Revista de Huma n i da d e s N º 2 2 (DIC IEMB R E 2 0 1 0 ) : 1 6 5 - 1 8 8 ISSN: 0 7 1 7 0 4 9 1
Entre el id e al y l a trasgre sión: El honor feme nino en Chile 1800-1852* B e t w ee n i d e a l a n d t r a n s g r e s s i o n : Fe m a l e h o n o r i n C h i l e 1 8 0 0 - 1 8 2 5
Valentina Bravo Olmedo Universidad Andrés Bello Facultad de Humanidades y Educación, Fernández Concha 700, Las Condes
[email protected]
Resumen En la siguiente investigación se aborda el tratamiento del honor femenino durante 1800 hasta 1852, a través de la revisión de procesos judiciales en los que estuviese, al menos, una mujer involucrada. Analizada desde los ideales y de su trasgresión por medio del insulto-palabra se construye el honor de un naciente grupo medio y del bajo pueblo. El trabajo plantea que el honor
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Este artículo es parte de la tesis “El frágil velo que cubre el honor. Injurias femeninas. 1880-1852”, dirigida por la Dra. Verónica Undurraga Schüler.
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se basó en la reputación y fama pública que tuvieron las personas ante su comunidad y no discriminó por género, a pesar de construirse en el marco de una sociedad patriarcal. Las mujeres de la primera mitad del siglo XIX se sintieron sujetos portadores de honor, el que fue resignificado desde la realidad vivencial de cada mujer, llegando a ser el honor sexual el más cuidado y a la vez el más vulnerado de la época. Palabras claves: honor femenino, honor sexual, trasgresiones, códigos ideales, Chile decimonónico.
Abstract The following research addresses the concept of female honor through the study of court processes during 1800-1852 where at least one woman is involved. The honor of a nascent middle group and low people can be determined by means of analyzing the ideals and their transgressions through insults. This article suggests that honor was based on public reputation without taking gender into account, despite the context of a patriarchal society: during the first half of the XIX century, women considered themselves subjects worthy of honor, which was resignified from the experience of each woman, becoming sexual honor the most essential and, at the same time, injured of the time. Key words: female honor, sexual honour, transgressions, ideal codes, 19th Century in Chile.
Recibido: 01-08-2010 Aceptado: 03-10-2010
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Introducción “Mi marido aunque pobre, lleno de honor”
Durante el siglo XVIII hubo una homogenización racial, no solo en Chile, sino que en toda Latinoamérica. Los mestizos crecieron en dimensiones numéricas y comenzaron a tener poder económico, ya que en la misma centuria hubo una “traslación valórica desde principios como la estimación, la hidalguía y el honor hacia fines como la riqueza y posesiones económicas” (Grubessich 184), lo cual permitió que valores como el honor, relacionado con la limpieza de sangre, se fueran degradando. Probablemente, el creciente número de mestizos en ascenso produjo tensión entre los diferentes grupos sociales. Además, las autoridades españolas constituyeron barreras para frenar su ascenso, como las Reformas Borbónicas que potenciaron una sociedad estratificada y estamentada. A pesar de lo anterior, la sociedad chilena tradicional de la primera mitad del siglo XIX siguió regulándose por ciertas normas de conducta que se establecieron durante el periodo colonial. En esta época se mantuvo las supremacías para un minoritario grupo social (aristocracia) por sobre el conjunto socio-racial heterogéneo, de tal manera que cada individuo ocupara el lugar que le correspondía. Bajo dicho orden de códigos y discursos normativos, las mujeres cumplieron un rol primordial para la mantención del orden social, político y cultural. De ellas dependió que no se trasgredieran las líneas socio-raciales. De este modo, debieron controlar su cuerpo y su sexualidad para adaptarse al “debe ser” de castidad y pureza marital. Este principio “de pureza permite elaborar normas que protegen, que deben proteger al grupo minoritario que intenta legitimar su superioridad ante otros, normas que se endurecen respecto de quienes deben ser el resguardo de esos límites, porque son carnales en esencia: las mujeres” (Araya, La Pureza 73). Así, a estas mujeres se les asignaron deberes determinados en el orden patriarcal para regular el honor y la igualdad social. A pesar de esto, las mujeres trasgredieron frecuentemente los códigos ideales. Por otra parte,
Como La Real Pragmática sobre matrimonios, remitida en 1778 en América, que apuntó a mantener la igualdad social y racial.
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estos supuestos traen consigo cuestionamientos como: ¿cuál era la verdadera importancia del discurso del honor para las mujeres de la primera mitad del siglo XIX si estas se escondían tras los códigos ideales transgrediéndolos significativamente?, ¿tuvieron honor las mujeres populares?, ¿qué impulsó el honor de estas mujeres? Es gracias a una larga investigación que llego a plantear que las mujeres de grupos medios y bajos de la primera mitad del siglo XIX se sintieron sujetos portadores de honor: un concepto resignificado desde el lugar que ocuparon dentro de su familia, comunidad y sociedad; y basado, principalmente, en una buena reputación y fama pública. Es por esto que las mujeres se escondieron tras códigos ideales del “debe ser”, implantados por la sociedad y la propia comunidad, además de defendidos y trasmitidos por ellas mismas a través del chismorreo. No obstante, a su vez, según los historiadores de Chile tradicional, dichos principios fueron transgredidos significativamente. Es a través de esta dualidad entre la norma y la práctica, que ellas vivieron su honor desde su “vida cotidiana” y desde ahí trataron de ser ideales frente a la comunidad para poder conservar una buena reputación ante esta. A pesar de que ellas trataron de seguir normas, estas se vieron interrumpidas por el contexto que les tocó vivir. En efecto, cuando las normas se acentúan en una sociedad o dentro de una comunidad, se producen más trasgresiones a las mismas. La documentación utilizada en esta investigación corresponde a procesos por injurias donde estuviese involucrada una mujer, ya sea como demandante o como demandada. Estas fuentes fueron extraídas desde el Archivo Histórico Nacional; de los Fondos Judiciales de Santiago, Rancagua, Quirihue, Cauquenes, Parral y Concepción; y del Fondo de la Real Audiencia. Se abarcaron todas las demandas existentes en Chile entre los años 1800 y 1852, correspondientes a 54 casos judiciales. La temporalidad escogida para este estudio permite percibir las rupturas y continuidades que trajo el cambio de siglo y, a su vez, los cambios políticos que surgieron a partir de él. Se concluye que, si bien Chile vivió un proceso de restructuración, siguió siendo un país netamente colonial y tradicional en su vida cotidiana.
Entiéndase chismorreo como una cadena de información, en la cual se trasmitieron noticias de la comunidad.
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El concepto de honor como reputación
El honor se puede definir en dos conceptos duales: honor=precedencia (estatus, rango, alta cuna) y honor=virtud (integridad moral) (Seed 88). Las mujeres investigadas en este trabajo pertenecieron a grupos sociales medios y bajos, no obstante, estas defendieron su honor a partir del estatus social del que provenían: “Dentro de la sociedad existen así diversas jerarquías, cada una con su propio ideario honorífico según el grupo al cual se pertenezca” (Figueroa 68). La condición racial, económica, social y sexual no marginó la posibilidad de poseer honor, una suerte que se adaptó según el estatus jerárquico sociocultural. Es por esto que “las clases más bajas, podrían sentirse dignos de honor, solo eran los de las elites quienes lo defendían en términos exclusivos. Para ellos, el honor fue el carácter distintivo que racionalizó la existencia de la jerarquía colonial” (Ann Twinam, Honor, Sexualidad 131). En el siglo XIX “el honor no era ya atributo de nobles o hidalgos, sino que también era vivido por individuos de los grupos medios y populares de la sociedad” (Undurraga, El Honor 18). Durante dicho periodo se aparentó una reputación determinada dentro de los parámetros ideales de la cultura del honor de una comunidad o vecindario, a la vez que se daba una posición y una imagen dentro de ella, “una fama pública”: “La representación de honor vinculada al linaje y limpieza de sangre, siempre debió ser acreditada en una “reputación y fama” que fuesen “notorias” y, por tanto, válidas socialmente” (Undurraga, Los Rostros 116). Estas percepciones sobre el honor como reputación fueron construidas a través del rumor y las opiniones ajenas, por tanto, fueron inestables y variaron según el comportamiento social de la persona. El Código Castellano de las Partidas, en el siglo XIII, definió honor como “la reputación que el hombre ha adquirido por el rango que ocupa, por sus hazañas, o por el valor que en él se manifiesta . . . fundado sobre la reputación, y que trasciende al individuo” (Citado en Pereira 63). El Diccionario de Autoridades, por su parte, entregó una visión colonial según la cual el honor fue definido como “Honra con esplendor y publicidad. Muchas veces, el concepto honor significó reputación y lustre de alguna familia, acción y otra cosa. Asimismo, se tomó por obsequio, aplauso o celebridad de alguna cosa. Por otra parte, simbolizó la honestidad y recato
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en las mujeres. Significó también pundonor, estimación y buena fama, que se halla en el sujeto y debe conservar. Se toma asimismo por dignidad, como honor de un empleo”. A continuación, la misma autora revisa la definición del concepto de honra: “Reverencia, acatamiento y veneración que se hace a la virtud, autoridad o mayoría de alguna persona . . . significa también pundonor, estimación y buena fama, que se halla sujeto y debe conservar . . . Se toma también por la integridad virginal de las mujeres” (Undurraga, El Rostro 146). Según el Diccionario de Autoridades no existe diferencia entre honor y honra. De hecho las definiciones concuerdan en: el “recato de las mujeres sobre integridad virginal” y el “pundonor, estimación y buena fama” de estas (Undurraga, El Rostro 146). Sin embargo, algunas investigaciones sí hacen diferencias entre ambos conceptos. Marta Madero define honra como el “valor de sí mismos” (210), en cuanto reputación y fama para las mujeres, de tal manera que esta es separada de los conceptos de status y linaje. Otras investigaciones definen honra como “circunstancias de tipo personal pero que nos remite más a la fama” (Langue 288), y el honor como “parte de una familia o de un linaje” (291). Aún así, según los expedientes consultados, no se hicieron mayores diferencias entre un concepto y otro. Juana Barreta de la localidad de Rancagua declaró en 1834 que “el honor no es sino la opinión de los que nos conocen” (Juana Barreta AHN. JR, 26). De esta forma, el honor se relacionó con el comportamiento ante la comunidad, dependiendo de su actuación y de la posibilidad de seguir conductas exigidas por el lugar que ocupó dentro de la sociedad. En vista de lo anterior, la opinión ajena se volvió importante y el honor comenzó a ser expresión del respeto público. La reputación y la fama pública establecieron códigos de honorabilidad, como normas religiosas y estatales. En base a esto se vigiló, juzgó y transmitió oralmente las opiniones sobre las personas, de tal modo que se obedecieran los parámetros morales y conductas esperadas. En definitiva, el honor fue la opinión que se tuvo dentro del entorno social, familiar, vecinal y comunal. Por eso “el honor no era nunca absoluto: podía ser cuestionado, amenazado, ganado, perdido e incluso recuperado” (Ann Twinan, Vidas públicas 64). Como manifestó Manuel Manchado: “Yo
Archivo Histórico Nacional, Fondo Judicial de Rancagua, desde ahora AHN.JR.
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creo que la buena o mala reputación de Doña Micaela no consiste en mis palabras si no en su buena vida y costumbres” (Manchado, ANH.JS 8). Es así como la comunidad cobró un papel muy importante porque fue quien vigiló y pronunció juicios sobre la reputación de las personas. De esto dependió el honor de cada persona. Cada capa social tenía su propio imaginario del honor y este fue resignificado desde el lugar que ocupó en la sociedad, por lo que fue trasversal a ella. Un ejemplo que trasluce esta situación fue la apropiación del apelativo “don y doña” como mecanismo de prestigio social; ya que este fue, durante décadas, el calificativo aplicado a los primeros hombres que llegaron a la América colonial, y que durante el siglo XVIII afloró como una denominación entre los magistrados, juristas, autoridades, entre otros (Langue 297). Rodríguez agrega que “[e]ntre los peninsulares y los criollos el título de “don” o “doña” fue el distintivo que los separó de los mestizos y de las castas. Don y doña distinguían a las personas que podían demostrar su condición de blancos y su origen legítimo” (Retratos de la vida 59). Por ende, este apelativo correspondió a todas las personas de sangre limpia. Solo personas prestigiosas en su nobleza, linaje y limpieza de sangre podían ser dignas de merecer ese trato honorable. A pesar de lo anterior, a comienzos del siglo XIX, Manuela Ocaranza, mujer casada, que no dio información sobre su origen, reclamó ante el juez que Ramón Caldera, alcalde de Primer Voto de la Villa Freirina, le negó durante todo el proceso del juicio el apelativo “doña”. He notado también que el caballero Caldera en todas sus presentaciones me niega a mí a mi madre el tratamiento acostumbrado de don, que se prodiga a los de más bajo nacimiento que el mío. Si su mujer la Mercedes Larraona se parangona conmigo, no había quien no me conceda una notable ventaja. Al menos, sino soy de padres nobles, por no haberlos ilustrado la riqueza, procedo de padres libres, y honrados (Ocaranza, AHN.RA 42).
La cita deja en evidencia que la reputación fue la determinante para ser merecedor del término “don”, por lo que las personas de estatus altos
Archivo Histórico Nacional. Fondo Judicial de Santiago, desde ahora AHN. JS.
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no solo debieron acreditar su buena fama con limpieza de sangre y fortuna, sino también teniendo una buena reputación frente el resto de las personas de su comunidad. Sin embargo, según los códigos tradicionales, una persona sin nobleza ni status social o racial no fue digna de este apelativo. Autodesignarse como “don” fue un intento de movilidad de fondo, ya que en el contexto —según la documentación revisada— el patrón de conducta fue resaltar las virtudes y defectos del otro, por lo tanto es comprensible el intento por legitimarse como merecedor de un tratamiento honorable. Quienes vieron su honor ultrajado recurrieron a dispositivos de prestigio social para reparar su deshonra. Por ende, hubo un esfuerzo de los grupos bajos y medios por obtener un tratamiento honorable, como el de “don” y “doña”. Este apelativo, como herencia del siglo XVIII, fue re-significado en el siglo XIX, tendiendo hacia la connotación de buena reputación social. De esta forma, se puede hablar de una democratización del apelativo, ya que la palabra no perdió su valor, sino que comenzó a adquirir un significado diferente. Así se forjó el reconocimiento social hacia los méritos personales. Según Manuela Ocaranza, Ramón Caldera no fue digno de honor porque: teniendo entendido que si yo ignoro su genealogía y procedencia, me basta verlo al nivel de su mujer; y saber también que un hermano legitimo, y un sobrino que aquí se aparecieron, son unos facinerosos ladrones, que por tales los han tenido muchas veces en la cárcel pública de Sant. Con las precisiones que se acostumbran poner a iguales delincuentes, no faltando quien diga de que el, ha sido fusilado en la otra banda por la repetición de sus robos. Menos merece honrarse con Don un hermano de tales facinerosos (Ocaranza, AHN. RA. 42).
De lo anterior, se traduce que Manuela acentuó la mala reputación de su familia y, por tanto, Ramón Caldera no fue digno de ser tratado honoríficamente como “don” y tampoco de desmerecerla a ella, quien sí fue poseedora de una buena reputación social.
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El ideal del honor femenino
La participación femenina en pleitos por injurias, tanto en el rol de demandantes como en el de demandadas, refleja, por un lado, la capacidad de insultar que tuvieron las mujeres y su intervención en actos violentos públicos; y, por el otro, la importancia que le dieron a la mantención del honor, hasta el punto de llegar a acudir a tribunales de justicia para luchar por este, a pesar de que ello implicara gastar altas sumas de dinero y exponer públicamente el caso ante la comunidad. Un patrón de conducta, que es imposible ignorar, fue que el 86% de los casos revisados fueron mujeres quienes impusieron la demanda, sin recurrir a la representación de sus patriarcas. Vale decir, pasaron por alto la idea de que tenían que ser representadas por un patriarca ante la ley por ser consideradas menores de edad. La injuria verbal, al ser espontánea, reflejó con naturalidad las creencias, los pensamientos, los sentimientos, los prejuicios y las conductas que tuvo la sociedad en la primera mitad del siglo XIX. Esto da cuenta de los comportamientos ideales que se esperaron de las mujeres de la época y la percepción que se tuvo de estas. Es así como, al hablar de ideales y trasgresiones femeninas, es imposible ignorar su asociación con el concepto de honor. Este “se nos devela así, como un anhelo personal a cumplir, en consonancia con los valores y conductas impuestas por la sociedad al individuo para validar su aceptación” (Figueroa 66). Asimismo, el concepto se relaciona con la opinión del entorno, el cual impulsó el honor como concepto social, en tanto fama pública y reputación. En la documentación analizada se desprende que hubo cierto tipo de injurias que ocurrieron con mayor frecuencia. Es de suponer que fueron las que sustentaron el honor femenino, es decir, las injurias sexuales que implicaron la pérdida del honor sexual. Para Patricia Seed, la protección de
Los Procesos por injurias ocupan un 17,43% de todos los casos criminales catalogados en el Archivo Histórico Nacional. De este universo, el 25% de las demandas está involucrada una mujer. Los casos revisados donde está involucrada una mujer son 52. Según la fecha investigada, para la ley las mujeres eran menores de edad y tenían que ser representadas ante esta por sus tutores, ya fueran el padre o el marido, en caso de ser casadas.
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este fue “uno de los pocos valores sociales que gozaron de una consideración y respeto casi universales” (91).
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Honor femenino según el ideal católico-socio-patriarcal
En la sociedad tradicional de la primera mitad del siglo XIX, imperó el patriarcalismo. Las mujeres ocuparon un rol de subordinación bajo el cual se vieron “sometidas” a un conjunto de normas y conductas que limitaron su desenvolvimiento, tanto en la vida pública como en la privada, y que exigieron un ideal femenino asociado al concepto del honor: “Desde el siglo XVI ha predominado en Latinoamérica una visión patriarcal en la relación de géneros en la cual la antinomia mujer-naturaleza-intuición-sentimiento-hogar-maternidad se oponen a la de hombre-racionalidad-civilizacióniniciativa-liderazgo social y político” (Lavrin, Género 65). Se asigna, de este modo, roles específicos para cada uno de los sexos. Así, tanto el ámbito legal como el de las costumbres ideales constituyeron una sociedad patriarcal. Legalmente, las mujeres estuvieron bajo la voluntad de sus padres (patria-potestad) hasta los 25 años. Después, y según el ideal católico-socio-patriarcal, debieron someterse a la voluntad del marido. De lo anterior se desprende que solo la viudez trajo libertad para las mujeres, ya que se dedicaron a la administración de los bienes del marido y a disfrutar de ellos. Hubo algunas que se volvieron a casar y otras que debieron buscar un oficio para subsistir. Por esto, es necesario tener en cuenta que la nueva forma de vida de una viuda dependió de sus circunstancias sociales y económicas. Bajo este esquema, las mujeres fueron consideradas por naturaleza seres frágiles e irracionales que necesitaron ser siempre controladas por un patriarca. Sin embargo, bajo este mismo patrón, ellas también fueron consideradas sensuales, pecadoras y pudieron seducir a un hombre hasta tentarlo y llevarlo a cometer el “pecado original”. Al poseer un óvulo fecundador y la posibilidad de engendrar, las mujeres se “situaban en un límite peligroso, en una ambigüedad que bien puede reflejarse en las figuras de Eva y de María, ellas tenían una atracción hacia lo prohibido. El cuerpo femenino era una frontera del bien y el mal, que bien puede explicar esa exigencia de oración y de retiro para la salvación del mundo” (Araya, La pureza 73).
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De este modo, la virginidad permitió a las mujeres alcanzar la superioridad moral y la virtud, cualidades que por naturaleza no tuvieron. El ideal femenino impulsó papeles correctos sobre su cuerpo, afianzando la pasividad sexual. Es así como se conformó el culto al marianismo, un conjunto de valores que definieron el ideal femenino bajo los parámetros de la Virgen María: castidad, abnegación, fidelidad, buena madre, buena esposa, buena vecina, etc. Todas ellas características que definieron un canon femenino particular: una mujer ejemplar, virtuosa, equilibrada y perfecta. Es así como la limpieza de sangre, construida con lógicas de pureza y contaminación, dependió de la mujer y precisó de conductas morales para no corromper el ideal del orden tradicional. Es en este punto en el que el honor sexual y el honor femenino se alinearon con el honor de los orígenes, ya que este dependió de las mujeres, de su castidad antes del matrimonio y de su fidelidad al concretarlo: “El peligro de la pureza permite elaborar normas, que deben proteger al grupo minoritario que intenta legitimar su superioridad ante otros, normas que se endurecen respecto de quienes deben ser el resguardo de esos límites, porque son carnales en esencia: las mujeres” (Araya, La pureza 73). Esa fue la única manera de mantener la pureza de sangre en la familia, pues en teoría los novios debieron pasar por la aprobación de los padres de cada uno de estos. En consecuencia, el modelo femenino debió preservar “su virginidad y pureza durante la soltería y fidelidad después de casada, elementos que son controlados a través de la institución del matrimonio” (Figueroa 66). Las mujeres debieron casarse para propagar la especie, ya que el acto sexual supuso la práctica de un pecado y solamente estuvo permitido dentro del matrimonio. Ellas debían mantener este orden social y simbólico, porque si la mujer era infiel a su marido y cometía adulterio manchaba el honor de la familia y creaba la posibilidad de engendrar un bastardo. En efecto, “no era sólo una herencia de pureza racial o religiosa, sino que representaba la historia de una buena familia, avalada por generaciones de matrimonios santificados y nacimientos de hijos legítimos” (Twinam 131). Por tanto, la deshonra no solo caía sobre ellas, sino sobre toda su familia. Para Julián Pitt-Rivers, los mayores deshonores derivaron de la impureza de la mujer, pues incluso el desprestigio de un hombre provenía de esta. En cambio, de parte del hombre se heredó la posición social y económica; la primera por el apellido patrilineal y la segunda por la capacidad de este para mantener o aumentar la riqueza (57).
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Cabe aclarar que el honor no fue un concepto rígido y estático, sino que se fue trasformando, ya que, como se ha mencionado, el honor fue trasversal a las diversas jerarquías sociales y cada uno tuvo su propio ideal sobre el honor. Por ello, aunque hubo una idea universal sobre el modelo femenino, no fue igual el ideario de la mujer de elite que el de una mujer de un grupo medio o del bajo pueblo. Para los estratos más altos de la sociedad el honor se basó en las jerarquías sociales y raciales, por lo que la protección del honor sexual estuvo en consonancia con estos apelativos. Debido a esto es que la virginidad, durante la soltería, permitía a las mujeres mantener intacto el linaje familiar, sin manchas de otras castas ni la posibilidad de tener hijos ilegítimos, en la medida que actuaba como dispositivo de control. Es por esto que “las mujeres de la élite socioeconómica que estaban bajo mayor presión social era más probable que se ajustaran más exactamente a esos ideales que las mujeres de estratos sociales inferiores” (Lavrin, Investigación 42). En cambio, para las mujeres populares tener un hijo ilegítimo o mezclarse con otras castas no afectó su honor de linaje, pues nunca lo tuvieron, aunque, a su vez, no puede ser ignorado, ya que igualmente se sintieron ofendidas cuando los insultos fueron de este tipo. En definitiva, es necesario tener presente que el honor sexual fue el más importante para las mujeres de la primera mitad del siglo XIX10, aunque para las mujeres de estratos más altos fuera por cuidar el honor socio-racial de la familia y para las mujeres populares para cuidar su honor social11. En teoría, el honor femenino estuvo ligado a la acción del ideal, modelo que no pudo lograrse sin el sustento de la vigilancia de un patriarca
La mayoría de las demandas por injurias fueron por insultos sexuales, que atacaron el cuerpo de la mujer y su uso inapropiado. Es por esto que el honor sexual es trasversalmente el más protegido por las mujeres y sus patriarcas. De un universo de 54 casos judiciales por injurias, los insultos socio-raciales ocuparon un 11%. El insulto más repetido dentro de esta categoría fue “mulata”, con un 9%. 10 De un universo de 54 casos por injurias, el 52% de los insultos estuvieron dirigidos al uso sexual del cuerpo. Dentro de esta categoría, los más mencionados fueron “amistad ilícita”, “adúltera”, “prostituta”, “domingueja”, “ramera”, “perra”, “andante” y “mujer pública”. 11 El insulto sexual fue el que recibió penas más duras por los jueces, aunque estas no fueron comunes, ya que en su mayoría el juez dictaminó a los imputados que viviesen en la mayor armonía como vecinos.
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exigente. Este discurso pretendió regular el comportamiento femenino e incluía “la postura sumisa de obediencia, apoyo y aceptación de las relaciones domésticas con esposos, padres y ancianos: un cuidado feroz de su reputación y la apariencia sexuales decentes: la virginidad de la hijas, la fidelidad de las esposas, la abstinencia de las viudas” (Stern 152). Las mujeres actuaron dentro de códigos de autoridad: padre, hermanos, marido y ancianos. Si esta red de solidaridad primaria no funcionaba o habían trasgresiones hacía la protegida, la mujer podía recurrir a la protección externa de vecinos y de autoridades que cumplieran el rol de patriarcas masculinos: alcaldes, gobernadores, jueces, etc: “Estos personajes tenían la autoridad como patriarcas superiores, hombres cuya responsabilidad de preservar la paz y la moral social locales y de actuar como jueces informales de primera instancia les daba el derecho de examinar y castigar los excesos de patriarcas menores” (153). A pesar de los estrictos códigos que pretendieron sistematizar el comportamiento femenino, en la documentación judicial revisada se hace referencia a las trasgresiones del honor. Para algunos historiadores no existe una relación entre los ideales establecidos y la práctica de estos, ya que las trasgresiones a los ideales fueron recurrentes. Como señala el historiador René Salinas, el concubinato, las relaciones ilícitas y el amancebamiento fueron frecuentes, según lo revisado en los expedientes de los Tribunales Eclesiásticos. Por tal motivo, se da a suponer que, a pesar de las fuertes presiones en torno a las normas ideales, “la adhesión a ellas no era tan estricta como se había supuesto, a pesar de la vigilancia que la Iglesia realizaba constantemente. Los casos que conocían los Tribunales Eclesiásticos revelan que la promiscuidad y la insensibilidad no eran ajenas a la vida de las mujeres de la colonia, particular y más frecuentemente las de las clases bajas” (Lavrin, Investigación 55). La documentación trabajada expresa que las trasgresiones siguieron siendo un patrón de conducta durante el siglo XIX, por lo que hay una contradicción entre el ideal y la práctica de estos.
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Honor femenino: en primera persona
La mujer del siglo XIX fue “educada para el matrimonio: ser una digna esposa y cumplida dueña de casa y cuidar de la educación de sus
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hijos; esta que era su futura misión no necesitaba de mayores conocimientos según el criterio de la época” (Pereira, La Mujer 93). Por ello, la mayoría de las mujeres no sabía leer ni escribir, lo cual pudo deberse a que las mujeres populares, desde muy pequeñas tuvieron que preocuparse de los deberes de la casa o ayudar a sus madres en sus oficios. Evidentemente, dependió del contexto vivencial de cada mujer, pero cualquiera que fuese la razón, el analfabetismo fue una realidad que la gran masa poblacional vivió durante la época. Por esta razón la comunicación oral cobró fuerza dentro de la comunidad y las palabras crearon “el reconocimiento de cada individuo en el espacio colectivo” (Farge 196), hasta hacer que “el rumor, el chismorreo, las habladurías, se constituyer[a]n en una poderosa arma de disciplina y control comunitario, en manos principalmente de mujeres” (Salinas, Fama pública 134-135). Sten agrega que “[l]a cultura de la conversación y el conocimiento femenino ayudaba a definir los contornos de lo permisible y lo inaceptable, lo necesario y lo opcional, lo moral e inmoral, en la vida de las mujeres con parientes y parejas masculinas” (162). Las habladurías recién mencionadas crearon rumores y/o enfrentamientos con insultos, y se convirtieron, de esta forma, en injurias que no hicieron más que “reproducir o metaforizar, con mayor o menor énfasis, las descripciones de una feminidad cuya clave es la inversión de todo lo alto, bello o lo puro” (Madero 205). Por ende, estos testimonios reflejaron las trasgresiones del ideal y del honor femenino. El honor perteneció al hombre y a la mujer, pero las acciones que debieron cumplir fueron diferentes. Por una parte, “el honor femenino se relacionó con el ámbito interno-privado y, más específicamente, con el resguardo de la pureza y castidad del cuerpo” (Figueroa 71). En la demanda impuesta por María Jerónima Muñoz, el abogado de esta presentó un interrogatorio preguntando sobre la buena reputación de María Jerónima: 2° Digan si no es verdad, que conoce a la cita Doña María Jerónima desde su tierna edad, y que siempre desde soltera, y después de casada se ha portado con mucho recogimiento juiciosidad y honradez, sin que jamás se le haya notado la más pequeña falta de conducta y reputación. 3° Si no es verdad, que siempre se le ha observado el mayor recato para todo, y una contracción al trabajo y a las obligaciones de su estado, sin que se le haya visto mancharse en disputas, ni en otras consecuencias peligrosas que le ocasionen desacredito. 4° Si no es verdad
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que por sus cualidades rememorables siempre se ha merecido la estimación y aprecio de todos cuanto le conocen y su casa ha sido respetada, por el buen orden que ha sabido observan en todo circunstancia. 5° Si no es verdad que la predicha Doña Jerónima desde que es casada con Don José Figueroa se ha mantenido en la misma juiciosidad y honradez de siempre mirando la mejor armonía en su matrimonio contraídos con la mayor unión al trabajo y desempeño de las obligaciones de su estado (AHN.JC12 33).
Ante las injurias sobre adulterio, el abogado de María Jerónima trató de demostrar que la comunidad tuvo un buen concepto de ella, que cumplió con sus deberes de casada y que fue una buena mujer con su esposo. Por otra parte, la injuria puso en descubierto el no modelo, el “no debe ser” dentro de la comunidad, “ya que la injuria y el insulto se encuentran fuertemente entrelazadas en estos pleitos judiciales” (Albornos 3). Por lo tanto, la persona injuriada careció de honor ante la comunidad. Esto implicó el desprestigio y el aislamiento, como lo demuestran las declaraciones de Micaela Zuazagotía, quien al ser injuriada en la calle pública demostró que la injuria y el des-honor fue un acto de muerte que conllevó ideas, actitudes y valores encargados de establecer normas de conductas ideales: “causando escándalo en la calle pública me hirió en lo más vivo de mi honor, habría querido mejor que con un puñal hubiese acabado mi vida en aquel momento” (ANH.JS 3). Se trató, en rigor, de un ente ordenador de la sociedad que estuvo constantemente sujeto a cuestionamientos, pues pudo ser amenazado, obtenido, perdido y recuperado. Por ello, las personas trataron de actuar dentro de los parámetros morales, religiosos, ideológicos y estatales, de modo de no poner en riesgo la pérdida de su honor. Las injurias más expresadas y recibidas por las mujeres fueron las que dañaron el honor sexual. Los insultos-palabra más repetidos fueron: “puta” y “amancebada”. Así lo constató Paula Bueno, quien en medio de una discusión defendió a su madre y recibió insultos por parte de su agresora, que la ofendió diciéndole: “grandísima puta, Palo, borrachonaza que no se ocupaba más que en beber junto con su marido y oficiales de los sombrerería . . . ahora que estás casada quieres hacerte la honrada” (ANH.
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Archivo Histórico Nacional, Fondo Judicial de Cauquenes, desde ahora AHN. JC.
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RA. 5). Paula consideró estos epítetos como “horrorosos en su calidad”, por lo que sintió que: no sólo se me puteo (insulto) a satisfacción presumiéndose abandonada a la corrupción de la de los hombres, haciendo un mercado de mi propia carne, como que todo esto y mucho más de ignominia y depravación da a entender el termino puta (Bueno ANH.RA. 5).
Otro caso fue el de Marcelina Viveros, quien en su propia casa recibió injurias que atentaron contra su honor sexual y “natural” de buena madre: era una puta, y que no laboraba Teodoro Bravo de su casa porque estaba amancebada con él y que estaba amancebada con Marcelino Osorio y que todos los del lugar así pasado por ella, y que era una amancebada que estaba con los de la orilla y que se amanecía con los hombres tomando y un puterías . . . que estaba acostumbrada a echarse con Maximiliano Arrollo, o con cualquier hombre en su casa, y que ha habido pelea en su casa y que andaba desnuda al frente de su hijos, los hombres la iban a mirar a su casa . . . que dormía borracha en las lomas con hombres . . . y que se ha encerrado con hombres en su casa (ANH. JQ13 1).
El juicio de Manuela Ocaranza refleja, gracias a los reclamos de su marido, los roles que debió tener la mujer ante su familia y sus cercanos. Como Manuela trasgredió el valor más “natural” de una mujer, el “ser buena madre”, su marido expuso ante el juez “la desvergüenza que ha tenido la expresada, mi esposa de caminarse por Coquimbo sin darme parte de menor dejándome todos mis hijos botados; pero digo botados!” (ANH.RA. 16). La mujer, después de haber tenido desavenencias domésticas, se fue a Coquimbo a trabajar a las minas junto a su madre. De esta forma, su marido denunció la despreocupación de Manuela al dejar a sus hijos botados con él. El hecho, además de ser gravísimo, mostró lo “público y notorio del mal manejo y el desorden” en su casa: Manuela dejó en sus manos una tarea que era natural de ella, trasgrediendo su rol como mujer.
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Archivo Histórico Nacional, Fondo Judicial de Quirihue, desde ahora AHN.JQ.
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Gracias a los casos de Paula Bueno, Marcelina Viveros y Manuela Ocaranza es posible construir una imagen sobre los ideales que se esperaron de las mujeres: la conservación de la pureza virginal antes del matrimonio y la fidelidad después de este, además de la exigencia de cuidar y atender al marido y a los hijos. Lamentablemente, las tres mujeres mencionadas fueron acusadas por haber trasgredido los parámetros ideales; siendo amancebadas, cometiendo adulterio, consumiendo alcohol, descuidando las tareas del hogar y desatendiendo sus labores como esposas y madres.
6.
Matrimonio
El matrimonio fue la “institución reguladora de la sexualidad de la mujer y de la organización social a través de la familia” (Figueroa 73). Fue el hito más importante en la vida de esta, un acto en el cual se consagraban dentro de los códigos ideales femeninos, ya que si permanecían fieles tenían ganado no solo el cielo, sino que el honor y la virtud, como reputación, dentro de la sociedad. Muchas mujeres casadas que fueron injuriadas sintieron que su situación fue más digna y, por lo tanto, más legítima. Este fue el caso de Paula Márquez, quien manifestó: “soy hija legítima, y de legítimo matrimonio de Juan Gutiérrez, y de Gregoria Pinto Persona española y de la mala raza libre . . . haberme comportado con honradez y cristianos procedimientos, jamás se me haya notado defecto (AN.RA. 16)”. Además de acentuar su estado de casada, la mujer destacó haber nacido dentro del matrimonio. Por ello, su vida siempre estuvo dentro de los parámetros cristianos, sociales y legítimos. En consecuencia, fue digna de honor. Manuel Pineda, demandado por Matilde Sánchez, pidió a los testigos en el interrogatorio que atestiguaran si esta era: “andante, y la que su fama pública y de mala conducta moral; si es verdad que nunca ha sido casada, que siempre anda de allegada a una y otra casa; y que don Manuel Pineda la tuvo de criada en su casa en tiempo pasado y la boto, y responde” (ANH. JCO 5814). Pineda destacó como argumento de deshonor el que Matilde
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Archivo Histórico Nacional, Fondo Judicial de Concepción, desde ahora AHN.JCO.
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“nunca [haya] sido casada”, y agregó que fue una mujer sola, sin un patriarca que le diera protección: “anda allegada a una y otra cosa”. Por ello, él quiso cumplir esta labor, ayudándola y dándole trabajo, pero ella, tan “andante” y “escandalosa”, la botó. María Gamboa demandó a su hijo y a su nuera, María del Carmen González, por injurias, amenazas y golpes. En medio del juicio, María del Carmen se defendió diciendo que fue una “mujer casada, honesta, y recatada”, y que su suegra tuvo: “mala honra de la suegra, que jamás ha sido casada y que ha tenido innumerables hijos de diferentes personas, y que la amistad y concubinato tan escandaloso con Barahona y se persuadir el justificado disentimiento” (ANH.JS 47). La nuera de María Gamboa, como mujer casada, se sintió dentro de los ideales patriarcales-cristianos. Su suegra, en cambio, fue una mujer soltera que solo tuvo concubinos e hijos ilegítimos, lo que le dio una fama pública de mujer escandalosa y trasgresora de todas las “leyes” sociales de una vida con rectitud y honor. Otra arista sobre el matrimonio, y que es imposible no mencionar, es lo que han escrito distintos historiadores como Ann Twinam, Pablo Rodríguez, Igor Goicovic, entre otros, quienes postulan que el estímulo de esta severidad de códigos ideales fue, precisamente, el hecho de que el honor no le perteneciera a las mujeres15, sino que la virtud o deshonra de sus actos se traspasara a los patriarcas de su familia, pues eran ellos los objetos de honor: “La virtud expresada en la pureza sexual y en los hombres en el deber de defender la pureza de la virtud femenina. De modo, que el honor de un hombre está implicado en la pureza sexual de su madre, esposa e hijas, y hermanas, no en el suyo” (Pitt-Rivers 48). Cuando una mujer se casaba el honor de ella pasaba a ser de su marido y para este “no había joya más preciada que el honor de una mujer. En consecuencia, la infidelidad y promiscuidad femenina era considerado muy grave, y, además, un serio atentado contra la honra masculina” (Pereira, Afectos 211). Según la documentación revisada, no se puede desechar este
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Véase Igor Goicovic; Pablo Rodríguez, Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia; Teresa Pereira, “Amor e Ira. La expresión de los sentimientos en Chile: 1700-1890”; Julián Pitt-Rivers; Ann Twinam, Vidas públicas, secretos privados. Género, honor, sexualidad e ilegalidad en la Hispanoamérica colonial y “Honor, sexualidad e ilegitimidad en la Hispanoamérica colonial”.
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planteamiento. Sin embargo, el honor no fue un exclusivo patrimonio de los patriarcas, sino que le perteneció a la mujer, a pesar de que este pudiera ser traspasado a los demás integrantes de su familia o círculo cercano, sin discriminar en género.
7.
Mujeres solas
“No cabe ninguna duda que la vida escandalosa, llevada a cabo sin ningún recato y con poco temor a Dios y de la ley, se asociaba con regularidad al quehacer de las mujeres solas” (143) señala Salinas en Fama pública. La cultura social tuvo prejuicios contra estas mujeres, ya que consideraron que fueron más propensas a descarrilarse y tener una vida libertina, al no tener a un patriarca16 a su cuidado que las pudiera proteger y defender ante cualquier situación. Hay diferentes realidades de mujeres solas, quienes ante las instituciones de la ley y de la iglesia fueron solteras, pero que ante la comunidad fueron vistas como mujeres que sí tenían protección patriarcal, como las concubinas o amancebadas, e incluso las amasias. Todas estas se reapropiaban el concepto de casadas. De hecho, así se comprueba en los datos cuantitativos de la documentación revisada, ya que las mujeres que más participaron en demandas por injurias dijeron ser casadas y, a su vez, estas fueron las más insultas. Lo anterior no coincide con la tesis de que el matrimonio en la época no era una práctica habitual, ya que ser soltera fue una conducta muy “extendida y, en cierta forma, tolerada (si no aceptada) por parte de la sociedad, ya que de no ser así ésta habría encontrado los medios para ponerle fin” (Salinas, Transgresores 35). Las solteras, después de todo, no constituyeron seres marginados. Por lo tanto, es posible concluir que, a pesar de no ser unas mujeres ideales, fueron parte de la sociedad tradicional como trasgresoras de ella. Esto puede deberse a que las mujeres populares gozaron de más libertad que las mujeres de elite. Las relaciones que aquellas mantuvieron con hombres fueron mucho más naturales y espontáneas, situación que las llevaba a trasgredir con mayor
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Un padre, esposo, hermano, tío mayor, amante, etc.
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frecuencia los roles ideales femeninos. A su vez, no se vio afectada su creencia de ser portadoras de honor ya que lo fueron adaptando a su realidad.
8.
Conclusiones
“El honor no es sino la opinión de los que nos conocen (ANH.JR. 26)”, expresó Juana Barreta, configurando el honor como una extensión de la opinión pública y relacionándolo con el comportamiento ante la comunidad, de modo tal que se cumplieran funciones (roles) ideales exigidas según el estatus, género y lugar que se haya tenido en ese momento dentro de la comunidad. Es en este punto, seguramente, cuando asaltan cuestionamientos según el honor de procedencia como linaje de sangre, construido por lógicas de pureza y contaminación; hecho muy presente en los grupos altos de la sociedad tradicional de esta época, que también precisaron de conductas morales e ideales para no corromper el orden socio-racial. Todo lo anterior se relaciona con el honor sexual y femenino, el cual puede alinearse también al honor de los orígenes, ya que este dependió de las mujeres en su castidad cuando solteras y fidelidad después de casadas. Sin embargo, el honor como virtud fue el que se priorizó en la primera mitad del siglo XIX. Incluso, el honor vinculado con el linaje debió ser acreditado con una buena fama que fuese pública y notoria ante la comunidad. La primera mitad del siglo XIX fue muy compleja desde el punto de vista socio-racial, ya que se produjo una disolución de las “fronteras” sociales. A su vez, los grupos altos trataron de profundizar estas “fronteras” porque captaron una gran homogenización de la sociedad, lo que provocó movilidad con posibilidad de ascenso y, por ende, perjudicó sus intereses. Este proceso, al mismo tiempo, se relacionó con el honor como reputación. Un hecho ejemplificador es la apertura hacia los grupos medios y bajos, quienes se apropiaron de los términos “don” y “doña”. La connotación de dichos apelativos devino en un asunto de buena reputación. De esta forma, hubo una democratización del apelativo, ya que el término no perdió valor, sino que comenzó a tener un significado diferente: el reconocimiento de los méritos personales. Es así como la construcción social elaboró discursos ideales que permitieron mantener a las mujeres sujetas a los parámetros del sistema de dominación masculina. Esto, a su vez, impulsó la construcción de una
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identidad femenina ideal. En consideración a lo anterior, es posible señalar que el honor permitió mantener a la sociedad organizada: sin mezclas raciales, sin matrimonios desiguales, sin hijos ilegítimos y sin comportamientos trasgresores de los ideales impuestos por la misma sociedad. Estos discursos ideales “impuestos” hacia las mujeres no se cumplieron en la práctica. Así lo plantean autores como René Salinas, Ann Twinam, Igor Goicovic, Pablo Rodríguez, que proponen que los ideales fueron altanamente trasgredidos en la sociedad tradicional. Tales desviaciones de los patrones de comportamiento (ebriedad, andar solas a altas horas de la noche, las relaciones esporádicas, mujeres solitarias, engendrar hijos ilegítimos, etc.) fueron trasgresiones al pacto social ideal femenino. Sin embargo, estas mujeres estuvieron conscientes de sus trasgresiones, y fue la necesidad de su contexto vivencial lo que las empujó a salirse de los parámetros “correctos”. Es por esto que el concepto de honor para ellas fue resignificándose desde su condición. Por otra parte, esto demuestra que las mujeres no solo trasgredieron las normas, sino que tuvieron iniciativas como la creación de oficios, de redes de sociabilidad y la participación social, de tal manera que se vieron obligadas a desplazarse físicamente dentro de su barrio y fuera de ellos. Por otro lado, hay historiadores que plantean que el honor de la mujer no le perteneció a ellas sino que este se traspasaba a sus patriarcas. A pesar de lo anterior, y a partir de los relatos entregados por las 74 mujeres que protagonizaron causas por injurias, es posible percibir que las mujeres populares de la primera mitad del siglo XIX sí se sintieron sujetos portadoras de honor. A pesar de que este último era traspasable hacia los cercanos, la mujer se sintió dueña del mismo, ya que según lo investigado el honor del hombre también perteneció a la mujer. No obstante, ello no implicaba que el honor no fuera propio de él. Con todo, las mujeres de grupos medios y bajos de la primera mitad del siglo XIX sí tuvieron honor y sí se sintieron portadoras de este.
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