Una colaboración de IQS, en el marco del Año Internacional de la Química

¡MÁS MADERA, HACE FALTA MÁS MADERA! Una colaboración de IQS, en el marco del Año Internacional de la Química La Direcció General de Pesca de la Genera

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¡MÁS MADERA, HACE FALTA MÁS MADERA! Una colaboración de IQS, en el marco del Año Internacional de la Química La Direcció General de Pesca de la Generalitat de Catalunya me rogaba, en un fino oficio, que atendiera a una delegación de chinos con el viceministro de minas al frente. Querían reconvertir salinas en piscifactorías, asunto en el que andábamos metidos en el Delta del Ebro. Que sí: que vengan los chinos. Llegaron los chinos: veintitrés; llegaron las autoridades autonómicas y el séquito: catorce. Conseguimos reunir y duchar, dejando la planta en mínimos, a una docena de operarios y explicarles que tenían que hacer bulto. Que vale. Después de dos horas de visita bajo un sol de justicia, llegaron discursos, refrigerio y brindis. Hubo antes que rehidratar, de suerte profusa y mediante gin-tonic, al camarada viceministro se conoce que poco avezado a las calores. Repuesto, contento y agradecido, el camarada me entregó un pequeño jarroncito con gran solemnidad. —Regalo de pueblo China —dijo el intérprete—. Sin duda: podía comprarse en cualquier "todo a cien". En nuestras filas, sin embargo, reinó por unos momentos el desconcierto. No estaba previsto regalo ninguno. —iTierra! —me susurró Mercè, siempre alerta y un paso atrás a la izquierda, en un destello de lucidez. —Les regalaremos tierra en un matraz del laboratorio y con un tapón de corcho. ¿Vale?—. Así que tomé la palabra. —Camarada Mandatario del Pueblo Chino, Sr. Director General de Pesca de la Generalitat de Catalunya, amigas y amigos todos: nuestra tierra es nuestro tesoro. Hoy queremos compartirla con el pueblo de China: nuestro obsequio será tierra de nuestra casa, que ahora recogeremos para que la lleven a China. Con ella, les entregamos nuestro corazón y les deseamos los mejores éxitos en las transformaciones que operen en sus tierras. —iQué talento el jefe! —suspiraron aliviadas nuestras filas. Entregué el matraz con la arena al chino máximo que continuaba fresquito y sonriendo —Sr. Presidente, Sr. Director General —habló el intérprete—, el camarada viceministro dice que cuando llegue a China mezclará esta tierra suya con tierra

china, y en el matraz plantará una flor que simbolizará la unión de dos pueblos grandes y amigos. —¡Collons! —se le escapó al Director General de Pesca, nada habituado a tales exquisiteces en su diaria y dura brega con las Cofradías. Pese a lo bonito que nos quedó el número, lo contentos que se fueron todos y lo tranquilos que quedamos, en realidad les dimos a los chinos gato por liebre: nada de esencia catalana, sino un trozo de los Monegros geológicamente recién llegado; tal y como están las cosas, aluvión de paso en tránsito hacia el mar. El Delta del Ebro, en su configuración actual, es el resultado de un desastre ecológico. De la deforestación y la subsiguiente erosión de su valle. De la reciente gran crisis europea de los bosques hace 300 años, de la que nacería la revolución industrial y con ella nuestro mundo. No es del dominio común el nexo entre la crisis de los bosques europeos del XVII-XVIII y la Revolución Industrial, primero impulsada por la Química y después, pero solo después, por la máquina de vapor. Hoy siglo xxi, intoxicados por indocumentados o interesados, no somos conscientes que tenemos en Europa por lo menos un 40% más de bosques que hace 300 años: lo que oye. La culpa fue de los catalanes; ya se sabe. En este caso, por inventar un artilugio, usado en toda Europa, que permitía obtener fácilmente hierro de gran calidad: la forja (farga) catalana. La farga operaba a costa de un "manxaire" —un chaval que le daba al fuelle— de mineral de hierro y de carbón vegetal: leña, tapada con tierra, quemada en gran defecto de aire. Manxaires había muchos. Lo de la leña, sin embargo, empezó a ser un problema: se usaba leña como combustible industrial y doméstico, en la fabricación de cenizas, en la construcción civil y naval y en la fabricación de carbón vegetal para alimentar la siderurgia: hierro para todo uso, herramientas, aperos y armamento. Si además se talaban bosques para pastos y roturaban nuevas tierras de cultivo, queda claro que la salud del bosque europeo no podía ser buena: —¡Más madera, hace falta más madera! —ya decían nuestros predecesores del XVIII. ¿Cenizas? ¿Para qué cenizas? Si van al Born, encontrarán en las ruinas de la Barcelona preborbónica la " botiga de la cendra": la ceniza fue un artículo de primera necesidad hasta el xix. La ceniza de madera es fundamentalmente carbonato potásico: potasa; un producto del todo alcalino y del todo necesario para desengrasar, lavar, y acceder a la luz.

¿A la luz? Sí. Encontrar la luz es humano de encontrar la luz, hay quien se y quien, más práctico, tira de ventana optaron por el vidrio. Pero para hacer madera, hace falta más madera!).

un viejo anhelo humano. En el anhelo pira y se apunta al Hari Krisna, Hari, Hari de vidrio; los químicos, gente positiva, vidrio necesitaban cenizas (leña: ¡Más

El vidrio no es más que arena común (dióxido de silicio) fundida con cal; ocurre que una vez fundida la mezcla, el líquido obtenido es tan viscoso que tarda más en regenerar su estructura sólida que en enfriarse y quedarse tieso. El resultado es un líquido subenfriado: un líquido con las propiedades de los sólidos — no fluye—, pero que, como líquido, es transparente. No digan que la química no es fácil de entender. Ocurre que para fundir arena y cal se necesita más temperatura que la que da un horno convencional de leña. Añadan a la mezcla cenizas de madera (carbonato potásico, potasa) o de plantas marinas (carbonato sódico, sosa) y los átomos de sodio y potasio se meten en los entresijos de la estructura de la arena (SiO2): entre los átomos de silicio y oxígeno. Su presencia allí disminuye la fuerza que une silicio y oxígeno en la arena. Así, que en presencia de sodio o potasio, la mezcla de arena y cal funde a menor temperatura —730°C más o menos—. El resultado, el vidrio: ventanas, vasos, lentes, gafas, microscopios y telescopios: luz. Lástima que para conseguir tres kilos de ceniza se precisen entre dos y cuatro toneladas de madera. Así le fue al bosque: ¡Más madera, hace falta más madera! Lo anterior no explica para qué querrían comprar ceniza nuestros ancestros del Born: no para hacer vidrio sino para lavar. Las manchas permanecen cuando no se disuelven en agua de lavado. Si no se disuelven en agua suelen ser grasas. Las grasas son compuestos de aceites (ácidos grasos) y glicerina. Dicho esto, solo resta explicar que los álcalis, las cenizas, los carbonatos sódico y potásico, rompen las grasas en sus dos componentes: glicerina y sal alcalina del ácido graso, ambos dos solubles en agua. A esto se llama lavar o desengrasar. La ceniza fue, pues, el primer jabón. Bueno: viendo el tamaño de la "botiga", cabe colegir que tampoco el jabón hacía furor en la Barcelona de la época. Este no era el caso de Escocia. Ocurría que en el XVIII estaba naciendo en Escocia el primer producto industrial de consumo que había de culminar en el total cambio de la estructura social europea: la tela de algodón al por mayor. Y el algodón natural esta empapado de aceite: había que lavarlo y desengrasarlo: cenizas (¡más madera!).

En Europa no había algodón, pero sí en las colonias británicas del este y el oeste, conectadas con la metrópoli por nuevas líneas de comercio marítimo (¡más madera para barcos, hace falta más madera!) operadas por navíos suficientemente armados para la continua gresca con los españoles (¡más madera para hacer carbón y hierro para cañones, hace falta más madera!). La ceniza servía para lavar y eliminar la grasa del algodón: más o menos; mejor hubiera sido tratarlo con carbonato sódico (sosa) o potásico puros. Pero había lo que había: ceniza de madera, rica en carbonato potásico o barrilla (Salicornia europea, la planta denominada sosa, frecuente en el delta del Ebro, cuyas cenizas son fundamentalmente carbonato sódico) importada de España a muy alto precio. Y en eso, cuando el bosque no daba ya más de sí, llegó la Química. El carbonato sódico, la sosa de síntesis, sustituyó a las cenizas y el carbón de coque (obtenido de carbón mineral) al carbón vegetal en la fabricación del hierro. Así la Química salvó los bosques europeos. Es más, sin la tecnología de fabricación masiva de tres materias primas —el ácido sulfúrico, Roebuck 1741; el carbón de coque, Darby 1735; y el carbonato sódico, Leblanc 1784—, la Revolución Industrial no hubiera sido posible y el vapor hubiera seguido sirviendo para cocer zanahorias mayormente. Si el elenco de bases disponibles para desengrasar era limitado (ceniza vegetal o barrilla), de la misma suerte el stock de ácidos del XVIII era escaso: el jugo de limón (cítrico), el vinagre de vino (acético) y la leche agria (láctico). En Escocia, de limones ni hablar. El vinagre de vino mancha. Así que para blanquear el algodón recurrieron a la leche agria: el ácido láctico. Allende el Canal siempre abundó la mala leche. El procedimiento de decoloración del algodón consistía en sumergirlo en leche agria y exponerlo en una era al oxígeno del aire y la luz del sol. En medio ácido, el oxígeno y la luz conseguían decolorar (oxidar) las sustancias que daban color al algodón. El proceso de decoloración duraba meses y el clima de Escocia no era el más apropiado para que el blanqueo fuera efectivo. En suma, la tecnología del principio del XVIII era absolutamente cara e ineficiente para decolorar y limpiar el algodón que había de devenir el primer producto industrial de consumo. El algodón fue grisáceo hasta la invención de la cámara de plomo, que hizo posible la fabricación industrial del ácido sulfúrico (J. Roebuck, 1741) y permitió decolorar el algodón con el nuevo ácido, uno con un par de protones, a dilución

1/80, no en meses: en minutos. El algodón era ya ¡blanco como el algodón! Qué cosas. Esto del ácido sulfúrico —el aceite de vitriolo, que le decían— ya lo había tocado el alquimista Glauber, que, con todo el debido respeto que se debe a un Gran Maestro, había de ser un teutón terrible y temerario. Calentaba Glauber, en retorta de vidrio, azufre y salitre (nitrato potásico). Esto y la pólvora son primos hermanos. La reacción produce violentamente gases (SO3) que, absorbidos por el agua, devienen ácido sulfúrico. La producción violenta de gases en vidrio no es manera de hacer las cosas: a menudo revienta el sistema. Así que Roebuck comprobó que un recipiente de plomo resistía la corrosión del ácido sulfúrico —un ácido en serio, con un par de protones— que solo puede manipularse en vidrio o plomo; el plomo, por otra parte resistía sin problema la presión de los gases de la reacción. Desde azufre y salitre, en aquel entonces, y con la "cámara de plomo", Roebuck se montó un chiringuito para fabricar sulfúrico: ganó una fortuna vendiéndolo a los manipuladores de algodón bruto. Con el ácido sulfúrico en la tienda, el mundo ya era de color de rosa para los químicos. Leblanc encontró que si se trata la sal común, cloruro sódico, con el ácido sulfúrico de Roebuck, se obtiene sulfato sódico (sal de Glauber, el teutón temerario) y ácido clorhídrico: salfumán. La sal de Glauber, calentada con carbón y cal apagada (hidróxido de calcio), rinde carbonato sódico. Era 1784: los bosques estaban salvados. Lástima que, conjuntamente con la sosa, en el proceso Leblanc se obtenía sulfuro de calcio, el primer desecho industrial que, acumulado de cualquier manera, intoxicaba aguas y alimentos a los que comunicaba un fuerte olor a huevos podridos. Así, que los británicos, siempre prácticos, dijeron sorry y dictaron la primera ley medioambiental: —¡Que lo tiren al mar! Y tal hacían: faltaba más. Queda por explicar cómo se obvió la presión sobre el bosque de la fabricación del hierro, derivada de su consumo ingente de carbón vegetal. Claro que había carbón mineral y más en Escocia. Pasaba —y sigue pasando— que las minas suelen estar por debajo del nivel del suelo: y así, pasa que se inundan. Otro escocés, llamado Newcomen, inventó en 1711 un artilugio, la máquina neumática —el primer ingenio realmente efectivo— que transformaba calor en trabajo mecánico, capaz de achicar las minas. Cientos de miles de millones de toneladas de carbón se hicieron disponibles para suministrar energía a la Humanidad al hacerse viable secar y trabajar las minas. Claro que el carbón, tal cual salía de la mina, servía para poco. Cuando calentado, antes de arder, el carbón desprende amoniaco, sulfhídrico, gases

(metano, monóxido de carbono e hidrógeno), benceno y paulatinamente un amplio elenco de compuestos orgánicos. ¡Cualquiera en tal contexto se hace una tostada sobre carbón mineral! La forja catalana se negaba por completo a funcionar con carbón mineral: el hierro obtenido, por efecto de las impurezas aportadas por el carbón, era totalmente frágil y quebradizo. Y en esto, 1735, llegó Abraham Darby. A este se le ocurrió calentar el carbón sin quemarlo: lo liberaba así de todas las impurezas gaseosas y orgánicas y obtenía un material poroso y puro que competía con el carbón vegetal con economía y ventaja: el carbón de coque (de cock, el carbón "cocido"). Los bosques, gracias a la Química, a Leblanc y Darby, ya podían respirar tranquilos. La tecnología —química— para el tratamiento del algodón estaba suficientemente lista gracias al sulfúrico de Roebuck y a la barrilla importada de España, para iniciar la producción a media escala. No lo estaría para producir a gran escala de forma económica, rápida y masiva hasta Leblanc: la sosa de síntesis. En 1768, Hargreaves, otro escocés, inventó el telar: la Spinning Jenny o Juanita la hilandera. Arkwright, dos años después, lo hacía funcionar con un salto de agua y, por el mismo tiempo, Watt y Roebuck (sí, el del sulfúrico), también escoceses, patentaron la máquina de vapor. ¿Sinergia o güisqui? Así, fue la Química quien salvó a los bosques; no es del dominio común. La Química —la historia solo habla del vapor— fue quien hizo posible la Revolución Industrial. Leblanc (sosa para el algodón), Roebuck (sulfúrico para el algodón) y Darby (carbón de coque para el hierro) no son, sin embargo, citados ni considerados grandes genios de la humanidad. Pongo, sin embargo, todo mi empeño en loarles para que mis alumnos gusten en parecérseles. Intento que asuman su común talante: fueron obreros de la química, gentes que, trabajando entre retortas, se realizaron como personas y mejoraron el mundo haciendo ciencia y empresas. Y además, seguro, se divirtieron un montón, como nosotros. Persona, Ciencia y Empresa no es por casualidad la divisa de IQS. Es nuestra razón de ser.

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