UN VIACRUCIS PARA LA SEMANA SANTA

UN VIACRUCIS PARA LA SEMANA SANTA Dice un adagio chino: Es mejor encender una vela que renegar de la oscuridad. Lamentamos que se hayan acabado aquel

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UN VIACRUCIS PARA LA SEMANA SANTA

Dice un adagio chino: Es mejor encender una vela que renegar de la oscuridad. Lamentamos que se hayan acabado aquellos tiempos de piedad cristiana, cuando la Semana Santa se notaba que era… Semana Santa, por el recogimiento y la religiosidad que la sociedad manifestaba… Cuando por oír el relato evangélico de la Pasión y recordar los sufrimientos de Jesús, el Viernes Santo, se llenaban a toda su capacidad los templos y la gente escuchaba atenta y piadosa en la calle y en la plaza. La Semana Santa sigue siendo la invitación a que vivamos, en nuestro corazón y en nuestro pensamiento, los acontecimientos más notables y decisivos de la obra de Jesús en favor nuestro: Su Pasión y su Muerte; para disfrutar llenos de gozo el anuncio de nuestra propia resurrección, celebrada en la Resurrección de Jesús, el Domingo de Pascua. Los tiempos cambiaron… las costumbres son otras. Pero aún así, podemos, en cualquier parte que nos encontremos, dedicar unos momentos sagrados a contemplar y meditar los sufrimientos de la Pasión de Jesús. Puede ser –y debe ser- en el seno del

hogar con los hijos alrededor… o puede ser, también, en el lugar del paseo, que elegimos para disfrutar el fin de la Semana Santa. Por eso, a los aficionados a los Cinco Minutos de Oración en el Hogar les ofrezco, en este breve folleto “algunos párrafos” de la impresionante y extensa narración sobre la Pasión del Señor, de la escritora italiana María Valtorta. Estos escritos, aun cuando se tomen como el fruto de una fecunda y exuberante imaginación, mueven a la piedad interior. No están en disonancia con los relatos del Evangelio, sino que los relatos evangélicos quedan corroborados con el conocimiento de las costumbres y ambientes de aquellos tiempos, que no son los nuestros. La Iglesia aprobó la piedad de las personas que fueron a venerar, en la Tierra Santa, los lugares santificados por los sufrimientos de la Pasión de Jesús, y bendijo con bendiciones especiales a quienes hicieron el recorrido de la “Vía Dolorosa” (Viacrucis), recordando los pasos de dolor, que la tradición señaló, y con los cuales Jesús nos manifestó su amor. Eso dio pie a nuestro tradicional Viacrucis, para los que nunca pudimos ir a Tierra Santa. También la Iglesia nos bendice a través de esta piadosa costumbre del Viacrucis. Por eso, la narración de la Pasión de Jesús que nos hace María Valtorta la dividimos en “Estaciones”; las que estamos acostumbrados a recorrer cuando rezamos el Viacrucis. Al unirnos, en espíritu, a los dolores de Jesús, hagámoslo con la intención que él tuvo al sufrirlos: Por la santificación de todos los humanos, a través del perdón de los pecados que vino a ofrecernos… para convertir sinceramente nuestro corazón a su amor. Padre Salcido. Magdalena, Son., a 12 de Marzo de 1993.

Primera Estación Jesús logra al fin, sin decir una sola palabra, tomar sus vestidos, mientras que los soldados se burlan de él pronunciando obscenidades. Se pone la túnica blanca, que está limpia y que habían puesto en un rincón. Parece como si quisiera ocultar su pobre vestido rojo, que ayer era tan hermoso y ahora está manchado de suciedad y de sangre que le cayó en Getsemaní. Antes de ponerse la túnica corta, se seca y limpia con ella el rostro sucio de sangre, polvo y escupitazos. Una vez limpio el rostro, se compone los cabellos descompuestos, la barba, llevado de un instinto natural de limpieza y orden en su persona. Luego se acerca para que le dé el sol, pues tiembla… La fiebre ha empezado a apoderarse de él, debido a la pérdida de sangre, del ayuno, de la larga caminata. Nuevamente le atan las manos. La cuerda vuelve a cortarle por donde hay rozaduras anteriores. -¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer? -Espera. Los judíos quieren un rey. Se lo daremos. Aquello que está allí… dice un soldado.

Corre afuera, regresa con un manojo de ramas de zarza, todavía flexible, con espinas largas y puntiagudas. Con la daga le quita las hojas, la dobla de modo que tome la forma de corona y se la pone sobre la cabeza. La corona es muy grande y se le mete hasta el cuello. -No le queda. Debe ser más estrecha. Quítasela. Al quitársela, le rasgan las mejillas y le arrancan los cabellos. La estrechan, pero demasiado, y aunque se la aprietan, no le cabe. De nuevo se la quitan. Ahora está bien. Por delante hay una hilera triple de espinas, por detrás, donde se unen las puntas de las ramas, hay un nudo de espinas que penetran la nuca. -¡Ahora estás mejor! Un bronce natural y rubíes. Mírate rey, en mi coraza, le dice en son de bufa el soldado que inventó este suplicio. -La corona no basta para representar a un rey, es menester la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la alcantarilla una clámide roja. Ve a traerlas, Cornelio. Éste las trae. Le echan encima la sucia clámide roja, pero antes de ponerle entre las manos la caña, le golpean la cabeza, lo saludan diciéndole: -Salve, rey de los judíos, y se mueren de risa. Jesús no se opone a nada. Permite que se le siente en el “trono”: un artesón boca abajo, que usan para dar de beber a los caballos. Deja que se le golpee, se le burle, sin decir una sola palabra. Tan solo los mira… Una mirada única de dulzura y de dolor tan atroz, que no puedo sostenerla sin sentirme herida en el corazón. Los soldados suspenden sus burlas al oír la voz de alguien que les ordena que lleven a Jesús ante Pilatos. Llevan a Jesús al atrio donde el sol alumbra con todos sus rayos. Todavía lleva la corona, la clámide y la caña. -¡Camina, para que te muestren al pueblo! Jesús, pese a sentirse débil, se yergue dignamente, ¡y en verdad, parece un rey! -¡Escuchad, hebreos…! Dice Pilatos, ¡Allí está…! Lo he mandado castigar. Ahora deben permitir que lo deje libre. -¡No, no! ¡Queremos verlo! ¡Afuera! ¡Queremos ver al blasfemo! Pilatos ordena: -Sacadlo afuera. ¡Pero tener cuidado de que no le vayan a echar mano! Es un día muy cálido. El sol cae directamente sobre las cabezas, pues estamos ya entre tercia y sexta. (9 y 12 a.m) Y mientras Jesús entra en el vestíbulo, y aparece en medio de los soldados, Poncio Pilatos lo señala con la mano diciendo: -¡Ahí lo tenéis! ¡Ahí tenéis a vuestro rey! ¿No os basta todavía? Gritan, enseñan sus puños, piden que se le mande a la muerte. Al ver y al oír las voces de los que gritan, me pregunto: ¿son voces humanas? ¡No!. Son caras de hienas rabiosas.

Jesús sigue de pie, erguido. Y digo que nunca había resaltado esa nobleza como ahora. Ni siquiera cuando hacía milagros. Una nobleza dolorosa pero en tal forma divina que bastaría verla, para señalarlo como a Dios. Pero para llegar a esto, tendría uno que ser humano, y Jesús este día no tiene hombres. Tiene solamente demonios. Jesús tiende su mirada sobre la turba, busca entre el millar de enemigos… Inclina su cabeza abatido ante tal abandono. Le cae una lágrima… luego otra… después la siguiente… Ante su llanto no hay compasión, sino solo odio. Lo devuelven al atrio. -¡Bueno! Dejar que se vaya. Es un acto de justicia. Dice Pilatos. -¡No! ¡A la muerte! ¡Crucifícalo! -Os entrego a Barrabás. -No, ¡Al Mesías! -Si es así, tomadlo vosotros. Y crucificadlo. Yo no encuentro ninguna culpa en él. -Dijo que es el Hijo de Dios. Y nuestra ley castiga con la muerte al reo de semejante blasfemia. Pilatos se queda pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta sobre su silla. Apoya la barbilla sobre la mano cerrada y el codo sobre la rodilla. Mira atentamente a Jesús. -¡Acércate!: le ordena. Jesús se acerca hasta la tarima. -¡Es verdad lo que dicen? Respóndeme. Jesús guarda silencio. -¿De dónde has venido? ¿Qué es Dios? -El Todo. -¿Y luego…? ¿Qué quieres decir con el Todo? ¿Qué cosa es el Todo para quien muere? Estás loco… Dios no existe, ¡yo soy dios! Jesús no replica. Ha pronunciado su palabra salvadora, y se encierra en su silencio. Alguien dice a Pilatos: Poncio, la esclava de Claudia te pide permiso de entrar. Trae un recado para ti. -¡Oh… ahora las mujeres! Que entre… Entra una mujer. Se arrodilla. Le presenta una tablilla encerada. Debe ser en la que Claudia pide a su marido que no condene a Jesús. La mujer se retira de espaldas, entre tanto Pilatos lee. Dice a Jesús: -Se me aconseja que evite tu muerte. ¿Es verdad que eres más que un arúspice? Me infundes miedo. Jesús no contesta. -¿Pero no sabes que tengo poder para dejarte libre o para mandarte a la crucifixión?

-No tendrías ningún poder, si no se te hubiera dado de lo alto. Por esto, quien me ha puesto en tus manos es más culpable que tú. -¿A quién te refieres?¿A tu Dios…? Tengo miedo… Jesús no responde. Pilatos está sobre ascuas. Quiere… y no quiere. Teme el castigo de Dios, teme el castigo de Roma, teme el castigo de los vengativos judíos. Por un momento gana el temor de Dios. Se adelanta y les grita: -¡No es culpable! Le contestan: -¡Si lo dejas libre eres enemigo de César! Quien se hace rey es enemigo del César. Tú quieres libertar al Nazareno. Si lo haces, se lo notificaremos al César. Pilatos se encuentra presa del temor humano. -Si queréis que lo mate: ¡Que se haga! Pero que la sangre de este justo no se le busque en mis manos. Y hace que le traigan una jofaina. Se lava las manos ante el pueblo que parece poseído de locura. La gente grita: -Que se le encuentre en las nuestras. Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No le tenemos miedo. ¡A la cruz! ¡A la cruz…! Poncio Pilatos regresa a su silla, llama al centurión Longinos y a un esclavo. El esclavo le trae una tablilla y ordena que se escriba: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. La muestra al pueblo. -No. No así. No rey de los judíos. Sino que dijo que sería rey de los judíos, gritan muchos. -Lo que escribí, escrito queda: responde secamente Pilatos. De pie, extiende su mano vuelta hacia abajo y ordena: -¡Que vaya a la cruz! Soldado ve, prepara la cruz. (¡lbis ad crucem! l, miles, expedí crucem) Y baja sin voltearse siquiera ni a la gente que mete confusión, ni a Jesús a quien ha condenado. Y sale del atrio. Jesús se queda en medio de él, bajo la custodia de los soldados, en espera de la cruz. Reflexión en silencio… Padre Nuestro

Segunda Estación Longinos, encargado de presidir la ejecución da sus órdenes. Antes de que Jesús sea sacado fuera, a la calle, para recibir la cruz y ponerse en camino, Longinos, lo ha mirado dos o tres veces, con una curiosidad bañada en cierta compasión. Y con la experiencia de alguien que conoce ciertas cosas, se acerca a Jesús con un soldado y le ofrece algo; parece una copa de vino. Digo, porque saca el líquido de color rubio-rojizoclaro de una cantimplora militar. –Te hará bien. Has de tener sed. Afuera hace sol. El camino es largo. Jesús responde: -Dios te pague tu compasión. Pero no te prives de ello. -Yo soy sano y fuerte… Tú… No me privo… Y luego… lo haría gustoso, con tal de darte algún consuelo… Un sorbo… para mostrarme que no odias a los paganos.

Jesús no rehusa más y da un sorbo. Como tiene las manos desligadas, pues no tiene ni la caña ni la clámide, lo hace por sí mismo. No bebe más, pese a que la bebida está fresca y es buena, que le ayuda para la fiebre que se nota ya en las estrías rojizas de sus pálidas mejillas y sus labios secos y agrietados. -Toma, toma. Es agua con miel. Ayuda. Quita la sed… Me das compasión… de veras. No eres el hebreo a quien se debía matar… ¡Bueno! No te odio… y procuraré hacerte sufrir lo menos posible. Jesús no bebe más… Tiene realmente sed. La sed de los desangrados y calenturientos. Sabe que no es una bebida narcotizada, y de buena gana bebería. Pero no quiere sufrir menos. Lo comprendo, como comprendo por una luz interior que más que el agua con miel, lo consuela la compasión del romano. -Dios te pague este consuelo con bendiciones; añade. Y trata de sonreírle… con su boca hinchada, herida, que dolorosamente se cierra, porque entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando sin cesar, la parte en donde recibió el golpe que le dieron con un palo en el patio interior, después de la flagelación. Llegan los dos ladrones, rodeados cada uno de una decuria. Es la hora de ponerse en marcha. Longinos da sus últimas órdenes. Una centuria se forma en dos filas distantes unos tres metros una de la otra. Avanza hacia la plaza en que otra centuria formando cuadro se ha colocado para rechazar a la gente que pueda estorbar el cortejo. En la plazuela hay soldados a caballo: una decuria a cuyo frente va un joven graduado llevando las insignias. Un soldado de infantería tiene de las riendas el caballo morcillo del centurión. Longinos sube y se dirige a su lugar, unos metros delante de los once de a caballo. Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas. La de Jesús más larga. Veo que la traen ya formada. Antes de poner la cruz sobre Jesús le cuelgan al cuello la tablilla en que se lee: “Jesús Nazareno, rey de los judíos.” El lazo, con que va amarrada, pega contra la corona que se mueve, rasga la piel y penetra en lugares diversos causando nuevos dolores y haciendo que brote más sangre. La gente, sádica, se ríe de gusto… insulta y blasfema. Todo está listo. Longinos da la orden de ponerse en marcha: -¡Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno. Las otras formen ala y refuerzo. El soldado que hiera a muerte a los condenados será responsable de ello! Jesús baja los tres peldaños que llevan del vestíbulo a la plaza. Al punto se ve que Jesús está muy débil. Vacila al bajar los tres peldaños, estorbado por la cruz, que le oprime la espalda flagelada; por la tablilla escrita que se balancea hacia adelante y le corta el cuello; por las diferentes posiciones que toma la cruz al moverse. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Tercera Estación Los soldados cumplen sólo con lo que deben, esto es: ordenan a Jesús que se meta en la mitad del camino y que avance. Longinos espolea su caballo, y el cortejo se pone en marcha lentamente, arrastrando Jesús la cruz.

Longinos quiere tomar el camino más breve que lleva al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia de Jesús. Pero la canalla de judíos, y es poco darle este nombre, no es de igual parecer. Los más astutos, se adelantaron hasta el cruce donde la calle se bifurca en dos, una lleva a las murallas y la otra al centro de la ciudad; y meten confusión, aullando, cuando ven que Longinos quiere tomar el camino de la muralla. -¡No puedes hacerlo! ¡No puedes hacerlo! ¡Es ilegal! La ley dice que los condenados deben ser vistos por la ciudad donde pecaron. Los judíos que vienen detrás del cortejo comprenden que se les quiere privar de su derecho, y unen su gritería a la de los otros. Por amor de la tranquilidad Longinos da vuelta por la calle que va al centro de la ciudad y avanza un poco, pero hace señal a un decurión de que se le acerque; le da órdenes en voz baja. El oficial regresa rápido, transmite la orden a cada jefe de decuria, luego regresa a Longinos y rinde información de lo hecho. De nuevo ocupa su lugar de antes, que es en la fila que sigue a Longinos. Jesús camina jadeando. Cada hoyo de la calle es una trampa para su pie vacilante y un tormento para sus espaldas llagadas, para su cabeza coronada de espinas, sobre la que cae un sol demasiado caliente, que de vez en vez se esconde tras un montón de nubes plomizas. Pero aun así, no deja de quemar. Jesús está congestionado por la fatiga, la fiebre, el calor. Me imagino que la luz y los gritos le harán sufrir. Si no puede taparse los oídos para no oír los gritos e insultos, cierra un poco sus ojos para ver el camino abrasado por los rayos del sol… Pero tiene que abrirlos porque tropieza con piedras y hoyos. Cada tropiezo le causa dolor porque la cruz se mueve bruscamente y le hiere la corona. La llaga de la espalda se hace cada vez mayor, y el dolor aumenta. Los judíos no pueden pegarle ya directamente, pero de vez en vez le llega alguna pedrada o algún palo. Las pedradas sobre todo en las plazuelas llenas de gente. Los palos en las vueltas, por las callejuelas que suben y bajan uno, tres o más escalones. En estos lugares, forzosamente el cortejo avanza despacio y no falta quien, desafiando las lanzas romanas, trate de herir a Jesús. Los soldados lo defienden como pueden; pero al hacerlo lo golpean, porque las astas largas de las lanzas lo alcanzan y lo hacen tropezar. Llegados a un determinado punto, los soldados hacen una maniobra impecable y, pese a los gritos y amenazas, el cortejo toma bruscamente por una calle que lleva directo a los muros, de bajada, una calle que acorta el camino hacia el lugar del suplicio. Jesús jadea mucho más. El sudor le baña el rostro con la sangre que le brota de las heridas causadas por la corona de espinas. El polvo se le adhiere al rostro sudado y lo mancha con huellas extrañas, porque todavía sopla el viento con rachas a intervalos que arrastran consigo inmundicias que pegan a los ojos y en las gargantas. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Cuarta Estación En la Puerta Judiciaria se ha agolpado mucha gente. Los que previnieron que por ahí pasaría el cortejo, han escogido un buen lugar para ver. Un poco antes de llegar allí, Jesús da muestras de caer. La intervención pronta de un soldado, impide que caiga en tierra. La gentuza a carcajadas grita: -¡Déjalo! A todos decía: Levántate. Que se levante él ahora.

Más allá de la puerta hay un arroyuelo con su puente. Otra fatiga para Jesús al caminar sobre esas vigas malamente unidas, sobre las que rebota con mayor fuerza la cruz. Y una nueva ocasión para que los judíos puedan arrojar proyectiles. Las piedras del arroyo vuelan por el aire y golpean a Jesús. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Quinta Estación Empieza la subida del Calvario. Un camino desnudo, sin una pizca de sombra, empedrado con piedras separadas y que directamente empieza a subir. Jesús sufre horriblemente al subir, llevando consigo el peso considerable de la cruz. Se topa con una piedra saliente y, como va muy agotado, tropieza con ella, cae sobre la rodilla derecha, pero logra sostenerse con la mano izquierda. La plebe grita de alegría… Vuelve a levantarse. Avanza siempre más inclinado y jadeante, congestionado, calenturiento… El vestido, al caminar más encorvado, le impide andar. Nuevamente tropieza y va a caer de rodillas hiriéndose de nuevo, donde ya antes se había herido. La cruz, que se le escapa de las manos, cae, golpeándolo duramente en la espalda. Lo obligan a agacharse para levantarla, y ponérsela de nuevo sobre la espalda. Al hacer esto, se ve claramente la llaga que la cruz le ha formado con el roce, y que ha abierto las muchas llagas que le produjeron los azotes, y que han formado una sola de la que brota suero y sangre, de modo que la túnica blanca está completamente manchada en esa zona. La gentuza hasta aplaude de alegría al verlo caer de ese modo tan miserable. Longinos grita que se den prisa. Los soldados, con golpes dados con dagas, dicen al pobre Jesús que siga. Y de nuevo empieza el camino con una lentitud mayor que antes, pese a toda clase de solicitudes. Jesús parece como si estuviera ebrio. Pega contra esta, contra aquella hilera de soldados, aunque la calle es ancha. La gente lo ve y grita. –Se le ha subido a la cabeza su doctrina. -¡Mira, mira como tropieza! Otros, que no son el pueblo, sino sacerdotes y escribas, maliciosamente se ríen: -No. Son los banquetes en casa de Lázaro que todavía le hacen efecto. ¿Eran sabrosos? Ahora come nuestra comida… y palabras semejantes. Longinos que de vez en vez se vuelve, se compadece de Jesús y ordena que se detengan todos por algunos minutos. Lo insulta tanto la plebe que el centurión ordena a sus soldados atacar. La cobarde plebe, al ver las lanzas que brillan y que amenazan, se retira, aullando y huyendo por acá y por allá sobre el cerro. Aquí es donde vuelvo a ver entre los pocos que han quedado, detrás de unas ruinas, al grupo de los pastores. Acongojados, desconcertados, polvorientos, llaman con la fuerza de su mirada la de su Maestro. Y él vuelve su cabeza, los ve… los mira detenidamente como si fueran caras de ángeles; parece calmar su sed y tomar fuerza con sus lágrimas. Sonríe… Se da la orden de volver a caminar. Jesús pasa ante ellos y hasta sus oídos llegan sus gemidos. Fatigosamente dobla su cabeza bajo el yugo de la cruz y nuevamente sonríe. Sus consuelos: diez caras… una parada bajo el sol abrasador… Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Sexta Estación Después viene el dolor de la tercera y completa caída. Esta vez no es porque haya tropezado, sino que de pronto perdió las fuerzas, por un síncope. Cae cuan largo es, pegando su rostro contra las baldosas mal unidas, y sigue así en el suelo bajo la cruz que se le queda encima. Los soldados tratan de levantarlo, pero como parece que está muerto, van a avisar al centurión. Mientras van y vienen, Jesús vuelve en sí, y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los que uno ha levantado la cruz, y del otro que lo ayuda a ponerse de pie, se coloca en su lugar, pero está completamente agotado. -¡Procurad que no muera sino en la cruz! Grita la gentuza. -Si lo hacéis morir antes, responderéis ante el procónsul, tenedlo muy en cuenta. El reo debe llegar vivo al suplicio, dicen los principales de los escribas a los soldados. Estos, con sus miradas de rabia, los perforan, pero la disciplina militar no les deja hablar. Longinos, piensa, como los judíos, que Jesús puede morir en el camino y quiere evitarse dificultades. Sin necesidad de que alguien se lo diga, conoce su deber de jefe de la ejecución, y provee; pero de un modo que desorienta a los judíos que se han adelantado por el camino al que se unen todos los otros caminos. Longinos, pues, da la orden de reanudar la marcha por el largo camino que sube en espiral; es más largo, pero menos escarpado. En este camino se ven personas que suben, pero que no forman parte de la indigna gritería de los enemigos de Jesús, que le siguen para gozarse al verlo sufrir. Son en su mayoría mujeres que lloran bajo sus velos, alguno que otro grupillo de hombres. La gente que seguía a Jesús aúlla de rabia. ¡Hubieran preferido ver a Jesús agobiado y cayendo por el otro camino! Profieren contra Jesús y contra quienes lo llevan palabras obscenas. Unos siguen el cortejo, otros rápidamente toman por el camino escabroso, para escoger un buen lugar a cambio de su deseo insatisfecho. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Séptima Estación Las mujeres, que van llorando en el camino largo y en espiral, se vuelven al oír los gritos, y ven que el cortejo avanza por el camino que ellas llevan. Se detienen. Se pegan al cerro por temor de que los judíos las echen abajo. Se bajan más el velo. Hay una que lo trae como si fuese una musulmana. Deja tan solo libres sus negrísimos ojos. Las mujeres vienen vestidas muy ricamente y traen por defensa suya a un viejo robusto, que no puedo saber quién es, porque viene completamente envuelto en su manto. Veo sólo su larga barba, más blanca que negra, que se asoma por el manto de color muy oscuro. Cuando Jesús llega a donde están, lloran más fuertemente y se inclinan profundamente en señal de saludo. Luego valerosamente, avanzan. Los soldados quieren hacerlas a un lado con sus astas, pero la que viene cubierta como musulmana por un momento se levanta el velo, el alférez que había llegado a caballo para saber por qué se había detenido la marcha la ve, y da órdenes de dejarlas pasar. No puedo ver ni su cara, ni su vestido, porque cuando se levantó el velo lo hizo con una rapidez

sorprendente, y su vestido es ocultado por un largo y pesado manto que le llega hasta tierra cerrado por una serie de brocamantones. Al sacar su manto para levantarse el velo, veo que es blanca y hermosa. Fuera de esto y de los negrísimos ojos no veo más de esta alta matrona, que debe de ser influyente, pues el alférez le obedece al punto. Se acercan a Jesús llorando. Se arrodillan a sus pies, mientras él se detiene jadeante… y, sin embargo, encuentra el modo de sonreírles y al hombre que las acompaña, el cual se descubre la cara y veo que es Jonatán. Los guardias no lo dejan pasar, sino solo a las mujeres. Una es Juana de Cusa. Esta más desecha que cuando agonizaba. En su cara blanca como la nieve no se ve otro color fuera de las huellas de su llanto. Sus negros ojos han cobrado el color de un violado oscurísimo, como el de ciertas flores. Tiene en su mano una jarra de plata y le ofrece a Jesús, que no la acepta. Por otra parte, jadea tanto que no podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le cae en los ojos que corre por las mejillas amoratadas y el cuello, en que se ven las venas hinchadas por el esfuerzo del corazón, hasta que le empapa todo el pecho. Otra mujer, que trae consigo a una joven criada con un pequeño cofre, lo abre, y saca un lino finísimo, cuadrado, lo ofrece al Redentor, que lo toma. Y como no puede hacerlo con una sola mano, la compasiva mujer le ayuda, procurando no moverle la corona. Jesús oprime el fresco lino sobre su pobre rostro, y se lo tiene así como si encontrase un gran consuelo. Devuelve el lino y dice: -Gracias Juana, gracias Nique… Sara… Marcela… Elisa… Lidia… Ana… Valeria… y tú… Pero no lloréis… por mí… hijas de Jerusalén… sino por los pecados… los vuestros, y por los de ellos… de vuestra ciudad… Bendice… Juana… de no tener… más hijos… Mira es piedad de Dios… no tener hijos… para que… no sufran esto… Y también… tú, Isabel… mejor… como fue… que entre los deicidas… Y vosotros… madres… llorad por vuestros hijos… porque… esta hora no pasará sin castigo. Y que castigo, si así es para… el inocente… lloraréis… de haber concebido… amamantando y de… tener todavía vivos… los hijos… Las madres de aquella hora… llorarán porque… en verdad os digo… que será afortunado… quien en ese entonces… caiga bajo los escombros… Os bendigo… idos a casa… rogad por mí. Adiós Jonatán… acompáñalas. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Octava Estación Nuevamente está bañado en sudor. También los soldados y los otros dos van al suplicio sudan porque el sol, de un día que amenaza tempestad, cae como fuego y el cerro recalentado aumenta el calor. ¿Qué no sentirá Jesús con su vestido de lana, que trae sobre las heridas de los azotes? ¡Puede uno imaginarse y horrorizarse!... Pero no lanza ni un lamento. Pese a que el camino es menos pendiente y no hay esas piedras sueltas, como en el otro, tan peligrosas para sus pies que va arrastrando. Jesús vacila cada vez más, yendo ya contra una, ya contra otra fila de los soldados y siempre más encorvado. Piensan que podrán ayudarle atándolo con dos cuerdas a la cintura, de manera que así puedan sostenerlo. Lo logran, pero no le quitan el peso. Antes bien las cuerdas, al car contra la cruz, la mueven continuamente sobre la espalda y mueven también la corona que ha herido la frente de Jesús, y parece un tatuaje sangriento. Además los

lazos restregan la cintura donde hay tantas heridas, que de nuevo se abren, pues la túnica blanca se pone de color rojo pálido. Por querer ayudarlo, lo hacen sufrir más. Continúa el camino. Da vuelta al cerro, hacia el camino empinado. Aquí, están María y Juan. Creo que Juan la trajo a este punto en que hay sombra, detrás del declive del cerro, para que descanse un poco. Arriba y abajo, la pendiente se hunde o se levanta muy escarpada. Allí hay sombre, porque creo que es el norte, y a María, que está contra el cerro, no le da el sol. Está apoyada contra la tierra. De pie, agotada, jadeante, pálida como un cadáver con su vestido azul oscuro, casi negro. Juan la mira con toda la compasión. También el ha perdido el color de su cara. Es cenizo ahora. Dos ojos cansados y abiertos desmesuradamente. Despeinado. Las mejillas hundidas como si hubiera estado enfermo. Las otras mujeres, María y Martha, hermanas de Lázaro. María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná y otras que no reconozco, están en medio del camino y esperan a Jesús Salvador. Al ver que llega Longinos corren a donde María a darle la noticia. María sostenida del brazo por Juan, se separa majestuosa en su dolor, de la orilla del cerro y valerosamente se pone en medio del camino, haciéndose sólo a un lado al llegar Longinos, que desde lo alto de su caballo morcillo mira la palidez de María y a su rubio acompañante, pálido, de ojos azules como los de Ella. Mueve la cabeza al pasar seguido de sus once a caballo. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Novena Estación María trata de pasar entre los soldados que van a pie, pero como tienen prisa, quieren rechazarla con las astas, por el tiempo que hacen perder las mujeres, al tiempo que gritan a los soldados: -¡Pronto, pronto! Mañana es Pascua. Hay que acabar esta misma tarde. ¡Cómplices! ¡Befadores de nuestra ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Mesías! -¿Lo aman? ¡Os lo regalamos! ¡Metedlo en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo damos! ¡No lo queremos! ¡La carroña a las carroñas! ¡La lepra a los leprosos!. Longinos pierde la paciencia, espolea su caballo, seguido de los otros diez lanceros, y arremete contra la canalla que insulta… y que por segunda vez huye. Al hacer esto, ve una carreta parada, que había subido hasta allí desde las huertas que hay en las faldas del cerro y que está esperando con su carga de verduras a que pase la multitud para ir a la ciudad. Me imagino que la curiosidad influyó un poco en Cirineo y en sus hijos a subir hasta acá, porque no había necesidad de hacerlo. Los dos hijos recostados en el montón de verduras, miran y se ríen de los judíos que huyen. Su padre, al contrario, un hombre muy robusto como de 45 años de edad, de pie, junto a un asno, que se ha espantado y quiere echar para atrás, mira atentamente el cortejo. Longinos lo mira de arriba abajo. Piensa que le puede servir y le ordena: -¡Oye, ven aquí! Cirineo finge no oír, pero con Longinos nadie juega. Repite la orden en tal forma que Cirineo deja las riendas del borrico a uno de sus hijos y se acerca al centurión. -¿Ves a ese hombre…? Le pregunta. Y al hacerlo se vuelve para señalar a Jesús. En ese momento ve que María suplica a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión y grita: -Dejadla pasar. Luego dice al Cirineo. –No puede seguir así. Tú estás fuerte. Toma su cruz y llévasela hasta la cima. -No puedo… tengo el asno… es asustadizo… los muchachos no pueden sujetarlo…

Longinos le replica: -Ve, si no quieres perder el asno y que se te den veinte azotes. Cirineo no se opone más. Grita a los muchachos: -Volved a casa y pronto. Decid que no me tardo, y va donde Jesús. Llega el momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre que sólo ve ahora que se acerca, porque como camina tan inclinado y con los ojos casi cerrados, como si estuviera ciego, grita: -¡Madre…! Es la primera palabra que manifiesta su dolor desde que está sujeto a padecer. En ese grito vive la confesión de todos y cada uno de sus dolores del alma, de su corazón, de su cuerpo. Es el grito agudo y destrozado del niño que muere solo, entre verdugos, en medio de los peores tormentos… que llega a tener miedo aun de su propio aliento. Es el lamento de un niño que delira, aterrorizado por visiones horrorosas… Busca a su Madre para que con su beso fresco calme el ardor de la fiebre, y para que su voz ahuyente los fantasmas, su abrazo haga menos terrible la muerte. María se lleva la mano al corazón como si hubiese recibido una puñalada; se le ve que levemente vacila, pero se recobra, apresura el paso y con los brazos tendidos hacia su Hijo, grita ¡Hijo…! Lo dice en tal forma que sólo el que tenga corazón de hiena, no puede menos de sentir dolor. Hasta los romanos experimentan un sentimiento de compasión… y eso que son hombres acostumbrados a las armas, a la muerte, con cicatrices en sus cuerpos. Las palabras “¡Mamá!” e “¡Hijo!” son las mismas y para todos, menos para los de corazón de hiena. Dondequiera que se digan, hacen nacer sentimientos de profunda compasión. Cirineo siente lo mismo… Ve que María no puede abrazar a su Hijo con la cruz y desconsolada baja sus brazos extendidos, en cambio de ello quiere enviarle algo así como una sonrisa de mártir para darle valor, mientras que por entre sus labios corren las lágrimas, y ve que Jesús tuerce su cabeza bajo el yugo de la cruz, buscando poderle decir algo, de enviarle un beso con sus pobres labios heridos, secos, golpeados. Cirineo se apresura a levantar la cruz y lo hace con la delicadeza de un padre, para no mover la corona o rozar las llagas. María no puede besar a su Hijo… Aunque levemente lo tocase, sería una tortura. Se abstiene… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo. Buscan que se les respete o que se les compadezca. No que se les burle, ni se les mire con curiosidad. Sólo ambos corazones angustiados se besan. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Décima Estación El cortejo emprende de nuevo la marcha al empuje del pueblo enfurecido y que los separa, haciendo a un lado a la Virgen, contra el cerro, expuesta a que se burlen de ella… Ahora detrás de Jesús camina Cirineo con la cruz. Jesús, libre del peso, camina mejor. Jadea fuertemente. Se lleva con frecuencia la mano al corazón, como si tuviese un gran dolor, una herida allí, en la región esternocardiaca. Como no trae las manos ligadas, se echa los cabellos, empapados de sangre y sudor, hacia las orejas, para sentir el aire sobre su rostro lívido. Se desata el cordón del cuello, porque le molesta para respirar… Puede caminar un poco mejor.

María se ha hecho a un lado con las mujeres. Sigue el cortejo, una vez que ha pasado, luego, por una vereda, se dirige a la cima del cerro, desafiando los insultos de la plebe enfurecida. Como Jesús está ya suelto, el último trozo que faltaba se hace pronto. Ya están cerca de la cima, llena de gente que aulla. Longinos se detiene y da orden de que a todos, sin excepción, se les eche abajo, para que, la cima, lugar de la ejecución, quede libre. La mitad de la centuria cumple sus órdenes empleando sus dagas y astas. Bajo la granizada de golpes y palos, los judíos desalojan la cima. Quieren quedarse en la explanada que hay abajo, pero los que están allí no lo permiten, y se arma entre sí una buena pelea. Se arma tal confusión que parecen locos. El Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular. Sobre esta explanada hay tres agujeros profundos, cubiertos con ladrillos o pedazos de pizarra. Cerca hay piedras y tierra para reforzar las cruces. Otros agujeros se han llenado con piedras. SE comprende que según el número de los sentenciados, se vacían los hoyos. Los soldados, que echaron a la gente de la cima, a base de golpes calman las peleas en las que se habían trabado los judíos, y abren paso para que se atraviese el cortejo, sin dificultad, el último trozo de camino. Se quedan en esa posición formando como ala, mientras los tres sentenciados, rodeados de jinetes y protegidos por detrás por la otra media centuria, llegan hasta el punto donde deben detenerse a los pies de la plataforma natural que es la cima del Gólgota. Mientras esto sucede, descubro a las Marías. Un poco detrás de ellas está Juana de Cusa con otras de las mujeres de antes. Las demás regresaron solas, porque Jonatán está aquí, detrás de su patrona. No está lo que llamamos Verónica y a la que Jesús llamó Nique, ni su criada. Tampoco a la que obedecieron los soldados. Veo a Juana, a la vieja Elisa, a Ana, y a dos más que no puedo identificar. Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo. Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Lucharon con quienes los querían arrojar insultándolos, pero su fuerza, que duplica el amor y el dolor, los hizo vencer. Han formado un semicírculo libre, contra el que los cobardísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y enseñarles los puños, pero no más, porque los bastones de los pastores son gruesos y pesados; y la fuerza de sus músculos es mucho mayor de lo que pudiera imaginarse. Es el único lugar del Calvario donde no se maldice a Jesús. Los tres lados que bajan a la hondonada sin ninguna escapadura, están llenos de gente. No se distingue el suelo amarillento. Bajo los rayos del sol, aquella gente da la impresión de un prado florido de coronas de todos colores, ¡tan apretados se ven los capuchos y los mantos! Más allá del arroyo, por el camino, se ve más gente y también más allá de la muralla. Dígase lo mismo de las terrazas de las casas que circundan el cerro. El resto de la ciudad está desnudo… vacío… silencioso. Todo está aquí. Todo el amor y todo el odio. Todo el silencio que ama y perdona. Toda la gritería que odia y maldice. Los encargados de la ejecución preparan sus instrumentos, limpian bien los hoyos. Los sentenciados esperan en el centro. Los judíos, que se han refugiado en el rincón opuesto a donde están las Marías las insultan. También a la Madre de Jesús: -¡A la muerte los galileos! ¡A la muerte! ¡Galileos Malditos! ¡A la muerte el galileo blasfemo! ¡Clavad también en la cruz el seno que lo llevó! ¡Mueran las víboras que paren demonios! ¡A la muerte! ¡Limpiad a Israel de las mujeres que se unen con los machos cabríos!

Longinos que ha bajado del caballo se voltea y mira a la Virgen… Ordena hacer callar aquella gritería… La media centuria que estaba a las espaldas de los condenados ataca a la canalla y limpia la plazoleta, y los judíos escapan por el cerro pisoteándose los unos a los otros. Los demás soldados bajan también del caballo. Uno de ellos toma los caballos además y los retira. El centurión va a la cima. Juana de Cusa se le acerca, lo detiene. Le da la jarra y una bolsa. Luego vuelve al ángulo del monte con las otras. Arriba todo está listo. Se hace subir a los sentenciados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre que lanza un gemido, que ella misma trata de sofocar, llevándose el manto a la boca. Los judíos lo ven y se carcajean. Juan, el manso Juan, que, con un brazo sostiene a María, se vuelve con una mirada feroz. Le brillan los ojos. Creo que si no hubiera tenido que velar por las mujeres, tomaría a uno de estos cobardes por la garganta. Apenas los sentenciados están sobre el cadalso, los soldados rodean la plazuela por los tres lados. No queda vacío sino el que está escarpado. El centurión ordena a Cirineo que se vaya; el no quiere, no por sadismo, sino por amor. Se queda junto a los galileos condividiendo con ellos los insultos que la canalla lanza contra estos afligidos fieles de Jesús. Los dos ladrones echan al suelo sus cruces en medio de maldiciones. Jesús guarda silencio. El camino doloroso ha terminado. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Undécima Estación Cuatro musculosos hombres, que por su aspecto me parece que sean judíos, y judíos dignos de la cruz más que los sentenciados, de la misma ralea que los encargados de la flagelación, brincan de una vereda al lugar del suplicio. Traen túnicas cortas y sin mangas. En las manos clavos, martillos y cuerdas, objetos que, con gestos muestran a los sentenciados. La canalla es presa de sanguinario delirio. El centurión presenta a Jesús la jarra para que beba vino con mirra que sirve de ligero anestésico, pero no acepta. Los dos ladrones beben mucho. La jarra que tiene una boca ancha, ya vacía, la colocan cerca de una gran piedra, casi junto al borde de la cima. Se ordena a los sentenciados que se desvistan. Los dos ladrones lo hacen sin ningún pudor, hasta gozan de insinuar gestos obscenos a la plebe y sobre todo al grupo sacerdotal que se distingue por sus vestidos blancos de lino, y que, poco a poco, ha vuelto a la plazuela inferior aprovechándose de su autoridad. Se les han juntado dos o tres fariseos y otros poderosos personajes a quienes el odio une. Veo a unos que conozco bien, por ejemplo a Yocama, a Ismael, al escriba Sadoc, a Eli de Cafarnaúm. Los verdugos ofrecen tres pedazos de tela para que se cubran las ingles. Los ladrones los toman con horribles maldiciones. Jesús que se ha ido quitando sus vestiduras despacio por el dolor de las heridas, lo rehusa. Tal vez piensa que todavía puede conservar los paños menores que tuvo en la flagelación, pero cuando se le dice que aún estos se quite, extiende su mano al verdugo, y le pide el pedazo de la tela para

cubrirse. Es realmente el aniquilado, “El Nada”, reducido a tener que pedir un trapo a los delincuentes. María lo ve, se quita el largo y fino velo blanco, que cubre la cabeza bajo el manto oscuro, y que ha bañado con sus lágrimas. Se lo quita sin que se caiga el manto. Lo da a Juan para que lo dé a Longinos y éste a Jesús. El centurión toma el velo sin protestar. Cuando ve que Jesús que está volteado hacia el lugar donde no hay gente, y de ese modo muestra su espalda llena de golpes, de heridas abiertas que sangran, le da el lino de la Virgen, Jesús lo reconoce. Se lo pone cuidadosamente para que no se caiga. Sobre ese lino que hasta ahora ha sido bañado en lágrimas, caen ahora las primeras gotas de sangre, porque muchas heridas apenas cubiertas de coágulos, se han vuelto a abrir y a manar sangre al inclinarse para quitarse las sandalias y los vestidos. Jesús, se vuelve a la plebe. Se observa ahora que también el pecho, los brazos, las piernas fueron azotadas. A la altura del hígado tiene un enorme moretón, y bajo el arco costal izquierdo se ven claras siete rayas que terminan en siete pequeños golpes que sangran… un cruel golpe que recibió en esta zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, sobre las que se golpeó varias veces después de la detención y en la subida al Calvario, están negras de cardenales, abiertas en la rótula, sobre todo en la rodilla derecha, y son una parte que también sangra. A los ladrones amarrados a las cruces se los llevan a su lugar, uno a la derecha, otro a la izquierda, respecto del lugar destinado a Jesús. Gritan, maldicen, sobre todo cuando las cruces están ya cerca del agujero y los sacuden, haciendo que las cuerdas aprieten fuertemente las muñecas. Blasfeman de Dios, de la ley, de los romanos, de los judíos. Son unos demonios. Es el turno de Jesús. Se extiende sobre el leño sin oponerse. Los dos ladrones se mostraron tan rebeldes que, no dándose abasto los cuatro verdugos, tuvieron que intervenir varios soldados para sujetarlos, para que no diesen de puntapiés a los verdugos cuando les amarraban las muñecas. Para Jesús no hay necesidad de esto. Se tiende y pone la cabeza donde le dicen que lo haga. Abre los brazos como se lo orden, extiende las piernas como lo mandan. Tan sólo se preocupa de acomodarse bien el velo. Su cuerpo largo, delgado y blanco resalta sobre el leño negruzco y sobre el suelo amarillento. Dos verdugos se sientan sobre su pecho para tenerlo seguro. Me imagino cuál no habrá sido la opresión y dolor que habrá experimentado. Otro le toma el brazo derecho, con una mano por el antebrazo, y con la otra, las extremidades de los dedos. El cuarto tiene el clavo largo, cuadrangular, puntiagudo, grueso como de 2 cms. Y medio de diámetro, remachado en la cabeza. Mira si el agujero hecho en el palo corresponde a la coyuntura de la muñeca. Corresponde. El verdugo coloca la punta del clavo en el pulso, levanta el martillo y da el primer golpe. Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor da un grito y se contrae, abre sus ojos que nadan en lágrimas. Ha de ser un fuerte dolor… El clavo penetra destrozándole los músculos, venas, nervios, quebrándole los huesos… María responde al grito de su Hijo con otro que parece ser el de un cordero degollado. Se inclina, como destrozada, sosteniéndose la cabeza entre las manos. Para no darle más aflicción, Jesús no grita más, pero los golpes se suceden, metódicos, duros, de hierro sobre hierro… y pensar que debajo hay un miembro vivo que los recibe. La mano derecha ha sido ya enclavada. Pasan a la izquierda. El agujero no corresponde a la muñeca. Toman un lazo, la amarran y la estiran hasta colocar la

coyuntura y arrancar tendones y músculos, además de desgarrar la piel que las cuerdas habían rozado tan fuerte, cuando lo habían apresado. La otra mano también debe sufrir, porque por reflejo se estira y el agujero del clavo se alarga. Ahora apenas si se llega a la muñeca. No les queda más que clavar en medio del metacarpo. El clavo entra más fácilmente, pero con un dolor mucho más intenso, pues toca nervios muy sensibles; tanto es así que los dedos se quedan inertes, mientras que los de la derecha se contraen y se doblan, mostrando su vitalidad. Jesús no grita más. Un lamento ronco desaparece tras de sus labios. Las lágrimas, después de haber caído sobre el madero, caen ahora en tierra. Es el turno de los pies. A más de dos metros de la punta de la cruz hay un calzo, que apenas basta para un pie. Los pies se ponen allí para ver si la medida está bien hecha. Y como está un poco abajo y los pies no llegan, tiran de los tobillos del pobre Jesús. El palo rugoso de la cruz restriega las heridas, mueve la corona que arranca nuevos cabellos y está a punto de caer. De un manotazo un verdugo la vuelve a colocar sobre la cabeza. Los que estaban sentados sobre el pecho de Jesús se levantan para sentarse sobre sus rodillas, porque Jesús, involuntariamente retiró las piernas al ver brillar el clavo demasiado grande más del doble del que emplearon para las manos. Se apoyan sobre las rodillas desolladas, aprietan los huesos de la pierna mientras que los otros dos clavan. Labor más difícil, porque tratan de que las junturas correspondan a las de los tarsos. Aunque con cuidado pretender que los pies estén quietos y que el tobillo y los dedos coincidan, el pie que está debajo se mueve al penetrar el clavo y tienen que casi sacarlo, después hincan el clavo un poco más en el centro. Golpean, golpean… No se oye más que el horrible golpeteo del martillo sobre la cabeza del clavo, pues todo el Calvario no es sino ojos y oídos atentos, para captar cualquier gesto, cualquier ruido, para después reírse. Al áspero golpe del martillo contesta un levísimo gemido de paloma: el gemido de María que se inclina a cada golpe, como si el martillo diese sobre Ella. Y tiene razón de parecer próxima a ser despedazada, pues la crucifixión es algo horrible. Igual que la flagelación, por lo que toca a la contracción involuntaria muscular, pero más atroz porque se comprueba cómo el clavo se pierde en la carne viva. Eso sí es más breve. La flagelación debilita mucho porque dura más tiempo. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Duodécima Estación Se arrastra ahora la cruz al agujero, que debido a la desigualdad del suelo, se sacude violentamente y con ella el cuerpo del pobre Jesús. Se levanta la cruz, que por dos veces se escapa de las manos de los verdugos; una, cual pesada es, la otra, sobre el brazo derecho de la misma cruz, causando un horrible dolor a Jesús, porque el sacudimiento le afloja los miembros heridos. Cuando la cruz se le deja caer en el agujero, y antes de que se le asegure con piedras y tierra, se balancea en todos los sentidos, produciendo continuos desplazamientos del cuerpo suspendido con tres clavos. El sufrimiento debe ser horrible. Todo el peso del cuerpo se separa para adelante y hacia abajo. Los agujeros se alargan, sobre todo el de la mano izquierda. También el de los pies, de donde mana

sangre con fuerza. La sangre que brota de los pies, gotea por los dedos en tierra, y corre bañando el palo. La de las manos corre por los antebrazos, porque están más altos que las axilas. Baña las costillas, bajando hacia la cintura. La corona que se movió cuando la cruz se balanceaba antes de ser fijada, hundiendo en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina, vuelve a hincarse hasta la frente, que rasga, rasga sin piedad. La cruz está asegurada. Ahora el tormento es el estar enclavado. Levantan también a los ladrones, que, una vez en su agujero, gritan como si fuesen desollados vivos por el tormento de las cuerdas que rasgan sus muñecas, y ennegrecen las manos, con las venas hinchadas como cuerdas. Jesús calla. La plebe no se calla, al contrario empieza su gritería infernal. Media centuria de soldados, con las armas entre los pies, rodea la cima; y, dentro de este círculo, los diez que se apearon del caballo, se juegan a los dados los vestidos de los sentenciados. De pie, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, está Longinos; parece como si mostrase guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansa, a las órdenes del ayudante de Longinos en el camino de la izquierda y en la plazoleta inferior, en espera de que se le pueda necesitar. Los soldados muestran casi una indiferencia total. Sólo alguno levanta, de vez en cuando, su cara a los crucificados. Longinos sin embargo, mira todo atentamente y con interés. Piensa, compara, saca sus conclusiones en su mente. ¡Qué diverso es Jesús de los otros dos y de los espectadores! Para cerciorarse mejor se lleva la mano sobre la frente, para evitar el sol que debe molestarlo. En realidad que es un sol extraño, de color amarillo rojizo de fuego. Luego parece como si el incendio se apagase de golpe bajo una gran nube que en forma de pez se levanta de detrás de la cadena de las montañas. Cuando el sol se deja ver, es tan fuerte, que los ojos apenas, sí lo resisten. Longinos ve a la Virgen que está exactamente bajo la especie de promontorio, que mira a su Hijo con el rostro desgarrado de dolor. Llama a uno de los soldados que están jugando dados y le ordena: -Si la Madre quiere subir con el otro hijo que la acompaña, que suba. Escóltala y ayúdala. María con Juan, a quien se le ha tomado por otro hijo sube por los escalones tallados en la roca, pasa el cordón de los soldados, se acerca a los pies de la cruz, pero un poco distante para que se le vea y para ver a Jesús. La plebe le lanza inmediatamente insultos ignominiosos, que dedica también al Hijo. Pero ella con los labios temblorosos y pálidos, trata de darle algún consuelo con un rostro como de valor sobre el que corren lágrimas, que no puede en modo alguno contener. La plebe, empezando por los sacerdotes, fariseos y saduceos, herodianos, y demás calaña, quieren divertirse y se ponen en fila, subiendo por la pendiente, pasando por la elevación final del monte y bajando por el otro camino. Cuando pasan a los pies de la cima, en la segunda plazoleta, lanzan sus blasfemias, en señal de homenaje, contra el Agonizante. Toda la suciedad, crueldad, odio, insensatez de que los hombres son capaces, brotan de esos labios infernales. Los más enfurecidos son los miembros del Templo, con sus compinches los fariseos. -¡Y bien! Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? -¿Te ha abandonado tu rey Belzebú? ¿Te ha desconocido ya?

-Tú que no hace aún todavía cinco días, con ayuda del demonio, hacías decir al Padre… ¡ja, ja! Que te había glorificado, entonces ¿por qué no le recuerdas que guarde su promesa? -¡Blasfemo! Ha salvado a otros, ¡y decía que con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a Sí mismo! -¿Quieres que se te crea? Haz, entonces el milagro. No puedes ya, ¿verdad? Ahora que tienes las manos clavadas y estás desnudo. -¡Cuidado con la hechicería! ¡Vosotros que tenéis sus vestidos! ¡Dentro está la señal del infierno! -Baja de la cruz y creeremos en Ti. Tú que destruyes el templo… -¡Loco! Mira allá, el glorioso y santo Templo de Israel. Es intocable, ¡profanador! Te estás muriendo… -¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? Baja, pues. -Fulmínanos, si eres Dios. No te tenemos miedo. Al contrario, te escupimos. Los soldados: -¡Sálvate, pues! Reduce a cenizas a estos bribones. Eso sois, vosotros judíos. Sois los peores bribones del Imperio. Su hez. –Baja. ¡Roma te pondrá en el Capitolio y te adorará como a una divinidad! Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Décima Tercera Estación Es el tormento extremo: el que apresura la muerte porque exprime las últimas gotas de sangre de los poros, porque machaca las restantes fibras del corazón, porque acaba con toda esperanza al saberse abandonado… ha empezado: la muerte. Esta fue la primera causa de la muerte de Jesús, ¡Oh, Dios mío! Tú abandono, por el cual lo castigaste por nosotros. Después de tu abandono, por causa de él ¿Qué es el hombre? O un loco o un muerto. Jesús no podía enloquecer porque su inteligencia es divina, y espiritual como es la inteligencia, se sobreponía al golpe recibido de Dios. Muere pues, el Inocente, el Santo muere. Muere el que es la Vida. Matado ¡oh, Dios mío! Por tu abandono y por nuestros pecados. La Oscuridad es más densa. Jerusalén desaparece. El mismo Calvario parece como si no tuviera faldas. Sólo la cima es visible como si las tinieblas la conservasen arriba para dejar pasar la última luz, ofreciéndola como un regalo como su trofeo divino, sobre un lago de ónix líquido para que el odio y el amor lo vean. De en medio de la oscuridad se oye la voz lastimera de Jesús: ¡Tengo Sed! Se siente en verdad un viento que produce sed aun en los sanos. Un viento que es ahora violento, lleno de polvo, frío, pavoroso. Me pongo a pensar en el espasmo que habrá causado a los pulmones, al corazón, a la garganta, a sus miembros helados, adormecidos, heridos. Aun esto contribuyó a torturar al buen Jesús. Un soldado va a tomar un vaso donde los verdugos echaron vinagre con hiel para que con su amargor aumente la salvación en los condenados al suplicio. Toma la esponja que estaba dentro de la bebida, la pone sobre una caña resistente, que hay ahí a la

mano, se la ofrece a Jesús, que con ansias la espera. Parece un niño hambriento que busca el seno materno. María que ve esto, y que sin duda pensará en lo que dije, llora y apoyándose en Juan dice: -¡Oh, y yo ni siquiera te puedo dar una gota de llanto! Longinos, que inadvertidamente ha dejado su actitud de descanso con las manos cruzadas sobre el pecho, que descansa ya sobre una ya sobre otra pierna está ahora en actitud de firme, la mano izquierda en la espalda, la derecha le cae al lado del cuerpo como si estuviese en las gradas del trono imperial, no deja menos de mostrar una cierta emoción en su rostro y en sus ojos se ve un lejano brillo de lágrimas que controla la disciplina militar. Los soldados, que estaban jugando a los dados, dejan el juego. Se han puesto de pie, con los yelmos en la cabeza, que les habían servido para mover los dados. En grupo junto a la escalerilla excavada en la toba, silenciosos, callados. A los demás les toca el servicio, y no pueden cambiar de posición. Parecen estatuas. Alguno de los que están más cerca y que han oído las palabras de la Virgen, murmura algo entre sus labios, y sacude la cabeza. Hay un gran silencio, luego suenan claras en la oscuridad completa las palabras: ¡Todo se ha cumplido! Luego el jadeo convertido cada vez más en estertor, con vacíos más largos entre uno y otro estertor. Y así pasa el tiempo en medio de esta angustia. Se sabe que Jesús, agonizante, todavía vive cuando se oye el estertor… que la vida terminará cuando no se oiga más. Hay ansias cuando se oye… Hay angustia, cuando no… Se dice: ¡Basta de sufrir! Y se dice: ¡Oh, Dios, que no sea el último suspiro! Las Marías lloran con las cabezas dirigidas hacia el promontorio. Se oye claro su llanto, porque ahora toda la plebe se ha callado para escuchar los estertores del Agonizante. Un silencio se escucha. Luego, se oye con infinita dulzura, con ferviente plegaria, que Jesús ora: -¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Un nuevo silencio. Si se escucha el estertor. Es un soplido que apenas sale de la garganta y labios. Luego se sucede la última contracción de Jesús. Una convulsión atroz, que parece querer arrancar el cuerpo enclavado. Por tres veces empieza de los pies a la cabeza. Recorre todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de un modo anormal, luego lo deja caer como por alteración de las entrañas, y cae, se hunde como vaciado; se levanta, se hincha y contrae tan fuertemente el tórax que la piel se hunde entre costilla y costilla que se alargan, dejándose ver bajo la epidermis, y abriendo nuevamente las heridas de la flagelación, una, dos, tres veces, hace que la cabeza violentamente pegue hacia atrás, pega contra el madero duramente, en un movimiento contrae todos los músculos del rostro, acentuando la desviación de la boca a la derecha, hace que se abran los párpados desmesuradamente en los que se ve que da vueltas la bola del ojo y aparece la esclerótica. El cuerpo se alarga cuan largo es. En la última contracción es un arco tenso, vibrante que causa miedo verlo; y luego un grito fuerte, inimaginable en ese cuerpo que es una piltrafa, sale, rompe el aire, “el fuerte grito” de

que hablan los evangelios y que es la primera sílaba de la palabra “Ma-má”… Y luego… nada… La cabeza le cae sobre el pecho. El cuerpo está hacia adelante. El respiro termina. Ha muerto. La tierra responde al grito del que acaba de morir con un pavoroso bramido. Parece como si miles de gigantescas trompetas arrojaran un solo sonido y en este temeroso acorde se oyen notas separadas, notas de relámpagos que rompen el cielo en todos sentidos, cayendo sobre la ciudad, sobre el templo, sobre la gente… Pienso que habrá habido algunos fulminados porque la multitud ha sido atacada directamente. Los rayos son la única luz intermitente que permite ver algo. Y, de pronto, mientras todavía las descargas fulmíneas se suceden, la tierra se sacude con un ciclón. El terremoto y el ciclón se juntan para dar un castigo apocalíptico a los blasfemos. La cima del Gólgota se balancea y se mueve como un plato en la mano de un loco. Las cruces danzan en tal forma que parece que van a brincar. Longinos, Juan, los soldados se cogen de donde pueden para no caer. Juan mientras que con una mano se sujeta a la cruz, con la otra sostiene a la Virgen, que, por el dolor y el bamboleo, se ha reclinado sobre su pecho. Los soldados, y sobre todo los que están de la parte que cae al lado de la pendiente, se han refugiado en el centro para no despeñarse. Los ladrones aúllan de temor. La multitud lo mismo, y pretende escapar, pero no puede. Caen unos sobre otros. Se pisotean, se precipitan a las hendiduras del terreno. Se hieren mutuamente. Ruedan por la pendiente, enloquecidos. María levanta su cabeza del pecho de Juan y mira a Jesús. Lo llama, porque no lo distingue bien por la poca luz y porque sus ojos están llenos de lágrimas. Lo llama tres veces: -¡Jesús, Jesús, Jesús! Es la primera vez que lo llama con su nombre desde que está en el Calvario. Finalmente, al resplandor de un relámpago que brilla cual corona sobre la cresta del Gólgota, lo ve, inmóvil pendiente hacia adelante, con la cabeza en tal forma inclinada y a la derecha, que con la mejilla toca el hombro, y con el mentón las costillas. Comprende. Tiende sus manos temblorosas en el aire oscuro y grita: ¡Hijo mío… Hijo mío… Hijo mío…! Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

Última Estación El pequeño cortejo después de haber bajado del Calvario encuentra a sus pies el sepulcro de José de Arimatea excavado en la parte calcárea y entran en él. Veo el sepulcro que es así: un lugar excavado en la piedra, en la extremidad de un huerto en flor. Parece una gruta, pero no hay duda que es mano de hombre. Una cámara sepulcral propiamente dicha con sus nichos. Son como huecos redondos hechos en la piedra como agujeros de una colmena, para dar una idea. No hay nada en ellos. Parecen una mancha negra en el color grisáceo de la piedra. Anterior a esta cámara sepulcral, hay una antecámara. En ella y en el centro, una mesa de piedra para la unción, sobre la que se coloca a Jesús con su lienzo.

Entran también Juan y la Virgen, y nadie más porque la cámara preparatoria es reducida, y si entrasen muchos, no podrían moverse. Las otras mujeres se quedan a la puerta. Cerca de la apertura, porque a decir verdad, no hay puerta propiamente dicha. Los dos portadores descubren al cuerpo de Jesús. Mientras preparan en un ángulo, en una especie de mesa pequeña, a la luz de dos antorchas, vendas y aromas. María se inclina sobre el Hijo y llora. Lo vuelve a limpiar con el velo que tiene todavía Jesús en su cuerpo. El único baño, que el cuerpo de Jesús recibe, son las lágrimas de su Madre, y aunque copiosas y abundantes no sirven sino para quitar superficial y parcialmente el polvo, sudor y sangre de su Cuerpo torturado. María no se cansa de acariciar los miembros fríos. Con una delicadeza mayor que si tocara a un recién nacido, toma las pobres manos laceradas, las oprime entre las suyas. Besa los dedos, los extiende, trata de juntar los bordes de las heridas como para curarlas, para que no causen tanto dolor. Se pone en las mejillas esas manos que no pueden ya acariciarlas, y llora, llora con un dolor vehemente. Endereza y une los pies que están así sueltos, como cansados del largo camino que por nosotros hicieron. Pero están maltratados por la cruz, sobre todo el izquierdo, que está como plano, como sin tobillo. Luego vuelve al cuerpo y lo acaricia. Está frío, rígido. Cuando una vez más ve la herida de la lanza que está abierta, lanza de nuevo sus fortísimos sollozos como en el Calvario. Parece como si la lanza la atravesara también a ella. Se retuerce en medio de su dolor. Se lleva las manos a su corazón, atravesado como el de Jesús. ¡Pobre Madre! ¡Cuántos besos da en esta herida…! Contempla la cabeza. La endereza porque se ha quedado ligeramente inclinada hacia adelante y mucho a la derecha. Trata de cerrar los párpados que a medias lo están. La boca sigue abierta, contraída, un poco torcida a la derecha. Compone los cabellos, que ayer eran hermosos, bien peinados, y ahora son un mechón pegajoso de sangre. Desmaraña los pelluzgones, se los alisa con sus dedos, se los frota para darles su antigua forma, que eran suaves y rizados. Llora y llora porque se acuerda de cuando Jesús era niño… El motivo fundamental de su dolor es el recuerdo de la infancia de Jesús, de su amor que le tuvo, de sus cuidados por su Hijo… y la realidad que ahora contempla. Su lamento me hace entristecer. Me hace llorar y sufrir como si una mano me hurgase en el corazón al ver su gesto cuando llorando dice: -¿Qué te han hecho, Hijo mío? No resistiendo verlo así: desnudo, tieso, sobre una piedra, trata de tomarlo entre sus brazos. Los que estaban preparando las vendas han terminado. Se acercan a la mesa, desnudan completamente a Jesús. Pasan rápidamente por el cuerpo una esponja, por lo que me parece, o trapos de lino, para preparar los miembros que gotean de mil lugares. Después los untan con ungüentos. Lo cubren completamente en una capa gruesa de ungüento. Primero levantaron el cuerpo limpiando también la tabla de piedra sobre la que han puesto la sábana que cuelga más de la mitad de la cabecera. Lo voltean y ungen la espalda, las costillas, las piernas. Toda la parte posterior. Luego con mucho cuidado lo voltean procurando que no se caiga la pomada de los aromas. Ungen ahora la parte anterior. Primero el tronco, luego los miembros, los pies, por último las manos que colocan sobre el vientre. La mezcla de los aromas debe ser pegajosa porque veo que las

manos se quedan fijas, mientras que antes se caían por la inercia. Los pies no. Conservan su posición uno más derecho, el otro más extendido. Por último la cabeza. La untan cuidadosamente de modo que el semblante desaparece bajo la capa de ungüento. Le pasan por encima la cinta hasta el mentón para tener cerrada la boca. María gime. Luego levantan el lado pendiente de la sábana y la doblan sobre Jesús. No se ve más. No es más que una forma envuelta en lienzo. José de Arimatea procura que todo esté en su lugar. Pone sobre el Rostro el sudario de lino y otros lienzos, como tiras rectangulares cortas y largas, que pasan de derecha a izquierda, sobre el cuerpo y sostienen en su lugar la sábana, que está bien pegada al cuerpo. No es la característica envoltura que se ve en las momias, ni tampoco la manera que fue envuelto Lázaro. Jesús no se ve más. Sus formas desaparecen bajo los lienzos de lino. Parece un montón grueso de tela, estrecho en las extremidades, ancho en el centro, recostado sobre el color gris de la piedra. José de Arimatea apaga una de las antorchas, da una última ojeada, y se dirige a la apertura del sepulcro, llevando la otra antorcha encendida. Salen al huerto silencioso, en medio de la luz crepuscular. Después de la tragedia del Gólgota volvió a aparecer la luz que ahora cede su paso a la noche que va cubriendo aquel lugar y se hunde en el ocaso. Reflexión en silencio… Padre Nuestro…

JESÚS RESUCITADO se manifiesta a su Madre La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un ser abatido, como la flor muerta de ser de que he hablado. La cerrada ventaja se abre bruscamente, y con el primer rayo del sol entra Jesús. María que se estremeció al ruido y levanta su cabeza para ver qué clase de viento hubiera abierto las hojas de la ventana, mira a su radiante Hijo, hermoso, infinitamente más hermoso de lo que era antes de su pasión, sonriente, vivo, luminoso más que el sol de un vestido blanco que parece tejido con la luz, y que se acerca a ella. María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: -Señor, Dios mío. Y se queda extasiada al contemplarlo. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis. Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como a una esclava. Tendiéndole las manos de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su cuerpo, le dice: ¡Madre! No es la palabra desconsolada de las conversaciones y de los adioses anteriores a la pasión, ni el lamento desgarrador de su encuentro en el Calvario y en su último suspiro. Es grito de triunfo, de alegría, de victoria, de fiesta de amor, de gratitud. Se inclina sobre su Madre que no se atreve a tocarlo, le pasa las manos por los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa.

¡Oh! Entonces María comprende que no es una visión, que es realmente su Hijo resucitado, que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como a su madre. Y con un grito se le echa al cuello, lo abraza, lo besa, entre lágrimas y sonrisas. Lo besa en la frente donde no hay más heridas, en la cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes ojos, en las mejillas sanas. Luego le toma las manos, besa el dorso y la palma. Se arrodilla, besa sus pies y la resplandeciente vestidura. Luego se pone de pie, lo mira, pero no se atreve a hacer más. Entonces Él sonríe y comprende. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: ¿Madre, no besas ésta, que tanto te hizo sufrir y que eres tú la única digna de besar? Bésame en el corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que fue dolor y me dará la alegría que falta aún a mi júbilo de resucitado. Toma entre sus manos el rostro de la Virgen, apoya sus labios en la herida del costado de que manan ríos de vivísima luz. El rostro de María se nimba con esa luz, pues está envuelto en sus rayos. Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial, y que bebe las linfas la vida que había perdido. Jesús habla: Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte. Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeros en mi viaje por la tierra y más allá. Conmigo fueron a la cruz y al limbo. Fueron el incienso que precedían al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere; a mi cielo de los redimidos a cuya cabeza iba para que los ángeles estuviesen prontos a saludarme como al Vencedor, que regresaba a su reino. El Padre y el Espíritu vieron, oyeron tus plegarias, que tuvieron la sonrisa de la flor más bella, que fueron más melodiosas que el más dulce cántico que en el paraíso hubiera brotado. Los patriarcas, los nuevos santos, los primeros ciudadanos de mi Jerusalén las oyeron, y te traigo ahora su agradecimiento. Madre, al mismo tiempo que el beso y bendición de nuestros parientes, te traigo los de tu esposo del alma, José. Todo el cielo canta sus hosannas a ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falaz como aquel con el que hace pocos días me aclamaron. Ahora me voy al Padre con mi vestido humano. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí el pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la fe a quien aún no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros, debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo. Luego subiré al cielo. Pero no te dejaré sola, Madre, ¿ves ese velo? (el de la Verónica). En mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para que te consolase. Ahora realizo otro. Me tendrás en el Sacramento tan realmente como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. Este dolor tuyo era necesario a mi redención. Mucho se le irá añadiendo porque seguirá aumentando el pecado. Llamaré a todos mis siervos para que participen de estos dolores y esta redención. Tú sola harás más que todos los santos. Por esto era necesario también este abandono. Ahora ya no existirá más.

No estoy más separado del Padre. Tú no lo estarás más de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes a nuestra Trinidad. Cielo viviente, llevarás sobre la tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí, en mi reino, para que hagas más bello mi Paraíso. Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz a la otra María (La Magdalena) Luego subiré a donde mi Padre, y de ahí vendré a ver a quien no cree. Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto. Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo… La Pasión del Señor Mateo

Capítulos: 26 y 27

Marcos:

Capítulos 14 y 15

Lucas:

Capítulos 22 y 23

Juan:

Capítulos: 13 y 19

Transcripción del Número Extraordinario “Vía Crucis para Semana Santa”, de Cinco Minutos de Oración en el Hogar. Cadena de Oración en Familia. Parroquia de Santa María Magdalena, Director: Pbro. Jaime Salcido L.- Magdalena, Son., a 12 de Marzo de 1993.

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