Una década de vida es algo más esencial que diez años de existencia. Una década de vida no remite primordialmente a un tiempo de duración, sino a un

Una década de vida es algo más esencial que diez años de existencia. Una década de vida no remite primordialmente a un tiempo de duración, sino a un i

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Una década de vida es algo más esencial que diez años de existencia. Una década de vida no remite primordialmente a un tiempo de duración, sino a un ideal sostenido con pasión y esfuerzo a lo largo del tiempo. El Ecocentro es una obra interminable. Nació para ser interminable, para desplegarse incesantemente; no para alcanzar de una vez el horizonte que se ha fijado como meta. El Ecocentro nació para aprender a celebrar el mar. Y ese aprendizaje induce a replantear constantemente nuestra relación con él. El Ecocentro propone una relación de diálogo con el mar y, en esa medida, de encuentro con nosotros mismos, en nuestra doble condición de creadores que disponen de sus recursos y de criaturas que con él comparten el milagro y el enigma de la vida. Llegar a ser contemporáneos es, convengamos, algo altamente improbable. Normalmente somos -en un modesto sentido cronológico- hombres y mujeres del siglo XX. Pero esto se debe, sin duda, a una actitud del todo ajena a nuestra voluntad. Dos seres en una noche, en la que no fuimos invitados, deciden, en este sentido, nuestra pertenencia al siglo XX. Nadie puede jactarse, entonces, de pertenecer a la época en que vive por el hecho de que esté cronológicamente inscripto en ella. Pero la contemporaneidad es un desafío en la medida en que constituye una aventura orientada hacia el intento de llegar a reconciliar nuestra intimidad con los problemas de nuestro tiempo de tal manera que al hablar de estos últimos estemos hablando de nosotros mismos. Cuando esto está logrado puede decirse que quien encarna este encuentro entre lo público y lo privado, entre lo íntimo y lo social, se ha convertido -lo quiera o no- en un síntoma de su tiempo. Normalmente la palabra -no del todo profunda- que se emplea para caracterizar a quien se convierte en síntoma de su tiempo es la palabra referente, que en otro tiempo era un adjetivo y hoy se ha convertido en un sustantivo. Pero lo cierto es que los hombres y mujeres que saben expresar a través de sus preocupaciones personales los afanes de una época alcanzan a ser voceros de las intenciones más ricas de una época. Albert Einstein solía decir esto: “La verdadera estirpe en un físico no la prueba el hecho de que se interese por el conocimiento de las leyes sino el hecho de que manifieste perplejidad porque las hay”. Como ven ustedes, sitúa los rasgos distintivos de la identidad del físico en el territorio del asombro. Porque el asombro es el

ingreso a la posibilidad de darle la bienvenida al misterio conmovedor de la existencia. Y esto es una característica -sin duda- definitoria, del espíritu de aquellos que emprenden tareas que están llamadas a volverse representativas de sus más íntimos afanes vocacionales pero también de una época. El Ecocentro, sin duda representativo de un sin fin de intereses de quienes en él trabajan de una especialidad particular y orientado a cumplir con una labor de difusión más que evidente, es ante todo -y vale la pena recordarlo en este bicentenario- un signo cultural innovador. ¿Y por qué es innovador? Porque redefine la idea de la relación entre las formas del saber. En una época en la cual todos tendemos a buscar amparo en el campo de las especialidades que competen a cada uno, este sitio viene a decirnos: aquí es imprescindible que la ciencia y la poesía se interpenetren. Que la reflexión y la belleza convivan. Que el conocimiento racional y la pasión, por el hecho de tener que vivir expuestos al enigma de ser seres mortales, confluya. Porque se produce esta labor de convergencia entre campos distintos. Entre disciplinas tradicionalmente desplegadas de espaldas unas a las otras. Porque aquí se quiebra la fragmentación es que decimos que el Ecocentro es un hecho cultural innovador. Y es inútil que sigamos celebrando la cultura de espaldas a esta necesidad de interdependencia entre todas las expresiones que la constituyen. La época pide un profundo sentido orquestal del conocimiento. Y cuando hablo de un sentido de lo orquestal, me refiero, precisamente, a la posibilidad de que mediante distintos recursos tendamos a dejar oír una melodía en común. Porque el desafío fundamental de nuestro tiempo es la comunidad. La posibilidad de convivir. La posibilidad de reconocernos recíprocamente. La posibilidad de que al mirar a la tierra digamos: nosotros. y no: ella. ¿Lo lograremos? No está escrito en ningún lado. Alfredo -cuando me precedió en el uso de la palabra- hizo una advertencia -por supuesto que en el tono cordial con el que suele decir las cosas-. Dijo que la tierra está herida. Y corresponde preguntamos: “¿Por quién?”. Porque ocurre que la tierra está herida por quienes la habitamos. Y herida porque la hemos concebido como un objeto de abuso. No es ella sola la que peligra con esta agonía a la que está expuesta. Es nuestra dignidad y la posibilidad de que sobrevivamos como personas y no como entidades. El

desafío fundamental de nuestro tiempo es la convivencia y eso significa la posibilidad de reconocer como interlocutor a todo aquello que hasta hoy hemos concebido como objeto. Por ejemplo nuestros prójimos. “¿Lo lograremos?”, preguntaba. Y no está escrito. Las grandes aventuras espirituales y políticas que debemos emprender no tienen desenlace garantizado porque su desarrollo depende de la hondura de la conciencia crítica con que sepamos encarar estos desafíos. La argentina ha cumplido 200 años. Se diría -desde una perspectiva convencional- que es una nación joven. Pero ¿con qué rasgos se mide la juventud de una nación? ¿Cuáles son los indicios reales que podemos tomar en cuenta para decir que una nación es joven? O que no lo es. ¿Es un hombre de 70 años una persona mayor? Depende de lo que haya hecho y de lo que haga con la experiencia del tiempo. La vitalidad de un ser humano es directamente proporcional al desempeño que tiene en su relación con el tiempo que le toca. Y en consecuencia de lo mismo puede hablarse cuando se habla de una nación. Argentina -a mi juicio- es una nación senil. Y no es una nación joven. No es joven porque está anclada en lo repetitivo. Y lo repetitivo es, en el orden político, la imposibilidad de entender cuáles son los desafíos del presente que la nación debe enfrentar para parecerse más al siglo XXI que al siglo XIX. En el marco de esa voluntad repetitiva o hegemónica hay lapsus. El Ecocentro es un lapsus. Pero es un lapsus que para ser representativo requiere que la nación no lo tome precisamente como algo excepcional sino como un indicio de sus propios proyectos de desarrollo. Necesitamos una nación en la que estén reconciliadas la justicia social con las instituciones, el conocimiento con la identidad cívica, el ejercicio de la política con la ley. Nada asegura que lo logremos, pero es necesario que lo intentemos. Y acá es donde vale la pena recordar las mejores lecciones de nuestro pasado. Les recuerdo una sola. Durante la guerra de emancipación, el general Belgrano al frente de los ejércitos del norte, recibió hacia el año 1817 una carta del general Güemes de quien era muy amigo-. En esa carta, Güemes le decía lo siguiente: “Mi querido general y hermano, hemos echado a los godos de Salta con la paisanada, pero no consigo que me vayan a pelear al Tucumán porque dicen que Salta es libre”. Y Belgrano le contesta: “Mi querido general y hermano, me

convence a la paisanada de que Salta queda en Tucumán”. Se llama Manuel Belgrano, es un paradigma de lucidez argentina. Sabía decirle a su tiempo en su momento y en ese lenguaje extraordinariamente lúcido y contundente a la vez- que la patria grande se asienta en la noción de interdependencia, un concepto que en aquel entonces languidecía en la indiferencia absoluta del gobierno de Buenos Aires. Tal es así que cuando el propio general San Martín se ve obligado a emprender la construcción del Ejercito de los Andes para lograr el despliegue del proyecto de independencia hemisférica no cuenta con el apoyo de Buenos Aires. Es muy difícil. No le entienden bien. Y entonces el único de sus interlocutores medianamente advertido de lo que San Martín buscaba -el general Pueyrredón- le escribe una carta diciéndole todo lo que le enviaba para construir el ejército: bayonetas, uniformes, municiones, mulas, caballos. “Y no me pida más –le dice- porque lo que usted quiere llevar a cabo es imposible”. Y San Martín le contesta: “Mi general, lo que yo quiero llevar a cabo es imposible, pero es imprescindible”. ¿De qué estamos hablando? Estamos hablando de la mediocridad de emprender lo posible. Y de la vitalidad de emprender lo imposible. De lo indispensable que es llevar adelante, no lo que tiene garantizado su desarrollo y su despliegue, sino aquello que aún no lo tiene. Porque lo mejor de una vida se juega en el campo del riesgo por la construcción de un anhelo que no tiene precio. Stendhal, el autor de El Rojo y el Negro solía decir que no hay nada más hermoso que tener por oficio la pasión. Este lugar es hijo de la pasión. Pero este lugar no estará logrado hasta que lo que en él se juega como proyecto, sea comprendido como una posibilidad difícil de lograr en lo imprescindible, en el orden general de la cultura del país. Necesitamos construir un espacio de convergencias entre todo lo que está fragmentado, dividido, empobrecido con el desconocimiento recíproco. Esto se llama política. La política no es el ejercicio de la pasión partidaria. Es el ejercicio de la convicción cívica que tiene como eje vertebrador la convicción de que el prójimo me es indispensable. Y que la discrepancia con él nutre el encuentro conmigo. El Ecocentro cumple riesgosamente esta finalidad de encuentro a través de símbolos y de indicios. Un mar que necesita ser oído -no solo visto-. Un territorio de encuentro entre la música y la ciencia. La música, que como

decía San Agustín, colma nuestra vida de sentido y no tiene ningún significado. Toleraremos la música si así la podemos entender. Pero es indispensable que nos expongamos perpetuamente a lo que colma nuestra vida de sentido, aunque no comprendamos todavía cuál es su significado. Tiene varios nombres esta paradoja. Uno de ellos es el amor, la amistad, el conocimiento. Vocaciones que se despliegan tratando de discernir lo que es difícil de discernir y que se cumplen amplificando el campo de la lucidez, en consonancia permanente con la idea del límite y de la insuficiencia. Por último. Recordemos siempre aquello, que tan bien expresó Sófocles y que se hizo popular -convengámoslo- a través de la canción que entonaba Caetano Veloso -y al que también se refirió Alfredo Lichter-. Antiguos navegantes tenían una frase gloriosa: “Navegar es preciso. Durar, no lo es. Durar es sobrevivirse y navegar es infundirle a la vida el sentido festivo de una aventura solidaria”.

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