Vallotton o el enigma de la imagen *

“Vallotton o el enigma de la imagen” * “La imagen es indócil. Procede siempre de un modelo que respeta o que inventa y que no muestra.” Michel Melot

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“Vallotton o el enigma de la imagen” *

“La imagen es indócil. Procede siempre de un modelo que respeta o que inventa y que no muestra.” Michel Melot “Me voici stupide. Exactement, je ne comprends plus ce qu’est un sens.” “Le sens est le mystère…” “…¿Que pensons-nous quand nous ne pensons à rien ?” Jean Paulhan

Por Juan Bautista Ritvo

La loge de théâtre, le monsieur et la dame, óleo de Félix Vallotton, goza de popularidad: se lo ha elegido como portada del catálogo minucioso y espléndido de la retrospectiva de la obra del autor, la más amplia que se haya hecho hasta el presente, en el Grand Palais de París. También figura en la portada de un álbum que acompaña al catálogo, escrito por J.D. Nasio, psychiatre, psychanalyste, titulado “El inconsciente de Vallotton”. En Mirar al que mira, de Luis Puelles Romero, también se ha elegido el óleo para ilustración de la tapa. Todo parece preparado para el análisis psicológico, si entendemos por psicología el privilegio que se concede a la intención, consciente o inconsciente, poco importa, en desmedro de la obra. El título –quizá irónico, pero al psicólogo estas cosas poco le interesan…‒, el balcón cuya perspectiva es contre–plongée, tomada desde abajo hacia lo alto, el estricto paralelismo de los personajes (¿personajes?), el señor, la dama, son señuelos para que el espectador e incluso el crítico dispensen trivialidades acerca de las posibles relaciones entre ambos (¿amantes? ¿simples acompañantes?) o bien indaguen el ensueño (¿ensueño?) de ella, su guante blanco displicentemente apoyado sobre la baranda del palco, la mirada apenas entrevista dirigida no se sabe adónde: y bien… ¡he aquí la histeria finisecular, mis amigos! Nasio, con suficiencia naif le pone palabras a ella, le pone palabras a él…

*

Ensayo inédito incluido en el libro Crítica y fascinación (Alción Editora, Córdoba), próximo a publicarse. 1

Claude Arnaud, en su comentario del cuadro se deja tentar por la psicología, aunque más discreto y conocedor, sobre el final apunta a lo esencial:

“Ella misma, ¿está aún enamorada? Su pequeña sonrisa triste podría hacerlo suponer, pero nos tiende la mano como quien busca socorro… A menos que el drama, sobre la escena, haya alcanzado su acmé y ambos se encuentren como desposeídos de ellos mismos… Alguien que no fuera Vallotton hubiera intentado esclarecernos. Mas esta estrategia óptica prefiere tendernos un par de gemelos tramposos regulados según diversos focos. Desde ese momento uno no encuentra más que misterio e incomprensión en su ‘imagen’: se podría hacerle decir todo, dotarla incluso de intenciones criminales, colocándolo como cubierta de un Pulp fiction. ¡Su paleta exacerba de tal modo la relación que se preste a esos dos seres! El gran lienzo de muro azafrán parece reflejar más profundamente incluso que ellos; la substancia del cuadro está llegando a constituirse en su única significación. Un medio siglo más tarde, la baranda del balcón recubrirá los guantes y los rostros, el enigma se volcará únicamente sobre los colores, y el cuadro será firmado por Rothko: la pintura llegará a ser definitivamente cosa mentale”. 1 Desde luego, la referencia a Mark Rothko es clara: los cuadros no figurativos que le concedieron su lugar dentro de la corriente denominada “expresionismo abstracto”, son colores sobre colores, amarillo sobre negro, marrón y azul, verde sobre morado, azul verde y marrón, y otras combinaciones donde sólo importa el color, ni siquiera la línea: una explosión de color sin caligrafía.

II

Se tenga la opinión que se tenga sobre el arte abstracto, no figurativo, es indudable que con él ha retornado algo que la pintura, desde siempre y hasta en sus versiones más 1

Félix Vallotton, le feu sous la glace, Grand Palace, Paris, 2014. Nasio, J.-D., L’ inconscient de Vallotton, l’ album de l’ exposition, la misma edición. 2

complacientes, excesivamente complacientes, digamos, con lo que suele atraer de manera fulminante al público, cuando cree descubrir, digamos con las comillas de rigor, “…una personalidad, todo un carácter, todo el reflejo de una época en una apostura, en una vestimenta, en un rostro, en esos gestos que parecen modelados por los siglos…”, ha guardado su secreto con celo y con temor a la usurpación de los que no pertenecen a la recóndita tribu: en el fondo todo es color, mezcla, empaste, búsqueda de los tonos más insólitos o más contrastantes o más osados o más deleitables; todo también es pura línea, sea caligráfica o reproductiva, sea perspectiva plana o atmosférica, centrada o descentrada, distraída por los bordes o concentrada en la perfección de la fuga al infinito que durante siglos ha sido el cáliz del goce. La faz didáctica de la pintura, innegable en épocas en que el pueblo iletrado se educaba religiosa y políticamente por imágenes, gangrenada por la anemia de los museos, divorciada de los centros del poder eclesiástico o civil, eclipsada casi por completo, aunque conservando el mínimo de encanto necesario para que la gente visite los museos, no sin saltearse los bodegones, ya que a nadie interesan esas naturalezas muertas que eran la suprema venganza del pintor de raza, esta faz, digo, al correrse como se corren los bastidores del teatro, cambia completamente el foco del análisis. En uno de los cuadros de Cézanne, la pareja del jugador de cartas falta: hay allí un blanco. O en tal otro de Manet, pongo por caso, donde buscamos el centro de la perspectiva, descubrimos que sólo hay el barniz original de la tela, anterior a la distribución de líneas y colores. ¿Quiero decir que la figuración no importa? El citado Arnaud ha escrito el término “imagen” con comillas, quizá para entredecir que estos trazos esquemáticos son tenues esbozos – el rostro del hombre está efectivamente cortado horizontalmente por la baranda de la loggia y carece de expresión, reducido por ese maravilloso dibujante que era Vallotton, digno discípulo de Ingres, al negro de la cabellera que se confunde con el telón negro tras él, gesto que alguien podría justificar con la realista invocación al negro profundo de las luces súbitamente apagadas en el teatro, pero que indiferente a semejante pretexto, aunque rindiendo tributo al ritual teatral que apaga las luces para introducirnos en otra dimensión, parece succionar, insidiosamente y con premura, el cuadro entero; el rostro de ella comienza y recomienza una y otra vez, pese a su 3

fijeza o quizá por ella, a perderse bajo el negro de las alas del sombrero, un negro más profundo que el negro de la parte superior del palco, el que alcanza a diferenciarse de éste por el amarillo azafranado del generoso casquete de su sombrero, digno contrapunto al blanco del puño enguantado depositado sobre la baranda –. Yo propongo sacarle las comillas, porque una imagen es exactamente dos cosas, quizá inescindibles en un dispositivo que es escenográfico en el sentido de la cavidad teatral, la misma que fascinó a Vallotton y a su generación: la representación de una ausencia y la invisibilización de estados del cuerpo que, por definición, carecen radicalmente de contornos o si lo tienen, entonces, ese contorno se transforma en espiral abierto, en trazo interrumpido, fragmentado, descompuesto, marchitado, o finalmente en mancha, pura mancha, como ese rojo de la sangre de Rothko, suicidado… Tradicionalmente decimos que toda imagen tiene un aspecto pedagógico, puesto que hace visible lo invisible – pensamiento cómodo que hay que cuestionar, aunque sea para cierto tipo de imágenes que mantienen un vínculo de homonimia con las que el público llama así. No obstante, la visibilidad de la imagen es como un dardo que se clava en la invisibilidad de la carne. La visibilidad de la imagen, ese ensueño que balbucea su expresión en una suerte de dómita decadencia en que una titilación finalmente se fonetiza como quien dice se amoneda, alcanzando el estatuto de la efigie, ese llamado mudo que llama como llama al pintor el primer trazo ejecutado sobre el lienzo, algo que en suma se abre ante el ojo, por el ojo, incluso desde el ojo, en el instante mismo que alcanza su plenitud, justo en ese instante, termina por envolver algo secreto; una reclusión de estados que tienen el ritmo de la línea que se coagula y la furia del color que se combina, se empasta, se estratifica, se diluye, se expande hasta desbordar los límites del cuadro. La suprema visibilidad de lo que está-ahí invisibiliza lo que nos alcanza (casi) sin distancia. Ahora bien, como la palabra misma puede alcanzar (lo señaló Merlau-Ponty en otro trabajo, dedicado precisamente al lenguaje indirecto) en su segunda potencia “la vida vaga de los colores”, siempre es posible utilizar la distancia, el desvío, la separación (todos términos condensados en el francés ecart) para rozar lo invisible depositado en la intimidad de lo visible. 4

Recordemos, es oportuno recordarlo, qué dice Merlau-Ponty en su póstumo Lo visible y lo invisible.

“El mundo perceptivo ‘amorfo’ del que hablaba a propósito de la pintura – recurso perpetuo para rehacer la pintura – que no contiene ningún modo de expresión y que sin embargo los llama y les exige todos y re-suscita con cada pintor un nuevo esfuerzo de expresión – este mundo perceptivo es en el fondo el Ser en el sentido de Heidegger, que es más que toda pintura, que toda palabra, que toda ‘actitud’, y que aprehendido por la filosofía en su universalidad, aparece como conteniendo todo lo que jamás será dicho, dejándonos no obstante el crearlo (Proust): es el lógos endiáthetos que llama al lógos prophorikós.”. 2 La actitud corriente supone que, entre el mundo perceptivo que denomina amorfo, porque el entrelazamiento múltiple de seres y cosas escapa a cualquier mediación por ser un paradójico fundamento sin fondo, y la expresión de la obra, hay un lazo directo y perfectamente observable. Mas ese mundo, es imposible decirlo de manera mejor, reclama expresión sin indicar su inevitablemente contingente dirección. Hay una perentoriedad que empuja al artista hacia un sitio de creación inesperado, tan inesperado si se tratase de alguien original, que podemos y debemos hablar a su propósito del lenguaje ontológico del “salto”: entre el mundo que la fenomenología llama ante-predicativo y que sólo es tal porque ese “ante” está reconstruido a posteriori, y su expresión, los puentes se han quebrado: ningún lenguaje puede captar la transición que reclama el espinoso vocablo “génesis”. Repito bajo otra forma la pregunta anterior: todo lo que de una u otra manera es insinuado o simplemente evocado lateralmente cuando no es mostrado de manera cruda por la figuración ¿puede ser dejado de lado?

III

Efigie, apariencia, sueño… 2

Merlau-Ponty, Le Visible et l’Invisible, N.R.F. Paris, 1964, pp. 223-224. 5

Vuelvo de nuevo al cuadro. El término imago posee una temible latitud: llamamos imagen a la efigie, llamamos imagen a la apariencia, y también hacemos lo propio con el sueño. Mas cuando me despierto me quedo con sombras; cuando hablo de efigie puedo sin duda contemplar una fijación, un grabado, un dibujo, una estampa, pero ¿cuál es su apariencia, quiero decir, cuál es su acto de aparecer, lo que los griegos denominaban phainein? Captar una cosa en su aparecer es consagrar su no identidad, incluso su “contraidentidad”, para apelar a un vocablo de Paulhan: lo que aparece desaparece y su estela es el temblor que queda fijado en la efigie. Reanimo el cuadro para que se convierta en pintura, es decir, para que entre finalmente en el tiempo. La baranda y el juego de luz y de sombra se tragan los rostros; pero la mayor amenaza es precisamente el esplendor del mismo cuadro: negro arriba, ocre azafranado abajo, dos masas paralelas que se contaminan entre sí por la sombra oscura de la baranda, ‒como si se tratase de la anticipación de un gesto de Rothko. Pero aquí, a diferencia del expresionista norteamericano, las dos masas amenazan devorarse la representación: es un momento decisivo del arte en el giro del nuevo siglo. La exasperada violencia de sus grabados, que incluyen asesinato, ejecución despiadada, persecución policial; la ironía y el humor de un erotismo intenso, claro, pero que al mismo tiempo evoca también claramente la incipiente corrupción de la carne; el lirismo, la desesperación y la fascinación por los interiores (palabra que deseo subrayar con la mayor intensidad posible), en que el hogar familiar con su superabundancia de cajones, sillones, mesas, pianos, carpetas, toda clase de bibelots, cortinas y cuadros, sin contar esos placares y habitaciones que se abren vaya a saberse dónde, o se cierran inesperadamente a la mirada ávida del curioso, todo ello ha estado montado sobre lo que podríamos denominar lugares comunes, paralelos por su codificación, a los lugares comunes de la retórica, que incluyen, naturalmente, los proverbios (“no aclares que oscurece”, “a buen entendedor, pocas palabras”, “no es oro todo lo que reluce”) tan amados por Paulhan; quiero decir: lugares comunes iconográficos. A través de ellos penetra de rondón en nuestros análisis toda una época, sin necesidad de mediaciones sabias…

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En un texto dedicado a La república perturbada, 3 del autor inglés Richard Thomson, el frontispicio reproduce un óleo de Louis Anquetin, fechado en 1889 y titulado Le Rond-Point des Champs Elysées. Lo que pone en escena desde un punto de vista panorámico, más precisamente con perspectiva plongée (como solemos decir en el léxico del cine, en picado) es una carga policial sobre una manifestación: hay cuerpos caídos, gente que se dispersa en fuga y la policía que va avanzando en semicírculo. Es de noche y las mesas de la terraza de un café se destacan por su blancura, así como las luces amarillentas que emanan de los negocios. Pequeñísimas manchas blancas sugieren los cascos policiales y sus armas. En el medio de la avenida hay un círculo de luz que contrasta con las sombras en que se disuelven perseguidos y perseguidores. Conforme al principio de no identidad que hace que un árbol sea un árbol y a la vez no lo sea, es notorio que lo que se ve no se puede narrar; es precisamente esa razón la que nos constriñe a narrar y a hacerlo de maneras oblicuas, excesivas, sin duda alguna arbitrarias, tan arbitrarias como lo permita la imaginación, sin la cual nada percibido podría entrar en el territorio de la palabra. Pero al narrar nos apoyamos en codificaciones débiles e históricas. Esta pintura está datada y antes que nada por el clima melodramático propio de la época, del café-concert, del music-hall, incluso del guiñol. Todo tan espeso, tan súbito en el ascenso y en el descenso del clima emocional, en la pregnancia de la gesticulación pompier… En el interior del mismo libro se van a contraponer admirablemente dos imágenes. Una de ellas alegoriza El triunfo de la República, un grupo escultórico en bronce de Jules Dalou, fechado en 1899, situado en la place de la Nation de París, que pone a la púdica República de pie sobre el globo terráqueo transportado por un león y guiado por figuras también e inevitablemente de gusto neoclásico. La otra, situada en la página de enfrente es Le Salon de la rue des Moulins es de Toulouse-Lautrec, de 1894, que muestra mujeres en posición de abandono, tan contrastante con la erecta República Francesa. Claro: se trata de un prostíbulo y ellas esperan a sus clientes con indiferencia. Desde luego, hay un abismo entre Toulouse y el ignoto Dalou, aunque ambos se apoyen de diversa manera en procedimientos codificados. Dalou no los

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Thomson, Richard, The troubled republic, visual culture and social debate in France 1889-1900 , Yale University Press, New Haven and London, 2004. 7

excede y los repite hasta la saciedad; Toulouse los excede largamente, aunque su arte deba mucho al arte callejero y al de los afiches, a sus trazos esquemáticos y rápidos. De golpe estamos en condiciones de resolver la imposible relación entre la biografía y la palabra, entre la biografía y la imagen. Nadie puede desconocer los saltos, el mismo salto que media entre el lógos endiátethos (el discurso “interno”, el pensamiento anterior a su expresión) y el lógos prophórikos ( el pensamiento efectivamente articulado en palabras). Es que lo interno ya era externo antes de su interiorización y lo pronunciado conserva la huella del balbuceo mental como si se tratase (y efectivamente se trata) de gestos vagos y convulsos que apuntan al misterio del sentido, inaccesible para la ciencia. La singularidad del inconsciente se anuda en los síntomas de cada cual, accesibles a una técnica (¿cómo llamarla?) fundada en la transferencia. Fuera de ese espacio, la tiniebla biográfica entra en el terreno francamente estúpido de la personalidad. Para acceder a la obra es preciso fechar y tramitar los lugares comunes epocales, esa red de sintagmas cristalizados y de imágenes compuestas con reglas que bien podemos llamar “bizantinas”, para recordar los rasgos más generales de los íconos de la cristiandad ortodoxa. En el seno de esos lugares encuentran alojamiento rasgos singulares de la vida del pintor, rasgos que captamos desde la obra y no en dirección inversa: es el síntoma de la obra y no el síntoma que se expresaría en la obra. A partir de aquí, un proceso de lectura que conserve empero el corazón del enigma transformado en misterio, puede proceder por reducciones sucesivas y un encabalgamiento de variaciones imaginarias hasta llegar adonde quiero llegar a propósito de Vallotton. A ese momento en que esquemas y siluetas tenuemente iluminadas todavía, empiezan a desaparecer bajo el peso del puro color, de la pura danza de la línea que se quiebra, se eleva al espiral, aspira al círculo sin conseguirlo porque una distancia infinitesimal lo separa de su culminación repetitiva y la imagen, ya disuelta en lo amorfo sin confundirse con ello, porque mantiene, todavía una distancia hija del frenesí y de la desesperación, inicia la navegación que la mitología y la medicina antigua, bajo el marbete de la melancolía, denominaban humor: aire, agua, fuego y la tierra negra, dura e impenetrable. 8

De todas formas, Starobinski tenía razón: la negra tinta de la melancolía no existe, pero sí existe la tinta, con la cual se puede, sobre la mítica página blanca, dibujar, escribir, manchar incluso, puesto que una mancha puede, todavía, adoptar formas infinitas.

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