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Una noche en casa de los Kerry Servando Ortoll En septiembre de 2001 fui uno de tres académicos (una de Nueva Zelanda, el otro de Suecia) que recibimos una beca de la Comisión Fulbright y la American Political Science Association. La beca iba encaminada a que los tres trabajáramos en el Congreso estadounidense durante medio año. Cuatro meses los pasamos aprendiendo, en teoría, el funcionamiento del Congreso. Al final de mi internado, en junio de 2002, y para cerrar mi experiencia washingtoniana, me colé en casa de uno de mis jefes: John Kerry, uno de los precandidatos a la presidencia estadounidense, por parte de los demócratas. Lo que sigue lo escribí al poco de pasar esa velada en casa de los Kerry... O ¿debo decir en la mansión de la señora Heinz? I. Si hace diez meses alguien me hubiera dicho que en una fiesta a la que me colé hace unas noches iba a aprender todo lo que quería saber sobre el Congreso estadounidense pero temía preguntar, hubiera impugnado con una franca y sonora carcajada. Pero así fue en efecto. O casi. Tras escurrirme en una fiesta que celebraba la conclusión de la Tercera Conferencia del Liderazgo Hispano -a cuya organización me avoqué por completo durante meses, asumiendo toda la responsabilidad administrativa pero cero de las felicitaciones por el evento (esto es parte de la “escena washingtoniana”, do you see?, me contestó una colega con quien me quejé con amargura)- pude codearme con la gente sobre la que había sólo escuchado de oídas, visto en el canal gubernativo C-Span, o con quien había intentado trabajar, sin alcanzar los frutos deseados. Aunque en principio la reunión conmemoraba, como dije, la conclusión exitosa del evento, había otra razón inexpresada para convocar a los líderes hispanos que provenían de los cuatro puntos cardinales de la Unión Americana: el senador demócrata John Kerry, por el estado de Massachusetts, para quien yo trabajé de manera indirecta, estaba por confiar a los concurrentes un secreto político significativo. -¡Vamos!, me insistió Emma Sepúlveda, escritora y fotógrafa chilena que había asistido a la cumbre y quien poseía información privilegiada: “dicen que Kerry tiene una noticia importante que darnos. Además, tienes que hacer un poco de networking. Te conviene”. Con una invitación parecida –networking es el término más socorrido de la escena washingtoniana, y significa establecer y afianzar contactos políticos- imposible pasar por alto el acontecimiento. II. “Con un intelecto entusiasta, una afición para auto promocionarse y una capacidad para proyectar un carisma à la Kennedy en la televisión”, definieron con acierto a Kerry los editores de Politics in America, la Biblia sobre las figuras políticas en el Congreso. “Durante mucho tiempo”, añadieron, “Kerry ha estado en las listas políticas de candidatos potenciales para la carrera por la candidatura demócrata a la presidencia”.
El senador Kerry ha tenido una vida tan colorida como pública. Veterano de la guerra de Vietnam y reconocido por su abierta oposición a la presencia norteamericana en ese país del Sudeste asiático, fue de los participantes en una famosa manifestación frente a la Casa Blanca, en que los veteranos de Vietnam arrojaron sus medallas y otros galardones por encima de la cerca que separa a los visitantes de los jardines de la mansión presidencial. Sólo que el entonces joven pero precavido John Kerry, dejó sus condecoraciones (tres corazones púrpura, una estrella de plata y otra de bronce) en casa. Eso sí: arrojó por encima de la valla las condecoraciones de otro veterano que no pudo viajar a Washington y luego se opuso como ninguno a que el gobierno federal devolviera las condecoraciones perdidas a los (demás) manifestantes. Del muro de su oficina en el edificio senatorial Russell, cuelgan recuerdos de la guerra de Vietnam. En una fotografía aparece como infante de la marina -los músculos tensos y la mandíbula apretada - a bordo de un anfibio a punto de desembarcar en una playa enemiga. De alta estatura y quijada pronunciada, a Kerry se le critica que haya acudido a las bondades de la cirugía plástica para reparar su apariencia y prepararse para su matrimonio en segundas nupcias. III. Una hora más tarde de la indicada para la recepción que organizó Kerry, me dirigí a Georgetown, un poblado colonial (de ahí su nombre monárquico) con 250 años de edad, en las riberas del Potomac. El establecimiento de Georgetown en este manglar fluvial, antecede el de la capital. Di con facilidad con la casa en una de las calles adoquinadas, a una cuadra de distancia de donde quedan rastros de los rieles por los que otrora pasaba un tranvía. Los Kerry, en suma, residen en el mismo distrito en donde vivieron, entre otros, los Kennedy, Henry Kissinger, y Mario Vargas Llosa. Me recibió en la casa de los Kerry un joven alto y serio, vestido de riguroso esmoquin azabachado. “¿Ya se fueron todos?”, pregunté conciente de la hora en que llegaba. -“Al contrario”, me contestó: “no solo nadie se ha ido sino que siguen llegando personas a la fiesta. Pase por aquí, están reunidos en el patio”. Apenas alcancé a dar una ojeada a la elegante casona, con alfombras persas sobre un suelo lustroso de madera, y cuadros de precios millonarios suspendidos de los muros del primer piso. Dimos vuelta hacia la izquierda, un inmediato giro a la derecha y descendimos con agilidad una s escaleras. Mi recepcionista se manejaba como en su casa: al llegar al sótano, abrió una puerta que daba al patio. Pese al calorcillo de la tarde yo era el único sin saco y corbata de la velada. El senador Kerry en persona (quien saluda como si tocara la punta de su gorra a la usanza de Indiana Jones, al momento de trepar al submarino alemán que secuestra en alta mar el arca prohibida y a la heroína: resabio sin duda de sus días en la marina) me extendió la mano para darme la bienvenida. -“Trabajo para usted en la oficina del Democratic Steering and Coordination Committee”, le comenté, al tiempo que le extendía mi tarjeta personal –un quid pro quo obligatorio, dado que el propio Senador le abría las puertas de su casa a un parvenu cualquiera, como un seguro servidor-.
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-“Qué raro”, contestó, mientras miraba con fijeza la tarjeta, para verificar su autenticidad (dudo que tratara de memorizar mi nombre) y luego, mientras la introducía a la bolsa de su saco y como hablando en voz alta para sus adentros, remató: “no recuerdo que nos hayan presentado” (pensé en decirle que había utilizado en su oficina su replicador de firmas automático un centenar y medio de veces, pero concluí que no era el momento). Viejo lobo de mar, como de hecho lo es, el Senador puso a un lado sus meditaciones y se colocó en su papel de anfitrión frente a este desconocido: “la única condición para entrar a esta casa”, me señaló rematando con una sonrisa franca, “es que te presentes con mi esposa, que se encuentra por allá”. Me dio unas palmaditas en la espalda, ajustó su corbata y se preparó para recibir a la próxima visita. “Por allá” era muy vago y decidí buscar en su lugar a Emma Sepúlveda, quien me había metido sin querer en un pequeño embrollo convenciéndome a que asistiera a una fiesta a la que técnicamente yo no había sido convidado (había una lista de invitados que sin saber yo preparé, y que el joven de la entrada, al ver la familiaridad con la que me movía, no sacó a relucir). De haber hecho mi tarea como debía, lo reconozco, hubiera buscado a la señora Kerry entre la multitud y rastreado su voz entre las afables y contagiosas risas de los invitados. Pero no había consultado mi Politics in America, y sin mi información bíblica, pensé que la invitación del Senador era poco más que una cortesía. IV. Cuando John Kerry decidió que el momento había llegado –yo ya me había trincado un margarita con mucho hielo, por favor- se colocó en la mitad del patio y solicitó unos minutos de silencio. Llevaba consigo una escalera de tijera de alumin io, y pretendió pero luego desistió -frente a la risa nerviosa de los concurrentes, que cayeron en la cuenta de que las bebidas y los canapés de esa noche no iban a resultarles gratis - subirse a ella para dirigirse al público congregado en el patio de su casa. Con voz sonora y pausada, John Kerry habló frente a los líderes hispanos sobre la importancia de la cumbre que había tenido lugar ese día, y de que todos los presentes hubieran participado en ella. Habló de manera reposada y sin perder de vista a los invitados. “Un verdadero –y carismático- lobo de mar”, me repetí. Enseguida Kerry presentó a Teresa, su esposa: nació en Portugal y era considerablemente inteligente –habla cuatro o cinco idiomas-, y hasta hacía poco había pertenecido a la junta de una importante fundación filantrópica (“los gringos son bien graciosos”, me confió luego Emma Sepúlveda: “para no tener qué excusarse por ser millonarios, se autonombran filántropos”), y quería exponer unas ideas. La señora Kerry las expuso, pero nadie (fue mi caso) pudo escucharla. La señora elegante, de tez blanca y con el pelo rubio arreglado con un chongo ligero- soltó un discurso largo, parsimonioso e inaudible. Un verdadero soliloquio, pues. El pobre –es una metáfora- del Senador se había sentado para entonces sobre un descanso de las escaleras de tijera, y yo, a unos pasos de su espalda, podía presenciar cómo se tensaba mientras seguía el monólogo y todos nos esforzábamos por escuchar a su mujer. Para colmo de males, el aeropuerto, que no se encuentra de masiado alejado, atraía sin clemencia un avión diferente cada dos o tres minutos, lo que rendía el discurso perfectamente ininteligible.
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El Senador, angustiado, trató en varias ocasiones de señalar con el índice el avión en turno, pero era como si apuntara a las estrellas: la señora Kerry, hija de un médico portugués y criada en Mozambique, había agarrado vuelo y no iba a detenerse. La angustia, ahora generalizada, nos dejó a todos inmóviles (más de una asistente, temerosa de cruzar la línea invisible que la voz del Senador había trazado, estaba inclinada sobre la punta de uno de sus zapatos, como si fuera a arrojarse al vacío, o caer de boca al agua). Creo que el único a punto del suicidio era Kerry, que no sabía cómo resolver la zozobra del momento. ¿Sabrá manejar una situación inesperada en momentos más críticos? V. Un latino más vivo que nada (¿o fue latina?) aprovechó unos segundos que la señora Kerry se detuvo a tomar aliento, para aplaudir. Todos secundamos la iniciativa, prorrumpiendo además en ¡vivas! y ¡bravos! Satisfecha pero a la vez apenada, la señora Kerry miró a su marido, quien también aplaudía. No se había sentido tan aliviado en la última media hora. Siguió otra pausa en la que todos empezamos a circular de nuevo. Me tocó conversar breveme nte con tres de los diputados latinos con quienes busqué trabajar al inicio de mi estadía en el Congreso: Hilda Solís, mitad mexicana y mitad nicaragüense, Loretta Sánchez, hija de una familia de trabajadores mexicanos, y Xavier Becerra, a quien Los Angeles Times llamó el “chico de oro de la política latina”. A Hilda Solís, representante del 31 distrito –el contado de Los Ángeles del Este, todo un baluarte hispano-, la conocí durante una de las mesas redondas de esa misma mañana. Contrario a lo que se dic e de su arrojo personal, no impuso su autoridad durante la mesa, quizá porque se encontraban allí dos senadores. Por la noche la encontré todavía más retraída: con ropa una o dos tallas mayores y medias gruesas, la defensora de los derechos del aborto para las mujeres, y del control de armas en su distrito, permaneció callada buena parte del tiempo. Loretta Sánchez, por el contrario, vestía ropas una talla más pequeña de lo necesario. Llevaba zapatillas abiertas con tacón alto, sin medias. Cuando pude, me quejé con Loretta de que no me hubieran “contratado” en su oficina. “Mira”, me dijo: “acabamos de abrir una plaza la semana pasada y le pregunté a mi jefa de personal si alguien había contestado. Me respondió que llegaron más de 700 solicitudes. Así que no lo tomes a pecho”. Como de todas maneras ya no me interesaba trabajar con ella, me quedé para gozar del cotilleo. Cuando alguien le preguntó por qué no buscaba una senaduría, contestó: “Eso cuesta carísimo, como unos cinco millones”. Además tenía otra agenda política en mente: “mi hermana va a candidatearse como representante de la Cámara en otro condado de California”, nos reveló: “el triunfo es seguro. Vamos a ser las primeras dos hermanas de la historia norteamericana que estemos en el Congreso simultáneamente”. (Como se sabe, el vaticinio de Loretta resultó cierto: su hermana ganó las elecciones). A mis espaldas noté que mi superiora inmediata en el senado, una mujer rígida y testaruda, sorprendida de que me mezclara con los políticos latinos con tanta familiaridad se acercó a escuchar nuestra plática, al momento que estaba por extinguirse: a Loretta, ex alumna de cursos de oratoria y de drama, ¡se la estaban comiendo los mosquitos! Cambié de corrillo, mientras la vi salir de la reunión apresurada.
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Con Xavier Becerra, promotor de la idea de separar en dos el Servicio de Migración y Naturalización –concepto que los republicanos presumen como suyo-, pude conversar a mis anchas. Egresado de la Universidad de Stanford, donde estudió leyes, Becerra se identifica como latino, aunque afirma que eso no es todo lo que hace. Hablamos de una y mil cosas, lamentó que no hubiera insistido en su oficina porque, admitió, le interesaban todos aquellos fellows, por los que no había que pagar un centavo. Quedé en entrevistarlo en un futuro cercano, sobre su carrera política… VI. Para ahora habrán imaginado la noticia crucial que –no tan entre líneas- el senador John Kerry pensaba dar a la concurrencia y que asomó con timidez en su plática y la de su esposa: iba a participar en la galopada presidencial. Pero a menos que se perfilara como un feminista de última hora, quedaba la pregunta de por qué tanta insistencia en que los concurrentes conociéramos a su esposa y que nos enteráramos de sus ideas. Fue solo cuando nos echaron literalmente de la casa de los Kerry, a eso de las nueve de la noche, y que tuvimos que regresar porque a otra de mis nuevas amistades –la educadora Narcisa Polonio- se le había quedado un bolso, que Emma Sepúlveda y yo desentrañamos el misterio. Ape nas habíamos salido de la mansión de los Kerry, Narcisa nos empezó a contar su historia: “¿Sabían que Kerry se casó con la viuda de un Senador de familia millonaria que murió en un avionzazo?” “¡No!” Contestamos Emma y yo al unísono, casi gritando. “Cuentan que su esposa es la señora Heinz, la misma cuya familia es propietaria de la trasnacional que fabrica la salsa catchup. Dicen que Kerry no tenía mucho dinero, y que de repente cambió su situación”. Nos quedamos helados. Esperábamos obtener más noticias de Narcisa, cuando, sin percatarnos, ya nos encontrábamos de nuevo frente a la casa de los Kerry. Narcisa tocó en las dos puertas de entrada (una da directamente al patio: curioso que nos hayan dado un pequeño tour por la casa…) y salió el mismo recepcionista pero esta vez no vestía de esmoquin, sino jeans lavados. Narcisa le preguntó por su nueva vestimenta. “No visto esmoquin en la casa”, contestó: “hace más de 15 años que trabajo para la señora Heinz”. Emma y yo nos miramos confirmando la noticia que acabábamos de escuchar. ¡La señora Heinz y no la señora Kerry…, la misma que capitaneaba la Fundación Heinz! Lamenté demasiado tarde –suele ser mi costumbre- no haber conversado con ella, pero camino a casa, mientras reflexionaba sobre la velada, llegué a una primera conclusión a los diez meses de mi arribo a la capital de Estados Unidos. Que si hace igual número de lunas alguien me hubiera colocado en la misma fiesta, no hubiera sabido quién era quién ni me hubiera sentido tan en mi casa. Mi estancia de medio año en el congreso, me permitió reconocer los rostros en la multitud y, hasta donde me fue posible, codearme con los futuros grandes del próximo gobierno demócrata estadounidense.
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