegada de la primavera todavía produce su equivalente espiritual, el cambio en la naturaleza marca también una súbita mejoría humana.
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En el popular cuadro de Boticelli, La Primavera, quizás se puedan encontrar huellas de ese antiguo misterio. El cuadro es sorprendentemente oscuro, la danza de las doncellas tiene lugar en el bosque medieval, milagrero y siniestro, poblado por espíritus desconocidos y bestias infernales, que no aparecen, pero que intuimos acechantes en la espesura. La noche invernal, coto de caza de la muerte, ha terminado. La primavera provocaba la celebración de esa supervivencia, haber escapado de la persecución implacable de la muerte. El hombre medieval encontraba en la naturaleza súbitamente los signos de una esperanza, el mundo a su alrededor dejaba de ser hostil y se volvía benévolo y propicio. La vida alcanzaba mayor valor precisamente por el cercano peligro de la muerte, por los
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padecimientos del largo invierno. El cambio era tan inesperado como radical, no en balde el primer concierto de Vivaldi de la serie «Las cuatro estaciones» empieza con el conocidísimo allegro que es el más vivo y apasionado de todos los movimientos de la serie. Es curioso que el concierto dedicado al verano empiece con un allegro non molto, con algunas frases suavísimas y casi Boticelli, La Primavera se diría melancólicas, como las mediatardes de agosto en los campos ya segados. También el segundo movimiento del concierto de la primavera es melancólico, como si la tristeza del invierno todavía permaneciera, como si quedara memoria de las noches de mucho frío, de las plagas y del hambre. Pero el tercer movimiento, una danza pastoral, es a la vez una corrección de la tristeza del segundo y de los excesos del allegro. Esta danza de doncellas campesinas, adolescentes con la esperanza del amor y la felicidad, cuya sexualidad es todavía ingenua y espontánea, se corresponde con la alegoría de Boticelli, y es justamente la que después la cultura de la ciudad explotó románticamente y luego ridiculizó. La danza primaveral de Vivaldi encuentra su equivalente en la danza otoñal, el allegro del tercer movimiento, en la que el tono es más vigoroso, las frases más robustas y mejor marcadas. Probablemente, en el sentido figurativo de Vivaldi, quienes bailan esta danza otoñal son las mismas muchachas primaverales, que han jugado ya los juegos secretos del amor y son ahora el
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símbolo de una plenitud natural, de la consumación de las fuerzas vitales. La determinación entre los ciclos de la naturaleza y del crecimiento individual, su correspondencia casi exacta, que inspiró al final del medioevo toda una larga serie de cuadros y composiciones alegóricas sobre las edades del hombre y las estaciones cósmicas, sólo podría ser más asombrosa si añadiéramos la correspondencia de los ciclos históricos, la periódica resurrección de los entusiasmos políticos tras las épocas oscuras de decadencia y desesperación, la renovación social que comienza tras la crisis desintegradora, las revoluciones que perecen pero que engendran otras revoluciones. Para el hombre de ciudad esta equivalencia triangular es probablemente casual y sin relevancia. Para el antiguo hombre natural era mágica e inevitable. Si los antiguos tenían algo de razón, entonces el ciclo se cumplirá, las fuerzas naturales alcanzarán su consumación y se prenderán de nuevo los entusiasmos históricos. Ahora la primavera ha comenzado. Hay sol brillante, calor, los pájaros cantan su eterna única canción, el árbol frente a mi ventana, que miro mientras escribo estas líneas, se ha cubierto de pequeñas hojas verdes.
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El misterio de "Cats"
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»Cats», el gran musical creado por Andrew Lloyd Weber, termina sus presentaciones en el West End londinense el próximo 11 de mayo. La noticia ha causado consternación entre los espectadores, pero no ha tomado por sorpresa a los críticos. El Evening Standard ha estado denunciando durante muchos meses la decadencia del espectáculo, el desgaste de los decorados y del vestuario y la modesta reputación del elenco actual. Sin embargo, como reconocía el propio Standard, todavía en los últimos tiempos el público llenaba el New London Theatre para ver a sus gatos favoritos, y las lunetas preferenciales, situadas al borde del escenario circular, eran difíciles de conseguir. En el West End, naturalmente, hay otros musicales que gozan de una enorme y consistente popularidad, entre ellos la muy suntuosa producción de Her Majesty Theatre de «El Fantasma de la Opera», también de Lloyd Weber, adaptación de la novela de Gabriel Leroux acerca del enigmático
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enmascarado de la Opera de París. O «Los Miserables», en el Palace Theatre, versión de la novela de Víctor Hugo, que atrae todas las noches a una multitud dispuesta a escuchar una vez más la saga de Jean Valjean y Javert, Cosette y Marius, Fantine y Thenardier, y que vibra de pura y fácil emoción histórica cuando los estudiantes revolucionarios, dirigidos por Enjolras, cantan atronadoramente: «Do you hear the people sing? Singing a song of angry men? It is the music of a people Who will be not slaves again!»
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Ahora mismo, en el Prince of Wales Theatre triunfa «The Full Monty», una producción norteamericana basada en el popular filme británico acerca de seis desempleados de Sheffield que tratan de ganar dinero haciendo un ridículo strip tease de sus paupérrimas anatomías. Pero difícilmente «The Full Monty», con todo y sus joviales hombretones desnudos, tendrá en la memoria y en la imaginación de los espectadores calado proporcional al de «Cats». El 11 de mayo, cuando termine su última función, «Cats» habrá cumplido exactamente 21 años en cartelera. Durante ese tiempo, en el New London Theatre se han ofrecido unas nueve mil funciones del espectáculo, atendidas en total por ocho millones de personas, que han dejado en la taquilla unos 136 millones de libras esterlinas. Alrededor del mundo, cincuenta millones de espectadores han juzgado las distintas producciones de «Cats», presentadas en unas
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trescientas ciudades en once lenguas. «Cats» es el musical de más larga trayectoria en la historia del West End londinense o incluso, de Broadway, superando a «Jesus Christ Superstar» y «A chorus line». Tales deportivas cuentas, que los productores han llevado concienzudamente y que ahora proclaman como mejor muestra de su triunfo artístico y económico, no explican, sin embargo, el raro encanto que el público ha encontrado en esta simple fábula de gatos callejeros. La fascinación que los gatos de Lloyd Weber ejercen puede conducir al espectador a extremos delirantes. Cierto Mr Martín, un ex obrero jubilado, soltero y sin ninguna previa afición por los gatos, ha visto «Cats» más de seiscientas veces. Viajando en tren desde su casa, en una pequeña localidad al sur de Inglaterra, Mr Martín ha recorrido una distancia similar a la de cuatro vueltas a la Tierra. En declaraciones a la revista People, Mr Martín se justificó vagamente: «Algo en el espectáculo me atrapó». «Cats» está basado en el Old Possum’s Book of Practical Cats, de T.S. Elliot. El libro es una pequeña colección de poemas acerca de gatos reales o imaginarios, todos con nombres sonoros y extravagantes, que Elliot, al parecer, compuso inicialmente por pura diversión para los hijos de sus amigos. Old Possum’s Book of Practical Cats fue publicado en Londres en 1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, casi al unísono con otro libro de Elliot, La idea de una sociedad cristiana, una sombría mirada al futuro de la civilización occidental. En apariencia, no podría haber mayor contraste entre las dos obras. Los poemas del Old Possum’s Book, con sus versos gentiles y cantarines, llenos de picardía
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T.S. Elliot
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o de festiva ironía, y de agudas observaciones psicológicas, quizás no le parezcan al lector escritos por el mismo autor de La Tierra Baldía. Pero no es raro en la gran literatura que los espíritus más austeros o melancólicos, los poetas más solitarios y tristes, produzcan también algunas de las más grandes obras cómicas, ferozmente burlonas, diabólica o inocentemente divertidas. Dualidad de carácter semejante a la de los gatos, los que, según Elliot, «poseen dos cualidades en un grado extremo: comicidad y dignidad». En 1977, Andrew Lloyd Weber, que había leído los poemas del Old Possum’s Book cuando niño, comenzó a musicalizarlos para un espectáculo concebido inicialmente como un pequeño recital para televisión. En 1980, Vallery Elliot, la viuda del poeta, asistió en Canadá a una presentación de aquel espectáculo inicial. Mrs Elliot entregó a Lloyd Weber un pequeño poema nunca publicado, que al parecer su esposo no había terminado de desarrollar: «Grizabella the Glamour Cat». La extraña, patética figura de la gata Grizabella, antigua belleza venida a menos, irreconocible en su vejez y miseria, despreciada por los mismos que antes la admiraban, brindó a Lloyd Weber la idea básica para el gran espectáculo musical que finalmente sería «Cats».
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La historia que cuenta «Cats» es sencillísima, incluso pueril, comparada con el formidable material dramático usado por Lloyd Weber para «Jesus Christ Superstar» y «Evita». La tribu de los Gatos Jellycle se reúne para celebrar el baile anual a la luz de la luna. Esa noche, el más sabio de los gatos, el Viejo Deuteronomy, anunciará cuál de ellos iniciará una nueva y mejor vida «up up up past the Russell Hotel, up up up up to the Heaviside layer». En el transcurso de la noche, ocurrirán distintos incidentes, entre ellos la aparición del malvado gato Macavity, «el Napoleón del Crimen», según Elliot, quien trató de crear una versión felina del célebre Dr Moriarty de Conan Doyle. En realidad, «Cats» es un espectáculo notablemente fragmentario, una sucesión de pequeños cuadros relativamente independientes en los que se presentan los distintos personajes típicos creados por Elliot,
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la perezosa Jennyanydots y el majadero Rum Tum Tugger, el viejo Gus, ex actor gatuno, y Mr Mistofeelees, el gato mago. La atención del espectador está sostenida, sin embargo, por la gracia y sonoridad de los versos, por la vigorosa aunque no muy innovadora coreografía, y por el vestuario y el maquillaje estrafalarios de los actores, con toques glam, camp y punk muy años setenta. También, y sobre todo, por la vibrante aunque convencionalmente superficial música de Lloyd Weber, ecléctica antología rítmica que incluye jazz, swing, rock, y las tonadas más apasionadamente románticas. Por supuesto, el público, que conoce la historia hasta la saciedad, espera con paciencia el instante en que aparezca Grizabella, la Gata Glamour y cante, desgarradoramente: «Memory! All alone in the moonlight. I can smile at the old days. I was beautiful then. I remember the time I knew what happiness was! Let the memory live again.»
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«Memory», la canción de Grizabella, está remotamente basada en la lúgubre «Rhapsody on a Windy Night», un poema del joven Elliot incluido en Prufrock and Other Observations, un libro de 1917. Trevor Nunn, quien dirigió la versión original de «Cats» y luego la llevó triunfalmente a Broadway, saqueó impúdicamente el poema, eliminó sus imágenes más oscuras y complejas, y le insufló un extremo, primario, sentimentalismo. El efecto no pudo ser más admirable. El público tiene una fatal debilidad por las historias más sencillas de redención y esperanza. Esos pobres diablos en la platea y en los balcones están secretamente poseídos por un atávico e incurable terror ante la vida y el futuro, de modo que esos dulces cantos de ficticia felicidad los rinden fácilmente. En el teatro se
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hace el más rotundo y concentrado silencio, y en la oscuridad los novios y los amantes se toman de las manos, cuando Grizabella canta, con suprema pasión: «Touch me! It’s so easy to leave me All alone with the memory Of my days in the sun! If you touch me, you’ll understand what happiness is! Look! A new day has begun!»
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A mí también, debo decirlo, se me llenaron los ojos de lágrimas.
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El regreso de ET
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Todo son malas noticias. El Buró Británico de Platillos Voladores, la más antigua sociedad dedicada a la búsqueda de seres extraterrestres, ha suspendido sus actividades después de cincuenta años de atentas exploraciones del cielo. Falta de evidencia, se han excusado penosamente los frustrados ufólogos*. A millones de apasionados creyentes en los ovnis, la decisión de los dirigentes del Buró nos ha parecido una cobarde rendición. El derrotismo se ha extendido miserablemente. El pasado fin de semana ha tenido lugar en Londres la convención anual de la revista Fortean Times, «dedicada a todo tipo de extraños fenómenos y experiencias, curiosidades, prodigios y portentos». Este noble evento, que debía haber reavivado el entusiasmo entre los aficionados a los fenómenos paranormales, ha concluido en cambio con muy pesimistas augurios. El editor de Fortean Times, un melancólico Mr Rickard, ha declarado muerta la ciencia de la ufología. «No vamos a ser visitados por
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extraterrestres», anunció Mr Rickard a la llorosa concurrencia. «Platillos voladores tripulados por verdaderos aliens, no parece que existan». Pero los ufólogos más ortodoxos no se dan por vencidos y demandan explicaciones. Aún nadie ha dicho qué eran aquellas «bolas de fuego» que vieron los pilotos de la Segunda Guerra Mundial girando en torno a sus aviones. Ni se ha publicado la verdad sobre los extraños sucesos de Roswell en 1947: el fabuloso hallazgo de los restos de una nave y del cuerpo de su tripulante; trascendental acontecimiento sobre el cual el gobierno norteamericano ha guardado el más sospechoso silencio. Hace apenas doce años, 13 mil personas vieron un ovni en Bélgica, suceso que nadie se ha atrevido a desmentir. El mismísimo Jimmy Carter, cuando era gobernador de Georgia, avistó un ovni y lo reportó al gobierno de Nixon, sin que nadie hiciera caso (todos estaban ocupados espiando a los Demócratas). Muy atrás en los tiempos, Tutmosis III, faraón de la XVIII dinastía, vio un círculo de fuego descender del cielo. Hasta el profeta Ezequiel, según dicen los ufólogos más radicales con sacrílega temeridad, también realizó un avistamiento. «Yo miré: un viento huracanado venía del norte. Vi una gran nube: en medio de ella, un fuego ardiente irradiaba luz, y el centro era como de metal incandescente. En medio del fuego había cuatro seres vivos con forma humana». (Ez. 1, 4-5). En plena ola de escepticismo, la cadena Fox ha anunciado el grand finale de los ya clásicos Expedientes X, que saldrá al
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aire en mayo con una postrera aparición del agente Mulder. Los directivos de Fox no han aclarado si también Mulder y Scully mostrarán su remordimiento por habernos ocupado tanto tiempo con fruslerías.
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Estamos solos (estoy solo). A la salida del teatro, camino por el malecón junto al Támesis, el paseo desde Blackfriars hasta el puente de Westminster. Una noche primaveral, con olor a flores, a hierba húmeda, a piel de muchacho adolescente saliendo del baño. Olor a tierra nueva que el río arranca en su nacimiento y trae a través del valle a la ciudad. Olor al lecho del río que la marea baja deja al descubierto en las riberas. El río está dormido, pero aquí y allá los brotes de su respiración hacen subir desde el fondo silenciosas columnas de agua, rosas que se abren en la superficie y desaparecen rápidamente. Ningún bote navega tan tarde por el viejo Támesis, las barcazas de los turistas danzan levemente atadas a los muelles y atracaderos. Noche de entresemana. Un millón de luces brillan en el paisaje de la ciudad, apartamentos en los que la televisión ha quedado encendida, oficinas en las que todavía alguien trabaja. El Ojo de Londres, la gran estrella giratoria, se ha detenido, pero sus pequeños vagones de cristal están iluminados y también los rayos titánicos de la rueda, formando verdaderamente un ojo de penetrante mirada con el que la ciudad vigila la noche. Estoy solo. (Estamos solos). No hay luna, pero entre las ramas de los árboles brilla la esfera del reloj en la torre de San Esteban, el Big Ben, blanquísima luna llena que se va acercando mientras camino, hasta casi estar al alcance de la mano. Recuerdo vagamente el pasaje de la evacuación de Londres en La guerra de los mundos, el relato de H.G.Wells leído tanto tiempo atrás. Todo ocurrió precisamente aquí. «En el río
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tenía lugar una asombrosa escena. Barcos de vapor y toda clase de embarcaciones trataban de escapar en medio de una multitud de fugitivos que ofrecía enormes sumas de dinero para ser admitidos a bordo. Muchos que trataron de alcanzar a nado los botes fueron empujados hacia el río con garfios y perecieron ahogados. Cerca de la una de la tarde, la última nube reminiscente de negro vapor apareció entre los arcos del puente de Blackfriars. El río se convirtió entonces en un escenario de locura, peleas y colisiones, y hubo un momento en que una multitud de botes y chalanas se acumularon en el arco norte de Tower Bridge, y los marineros comenzaron a pelear salvajemente contra la gente que se lanzaba sobre ellos desde la ribera. La gente se descolgaba por los pilares del puente y se arrojaba sobre las embarcaciones. Cuando una hora más tarde, un Marciano apareció detrás de la Torre del Reloj y avanzó por el río, solo escombros flotaban en la corriente». Viejas ficciones. No hay marcianos amenazando Londres esta noche. En el reloj suenan las campanadas de las once. Paseo por las calles desiertas de Westminster. Solo se escuchan mis pasos y la brisa ligera de la noche. Estoy solo. (Estoy solo). Siento que detrás de las cortinas, ocultos en la oscuridad, entre los árboles, en los rincones secretos de este laberinto, toda la ciudad, millones de ojos me vigilan. Pero nadie sale al descubierto. Ni un ejército de marcianos, ni el emperador Ming, ni Darth Vader, ni la Confederación, ni los monstruos del planeta Barzán, ni los invasores del planeta Klingon, serían capaces de romper la obstinación de esta soledad.
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«Nosotros no sabemos qué hacer con otros mundos. Nosotros no necesitamos otros mundos». Mi apreciado Dr. Snow, en la maravillosa Solaris, de Tarkovsky (dicen que
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Steven Soderbergh va a hacer un remake): «Nosotros no necesitamos otros mundos, necesitamos un espejo. Nos esforzamos para hacer contacto con otros seres y nunca los encontramos. Estamos en la ridícula situación de alguien que se esfuerza para lograr un propósito que lo llena de temor y que, por demás, no necesita. Lo que necesita el hombre es el hombre». En el UGC de Trocadero, en Leicester Square, están pasando ET: el extraterrestre, que Spielberg ha presentado nuevamente, una versión restaurada y con dos o tres minutos más, para celebrar el veinte aniversario de su estreno. Veinte años ya. Yo tenía entonces la misma edad que Elliot en la película. Por las que hemos pasado desde entonces. La escuela Lenin. El 89. La universidad. El 93. El 94. Diciembre del 96 y enero del 97. Aviones que despegan hacia todas las direcciones, que se desvanecen en el cielo como naves espaciales volando más rápidas que la luz. Naves que regresarán a la Tierra un millón de años después, con sus tripulantes todavía jóvenes preguntando por hombres y mujeres muertos un millón de años antes. Estoy solo. (Solo, solo, solo). ET me arranca todavía restos de emoción, tantos años después y ya con tan poca inocencia. Los niños volando en sus bicicletas en contraluz frente a la luna llena, y la música encantadora de John Williams. «Ven», dice ET, al final. «Quédate», responde Elliot. «Estaré aquí», dice ET señalando la frente de Elliot. Pero es mentira, la dulce mentira de todos los que se van para no volver. La nave de ET se eleva y luego desaparece en el cielo, volando más rápidamente que la luz. El cielo en
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la noche de Londres permanece inalterable. Ni una estrella se mueve, ni se ve ninguna nave acercándose. Estamos solos. (Muy solos). ET no regresará. Ahora ya está claro. En esta vasta soledad sin esperanzas del cielo no hay nadie haciendo el camino hacia nosotros (hacia este sitio donde yo estoy, en el centro de la ciudad, junto al río dormido en su embriaguez primaveral y el reloj enorme como la luna llena contando el tiempo que queda). En el metro, recojo un periódico con más noticias de la convención de los ufólogos de Fortean Times. «No hay evidencias de vida fuera de la Tierra», declaró Mr Rickard. Paso la página; mejor las deportivas.
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*ufólogo: estudioso de UFO (Unidentified Flying Object, OVNI en español).
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El placer de la literatura
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Ya es sabido que sólo hay un placer quizás comparable a los de la carne: el placer de la literatura. Es curioso que ambos sean descubiertos y que se apaguen simultáneamente. En la adolescencia temprana, calurosa e intrincada, ocurre el doble hallazgo de los libros y de los cuerpos hermosos, de los libros como cuerpos para poseer y de los cuerpos hermosos como libros de deleitosa lectura. En la vejez avanzada, probablemente, se irán terminando en la misma medida las fuerzas para poseer un libro y la curiosidad para leer los cuerpos hermosos. Dios nos libre de ese y de todo mal. Pero no atraigamos la fatalidad hablando del demonio de la vejez. Recordemos mejor los días de adolescencia en que el sexo y la lectura son obsesiones parejas, cuya satisfacción es casi igualmente imposible y, por lo mismo, tan intensas e hirientes que suelen producir sin error la doble calamidad que son la locura de amor y la poesía. El adolescente, impreparado, con angélica ignorancia
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de las técnicas de la posesión amorosa y de la paciencia de la literatura, comienza amores superficialmente mortales y lecturas apasionadas de libros olvidables, se arriesga en juegos de posesión desastrosamente ineficaces y en la composición de poemas ampliamente indignos. Con frecuencia, la elección de los libros para leer y de los cuerpos para poseer es en la adolescencia coincidentemente apurada y equívoca. Pero nunca después se repetirán igual el asombro y el placer sentidos en la última página del primer gran libro esencial y en el primer orgasmo glorioso. Adquiridos los oficios del sexo y el de la literatura, el antiguo adolescente se salvará de nuevos ridículos penosamente memorables, predará libremente entre los cuerpos y entre los libros, pero tal vez, con el tiempo, comience a hartarse, si llega a creer la medio verdad medio mentira de que los cuerpos realmente hermosos y los libros fundamentales son trágicamente pocos, o peor, que son todos iguales.
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En Oppiano Licario, José Cemí, el héroe de Lezama, tiene un encuentro sexual con Ynaca Eco en una biblioteca. Mientras Cemí sube las escaleras de la biblioteca, donde Ynaca lo espera, Lezama susurra a su oído: «Lo que nos interesa en la oscuridad es tocarla en un punto, y ahí está el origen del Eros». La oscuridad del laberinto sexual,
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equivalente a la oscuridad entre dos palabras de prolongada y contraria sonoridad. La penetración de lo oscuro a través del punto de imantación, la columna fálica y la espiral acuática, la palabra exacta recorriendo la extensión interior de la imagen voladiza. El juego de la literatura, no menos riesgoso y agotador que el de la posesión física, tiene su origen en una parecida curiosidad, son apenas, aunque ya eso parezca mucho, la persecución de un tranquilo pero resistente misterio, y tienen similar resultado en la plenitud del descubrimiento, en una iluminación tan deslumbrante como escurridiza, supremamente brillante y fugaz. El súbito lezamiano, la caleidoscópica paridad repentina entre las palabras, la germinación de la imagen, tiene su reflejo en la estructura de la cópula, en la anárquica unidad fundacional, en el acoplamiento por pares de los extraños semejantes. La literatura, como ejercicio para el lector o para el escritor, tiene una calidad erótica tan poderosa que incluso puede pasar por réplica de la cópula, como bien saben todos los adolescentes y todos los solitarios, para los cuales la posesión sexual está prohibida o es demasiado extraña, y que, a cambio, leen o escriben con una desesperada lealtad que la literatura siempre premia pero no el amor. El Eros de la literatura es también errático, tiene orientaciones impredecibles, y asimismo son sus consecuencias, mortales o celebratorias. Quizás el placer de la literatura, como el de la posesión sexual, sea repetitivo, sus combinaciones limitadas. Quién sabe cuál es la razón por la que seguimos leyendo infinitamente libros inútiles, mediocres, y la razón por la cuál el deseo físico reaparece enseguida, apenas ha sido calmado. La razón por la cual la disciplina de la fidelidad es tan ardua y desgarradora, contra natura. Los lectores insaciables creen que todos los libros son naturalmente esenciales, como los amantes insaciables creen que todos los cuerpos son hermosos. Seguro que exageran. Hay que advertir que la nostalgia del placer, o mejor, la ilusión de que los placeres de otros libros y cuerpos aún no probados serán mayores, o distintos de los ya conocidos, pueden llegar a ser enfermizas e incurables. Dios nos libre de todo mal. Pero que no nos quite, al menos, el enorme placer de la literatura.
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Pobre profesor Aschenbach Para Vladimir Azcuaga
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El cadáver del profesor Gustavo Aschenbach, escritor de vasta fama mundial, fue encontrado en una playa del Lido de Venecia, poco antes del mediodía, en la última página de la conocida noveleta de Thomas Mann. Las causas de su muerte no preocuparon a la policía, puesto que el rostro del profesor Aschenbach tenía las marcas inconfundibles de la plaga. Sin embargo, la muerte del profesor tuvo un carácter muy distinto del que señaló el informe oficial. Como saben los lectores de Muerte en Venecia, el triste final del profesor Aschenbach estuvo estrechamente relacionado con la súbita partida, aquella tarde, de una noble familia polaca alojada en el mismo hotel que el profesor, el Excelsior. Nadie sugirió la necesidad de realizar una investigación formal, pero incluso, si esta hubiera sido emprendida, difícilmente hubiera sido hallada una conexión entre Aschenbach y los nobles polacos. Sólo un observador muy constante, un lector, habría podido dar
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cuenta de la obsesiva atención que el profesor había dedicado a aquella familia y, en especial, al hijo varón, Tadzio, un niño de catorce años. La primera vez que lo vio, Aschenbach notó con asombro la perfecta belleza del muchacho. Su rostro recordaba la más noble de las esculturas griegas —pálido, con una dulce reserva, con copiosos bucles color de miel, la frente y la nariz formando una sola línea, la boca victoriosa, la expresión de pura, divina serenidad. Y aún toda esta radiante perfección de forma, tenía un encanto personal tan único, que Aschenbach pensó que jamás había visto, ni en la naturaleza ni en el arte, nada tan plenamente feliz y consumado. El profesor Aschenbach, que siempre fue considerado un hombre discreto, sereno y de buen juicio, persiguió a Tadzio Thomas Mann por el laberinto insoluble que es Venecia, ocultándose tras las columnas en San Marco, escurriéndose por puentecillos de tres pasos, acechando en callejuelas sin respiración, en pasadizos siniestros, en piazzette del tamaño de una moneda. Hubiera podido ser visto, aunque no lo fue, siguiendo a la familia de Tadzio por el Rialto, o en la Academia, o en Santa María Formosa. En una góndola, negra como ninguna otra cosa en la tierra, salvo un ataúd, hubiera sido visto tal vez el pobre profesor Aschenbach, deslizándose por las aguas infectas de los canales, tras la estela del bote donde viajaba el niño de su adoración. ¿Pero quién hubiera podido verlo, en Venecia, sombrío caracol, cementerio de susurros, manto donde las letras de la muerte están escritas con agua? En Venecia, tan apretada, tan grave pero tan frágil, tan antigua y al
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mismo tiempo tan superficial, tan incómoda e incomprensible, ¿quién hubiera visto al profesor Aschenbach? No debe haber ciudad donde sea más fácil huir, ni más fácil la persecución de amor, que en Venecia. Sólo en el Lido, en la playa, hubiera podido resultar sospechosa la disciplina con que el profesor Aschenbach se presentaba todas las mañanas, y miraba jugar a Tadzio en el mar, vestido con su traje de baño de listas azules y blancas. Allí, en la playa, la muerte alcanzó al profesor, mientras miraba la figura de Tadzio, de pie a la orilla del mar. Sólo los lectores saben que un momento antes de que el profesor muriera, Tadzio se había vuelto a mirarlo, brevemente.
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Desde el Campanile, en piazza San Marco, miro la bahía en Venecia, las isletas, el ballet de las lanchas y las góndolas en el canal, la costa del Lido en el horizonte, arrasada por el sol, y, de repente, me siento muy feliz. Muy feliz. Sonará ridículo pero qué me importa. En la noche, persiguiendo fantasmas, máscaras, rumores de agua, me pierdo en el enredo de callejuelas vacías, tenebrosas, llenas de emboscadas de amor y de muerte. Plaza San Marco Recuerdo los últimos pensamientos del profesor Aschenbach. Nosotros, los poetas, no podemos caminar la senda de la belleza sin la compañía y la guía de Eros. Podemos ser héroes de nuestra escuela, disciplinados guerreros de nuestro oficio, y aún así somos como mujeres, exultantes de pasión, y el
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amor es nuestro deseo —nuestra maldición y nuestra vergüenza. El agua corría lentamente bajo los puentes, iluminada por la luna llena. Nosotros, poetas, no podemos ser sabios ni dignos ciudadanos. Figuras oscuras se escurrían por los pasadizos, aparecían un momento bajo la luz de los faroles y luego se desvanecían en la penumbra. Enseñar a los jóvenes, o al populacho, con los medios del arte, es una práctica peligrosa y debiera ser prohibida. ¿Qué bien puede hacer un artista como maestro, si desde su nacimiento está destinado a hundirse en el abismo?. Puertas cerradas, ventanas oscuras y mudas. Puesto que el conocimiento puede destruirnos, mejor que no supiéramos nada. Brisa cálida de verano, ángeles nocturnos jugando entre los túneles y los canales. El conocimiento no hace digno ni austero a quien lo posee... por lo tanto, lo rechazamos, firmemente, y desde ahora toda nuestra atención debe ser dedicada a la belleza. Voces lejanas de gondolieri, cantos de peces de oro. Por belleza, queremos decir simplicidad, largueza, y renovada severidad y disciplina, retorno al detalle y a la forma. Pero el detalle, y la preocupación por la forma, llevan a la intoxicación y el deseo, pueden llevar al más noble de nosotros a terribles excesos emocionales, que él sería el primero en condenar, por su propio culto a la belleza. Ellos también, el amor al detalle y a la forma, llevan al más profundo de los abismos. En San Zaccaría tomo el bote rumbo a la estación Góndolas, Canales de Venecia de Santa Lucía. El bote se pierde en la bahía, la noche
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alta y clara sobre la laguna de Venecia me acoge como si fuera mi casa, o mi tumba, el final de mi largo viaje, mi reino de paz, mi propio cuerpo abandonado.
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Sólo la belleza es a la vez divina y visible, y así también es el camino de los sentidos, el camino del artista, hacia el espíritu. En Florencia, me detengo unas horas para ver el David de Miguel Ángel, en la Galleria dell’Accademia. El David está al final de una galería de esculturas inacabadas de Miguel Ángel, esclavos gimientes, desnudos, colosales, aún no liberados del bloque de piedra, cuerpos que se retuercen de dolor en su nacimiento incompleto, formas defectuosas, humanidad sin plenitud. En contraste, el David es una apoteosis, una epifanía, carne gloriosa, redención y triunfo. Perdonen, es arduo explicar el júbilo y la devoción que inspira este dios adolescente, de belleza dura, niño-hombre cuyo cuerpo todavía le queda estrecho al brote repentino de la fuerza viril. Yo daba vueltas alrededor de la estatua, uno más entre oleadas de espectadores que giraban hechizados en torno a la obra magnífica. Fue entonces que vi a este David de Miguel Ángel muchacho, avanzando con displicencia, distraído, ausente, entre las hileras de estatuas inacabadas, acercándose al David sin interés ni asombro, casi sin mirarlo. Su indiferencia, en medio de la adoración colectiva, resultaba irrespetuosa, casi sacrílega. Tendría unos dieciocho o diecinueve años, la gracia y la suavidad del final de la adolescencia, cuando el cuerpo ya ha perdido la ingravidez de la infancia, pero aún no tiene el peso ni las poses de la plena hombría. Delgado, con músculos cortos pero
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fuertes y vivaces, bastante alto, la piel como oro de antiguo altar, o como de corona de la Virgen. El pelo muy corto, rubio oscuro, la frente limpia, la barbilla pronunciada, las mejillas tensas, imberbes. La boca pequeña y redonda, apretada en un beso negado, los ojos infinitamente verdes, la mirada lejanísima, como la de un dios paseando oculto entre mortales. Estaba solo, él, que podría arrastrar una corte, y parecía hondamente aburrido, mirando obras maestras que no comprendía. Un asiento frente al David quedó vacío y él lo tomó. Pero no miró la estatua, que diríase su retrato, su reflejo, homenaje y anunciación de su belleza perfecta. Parecía más interesado en los demás espectadores, en su fanática exploración de los detalles de la estatua, en sus gestos de ridículo asombro. Los miraba con curiosidad, pero, diría yo, con algo de sorna. Él, habitante del reino de la belleza, no comprendía la fascinación de nosotros, extranjeros, turistas, simples admiradores, no elegidos. De repente, sin ningún motivo aparente, sonrió. ¡Cómo te atreves a sonreír así! ¡No debería permitirse que nadie sonriera así!, pensó el profesor Aschenbach al ver sonreír a su Tadzio. El muchacho se levantó, dirigió una rápida mirada alrededor, como si esperara que alguien lo detuviera, y se marchó, lentamente, pero con determinación, como un rey que se retirara a descansar después de mostrarse al pueblo. Yo volví a concentrarme en el David, pero la estatua, que había dicho su secreto a través de aquel muchacho desconocido, no me impresionaba más. El misterio de la muerte del profesor Gustavo Aschenbach continúa irresuelto, pero la policía ha cerrado definitivamente el caso.
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Doctor Faustus
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En diciembre de 1998, La Vana, ciudad ejemplarmente tranquila, fue escenario de lamentables disturbios. La causa de la agitación popular no fue de índole política, ni mucho menos, sino prístinamente cultural. Los organizadores del Festival de Cine de aquel año, con maligna premeditación, programaron para la misma tarde dominical el estreno de dos singulares películas británicas, «Love is the devil» y «Wilde». La primera, un lúgubre retrato del pintor Francis Bacon y de su amante fatal George Dyer. La segunda, una biografía del trágico autor de «El Abanico de Lady Windermere» y «Un Esposo Ideal». Frente al diminuto cine Trianón, escogido alevosamente para la muestra, se concentró una notable representación de lo que pudiéramos llamar, con suma benevolencia, público especializado. No era la primera vez que los organizadores del Festival jugaban cruelmente con los gustos del público capitalino. Los habituales del Festival de La Vana recordarán
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seguramente la ocasión en que fueron programados en el mismo día «Edward II» y «Orlando», en el Riviera, o la vez en que «Crash» y «Paris, Francia» coincidieron en el Acapulco. A los organizadores del Festival no se les ocurrió la piadosa idea de insertar entre tales películas con historias de trepidantes confusiones sexuales, alguna sedativa pieza de Abbas Kiarostami o de los hermanos Kaurismaki, y en ambas ocasiones, las consecuencias fueron similares a las de cuatro años atrás en el Trianón. Aquel día, la cola de los espectadores con entradas fue colocada en la esquina opuesta al cine, del otro lado de la calle, subiendo por A hacia 11. Desde allí, esos pobres aficionados observaron cómo se repletaba el cine con una multitud de pintorescos sujetos con cierto aire intelectual y credenciales de participantes o de prensa. Tras ellos, una turba de oportunistas que habían tomado posiciones estratégicas en Línea, avanzó hacia las puertas del Trianón. Indignados por el atropello, los que hacían la cola en la esquina de A marcharon también contra el cine, vociferando, reclamando justicia y respeto a sus más elementales derechos. Frente a las puertas del Trianón se entabló entonces una singular batalla que hubiera conmovido, sin dudas, hasta los duros corazones de Theodor Adorno y Max Horkheimer, famosos escépticos del buen gusto popular. Los organizadores del Festival, bromistas impenitentes, completaron su jugarreta unos pocos días después, dejando que «Love is the devil» y «Wilde» languidecieran tranquilamente durante muchas tandas en la pantalla del Trianón. Los burlados espectadores del primer día de exhibición deben haberse sentido entonces doblemente frustrados, y no sólo por la inútil pelea para entrar al cine. Ambas películas son más pródigas en palabras que en carnes, y no eran precisamente los rostros apergaminados de Derek Jacobi, como Francis Bacon, y Stephen Fry, haciendo de Saint Oscar, premios suficientes para el celo de los espectadores de La Vana. Pero no todo fueron amarguras. «Wilde» tenía reservada una pequeña recompensa para aquella parte del público cuyo gusto pudiera evaluarse, con cautelosa expresión, como más cultivado.
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Entre los créditos de la película estaba el nombre de Jude Law, completamente desconocido para los espectadores cubanos. Pero cuando Law, en el papel de Lord Alfred Douglas, Bossie, apareció por primera vez ante los ojos de Wilde, terriblemente hermoso, ángel fulgurante, demonio tentador, el público entero del Trianón rugió de admiración. Ni el corazón del pobre poeta debe haber experimentado al ver a Bossie estremecimiento semejante.
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Ahora Law es ya una estrella internacional. El año pasado ha actuado para Steven Spielberg en «Inteligencia Artificial», haciendo el curioso papel de un robot gigoló. Este año será visto en «The Road to Perdition», de Sam Mendes, nada menos que con Tom Hanks y Paul Newman. Los espectadores más fieles recordarán a Law como el exuberante playboy Dicky Greenlaff, en la espléndida «The Talented Mr. Ripley», de Anthony Minghella. Pero el joven Law es un actor de conciencia, que no se ha mudado a California y que todavía, a pesar de su éxito mundial, se concede tiempo para actuar en el teatro. Los espectadores de Londres han tenido esta primavera oportunidad de volver a ver al nuevo famoso en el mismo teatro donde se le encontraba cuando era un don nadie, el célebre y muy querido Young Vic. Allí, Law ha estado haciendo no su usual papel de tentador, sino, por una vez, de aquel que es tentado, en «Doctor Faustus», una versión de «The tragical history of the horrible life and Death of Doctor Faustus», de Christopher Marlowe, aquel contemporáneo de Shakespeare trágicamente asesinado a los 29 años y al que algunos atribuyen un talento aún mayor que el del glorioso Bardo. Este Fausto de Marlowe es apenas conocido entre los cubanos, que más han leído, por obligación escolar y no por propia voluntad, el grandioso pero intrincado poema de Goethe, o bien la poderosa novela de Thomas Mann. La obra del poeta isabelino cuenta fielmente la fábula medieval del sabio alemán, doctor en aquella ciudad cara al diablo de Wittemberg, que pacta con los demonios veinticuatro
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años de infinitos placeres a cambio de su propia alma oscura. Este Faustus, ciertamente, no tiene la resonancia filosófica y la densidad simbólica del de Goethe, pero no faltan en él algunos magníficos pasajes, como el primer discurso del protagonista renegando de su vida mundana: The reward of sin is death. That’s hard. Si peccase negamus, fallimur, et nulla est in nobis veritas. If we say that we have no sin we deceive ourselves, and there is not truth in us. Why, then, belike, We must sin, and so consequently die. Ay, we must die an everlasting death. What doctrine call you this? Che sera, sera. What will be, shall be. Divinity, adieu!
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«Todos las condenas son condenas de muerte», escribió, dolorosa respuesta, Oscar Wilde a Bossie en De Profundis. Es una pena que las interpretaciones tradicionales de Fausto muestren escasa condescendencia con el sabio rebelde, que desprecia una existencia de mediocres alcances y beneficios, en la que trágicamente los placeres del espíritu y de la carne han sido declarados pecados, y separados de los deberes de la conciencia y de las debidas lealtades del alma. Al final del Faustus de Marlowe, el antiguo doctor, enfrentando el trance de la muerte y del castigo eterno, pide misericordia a Dios, pero no la recibe, y su alma es llevada por Mefistófeles al infierno. Sería bueno, sin embargo, ver alguna vez una de esas irreverentes versiones modernas de los clásicos, en la que el sabio, al final, dé por bien empleados los veinticuatro años de placeres ilegítimamente prohibidos y se disponga con coraje a pagar por ellos con eternos tormentos. Sacrílega como la idea debe
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sonar, produciría de todas maneras una interpretación tan lejana del temperamento frívolo y hedonista de nuestros días como de la tensa moralidad del medioevo. Fausto no sería perdonado, no hay perdón posible, ni salvación, pero ese formidable carácter criminal tendría mayor grandeza no porque tuviera valor para arrepentirse y pedir la gracia postrera de Dios, sino porque la despreciara, prefiriendo las pequeñas obras de su libertad que la incierta felicidad eterna en que el miedo de la muerte logra siempre en el último instante, aún a algunos muy escépticos, hacernos creer. La conquista de la libertad tal vez atraiga siempre interminable sufrimiento, pero es la única realización moral que puede emprender aquel hombre que se atreva a descubrir todo el horror del destino al que ha sido injustamente condenado. «No me arrepiento por un sólo momento de haber vivido para el placer», escribió Wilde a Bossie. «Lo hice plenamente, como debe ser todo lo que uno haga. No hubo placer que no experimentara. Yo eché la perla de mi alma en una copa de vino. Yo hice mi camino por un jardín de rosas acompañado por música de flautas. Yo vivía en una torre de marfil. Pero haber continuado viviendo así habría sido un error, porque hubiera sido limitante. Tenía que seguir adelante. La otra parte del jardín tiene también secretos guardados para mí». Para Wilde, encerrado en una celda de la prisión de Su Majestad en Reading, la redención moral no estaba en el arrepentimiento, sino en la tristeza, en el infinito dolor de los caídos. «Hay veces que la tristeza me parece la única verdad», le dijo a Bossie. El Fausto de Marlowe, sin embargo, no alcanza siquiera a imaginar que pueda haber en la tristeza y en el sufrimiento eternos realización moral o redención, sólo vergüenza, dolor y miserable arrepentimiento. Hace falta mucho valor para hundirse en las profundidades más insondables de la tristeza. La enorme trampa de la existencia mundana, arrojada sin misericordia al pecado, es que la asombrosa falta de valor del hombre para rebelarse contra la tiranía de los destinos fatales produce inevitablemente una raza de fallidos cobardes o de criminales.
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No por gusto, en la mayoría de las versiones, el personaje más interesante no es Fausto, sino su tentador, su compañero y rival, Mefistófeles, ángel caído, rebelde vencido y condenado. También en la versión del Young Vic, disciplinada lectura de la obra de Marlowe, la crítica teatral ha encontrado más sustancia y encanto en el Mefistófeles de Richard McCabe que en el Fausto de Jude Law. Michael Billington, in The Guardian, ha dicho que McCabe impregna a su Mefistófeles, «la resonante tristeza de alguien que ha visto el rostro de Dios y está ahora prisionero en la más profunda oscuridad». De Law ha dicho que su lectura del personaje era predecible. Sin embargo, Law, a pesar de su juventud, parecía una buena elección para el rol. Ha obtenido su éxito jugando la carta de la duplicidad moral, mirando a la cámara con ojos inocentes en los que estallan súbitamente relámpagos de vicio. En una de las fotografías de la exposición antológica de Mario Testino que ahora se exhiben en la National Portrait Gallery, aparece Law vestido de negro, con una chaquetilla abierta sobre el pecho desnudo, mirando al espectador con la misma mirada de turbulenta seducción que deslumbró aquella vez al público habanero. Pero, curiosamente, en la misma National Portrait Gallery hay otra fotografía tomada por Natasha Law, la hermana del actor, en la que éste aparece echado en un sofá, los ojos cerrados, las piernas estiradas, un pie sobre otro. Un adolescente plácido, que ha llegado a casa y se ha echado en el sofá, quedándose dormido inmediatamente sin quitarse siquiera los zapatos. En ese retrato,
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el elemento desconcertante es Sadie Frost, la esposa de Law. La bellísima Frost, en débil contraluz, de espaldas a la ventana, mira a la cámara como si conspirara con el espectador para robar el alma oscura del muchacho desprotegido. Aunque otro espectador, más recatado, pudiera decir que Frost tiene un aura de piadosa maternidad, como si velara el sueño inquieto de un niño travieso. De una manera asombrosa, la ambigüedad de esta fotografía recuerda una pequeña alegoría de Rafael, una tempera, llamada a veces «Visión de un Caballero», que ocupa un muy modesto lugar en la National Gallery. El cuadro presenta a un caballero dormido en el campo, supuestamente Escipión el Africano, al que dos mujeres ofrecen sus dones. Una, la Virtud, le ofrece un libro y una espada. La otra, el Placer, le ofrece un ramillete de flores silvestres. Lo que resulta notable en el cuadro de Rafael es que las dos figuras alegóricas no parecen disputarse la voluntad del caballero, sino que sus dones, en vez de ser opuestos, son complementarios.
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Sobre los méritos de la nueva versión teatral de Doctor Faustus, no hay mucho más que este redactor pueda decir, habiéndole sido imposible entrar al Young Vic para realizar su trabajo. El público londinense es no menos curioso que el habanero, y sus gustos e inclinaciones en ocasiones parecen sorprendentemente iguales. De manera que las entradas para Doctor Faustus se agotaron en cuestión de horas. Frente a la taquilla del teatro, una larga cola de ansiosos espectadores sin entradas espera disciplinadamente desde las cinco o seis de la mañana para ocupar alguna de las muy escasas localidades cuyos ocupantes no se hayan presentado al comenzar la función. A veces, cinco o seis de estos entusiastas aficionados logran entrar a la matiné de las dos de la tarde, pero el resto continuará en la fila hasta la función de la noche, y la mayoría se marcharán a casa frustrados y exhaustos, pero sin proferir la menor queja. Del otro lado de la calle, los espectadores con entradas hacen su propia cola, ríen y miran con altanería a aquellos
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infelices. A ninguno de los dos grupos, sin embargo, se les ocurre marchar contra sus rivales y ocupar el teatro por la fuerza, una idea que la febril impaciencia de los espectadores de La Vana no podría evitar. Es admirable, de todas maneras, el entusiasmo de los londinenses por el teatro, casi comparable al de los habaneros por ciertas excitantes películas. Aunque algunos alberguen insistentes dudas de que la única causa de tan desmedido entusiasmo por Doctor Faustus sean su riqueza filosófica y sus sugestivas disquisiciones morales.
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Música para Shakespeare
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Este año, las celebraciones por el doble aniversario del nacimiento y la muerte de Shakespeare han tenido un leve matiz de escándalo. Primero fue The Observer, que publicó un supuesto retrato de Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton y patrón del Bardo. El retrato, que ha permanecido largo tiempo en poder de una familia antiguamente relacionada con los Southampton, había sido relegado a los sitios más oscuros de la residencia de sus propietarios, hasta que uno de ellos, con candorosa curiosidad, se empeñó en averiguar la identidad del personaje que en él aparece. Sus pesquisas han conducido hasta Wriothesley, un peculiar caballero de la corte isabelina. El hallazgo no hubiera atraído más interés que el de unos pocos eruditos, y no hubiera aparecido jamás en las páginas de la prensa dominical, sino fuera por un único gracioso detalle. En lugar de la sobria y digna disposición de carácter que muestran los retratos
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posteriores de Wriothesley, en éste el conde, que por entonces era todavía adolescente, posa vestido y acicalado como una damisela. Sus labios pintados con carmín, las mejillas empolvadas, los largos cabellos cayendo sobre los hombros, la mano reposando, con gesto exquisito, sobre el corazón. No en balde, durante siglos el personaje del retrato había sido vagamente identificado como Lady Norton, la hija de un antiguo obispo de Winton. La revelación de que en realidad se trata del patrón de Shakespeare, «the fair youth» a quien supuestamente están dedicados muchos de sus sonetos de amor, avivó de inmediato una vieja polémica entre los biógrafos del autor de Romeo y Julieta y los muy numerosos académicos que en toda Inglaterra se dedican por completo al estudio de su obra. Frente a un Shakespeare público de fervorosos lectores reunidos en la Biblioteca Británica el martes 23, día de los aniversarios, uno de los biógrafos más conocidos de Shakespeare, Anthony Holden, declaró, en un suspiro, que las preferencias sexuales del Bardo deben haber sido, probablemente, «flexibles», y añadió, defensivamente, «así como eran entonces, y son aún ahora, en el mundo del teatro».
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En Stratford upon Avon, la pequeña villa donde el poeta nació, presumiblemente, en el día de San Jorge de 1564, los festejos tampoco transcurrieron con la habitual parsimonia provinciana. Un grupo de alborotadores recorrió las calles protestando contra los planes de demoler la sede de la Royal Shakespeare Company, un pesado edificio levantado en 1932 junto a la ribera del Avon, para construir en su lugar un nuevo teatro, más atractivo
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para el público de Stratford y los numerosos devotos que llegan desde todas partes del mundo. La protesta provocó la dimisión del director artístico de la compañía, Adrian Noble, aunque algunos suspicaces observadores atribuyeron su dramática decisión a la decadencia artística de la prestigiosa institución, muy lamentada por críticos y espectadores. La pacífica Stratford es el lugar más inapropiado que se pudiera pensar para tales disturbios. La patria de Shakespeare es un pintoresco poblado del centro de Inglaterra, como tantos otros, con ayuntamiento y mercado, cafés con mesas al aire libre para las familias que pasean en los días de sol y tabernas donde bonachones parroquianos beben cerveza negra y celebran los triunfos de su equipo de fútbol. La vida transcurre allí con envidiable tranquilidad. Pero Stratford es también sitio de peregrinación, grupos muy nutridos de estudiosos de Shakespeare o simples turistas curiosos hacen disciplinadamente la ruta desde la casa de Henley Street, donde supuestamente nació el poeta, hasta el Nuevo Sitio, donde estuvo la casa en la cual murió. O desde la iglesia de la Santa Trinidad, lugar en que fue sepultado el Bardo en 1616, hasta la granja de Anne Hathaway, la esposa de Shakespeare, que lo vio un día partir hacia Londres en busca de fortuna, y lo vio regresar, casi veinte años después, cargado de dinero, gloria infinita, decepciones y tristezas. Con suma mansedad turística, yo hice el mismo recorrido un día de la primavera pasada, aunque con bastante infortunados resultados. En la casa de Henley Street, turbado por la emoción, le expliqué al guía cuán importante era para mí visitar aquel lugar, que me recordaba iniciales lecturas de Shakespeare en la escuela secundaria. «Oh, ¿sí?», exclamó el guía, afectuosamente, pero dejando entrever su asombro ante el hecho formidable de que incluso en un paisito como el mío se estudiara en la escuela elemental la obra del Bardo. «Es verdaderamente impresionante», declaró, «cómo la fama de Shakespeare se ha extendido hasta los confines más remotos del mundo». En el Avon, me afané durante un largo rato intentando tomar la muy cursi fotografía de un cisne con el trasfondo de la
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iglesia de la Santa Trinidad. Pero el maldito avechucho, una vez que comprobó que yo no tenía comida para arrojarle, nadó hacia el centro del río y escondió la cabeza, limpiándose las plumas. Una barcaza de turistas pasó por el río, y el cisne nadó desafiante hasta ella en busca de comida. Cuando se hartó, regresó frente a mí y, casi juraría que haciendo un gesto de burla, volvió a esconder la cabeza. En la iglesia de la Santa Trinidad me esperaba una cruel decepción. El monumento conmemorativo de Shakespeare, en la pared lateral del antealtar, resultó ser de un imperdonable mal gusto. Pero al menos el sepulcro mismo, una lápida en el suelo, desgastada, situada un tanto a la izquierda, con el severo epitafio: hfdsgkbnGood friend, for Jesus’ sake forbear eidjcvnkcTo dig the dust enclosed here. eidotrdlacBlessed be the man that spares these stones, bckjdcodAnd cursed be he that moves my bones. era de una conmovedora sencillez, y de una admirable humildad. Lastimosamente, mi pequeño momento de adoración fue estropeado por el órgano de la iglesia, que hasta entonces había ejecutado solemnes himnos sagrados, y que, súbito, como si el organista hubiera sido advertido de la nacionalidad del visitante, cambió de humor y atronó la nave de la pequeña iglesia con algunas melodías irrespetuosamente alegres y movidas, que hasta a otro visitante que alardeara de poseer un radical espíritu moderno le hubieran parecido fuera de lugar.
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Lejos de Stratford, en la catedral londinense de Southwark, este nuevo aniversario de Shakespeare ha sido celebrado con una gentil aunque algo extraña ceremonia. Frente a la capilla de Nuestra Señora ha tenido lugar un concierto de antiguas canciones isabelinas,
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la mayoría de ellas compuestas para la representación de obras de Shakespeare. Rick Jones, un contratenor, ha cantado aquellas deliciosas cancioncillas, y ha tocado él mismo el laúd, con manos no extraordinariamente diestras, dicha sea la verdad. El escenario no podría haber sido más inspirador, tomando en cuenta que aquella misma catedral de Southwark, antes iglesia parroquial, era la que en sus días de arrepentimiento o de gratitud al Señor, si es que alguno tuvieron, visitaban los actores de los teatros que animaban aquella ribera del viejo Támesis, El Cisne, La Rosa, El Globo. Shakespeare mismo vivía en la vecindad, y tal vez en aquella nave de Southwark tuvo el Bardo apasionados diálogos con el Altísimo. Pero nada se puede asegurar. La capilla de Nuestra Señora, frente a la cual tuvo lugar el concierto, está rodeada de símbolos conmemorativos de los jóvenes de la parroquia muertos en la Primera Guerra Mundial. Los asistentes al concierto podían pasar por sobrevivientes de esa propia guerra. No en balde mi entrada causó cierto revuelo, y aquel venerable público, compuesto por obedientes feligreses de la parroquia que asistían a la ceremonia para no incurrir en pecado mortal, me examinó con intensa curiosidad. Afortunadamente, mi juvenil soledad tuvo breve duración. Un grupo de turistas norteamericanos, secuestrados por el capellán en la tienda del museo, fue obligado a ocupar las butacas vacías, procedimiento no muy distinto, por cierto, del que empleamos en La Vana para salvar del desdén del público semejantes ceremonias conmemorativas de nuestras diez mil efemérides patrióticas y culturales. Por suerte, en esta ceremonia no hubo discurso central, y Jones, vestido como un paje isabelino, con jubón, calzas y gregüescos, cantó con su potente voz andrógina algunas de aquellas tonadas que los actores de Shakespeare cantaron antes para el populacho congregado en los antiguos teatros de Londres. Jones cantó, como alguna vez en el tiempo un remoto actor, haciendo el papel de la triste Ofelia, lo hizo para un público de zapateros y pescaderas, carreteros y criadas, mercachifles y buscavidas:
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How should I your true love know From another one? By his cockle hat and staff, And his sandal shoon. He is dead and gone, lady, He is dead and gone; At his head a grass-green turf, At his heels a stone.
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Como siempre, un único detalle de reprochable gusto estuvo a punto de estropear un evento tan bien intencionado como el de la catedral de Southwark. El Maligno se presentó en la figura de Ainsley Harriot, conductor de un programa de cocina en BBC2. Harriot, un gigante negro de largos brazos y manos inmensas que se mueven como serpientes alrededor del cuerpo de sus invitados, actuó como maestro de ceremonias de la celebración, y aprovechó la ocasión para decir, entre canción y canción, toda suerte de despropósitos. Así, cuando Jones cantó la triste «Flown my tears», de John Dowland, que Shakespeare tal vez usó en un pasaje de «Julio César», Harriot vio oportunidad de recitar la receta de la ensalada César, que difícilmente el gran romano, ni Bruto ni Marco Antonio ni Octavio, y ni siquiera el propio Bardo, deben haber probado jamás. Los veteranos de la Primera Guerra Mundial, sin embargo, parecían encantados con la estrambótica mezcla dramáticoculinaria, y en cuanto a los norteamericanos, deben haber tomado aquel ditirambo por una peculiar manifestación del folclor británico. Pero por una vez, las burlas del diablo no pudieron romper el encanto y la emoción. Cuando Harriot terminaba sus discursillos, Jones volvía a cantar sus tonadas, reliquias de un tiempo perdido en que tal vez vivir era ejercicio, si no más sencillo y menos riesgoso que ahora, sí más noble y apasionante, y las emociones humanas, como en Macbeth, o en Hamlet, o en King Lear, tenían una
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pureza y un poderío incomparables con nuestras propias mediocres emociones. Aunque lo más probable es que el único tiempo en que tal cosa ha ocurrido sea el tiempo infinito del teatro de Shakespeare. Luz de sol entraba por los vitrales de la catedral cuando Rick Jones cantó la canción de libertad de Ariel en «La tempestad»:
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Where the bee sucks, there suck I, In a cowslip’s bell I lie, There I couch when owls do cry, On a bat’s back I do fly After summer merrily. Merrily, merrily shall I live now, Under the blossom that hangs on the bough. Merrily, merrily…
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La Consagración de la Primavera
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El público de los teatros padece de una extraña enfermedad. Tiende a la desmemoria, olvida rápidamente. Tiene impresiones ligerísimas y gustos muy volubles, elige a sus favoritos sin razón aparente y luego, sin pudor alguno, se retracta de su elección y cede al cortejo de un artista más joven o más atrevido. Aunque a veces el público puede ser también ferozmente conservador y opone todo el peso de su arbitraria autoridad a cualquier advenedizo que se atreva a cuestionar en voz alta su gusto. Pero, curiosamente, el público de los teatros también sufre de melancolía y nostalgia. Los espectadores siempre lamentan la decadencia del arte, el declive de los teatros y de las grandes figuras, la pertinaz falta de superiores talentos entre los nuevos artistas. Naturalmente, nunca faltan entre los jóvenes algunos artistas muy dotados; pero el público, que en ocasiones, ansioso por encontrar el genio de la hora, se adelanta imprudentemente a exaltar a muy medianos
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talentos, las más de las veces, en cambio, es lento en su apreciación y se demora orgullosamente en entregar su entero favor. Los espectadores más refinados y exigentes envidian la fortuna de aquellos antecesores que en el pasado pudieron asistir a los grandes acontecimientos del arte, en lugar de languidecer, como ellos, asistiendo rutinariamente a las desdeñables obras contemporáneas, siempre variaciones o tristes parodias de las antiguas edades de oro. Ah, quién hubiera visto a la divina Bernhardt en Fedra, en la Comedia Francesa, en época de Thiers. Ah, quién hubiera podido ver a la Duse en Casa de Muñecas. Quién hubiera visto bailar a Pavlova en el Marynsky de San Petersburgo. Quién a Nijinsky, a Karsavina, a Ulanova, a Nureyev, a Fonteyn. Qué magnífico hubiera sido ver en su esplendor a Olivier o a Gielgud haciendo Hamlet. Ah, quién hubiera estado en La Scala alguna noche para oír a Maria Callas en Norma. Para consolar su eterna decepción por la mediocridad de los tiempos que corren, los espectadores más apasionados se lanzan a explorar los experimentos artísticos más estrafalarios y radicales, que suelen ser osados e irreverentes, como correspondería a los genios nuevos, pero que, desafortunadamente, carecen con mucha frecuencia de cualquier otro mérito y son pronto olvidados.
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El público de Londres, que ha asistido durante sucesivos siglos a algunos de los mayores sucesos históricos del teatro, ha recibido este año a un extravagante coreógrafo francoalbanés llamado Angelin Preljocaj, cuyo nombre probablemente será desconocido para casi todos en La Vana, salvo, quizás, para algunos en aquella pequeña comunidad de leales aficionados a la danza contemporánea que asisten a todas las funciones en el Gran Teatro, en el Mella, en la sala Covarrubias o en aquella otra incómoda salita del piso nueve del Teatro Nacional, incluso si no hay en las piezas desnudos o no se alude a temas de controversia. Preljocaj, que viene haciendo carrera exitosamente en Francia desde
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hace más de quince años, ha presentado en Sadler’s Wells su versión de La Consagración de la Primavera. El título atrajo inmediatamente la atención de los espectadores londinenses, en medio de una cartelera llena de grandes atracciones. Este año, por Londres ha pasado ya la troupe de Pina Bausch, la muy influyente coreógrafa alemana, y también, con menos menciones en la prensa pero con el teatro lleno de entusiastas latinoamericanos, el Ballet Argentino de Julio Bocca. Para los próximos meses están anunciadas cortas temporadas de la histórica compañía de Alvin Ailey y del Nederlands Dans Teatre, uno de los grupos más interesantes en Europa, y entre una y otra, las presentaciones habituales de Rambert Dance Company, habitual en Sadler’s Wells. Además, los aficionados al ballet tienen a su disposición los programas que ofertan las dos rivales compañías clásicas locales, el English National Ballet en el Colliseum, y el Royal Ballet en Covent Garden. El mes pasado el Royal Ballet ha mostrado una nueva gran producción de Giselle, para la que trajeron desde Nueva York a Angel Corella, una de las estrellas del American Ballet Theatre, y ahora tiene en cartelera una exquisita Romeo y Julieta. En el verano el English National Ballet se apresta a responder con una temporada de El lago de los cisnes que, se dice quizás con exageración, será el evento de danza más importante del año. Pero hasta los aficionados ahítos de tantas ofertas de danza y ballet asistirían, por mera curiosidad y por el efecto irremediable de la nostalgia, a cualquier función con el título de La Consagración de la Primavera.
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En Londres, el ballet creado por Diaghilev, Stravinsky y Nijinsky, con decorados y vestuario de Nicolás Roerich, fue presentado en el antiguo Teatro Real de Drury Lane apenas cinco semanas después de su estreno en París. Extrañamente, la Inglaterra conservadora de Jorge V acogió más benévolamente La Consagración de la Primavera que el París republicano y democrático de las vanguardias. El Daily Mail, como era de esperar, aborreció
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el nuevo ballet, pero The Times fue mucho más sensible en su apreciación. «En La Consagración de la Primavera», escribió el crítico de The Times, «las funciones del compositor y el productor están tan balanceadas que es posible ver cada movimiento en la escena y al mismo tiempo escuchar cada nota de la partitura. Pero la fusión entre ambas es aún más profunda. La combinación de los dos elementos, de la música y la danza, realmente produce un resultado nuevo, un híbrido, que se puede expresar en términos del ritmo -tanto como la combinación del oxígeno y el hidrógeno produce una nueva sustancia, el agua». No hubo en Londres barahúnda similar a la ocurrida en París la noche del estreno del ballet, el 29 de mayo de 1913. Aquella función inaugural de La Consagración de la Primavera en el Teatro de los Campos Elíseos fue la más peligrosamente agitada jamás vista en el teatro en tiempos modernos, al menos desde el estreno de Hernani más de ochenta años atrás. Carpentier ha narrado varias veces los sucesos de aquella noche, con la precisión que solo podría tener un nostálgico espectador exterior, que ha estado toda una vida reconstruyendo apasionadamente en su imaginación los detalles de un hecho en que no participó, al punto de casi llegar a olvidar este último detalle. El público en el Teatro de los Campos Elíseos, aquella noche de mayo en París, naturalmente, no tenía la menor idea de que estaba asistiendo a un suceso histórico. El titulo del nuevo ballet de la compañía de Diaghilev no parecía una amenaza contra el buen gusto y, por demás, la pieza con que se iniciaba el programa de la noche, Las Sílfides, coreografía de Fokine con la música hermosa pero escasamente inquietante de Chopin, era apropiadamente pacífica y burguesa. Después de todo, son más dignos de lastima que de desprecio aquellos pobres espectadores parisinos, que después de Chopin fueron sometidos sin previo aviso a la partitura de Stravinsky, compuesta, según dijo su propio autor, de acuerdo con ningún sistema conocido. «Yo tenia solo mi oído para ayudarme. Yo oía, y escribía lo que oía». La partitura, con sus variaciones extremas de
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ritmo, sus innovaciones armónicas y su muy heterodoxa organización, ejecutada, además, por una enorme orquesta en la que los vientos y la percusión habían sido exageradamente reforzados y en la que cada instrumento pugnaba con ferocidad para ser escuchado sobre el resto, tenía que aterrar a los espectadores profanos si hasta a Debussy dejó estupefacto. El público, ofendido mortalmente por lo que creía era un ataque premeditado contra el arte, chillaba, abucheaba, arrojaba los programas. Furiosos espectadores comenzaron a pelear en el lunetario. Algunos la emprendieron contra Maurice Ravel, que aplaudía vivamente, llamándolo «sucio judío». En la escena, los bailarines de Diaghilev ejecutaban la radical coreografía de Nijinsky, que rayaba en lo físicamente imposible. «Con cada salto, aterrizábamos tan pesadamente como para reventar cada órgano de nuestro cuerpo», recordaría uno de aquellos pobres bailarines. Entre bambalinas, un frenético Nijinsky daba instrucciones a gritos y contaba los pasos. Alguien del público dio voces para que acudiera un doctor, creyendo que los bailarines habían caído todos en una especie de colectiva epilepsia. Diaghilev pidió calma a los espectadores, pero nadie lo oyó. El publico lo cubrió de insultos, a él, al compositor y a los bailarines. Diaghilev ordenó entonces hacer flashes de luz, pero aquel remedio fue terriblemente inefectivo, y en lugar de calmar al publico, lo condujo al paroxismo. En medio de aquel pandemonium, Pierre Monteaux tuvo el infinito coraje de conducir la orquesta hasta el final de la partitura, emulando heroicamente a sus colegas del Titanic, hundido apenas un año antes. Terminada la función, Diaghilev, Nijinsky y Stravinsky huyeron hacia el Bosque de Bolonia. En aquel momento, tanto el compositor como el bailarín-coreógrafo se sentirían profundamente heridos en su orgullo, pero Diaghilev, que no tenía más talento, aunque ya ese fuera muy grande, que el de reconocer a los verdaderos artistas y las manías del público, sabía sin dudas que aquella noche los Ballets Rusos habían conquistado definitivamente a esa veleidosa, la inmortalidad. El siglo XX, aunque con retraso, había llegado a los teatros. A
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lo largo de los años, la partitura de Stravinsky atraería a numerosos coreógrafos, desde Massine hasta Martha Graham, desde Maurice Bejart hasta la propia Pina Bausch, pero ninguno causaría conmoción semejante a la del ballet del infortunado Nijinsky. Cuando la propia coreografía de Nijinsky fue reconstruida por el Joffrey Ballet en 1987, setenta y cuatro años después, el público, según noticias, se comportó de la forma más civilizada.
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La nueva versión de La Consagración de la Primavera, de Angelin Preljocaj, habría atraído al público londinense con la única ayuda de la nostalgia. Pero el Evening Standard, tratando de conquistar la atención de los lectores en un día ordinario de noticias mil veces repetidas, discusiones bizantinas en el Parlamento, violencia en el Medio Oriente, fiestas y cotilleos de los famosos, alborotó en torno al ballet de Preljocaj, calificándolo de «provocador» y revelando a miles de ciudadanos, que jamás han asistido a un espectáculo de danza, que en la pieza aparecía una bailarina desnuda. Vaya acontecimiento. Hasta en La Vana, que pudiera pasar por provinciana y conservadora, ya estamos acostumbrados a ver actores o bailarines en trajes de Adán o de Eva. Hace unos años, en medio del candor cubano de los ochenta, cuando Víctor Varela estrenó La Cuarta Pared, todavía un desnudo parecía atrevido, y quizás también cuando Carlos Díaz presentó su gran, inolvidable trilogía norteamericana. Incluso, cuando los bailarines de Marianela Boán, al final de El pez de la torre nada en el asfalto, arrojaban sus ropas y se quedaban en el borde del escenario, mirando al público de frente. Entonces los desnudos teatrales tenían cierto aire de desafío y liberación: ahora, como lo prueba el reciente éxito en taquilla de La Celestina de El Público, son obscenamente triviales y populares. En los teatros de Londres tampoco son raros los desnudos: los espectadores aún recuerdan a Nicole Kidman mostrando todo su esplendor, hace cuatro años, en La Habitación Azul. Kathleen Turner también se desnudó en El Graduado, pero no dejó muy emotivos recuerdos como la tan
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hermosa Kidman. Las primeras sorprendidas por el alboroto del Evening Standard fueron las dos bailarinas que alternaron en el rol de la muchacha escogida para el sacrificio ritual de la primavera, Isabelle Arnaud y Nagisa Shirai. La señorita Arnaud declaró al Standard: «El desnudo responde naturalmente a la coreografía, la música y la historia, todo tiene un sentido. Nunca me he sentido preocupada por eso, ni siquiera he pensado en ello». Preljocaj contraatacó: «Tal vez la gente que está preocupada o disgustada por el desnudo tiene miedo de sus propios deseos».
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Los espectadores que, atendiendo al Standard, hayan acudido al Sadler’s Wells esperando ver una Consagración tan transgresora como la original, se habrán llevado un chasco. Es cierto que hay momentos en la pieza de mucha intensidad dramática, como el mismo inicio, antes de que empiece la música, cuando seis bailarinas entran al escenario, vestidas con faldas muy cortas, y, ante la mirada de seis hombres echados con actitud expectante en una franja de césped, bajan sus bragas hasta la altura de los tobillos, y quedan estáticas, con las piernas ligeramente abiertas y la cadera flexionada. Juego de seducción en que únicamente esas mujeres, que miran de frente al público y dan la espalda a los hombres, conocen las reglas. Solo entonces comienza a escucharse la música, el tema de introducción, juego sutil de sonidos diversos llegando en leve crescendo desde muy atrás en los tiempos. Preljocaj no respeta, ni en su coreografía, ni en los vestuarios o el decorado, la referencia histórica a las antiguas tribus eslavas celebrando el rito primaveral, el motivo temático original de Stravinsky y Roerich, pero, como mucho antes Nijinsky, también él concibe La Consagración como un explosivo cruce de fuerzas primarias, de energías sexuales y terrores inexpresables, que desbordan los últimos límites de resistencia moral y arrastran a todos los hombres y mujeres a una orgiástica plenitud. En una escena, las parejas retozan en el prado y las mujeres despojan de sus camisas a los hombres. Éstos,
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luego, son conminados a pelear entre sí, mientras las mujeres agitan las camisas de vivos colores. La danza de los hombres es densa y angular, los contendientes tratan de alcanzar los puntos de simbólica virilidad, los brazos, el pecho, la entrepierna. Pero son las mujeres las que controlan los movimientos de la escena, agitando las camisas como si se burlaran de la debilidad e inferioridad masculinas. Inmediatamente después, cuando comienza el tema de la «Adoración de la tierra», de una violencia formidable, los hombres, persiguen a las mujeres por el escenario y simulan una frenética violación. Preljocaj entonces obtiene uno de sus mejores momentos, cuando después de la violación, los hombres se retiran a los extremos del escenario, satisfechos, y en el centro bailan las mujeres, danza suave y triste del cuerpo humillado y herido, las piernas contraídas, las manos recorriendo muslos y caderas. Lentamente la danza se convierte de nuevo en danza de seducción y los hombres son atraídos a un círculo mágico en el que lo masculino y lo femenino terminarán por fundirse en una poderosa unidad vital, organismo andrógino de fuerzas inagotables y apetitos inextinguibles. En el momento climático, el grupo elige una muchacha y la obliga a bailar la danza ritual de la primavera. Desnuda, la muchacha trata de huir, pero el círculo en torno a ella no se abre jamás. Éste es el rol en el que alternan las señoritas Arnaud y Shirai, y el que causó la excitación del Evening Standard. Pamplinas. La coreografía de Preljocaj, aunque pletórica de brillantes ideas dramáticas, no siempre logra traducirlas en lenguaje de danza. Cualquier espectador sincero aceptaría que es la música de Stravinsky la que domina plenamente la escena, la que provee el ritmo, el tono, la emoción, y que la danza nunca llega a establecer con ella un diálogo de iguales. Sin embargo, justo es decir que el baile de la doncella escogida es un momento de gran fuerza y belleza. La pequeña y musculosa Isabelle Arnaud baila aquel fragmento con una velocidad sorprendente y una ferocidad agónicas, golpeando su cabeza, su abdomen y sus piernas, corriendo por el escenario desesperadamente sin poder romper
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nunca el círculo mágico. Cuando la música termina, Arnaud queda aún bajo luz, mirando al público y respirando muy fuertemente, mientras todo su cuerpo tiembla por el enorme esfuerzo. Este último instante es el único en que Preljocaj le gana la partida a Stravinsky, esos segundos de silencio en que la respiración de la bailarina se escucha en el teatro como si fuera, en efecto, el ruido de un mundo en que se hubieran despertado al unísono todas las grandes fuerzas naturales. El público, tan difícil de contentar, quedó impresionado y aplaudió a rabiar.
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Picasso y Matisse
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La provecta revista Bohemia inauguró, a principios de los noventa, una sección de crónicas, al parecer destinada a revivir ese antiguo arte, tristemente venido a menos en el periodismo nacional. No fueron advertidos los lectores de que la nueva sección sería el escenario de una de las más divertidas polémicas de aquella temporada periodística que, por demás, transcurría en medio de la más respetuosa y gentil monotonía. Rufo Caballero, que comenzaba a actuar como arbiter elegantiarum de ciertos círculos artísticos de La Vana, publicó en la sección un artículo que difícilmente podría calificarse como crónica, pero que dio origen a uno de esos deliciosos escandalitos con que los habaneros tratamos de disipar el tedio del trópico y el de la historia, el del calor que no mengua y el del tiempo que no pasa. El artículo de marras tenía por título una provocadora declaración: «A mí no me gusta Picasso». Si mi memoria es fiel, Rufo censuraba al gran español su volubilidad,
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sus frecuentes, inesperados cambios de rumbo, la superficialidad de algunos de sus proyectos, abandonados antes de que terminaran de cuajar para comenzar nuevas aventuras artísticas. Pero sobre todo, Rufo, altanero y grandilocuente, proclamaba su independencia de los dogmas de la crítica de arte, mimética y repetitiva, aceptadora, por inercia, de los mitos siempre abusivamente hiperbólicos del prestigio y la gloria. En la trinchera opuesta de la generación mayor de la crítica de arte, Juan Sánchez, titular de Bohemia, respondió al sacrílego ataque. Sánchez, con tono de profesor benevolente dispuesto a perdonar las faltas de su soberbio mejor alumno, aleccionó a su colega más joven en historia del arte moderno, y declamó la lista ad hoc de méritos del pintor español. Rufo se resintió violentamente del tono de su rival y respondió con un vigoroso artículo titulado «Mis dioses los escojo yo», o algo por el estilo, en el que ni siquiera se dignaba a mencionar a Juan Sánchez por su nombre y reclamaba el derecho soberano de elegir libremente los objetos de su adoración y su lealtad. Hubo una última réplica de Sánchez, también mortalmente ofendido, en la que, devolviendo el golpe de Rufo, ni siquiera lo identificaba por su nombre y, con casi desesperada disciplina y fidelidad a los ideales de toda una vida, ratificaba su confianza en la larga supervivencia de la gloria picassiana. Así terminó, sin acuerdo y casi en duelo de honor, la polémica de Rufo Caballero y Juan Sánchez que, por desgracia, no fue continuada, salvo en infrecuentísimas ocasiones, por nuevos e igualmente entretenidos debates en la prensa nacional. El género de la crónica no puede decirse que reviviera, a pesar de los loables esfuerzos de Bohemia. Pero, al menos, la polémica en torno a Picasso recordó aquella hermosa tradición polemista cubana, con perlas como los debates entre Rubén Martínez Villena y Jorge Mañach, o entre Mañach y Roa, o entre Mañach, otra vez, y Lezama, o entre Blas Roca y Alfredo Guevara, discusiones todas caracterizadas por una cualidad rara entre los cubanos, la discreción. En efecto, los lectores suspicaces de aquellas polémicas habrán tenido la persistente impresión de que en todas ellas, incluyendo la de Picasso, los contendientes estaban en realidad hablando de otra cosa.
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Picasso sigue inspirando apasionadas discusiones. Tate Modern, la reputada galería londinense de arte moderno y contemporáneo, ha presentado ahora su gran muestra de verano, una exposición titulada «Matisse/Picasso», que pretende estimular la comparación entre los dos grandes artistas, considerados, alternativamente, los mayores del siglo XX. La muestra ha atraído inmediatamente a una multitud de espectadores, tantos, que es aconsejable comprar las entradas con antelación. También, como era de esperar, ha causado revuelo entre la crítica que, aunque mayoritariamente partidaria de Picasso más que de Matisse, ha quedado muy dividida Autoretrato.Picasso. en sus apreciaciones. Los expertos y consejeros de Tate Modern deben estar satisfechos. Sus últimas exposiciones parecen haber sido escogidas deliberadamente para alborotar a los críticos y avivar viejas y nunca resueltas polémicas. El año pasado, la muestra de las «Ciudades del Siglo» también atrajo a decenas de miles de curiosos, pero los críticos, con razón, la juzgaron severamente. Algunas de las ciudades elegidas, como Lagos o Río, parecían haber sido incluidas solo para dar impresión de universalidad. La muestra de Nueva York era decepcionante por su pobreza de ejemplos, igual que la de París. La inclusión de Londres se justificaba más por vanidad patriótica que por el interés de las piezas. Solo Viena, la Viena de aquellas sigilosas exploraciones en los secretos del Eros, la de Freud, Klimt, Kokoschka y Egon Schiele, y el Moscú de los primeros años después de la revolución, eran verdaderamente interesantes. Sobre todo Moscú, el Moscú de la época que produjo los grandes poemas de Autoretrato. Matisse. Maiakovsky, el «Acorazado Potemkin» y «Octubre», el
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constructivismo de Tatlin, Malevich, Rodchenko y Lissitzky. Sorprendentemente, los curadores de Tate Modern consiguieron reunir una impresionante colección de aquel primer arte soviético, que tuvo un vigor creativo y una diversidad extraordinarios hasta que el Generalísimo Stalin decidió que el socialismo era otra cosa. Él. Pero esa es otra historia. Los curadores de Tate Modern volvieron a la carga este último invierno con una exposición celebratoria de Andy Warhol, el querido Andy, que todavía confunde a los críticos, algunos de los cuales lo califican de genio, mientras que otros lo consideran un impostor. Tate Modern exhibió todas las piezas clásicas de la Factoría, las sopas Campbell, los retratos de Elizabeth Taylor, de Marilyn, de Jackie Kennedy, de Mao, y hasta las películas de Warhol con Paul Morrisey, protagonizadas por Viva, Joe Dallesandro, Gerald Malanga y otros de la misma compañía que, por pudor, ni siquiera la salita de video de la UNEAC, tan avezada en el cine dizque erótico, se ha atrevido a proyectar. La elección del tema de Mattise y Picasso para la gran muestra de verano fue inmediatamente vista por los picassianos como una conspiración de los partidarios de Matisse para arrebatarle al español la primacía artística del siglo recién terminado. Otros críticos se han rehusado a dar un juicio definitivo, alegando que las obras reunidas no son suficientemente representativas y, en ocasiones, tienen en realidad muy secundaria importancia. Piezas claves de ambos artistas faltan. «Las señoritas de Avignon» no ha sido traída desde el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que coauspicia la muestra, y tampoco algunas obras ilustres de Matisse, como una muy conocida «Danza» en poder del Hermitage de San Petersburgo, que también tiene una «Familia del pintor» y otras obras del período clave en que Picasso y Braque inventaron el cubismo, los fauves se desbandaron, Picasso tomó el liderazgo del arte moderno y Matisse quedó solo. Aún así, la exposición de Tate Modern, si bien no brinda pruebas suficientes para sostener tesis alguna acerca de la interacción creativa entre los dos grandes hombres, sí ha bastado para avivar la imaginación y la curiosidad del público acerca del misterio del arte y del carácter, la debilidad y la fuerza del genio.
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Los curadores de Tate Modern han tenido la feliz idea de colocar a la entrada del primer salón autorretratos de Picasso y de Matisse. La diferencia de carácter, de talante, de orientación, de tono, no podría ser más obvia. Ambos autorretratos son del mismo año, 1906, pintados poco después de aquel Salón de Otoño de 1905 en París, en que los cuadros de Matisse, particularmente «Placer, calma y voluptuosidad», y un retrato de Madame Matisse, tuvieron una acogida sensacional, mezcla de entusiasmo y consternación. El autorretrato de Matisse muestra al pintor bien entrado en los treinta, mientras Picasso, doce años menor, apenas tenía veinticinco en aquella época. Los dos artistas, ingenuamente, registraron en aquellos retratos todos los lugares comunes con que los describirían en la posteridad. Picasso es una poderosa figura muscular, brazos, pecho, cabeza, bien definidos, con entusiasta apreciación de la forma y el volumen. La cabeza, casi romboidea, el rostro, poco menos que una máscara. Al año siguiente, Picasso producirá «Las señoritas de Avignon» y un «Desnudo con los brazos alzados», incluido este último en la muestra de Tate Modern, que revelan un impetuoso avance en los experimentos geométricos y en el estudio del arte africano. Matisse, por el contrario, solo se muestra en hombros, cuello y cabeza, pintados, se diría, de una sola ondulante línea, esas largas líneas voluptuosas de Matisse, desarrolladas exhaustivamente en los estudios del desnudo femenino, que irían a producir numerosísimas piezas hasta llegar al «Desnudo Rosado», que unos alaban como culminación y síntesis de trabajos con la línea y el color, y otros desdeñan como una copia de Modigliani. Matisse, inusualmente, se pinta a sí mismo sin gafas, y vestido con una camiseta marinera: Picasso viste una gran blusa blanca de trabajo, muy abierta en el pecho. En Matisse, la fuerza parece ubicada en el rostro, en la cabeza de volumen desproporcionado, en los ojos, que miran al espectador: en Picasso, la cabeza es pequeña con relación al cuerpo, y es de éste, del tórax, de las entrañas, de donde parece venir la fuerza y la determinación del rostro. Los perfiles psicológicos son
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también contrastantes. Mattise mira al espectador directamente, levantando una ceja. Hay atención, curiosidad, pero no se diría que inquietud ni sobresalto interiores: es la mirada de un hombre en paz, serio, modesto, pero en paz. El rostro de Picasso tiene mucha menor expresividad. Según parece, el retrato fue pintado poco después de la muerte de Gauguin, a quien el español, como también Matisse, reverenciaba, lo cual explicaría tanto la expresión severa, de tristeza cerrada del rostro, como el detalle de la paleta en el brazo caído. Por entonces, Picasso abandonaba progresivamente los intentos de penetración psicológica en la figura humana, característicos de sus etapas anteriores. De cualquier manera, este Picasso es personaje turbulento, de alma secuestrada por crueles demonios interiores, cuerpo donde estallan violentas y contrarias pasiones, furia, determinación, arrebato, entusiasmo. El último detalle es el color. Matisse pone en su rostro brochazos de blanco, amarillo, un rosado muy pálido, muy volátil, y sobre todo verde, en contraste con el carmelita de la barba y un fondo de azules y más verdes. La combinación parece simple, espontánea, no meditada, pero produce una formidable caracterización física, emocional y cultural. La figura toda de Picasso, incluyendo, curiosamente, las órbitas de los ojos, es ocre, nota alta en el conjunto dominado por el gris y por el blanco. Picasso, malagueño, hombre del sol habitando los inviernos y otoños de París, prestará más atención a los volúmenes y al espacio, y frecuentemente empleará colores oscuros y fríos, grises, negros, azules. Matisse explorará hasta el final los juegos de la luz y el color, y sus colores serán vivos y brillantes, en desafío contra el naturalismo de los tonos impresionistas pero también, durante casi medio siglo, contra los colores de Picasso.
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Hablando de la muy conocida «Música» de 1910, que también está en San Petersburgo, Matisse dijo que había utilizado, para el cielo, «un hermoso azul, el más azul de los azules». La superficie, dijo, «fue coloreada hasta la saturación, hasta el punto en que el
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azul, la idea del azul absoluto, estaba plenamente realizada. Un verde brillante para la tierra y un vibrante bermellón para los cuerpos. Con estos tres colores, yo conseguí la armonía de la luz y también pureza de tono». La «Música» de 1910 no está en la exposición de Tate Modern, pero sí otras piezas en que estos efectos son muy apreciables, desde «Le luxe», una obra de 1905 que los curadores de Tate Modern han puesto en oposición a la oscura, aunque lírica, «Niño con un caballo», de Picasso, u otra «Música», de 1939, que han opuesto a una «Serenata» del español. En esta otra «Música» de Matisse, el espacio está organizado claramente en cuatro secciones, pero las diferencias de escala, de área, y sobre todo, el contraste de color entre rojo y verde, es lo que produce y atrae la atención del espectador. Pero las figuras en sí mismas no son inquietantes, salvo por simples elementos de ruptura como las manos o los pies desproporcionados, o el dibujo infantil de los rostros. La fecha del cuadro, 1939, vísperas de la guerra, hace resaltar aún más la simplicidad dramática, la transparencia emocional y la tranquilidad de Matisse, su bonheur de vivre, conservado asombrosamente en medio de las más atroces tragedias morales del mundo moderno. En la «Serenata» de Picasso, que es de1942, pintado en el París del Mariscal Petain, hay un violento contraste entre las dos figuras que forman el grupo central, en amarillo una, y la otra en azul, violeta, blanco, y verde, con el fondo, en negro y gris. Lo más importante, sin embargo, es el espacio y los volúmenes, los del fondo y los de las figuras humanas, que se componen de planos dislocados, articulados en una estructura movible, de muy difícil equilibrio, que desafía continuamente la capacidad de ordenamiento visual del espectador. A pesar de su tema gentil, que tiene un referente noble, el mismo que la «Música» de Matisse, la «Odalisca y Esclava» de Ingres, el cuadro de Picasso posee una apreciable tensión estética y emocional, que la técnica muy avanzada del pintor, como en «Guernica», como en «Masacre en Corea», puede controlar perfectamente, organizar y expresar en un lenguaje que el espectador nunca termina de
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aprender. Matisse, en frase famosa, dijo que él quería que su arte fuera solo «un cómodo butacón para el cansado trabajador intelectual». Tal declaración le valdría recurrentes acusaciones de conformismo y aburguesamiento. Probablemente, Matisse entreveía la futilidad de alentar mayores ambiciones con el arte que la de producir un pequeño instante de placer. En oposición, Picasso declaró, hiperbólicamente, que el arte era un medio «de guerra ofensiva y defensiva contra el enemigo». Sin embargo, los que lo conocieron de cerca admiten que, políticamente, el gran español era, por decir lo menos, un idealista de una pasmosa ingenuidad, capaz de conmoverse profundamente por grandes tragedias humanas como Guernica o Corea y, sin embargo, admirador de Stalin, incluso después de enterarse de las historias de los procesos de Moscú y de los gulags siberianos. Si Matisse era moderado en sus ambiciones, Picasso era más ambicioso que nadie: pretendía que el mundo se pareciera a su arte. Muy joven, pintó un retrato de Gertrude Stein, en cuya casa de París había conocido a Matisse. Stein y otros habituales de su círculo quedaron muy inconformes con la obra terminada. Entre la escritora y el personaje del retrato no había parecido. Picasso replicó: «Nadie piensa que se parecen, pero no importa. Al final, ella (Stein) va a terminar por lucir como en el retrato».
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La exposición de Tate Modern, que irá luego al Museo de Arte Moderno de Nueva York y al Centro Pompidou de París, tiene a la entrada una frase de Picasso: «Nadie ha mirado tan atentamente mis cuadros como Matisse, y nadie ha mirado tan atentamente los cuadros de Matisse como yo». Durante un larguísimo medio siglo, Picaso y Matisse se admiraron, se envidiaron, se espiaron con una lealtad muy parecida al amor. Matisse, el mayor, vivió rápidamente su momento de supremacía, y luego le cedió el liderazgo, sus discípulos, sus compañeros, al impetuoso Picasso. Vio al joven genio cambiar una y otra vez la dirección del arte moderno. Aceptó con dignidad las innovaciones, usó con mesura aquellas que le
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convenían, pero jamás firmó un manifiesto ni fundó escuela. Trabajó solo, empeñado hasta el final en sus propios viejos proyectos. Picasso, en cambio, creó legiones de imitadores, pero lúcidamente, reconoció en Matisse a su único par. «Matisse sabe que es imposible para mí no pensar en él. Entre él y yo está nuestro común trabajo por la pintura, y cuando todo esté dicho y hecho, eso aún nos unirá». Entre los dos, sin embargo, hubo ocasionales ojerizas. En una ocasión, intercambiaron cuadros. Invitado a escoger entre las pinturas recientes de Matisse, Picasso, cruel, escogió un «Retrato de Margarita», que era, a su juicio, el de menor valor. Matisse devolvió el golpe escogiendo una naturaleza muerta que juzgó como lo peor de la oferta. Pero ningún enojo entre ambos duró mucho. Compartieron largamente temas, técnicas, experimentos, fracasos. Los elogios fueron abundantes. «Picasso lo ve todo», dijo Matisse. Picasso replicó: «Después de considerarlo todo, solo existe Matisse». En el invierno de 1913, Matisse cuidó a Picasso, cuando el español cayó enfermo gravemente. En 1954, cuando el viejo maestro francés murió, Picasso se negó a ir al funeral, pero, en cambio, pintó frenéticamente una serie de cuadros que hubieran podido pasar por obras del artista muerto si no fuera por la oscuridad lúgubre del color. Ellos habían anticipado ese día. «Tenemos que hablarnos tanto como nos sea posible. Cuando uno de nosotros muera, habrá cosas que el otro no podrá decir a nadie más». Esa conmovedora, desesperada soledad de los genios, que ven y sienten y comprenden cosas que solo pueden decir, vagamente, en un lenguaje secreto, a los que son sus iguales, es quizás el tema verdadero de la exposición de Tate Modern. Nosotros, espectadores, no iniciados, solo escuchamos rumores, fragmentos aislados, de esas íntimas conversaciones, interminables en el tiempo.
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David Beckham y el Jubileo de la Reina Isabel
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En 1977, los festejos por el Jubileo de Plata de Isabel II tuvieron un lúgubre trasfondo. La Gran Bretaña padecía profunda decadencia, asolada por el desempleo, la recesión de la economía, las drogas y los crímenes. El gobierno laborista de Jim Callaghan se desmoronaba y, en los Comunes, la señora Thatcher, todavía desconocida en el resto del mundo, se preparaba para la conquista del poder. Pero los que estropearon las celebraciones por el veinticinco aniversario de la coronación de Isabel II fueron los punks. Derek Jarman, el irreverente director de Caravaggio y de Sebastián, estrenó aquel año Jubilee, relato de un viaje fantástico de la primera Isabel, la Reina Virgen, por una Inglaterra caótica, empobrecida, violenta y amoral, en la que Buckingham Palace había sido convertido en un gigantesco estudio de grabaciones de rock en poder de un estrafalario magnate. En una escena culminante, una chica punk, ataviada con la bandera del Reino, la Union Jack,
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canta una irónica versión rock de la imperial Rule Britannia. Los más atrevidos fueron los Sex Pistols, que se apoderaron del primer lugar en los charts con una descarada versión punk del himno nacional. El día del Jubileo, la banda paseó en bote por el viejo Támesis, gritando a los cuatro vientos: God save the Queen, her fascist regime. It made you a moron, a potential H bomb. God Save the Queen, she ain’t a human being. There is not future in England’s dreaming!
Terminaron arrestados. Ahora los Sex Pistols han vuelto a lanzar God Save the Queen, a propósito de los festejos por el Jubileo de Oro de la Reina. Pero ha pasado mucho tiempo, es esta época de resignación y enfermiza indiferencia. La era punk ha mucho fue concluida. Derek Jarman murió de SIDA, en 1994. Igual que Freddie Mercury que, en aquel lejano 1977, cantaba We will rock you y We are the champions, con Queen. Sid Vicious, bajista de los Sex Pistols, murió de una sobredosis de heroína, en 1979, cuando esperaba el juicio por el asesinato de su novia en el insigne hotel Chelsea de Manhattan. Johnny Rotten, el cantante de la banda, está vivo, y apareció en televisión promocionando la nueva edición de God Save the Queen. Rotten, apenas envejecido, luciendo ahora un peinado de estilo afro en lugar de su antigua melena verde, intentó
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Derek Jarman
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demostrar que el espíritu rebelde de los setenta continuaba vivo. Sentado frente a un escéptico entrevistador, eructó, blasfemó y miró a las cámaras con expresión de infinito desdén. Pero luego aparecieron en televisión anuncios de Rotten, hediendo a avaricia, invitando al público a comprar el nuevo disco. Esta vez, God Save the Queen no ha pasado del lugar 15.
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Con aquellos aguafiestas de los Sex Pistols sepultados en la nostalgia, antesala del olvido, Buckingham Palace ha obtenido un éxito insuperable en el Jubileo de Oro de Isabel II. A inicios de año, no pocas voces recomendaron a la familia real celebrar los cincuenta años de la coronación con la mayor discreción posible, no fuera a ser que la Reina quedara humillada por la indiferencia de sus súbditos hacia los aburridos ceremoniales de la corte de Saint James. Pero la muerte de la anciana Reina Madre, a inicios de año, y la pompa de sus funerales, resucitaron el entusiasmo popular por la monarquía. Buckingham Palace decidió arriesgarse y tirar la casa por la ventana. Kiri Te Kanawa El éxito de la celebración debe haber hecho rabiar a las facciones republicanas. El sábado pasado, doce mil invitados, escogidos al azar en una lotería, comunes que jamás habían puesto los pies en la residencia real, asistieron en los jardines del palacio a un magnífico concierto de música de la que llaman clásica, con artistas ilustres como Rostropovich, Kiri Te Kanawa y Angela Georghiu. Miles de personas se congregaron en las afueras de Palacio, en torno al memorial de la Reina Victoria, y en Saint James Park, para seguir el concierto a través de grandes pantallas de video. El domingo fue día de servicios religiosos y cantos de gracias. La sorpresa fue el lunes, cuando la monarquía demostró haber aprendido la lección de veinticinco años atrás, y
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convirtió a Buckingham Palace en escenario de un concierto de rock y pop, quizás el mayor que hubiera nunca en Inglaterra, atendido por doce mil personas en los jardines, y más de un millón afuera, en Saint James Park y en el Mall, la avenida ceremonial que enlaza el palacio con Trafalgar Square, con la Strand y con Whitehall. Ante los ojos atónitos de los espectadores, Brian May, el guitarrista de Queen, subió a la azotea del palacio y tocó una versión casi heavy metal del himno nacional. Dondequiera que esté, Derek Jarman debe haber sonreído con satisfacción al ver cumplida su profecía. Pero Jarman no se atrevió siquiera a imaginar que fuera la propia Reina, la adusta, de difícil y corta sonrisa, la severa Isabel II, quien dirigiera la prodigiosa transformación. La Reina apareció en los jardines del palacio casi al final del concierto, pero no tuvo escrúpulos para subir al escenario y posar rodeada de la más rancia aristocracia del rock, entre los que se incluían Reina Isabel II los beatificados Sir Paul McCartney y Sir Elton John, pero también sujetos que uno jamás hubiera pensado ver en celebraciones monárquicas, como el titánico Tom Jones, que cantó sin ningún reparo delicias como Sex
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Bomb y You can leave your hat on, o el mismísimo Ozzy Osbourne, bestia negra, príncipe de las tinieblas, cantante de los diabólicos Black Sabbath. Los conservadores deben haber roto sus ropas y mesado sus cabellos al ver a Su Majestad en tales compañías. Buckingham Palace, sin embargo, sabía muy bien lo que estaba haciendo. Los consejeros de la Reina se atrevieron incluso a seleccionar All you need is love de los Beatles, como canción oficial del Jubileo. El Daily Mail reventó de cólera. «No estamos celebrando el Jubileo de los Beatles, ni tampoco celebramos 50 años de marihuana y pacifismo», chilló el Mail, que calificó a los Ozzy Osbourne cuatro de Liverpool de «banales», y a All you need is love de «himno para hippies sin cerebro». En contra de las objeciones conservadoras, Paul McCartney cantó All you need is love al final del concierto, acompañado por un coro de famosos y por la apasionada multitud. Lamentablemente, los consejeros de Buckingham Palace, a pesar de su recién descubierto entusiasmo rockero, no son realmente expertos en materia de conciertos. All you need is love, con su largo estribillo y su suave cadencia, no era canción ideal para la apoteosis. El astuto McCartney se dio cuenta de ello y tomó una decisión afortunadísima. Cantó:
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Hey Jude, don’t make it bad. Take a sad song and make it better. Remember to let her under your skin, Then you’ll begin to make it Better better better better better better… yeah!
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Y el público coreó, enloquecido: Na na na, na na na na, na na na na, hey Jude... Na na na, na na na na, na na na na, hey Jude...
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Al día siguiente, la multitud de un millón de personas, apenas sin descansar, se volvió a reunir en el Mall para presenciar el grand finale de los festejos del Jubileo, que comenzó con la procesión real, en el más pomposo estilo tradicional, desde Buckingham Palace hasta la Catedral de San Pablo, en la City, para el servicio de gracias. La Reina y el Duque de Edimburgo pasaron entre el gentío en carroza de oro, la carroza de las grandes ceremonias fabricada para Jorge III y que en el último medio siglo solo había salido a las calles de Londres en dos ocasiones, para la coronación, en 1952, y en el Jubileo de Plata. Los comunes de Londres, el pueblo llano, que tiene un mágico respeto ancestral por esos símbolos de superioridad de la nobleza, aplaudió a rabiar a la Reina, quien, sin embargo, a juzgar por la expresión que ocasionalmente aparecía en su rostro, iba sufriendo amargamente los inconvenientes de la magnífica carroza, evidentes cada vez que una de las grandes ruedas doradas pellizcaba una piedrecilla republicana de la Strand. Aunque la procesión real fuera ya impresionante, los estrategas de la corte de Saint James habían preparado algo todavía mejor, un gran desfile por el Mall, desde el Arco del Almirantazgo hasta el Memorial de la Reina Victoria, frente a Buckingham Palace. Había que estar allí para creerlo. Por el Mall, adornado con enormes banderolas y coronas reales, desfiló la más estrafalaria y diversa y, sin embargo, también la más divertida y conmovedora procesión que pudiera imaginarse. Un grupo de madres, arrastrando cochecitos de bebés, comenzaron el desfile, y fueron seguidas nada menos que por los Hell’s Angels, los Ángeles del Infierno, la temible banda de motociclistas, barbudos y tatuados, ahora en olor de santidad. Por el Mall pasaron el Ejército de Salvación y los coros de Cats, la Cruz Roja y los empleados del metro, los pintorescos autobuses de dos pisos y los emblemáticos
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Carnaval de Notting Hill
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black cabs, los veteranos de las guerras de todo un siglo y las tropas élite. Una larga representación de los países del Commonwealth presentó homenaje. Pero el detalle de genio en el programa fue la inclusión del Carnaval de Notting Hill, el mayor carnaval multicultural de Europa, de una brillantez y un colorido escandalosos en una ciudad como Londres, de tonos tan oscuros. Alguien que solo conozca Londres por lecturas de Dickens o de Thackeray, o por las viejas películas de Jack the Ripper o de Sherlock Holmes, habría quedado totalmente pasmado si de repente, por arte de magia, lo hubieran puesto en el Mall en el momento en que pasaban los bailarines del carnaval de Notting Hill, con sus carromatos, muñecos, trilabejos y ferrucerías, que simulaban mariposas, pájaros, planetas, barcos, mezquitas, máscaras chinas, o de una abigarrada y profusa abstracción que Kandinsky y Miró estarían dispuestos a aplaudir sin reservas. En el Mall sonó una música
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nunca antes empleada en las grandes celebraciones imperiales, reggae, calipso, samba. Por un momento, pareció que las antiguas colonias estaban dándole vuelta a la historia y conquistando la Gran Bretaña. Bajo una lluvia de aplausos, un negro enorme, vestido con retazos de mil colores, bailó frenéticamente, poseído por procaces demonios, alrededor de una mujer policía, una rubita hermosa que por poco resistió la tentación de arrojar el casco y el uniforme y huir con su seductor. Por desfilar, desfiló hasta un travesti, un muchachón cuya vigorosa musculatura era apenas contenida por un diminuto bikini. Pero los mayores aplausos del carnaval fueron para la señorita Jazmín Monteiro-Brown, una beldad rubia del Brasil con una figura que diríase dibujada por Matisse, que desfiló con un gran casquete de plumas en la cabeza pero muy poco más debajo de esta. En la tribuna real, el príncipe William, hijo del Príncipe de Gales y de Diana Spencer, dejó escapar un grito de admiración. Entrevistada después por el Evening Standard, la señorita MonteiroBrown, costurera de oficio, destrozó con muy plebeyo orgullo las esperanzas del príncipe. «Es muy joven para mí», declaró la bella, de solo veinticinco años. (El príncipe tiene 19). En el momento culminante, minuciosamente planeado durante años por los estrategas de la corte, la Reina y toda su familia salieron al balcón de Buckingham Palace y saludaron a la multitud, ya en delirio patriótico. Una flotilla de aviones pasó sobre el palacio, al final el Concorde y varios cazas, arrojando una estela de humo con los colores británicos, azul, blanco, rojo. Hubo un grito unánime. El himno nacional, un millón de voces. Ah, el pueblo, qué niño grande.
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Un único detalle, sin embargo, había levemente estropeado el entusiasmo nacional. El domingo, apenas dos días antes del gran desfile en el Mall, el equipo inglés de fútbol había empatado penosamente con Suecia, en la Copa Mundial de Japón y Corea. Buckingham Palace dio gracias al cielo por haber impedido la derrota, que hubiera hundido
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al Jubileo en un océano de lágrimas. De todas maneras, la noticia del empate fue recibida con angustia. Para poder pasar a la segunda ronda, era preciso, casi imprescindible, que los ingleses vencieran a Argentina, el viernes. La tarea parecía poco menos que imposible. Argentina es uno de los equipos más poderosos de la Copa, mientras que Inglaterra, llena de jugadores lesionados, anémica y desorientada frente a Suecia, parecía más débil que nunca. Había un motivo adicional para el pesimismo de los aficionados al fútbol, que en Inglaterra son todos. Entre los dos países hay una antigua rivalidad futbolística, que se remonta al lejano 1966, cuando en el campeonato mundial celebrado precisamente en Inglaterra, el equipo local eliminó a los argentinos en juego lleno de sobresaltos, peleas e insultos. El capitán argentino, Rattin, fue expulsado injustamente, y el entrenador inglés, Alfred Ramsey, calificó a los sudamericanos de «animales» por su juego rudo. Ramsey, en gesto inigualado desde entonces, impidió que uno de sus jugadores cambiara camisetas con un argentino. Inglaterra ganó aquel campeonato, pero los argentinos nunca han olvidado la injuria. En el 86, en la Copa de México, el gran Maradona venció a los ingleses anotando un gol con la mano. Para entonces, la señora Thatcher, ya conquistado el poder, había vencido a los militarotes de la Junta argentina en la guerra de las Malvinas, en el 82, y la ojeriza entre los dos países había desbordado los motivos pasionales pero naturalmente inofensivos del fútbol. En el campeonato de Francia, cuatro años atrás, los argentinos volvieron a vencer a los ingleses, pero en ronda de penales. Aquel día, los ingleses se batieron bravíamente, en inferioridad numérica, después de que David Beckham, centrocampista de veintitrés años, fuera expulsado del juego por una zancadilla a Diego Simeone. El equipo inglés logró mantener el empate, resistiendo el largo acoso argentino. Pero perdieron en los penales, de tan azarosa justicia. Inglaterra, ya no el equipo de fútbol, quedó profundamente herida. Y soñó con la venganza.
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El ejecutor de la venganza debía ser precisamente David Beckham. A su regreso a casa, Beckham encontró que todo el país lo culpaba por la derrota. Era una vergüenza nacional. Recibió amenazas y muñecos con su rostro fueron ahorcados por grupos fanáticos. Avivando el rencor, The Sun cambió la sempiterna foto de página 3, siempre una nueva muchacha desnuda, con una foto de Beckham. «Lo sentimos, muchachos», decía el titular de The Sun, «pero hoy solo tenemos a Beckham». Podría haber sido el final para cualquier otro desgraciado, pero resultó que David Beckham tenía más David Beckham. coraje y determinación que lo que todos pensaban. Para los toscos hombretones que se reúnen en las tabernas a ver los partidos de fútbol, Beckham, con su vocecita tímida, su rostro demasiado hermoso, y su pasión casi femenil por las modas y los cambios de peinado, era un «payaso», y quizás, desde el punto de vista de tales jueces, algo peor. Beckham los sorprendió. Para empezar, se casó con Victoria Adams, dizque cantante de las Spice Girls, que entonces estaban de moda. Luego se cortó su espléndida melena rubia y se afeitó la cabeza, símbolo de viril penitencia. El público, y los muchachos de los pubs, tomaron nota. Pero Beckham, sobre
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todo, tenía verdadero talento para el juego, en especial una asombrosa puntería en los tiros libres desde fuera del área de la portería. Jugando para Manchester United, el mejor equipo del país, Beckham recuperó su reputación, y fue escogido capitán de la selección nacional. En Inglaterra, el antiguo apestado se transformó en príncipe popular. Los niños ahora quieren ser como Beckham, las muchachas atesoran sus fotografías, los jóvenes copian sus peinados y sus modas, su biografía fue un arrollador best seller. Ah, el pueblo. Cuando hace unos pocos meses atrás Inglaterra perdía en Manchester frente a Grecia la clasificación para la Copa Mundial, los aficionados guardaron hasta el final la esperanza de que Beckham los salvara. En el último minuto, hubo una falta en el mismo borde del área de portería. El árbitro concedió el tiro libre para los ingleses. Los griegos formaron en bloque frente a la pelota. Inglaterra contuvo la respiración. El Big Ben se detuvo, el Támesis dejó de correr, el Eros de Picadilly Circus bajó el arco y dejó caer al suelo la flecha del amor. Sorprendida por el súbito silencio universal, la Reina se asomó al balcón de Palacio para ver qué sucedía. Beckham hizo una corta carrera de dos, tres pasos, y pateó el balón. Tac. En el balcón de Buckingham Palace la Reina escuchó el sonido del balón rozando el aire, la caricia y el fragor de un golpe de viento. El balón hizo un arco perfecto sobre los griegos y se coló en la portería. Inglaterra, en un solo instante, perdonó todas las pasadas ofensas y se inclinó ante su nuevo rey plebeyo. La residencia de los Beckham, en Sawbridgeworth, al noreste de Londres, recibió el espontáneo título popular de Beckingham Palace. La historia de redención de David Beckham era ya casi una epopeya romántica, pero el azar se encargaría de hacerla casi risiblemente perfecta. Faltando poco más de un mes para la Copa del Mundo, y para la esperada revancha contra Argentina, Beckham, jugando por Manchester United contra el Deportivo La Coruña, en el campeonato europeo de clubes, recibió una patada de un jugador argentino del Deportivo y uno de los huesecillos de su pie izquierdo se rompió. El país reaccionó con dolorosa angustia. The
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Sun, que antes había demonizado a Beckham, publicó en portada la fotografía del pie lesionado, y decenas de miles de personas participaron en un extraño ritual pagano, tocando la fotografía para enviarle reflejos positivos a su frágil dios herido. En Madame Tussaud, el museo de figuras de cera, un gentío hizo colas frente a la estatua de Beckham para besar y acariciar el pie maravilloso. En efecto, como lo oyen, el pueblo es capaz de realizar por sus héroes tan ridículos actos de lealtad, como puede ser cruel, el más feroz perseguidor de aquellos que no lo complazcan. Durante semanas, de nada se habló más en Inglaterra que de la curación del pie de Beckham. Hasta la Reina se interesó en el asunto, y opinó que a su juicio el procedimiento de curación no era el más adecuado. Pero Su Majestad estaba equivocada. Beckham estuvo listo para el primer juego de la Copa, contra Suecia. Tristemente, el partido tuvo los ya conocidos poco afortunados resultados.
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Quedaba la esperanza de resistir en el juego contra los argentinos y no salir de nuevo humillados. El viernes pasado, al mediodía, todo el país se acomodó para ver el partido, en las casas, o en los pubs, las tabernas, templos supremos del culto de la cerveza y del fútbol. En Kenton, al noroeste de Londres, un pub irlandés llamado inspiradamente James Joyce, se llenó con familias enteras, y fornidos fanáticos que se habían tomado el día libre o que habían recién escapado de los trabajos. Muchos vistiendo camisetas con el escudo nacional, dos muchachos agitando la bandera de San Jorge, un jovencito con un peinado similar al de Beckham, una cresta teñida de rubio en medio de la cabellera oscura. Afuera, típico en Inglaterra, llovía. Pero adentro, en el calor y la penumbra, el ambiente era formidable, mezcla de esperanza y temor. El gentío seguía el partido por grandes pantallas de video y televisores colocados en todas las esquinas del pequeño establecimiento. Aplaudían y gritaban cada vez que el equipo inglés comenzaba una acción prometedora. «C’mon, England!», rugían los grandulones, como si estuvieran en el estadio y los jugadores
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los pudieran oír. «Fucking clown», gritaron al ver a Simeone, el victimario de cuatro años atrás, aparecer en la pantalla. «Sea-Maaannn, Sea-Maaannn», coreaban cuando el portero inglés, David Seaman, atrapaba un disparo de los argentinos. En esos momentos, manoteaban, saltaban y derramaban la cerveza. Ya todos los lectores de esta columna saben cómo terminó el partido. En el minuto 44. Michel Owen, el veloz delantero de Liverpool, cayó frente a la puerta y el árbitro concedió el penal. Beckham bisbiseó al oído de Owen: «¿Lo vas a tirar tú, o lo hago yo?». Owen, en nombre de toda Inglaterra, le cedió a Beckham la gloria. Beckham miró al portero argentino, hizo una corta carrera y pateó el balón. Tac. El golpe fue malo. Fuerte, pero muy al centro, y bajo. El portero hubiera podido atajar el balón. Pero era día de milagros. Inglaterra estuvo a punto de hundirse en el mar en el momento en que varios millones de personas saltaron a la vez, celebrando el gol. En el James Joyce, los hombretones cantaron una Guantanamera, pero sin versos de Martí: David Beckham! There is only one David Beckham. Daaaaaavid Beeeeeekhammm... There is only one David Beckham!
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El partido terminó 1-0. Cuando el árbitro pitó el final, toda Inglaterra, nobles y plebeyos, monárquicos y republicanos, laboristas y conservadores, ricos y pobres, fue por un único instante totalmente feliz.
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El viaje de Rimbaud
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Arthur Rimbaud parte hacia un mundo desconocido. Cruza los Alpes, ve correr el Nilo por el desierto, atraviesa Etiopía. Trabaja como un simple peón en Chipre, comercia con los jefes de enigmáticas tribus africanas. Apasionadamente, se interna en las regiones funerales del silencio. Él es el último que logra huir. Su viaje cierra la época de las desapariciones, un período en el que la continuidad física del individuo social tuvo una notable vaguedad, un aventurero podía reinventar su circunstancia, re-localizarse en una nueva geografía y en remotas zonas históricas. La fragmentación simbólica del individuo, ora peón en Chipre, ora mercenario en las Indias Orientales, como equivalencia de la discontinuidad geográfica y de la pluralidad de fases históricas en la sincronía. El aventurero se desprendía de una realidad ya narrada, viajaba hacia épocas y países pre-políticos con respecto al punto de partida. El aventurero resolvía una incompletitud, realizaba un movimiento convergente;
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al enrolarse en las caravanas hacia los reinos fantásticos realizaba históricamente, por así decirlo, la posibilidad de una geografía y viceversa: imponía cierta coherencia geográfica en la historia, hacía que se coordinaran causalidades distintas, en las que las determinaciones habían actuado muy opuestamente. El aventurero se convertía también en el narrador de una nueva unidad política en la realidad, de una literatura del orden. Sin embargo,contradictoriamente, el impulso de su viaje era a menudo la insatisfacción, el fracaso de la circunstancia autóctona. Un joven huía a medianoche de la casa familiar Arthur Rimbaud y se embarcaba hacia tierras bárbaras en busca de una expansión, tratando de rectificar la fatalidad, intentando realizar su circunstancia de acuerdo con una determinación más abierta, instalándose en el régimen de una causalidad productora de más posibilidades derivativas.Viajando hacia el infinito, internándose en la selva, naufragando en la isla de las perlas, el jovenzuelo desobedecía la fatalidad política de su destino, intentaba alcanzar en la apertura de la libertad una calidad histórica prohibida en el punto de partida. Renacer en la libertad era la aventura, interrumpir la narración de una identidad marcada trágicamente. En París, los poetas dieron por muerto a Rimbaud.
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Debe existir todavía la posibilidad de la aventura, si es que existe la de la libertad. Nuestra época ha conseguido una extraordinaria coherencia geográfica de la historia, se ha fundado un parlamento y una televisión en la isla de las perlas. Un guía nos habla de los antiguos dioses mientras recorremos los templos de los pueblos perdidos. La continuidad física del individuo social está políticamente controlada, la policía revisa meticulosamente los documentos de identidad, a los ciudadanos de Liliput se les exige obtener una visa para viajar hacia Brobdingnag. Los exploradores han cumplido finalmente el proyecto de una geografía, las variaciones que se producen son perfeccionistas. El aventurero, cumplida
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su función en las épocas revolucionarias, se prostituyó luego políticamente, se mitologizó como personaje de película o como héroe de la patria. En la casa de Rimbaud y Verlaine la alcaldía colocó una placa recordatoria. Nuestra época es redundante, y más que redundante, esencialmente paródica. Las exploraciones actuales tienen lugar de acuerdo con un mimetismo deportivo, subir cien veces la montaña maldita, en vez de noventa y nueve veces. Correr cada año los cien metros un milisegundo más rápidamente. Hacer un crucero por el Nilo y regresar por la noche al hotel en El Cairo, ver las Pirámides como mil millones de hombres lo han hecho antes. Tirarse fotos en el Taj Mahal y en la Muralla China. El deportista y el turista, ambos redundantes e inofensivos, y su degeneración, el televidente, son los héroes políticos de la época. Vivimos una decadencia, que se expresa como fatalidad, como clausura de las posibilidades. Los destinos están cerrados, los determinismos se cumplen pesadamente. Transcurre una ritualización paródica de la libertad. En vez de hazañas, homenajes y aniversarios. En vez de ideales, decepción y cinismo. Los jovencitos beben, fornican Taj Mahal masivamente, prueban las drogas prohibidas, bailan con rabia, pintan graffitis en los monumentos, luego se casan, engordan, envejecen, mueren. La libertad ha sido industrializada y comercializada, pero quien compra libertad automáticamente se esclaviza. Sin embargo, cada fatalidad se niega a sí misma, determina su propia extinción histórica. La posibilidad es el instante de la desesperación, y la desesperación engendra el ideal edípico de burlar la fatalidad. El joven que se descuelga de la ventana familiar a medianoche, el adolescente burgués que se convierte en el poeta de símbolos mortales. El aventurero de hoy es el que llega a sentir la fragmentación de la
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historia y de la geografía social, cómo se descompone su unidad política y se interrumpe la continuidad de las determinaciones. La aventura hoy, como siempre, será la conquista de la libertad, la exploración de las posibilidades que se abren activando una nueva causalidad en zonas distintas de la geografía social y de la historia. La aventura es una negación de la circunstancia individual y social y su reinvención transgresora. El aventurero tiene la misión de realizar el proyecto histórico de una geografía no en la extensión sino en la creación política de nuevas circunstancias y nuevas identidades. El aventurero se reinventa a sí mismo, interrumpe su continuidad en la narración repetititiva de la realidad, se escapa de la literatura del orden, deja de ser personaje y se convierte finalmente en hombre real. El que escribe apasionadamente versos de amor, el que imagina la filosofía de la justicia mundial, el torturado que no traiciona, el que dice no a las proposiciones indignas, el que no se vende, el que protagoniza una minúscula revolución diaria contra la mediocridad, la cobardía y la estupidez, ese es nuestro héroe y la suya es nuestra aventura fabulosa. La isla de las perlas que nos queda es la libertad. Vámonos allá, crucemos las montañas nevadas, atravesemos el desierto, desafiemos los huracanes, enfrentemos los monstruos marinos. En la ciudad oficial nos darán por muertos.
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El ocaso de los héroes
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La premiere de Spiderman en Londres fue terriblemente perturbada por la majadería de la lluvia. El público, no obstante, se congregó frente al «Odeón» de Leicester Square para celebrar el acontecimiento, vitorear a las estrellas de la película y quizás alcanzar algunos preciosos autógrafos. Las premieres en Leicester Square son, naturalmente, muy exclusivas, y a ellas asiste la societé londinense, los famosos de la hora y sus cortesanos, no el vulgo. Pero los aficionados se consuelan si logran ver de cerca de alguno de sus actores favoritos, la realeza de Hollywood, que viaja puntualmente a Londres para promocionar sus producciones. En esas tardenoches de los miércoles, al filo del ocaso, Leicester Square se llena de apasionados cinéfilos, que esperan durante horas la llegada de las estrellas. Es un lugar magnífico para estas ceremonias Leicester Square, colocada en el eje entre Picadilly Circus, el Soho, el Barrio Chino y Covent Garden, en el corazón de
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la noche de Londres. A cada lado de la plaza hay un cine, y en el centro, en el parquecillo, han colocado una pequeña estatua de Charles Chaplin. No, perdón, no de Chaplin, sino de Charlot. Una cerrada columna de turistas llega a Leicester Square bajando desde Oxford Circus, curioseando en las tiendas de Regent Street y haciendo un giro alrededor de la estatua de Eros en Picadilly Circus, y otra impetuosa columna le sale al paso subiendo desde el mercado de Covent Garden y desde Trafalgar Square. En Leicester Square, por tanto, se agrupa un formidable, aunque exasperante, remolino humano. La plaza, invariablemente, está animada por cantores y bailarines callejeros, juglares, acróbatas, artistas de a penique, que apenas recogen lo suficiente para la cena. No es raro ver allí latinoamericanos tocando ignotos aires andinos, o a un japonés que toca en un raro instrumento la música de su país, delicada y arisca. Un predicador, situado estratégicamente en el centro del triángulo que forman «Burger King», el cine «Empire» y una discreta sex shop, clama contra los pecadores y anuncia el fin de los tiempos. En la esquina, un grupo de cándidos turistas contempla embelesado las figurillas del reloj del Centro Suizo, que como es suizo deber ser más exacto que el de Dios, que es un escándalo cómo se atrasa. Del otro lado de la plaza, otro grupo hace cola frente al kiosko donde venden, a mitad de precio, entradas para los grandes musicales, para El Fantasma de la Opera, para Chicago, para El Rey León. De repente, uno de esos turistas, al virar la cabeza, podría toparse con Tom Cruise, con Russell Crowe, con Nicole Kidman, con Halle Berry, o con la mismísima Madonna, que ahora reina en los salones y clubs londinenses, saliendo de una limousine en medio de una nube de guardaespaldas y asistentes, y haciendo el camino hasta el «Odeón» sobre la larga alfombra roja, acompañados por los aplausos y gritos de la multitud. El estreno de Spiderman debió ser así, pero la lluvia, que tortura infatigablemente a los londinenses, estropeó un tanto el acontecimiento. Tobey Maguire, el joven protagonista de la película, pasó a la carrera frente a la multitud bajo un paraguas negro sostenido por
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un escolta, y no se detuvo para firmar autógrafos ni estrechar las manos de sus desconocidos y húmedos admiradores. Kirsten Dunst, la heroína de Spiderman, intentó ser más amable, pero los organizadores la arrastraron hacia el cine. Aún así, el público pudo comprobar lo que ya sospechaba, que Maguire es pequeño de estatura, y que Dunst, aunque realmente hermosa, usó prótesis en la película para remarcar sus volúmenes. Pero la lluvia impidió que se viera lo que más interesaba, además de los actores: los vestidos, que en estas ocasiones sociales son más importantes que la película misma. Para el estreno de Spiderman, algunas hermosas damiselas cuyo talento, ay, el público y los críticos aún no han tenido oportunidad de admirar, lucieron llamativos trajes con dibujos y cortes que simulaban telas de araña, prodigios de imaginación y de descaro. Lástima la lluvia.
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Spiderman, a pesar de tan deplorable presentación, ha tenido en Londres casi igual éxito que en los Estados Unidos, y lo hubiera tenido igual si no fuera porque ha llegado cuando la atención del público estaba concentrada casi exclusivamente en las peripecias de la Copa Mundial de Fútbol. En Estados Unidos, Spiderman ha conseguido durante su primer fin de semana 114 millones de dólares, récord absoluto, superior en 24 millones a la recaudación de otra fantasía, Harry Potter and the Philosopher’s Stone. En Gran Bretaña, debido al fútbol, su recaudación no Spiderman ha sido tan desmedida, y ha quedado por debajo de Harry Potter y hasta del nuevo capítulo de la saga de La Guerra de las Galaxias, El Ataque
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de los Clones. Pero mientras que el gran embuste de George Lucas, quizás la mayor tomadura de pelo en la historia del cine, era recibida con desdén y hasta con desprecio por los críticos, Spiderman ha desarmado a los mismos severos jueces. The New York Times la calificó de encantadora, y dijo que era «conmovedora en la forma más inesperada». Haciendo una riesgosa comparación, The New York Times afirmó que la escena final entre Peter Parker, el jovencito detrás de Spiderman, y su amada, M.J., «parece salida de una novela de Henry James, si uno pudiera imaginar una novela de Henry James con grandes efectos especiales y una secuela ya en producción». En Londres, Alexander Walker, el riguroso y peleón crítico del Evening Standard, declaró: «Usted puede llamar a Spiderman, si así le gusta, Batman con telarañas. Pero sería un error. Es mucho más oscura, más compleja y -oh, sorpresa- incluso conmovedora. Además, el héroe no es un Superman». Es totalmente cierto. Spiderman, creado en 1962 por Stan Lee y Steve Ditki para Marvel Comics, no es un extraterrestre llegado de remotas galaxias con poderes casi invencibles, sino un pobre chico de Queens, el típico adolescente tímido y triste, que suspira de amor por la bella del colegio y soporta las burlas y abusos de una banda de ridículos fortachones. Como Clark Kent-Superman, o Bruce Wayne-Batman, Peter ParkerSpiderman es huérfano, como ellos tendrá un trágico secreto en su pasado, y como ellos tendrá que proteger su doble identidad de los curiosos. El contraste entre las dos imágenes del mismo personaje, el héroe sublime y el pobre hombre frágil, es un cliché del género de los superhéroes que sostiene el hilo dramático con el recurso clásico del interminable juego de escondidas, de cambios de disfraz, y que expresa perfectamente la cautivadora filosofía populista de que detrás de cada hombre simple puede esconderse un campeón de la justicia. Es el pensamiento más profundo que ha tenido Hollywood jamás, y con obstinación lo ha repetido en miles de viejas y nuevas películas. Spiderman es quizás el menos poderoso de esta legión de superhéroes salidos de las antiguas tiras cómicas. No
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tiene visión de rayos X como Superman, ni puede volar más rápido que los misiles nucleares, ni tampoco tiene los juguetes magníficos de Batman, el Batimóvil y el resto del arsenal de la Baticueva. A Peter Parker lo muerde un día una araña durante una visita de la clase a un laboratorio, y al día siguiente despierta dotado de una espléndida musculatura y de una prodigiosa agilidad. De sus muñecas sale un viscoso líquido con el que puede colgarse de las paredes y volar a través del laberinto de rascacielos de Nueva York. Nadie ha dejado de apreciar la alegoría sexual de este renacimiento físico del débil adolescente. Naturalmente, Spiderman tendrá que enfrentarse a un malvado enemigo, el Duende Verde, también metamorfosis de un ser humano, el científico Norman Osmond, interpretado por Willen Dafoe en estilo Dr Jekyll-Mr Myde. Lamentablemente, este enemigo de Spiderman carece de la elegancia y la jovialidad del Lex Luthor de Gene Hackman en Superman, y ni hablar del delicioso Joker de Jack Nicholson en la primera Batman, o del trágico Pingüino de Danny de Vito en la segunda parte. Dafoë sobreactúa valerosamente y uno se alegra cuando no está en The Matrix pantalla. Las peleas en Spiderman tampoco son tan emocionantes. Después de ver The Matrix, o la fascinante Crouching Tiger, Hidden Dragon de Ang Lee, el espectador se siente estafado si lo hacen retroceder veinte años en la historia del cine de acción. En materia de coreografía de combates, Spiderman está tan distante de Crouching Tiger, Hidden Dragon como Petipá de Merce Cunningham. Uno tiene la impresión de que el dinero gastado en los efectos especiales no fue bien invertido.
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Spiderman es, al cabo, una rara película de superhéroes en la que el espectador disfruta más con los diálogos de los protagonistas que con las peleas y los milagros de fuerza. Peter Parker es sombrío y triste como Bruce Wayne, no transparente y despejado como Clark Kent. Sus poderes son una carga, no un privilegio. «Todo poder implica una gran responsabilidad», le dice su tío. En la primera oportunidad, Peter rehúsa esa responsabilidad y es duramente castigado por una desgracia. Desde entonces, cargará sobre sus hombros no solo la responsabilidad, sino también la culpa. Esta idea, de una simplicidad apabullante, fue la misma que le dio aquella gravitas al Batman de Michael Keaton, que sonreía como si al sonreír sangrara, y que miraba como si siempre estuviera deslumbrado, como si la luz siempre fuera excesiva para alguien que ha vivido en las cavernas de recuerdos de desdicha. Batman cumple su misión no con orgullo, sino como una fatalidad, una carga que hubiera preferido que otro llevara sobre sus hombros. La recompensa de su heroísmo es la soledad, la imposibilidad de amar y vivir abiertamente, como un hombre normal. También funciona esa idea en Spiderman, lúcidamente comprendida por Tobey Maguire, un jovencito escogido con acierto entre las legiones de actores que Michael Keaton Hollywood tiene en sus almacenes para usar en papeles de adolescentes. Maguire tiene ojos muy grandes, ligeramente saltones, muy azules, y labios que forman una larga línea irónica. Parece un niño, pero no un niño real, sino un niño de comic, de dibujo animado, aunque con una expresión que pasa del absoluto mutismo, de la suprema concentración, de la ausencia y el vacío de que solo son capaces los niños, a una picardía, juguetona y cruel, como también solo los niños pueden mostrar. A diferencia de Dafoë, Maguire aparenta actuar muy poco, lo cual es mérito muy grande, porque hay que actuar muy refinadamente para que parezca que no se actúa en absoluto, para que no se vean los recursos, no sea visible la técnica ni se delaten los trucos. Ese don es
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especialmente valioso en la última escena, la que el Times dice que parece salida de una novela de Henry James. El encuentro postrero entre Peter Parker y M.J. parece ser la escena inevitable, el reconocimiento, una conclusión satisfactoria, mediocre pero placentera. Nada de eso. El espectador puede deleitarse con la paralela duplicidad de Parker escondiendo su secreto de M. J., pero revelándoselo al espectador, y de Maguire escondiéndole al propio espectador el secreto de que toda la historia no es más que una fantasía, pero revelándoselo a sí mismo. El actor, naturalmente, no toma muy en serio su personaje, que a fin de cuentas no es Hamlet, ni mucho menos y eso es lo mejor que le pudo pasar a la película. Las mejores escenas son las que ocurren entre Parker-Spiderman y M.J., que los dos actores cumplen sin nerviosismo, sin afectación, y con evidente gusto. Los romances de las películas de superhéroes siempre transcurren en el borde del ridículo. En la primera Superman, Mario Puzo, que escribió la historia con una ligereza impensable en el hombre que escribió El Padrino (y puso en boca de Marlon Brando unas líneas por las que Don Vito Corleone habría mandado a sus capitanes a matarlo) apeló al humor de la vieja comedia sexual y creó aquella espléndida escena en que Clark Kent y Lois Lane se entrevistan en la terraza de la casa de ella, y luego vuelan largamente sobre Nueva York, escena que por cierto, fue copiada con esmero por los dibujantes y guionistas del Aladino de Disney. ¿O sería coincidencia? En Spiderman, el director Sam Raimi, arriesgadamente, decidió contar la historia no en tono de comedia, sino plenamente romántico, tal vez recordando el éxito de aquel romance triste y no consumado de Batman y Catwoman en la segunda película del héroe de Gotham City. Tuvo una suerte envidiable de que los actores escogidos fueran talentosos y no dos carabonitas. Hay una escena memorable, en que Spiderman salva a M.J. de unos atracadores callejeros, y luego aparece ante ella, colgando de cabeza de una pared. M.J. baja la máscara lentamente, solo un poco, lo suficiente para dejar al descubierto los labios, y lo besa, beso largo, invertido y delicioso. Resulta que Spiderman es una película de amor.
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No es probable que ciertos críticos de La Vana, que son más franceses de gusto que Cahiers du Cinema, aprueben Spiderman, que ya debe haber sido secuestrada y exhibida en la diligente salita de video de la UNEAC, que siempre se las arregla para estrenar primero que el Teatro Chino de Los Ángeles. Algunos de nuestros críticos son alérgicos a películas de este estilo, y sospechan que mientras más entretenidas, más venenosas resultan. Ese comportamiento aguafiestas debe ser resultado, sin dudas, de algunos lamentables accidentes emocionales sufridos en la infancia. Pero, echando a un lado los indudables méritos de Spiderman, no habrá crítico que no se sienta intrigado por el inesperado regreso de los superhéroes al cine mundial. Los héroes habían vivido su ocaso, y después de la desastrosa cuarta parte de Batman, parecían haber sido definitivamente jubilados. Ahora, en cambio, el éxito de Spiderman, y antes, de los Hombres X, ha abierto las puertas a nuevos campeones. El magnífico Ang Lee, ah, el mismo de El Banquete de Bodas, de Comer, Beber, Amar, y de Sense and Sensibility, va a estrenar pronto El Increíble Hulk, y Darren Aronofsky, el mismo de Pi, y de Requiem for a Dream, ha sido llamado a resucitar al héroe de Gotham City en Batman: Year One. Bryan Singer, que entregó la estupenda Usual Suspects, realiza la segunda parte de los Hombres X. Los mejores directores de que dispone Hollywood están siendo llamados al servicio de los viejos héroes. ¡Si tan solo Spielberg se animara a hacer la cuarta parte de Indiana Jones! Las razones de este regreso de los héroes resultan, quizás, exageradamente obvias. Después de los terribles acontecimientos del otoño pasado, el público parece especialmente ávido de historias de fantásticos salvadores. No en balde. Hay que recordar que Superman y Batman nacieron en el mismo fatídico año de 1939, cuando los héroes hacían más falta que nunca. Pero hasta septiembre, el público en Nueva York, en Los Ángeles, en Europa, se había hecho a la idea de que vivía en un mundo que no necesitaba héroes, en la que el heroísmo no solo no era necesario, sino hasta peligroso y molesto, una inoportuna
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recordación de las miserias morales del hombre común. El heroísmo era ocasional, modesto y casi vergonzoso. Los pocos héroes proporcionados por la vida real no eran sublimes como los de las películas, sino de una escala mucho más reducida, pequeños héroes inofensivos del deporte y de las aventuras. Cuando la prensa revelaba una chapuza de aquel héroe de porcelana, un vicio, una mentira, un pasado reprochable, el público asistía a su caída con morbosa satisfacción. «Hay solo algo que al pueblo le gusta más que un héroe: ver a un héroe caer», le dice el Duende Verde a Spiderman. El hombre más cobarde del mundo es el pueblo. Cuando se encadenan los miedos de todos los hombres comunes, el resultado es pavoroso, la historia misma se queda inmóvil. Es necesario que un hombre rompa esa cadena de la cobardía, que salga adelante, que sacuda o acuse a los demás. Konstantinov y sus colegas del Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú tenían poco aprecio por el papel de los héroes en la historia, pero Stalin, que sabía más marxismo que ellos y era más inteligente, y que había conocido a algunos verdaderos héroes inconmensurables, hizo todo lo posible para que no apareciera ningún héroe nuevo en su reino. Pregúntenle a los grandes dictadores de la historia cuál es la importancia de los héroes. En esta época de miedos, de pasmosa incertidumbre, de decadencia y desesperanza, en que el orden del mundo parece imposible de ajustar, no es extraño que de repente el público haya sentido repentina nostalgia por los antiguos superhéroes de los cómics y las películas. Se extrañan, es cierto, los héroes de verdad, de carne y hueso, con valor para afrontar las persecuciones y la muerte, con perspicacia y sabiduría, con honestidad y nobleza, con serenidad para afrontar las atroces consecuencias del heroísmo, que son:
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A silent suffering, and intense; The rock, the vulture, and the chain, All that the proud can feel of pain,
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The agony they do not show, The suffocating sense of woe, Which speaks but in its loneliness, And then is jealous lest the sky Should have a listener, nor will sigh Until its voice is echoless.
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según Lord Byron, él mismo un héroe real, en «Prometheus». Pero esas cualidades, ay, son más raras que la visión de rayos X o los músculos invencibles de Superman. Ese tipo de héroes, al parecer, están en su ocaso y ni Hollywood, con todo su poder, los puede revivir. Volverán, si vuelven, por sí mismos, cuando sea la hora. Por el momento, qué remedio, conformémonos con el valeroso y muy amable Spiderman.
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Roma de noche
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Entrar en la noche de Roma es como entrar al mar. La noche de Roma comienza a rozar tu piel levemente, como roza tus pies el borde de espuma del mar recién amanecido. Te hundes suavemente en la fragante oscuridad de Roma, como avanzas en las aguas perezosas de un océano aún dormido, al que no quieres despertar. Al final te entregas, completamente, regalas tu cuerpo y tus sentidos a Roma como al mar cuando cierras los ojos y hundes la cabeza en el agua, y sientes una frágil corriente fría golpeándote el rostro y rizando tus cabellos. La noche de Roma es como ese momento en que te rindes al mar, y te quedas bajo el agua, sin respirar, sin moverte, sordo a todos los ruidos sobre la superficie, escuchando el silencio tenaz, la palpitación del mar, su sueño interminable. Entrar en la noche de Roma es como entrar al mar, y acaso, como deslizarse cautelosamente bajo las sábanas que cubren el cuerpo de tu amante dormido. Veo caer la noche de Roma
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en Piazza Spagna, en el horizonte el perfil de Roma se torna oscuro y compacto, como el de un cuerpo en la penumbra que solo puede reconocerse por la forma, por el olor, y por el brillo de la piel cuando cruza la claridad. Espero la llegada de la noche, con el mismo ligero sobresalto del espectador en los últimos, interminables minutos antes de la función, el espectador solitario que no tiene con quien hablar, su hastío y su silencio remarcados por el bullicio frenético de los que ocupan las lunetas de al lado. Espero la noche, mi patria, una patria de la que vivo largamente exiliado, pero que siempre reconozco cuando regreso, la sorda desesperación, la asfixia, el impulso de huir hacia el día y esconderme de nuevo en claridad. Pero la noche de Roma es tal que la puedo habitar sin huir, mar en que puedo dejar de respirar infinitamente. Estoy sentado en la veranda, en lo más alto de la escalinata de Piazza Spagna, de espaldas a la iglesia de la Trinità dei Monti, mis piernas colgando sobre la muchedumbre sentada en los escalones, espectadores de este teatro que es Roma, el más grande del mundo y con una sola obra en cartelera, la noche, repetida eternamente. En la escalinata, los muchachos conversan y cantan, juegan alegremente el ajedrez del amor juvenil, brillante y ligero. Yo espero. No sé bien qué, no sé si la muerte o un instante de resignación a la vida, o quizás una sorpresa de amor, también yo. La noche de Roma es el mejor sitio para esperar, porque Roma no tiene tiempo, y quien espera aquí no padece angustia por la demora de lo esperado. En Roma terminan los tiempos que transcurren en otras ciudades, vienen a morir aquí, como las corrientes de los océanos se extinguen en secretas playas vírgenes, y dejan en Roma los grandes peces muertos arrastrados a su paso por los siglos, murallas, palacios, termas, catacumbas, catedrales. Los tiempos llegan aquí moribundos, y ninguno arrastra a Roma consigo, por eso es que uno tiene la sensación, llegado a Roma, de que no tiene fecha para marcharse, de que no lo esperan en ninguna otra ciudad, de que empieza a vivir sin transcurrir. Esperar en Roma es ilusión que ninguna demora puede decepcionar, porque
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no parece que la espera se prolongue. Escondido entre las columnas de Piazza San Pietro, un muchacho espera a su amante, un ángel de la muerte que lo vigila desde la cúpula de la basílica, lo mira, tiernamente, haciendo paseos en zigzag a lo largo del arco de la columnata, jugando a que no lo alcance la luz. En los restaurantes y trattorias del Trastevere, la gente conmemora efemérides personales, pactos de amistad, la larga duración de ciertas coreografías de amor, alianzas apasionadas contra la verdad. Alrededor de la fuente de la columna egipcia en la plaza del Panteón, los muchachos gritan, se abrazan, se ríen muy abiertamente. La noche de Roma provoca a la imaginación a jugar a las esperanzas, noche abierta de verano en la que el cuerpo, a pesar del calor, no pesa, no se siente apretado a su muerte, sino ligero, volátil, agitado por una desazón que también aparece en los inicios de la locura. Así es que se llega en Roma a pensar en la esperanza de felicidad e incluso, en la esperanza de amor, juegos de la imaginación que quien tome en serio se volverá loco. En la madrugada profunda caminamos por las callecitas desiertas del centro, mirando palacios cerrados y ruinas históricas, mudas, gastadas de inútil admiración, y yo arrojé un par de monedas en la Fontana di Trevi pidiendo deseos deliberadamente imposibles. En el silencio de la noche de Roma, el agua caía sobre las monedas brillantes arrojadas por los jugadores de esperanzas, deseos baratos de quinientas, o mil liras, que se cumplirían caprichosamente, injustamente, quinientas liras de alegría, mil liras de tímido placer. Dos mujeres extranjeras, tres hombres italianos, venían riendo por una callejuela solitaria, hediendo a vino, a perfumes de salir de noche, a sábanas de hoteles baratos, a falsa juventud, a falsa inocencia. Caminamos por calles de ubicación que no recuerdo, por plazas que puedo aún sentir, reconocer por el espacio, por la forma, por el movimiento del aire y por la altura y la amplitud del cielo, pero que no puedo nombrar, como rostros y cuerpos vistos al paso en la calle, que dejan impresión duradera pero nunca un nombre, una voz para la memoria, ni siquiera la huella de un
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roce de piel. Luego, el auto corría por la avenida junto al Tíber, del otro lado la mole del Castel Sant’Angelo, una fantasía de luz en medio de la noche de Roma. De día, en la azotea del Castel Sant’Angelo, yo había descubierto la inexpresable hermosura de Roma, con el mismo alocado regocijo de cuando tu amante se desnuda en silencio frente a ti y descubres que su cuerpo es aún más bello que como lo habías imaginado. El auto corría por las avenidas, atravesando regiones sucesivas de la noche de Roma, internándose en las más ásperas y desiertas, aquellas de los que todos los habitantes han emigrado. Pasábamos junto al Palatino, al teatro Marcello, a Piazza Venezia, a las termas de Caracalla, a la Piazza del Poppolo, a Villa Borghese, piezas perfectamente colocadas en la escenografía de Roma, en la trampa de su silencio y su candor. El aire entra por la ventanilla, una corriente de viento que golpea tu rostro y riza tu pelo como el agua cuando te sumerges y te quedas inmóvil dejando al mar poseerte sin violencia. En la reproductora de música suena una canción de Mina, una voz alta, poderosa, devastada cruelmente por ridículas esperanzas: Io son sicuro che In questa grande immensità Qualcuno pensa un poco a me E non mi scorderà
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Si, io lo so, Tuta la vita sempre solo non sarò. Un giorno troverò Un po’ d’amore anche per me, Per me che sono nullità Nell’immensità.
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Y esa voz extraña queda pegada a la noche de Roma en tu recuerdo, como una inscripción en las piedras, en las paredes, en la superficie brillante y resbaladiza de la noche de Roma. Y luego escucharás esa canción y pensarás que vas otra vez en un auto recorriendo un laberinto de calles indescifrable y asomándote a la ventanilla para ver los símbolos del pasado de Roma, muros en los que la luz artificial y colorida y el silencio teatral levantan relieves, volúmenes falsos, hiperbólicos, que dan impresión de vida fantasmagórica. Pero Roma no tiene fantasmas, es la única ciudad histórica donde uno tiene la certeza de que no hay ningún resto de vida del pasado acechando detrás del círculo del presente, porque el presente, este instante desolador, es único y fijo, y el pasado es tan grande, tan abrumadora su imagen, que pierde consistencia en la imaginación, es una dimensión tan compleja en Roma que no hay quien se atreva a comprender y nombrar. Nos asomamos al Foro Romano, desde la terraza al fondo del Campidoglio. Un enorme mapa de la noche, la maqueta a escala natural de una ciudad fantástica, imaginada por un genial arquitecto de caóticos imposibles, tú mismo. De día irás, tomarás fotos acuciosas, científicas, no posarás en ninguna para no romper la composición del pasado, la estética de esta comedia de la muerte, pero cuando reveles esas fotos y las puedas ver, aún no comprenderás nada, no verás nada, no querrás, no podrás saber nada y te consolará pensar que el pasado es como las columnas del Foro Romano, un monumento de tu memoria, iluminado por un solitario reflector luchando contra la noche. Pero el pasado es en realidad un sitio que no has abandonado, que no podrás dejar, que habitas sin tener conciencia de él, que recorres habiendo perdido la capacidad de reconocerlo. Tú eres el único fantasma del pasado que recorre las calles de Roma, eras ya el fantasma de Roma antes de llegar a ella pensando que llegabas a una ciudad normal, otra de las ciudades literarias marcadas en tu mapa de viajes. Tú eres el que no se da cuenta de que el pasado es un monumento de tu soledad y de tu miedo, no de tu memoria, que es un país que has inventado con la
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ilusión de huir hacia él, de escaparte de tu vida sin tiempo, sin transcurso, sin advenimientos. El pasado es la gran mentira que tú le has hecho decir a Roma. En Monte Caprino, frente al Teatro Marcello, hombres solitarios y oscuros buscan otros hombres con el deseo del mismo color. En una trattoria sonámbula los últimos paseantes de la noche compran pizzetas y dulces. En la Fontana delle Tartarughe se pudre el cadáver de un hombre que no sabía llorar. Un turista trata de asomarse a las ventanas del Palazzo Farnese, y huye antes de que lo regañe la policía. En Piazza Navona, a las tres de la mañana, dos vendedores de flores se marchitan lentamente, junto a la fuente de Bernini. Roma me regala una rosa amarilla, sol frío y húmedo, sin planetas, apagado por la noche cada vez más densa, mar helado, sin olas, sin corrientes, sin viajes de peces. La luna llena brilla fieramente sobre el Coliseo. Un muchacho pasea con dos dálmatas, manchadas por manos sucias de tristeza, da la vuelta alrededor del Coliseo, trata de encontrar una entrada por donde se llega hasta la luna. Yo me tiendo en un banco, en el puentecillo peatonal frente al Coliseo, y la noche de Roma se tiende sobre mí, suavemente, como un amante cuidadoso que no quiere hacer daño, y que deja caer el peso de su cuerpo siguiendo una concienzuda progresión, hasta que te inmoviliza y derriba sobre ti la torre de su deseo. Yo estoy en el fondo de la noche de Roma, ahogado en el lecho del mar tranquilo y holgazán del amanecer, mi cadáver acariciado por débiles corrientes cristalinas, por la marea de otro cuerpo en trabajos de amor, por la brisa rota y corta de la noche de verano en Roma. Es este instante aquel círculo que nunca se abrirá, tal vez el único momento de tu vida que siempre recordarás perfectamente, asombrándote incluso de que al cabo de tanto tiempo lo puedas recordar tan bien. Sabes que te engañas, te niegas a reconocer que en realidad no es esa noche de Roma un recuerdo. Tu vida posterior, los días siguientes, son los que has imaginado, los que has inventado para disimular el hecho prodigioso, aterrador, de que la noche de Roma no tiene fin. Después de la noche de
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Roma has actuado otra vida, lineal y progresiva, actor genial que actúa para sí mismo, que se autoengaña y llega a olvidar que está actuando la farsa de una vida consecutiva, con inicio y final, y que cuando la función termine se encontrará de nuevo en aquella noche de Roma que creía remota. Y de nuevo, milagrosamente, serás un hombre, no tu propio viejo y querido personaje. En las raíces de Roma comienza a amanecer. Pero yo no veré esa sorpresa, el inicio del día. Cuando la noche de Roma se retira es como el mar, que arrastra tu cadáver hasta las profundidades más insondables, y nunca más lo devolverá a la playa.
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Revelations
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Alvin Ailey American Dance Theater, la insigne compañía de danza contemporánea fundada por aquel gran artista norteamericano, ha cumplido una corta temporada en Sadler’s Wells. La troupe de Ailey, que desde la muerte del fundador dirige la exquisita Judith Jamison, ha presentado una pequeña muestra de su colección, seis piezas, incluyendo aquella que más profunda impresión deja en el público que acude a ver las actuaciones de la compañía, Revelations, la obra maestra creada por Ailey hace más de cuarenta años, en 1962. La compañía ha tenido en Londres éxito proporcional a su fama. El nombre de Ailey, junto con los de Martha Graham, José Limón, Merce Cunningham y Pina Bausch, es uno de los pocos que pueden reconocer incluso espectadores alejados del circuito plural y disperso de la danza contemporánea, cuajado de impostores, diletantes y genios fugaces. Desde aquella función de marzo de 1958 en la Asociación de Jóvenes Hebreos
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de la calle 92 de Nueva York, que los historiadores han marcado como inicio de la compañía, los bailarines de Alvin Ailey han actuado para 19 millones de personas en 68 países. Hasta en La Vana han estado. Hace cuatro años, en el festival de ballet del 98, los jovencitos de Alvin Ailey II, la compañía escuela, Revelations bailaron un par de noches en el Mella, que, oh, vergüenza, no se llenó. El público de La Vana, que a veces muestra un gusto muy equívoco, creyó que aquellos niñatos, por no pertenecer al grupo principal, debían ser escoria. La claque huyó a otro teatro a arropar con frívola admiración a alguna nueva estrellita haciendo malabares en el Cisne Negro o en el Corsario, y dejó grandes claros en el lunetario del Mella. Pobres, porque aquellos jovencitos norteamericanos eran quizás los mejores bailarines que había en aquel festival, y lo demostraron bailando precisamente una inspirada Revelations. Algunos de aquellos bailarines, ya en espléndida madurez, han actuado ahora en Londres con el elenco de la compañía principal. Verlos bailar es no solo un refinado placer, es también un riesgo, el de olvidar que la maquinaria
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del mundo no puede funcionar con la misma velocidad que esos cuerpos magníficos, y sufrir, una vez terminada la función, el desconsuelo de quedar otra vez rezagados en el ritmo cansino y artrítico de la vida real. Mi dilecto amigo Lester Tomé, crítico criticón, el mejor que conozco, dice que ninguna compañía de danza contemporánea tiene mejores bailarines que los de Alvin Ailey. Debe ser cierto si Lester lo dice. Esos cuerpos deben haber sido creados en misteriosos laboratorios genéticos, mezclando cuidadosamente los mejores atributos humanos. Tienen la exuberancia física que también distingue a algunos de nuestros bailarines, la fuerza de ataque, la viveza, el alto tono muscular y la agilidad incomparable de los grandes atletas negros. Pero a los nuestros a menudo les falta disciplina, concentración, responsabilidad, que los de Alvin Ailey exhiben ejemplarmente. Pueden realizar movimientos tan veloces como para despistar, dejar atrás, la mirada del espectador más atento. Pero lo mismo que aceleran el ritmo en una progresión vertiginosa, desaceleran en la misma progresión descendente, sin cortes apreciables, sin interrupciones, sin que se note que frenan, antes como si el cuerpo respondiera proporcionalmente a la pérdida lineal de energía. A diferencia de esos bailarines mediocres que dan la penosa impresión de que se detienen durante una fracción de segundo para recordar el paso que viene a continuación, los de Alvin Ailey parecen moverse en un continuo perfecto, no se les ve detenerse y prepararse para seguir la secuencia, no hacen ver que están recordando y cumpliendo la coreografía marcada, como si estuvieran recitando sin convicción un poema patriótico aprendido de memoria, cada uno de cuyos versos tiene que ser ferozmente arrancado del olvido por el declamador. Son, en suma, excelentes, tanto, que dos piezas como Grace, de Ronald K. Brown, y Following the subtle current stream, de Alonzo King, desorganizadas dramatúrgicamente, con un lenguaje coreográfico muy pesado, muy denso, lucieron mejor de lo que en realidad son. En el intermedio, mi vecina en el lunetario, sentada a mi izquierda, manifestó su descontento:
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- The dancers are good, but the pieces are rather poor. To be honest, I didn’t understand a thing. You liked them? -preguntó a mi otra vecina, sentada a la derecha. - Well... -balbuceó la interpelada, sin mucha seguridad- Maybe I am a bit more open-minded than you with regard to experimentation. A mis espaldas, otros dos aficionados conversaban con voz cantarina. - Don’t miss Revelations! Have you seen it before? - No... - I saw it yesterday. It’s wonderful! - Is it? - There is this moment whit Judith Jamison. You’ll realise who she is because she is so tall. And slim, very slim... - Ah? - Judith Jamison dances with a big white umbrella. Oh, she is wonderful! - Ooooh, I can’t wait!
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Revelations, en efecto, es magnífica. Podría describirse, vagamente, como una serie de escenas extraídas de la memoria y la tradición del pueblo afro norteamericano. Ailey, que no llegaría a crear ninguna otra pieza comparable, empleó un lenguaje coreográfico de una sencillez, claridad y belleza apabullantes, al punto de que la inclusión de Revelations en el programa hizo que las piezas más modernas parecieran, por así decirlo, sobrecoreografiadas, como aquella tonada de Mozart de la que el emperador de Austria se quejaba diciendo que tenía demasiadas notas. Revelations es, además, una suerte de arte poética, puesto que en ella Ailey se permitió probar diferentes formatos y ritmos sobre la base melódica de los spirituals norteamericanos. El pasaje inicial, «I been ‘Buked», es pesado y estático, prácticamente una serie de poses, mientras que el final, «Rocka My Soul in the Bosom of Abraham», interpretado por toda la compañía en trajes del caluroso
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Sur, es frenético, despejado y festivo, como el de una verdadera celebración popular. Hay dúos, tríos, fragmentos corales, y un solo, un pasaje estremecedor, «I wanna be ready», bailado en el suelo por Amos J. Machanic Jr., como si no tuviera fuerzas suficientes para levantarse. El público de Sadler’s Wells, que ha visto ya a las mejores compañías del mundo y no se asombra de nada, estalló en aplausos al final de Revelations. Tanto se alargaban los aplausos, y se repetía la rutina de las reverencias, del conjunto y de cada uno en solitario, que después de muchos minutos sonó de nuevo la música de «Rocka My Soul in the Bosom of Abraham», y los bailarines repitieron el último fragmento. Lo extraordinario fue que el público no se sentó, sino que en pleno quedó de pie, dando palmadas tan fuertes que llegó el momento en que los bailarines Revelations no estaban siguiendo la música grabada sino la que los espectadores les proporcionaban. ¿Qué está pasando en el teatro? ¿Qué es lo que ven mis ojos mentirosos? Los espectadores están bailando en el patio de lunetas. Los ingleses, que son de palo, bailando. Que Su Majestad me perdone el exabrupto, pero sus súbditos no han sido mimados por Terpsícore. El día del Jubileo de la Reina, durante el desfile del Carnaval de Notting Hill por el Mall, los espectadores permanecieron
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estáticos, con rectitud militar, aunque parecía imposible resistir el encantamiento del reggae y la samba. A diferencia de los cubanos, que tienen una notoria habilidad para ese ajedrez complicadísimo del baile de parejas, para el sistema esotérico del casino, casi una ciencia exacta, los ingleses modernos ya no bailan ni la jiga, alcanzándoles sus dotes danzarias apenas para el bailoteo desarticulado y barbárico de las discotecas. Yo recuerdo un concierto de Albita Rodríguez en The Fridge, hace casi dos años, en el que la ineptitud de los bailadores británicos, en comparación con los cubanos, quedó cruelmente descubierta. Había aquella noche muy pocos cubanos en The Fridge, pero los que había, resaltaban en el salón de bailes como si hubieran estado vestidos con guayaberas y sombreros de yarey. En una esquina, apartados del grupo más nutrido, había tres cubanitos bailando, dos muchachos y una damisela, un alegre pas de trois que, por la riqueza alegórica de los movimientos, era mas bien un ménage a trois. Al parecer, aquellos tres no habían encontrado otra bailarina que pudiera llevarles el paso en una rueda de cuatro, así que la damisela, una espigada jovencita de carnes firmes y ajustadas, servía de pareja a dos galanes. Uno de los muchachos bailaba con algo de contención, como si tuviera pena de desplegar toda su técnica ante los curiosos ingleses, pero el otro era un reguilete, un hombrecito robusto, con la piel blanca chamuscada irremediablemente por el verano en las playas de Cuba, un danseur extraordinaire que ni en La Tropical hubiera sido segundo de nadie. Los ingleses los miraban con una admiración rayana en la envidia. Albita, que se habrá ido a Mayami pero todavía canta como en Palmas y Cañas, entonó el estribillo:
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Qué culpa tengo yo De que mi sangre suba. Qué culpa tengo yo De haber nacido en Cuba.
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Y los tres cubanitos enredaron la mirada de los curiosos en un laberinto de giros y cruces, tan veloces que parecía imposible que no chocaran o se pisaran los pies. Pero ellos podían seguir aquel ritmo frenético sin cometer un error, como si hubieran estado toda la vida ensayando para aquella modesta función. Ni tomando lecciones logran los ingleses aprender esa astrología de nuestro baile popular. Mira que a los cubanos nos gusta complicarnos. En cambio, mientras aquellos tres mostraban su maestría, Tim, un inesperado amigo inglés encontrado en The Fridge, ejecutaba su propia penosa coreografía, que C-3PO, aquel simpático robotito de Stars War hubiera interpretado mejor. Tim declaró haber tomado clases de danzas tropicales en una academia, de las muchas que hay en Londres para los ingleses que no quieren hacer el ridículo cuando vayan al Caribe. Pero, al parecer, en la academia lo dejaron por incorregible y le dieron un único consejo salvador, que cerrara los ojos y bailara como a su cuerpo se le ocurriera. Así lo hacía el simpático Tim, bailando a ciegas, y con la más conmovedora falta de gracia y armonía. Los demás ingleses en The Fridge no eran mucho más diestros. Perdóneseles la falta pensando que no han sido, como nosotros, hostigados por la música del casino, del son y la salsa, desde la infancia más tierna. Tanto más asombroso resultó entonces que el público de Sadler’s Wells, sereno, culto y atildado, terminara bailando jubilosamente en el patio de butacas al final de Revelations. En The Observer, Jann Parry escribió: «Revelations emerge como una extática declaración de fe, en el Señor, en el poder de la danza y en los mismos bailarines». Admitiendo haber bailado también, Parry se justificó: «Para eso es para lo que vamos al teatro, para ser conmovidos por intérpretes que creen absolutamente en aquello que están haciendo». Es cierto, aunque ese milagro ocurra infrecuentemente. Por suerte, cuando ocurre, cuando se produce la revelación de que el teatro, o el ballet, o la música, pueden cambiar de verdad nuestra vida, hacerla casi soportable, incluso hermosa y digna, olvidamos de repente las muchas otras funciones en que, al final, volviendo solos a casa, pensamos todo lo contrario.
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Una subasta en Sotheby’s
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En Sotheby’s aún no se reponen de la emoción. El miércoles han vendido un Rubens por el precio fantástico de 49.5 millones de libras esterlinas. El resultado de la subasta, que ha tenido lugar en la sede londinense de la compañía, excedió infinitamente los cálculos de los expertos, que a primera vista habían evaluado el cuadro en unos cuatro, tal vez, seis millones. Fueron ridículamente conservadores, al fin y al cabo, no todos los días sale a la venta un cuadro de gran formato de Rubens. Tal vez pensaron que la presente agitación económica haría más reticentes y avaros a los compradores. O tal vez calcularon que Rubens, pomposo y grandilocuente, no se avenía bien con el gusto contemporáneo. Los compradores de arte, al parecer, prefieren a los modernos, particularmente a los impresionistas. Hasta el miércoles, los cuadros más caros del mundo eran casi sin excepción de esa escuela, de Renoir, de Cezanne, y sobre todo de Van Gogh, por cuyo Retrato del
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Doctor Gachet un desconocido negociante japonés pagó en 1990 toda una fortuna, 82.5 millones de dólares. Los cuadros de los viejos maestros, que aparecen infrecuentemente en las subastas, tratándose casi siempre de obras menores, bocetos, dibujos o tareas completadas por discípulos, se ofertan a precios más bajos. Este Rubens, una Masacre de los Inocentes pintada entre 1609 y 1611, ha llegado a Sotheby’s casi por azar, después de un largo y atribulado periplo por la historia. Creyendo que se trataba de una obra de Jan Van Den Hoecke, un discípulo del gran artista flamenco, un traficante de arte la vendió a una familia austriaca de Viena en 1920. La pintura fue exhibida en Dresde en los años 30, y luego permaneció colgada en las oficinas de su propietario, en Viena, hasta la primavera de 1945. Temiendo que el cuadro quedara sepultado en las ruinas de la ciudad, bombardeada por los Aliados, la familia lo trasladó a Salzburgo hasta el final de la guerra. Hecha la paz, el cuadro fue usado para adornar un nuevo negocio, una tienda de muebles, donde permaneció, tristemente subestimado, hasta 1973, cuando fue prestado al monasterio de Stift Reischerberg. El año pasado, los propietarios decidieron finalmente venderlo y llamaron a Sotheby’s para que se ocupara de la operación. La poderosa compañía subastadora envió a la campiña austriaca a George Gordon, uno de sus principales expertos. «El cuadro estaba colgado muy alto en una pared del monasterio», contó Mr Gordon a The Independent. «No lo podíamos ver adecuadamente, pero mi primera impresión es que se trataba de un cuadro de una gran calidad. Luego, en Londres, en la claridad y visto a nivel del suelo, resultó obvio que no era un Van Den Hoecke, sino... un Rubens». El cuadro, al ser descubierto a los posibles compradores, los dejó a todos boquiabiertos. Representa una escena bíblica, la masacre de los niños de Judea a manos de los soldados del rey Herodes. Tiene las virtudes y los excesos típicos de las grandes obras de Rubens, principalmente una luminosidad casi irreal, mística, reflejada en la piel de los vigorosos cuerpos desnudos. La composición es clásica y simple, el ritmo
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diáfano, con la recurrente diagonal marcada sin disimulo. El dibujo es virtuoso, el grupo de los combatientes tiene una densidad y un volumen apreciables, y toda la escena posee un dinamismo emocionante, aunque claramente exagerado. De acuerdo con Mr Gordon, la Masacre de los Inocentes marca el momento en que se inició el período barroco en el norte de Europa. El subastador, Henry Wyndham, anunció a los competidores que el precio inicial había sido fijado en 3 millones de libras. Alguien, tímidamente, sin convicción, solo para romper el hielo, ofreció 3.2 millones. Se oyó otra voz, subiendo la oferta a 3.8 millones. Hubo un instante de silencio. Mr. Wyndham escrutó la sala, los rostros de los compradores, crispados por la ambición. Atletas en sus puestos, esperando el disparo de arrancada. «Six millions!», gritó alguien, y fue como un relámpago. Los compradores parecieron perder la cordura, y empezaron a pujar, millón a millón, como si en ello les fuera la vida. Cuando ya los primeros compradores comenzaban a retirarse, vencidos, con el precio rondando los diecisiete millones, un individuo sentado en la primera fila, que había permanecido silencioso e impávido, esperando su oportunidad, rompió su mutismo y ofreció 18 millones. Otros compradores le aguantaron el pulso. Cuando el precio alcanzó los 25 millones, un nuevo competidor se incorporó a la lid, Sam Fogg, un conocido traficante de arte que actúa como intermediario para compradores que prefieren el anonimato. Mr Fogg recibió por teléfono instrucciones de un remoto, misterioso comprador, y ofreció 26 millones. Desde ese momento, aquel desconocido Creso, actuando a través de Mr. Fogg, y el discreto individuo de la primera fila se enzarzaron en una agónica porfía de la que los otros competidores, derrotados, se fueron retirando. El precio continuó subiendo imparablemente, y cada nueva oferta era coreada por el deslumbrado Mr. Wyndham. «Thirty six millions pounds!» «Thirty seven!» «Thirty seven million pounds!» El comprador de la primera fila hizo una última, definitiva oferta de 41 millones de libras. El cliente de Mr Fogg, cuya bolsa parecía inagotable, aguantó firmemente el golpe y ofreció un millón
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más. La puja parecía terminada, pero un último competidor, también actuando a través del teléfono, hizo un postrer acto de resistencia. En el salón, los dos intermediarios rivales se miraron severamente, mientras que en sus oscuros escondrijos, sus clientes sacaban cuentas y calculaban el próximo paso. La porfía había llegado ya muy lejos, la victoria tendría un precio casi impagable, la derrota constituiría una humillación muy cruel. En el último instante, la tensión en la sala era insoportable. Mr Wyndham se sentía a punto de perder la razón. El movimiento final fue minúsculo, diríase, dada la magnitud de la partida jugada. Mr. Fogg añadió unas 500 mil libras a la cifra cósmica de 49 millones. El comprador rival escuchó en el teléfono una frase corta, rápida y amarga de su cliente, apretó un botón para terminar la llamada, y quedó sentado, encerrado en una muralla de silencio. Mr Wyndham hizo la última advertencia. Nadie respondió. Los quinientos invitados permanecieron estáticos. «Gone!», gritó el exhausto subastador, y la sala estalló en aplausos. Toda la prodigiosa escena había durado unos escasos diez minutos.
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La identidad del feliz poseedor de la Masacre de los Inocentes continúa ignorada. Mr Fogg, por supuesto, no ha dejado la menor pista que pueda conducir a su cliente. La prensa ha señalado que en ocasiones anteriores, Mr Fogg ha actuado en representación de millonarios como John Paul Getty Jr, heredero de una gran fortuna petrolera, o Lord Thomson of Fleet, antiguo propietario de The Times, antes de que el viejo periódico cayera en poder de Rupert Murdoch. Interrogado acerca de si el público tendrá alguna vez la posibilidad de ver el cuadro, Mr Fogg declinó dar una respuesta afirmativa, y se limitó a asegurar: «Es posible que pueda ser visto en público otra vez». Sería una pena que obra tan magnífica se hundiera en la oscuridad de algún pequeño museo personal, en vez de ser justamente admirada por el público, que ahora, quizás como nunca antes, muestra una insaciable curiosidad por las obras maestras del arte mundial. Si alguna
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duda cabe de ello, bastaría como prueba el éxito que ha tenido la exposición «Matisse/ Picasso» en la galería Tate de arte moderno. A pesar de que la muestra se inauguró el 11 de mayo, hace ya dos meses completos, el público ha continuado acudiendo masivamente, a tal punto que los directivos de la galería se han visto obligados a ampliar el horario de admisión, y ahora en vez de cerrar a las seis de la tarde, que parecía hora muy temprana, sobre todo en estos días largos de verano en que la luz dura mucho, la exposición cerrará a las diez. Tate Gallery ha prometido que en la última semana de la muestra, en agosto, las salas estarán abiertas al público durante toda la madrugada, de manera que nadie pierda la oportunidad de ver los cuadros de Picasso y de Matisse y de hacer sus propias comparaciones. Semejante decisión solo había sido tomada antes una vez, por la Royal Academy of Arts, que en 1999 fue sitiada por una multitud ansiosa de ver la exposición antológica de Monet. Fue un espectáculo conmovedor el de aquella larga fila de entusiastas del arte, en Picadilly Circus, esperando pacientemente para ser admitidos. Casi 8 600 personas visitaron cada día la Royal Academy of Arts durante aquella celebrada exposición. Tate Gallery espera que al final de la muestra de «Matisse/Picasso», la hayan visto 400 mil personas, un triunfo popular semejante solo al que tuvo antes la exposición de Cezanne en 1996. No solo en Londres hay este fervor por las artes. En la modesta Newcastle se ha abierto en la medianoche de este último sábado la Baltic Gallery, un centro de arte contemporáneo instalado en un enorme edificio, antigua fábrica, a orillas del río Tyne. La remodelación del edificio ha costado al erario público una fortuna, unos 33 millones de libras, del total de 46 millones. Pero la inauguración ha sido triunfal, cinco mil personas hicieron colas para visitar la nueva galería, llamada la «Tate del norte», en su primera noche. Por cierto, entre las rocambolescas piezas de la imaginación artística contemporánea que los primeros visitantes ya han podido ver están las esculturas, dibujos e instalaciones de los cubanitos Los Carpinteros, residentes en Baltic, en la fría, oscura y lluviosa Newcastle,
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desde mayo hasta julio. Los cubanos, por lo visto, somos criaturas muy resistentes al ambiente. Pero eso no viene al caso. Lo que resulta llamativo es este desmedido interés del público por el arte más refinado y complejo, justo cuando los críticos daban por perdida la sensibilidad popular, estropeada por las malas escuelas y por la televisión. Lástima que cuando más atraído se siente el público por el arte, algunas de las obras más exquisitas producidas por el genio humano son virtualmente secuestradas por solitarios espectadores poderosos, como el nuevo dueño de la Masacre de los Inocentes. Los parlamentos del mundo, que rara vez hacen algo útil, deberían pasar una ley que obligara a todos los dueños de obras maestras del arte a exhibirlas públicamente al menos una vez al año, para bien de todos esos apasionados espectadores.
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Monet en el jardín, verano de 1926
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Se ha filtrado a la prensa el nombre del misterioso coleccionista que la semana pasada adquirió en Sotheby’s la Masacre de los Inocentes, de Rubens. Social comentó el suceso oportunamente, aunque con no poco enojo. El comprador no ha sido otro que el hijo y heredero de Lord Thomson of Fleet, quien ha presentado el cuadro como un obsequio a su padre. El antiguo dueño del distinguido periódico londinense The Times recibirá el portentoso regalo de su hijo David, tan pronto como éste encuentre un marco más apropiado para semejante obra maestra. El actual marco, una pieza de artesanía del siglo XVIII, ha sido descalificado por los nuevos propietarios como «muy estático». Un historiador de arte llamado Paul Mitchell ha sido encargado de buscar un nuevo marco digno de Rubens, según reporta el Toronto Globe and Mail, propiedad de los Thomson. Mr Mitchell, que hace gala de un lenguaje muy rebuscado, explicó la enorme importancia de su trabajo
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diciendo que «una pintura en un marco equivocado es como un auto rodando con tres cilindros». Más grave aún si tal pintura es la Masacre de los Inocentes, que Mr Mitchell, en plena efusión lírica, describió como «una producción colosal de la Twenty Century Fox». Aunque el destino de aquella obra magnífica es aún un tanto incierto, y no se sabe si Lord Thomson la donará o la prestará a una galería de Ontario o a la National Gallery de Londres, la curiosidad de los periodistas, esos canallas, ha quedado por el momento satisfecha. Sin embargo, no ha sido revelada todavía la identidad de otro enigmático coleccionista que apenas unos días antes de la subasta de la Masacre de los Inocentes, compró en Sotheby’s unas Nymphéas de Monet por la poderosa suma de 13 millones 481650 libras esterlinas, ni un penique menos. Tristemente, como el cuadro de Rubens, el de Monet se ha escurrido ahora de la vista del público. Tanto peor, porque esas Nymphéas, que pudieran estar entre las más hermosas y delicadas de las muchas pintadas por Monet durante unos largos treinta años, no han sido exhibidas públicamente desde el remoto 1925, cuando su autor todavía estaba vivo. En 1940, en los albores de la guerra, una familia de terratenientes compró el cuadro por un precio que ahora seguramente parecería una bagatela. Durante sesenta años, aquellas Nymphéas permanecieron en la colección privada de esa familia, en algún intrincado rincón de la campiña francesa. Brevemente han aparecido este verano en Sotheby’s y han vuelto a desaparecer. Quién sabe cuándo volverán a ser vistas.
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Los franceses tienen la fabulosa serie de Nymphéas del Musée de l’Orangerie de París, donada por el propio Monet a la República en 1922, así que esta solitaria pieza no les debe provocar mucha curiosidad. Otros grandes museos de Europa y Norteamérica han conseguido algunos ejemplares de la serie, de muy diverso valor. En Londres, la National Gallery y Tate Modern atesoran entre las dos una pequeña pero variada colección de
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Monet que invariablemente atrae la atención de los más despistados espectadores, a pesar de la notable competencia que le hacen otros cuadros. En la National Gallery, los Monet están muy cerca de muchas piezas admirables de Renoir, de Cézanne, de Degas, de Manet, y sobre todo del muy popular Van Gogh, ante cuyos Girasoles siempre se concentra una multitud de curiosos turistas o de miopes estudiosos. Este invierno, los Girasoles fueron prestados al museo Van Gogh de Ámsterdam, para tristeza de los visitantes habituales de la National Gallery, que lo extrañaron vivamente, como si se tratara de un viejo y querido amigo cuya ausencia desordena el mundo conocido. En efecto, la sala de los Girasoles parecía más pequeña y oscura sin aquella pieza. Ahora que la han reinstalado en su sitio, los espectadores que padecieron su ausencia se asombran ante la luminosidad que ha recobrado Girasoles. Van Gogh aquel rincón del museo. En el universo no hay ninguna estrella nueva que pueda producir luz más poderosa y cálida que la del amarillo en el fondo de los Girasoles, un amarillo apasionado, pero no hiriente, expansivo pero no chillón ni pegajoso, un amarillo tal que resulta más despejado que el blanco y, en el fondo, más ordenado y correcto que el azul. Y eso que el amarillo es un color majadero, irritable y mandón, que es mejor evitar si no se sabe cómo dominarlo. Éste es, sin embargo,
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un amarillo clásico, que ha envejecido bien, como el de algunos retablos religiosos medievales. Notablemente, las motas de naranja muy subido que son las corolas de los girasoles, le quitan al amarillo lo que tal vez pudiera tener de excesivo, lo moderan un tanto, lo apagan un poco, impiden que deslumbre, que corte la vista. El misterio de los Girasoles es tan prestigioso que hasta los neófitos se detienen ante el cuadro durante muchos minutos y balbucean algunas interpretaciones. Hace unos meses, la National Gallery le corrió una broma a esos cándidos espectadores. Instalaron una diminuta cámara de televisión junto a los Girasoles, de manera que en otra habitación, el público pudiera ver las expresiones que inadvertidos espectadores adquirían al ver la obra maestra de Van Gogh. El experimento resultó sumamente interesante, y la mar de divertido. En la habitación de los conspiradores, el público no podía contener las carcajadas viendo las reacciones de aquellos pobres aficionados al arte convertidos en involuntarios conejillos de indias. Mirando los Girasoles con ojos de expertos,haciendo muecas como si en vez de ver la pintura la estuvieran masticando, algunos espectadores con ínfulas de críticos hacían los más disparatados comentarios. Otros espectadores, con ojos de borregos y forzada sonrisa, escuchaban aquellos comentarios, y aprobaban en silencio, reconociendo su vergonzosa ignorancia. Una chica casi hundió la nariz en la pintura, tratando de descubrir la orientación y el ritmo de los brochazos. Varios estudiantes de arte copiaron el cuadro en sus cuadernos, disciplinadamente, durante largo rato. Turistas distraídos pasaron de largo, pero, luego, advirtiendo el cartel con el título del cuadro y el nombre del autor, regresaron a mirarlo mejor, como escolares atrapados en falta. Un tipejo se rascó plácidamente la oreja derecha frente a la cámara, y otro hurgó profundamente en su nariz. La cámara también filmó a un gigoló que, aunque aparentaba gran interés en Van Gogh, en realidad examinaba de reojo a las hermosas que a su lado inclinaban el busto para apreciar más profundamente la calidad de la obra. La escena era un tanto ridícula,
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pero revelaba cruelmente el régimen de esclavitud que padecen los espectadores comunes frente a grandes obras de arte, que no comprenden y que en ocasiones, francamente, les disgustan, pero que aparentan entender y aprobar para no pasar por ignorantes o díscolos. Naturalmente, no todos los espectadores fingían admiración. En la sala del experimento, los conspiradores veían en la pantalla los ojos de algunos espectadores en los que brillaban chispas de admiración verdadera, ojos que realizaban rápidos recorridos por el cuadro, viajando incansablemente de izquierda a derecha, de arriba abajo, del centro a los lados, describiendo interminables diagonales e imprecisas espirales, y luego bojeando alrededor del búcaro y las corolas de los girasoles. Los ojos recorrían el cuadro muy velozmente, pero a veces la mirada del espectador encontraba un obstáculo que no podía saltar con facilidad, y permanecía detenida un momento, tratando de rodear el obstáculo, o de amansarlo. Otras veces no era un obstáculo lo que detenía la mirada, sino que ésta llegaba a un punto de descanso, o bien a aquel lugar que había estado buscando tanto rato afanosamente, el punto magnético que generaba toda la poderosa atracción del cuadro. En esos ojos, bellísimos de inteligencia, la cámara oculta filmaba el reflejo repetido de los Girasoles, la misma imagen tan conocida, pero alterada, distorsionada, por los raros efectos ópticos de las pequeñas revelaciones espirituales, del asombro y el placer, de la incertidumbre y la gratitud. No todos los espectadores daban muestras de haber comprendido los Girasoles, algunos se iban haciendo una mueca de cansancio o de frustración. Desdichadamente, no se pudo saber qué entendieron los que se fueron con rostros de mucho contento, la cámara oculta no podía filmar esos oscuros pensamientos.
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Las Nymphéas de Monet que están en la sala contigua son acaso menos famosas que aquellos Girasoles de Van Gogh, y por esa razón podría decirse que la admiración que el público les profesa, aunque proporcionalmente menor, es más sincera. La colección Monet
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de la National Gallery, aunque ya se ha dicho que pequeña, es suficientemente representativa de la larga vida creativa del francés, aunque tal vez le falte, para completarla, algunos ejemplares de las series de la Catedral de Rouen y la de Venecia, y alguna obra del último período, siendo la más reciente que tiene el museo unas Nymphéas de fecha imprecisamente fijada después de 1916, una decoración casi abstracta, corrientes de amarillos, verdes, Le Bassin aux Nymphéas azules y rosados con muy difusa organización figurativa, atribuible tanto a los experimentos que Monet continuó hasta el final de su vida, como al grave deterioro de su vista. En la sala, en cambio, hay también cuadros de juventud, como Bañistas en La Grenouillère, pintado en el verano de 1869, en un establecimiento de baños en el Sena, al oeste de París, donde el joven Monet iba a pintar con Renoir. Al público parece que le atraen especialmente La Estación St-Lazare, la imagen borrosa de los trenes llegando y partiendo del viejo París de la belle epoque, y el melancólico La Pointe de la Hève, Saint-Adresse, una marina pintada al atardecer en una playa cerca de Le Havre, en 1864. Los ingleses, con curiosidad
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patriótica (¿pero no es la curiosidad antipatriótica?), se concentran frente a una de los paisajes londinenses de Monet, una vista de los palacios del Parlamento al atardecer, un día neblinoso de principios de siglo. Debe ser la nostalgia lo que conmueve al público, la nostalgia por ciudades que no existen ya, París, la de la belle epoque, Londres, el de la niebla en la que acechan los asesinos y los monstruos. El cuadro más admirado de Monet, sin embargo, es un Le Bassin aux Nymphéas, que en basto español sería El estanque de los nenúfares, uno de los muchos cuadros con el mismo nombre, pintados en el jardín de Giverny en viejos días felices. Es difícil decir qué atrae a los espectadores a una obra que parece a primera vista regular y convencional. Este Le Bassin... no tiene la riqueza colorista de otras representaciones del mismo lugar, la paleta es menos extensa y variada, con un predominio casi absoluto del verde. La perspectiva es totalmente frontal, el puentecillo japonés sobre el estanque corta en arco perfecto el cuadro un poco más arriba de la mitad, y toda la composición parece deliberadamente estática, organizada de la manera más ingenua y primitiva. En comparación, versiones de Le Bassin... en poder del Musée d’Orsay, de París, del Instituto de Arte de Chicago, o del Museo de Bellas Artes de Boston, pertenecientes a la misma serie realizada entre 1899 y los primeros años del nuevo siglo, son más inquietantes, visiones más agudas y sugerentes desde el punto de vista muy estricto de la técnica del arte. La atracción que ejercen estas Nymphéas de la National Gallery debe estar relacionada con la larga búsqueda de las impresiones fugaces, cambiantes, de la luz en el paisaje natural, una obsesión que ocupó a Monet toda su vida, y que le hacía pintar el mismo lugar muchas veces, como si se tratara de un lugar distinto cada vez que la luz cambiaba, cada cinco o diez minutos. La preocupación de Monet por los cambios de la luz y la forma en que afectaban el resultado de la impresión era tan notable que incluso a otros pintores su sensibilidad les parecía exagerada. Degas contaba a quien quisiera oírlo que una vez había visto llegar a Monet todo agitado a la playa en
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Varengeville. Monet descendió del carruaje, miró al cielo y exclamó: «¡Media hora tarde! ¡Tendré que regresar mañana!». Su persecución de las impresiones escurridizas, de los instantes irrepetibles, de los juegos interminables de la luz, llegó a alcanzar un ritmo frenético. El mismo Monet le contó al Duque de Trevise sus aventuras con el tiempo y la luz. «¡Yo creía que dos telas serían suficientes, una para el tiempo gris, y otra para el sol! Por entonces, yo estaba pintando unos almiares que me habían llamado poderosamente la atención, formaban un magnífico grupo. Un día, vi que mi luz había cambiado. Le dije a mi hijastra: Ve a la casa, si no te importa, y tráeme otra tela. Ella me la trajo, pero un rato después la luz era de nuevo diferente. ¡Tráeme otra! ¡Otra más! Yo trabajé en cada tela solo mientras duró el efecto que buscaba. No es difícil de Monet comprender». Cuando Kandinsky, unos años más tarde, vio aquellos paisajes de los almiares, en una exposición en Moscú, quedó absolutamente deslumbrado. «Lo que quedó absolutamente claro para mí fue el inesperado poder de la paleta, que sobrepasó todos mis sueños», contó Kandinsky. «La pintura alcanzó una fuerza y un esplendor fabulosos. Y al mismo tiempo, inconscientemente, el objeto quedó desacreditado como elemento indispensable de la obra». En las largas series de Monet, la de los almiares, la de los álamos que pintó navegando en un bote por el río Epte, la de la Catedral de Rouen, y sobre todo, las del jardín de Giverny, el objeto de representación, el paisaje, no tiene una especial importancia narrativa, no es el que organiza el discurso, el que lo determina y lo orienta, sino que él mismo es transformado en lenguaje, con el que se describe lo que en última instancia resulta el verdadero objeto pictórico, la impresión,
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el instante. La habilidad y la sensibilidad de Monet resultan tanto más apreciables cuando el espectador puede juzgar las series enteras, o gran parte de ellas, en lugar de las piezas aisladas. No es que el objeto de representación, el paisaje, fuera indiferente. Monet tuvo exquisito cuidado en la selección de sus paisajes, bucólicos o urbanos, eran indispensables, al parecer, para la calidad de la luz, para su claridad y profundidad, para la belleza frágil, el realismo, de la impresión del tiempo. Tanto eran importantes las locaciones, que la obra de su vida fue la doble creación del jardín de Giverny, como espacio real y como paisaje, como hábitat y como arte. Solo Dios ha hecho antes lo mismo, quizás, aunque en mayor escala.
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Monet descubrió Giverny, una pequeña villa en Normandía, en el valle de los ríos Ru y Epte, en la primavera de 1883. Había recorrido incansablemente toda la región buscando un sitio a donde huir de Poissy, la villa donde se había asentado con su familia dos años antes, y que sin embargo, había terminado por detestar, su paisaje, su luz, cada una de sus casas. Se mudó a Giverny con su extensa familia, los dos hijos de su primera esposa, y los cuatro de Alice Hoschedé, la mujer que había cuidado de Camille Monet en su lecho de muerte y que se convertiría en la segunda esposa del pintor, en su aliada y protectora durante treinta años. Los Monet encontraron la casa y el jardín de Giverny muy descuidados, un conjunto burgués, sin imaginación ni encanto alguno. Solo unos tilos, y una pareja de tejos a la entrada del camino, complacieron al pintor y a Alice Hoschedé. Hasta el final de su vida, Monet trabajaría incansablemente en el jardín, tratando de alcanzar el punto exacto en la densidad del color y en la textura del conjunto, cuidando hasta los más nimios detalles, que en la contemplación profana como en la pintura debían producir muy bien determinados efectos. Monet empezó a trabajar en el jardín con sus propias manos, pero cuando aquel floreció plenamente y no pudo dar abasto, recabó la ayuda de lo que
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llegó a ser un pelotón de jardineros, cinco, sin contar a su jefe, Félix Breuil, un artista él mismo en su oficio. El resultado fue tan espléndido que la fama del jardín se expandió mundialmente junto con la de Monet, y atrajo a Giverny en los últimos cristalinos años de paz antes de la Gran Guerra a una legión de artistas, diletantes y curiosos. Después de ver el jardín, Albert Kahn comentó: «Uno puede entender cómo tan gran jardinero se convirtió en un gran pintor». Todavía hoy, después de algunos años de abandono, el jardín de Monet puede ser admirado tal como era a principios del siglo XX. La Fondation Claude Monet abre el jardín al público durante unos nueve meses cada año, e incluso, le permiten a algunos pintores, previa solicitud, que realicen algunas obras en el lugar. No es extraño que muchos jóvenes pintores acudan a instalar su atril frente al estanque de los nenúfares, le bassin aux nymphéas, y se afanen escudriñando el misterio de aquel lugar y las mil gradaciones de la luz que solo el ojo de Monet («Monet es solo un ojo, pero, oh, Dios, ¡qué ojo!», dijo Cézanne) parece que podía captar. Los espectadores ilustrados en la National Gallery, frente a Le Bassin... sueñan con un día de sol en aquel jardín, un día de verano, se ven caminando por el paseo a la salida de la casa familiar, ceñido por capuchinas, girasoles, margaritas, campanillas, dalias, espuelas de caballero, ásters y una profusión de rosas trepadoras colgando de los arcos de metal del parasol. La ilusión de los espectadores continúa, se ven atravesando le Chamin du Roy, el camino real, y la línea del tren, («¡Monet tiene su propio tren!», se asombró Clemenceau) y siguiendo luego la ruta alrededor del estanque, el paseo que en primavera queda rodeado por filas de lirios, y que ahora custodian grandes y nutridos rosales y peonías del Japón, y aquí y allá cubren sauces llorones inclinándose lánguidamente sobre el agua. El estanque está cubierto de frágiles nenúfares africanos, como en los cuadros, pequeñas manchas rosadas en un tapiz verde, azul muy oscuro y negro. El paseo termina en el puentecillo japonés, a la sombra de los sauces, los fresnos, y los danzarines bambúes, desde donde
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el visitante puede mirar el agua como la pintó Monet en muchos cuadros, en plano picado, sin cielo, sin horizontes, sin orillas, sin perspectiva alguna, el agua donde un observador despistado solo vería los nenúfares dormidos en los islotes de sus hojas, la sombra de los árboles y de sí mismo, y el fondo lúgubre y espeso, y en el que Monet, sin embargo, vio el tiempo pasar, y la muerte. En la colección de Madame Verneiges hay una fotografía de Monet en el jardín de Giverny, junto al estanque, en el verano de 1926, su último verano. Un día de pleno sol, el jardín en silencio, en el agua del estanque flotaban los nenúfares abiertos. Monet se ha quedado dormido. Sueña que está otra vez haciendo uno de aquellos insistentes viajes en tren, en 1883, buscando un lugar a donde huir de la horrible Poissy. En el sueño, el joven Monet se pierde, y llega a la estación de un lugar desconocido. En la pizarra no anuncian ningún tren. Monet ha olvidado a dónde se dirige, tiene la impresión de que alguien ha debido esperarlo en la estación, pero no recuerda quién, ni sabe a qué lugar iba a ser conducido. Llama a la ventanilla de los boletines. Lo atiende un viejo, el mismo Monet, pero envejecido, ruinoso, cegato, el Monet de 1926. «Si no puedes ver los nombres en la pizarra, entonces no pasará ningún tren a recogerte», dice el viejo al joven Monet. «Solo podrás marcharte
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de aquí cuando veas el nombre de algún sitio en la pizarra, no hay otra manera de saber hacia dónde vas. También podrías tomar otro tren, pero eso es complicado». El joven Monet regresa al banco. El viejo llega hasta él y se sienta a su lado. «Ánimo, es fácil, solo necesitas saber el sitio exacto al que deseas llegar». «Usted, al parecer, siempre lo supo». «Me costó, pero al final lo supe. A esta estación». Monet despertó. Muchos años más tarde, en una ciudad remota, un joven hermoso y melancólico escribiría esa historia de la estación sin saber que Monet ya la había soñado. El viejo pintor miró el jardín con sus ojos neblinosos, que después de la operación de cataratas, tres años antes, teñían el paisaje de un azul inexplicable. Monet había vivido demasiado. Había visto morir a Alice Hoschedé, a su hijo Jean, a su hijastra Suzanne. Era el sobreviviente de una generación ya extinguida, a lo largo de los años había recibido las noticias sucesivas de las muertes de Cézanne, de Pisarro, de Rodin, de Degas, de Renoir. Había visto la Gran Guerra, que ahuyentó de Giverny a la pequeña colonia de artistas y diletantes atraídos por su fama y la de su jardín. Ya no podía confiar en sus ojos, y estropeaba las obras que retocaba. Tenía un grave sentimiento de decepción por su propio arte. A su amigo Durand-Ruel le había confiado unos años antes: «Yo sé de antemano que vas a decir que mis pinturas son perfectas. Sé que cuando sean exhibidas van a ser muy admiradas, pero a mí no me importa, porque yo sé que son malas. Estoy seguro de eso». La mirada de Monet se hundió en el agua, herida por la luz de sol que se filtraba entre los sauces. Recordó su desesperación juvenil, tratando de atrapar la luz. «¡El sol se mueve tan rápido que no lo puedo seguir!». Nadie puede, en efecto. Alguien, que se había aproximado sin hacer ruido, tomó una fotografía del pintor meditando. «No importa el tren que tomes», pensó Monet, «cualquiera que tomes te sirve para llegar al sitio donde vas, el sitio donde vas a morir». Monet murió en Giverny, el 5 de diciembre de 1926. El jardín estaba aquel día devastado por el invierno, pero Monet murió, es de presumir, en el jardín que había
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pintado incansablemente, en el de Le Bassin aux Nymphéas. Muchos largos años después, en la National Gallery, los espectadores escudriñan Le Bassin..., examinan la gama de colores, estudian la orientación, el ritmo, la intensidad y la longitud de los brochazos, comparan los efectos ópticos a corta y a larga distancia del cuadro. Pero eso es pura técnica. Quién podría decir qué parte de esta historia atrae su atención y su ternura.
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Un juego de pelota en Londres
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Los ingleses no saben nada de pelota. Ni siquiera saben que ellos, los ingleses, fueron los primeros campeones mundiales, vencedores en aquel raquítico primer campeonato mundial de aficionados, en 1938, en donde tan solo se presentó otro equipo a disputarles el título, Estados Unidos. Una misteriosa Federación Británica de Béisbol, de la que nadie ha oído jamás hablar, organiza pacientemente los campeonatos nacionales desde 1890, casi sin interrupciones apreciables. Por desgracia, la prensa no le dedica ninguna atención a tan agitados eventos, cuya calidad no nos atrevemos a imaginar. En el campeonato del 2001, los feroces Bucaneros de Brighton destronaron a los temibles Guerreros de Londres, que les habían arrebatado el título el año anterior. Es muy loable el entusiasmo de esos aficionados británicos al béisbol, que no son muchos, pues según la propia Federación el número de jugadores registrados en todo el Reino Unido es de solo dos mil. Es muy
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probable que los campeonatos transcurran en la mayor intimidad, con un público compuesto casi exclusivamente por familiares y amigos de los jugadores, sin bullicio, ni insultos, ni discusiones virulentas, ni enfermiza rivalidad. Esos juegos de pelota del campeonato británico deben ser casi como bailes de la corte, todo cortesías y zalemas elegantes. Ningún jugador blasfema, ninguno gargajea, ninguno se soba procazmente la entrepierna. ¿Habrase visto jamás forma más insípida y aburrida de jugar a la pelota? Deberíamos invitar a los Bucaneros de Brighton a realizar en Cuba una demostración de civilidad beisbolera. Definitivamente, los ingleses no saben nada de pelota.
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Tanto más extraño que entre las obras más aplaudidas esta temporada en los teatros del West End londinense aparezca una de béisbol, Take Me Out, que esta semana ha cerrado triunfalmente sus presentaciones en el Donmar Warehouse el teatro que dirige San Mendes, famoso por American Beauty. Cierto, el Donmar es un teatro pequeño, que no es difícil llenar. Pero sus producciones, originales, riesgosas, siempre rigurosas e interesantes, han otorgado a la salita notable prominencia en el itinerario de los aficionados al teatro dramático en Londres, que, pueden creerme, son muchos más que los aficionados al béisbol. El éxito de Take Me Out ha sorprendido a algunos críticos, y acaso podría decirse que los ha ofendido. Michael Billington, en The Guardian, declaró que el estreno mundial de una obra sobre béisbol en la menos beisbolera de las ciudades, Londres, «da la medida de nuestra infatuación con Estados Unidos». Billington apuntó, amargamente, que era difícil imaginar que un teatro de Nueva York devolvería el cumplido «estrenando una obra sobre críquet». Su colega del fraterno The Observer, Sussanah Clapp, fue más generosa, y reconoció que incluso a ella, «la menos interesada en el juego y en los jugadores», Take Me Out la había convencido de que «el béisbol puede ser una obsesión, y un juego que puede estar lleno de significado». Es lo mismo que yo trato de explicarle
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a algunos amigos a los cuales la simple mención del béisbol les provoca arcadas de asco. Estos amigos creen que el béisbol es fastidioso, demasiado estático, lento, exageradamente complicado y carente de belleza atlética. Algunos incluso creen que el juego de pelota, que exalta la fuerza bruta de los sluggers, la picardía de los robadores de base, el poder arrogante y solitario de los pitchers, y la feroz guerra de vanidad por el liderazgo en los averages, es una pequeña antología de los peores rasgos de nuestro carácter nacional. No les falta razón. El béisbol es un deporte lleno de vicios. Pero aún así, lleno de vicios, injusto, trágico, a veces brutal, debo admitir que me sigue fascinando.
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Aunque quizás ya no tanto como en aquellas viejas noches de la adolescencia, en la Lenin. (La Lenin fue en una época, y tal vez todavía es, no podría asegurarlo, uno de los mejores internados de Cuba). En las noches de la Lenin, cuando se apagaban las luces en los albergues, y los profesores se retiraban, la vida continuaba secretamente, los muchachos adquirían una libertad limitada, frágil, siempre a punto de ser cancelada otra vez por el regreso inesperado de un profesor, pero Alumnos de la Lenin libertad al fin, que en el régimen de disciplina casi militar que regía en la escuela, era la posesión individual y colectiva más preciada. Aquella libertad tenía clásicos defectos, la anarquía, la falta de ley, el abusivo imperio de los más fuertes, la desprotección de los más débiles. Ah, pero era mil veces preferible a la persecución de los directores, que imponían castigos por cualquier minucia, a los varones
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por tener el pelo ligeramente largo o los pantalones muy estrechos, a las muchachas por tener las medias caídas o por lucir en el pelo hebillas de otro color que los colores nacionales. La escuela funcionaba con la precisión de un reloj suizo, y los muchachos estaban siempre corriendo para llegar a tiempo a todas partes, al acto matutino, a la lectura del periódico, al comedor, a la clase de Español, al laboratorio de Biología o al de Física. Por los altavoces, los profesores y directores daban continuas instrucciones. «Son las seis y cuarto de la mañana...», tronaba una voz en el silencio del amanecer. «¡Es hora de levantarse! ¡Va a comenzar la gimnasia matutina!». Luego: «¡Quedan dos minutos para comenzar el matutino! ¡Todos los estudiantes deben dirigirse al área de formación!». O bien: «¡Son las ocho menos cinco! ¡Todos los estudiantes deben dirigirse a la plaza de formación para ver el noticiero!» Por la noche, al fin, a las diez y cuarto, al apagarse la luz en los albergues, los muchachos disponían de ocho horas enteras para ellos mismos, y siempre que no se enteraran los profesores, podían hacer lo que les placiera. Había, sin embargo, pocas distracciones que animaran aquellas largas noches. La noche del domingo, el día en que los muchachos volvían a la escuela después del pase de fin de semana, noche triste y nerviosa, de sábanas limpias y frías. La noche del lunes, pesada, densa, el fin de semana parecía inalcanzable, cinco días parecían tanto como mil años. La noche del martes, noche de brujas, lo peor siempre pasaba un martes. La noche del miércoles, abierta y brillante, el fin de semana comenzaba a vislumbrarse en el horizonte. La noche del jueves, noche de recreación, caótica y festiva, que era a veces antesala de la libertad plena, cuando tocaba pase el viernes, cada quince días. La noche del jueves era la mejor noche, los muchachos podían bailar, y para los que no bailaban, en el cine de la escuela pasaban películas rumanas, checas y polacas, que parecían filmadas por los camaradas Ceausescu, Husak y Jaruzelsky en persona, tan aburridas eran. Finalmente, la noche del viernes, en las semanas largas, cuando el pase tocaba el sábado, noche despejada y feliz, no había
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que preocuparse por entregar tareas al día siguiente, y los muchachos podían terminar de comer los restos de golosinas, carne enlatada o frutas que habían traído de sus casas el domingo para atenuar el hambre cruel de toda la semana. Las noches eran largas, todo lo largas que pueden ser las noches en esa bendita edad, electrizadas por la tensión del crecimiento, de la temprana adultez, por feroces, mal satisfechos apetitos sexuales, y por los muy grandes conflictos de la delicada política social de los grupos juveniles. En los albergues de varones había largas conversaciones clásicas sobre mujeres. Es de imaginar que en los albergues femeninos había igualmente largas conversaciones sobre hombres, aunque tal vez más recatadas, y con un lenguaje más depurado. Algunos muchachos contaban sus aventuras, los avances que iban realizando en la exploración de los cuerpos de sus novias, algunas de las cuales al fin consentían en ir hasta la Loma del Cake, un montecito en las inmediaciones de la escuela donde tenían lugar continuamente iniciaciones y desvirgamientos. Algún día se colocará un monumento recordatorio en la Loma del Cake, que era, además, sitio donde se dirimían duelos de honor, o donde se refugiaban los ladronzuelos que se robaban la merienda del grupo, casi invariablemente masarreal o torticas, aunque a veces había marquesitas o pie de guayaba. En las noches, la tensión en los albergues podía rápidamente degenerar en peleas, o era descargada sobre unos pocos desgraciados, los débiles, los afeminados, los díscolos, todos los que no encajaban en aquella pequeña sociedad que replicaba tristemente los prejuicios, el desorden y los crímenes del mundo de los adultos.
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En aquellas noches, la pelota, que escuchábamos en un radiecito Juvenil 80, orgullo de la industria nacional, era el entretenimiento mayor, y el único punto de contacto con el mundo exterior de aquellos niños náufragos, el único contacto con la vida que transcurría fuera de la escuela y que no terminaba a las diez y cuarto sino que se prolongaba felizmente
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toda la noche y hasta la madrugada. Quizás ahora ya la pelota no me fascina tanto como en aquellas noches de la Lenin, pero entonces me parecía que el centro del mundo estaba en el estadio Latinoamericano, o en cualquier otro estadio donde estuvieran jugando los Industriales, un sitio lleno de luz y de calor humano, de angustia y de placer, distante a mil años de nostalgia de la caverna lúgubre que era la escuela cuando se apagaban las luces. Desde algún rincón de Cuba nos llegaban a la escuela todas las noches, a mediados de los candorosos años ochenta, las voces de Armando Fernández Lima y Ángel Miguel Rodríguez, la pareja de narradores de COCO, que era la mejor del país, mejor en todo caso que la dupla de Radio Rebelde, a la que siempre le sospechamos velados sentimientos antindustrialistas. «¡Sssssstriiiike caaantadoo, lo rrrrretrataron en el home play!», gritaba Ángel Miguel, y si el ponche lo había propinado un pitcher de Industriales, el albergue estallaba de emoción, con excepción de los impopulares seguidores de Vegueros o de Villa Clara, u, horror mortis, de los abominables santiagueros, colados entre aquella jauría de habaneros sectarios. En la Lenin vivimos Home apasionadamente todos los grandes acontecimientos beisboleros de la época, el más feliz de todos, la victoria de Cuba en el campeonato mundial del 88, cuando en la situación más desesperada contra Estados Unidos, Lourdes Gourriel empató el juego con un jonrón, y luego nuestro héroe, Lázaro Vargas, conectó el hit del triunfo definitivo contra los yanquis. El momento más triste fue
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la final del fatídico campeonato del 89, cuando en el noveno inning del último juego, en el Guillermón Moncada de Santiago de Cuba, con las bases llenas y dos outs, el gran Euclides Rojas dio un pelotazo a Juan Manrique y los Industriales perdieron un título que habían merecido ampliamente. Año tras año, los Industriales nos decepcionaban cruelmente, pero sin remedio volvíamos a enrolarnos en su causa cuando comenzaba la nueva temporada. Aquel era el Industriales mágico que había ganado el campeonato del 86 con el jonrón de Marquetti, un momento tan hermoso que fue mejor que en las películas de béisbol. Industriales, después, perdió todos los campeonatos, pero siempre jugando con más elegancia, clase y precioso estilo que sus bastos y deslucidos rivales, y eso nos proporcionaba algún consuelo. Aunque al final se derrumbaran, los Industriales nos alegraban las noches de la Lenin cuando realizaban alguna estupenda jugada, tal vez un doble play de Juan Padilla y Germán Mesa, tal vez una atrapada de Javier Méndez en el jardín central, que nosotros no veíamos, pero que en la descripción de Fernández Lima o de Ángel Miguel Rodríguez parecía aún más hermosa que en la realidad. Ahora Industriales es un equipo anémico, decrépito y arruinado. Pero todavía yo les guardo respeto y una profunda, aunque dolida, lealtad.
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En la Lenin el deporte más practicado no era el béisbol, que es tan difícil. Los partidos de béisbol en las competencias de la escuela eran aburridísimos, los pitchers regalaban continuas bases por bolas, y los errores ocurrían a tutiplén. En cambio, los partidos de fútbol o los de baloncesto, más fluidos y despejados, resultaban muy emocionantes y atraían grandes concurrencias. A veces, los muchachos jugaban algunas variantes más fáciles del juego de pelota, el cuatroesquinas, o el taco. Allá por el 89, yo jugaba al taco con R., cuya ineptitud deportiva era proporcional a la mía, por lo que nos repartíamos triunfos y derrotas. R. era un muchacho orgulloso y huraño, incluso algo arrogante, aunque
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en realidad bajo aquella capa de soberbia hubiera miedo y confusión. Un día desdichado cayó en poder de algún chismoso el diario de R., en el que este, con un candor exquisito, contaba sus aventuras homosexuales en la ciudad, los fines de semana. Un tribunal masculino se reunió de emergencia para juzgar a R. sumarísimamente, y aconsejó al pobre abandonar la escuela antes de que los otros varones del albergue lo atraparan y le dieran una feroz paliza, que era la forma habitual en que casos semejantes eran ventilados. El consejo, en realidad, era un dictamen de expulsión deshonrosa, incluso viniendo de mi grupo, que era una banda de noblones, buenos muchachos que vivían en paz, estudiaban desganadamente, quemaban todos los días para impresionar a las bellas con sus abultados músculos, y discutían con agitado interés todas las nuevas noticias que llegaban de la perestroika soviética, que por entonces era el tema de mayor atracción después del sexo y del béisbol. Todo en aquella época, el sexo, la política Fidel y Camilo en un juego de pelota y el béisbol, estaba mezclado. Cuando Mijail Gorbachov paseó en triunfo por Rancho Boyeros, nuestra escuela acudió a saludarlo, pero nosotros llevamos nuestro radiecito para escuchar la transmisión de un insignificante juego entre Ciudad de La Habana y Camagüey, que entonces nos parecía tan trascendental como la amistad cubanosoviética. Dados los acontecimientos posteriores, no nos faltaba razón. R. se fue, evitando
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al menos la suerte fatal de otros desgraciados que se fueron de la escuela medio muertos, después de pasar por las manos de un pelotón de torturadores, sus propios compañeros. Dondequiera que R. esté, ojalá que no nos haya perdonado.
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Es curioso que en Take Me Out (¿se acordará el paciente lector de Take Me Out, el verdadero tema de esta crónica?) el hecho que desencadena el conflicto dramático sea precisamente que el protagonista, Darren Lemming, uno de los mejores jugadores de las Grandes Ligas, líder de los Empires, gran bateador, admirado por sus compañeros, adorado por el público, un formidable héroe moderno, revele de repente que es homosexual. Curioso, porque los jugadores de béisbol, pura testosterona y soberbia machista, no parecen, a primera vista, personajes propios de una historia de confusiones sexuales. Este detalle, seguramente, explica el interés que la pieza ha despertado incluso entre espectadores completamente ignorantes de las reglas del béisbol. Por fortuna, Darren Lemming, interpretado enérgicamente por Daniel Sunjata, no es el típico héroe de tanta mediocre y obsesiva literatura gay, sino un carácter vigoroso, pleno, desafiante y viril, que no atraviesa crisis de identidad sino políticas, de relaciones sociales. «Yo voy a tener sexo, y lo voy a hacer porque soy rico y famoso y talentoso y bien parecido, así que es ley que lo haga», proclama Lemming. «Preferiría hacerlo con un hombre, pero, en realidad, cuando todo esté dicho y hecho, preferiría más bien jugar béisbol». Un amigo le da un consejo a Lemming, que parece tan seguro de sí mismo: «Hasta que no ames a alguien no conocerás tu propia naturaleza». Ese consejo provocará finalmente una tragedia, un crimen en pleno terreno de béisbol, un pelotazo mortal lanzado contra la cabeza de un bateador. ¿Accidente? ¿Asesinato? El autor de Take Me Out, Richard Greenberg, y el director, Joe Mantello, se toman casi tres horas para aclarar ese misterio. Tres horas es mucho tiempo en el teatro, y Take Me Out, después de un primer acto brillante, en el
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que las acciones alcanzan un ritmo mucho más veloz y excitante que el del propio béisbol, se prolonga demasiado en el segundo acto y languidece francamente en el tercero. La atención de los espectadores no decae tanto gracias la imaginativa recreación de los escenarios de la acción, los vestuarios del estadio, las duchas, la televisión, una habitación cualquiera y sobre todo, milagrosamente, el mismo terreno de béisbol, un teatro dentro del teatro. También habría que agradecer las actuaciones de todo el reparto, actores que el público ha visto antes haciendo papeles menores en algunas estupendas series norteamericanas como Sex and the City, The Sopranos o NYPD, pero que nadie recuerda. En particular, son muy apreciables las actuaciones de Neal Huff, que interpreta a Kippy Sunderstrom, el jovial narrador, amigo de todos, tolerante y bondadoso, que tendrá al final mayor implicación en los hechos de lo que parecía al principio, y la de Denis O’Hare, en el papel del Mason Marzac, el agente de negocios de Darren Lemming, homosexual contenido y renuente, con los nervios a flor de piel y el corazón brincándole en el pecho cada vez que el titánico Lemming lo mira a los ojos o le roza la pierna. O’Hare, generoso en sus emociones y en sus gestos, tiene el mejor momento de la noche cuando pronuncia el largo monólogo de Marzac acerca del significado del béisbol. Después de todo, Take Me Out es solo un pretexto para la celebración del juego, y si algún espectador estaba más interesado en discutir políticas sexuales y no en el misterio del béisbol, debe haber salido decepcionado. No en balde, en el programa de la función fue incluido un glosario de términos técnicos del béisbol que a los cubanos nos resultan muy familiares pero que los ingleses desconocen totalmente. Take Me Out es una historia de amor, pero no entre hombres, como pensaron muchos despistados, sino de los hombres con el juego. «El béisbol es el verano, limonada y mi papá», declara nostálgicamente un personaje. Pero Mason Marzac, que no juega, es el que mejor lo explica. Cuando el enfurecido Lemming quiere abandonar el béisbol, Marzac se horroriza. Su vida, le explica
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Marzac a su cliente, ha quedado transformada desde que asiste a los partidos. Antes no sabía las reglas, ahora toda su vida pende de un out o de un hit. «La vida es tan corta, y tan ordinaria... tú me has sacado de ese hastío», le dice Marzac a Lemming, pero esa declaración de amor no está dirigida al hombre hermoso, sino al glorioso jugador. «El béisbol», dice Marzac-O’Hare, arriesgadamente, «es una metáfora de la esperanza en una sociedad democrática». Suspira, y explica: «En el béisbol, todo el mundo tiene una oportunidad, y la posibilidad de sacar el mayor partido de ella». Es cierto, de alguna forma, el béisbol es una alegoría de la delicada relación de equilibrios entre el individuo y el grupo, la victoria es una realización colectiva, pero la contribución de cada quien está claramente marcada, se sabe quién jugó bien y quién cometió errores fatales. Cada uno tiene derecho a gozar por un instante de toda la atención, cuando le toca el turno de batear se convierte en el jugador más importante. Depende de él aprovechar ese instante, alcanzar la gloria, o bien, si falla, hundirse en la oscuridad y el olvido. Pero el béisbol es un juego de permanente optimismo. En el béisbol, «nunca es demasiado tarde», dice Lemming en algún momento, hasta que no termina el juego no desaparece la ilusión de la victoria. «Es lo mejor de todo», admite también Marzac, «en el béisbol no hay reloj». Siempre queda una oportunidad para la redención, individual y colectiva, un jugador mediocre y despreciado puede un día salvar un juego, y un equipo debilucho puede ganarle con irritante frecuencia al equipo campeón. Debe ser por eso que el béisbol fue tan importante para nosotros en las viejas noches de la Lenin. Ahora, precisamente cuando los recuerdos de la Lenin se han vuelto al fin más tolerables, mi interés por la pelota se ha atenuado, sigo los campeonatos más distraídamente y no albergo vanas esperanzas en una resurrección de los Industriales. Pero todavía, cuando el campeonato termina, siento brevemente la misma sensación de abandono, de repentina soledad y desprotección, de hastío y desinterés por la vida cotidiana, que sentía en la Lenin cuando
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se terminaban los juegos al final de la primavera, los jugadores se iban de vacaciones y la radio callaba. «Ah, ¿qué vamos a hacer hasta la próxima temporada?», exclama Marzac al final de Take Me Out. Esa misma pregunta me hacía yo, al sacar la cuenta de que todavía faltaban dos meses para el fin de curso y muchas largas noches vacías.
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El gabinete anatómico del profesor Gunther Von Hagens
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La noche del lunes, noche de obstinado hastío, se ha vuelto más hospitalaria desde que el canal 4 transmite Six Feet Under , la historia agridulce de una familia de Los Ángeles dedicada a la más triste de las ocupaciones, los funerales. La serie ha sido creada por el mismo equipo de la espléndida American Beauty, y la ha producido HBO, la compañía norteamericana responsable de otros clásicos modernos como Sex and the City y The Sopranos. La nueva serie ha recibido un aluvión de nominaciones para los Premios Emmy, aunque algunos observadores auguran que cederá el premio principal, el de mejor serie dramática del año, a la también magnífica The West Wing, basada en las peripecias de un ficticio Presidente de los Estados Unidos en el laberinto político de la Casa Blanca. La razón de este pesimista vaticinio no es favoritismo político ni patrioterismo, puesto que no podría encontrarse Presidente más distinto al real que aquel que interpreta Martin
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Sheen, un demócrata liberal, progresista y concienzudo, talentoso y honesto. Six Feet Under perderá, según los observadores de los Emmy, porque el jurado no querrá premiar a una serie que cada semana enfrenta al público con la idea casi insoportable de la muerte, no la muerte romántica, la de Romeo y Julieta, la de Marguerite Gautier; no la muerte heroica, la de Sigfrido, la de Roldán, la de los soldados rojos en las novelas soviéticas; no la muerte filosófica, severa y reflexiva de Don Quijote, de Julián Sorel, de Oppiano Licario; ni la muerte justiciera de Clitemnestra, de Ricardo III, de Macbeth, de Fausto; ni la muerte inexplicable y vacía de José K.; ni la puntual muerte anunciada de Santiago Nassar; ni siquiera la muerte objetiva y Series HBO multiestadística de los libros de historia; o la muerte pedagógicamente correcta, cautelosa y aséptica, de los documentales científicos; o la muerte pirotécnica y calidoscópica de las películas de acción; o la muerte-obra de arte, muerte escultórica, hermosa, fría y perfecta, de las momias egipcias o andinas; o la muerte-panfleto revolucionario, la de Lenin, la de Ho Chi Minh; o la muerte de los mártires, volitiva y germinal, la de Jesús, la de San Pedro, la de Martí, la de los oscuros torturados; tampoco la pacífica muerte burguesa que llega durante el sueño; ni la muerte repentina, ciega y cruel de las víctimas de un asesino enloquecido; ni la muerte repulsiva, pegajosa y tenaz causada por las plagas; ni la de los hospitales, que huele a inyecciones, a líquidos antisépticos, a sonrisa de enfermeras; no la muerte que según Hans Castorp en La
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Montaña Mágica, «es, por una parte, una cosa de mala fama, impúdica, que hace enrojecer de vergüenza; y por otra parte es una potencia muy solemne y muy majestuosa (mucho más alta que la vida riente que gana dinero y se llena la panza; mucho más venerable que el progreso que fanfarronea por los tiempos) porque es la historia, y la nobleza, y la piedad, y lo eterno, y lo sagrado, que hace que nos quitemos el sombrero y marchemos sobre la punta de los pies»; no, ninguna de esas piadosas falsificaciones, sino la muerte como es a los ojos de los artistas funerarios que maquillan los cadáveres para una última triste exhibición, un suceso trivial y repetitivo, ferozmente aburrido, un acontecimiento perfectamente normal, diáfano y cotidiano, irrelevante y sin ningún profundo significado.
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El terror y la repugnancia invencibles que provoca la muerte, explican la agitada recepción que recibió en Londres la exposición del gabinete anatómico del profesor Gunther Von Hagens. El Departamento de Sanidad intentó hasta el último minuto prohibir la muestra, invocando la Ley de Anatomía, aprobada por el Parlamento después de un escándalo de robo de cuerpos humanos. Apenas una semana antes de la fecha marcada para la inauguración, los contenedores con las piezas de Von Hagens estaban todavía retenidos en Bruselas, en espera de que la disputa legal en Londres llegara a una conclusión definitiva. El profesor Von Hagens incluso rehusaba decir el paradero exacto de las piezas, por temor de que pudieran ser confiscadas. Finalmente, Bodyworlds, la exposición itinerante internacional con el récord absoluto de visitantes, más de seis millones de personas en solo media docena de
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países, abrió sus puertas al público londinense en la galería de arte de la antigua destilería Truman. La jornada inaugural transcurrió en medio de una gran tensión, pero después de unas pocas horas, el número de visitantes era ya tan elevado que los organizadores pudieron celebrar su éxito. Justo cuando parecía haber pasado el peor momento, un tal Martín Wynness, que había entrado en la galería confundido entre la multitud, con aire de inocente curiosidad, arrojó una sábana sobre una de las piezas más polémicas y regó pintura en el suelo en señal de ofendida protesta. Mr.Wynness, que fue inmediatamente detenido, calificó la exposición de «horrenda» y afirmó que irrespetaba la dignidad humana. El profesor Von Hagens, habituado ya a las reacciones extremas que provoca Bodyworlds, se limitó a responder: «Si alguien se siente molesto mirando estas piezas, entonces tiene una solución muy fácil, no venir a verlas». Casi seis meses después de aquel incidente, la temporada londinense de Bodyworlds está a punto de terminar, pacíficamente, y según todo parece indicar, con un gran éxito de público. Incluso algunos críticos moderaron sus primeras, apasionadas, objeciones. Jenny McCartney, enviada por The Daily Telegraph a explorar el terreno, regresó afirmando que «la idea de la exposición suena como algo salido de El Silencio de los Corderos, más de lo que en realidad es». Laura Cummings, en The Observer, fue cautelosa, y calificó la exposición de edutainment, mezcla de educación y entretenimiento. Sin embargo, The Observer también publicó el veredicto de Luisa Dillner, una doctora que elogió la exposición por «liberadora y respetuosa», y la recomendó calurosamente a los lectores del periódico. Mrs Dillner afirmó: «Si usted va a tomar la muerte en serio, y tratar de entender qué es lo que tenemos debajo de la piel, esta es una buena manera de hacerlo. En estos días, cuando tratamos de escondernos de la muerte, y la mayoría de los hombres ni siquiera saben dónde tienen la próstata, una exposición honesta y abierta parece muy oportuna». Los lectores parecen haber tomado por bueno su consejo.
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La atracción que la exhibición del gabinete del profesor Von Hagens ha traído a la memoria aquellos espectáculos públicos de anatomía humana, tan populares durante el Renacimiento, e incluso en fecha tan tardía como el siglo XVIII. El profesor Von Hagens está plenamente consciente de este antecedente histórico, y ha colocado en su exposición reproducciones de aquellos espléndidos dibujos que hizo Jan Stephan van Calcar para el tratado De humani corporis fabrica de Andreas Vesalius. Aquellas disecciones de cadáveres aún calientes, recién sacados de la morgue, ejercían una poderosa fascinación en el populacho medieval tanto como en los estudiantes y doctores de las universidades. Bodyworlds demuestra que aquella fascinación del hombre por el mecanismo de su propio cuerpo no ha menguado. Después de todo, aunque algunas Expo Bodyworlds de las piezas del profesor Von Hagens son verdaderamente impresionantes, no parecen causar ni repugnancia ni terror en los visitantes. Chris Bainbridge, un cirujano de Derby, no pudo reprimir su entusiasmo ante una mano seccionada: «¡Es hermosa!», declaró a The Daily Telegraph, «Uno nunca lo puede ver tan claramente en la sala de disección». Incluso su hijo Steven, de 12 años, parecía muy interesado. «¿No te da un poco de miedo», pregunto la reportera del
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Telegraph. «No. Es estupendo», respondió Steven. «Y todas las piezas han sido polinadas». «Plastinadas», lo corrigió su madre, Mrs Bainbridge. Ah, sí, es que había olvidado mencionar este detalle. Las piezas exhibidas en Bodyworlds son todas de origen humano, 26 cadáveres completos y partes de otros 175 cuerpos, un conjunto perfectamente conservado gracias al novedoso método de la plastinación inventado por el propio profesor Gunther Von Hagens. De ahí que dondequiera que exhibe su gabinete anatómico, el profesor provoque las más encendidas polémicas, y que sus adversarios hayan llegado a llamarlo Dr Frankestein y, con más saña, Dr Mengele, como el notorio Ángel de la Muerte de Auschwitz. Tales epítetos son francamente exagerados, aunque la verdad es que hay algo escalofriante en la mirada del profesor Von Hagens, que tiene uno de esos simpáticos rostros alemanes que bien pueden corresponder a un bondadoso doctor de Bonn o a un antiguo Standartenführer de las SS. Es un hombrecito menudo, pero muy seguro de sí mismo, que viste un abrigo de piel y un extravagante sombrerito Fedora que le proporciona cierto aire artístico. Nacido en el territorio de la antigua República Democrática Alemana, Von Hagens estudió medicina y se especializó en anatomía y patología. Según su biografía oficial, Von Hagens padeció la persecución de la tenebrosa Stasi y huyó hacia Alemania Occidental, donde continuó sus estudios hasta que en 1977 comenzó sus experimentos con la plastinación, un procedimiento que le permite conservar los cuerpos en perfecto estado, incorruptibles. Los cadáveres, o separados órganos humanos, son preservados en formaldehído, luego, sucesivamente congelados y descongelados, y diseccionados, si es el caso. La grasa y el agua son eliminados y sustituidos con plásticos. Un cínico observador ha dicho que el resultado es una muñeca Barbie. Pero en todo caso, una muñeca Barbie terriblemente real. El profesor Von Hagens instaló en Heidelberg su propio instituto, el Institut für Plastination, ocupado en recolectar nuevos cuerpos para desarrollar el método de la plastinación, aunque según el profesor el objetivo
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esencial de sus trabajos es la popularización del conocimiento científico y estimular una mejor comprensión de los misterios del cuerpo humano. Sin embargo, el profesor Von Hagens y su instituto han sido perseguidos por los escándalos morales y comerciales. Unos años atrás, la televisión alemana mostró que uno de los cadáveres exhibidos en Bodyworlds tenía tatuados en la piel caracteres cirílicos. La prensa entonces reveló que Von Hagens había recibido un macabro cargamento embarcado en Novosibirsk, en la extrema Siberia, 56 cadáveres, provenientes, al parecer, de un remoto hospital psiquiátrico. Von Hagens se defendió diciendo que existía un convenio entre el Institut für Plastination y las autoridades de aquella ciudad rusa, mediante el cual los cadáveres serían enviados a Alemania para su plastinación, y luego devueltos a Rusia para ser usados en investigaciones científicas. Según Von Hagens, las autoridades de Novosibirsk le habían asegurado que todo el trámite había sido perfectamente legal. Como resultado, el instituto interrumpió sus sospechosas relaciones con los rusos, y reforzó las garantías legales para la donación de los cuerpos. Al final del recorrido por la exposición, los visitantes que lo deseen pueden solicitar las planillas para donar su propio cuerpo, y, no crean, no son pocos los que las piden, tal es el impacto emocional e intelectual que tienen algunas piezas. En Japón, algunos visitantes lloraban, conmovidos por la belleza de los cuerpos. En Alemania, una muchacha que había tratado de suicidarse dos veces, afirmó que nunca volvería a hacerle daño a su cuerpo. No es extraño que muchos visitantes, después de examinar la rara belleza eterna de los cadáveres de Bodyworlds, prefieran ser plastinados que padecer
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una lenta y fatal corrupción en la tierra infecta de algún desolado cementerio. El propio profesor Von Hagens ha entregado al instituto su planilla de donación. «Será un placer para mí», escribió el profesor, «saber que después de mi muerte mi cadáver plastinado quedará como demostración de la finitud, pero también de la belleza y naturalidad del cuerpo humano». El profesor Von Hagens tiene solo 57 años y goza, al parecer, de perfecta salud. Ojalá que así sea por mucho tiempo. Pero la idea de que en el futuro, este hombrecito ocupe su puesto en la galería de cadáveres de su propio gabinete anatómico, produce una morbosa satisfacción.
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Sería difícil, sin embargo, augurar el sitio que el cadáver del profesor Von Hagens podría ocupar en la exposición. Tal como ahora se presenta, diríase que cualquier nueva pieza sería redundante. Von Hagens y sus colaboradores han escudriñado profundamente en todos los rincones del cuerpo humano, y han sacado a la luz todos sus secretos. La magnífica maquinaria de la vida del hombre puede ser examinada en todos los detalles. Cada órgano, desde el orgulloso cerebro hasta el humilde apéndice, Expo Bodyworlds puede ser admirado en todo su esplendor. La arquitectura del esqueleto, la más perfecta combinación de balances, equilibrios, tensiones y resistencias que un verdadero arquitecto pudiera pensar, está completamente a la vista, pero también la no menos formidable coraza de los músculos, o la red de venas y
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arterias, o los sistemas de órganos, complicadas burocracias, el sistema digestivo, el respiratorio, el de los sexos. Es tal la belleza de estos cuerpos abiertos, que el visitante, si no va de antemano predispuesto, no tiene motivos para ofenderse, ni mucho menos para sentir vergüenza. Como el cuerpo de Cristo en la cruz, cuya desnudez no nos sonroja, sino que nos enaltece, que es imagen de la gloria de nuestro propio cuerpo, de su belleza y su debilidad, los cadáveres en Bodyworlds no hacen que el visitante piense en su propia fragilidad, sino todo lo contrario, en la compleja pero precisa y eficiente organización de su cuerpo, en la disciplinada racionalidad que gobierna el funcionamiento de cada órgano y de la totalidad del sistema, en el poderío, la asombrosa resistencia y la flexibilidad del mecanismo de la vida, que si fuera fielmente imitado por los líderes políticos proporcionaría a los pueblos un repentino bienestar. Desde el punto de vista del científico, la muestra tiene un interés notable. Un joven cirujano de visita en la exposición, congregó a su alrededor a un nutrido grupo de repentinos aficionados a la anatomía que le hacía preguntas acerca de la composición y funcionamiento del esqueleto, preguntas que probablemente nunca antes se les habían ocurrido. Pero Expo Bodyworlds
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desde el punto de vista del esteta, la muestra resulta apasionante, aunque no sea el profesor Von Hagens quien merezca el crédito artístico, sino el Supremo Creador, cualquiera sea el nombre que el lector quiera darle, o la naturaleza, si prefiere un término más neutral. Von Hagens, en todo caso, ha tenido la sensibilidad y la perspicacia suficientes para darle brillo y destaque a los detalles más interesantes y agudos, aquellos que un observador profano apenas notaría, pero que son los que causan el goce del experto. Hay, por ejemplo, una sección dedicada al cerebro, que es examinado minuciosamente. Von Hagens preparó una serie de cortes transversales y longitudinales de distintos cerebros, de pesos y tamaños distintos, y la colocó en unas pantallas de cristal en la pared. Vista desde lejos, podría decirse que se trata de una colección de mariposas, unas grandes mariposas de suave color gris blancuzco, con los bordes de las alas más oscuros. Otras piezas magníficas son las que muestran el sistema circulatorio, las largas cadenas fluviales de las venas y las arterias, que se ramifican infinitamente hasta los pequeñísimos vasos capilares de los dedos de las manos o de los pies, esos majaderos que se desangran cuando nos cortamos con el cuchillo de la cocina o el cortaúñas. En la clase de anatomía, en la escuela, nunca podíamos ver el sistema, solo a través de dibujos podíamos imaginarlo, pero Von Hagens, usando un sencillo procedimiento, lo rescata de la carne y lo muestra completo, sin que falte uno solo de esos impertinentes vasitos. El procedimiento consiste en eliminar la sangre e inyectar agua, y luego un polímero, dentro de la red de venas. Luego, cuando el polímero se solidifique, con ácidos eliminar los restos de carne, grasa, piel o hueso. La idea es pavorosa, pero el resultado es hermosísimo. Von Hagens presenta un brazo que virtualmente ha desaparecido, dejando solo en el espacio la huella de sus venas y arterias, un laberinto de delgados conductos rojos, el color del polímero, como si fuera la sangre, un acueducto con grandes líneas centrales, servidores principales, de los que se desprenden sistemas locales, la red de la muñeca, o la de las articulaciones de
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cada dedo, y que termina en los diminutos vasos que apenas se pueden ver a simple vista, una pelusilla frágil que cubre el contorno de los músculos y de la piel y que cualquier alfiler, por delgado que fuera, podría quebrar. Luego se repite la jugarreta, en una cabeza, y finalmente en todo un cuerpo, la silueta de un hombre que parece haberse desvanecido en el aire.
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Ni siquiera las enfermedades y deformaciones del cuerpo, mostradas sin ningún pudor en Bodyworlds, causan espanto, sino curiosidad, e incluso asombro, ante el hecho formidable de que la muerte pueda ser provocada por defectos y roturas del cuerpo que parecen tan pequeños y simples. El cáncer del pulmón o del hígado es solo una mancha oscura en el corte transversal del tórax; el infarto cerebral, una laguna de sangre entre los hemisferios; la úlcera intestinal parece un cráter en la superficie de la Luna. Hay hernias, fracturas, una columna vertebral enroscada como una serpiente, pulmones manchados de negro por la nicotina de los cigarros. El espectador puede perfectamente imaginar que esas enfermedades han causado antes un profundo sufrimiento humano, dolores terribles, tristeza y desolación sin límites. Pero todo ello ha sido omitido de la exposición junto con la identidad de los cuerpos, o tal vez, se da por sobrentendido. Si la vida es «una acumulación de angustia», como afirma lánguidamente Frankestein, el monstruo, no ha sido incluida en la exposición. Uno mira la colección de cerebros, y se pregunta qué tristezas o qué deseos produjeron, qué nombres, qué viejas palabras están todavía inscritas en algún diminuto rincón hasta el cual el profesor Von Hagens, rudimentario carnicero, no pudo llegar. Uno mira a los ojos de los cadáveres completos, y no encuentra ninguna expresión, todos tienen la misma mirada vacua, glacial. Solo hay
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uno de los cuerpos que tiene una marca a través de la cual quizás se le pudiera identificar. Es uno de los ejemplares más impresionantes, un hombre entero, cortado longitudinalmente, en rebanadas, como si el profesor Von Hagens hubiera usado un enorme cuchillo, una primer corte, desde la cabeza a los pies, se lleva apenas la barriguita prominente, la punta de la nariz y la de los pies, el segundo corte se lleva el rostro, el pecho, parte del tórax, en el tercero caen los brazos y el centro geométrico del cuerpo, y así sucesivamente. Este hombre, pequeño de estatura, algo rechoncho, quizás prematuramente envejecido, tiene tatuajes en los brazos, el inconfundible dibujo de una mujer desnuda, y textos que la acción de los compuestos químicos ha vuelto ilegibles. La historia de los enfermos mentales de Siberia vuelve enseguida a la memoria, y uno de repente recuerda que esta pieza, este conjunto de huesos, músculos, vísceras, piel y cabellos, fue antes un hombre real, que por azar ha terminado en ese sitio, destino que hubiera muy bien podido ser el del espectador que lo mira llena de estupor. Uno recuerda la triste reflexión de Hamlet sosteniendo el cráneo de Yorick, el bufón, y acaso podría decir lo mismo: Alas, poor Yorick! I knew him, Horatio: a fellow of infinite jest, of most excellent fancy: he hath borne me on his back a thousand times; and now, how abhorred in my imagination it is! my gorge rims at it. Here hung those lips that I have kissed I know not how oft. Where be your gibes now? Your gambols? your songs? your flashes of merriment, that were wont to set the table on a roar? Not one now, to mock your own grinning? quite chap-fallen? Now get you to my lady’s chamber, and tell her, let her paint an inch thick, to this favour she must come; make her laugh at that.
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Hamlet
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Las piezas maestras del profesor Von Hagens son aquellas que muestran cuerpos completos en algunas posiciones que mejor expresan su poderío y elasticidad. Hay un jugador de ajedrez, un espadachín, un corredor con los músculos de las piernas y las pantorrillas saltando como resortes de un mecanismo roto, y una nadadora, uno de los pocas mujeres incluidas en la exposición. En una esquina, casi a la salida de la primera sala, Von Hagens mandó a colocar el conjunto monumental, de franca inspiración surrealista, con ecos en Dalí y en Un perro andaluz, de un jinete en su caballo, ambos abiertos, de manera que el público pueda comparar ambas estructuras internas, la del caballo, formidable en tamaño Expo Bodyworlds y en peso, y la del hombre, más liviano, pequeño y frágil, pero superior en inteligencia. Como símbolo, el jinete sostiene en su mano su propio cerebro, mientras con la otra azota las grupas del caballo. Más allá, un hombre sostiene su propia piel, como un traje que fuera a colgar de la percha. El espectador no puede dejar de notar la alusión al San Bartolomé pintado por Miguel Ángel en la el altar de la Capilla Sixtina, en El Juicio Final, que también sostiene su piel, con el rostro del propio artista. La pieza más polémica (y admito que el término «pieza» puede en este caso resultar ofensivo) es una de las últimas que encontrará el visitante de Bodyworlds, una mujer embarazada de ocho meses, reclinada, con el feto perfectamente formado en
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el interior del útero abierto. Fue sobre esta desconocida mujer que Mr Wynness echó piadosamente una sábana, como si la hubiera encontrado desnuda en la calle, después de ser violada por una banda de forajidos. Si uno toma por buena la palabra del profesor Von Hagens, la desdichada mujer dio su consentimiento para que su cuerpo y el de su hijo aparecieran Expo Bodyworlds en Bodyworlds, y ese íntimo secreto, el del surgimiento de la vida, fuera descubierto a los espectadores. Para algunos, la inclusión de esta mujer y su hijo es un flagrante sacrilegio, una profanación de aquel paraíso del que ha sido expulsado el hombre, el vientre materno. Para otros, es una revelación, un milagro, una madonna moderna, real, humana, que recuerda las de Leonardo o de Rafael. Ambas opiniones son excesivas. No hay irrespeto ni ultraje en la exhibición de ese cuerpo, ni lesiona la dignidad de la madre o del hijo la mirada siempre compasiva de los espectadores. Pero tampoco, por supuesto, es revelado el misterio del surgimiento de la vida, que a pesar de los esfuerzos del profesor Gunther Von Hagens permanece oculto, esquivando nuestras preguntas y defraudando nuestras esperanzas de conocimiento. Ese misterio, el súbito destello que echa a andar el mecanismo tan bien mostrado en Bodyworlds, y que cuando se apaga provoca la tragedia inevitable de la muerte, es el que todavía hay que perseguir y descifrar.
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La educación sentimental del joven Byron
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La Comisión para la Igualdad de Oportunidades, un departamento del gobierno británico que combate el racismo, el sexismo, la homofobia y otras formas crueles de discriminación, ha pedido a la distinguida Harrow School que repudie su antiguo antisemitismo. Al parecer, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, los directivos de la escuela tomaron algunas reprobables medidas para reducir el número de estudiantes judíos, una política a tono con la virulenta campaña antisemita que se extendía entonces por Europa, y que conduciría finalmente al Holocausto, a la Noche de los Cristales Rotos, a los pogroms, al infierno del ghetto de Varsovia, a Auschwitz, a Treblinka, a Büchenwald. Por supuesto, los antiguos maestros de Harrow School no deben ser culpados en modo alguno por los crímenes del nazismo alemán. Pero el hecho de que incluso en esta venerable institución de la cultura europea, la misma donde estudió en sus años mozos aquel que sería campeón
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de la guerra contra Hitler, el gran Winston Churchill, el hecho, digo, de que incluso aquí haya tenido cobijo la bestia furiosa de los odios raciales y religiosos, no deja de causar una triste decepción. La vieja escuela en Harrow on the Hill parece un sitio en el que todo hombre, cualquiera sea su origen, raza o credo, es bienvenido. Ahora, en los días apacibles y perezosos del final del verano, la escuela está desierta, las verjas están cerradas con fuertes candados, y a través de los ventanales de la biblioteca o de las oficinas no se ve a nadie estudiando ni escribiendo. A veces sale un profesor de alguno de los edificios, vestido de verano, en mangas de camisa y pantalón corto, un profesor solitario ocupado en la limpieza de su oficina, cargando papeles viejos y libros inútiles, exámenes de cursos atrás y reportes de alumnos que mucho ha dejaron la escuela. El jardín muy florido detrás de la biblioteca, que habitualmente está cerrado al público, tiene ahora sus puertas abiertas. Tímidos visitantes caminan ruidosamente sobre la gravilla, y se sientan en alguno de los bancos para contemplar embelesados el paisaje de la ciudad, los plácidos barrios del norte de Londres que se dispersan en la campiña. Desde allí se ve Wembley, el estadio con sus dos pizpiretas torrecitas, el hospital en Northwick Park, el edificio pesado y aburrido de la Universidad de Westminster, campos de golf, terrenos de fútbol, interminables avenidas calladas. Al final de estas tardes de mucho calor, la ciudad, vista desde la colina de Harrow, parece recogerse en silencio. Pronto llegará septiembre, y la vieja escuela volverá a la vida. Los maestros recobrarán la compostura, y una nutrida columna de jovencitos ascenderá la colina desde las casas de hospedaje hasta el Speech Room, la galería de discursos y debates, para los actos ceremoniales del inicio de curso. Verdaderamente, brindan un hermoso espectáculo estos niños, algunos de 13 años, frágiles y asustadizos, otros de 18, casi hombres completos, todos enfundados en el uniforme reglamentario, compuesto por bluers, chaquetas azules, y por greyers, pantalones grises, además de unos graciosos sombreritos panamá, un toque de coqueta elegancia masculina
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que contrasta con el aspecto severo de los edificios, con los muros de ladrillos rojos y marrones, con los altos y estrechos ventanales, con los vitrales oscuros de temas solemnes, con la estatua regañona de Isabel I, la Reina Virgen, madre de la nación, que en 1572 dio permiso a un campesino local, John Lydon, para que fundara la escuela. No hay niñas en Harrow School, los muchachos viven recluidos en una austera sociedad masculina, como en la mayoría de los colegios de Oxford y Cambridge, donde luego casi todos continuarán su educación. La falta del elemento femenino, de la gracia y viveza de las niñas, provoca que Harrow parezca aún más imponente, ceñuda y aburrida de lo que tal vez resulte en realidad. Esa impresión, sin embargo, se desvanece si el visitante llega hasta la cima misma de la colina, hasta la gentil iglesia de Saint Mary, fundada por San Anselmo en 1094. Aquella pequeña iglesia románica tiene sólidos fundamentos, gruesos muros de piedra, puertas de madera robusta, aldabas de hierro pesado. Pero su torre de aguja, que se puede ver desde cualquier punto del norte, emergiendo entre las copas de los árboles, es suave y elegante, casi femenina. En la cima, junto a la iglesia, está el camposanto de Harrow, las lápidas marchitas de antiguos parroquianos, alumnos y maestros de la escuela, o vecinos comunes, la mayoría de cuyos nombres ya carecen de significado. Allí la brisa corre suavemente, y las ramas de los árboles dejan caer hojas amarillas. En estas últimas tardes del verano, la vieja Inglaterra duerme y sueña su propio pasado. Por doquier hay símbolos de conmemorativos de antiguos hombres y hechos. En la veranda del jardín, detrás de la biblioteca Vaughan, una inscripción recuerda
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a Michael Digby Bosworth Smith, alumno de Harrow y del Trinity College de Oxford, teniente del Ejército de Su Majestad, muerto en combate en Birmania a los veinticinco años, en marzo de 1945. Otra inscripción en un muro de la biblioteca conserva la memoria de los caídos en la guerra anglo-boer, en África del Sur. Una placa de bronce en el camino que asciende hacia la iglesia, conmemora un diminuto hecho histórico: Near this spot Anthony Ashley Cooper Afterwards 7th Earl of Shaftesbury, K.G. While yet a boy in Harrow School Saw with shame and indignation The pauper’s funeral Which helped to awaken his life-long service of the poor And the oppressed. »Blessed is he that considereth the poor»
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Cerca de allí, hay una fuente que llaman «del Rey Carlos», porque allí se detuvo el infortunado Carlos I, cuando marchaba hacia Escocia huyendo del ejército del Parlamento rebelde, para refrescar los caballos y mirar Londres por última vez. En el cruce que llaman Grove Hill, un cartel advierte que allí murió la primera víctima en Gran Bretaña de un accidente de coche de motor, el 25 de febrero de 1899. Al final de esa calle, bajando hacia el centro comercial, está el monumento memorial dedicado a los jóvenes de Harrow que murieron en la Primera Guerra Mundial, un obelisco muy digno, rematado en cruz, rodeado por copiosos arbustos entre los que se esconden los alumnos del cercano Harrow College cuando se escapan de alguna clase aburrida. En el obelisco nunca faltan flores frescas, colocadas por los veteranos de la Legión Británica. Inglaterra es un país muy viejo, pero con excelente memoria.
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En la falda de la colina, en una esquina del cementerio, una placa de bronce advierte al caminante de que en aquel lugar Lord Byron solía pasar largos ratos de melancolía. No es difícil adivinar por qué. Desde aquel punto se abre para el espectador una vista espléndida del valle, se ven las últimas casas de la ciudad y el inicio de los campos, las suaves colinas detrás de las cuales, un tanto más allá, están Oxford, y Windsor, y otras muchas pequeñas villas pacíficas. En la época en que Byron estudiaba en Harrow, no existían esos barrios del norte, o tal vez eran solo unos pueblecitos frágiles, dispersos en el valle, rodeados por bosques, prados de pasto y tierras de labor. Ahora Londres, creciendo sin detenerse, se los ha tragado, como se ha tragado a Harrow también, encadenándolos a su propio corazón con las líneas de trenes, que desde la colina se ven Byron corriendo en todas direcciones. Byron llegó a Harrow en la primavera de 1801, apenas comenzado el largo siglo XIX. En la antigua escuela pasó aquel niño voluble y orgulloso los años turbulentos de la adolescencia, hasta que, casi un hombre, a los diecisiete y medio años, como él recordaría exactamente, se fue a Cambridge, y luego al mundo anchuroso. En Harrow recibió Byron su educación sentimental, en aquella reducida sociedad juvenil encantada por los símbolos del pasado y arrebatada por sueños de grandeza. Cuando llegó a la escuela, George Gordon Byron era un adolescente tímido y sobresaltado, como esos que se ven los primeros días de curso, con los ojos llenos de asombro y espanto. Byron tenía muchas razones para sentirse burlado por sus
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condiscípulos, la muerte oscura de su padre, la fortuna disminuida de su título, y su pie deforme, el derecho, que tenía el talón virado y la planta doblada hacia adentro. En los primeros meses en la escuela, el futuro poeta se vio envuelto en una larga serie de riñas. Sus compañeros hacían mofa de él y le corrían bromas crueles. Byron se defendía rabiosamente, y aún se atrevía a actuar como campeón de niños aún más pequeños e indefensos, sus amigos George Sinclair, Lord Delawarr, y William Harness, que también era cojo, pero a resultas de un desdichado accidente. Soberbio y borrascoso, Byron se sentía profundamente infeliz y odió la escuela Byron con todo su corazón. Vagaba ocioso por los alrededores, por la iglesia y el camposanto, y solo rara vez se aplicaba al pesado trabajo escolar. Pero al curso siguiente, todo cambió. Comenzó a hacer amigos, lo mismo entre los hijos de familias nobles como entre los comunes, que descubrieron que aquel chico arisco podía ser muy amable y pródigamente generoso con aquellos que lo trataban bien. Se convirtió en un atleta esforzado, y pese a la deformidad de su pie derecho, llegó a destacarse en el críquet. Pero seguía siendo un alumno díscolo, al que las interminables traducciones de griego aburrían mortalmente, y que causaba grandes trastornos a sus maestros, en primer lugar el propio Headmaster, y tutor de Byron, el doctor Henry Drury. La guerra personal entre Byron y Drury llegó al punto de que después de las vacaciones de Navidad de 1802, el joven lord se negó a regresar al colegio a menos que le asignaran otro tutor. Sin embargo, sería el aborrecido Drury quien primero advertiría que Byron no era un simple chico revoltoso, sin posible destaque en el futuro. Drury le escribió a lord Carlisle, guardián legal de Byron, «Él tiene talentos, mi lord, que darán brillo a su nombre». Lord Carlisle respondió: «¡Muy cierto!».
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En su clásica biografía de Byron, Leslie Marchand cuenta los acontecimientos del verano de 1803, que el joven lord pasó en el arruinado feudo familiar de Newstead, a unas 100 millas al norte de Londres, dejando a su madre sola en Soutwell, cerca de Nottingham. Aquel verano, Byron, que tenía ya 15 años, se enamoró perdidamente de su prima, Mary Chaworth. A Mary le agradaban la admiración encendida del aquel romántico adolescente y sus refinadas galanterías. Byron hacía todos los días el viaje desde Newstead hasta la casa de su amada, en las colinas de Annesley. Pero Mary era dos años mayor que su enamorado, una diferencia que a las muchachas de su edad Byron les parece todavía monumental, y además, estaba prometida a John Musters, un joven aristócrata de elegantes maneras, así que le dio calabazas al ardiente Byron. Este, llegado septiembre, se negó de plano, otra vez, a regresar a Harrow. Su madre se quejaba al doctor Drury: «No puedo hacerlo regresar a la escuela, aunque he hecho todo lo posible a lo largo de las pasadas seis semanas. El no padece ninguna enfermedad, que yo sepa, salvo la del amor, la peor de todas, según mi opinión». Byron continuó visitando impenitentemente Annesley Hall, cada vez más sombrío y agitado por el desdén de Mary Chaworth. Después recordaría: «Ella era, entre todo lo que mi fantasiosa juventud podía concebir como bello, la beau idéal. Yo he tomado todas mis fábulas acerca de la naturaleza celestial de las mujeres, de la perfección que mi imaginación creó en ella -digo creó, porque yo la encontraba a ella, como al resto de su sexo, completamente angelical». Mary rompió cruelmente la ilusión. Una noche, Byron la escuchó diciéndole a su criada: «¡Cómo podría yo enamorarme de ese niño cojo!». No era la primera ni la última decepción de amor de Byron, pero tal vez, por haberla sufrido a los quince años, sería la más grave. Otro incidente terminaría de arruinar aquel ya muy sufrido año. En Newstead se había instalado Lord Grey de Ruthyn, un joven noble ocho años mayor que
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Byron, engreído y hedonista, que había arrendado la propiedad familiar de los Byron, que estos de todas maneras no podían mantener. Lord Grey, muy aficionado a las armas, se llevaba al joven Byron en las noches de luna a cazar faisanes. Poco antes del decimosexto cumpleaños de Byron, en enero de 1804, tal vez en una de esas expediciones nocturnas, sucedió algo entre los dos jóvenes que dejaría una huella muy duradera en el carácter del futuro poeta. Byron nunca contaría lo ocurrido, ni siquiera a su medio hermana Augusta, tanta vergüenza le daba el episodio. «No me he reconciliado con Lord Grey, y nunca lo haré. Las razones para cesar nuestra amistad son tales Byron que no las puedo explicar, ni siquiera a ti...» Se puede suponer, sin embargo, que Lord Grey trató de seducir al aturdido muchacho. Byron huyó de Newstead y finalmente accedió a regresar a la escuela en Harrow.
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«Yo siempre odié Harrow hasta el último año y medio, pero desde entonces empezó a gustarme», contaría Byron años después. Después de sus aventuras en Annesley y Newstead, Byron se aplicó al trabajo escolar con una súbita ambición. «El camino hacia la riqueza y la grandeza se abre ante mí. Si puedo, me abriré un camino a través del mundo, o pereceré en el intento», le escribió a su madre. Decidió que sería un orador famoso, y que triunfaría en los debates del Parlamento. Se preparó intensamente para el Speech Day, el día de los discursos de la escuela, y su éxito fue tal que mereció el elogio del doctor Drury. Leía intensamente, aunque nadie lo veía en esa ocupación, sino vagando por la escuela o jugando. «La verdad es que leo comiendo, leo en la cama, leo cuando nadie más lee, y he leído toda suerte de libros desde que tenía cinco años de edad». Al llegar a Cambridge, Byron hizo una lista de los libros que había leído antes de los quince
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años: las Confesiones de Rousseau, vidas de Cromwell, de Carlos XII, de Catalina de Rusia, de Newton y otros muchos personajes; en leyes, Montesquieu y Blackstone; en filosofía, Paley, Locke, Bacon, Hume, Berkeley (detestaba a Hobbes); en poesía, todos los clásicos británicos, más alguna literatura en francés, en italiano, e incontables obras en griego y latín. Según su cuenta, había leído cerca de cuatro mil novelas: Cervantes, Rabelais, Fielding, Smollet, Richardson, Sterne. En el verano, según parece, Byron hizo una visita a Annesley Hall y tuvo una entrevista definitiva con Mary Chaworth. «Yo era serio, ella era volátil. Ella me quería como a un hermano pequeño, y me trataba y se reía de mí como si yo fuera un niño». Mary Chaworth se casó ese verano con John Musters. Cuando Byron recibió la noticia, cayó en una crisis emocional cercana a la histeria. Le escribió a Augusta: «El amor, en mi humilde opinión, es un absoluto sinsentido, un simple juego de cumplidos, romance y engaños...» Para colmo de males, la relación de Byron con su madre era por entonces tirante, al punto de que el muchacho detestaba la idea de volver a casa durante las vacaciones. Hastiado del mundo, Byron encontró refugio sentimental en su corte de admiradores de la escuela, condiscípulos más jóvenes como Lord Delawarr o Lord Clare. Aquellas amistades tenían una marcada ambigüedad sexual. John Cam Hobhouse, un viejo amigo, comentando este pasaje en las Letters and Journals of Lord Byron, with Notices of his Life, que Thomas Moore publicó en 1830, apuntó que «M. no sabe nada, o no quiere decir nada de la principal causa y motivo de esas amistades juveniles». Las duras lecciones del amor y del sexo, aprendidas en aquellos años en Harrow, Byron no las olvidaría jamás, aunque una y otra vez, hasta su prematura muerte en Missolonghi, volvería a enamorarse apasionadamente de hombres Byron y mujeres. El final de sus estudios en Harrow llegó en el verano de
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1805. Para entonces, los maestros ya estaban hartos de aquel revoltoso, que se había atrevido a organizar toda una revolución de los alumnos contra el nuevo Headmaster, el doctor George Butler, sustituto del doctor Drury. El 2 de Agosto de 1805, en Londres, Byron jugó por última vez con el equipo de críquet de Harrow, en partido ceremonial contra la escuela rival, Eton. Harrow perdió, pero la actuación de Byron fue muy aplaudida. Luego los muchachos cenaron, fueron al teatro en Haymarket, y se emborracharon. Byron regresó luego por última vez a la colina deHarrow, al camposanto, donde muchas veces había visto caer la tarde mientras enhebraba sus primeros versos. Allí, sobre la tumba de un tal John Peachey, señor de la isla de San Cristóbal, a la sombra de un olmo, Byron escribió muchos versos tempranos, sus primeros cortejos serios a la poesía, herencia mayor de sus años iniciáticos en la escuela de Harrow. En 1905, el hijo de Sir George Sinclair, condiscípulo y amigo del poeta, mandó a colocar en aquel sitio, en la cima de la colina frente al valle, una placa de bronce con dulces versos escritos por Byron antes de partir a conquistar el mundo:
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«Spot of my youth! whose hoary branches sigh Swept by the breeze that fans thy cloudless sky, Where now alone, I muse, who oft have trod, With those I lov’d, thy soft and verdent sod; With those, who scatter’d far, perchance, deplore, Like me the happy scenes they knew before; Oh! as I trace again thy winding hill, Mine eyes admire, my heart adores thee still, Thou droopping Elm! beneath whose boughs I lay, And frequent mus’d the twilight hours away; Where, as they once were wont, my limbs recline, But, ah! without the thoughts, which, then, were mine;
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How do thy branches, moaning to the blast, Invite the bosom to recall the past, And seem to whisper, as they gentil swell, ’Take while thou canst, a ling’ring, last farewell!»
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Byron alguna vez manifestó su deseo de ser enterrado en aquel pequeño cementerio en la colina de Harrow. Pero después de su muerte, su cuerpo fue llevado desde Grecia hasta el panteón familiar en la iglesia de Hucknall Torkard, cerca de la Abadía de Newstead. En Harrow, en cambio, fue enterrada su hija Allegra, concebida con Claire Clarmont, y muerta en Bagnacavallo, Italia, a los cinco años. Byron mandó que el cuerpo de Allegra fuera enterrado en el sitio donde había sufrido «las más dulces penas», la iglesia de Saint Mary y su camposanto. Pero Allegra era una hija ilegítima, y el Rector de Saint Mary, aunque aceptó el cuerpo, se negó a colocar una placa con el nombre de Byron. Hoy, nadie sabe en qué punto exacto del cementerio está la tumba de aquella pobre niña. Una inscripción al pie de uno de los baluartes de la iglesia, menciona el enterramiento, omitiendo la causa del desaguisado. Harrow tiene vergüenza por este pequeño crimen de su pasado. Pero ya no importa. Solitarios visitantes leen la inscripción, y siguen camino hasta el sitio donde se sentaba el joven Byron. El sol se pone en el occidente, una luz dorada cae sobre Harrow y limpia todas las viejas culpas. Termina el verano.
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Exquisita censura
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Los censores, aves de rapiña intelectual, administradores de la hipocresía, deberían ser puestos en régimen de estricta vigilancia pública. En el código penal de cada país debería ser incluido un artículo estableciendo que «todo aquel que por prejuicio infundado, miedo o malicia, atendiendo a un interés personal y abusando de una posición de poder, conspire para restringir o impedir el acceso de otros individuos o del público en general a bienes de educación, información o cultura a los que tienen legítimo derecho, reconocido por la Constitución, será condenado a padecer de por vida el mismo régimen de ignorancia, falsedad, desinformación y enfermizo aburrimiento al que pretendía someter a sus conciudadanos». Espantados por tan terrible amenaza, los censores por doquier parecen haberse vuelto más relajados y tolerantes. Ninguno más, sin embargo, que Vijay Anand, presidente de la Comisión Nacional de Censura Cinematográfica de la India, quien ha
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salido repentinamente a la palestra con una idea que podría habérsele ocurrido a cualquiera menos al jefe de los censores. El señor Anand ha propuesto crear una cadena nacional de salas cinematográficas dedicadas por entero a exhibir películas pornográficas. En Occidente la idea del señor Anand habría sido recibida con la misma sorna con que sería saludada, si a alguien se le ocurriera, la reinvención de la bombilla eléctrica, siendo los cines porno desde mucho ha parte habitual del paisaje urbano. Incluso podría decirse que tales establecimientos son un tanto demodé, una reliquia de los años sesenta, arruinados como están por el mercado de los videos y por la Internet. Pero la India no tuvo años sesenta, al menos en el estilo de los sesenta en San Francisco, en Nueva York o en París, y la sugerencia del señor Anand ha sido recibida casi como un sacrilegio. Aquel formidable país no ha tenido aún su nueva revolución sexual. El pueblo que nos proporcionó los sabios consejos del Kama Sutra, se ha vuelto, al menos en apariencia, casto y mojigato como una damisela. Los ingleses no dejan de asombrarse ante esta extraña transformación. En el siglo XIX, los ingleses que llegaban a Calcuta o a Delhi, encontraban una sociedad de costumbres libres, relajada y tolerante, experta en el goce de muchos placeres, llena de sensualidad y encanto, en vivo contraste con la enteca y reprimida sociedad victoriana. Ahora, los ingleses, aunque nunca tanto como sus vecinos en París, Amsterdam o Berlín, se han desprendido de muchos miedos y tabúes, mientras que en la India impera un desmedido puritanismo. Cualquiera diría que los colonialistas, al retirarse, se llevaron como parte del botín aquel antiguo espíritu libre. Es fama que en las películas indias casi nunca el espectador puede ver a los actores besándose, algo que dejaría muy satisfechos al viejo senador Hays y a
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aquel curita de la inolvidable Cinema Paradiso que con furioso celo moral cortaba de las cintas las escenas en que los labios de los amantes al fin se encontraban. En Bollywood (como llaman irónicamente a la industria cinematográfica india, la mayor del mundo de acuerdo al número de películas producidas) no hay besos, aunque la mayoría de las historias contadas sean tramas románticas, amores difíciles y rebuscados flirteos entre hermosas doncellas y arrestados galanes. En las escasas ocasiones en que los directores se atreven a insinuar los accidentes de una noche de amor, emplean para ello imágenes que no pudieran calificarse precisamente de crípticas, una abeja libando una flor, la rama de un árbol siendo violentamente sacudida por el viento, el estallido de un surtidor de agua. No es extraño que después de muchos Cinema Paradiso años presenciando tales escenas, que parecen propias de un documental del Discovery Channel y no de historias modernas de juegos sexuales, los espectadores de la India tengan gran apetito por un cine más realista y honesto. El mercado negro de videos pornográficos ha crecido vigorosamente durante los últimos años, abastecido por una joven y robusta industria nacional cuyas producciones difícilmente podrían calificarse de realistas y honestas (incluso se dice que son bastante pacatas en comparación con el hardcore occidental) pero en las que al menos no aparecen abejas libando flores o ramas sacudidas por el viento. Es esta doble moralidad la que quiere terminar el diligente señor Anand. «Es hora de que dejemos atrás la hipocresía por la que los indios somos famosos», declaró el censor jefe. «La pornografía circula clandestinamente por toda la India. Esto esta destruyendo nuestra sociedad. La mejor forma de combatir la proliferación de películas azules es exhibirlas en teatros con la debida licencia y
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autorización». En respuesta a las muchas objeciones que ha recibido su idea, el señor Anand aventuró un pronóstico, en el que acaso no le falte algo de razón: «Las películas pornográficas se venden porque despiertan mucha curiosidad entre la gente. Una vez que se puedan ver libremente, la gente perderá el interés por ellas». A pesar del entusiasmo y las buenas intenciones del señor Anand, no parece que su idea tenga la más mínima posibilidad de ser aceptada por la derecha nacionalista que tiene la mayoría en el Parlamento de Delhi, y mucho menos por los grupos de fanáticos religiosos que se oponen violentamente a cualquier relajación de las costumbres. Hace apenas cuatro años hubo verdadera conmoción nacional por la exhibición de Fuego, una película de la directora indo-canadiense Deepa Mehta. Grupos extremistas protestaron en las calles y algunos cines fueron asaltados e incendiados. Fuego, premiada en numerosos festivales internacionales, no tenía nada de pornográfica, pero se atrevía a mostrar algo ante lo que muchos preferirían mantener los ojos cerrados, la historia de amor entre dos típicas mujeres indias viviendo bajo el régimen tiránico y vejatorio impuesto por sus respectivos maridos. Solo por llevarle la contraria a aquella gentuza que incendió los cines, valdría la Fuego pena pensar de nuevo en la propuesta del señor Anand.
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En Londres, mientras tanto, el pobre Alexander Walker, crítico titular del Evening Standard, libra una solitaria batalla contra los directivos de la Comisión Británica de Clasificación Cinematográfica, homóloga de aquella que dirige en la India el señor Anand, y que se ocupa de imponer límites de edad al público que asiste a las exhibiciones fílmicas. Walker es uno de esos pocos críticos que se pueden dar el lujo de escribir frases como
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«una vez, Stanley Kubrick me dijo...», o bien «el año pasado, en Cannes, le pregunté a Steven Spielberg...», o si no, una joya como «la primera vez que conversé con Ingmar Bergman, en el año sesenta y cuatro...». Su reputación es proporcional a la calidad de sus amistades, de tal manera que cuando Walker aprueba una película, los agentes publicitarios se apresuran a incluir su veredicto en los carteles promocionales, esos en los que hasta a los bodrios más infames se les endilgan calificativos grandilocuentes y cursis como «obra maestra», «sublime», «maravilloso», prodigados por los críticos contentadizos y dóciles de la radio o los tabloides. Walker ha cometido errores famosos, como cuando condenó la magnífica Crash, de Cronemberg, un dislate que todavía los críticos jóvenes y radicales le echan en cara. Pero, en general, su opinión es atendida y muy apreciada. Este año, Walker ha estado ocupado denunciando la creciente familiaridad entre el cine pornográfico y el mainstream, el de exhibición general. En verdad, un aluvión de películas muy desenfadadas han sido aprobadas recientemente por los censores británicos, que tenían fama de severos y que ahora, sin embargo, dan muestra una y otra vez de generosidad y tolerancia. La mayoría de esas películas vienen, faltaba más, del otro lado del canal, Crash de la nación canallesca de los grandes enemigos de Inglaterra, de Guillermo de Normandía, de Juana de Arco, del cardenal Richelieu, de Lafayette, de Napoleón... ah, la France. Los franceses, los franceses, que no tienen pudor. Primero fue Catherine Breillat, con Romance (exhibida en la salita de video de la UNEAC con enorme éxito de público) una película más bien aburrida, en el mejor estilo francés, en la que Rocco Siffredi, una de las estrellas mundiales de la pornografía, demostraba
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fehacientemente que no eran sus cualidades histriónicas el fundamento de su enorme fama. Luego llego Intimacy, una película de Patrice Chereau, que el público habanero esperó en vano durante el último Festival de Cine, anunciada e inexplicablemente no exhibida. Este año, Breillat volvió a la carga con A ma soeur, más dura y lacerante que Romance. Los espectadores ingleses pudieron ver también a la gran Isabelle Huppert en The Piano Teacher, muy cargada eróticamente, y apenas repuestos, les llegó la apropiadamente llamada The Pornographer de Bertrand Bonello, a la cual la comisión de clasificación, a pesar de su buena voluntad, no pudo menos que cortarle 11 segundos que consideraron «extremadamente explícitos». Otras Intimacy muy francas películas, no todas ellas francesas, han llegado recientemente a la pantalla, aunque algunas, excelentes desde todo punto de vista, han merecido elogios incluso del protestón crítico del Standard. Una de ellas, Y tu mamá también, la película mexicana de Alfonso Cuarón que el jurado del Festival de La Vana ignoró olímpicamente (como siempre hacen esos extraños jurados de nuestro festival) ha tenido un éxito rotundo en Europa y Estados Unidos, demostrando algo que los grandes amantes y los mejores directores de cine han sabido siempre, que el órgano sexual más importante, el que proporciona el mayor placer, es el cerebro. También ha A ma soeur pasado por Londres otra película que, como Intimacy, se
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escabulló misteriosamente del pasado Festival de La Vana, Lucía y el Sexo, del siempre interesante Julio Medem. La película que colmó la copa de la paciencia de Alexander Walker fue Baisemoi, obra de dos ex actrices del cine porno, que incluso en Francia provocó un rifirrafe entre los censores, los críticos, los productores y el público. Baise-moi es una película que cuenta sin tapujos, diríase incluso que con suma delectación, la orgía de sexo y violencia a la que se entregan dos jóvenes mujeres azarosamente reunidas. La crítica la describió como una Thelma and Louise pornográfica, y de veras que incluso a los espectadores menos candorosos les costaría mirar, ya no las completamente explícitas escenas de sexo, sino la representación aún The Pornographer más pornográfica de la violencia, de los crímenes más brutales y sanguinarios. En el Standard, Alexander Walker estalló de furia y presagió que el público, cuando pudiera apreciar la profunda ignominia de Baise-moi, reclamaría la renuncia de los directivos de la Comisión Británica de Clasificación Cinematográfica, empezando por su presidente, Andreas Whittam Smith. El señor Walker se equivocó en su pronóstico. Baise-moi pasó silenciosamente por las pantallas británicas, y a los espectadores que acudieron a verla no se les ocurrió manifestarse en las calles ni quemar los cines. El señor Wittham Smith no fue forzado a renunciar y terminó Lucía y el Sexo
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felizmente su período como presidente de la comisión de clasificaciones. Al retirarse, se congratuló por haber convertido a la comisión en una organización «abierta y transparente», cuya política «refleja la actuales corrientes de opinión pública». El jefe de los censores admitió, sin embargo, que la nueva orientación de la comisión ha despertado críticas. «Me doy cuenta de que no todo el mundo comparte mi opinión, y la opinión del resto de la comisión, de que los espectadores adultos deben decidir por sí mismos lo que quieren o no quieren ver». Alexander Walker, sin embargo, no piensa darse por vencido. Esta primavera regresó de Cannes escandalizado por algunas de las películas allí presentadas, que comenzarán a arribar a los cines de Londres en los próximos meses. El nuevo presidente de la comisión de censura tendrá que soportar la cantaleta del infatigable crítico del Evening Standard.
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Hasta la Televisión Cubana, la más puritana del mundo occidental, está dando tímidos pasos de modernización, como lo prueba el hecho de que haya exhibido este verano, al fin, su primer Almodóvar, aunque sea el más higiénico y diz que decente de todos, Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios. Los cínicos dirán que Almodóvar está acabado, ahora que ganó un Oscar y que la Televisión Cubana pasa sus películas. Ese veredicto, sin Mujeres al Borde de embargo, sería apresurado e injusto. La Televisión Cubana aún un Ataque de Nervios tiene que vencer muchas pruebas para recuperar la confianza de los espectadores de la programación cinematográfica. La lista de títulos imprescindibles del cine, pendientes de exhibición televisiva, y relegados por muy extrañas razones, es
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aún demasiado larga. Nuestra televisión dejaría bastante complacida a la mismísima Mary Whitehouse, la famosa defensora de la moral pública que perseguía a la BBC por «sucia» e «indecente» en la época en que todavía la televisión británica no había mostrado el primer desnudo y palabras como «virgen», para aludir a una doncella que no hubiera conocido carne de varón, estaban terminantemente prohibidas. En cuanto a Almodóvar, el estreno de Hable con Ella ha probado que su genio está intacto. La crítica londinense ha recibido la nueva producción de El Deseo S.A. con grandes exclamaciones de admiración. «Una obra maestra», clamó The Guardian, que sí usa esa calificación con gran responsabilidad. «Fabulosa», añadió el conservador The Daily Todo sobre mi madre Telegraph. «El enfant terrible ha llegado a la mayoría de edad», anunció en el Standard Alexander Walker. En The Observer, Anthony Quinn declaró: «Es la más grande de las películas de Almodóvar, un drama romántico superior incluso a la maravillosa Todo sobre mi madre, en términos de densidad psicológica y perversidad cómica». Poco podría añadir este humilde redactor, que acudió a ver la película con vaga curiosidad, y acaso con nostalgia por los viejos Almodóvar, y que salió de la sala trastornado hasta un punto que un hombre de su edad no se debería permitir, si quiere cuidar su prestigio y su salud. El público de La Vana ha podido Hable con Ella apreciar Hable con ella antes incluso que el de Londres o el
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de Nueva York, gracias, al parecer, a la generosidad de los productores y del director. Esta es una feliz reivindicación para aquellos abnegados almodovarianos de La Vana que le entregaron su corazón al manchego mucho antes de que Almodóvar se volviera respetable a la vista de ciertos ojos, en la época en que sus películas, como todavía algunas de Passolini, de Fassbinder, de Oshima o de Derek Jarman, o de otros directores malditos, obscenos y radicales, solo podían verse en discretas salas de video, como aquella de la extinta Casa del Joven Creador, o bien en el circuito subterráneo de los préstamos personales. Algunos recordarán la conmoción que causó entre los espectadores de La Vana la primera retrospectiva completa de Almodóvar, en el Trianón, en el festival del 91, que no era Y tu mamá también tal retrospectiva, pues casi la totalidad de las películas eran tardíos estrenos en Cuba. Los que asistieron, recordarán las peleas callejeras en Línea para entrar al cine, y el asombro que causaban piezas como Laberinto de pasiones, Entre Tinieblas, Atame, La ley del deseo o la espléndida Matador, un asombro natural en espectadores que apenas salían de los castos años ochenta cubanos. Era aquella una época de muchos y muy apresurados descubrimientos. Se había caído poco antes el malhadado Muro de Berlín, y con él, hacía mutis el viejo cine del realismo socialista, en el que los compañeros y compañeras consumaban sus amores revolucionarios sin quitarse jamás la ropa Matador ni dejar caer el fusil de combatir al enemigo. Empezaba el Período
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Especial, aquellos turbulentos primeros años noventa, y a las calles de La Vana había salido de quién sabe dónde una abigarrada multitud llena de agitadas pasiones, dolorosas confusiones, sueños rotos y deseos viejos que se parecía mucho más a la doliente humanidad de las películas de Almodóvar que a los héroes y heroínas de Soviexportfilm, y que, además, no hacía falta ir a ver a ninguna remota y selecta sala de video porque estaba en permanente e irrevocable exhibición pública, con entrada libre para todas las edades, sin cortes, en completa versión original. En aquella época, Almodóvar nos brindó generosamente un par de muy divertidas y a veces amargas lecciones sobre cómo pensar, vivir y amar sin censuras. Es una verdadera satisfacción comprobar que aquel viejo amigo sobrevivió todas las conspiraciones morales en su contra y que al cabo ha llegado a producir una de las obras intelectuales más importantes e influyentes de la cultura hispanoamericana contemporánea. Los censores que, a diferencia de los señores Anand y Whittham Smith, aún persistan en infundadas e injustas persecuciones, deberían considerar la moraleja que se desprende de la victoria total de Pedro Almodóvar.
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Cementerios
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La lluvia amarga del otoño cae sobre el cementerio en la colina de Harrow. La tarde se desvanece. Qué soledad tenaz la de los muertos cuando cae la noche, y las puertas de la iglesia de Saint Mary se cierran, después del último servicio, y el párroco baja el camino oscuro de la colina. Los muertos solos con la lluvia fría, que empapa la hierba y se cuela por laberintos de insectos hasta llegar a los huesos, que se estremecen de frío y de aburrimiento. Yo también siento frío y tedio en los huesos, un tedio de muertos muy viejos. Pero yo no estoy muerto. Si lo estuviera, no me importaría que me enterraran en esta colina de Harrow, asolada por un otoño atroz, pero que cuando llegue la primavera se volverá suave y amable. La brisa nueva de la primavera subirá por el camino de la colina, y correrá entre las lápidas y los árboles, desgajará de las ramas una lluvia de florecillas rosadas, una lluvia interminable, fina y silenciosa como la del otoño, que se
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regará sobre las tumbas de nombres borrosos y sobre el césped mullido como un almohadón. Al final de la tarde, la última luz de sol entrará por el arco entre los árboles de la falda de la colina, y se extenderá sobre el cementerio. Parejas de enamorados pasarán, y para decir algo, dirán algunas simplezas sobre la muerte y sobre dónde les gustaría ser enterrados, y se detendrán a mirar con curiosidad las tumbas de alguna familia conocida, o tal vez otra rareza fúnebre, colocada junto al camino. Las otras tumbas, alejadas del camino, o hundidas entre los matorrales, solo recibirán, en la noche abierta, la visita larga de la luna llena.
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En el cementerio de Highgate, al final de un largo camino lánguido, en una esquina de poco destaque, está la tumba de Marx, el hombre de más honda influencia en la historia, después de aquel cuya tumba está vacía. Cuesta dos libras esterlinas, unos tres dólares, la entrada al cementerio, la comprobación de que Marx es polvo, tierra húmeda, hojarasca, niebla de otoño. La tumba es modesta y parca. Un bloque de granito, separado negligentemente del camino por una rejilla. En el tope, una cabeza de Marx, un tanto achatada, con expresión extrañamente pacífica y familiar, nada que le pueda quitar el sueño al capitalismo. Junto con Marx están enterrados algunos de sus familiares, Jenny von Westphalen, una hija, un yerno, un nieto muerto cruelmente en Marx edad muy temprana. Hay una frase famosa inscrita en la piedra, la única referencia a los oficios de Marx: «Los filósofos han interpretado el mundode varias maneras, sin embargo, de lo que se trata es de transformarlo». Pero el dato del niño muerto desbarata el pomposo idealismo de la frase, le quita a la tumba la condición de reliquia mundial de la revolución, junto a la cual pidieron ser enterrados luchadores y políticos comunistas de muchos países distantes. Qué raras ilusiones pueden haber hecho
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que esos hombres y mujeres prefirieran ser enterrados en este brumoso cementerio de una ciudad extranjera, junto al vago recuerdo de un hombre ya convertido en silencio, en lugar de ser enterrados en sus modestos cementerios patrióticos, en ciudades soleadas, con olor a mar y a flores vivas, junto a antiguos conocidos, nombres y epitafios escritos en la lengua materna. El azar es veladamente irónico. Un niño muerto a los cinco años es una tragedia humana inexplicable e irremediable por ningún erudito filósofo. Frente a la tumba de Marx, otra ironía, está la de Herbert Spencer. El muro de granito está sucio, manchado de humedad. Una capucha de polvo cubre la cabeza de Marx, y hay telas de araña tendidas entre los cabellos. No hay inscripciones en el granito, ningún visitante ha dejado pruebas de admiración o curiosidad. Es asombroso que esta tumba, entre todas las tumbas del mundo, no haya sido rayada por ninguna desbordada declaración. Pero alguien sí estuvo aquí, hace muchos días, bebiendo, dejó un vaso de cristal, un vaso nuevo, muy elegante, colocado cuidadosamente junto al muro. Con los días, el vaso se ha llenado de polvo, de minúsculas hojitas secas, de un vano misterio.
Tumba de Wilde
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En Père Lachaise los turistas recorren incansablemente el laberinto del cementerio, siguiendo los caprichosos itinerarios de su lealtad y su curiosidad. Los grupos políticos avanzan en caravana hacia los monumentos de su obsesión. En la tumba de Wilde, el muro está cubierto de besos, besos de hombres y mujeres con los labios pintados de carmín encendido. Muchos oscuros visitantes han apilado piedrecillas junto a la tumba. Alguien ha escrito, en inglés: «The Man». La tumba de Proust, en cambio, una lápida de granito pulido, está solitaria, no ha recibido homenajes visibles. Los visitantes de edad pasan junto a la tumba de Yves Montand y Simone Signoret,
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nombres de corta fama, que no significan nada para los jóvenes. Junto a la tumba de Jim Morrison, los muchachos han dejado velas encendidas, cartas de amor, cigarrillos ebrios, unas gafas oscuras, inhaladores de humos mágicos. Alguien ha puesto, recostada a la lápida, una larga flor azul, con un mensaje: «Break on through». Pero Jim no puede abrirse paso a través de la corteza dura del mito de su muerte. En la tumba de Isadora Duncan, un nicho modestísimo, un admirador pegó con cinta adhesiva una flor de papel. Un chico escribió, con lápiz apresurado: «Anoche soñé que bailaba con Isadora Duncan». Y otra: «Yo soy Isadora Duncan, reencarnada». No puedo encontrar la tumba de María Callas. Debe ser un nicho, de acuerdo con los mapas. Reviso los nombres de los nichos, nombres que no me importan, que no tienen ningún valor para mí, personas cuya muerte no me conmueve, muertes que son parte del concepto general, abstracto y vacío de la muerte, esa equivocación, esa palabra que siempre que se pronuncia, en cualquier circunstancia, es inexacta. Una familia francesa me ayuda a buscar la tumba, pero de acuerdo con los mapas, debe estar donde no está, debajo de un cantero de flores. No importa. Después de todo, la ubicación de las tumbas de los hombres y mujeres públicos debería ser secreta. O deberían ser enterrados bajo un seudónimo que solo conocieran los familiares. Junto a la tumba de Balzac, un turista japonés se ofrece para tomarme una foto. Lo rechazo, horrorizado. Salgo a París, una ciudad buena para morir, pero no para ser enterrado.
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En el cementerio de Colón, inicio de un año raro, un año que no irá a la historia por nada particular, un año como 1329 u 863, que no fueron memorables. Qué raro vivir en un año que se sabe que no será memorable, es como estar dentro de una tumba, nada de lo que pasa alrededor importa, nada puede cambiar los fundamentos de la fatalidad. Un entierro en el cementerio de Colón, entierro pobre, de pocos dolientes, de pocas flores. En la
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capilla del cementerio, un sacerdote recita apresuradamente una letanía piadosa, una oración rutinaria, siempre, eternamente, igual (¿pero la muerte no es siempre igual? ¿qué importa que la oración sea la misma y que el sacerdote pida gracia con las mismas palabras para todos los muertos que le llevan y cuyos nombres, leídos una vez, no podría recordar esa misma noche?). El sol arrasa las tumbas de La Habana. Yo siempre he pensado que el cementerio de Colón es un buen lugar para ser enterrado, un sitio con sol, porque el sol, no la noche ni la lluvia, es el estado natural que más se parece a la muerte, ambos son positivos en una dicotomía, la luz contra la oscuridad, la certeza contra la incertidumbre, la paz contra la nada que es la vida. También pensaba que el cementerio era la única historia nacional bien escrita, la historia como debe ser, como totalidad, y piadosamente. Pero ya no lo creo. Al cementerio le faltan demasiadas tumbas. La caravana de autos, dos taxis destartalados, hacen la ruta hasta el sitio del enterramiento. Una tumba sin ángeles, sin cruz, sin canteros de flores, sin inscripciones, una de esas tumbas del cementerio nuevo, para pobres, tumbas de tránsito hasta el día de la exhumación. Los sepultureros se ponen apresuradamente la camisa, esconden un poco la basura regada, flores secas de otros entierros, papeles, bolsas plásticas vacías, hojarasca. Nadie despide el duelo, no hay discursos, no hay palabras amables, solo la tristeza de la muerte, que es siempre un poco vulgar, por más que sea sincera. Afuera, La Habana, una ciudad que comprende la muerte Tumba de Jose Marti mucho mejor de lo que parece, porque es el cementerio de sí misma
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Tantos cementerios. Santa Ifigenia, que es un cementerio lleno, no cabe ni un muerto glorioso más. El de los papas en el Vaticano, que es muy extraño, no hay ni un rastro de
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muerte (afecto humano, amor, dolor, admiración real). Uno juraría que las tumbas están todas vacías. Berlín, las cruces en plena calle de Berlín, los fugitivos asesinados por la espalda cuando trataban de saltar el muro. El Panteón en Roma, la tumba de Rafael, opacada por la de Víctor Manuel. El cementerio de Matanzas, donde yo desesperé buscando la tumba de Luz Noriega, una mujer de la que estaba profundamente enamorado y que se había muerto un siglo antes. La abadía de Westminster, donde cada losa del suelo es una tumba, y cada pedazo de pared. El rey es coronado en esta corte de los muertos, en un cementerio, son los muertos su pueblo. Es muy democrático que el rey jure frente a los muertos, es de verdad el único juramento democrático en que se puede creer. Los cementerios son las únicas ciudades reales que he encontrado. Todas las otras son fantasías, pomposas ilusiones, recubrimientos y máscaras, persistentes ficciones. Creo que viajo de cementerio en cementerio, no de ciudad en ciudad, y después de todo, mi viaje, como el de todos, termina en un cementerio que podría ser alguno que todavía no conozco, en una ciudad en la que moriré por accidente, o en algún pueblo a donde me vaya a morir con un poco de privacidad. Pero bien podría ser el mar, o el aire, o la tierra abierta, que son cementerios anónimos, sin tumbas marcadas, pero cementerios al fin y al cabo. Vivimos en cementerios, comemos y dormimos en cementerios, y si es por eso, puede ser que después de todo sí seamos muertos. En alguna parte, puede haber una tumba con nuestro nombre, seguro que la hay. Yo encontré la mía en Stratford upon Avon, en el camposanto de la iglesia de la Santa Trinidad, donde está enterrado Shakespeare. Era la tumba de Orlando John Mills, muerto el 12 de agosto de 1881, a la edad de 36 años. Es la misma tumba de su hijo menor, Roland Horace, muerto el 8 de julio de 1884, a los 3 años y cinco meses de edad. Padre e hijo solo vivieron juntos unos pocos meses. Es poco, pero cualquier otra cantidad de tiempo sería igualmente pequeña. Yo me estremecí. Si se cumple la profecía, me quedan seis años de muerte. Después empezará lo más importante.
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