Factótum 6, 2009, pp. 77-97 ISSN 1989-9092 http://www.revistafactotum.com
Variaciones latinoamericanas en torno al concepto de ciudadanía Luciano Nosetto Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (Argentina) E-mail:
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Resumen: A partir de la conceptualización de la ciudadanía operada por el sociólogo inglés T.H. Marshall, varios cientistas sociales y políticos latinoamericanos han articulado inflexiones y reparos que han contribuido a enriquecer y complejizar el pensamiento de la ciudadanía en la región. Es el objetivo de este trabajo dar cuenta de la productividad de estas inflexiones en la redefinición y el debate en torno al concepto de ciudadanía. Para ello, se opta por una estrategia analítica consistente en problematizar las diferentes dimensiones inherentes a la noción de ciudadanía, identificando sus elementos extensivos, intensivos y dinámicos. Palabras clave: ciudadanía, T. H. Marshall, América Latina. Abstract: From the starting point of T.H. Marshall's cannonical conceptualization of citizenship, several Latin American scholars have considered the accuracy of this notion when it comes to understand the social and political processes of the region. The aim of this paper is to analyze the various inflections operated upon the notion of citizenship within Latin American thought. This exercise is developed through an analytical strategy, aimed at identifying and problematizing the various dimensions i.e. extensive, intensive and dinamic, that characterize this concept. Keywords: citizenship, T. H. Marshall, Latin America.
1. Introducción El pensamiento social y político contemporáneo en torno al concepto de de ciudadanía ha sido articulado en gran parte a partir del espacio de reflexión habilitado por el aporte canónico del sociólogo inglés Thomas H. Marshall. En una serie de conferencias que dictó en Cambridge en el año 1949, Marshall propuso un análisis del concepto de ciudadanía que identificaba la pertenencia a una comunidad política con la titularidad de derechos de diverso tipo. Mediante una lectura de la historia inglesa, Marshall propone abordar la ciudadanía como un proceso escandido en tres ondas de universalización de derechos: al siglo XVIII corresponde el reconocimiento de los derechos civiles; al XIX, la universalización de los derechos políticos; y al siglo XX, el reconocimiento de los derechos sociales. De modo que el concepto de ciudadanía se constituye para Marshall a partir de una
progresiva adquisición de derechos, que permite una acumulación evolutiva de prerrogativas y libertades.1 En la tradición así inaugurada por Marshall, la originalidad de la ciudadanía moderna refiere al status igual de los habitantes de un territorio político determinado en tanto miembros de una comunidad. Esta articulación conceptual permite aprehender tanto la extensión de la ciudadanía (evaluando qué individuos pertenecen a una comunidad determinada) como la intensidad de la misma (evaluando qué derechos civiles, políticos y sociales constituyen el plexo jurídico del que gozan aquellos denominados ciudadanos). Ahora bien, respecto de los contenidos de la ciudadanía, Marshall considera que “no hay ningún principio universal que determine cuáles deben ser esos derechos y deberes” de modo 1 Es de notar que el análisis de Marshall da cuenta del proceso de ciudadanización inglés, sin pretensión explícita de universalizar este esquema a otras experiencias históricas.
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que, históricamente, las sociedades “crean la imagen de una ciudadanía ideal con la cual puede medirse el logro y hacia la cual deben dirigirse las aspiraciones” (Marshall 2005: 37). De esta manera, aprehender la especificidad de la ciudadanía obliga a abandonar una mirada estática para entenderla como un proceso histórico, como un concepto en movimiento, cuya extensión e intensidad son determinadas en los proyectos colectivos, las aspiraciones y los ideales de una sociedad. La ciudadanía no es un mero dato emergente de invariables humanistas o definiciones trascendentes, sino que se constituye a partir de “una construcción social que se funda, por un lado, en un conjunto de condiciones materiales e institucionales y, por el otro, en una cierta imagen del bien común y de la forma de alcanzarlo. Lo que equivale a decir que es siempre el objeto de una lucha, por más que en determinados lugares ésta pueda haberse resuelto desde hace mucho y haya tendido a naturalizarse” (Nun 2000: 65-66). En este sentido, es la misma dinámica de contestación social y reconocimiento estatal la que va resignificando operativamente el concepto de ciudadanía, determinando quiénes son y de cuáles derechos gozan los ciudadanos. En suma, la definición canónica de Marshall permite identificar tres dimensiones de la ciudadanía: 1) Permite aprehender la extensión de la ciudadanía, evaluando qué individuos pertenecen a una comunidad política determinada. 2) Permite dar cuenta de la intensidad de la ciudadanía, evaluando qué derechos civiles, políticos y sociales constituyen el plexo jurídico del que gozan aquellos denominados ciudadanos. 3) Permite identificar la dinámica de la ciudadanización, a partir de los procesos de movilización social, reconocimiento estatal y sanción jurídica de los diferentes derechos ciudadanos. Ahora bien, a partir de esta definición canónica, se ha articulado un rico espacio de reflexión teórica en torno a la realidad y a las virtualidades de los procesos de ciudadanización en los diferentes órdenes
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nacionales. En el caso de los países latinoamericanos, la recepción de la propuesta marshalliana ha dado lugar a profundas reelaboraciones, inflexiones y críticas en dos sentidos: por un lado, la teoría de Marshall ha brindado un ideal regulatorio para la crítica de la configuración latinoamericana de la ciudadanía y sus derechos: ¿Existen en América Latina las condiciones para pensar en una ciudadanía? ¿Puede legítimamente hablarse de ciudadanía cuando muchos de los elementos identificados por Marshall no son observables? Por otro lado, y en sentido inverso, la experiencia latinoamericana ha servido para cuestionar la adecuación y plausibilidad de una definición de la ciudadanía como la propuesta por Marshall: el concepto de ciudadanía tal y como lo plantea el autor, ¿es una herramienta conceptual útil para abordar los procesos de movilización e integración de la región? ¿Es lo suficientemente realista? En suma, ¿es adecuado para pensar la situación de América Latina? Así, en el encuentro del concepto de ciudadanía con las experiencias latinoamericanas, varios cientistas sociales y políticos han articulado profundas reflexiones, debates, inflexiones y reparos que han contribuido a enriquecer y complejizar el pensamiento de la ciudadanía en la región. Es el objetivo de este trabajo dar cuenta de la productividad de estas inflexiones en la redefinición y el debate en torno al concepto de ciudadanía. Para ello, optaremos por una estrategia analítica consistente en descomponer los diferentes elementos presentes en la definición canónica de la ciudadanía. Esta desimbricación de la noción marshalliana en sus elementos extensivos, intensivos y dinámicos, nos permitirá ordenar las diferentes críticas e inflexiones operadas sobre el concepto de ciudadanía en América Latina.
2. La dimensión extensiva de la ciudadanía Una primera dimensión del concepto de ciudadanía está vinculada a su extensión ¿Quiénes son los ciudadanos? ¿Quiénes son aquellos que gozan de la membresía en una
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comunidad política determinada? En América Latina, una de las primeras críticas al concepto de ciudadanía estuvo vinculada a la imposibilidad de suponer una extensión homogénea de relaciones económicas y políticas modernas. “En América Latina dos grandes conjuntos de problemas definen, según Oscar Oszlak, tanto las formas iniciales del Estado como el carácter problemático de su evolución posterior. El problema del Orden, o de la imposición de un nuevo esquema de relaciones sociales y políticas en un mundo insuficientemente ‘modernizado’; y el problema del Progreso, es decir la imposición y la generalización de relaciones económicas capitalistas. La especificidad de los Estados latinoamericanos residiría en el carácter siempre problemático que reviste la estabilización de un orden en las relaciones socio-políticas y la garantía de un progreso en la factibilidad técnica del capitalismo.” (Andrenacci 1997: 125)
En este sentido, a lo largo de la región, la penetración diferencial de los procesos de modernización política (estado) y económica (capitalismo) erigirían obstáculos estructurales a la dimensión extensiva de la ciudadanía, desde el momento en que estos procesos inacabados modulan de manera diferencial la membresía de los diferentes habitantes de un territorio nacional.
2.1.
Penetración diferencial del estado
Una de las particularidad de América Latina que están a la base de la inadecuación de la perspectiva marshalliana de la ciudadanía está vinculada al déficit de modernización política. La titularidad de derechos ciudadanos supone la posibilidad de hacer valer esos derechos y exigir su cumplimiento allí donde son conculcados; es decir, supone la presencia efectiva del estado a lo largo de todo el territorio nacional. En este sentido, varios autores observan, en la región, la existencia de una penetración diferencial de la institucionalidad y la legalidad estatal a lo largo del territorio. Esto implica que los estados latinoamericanos no pueden hacer valer sus leyes e instituciones en todo su territorio nacional, dando lugar a la persistencia de formas de dominación patrimonialistas, que socavan los derechos de ciudadanía. Uno de
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los pensadores más influyentes en esta perspectiva es Guillermo O’Donnell. Respecto de la ciudadanía, O'Donnell identifica dos caras: “Por un lado, la ciudadanía está implicada por el régimen democrático y por los derechos que éste asigna a todos/as los/as ciudadanos/as, especialmente los derechos participativos de votar, ser elegido y en general tomar parte en diversas actividades políticas. La otra cara de la ciudadanía –derivada de la nacionalidad– es un estatus adscriptivo, obtenido pasivamente, antes de cualquier actividad voluntaria, por el mero hecho de pertenecer, ya sea por jus solis o jus sanguinis, a una nación.” (O’Donnell 2004: 171)
A partir de esta distinción, el autor plantea que sólo en la modernidad ambas facetas de la ciudadanía tienden a coincidir. En los órdenes premodernos, la ciudadanía, en tanto titularidad de derechos políticos, estaba reservada a uno o a varios. Incluso en la democracia griega, la ciudadanía constituía un estatus del que estaba excluida la mayoría de los habitantes de las ciudades estados. Fue en la modernidad, con los procesos de democratización, que la ciudadanía activa se extendió, prácticamente, a toda la población adulta. Ahora bien, en esta doble faceta de la ciudadanía (entendida como derecho de participar en la cosa pública y, a su vez, como pertenencia al colectivo nacional), el estado aparece como cumpliendo un rol fundamental. “El estado ha sido un lugar central de concentración de poderes en el cual y desde el cual se ha luchado por múltiples derechos” (O’Donnell, 2004: 173). “Cuando, en el Noroeste, los campesinos, los trabajadores urbanos, las mujeres y varias minorías lucharon por esos y otros derechos, uno de los referentes fundamentales fue, y sigue siendo, el estado. Estas luchas por derechos, algunos tradicionales y otros inventados en el fragor de la lucha, buscaban inscribirlos para efectivizarlos. Es decir, buscaban que esos derechos fueran incorporados como parte del sistema legal del estado y que se crearan, o reformaran, agencias estatales autorizadas y dispuestas a efectivizarlos.” (O’Donnell 2004: 172)
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Si en la experiencia de las democracias noroccidentales el estado constituyó el referente institucional fundamental de las luchas que diversos sectores emprendieron por el pleno reconocimiento de sus derechos, “poco de esto ha venido ocurriendo en América Latina” (O’Donnell 2004: 173). Para dar cuenta de la dispersión de las experiencias latinoamericanas respecto de sus antecesoras noroccidentales, O’Donnell recurre a una definición del estado que incluye tres dimensiones. En primer lugar, el estado es un conjunto de burocracias; en segundo lugar, es un sistema legal y, tercero y último, el estado remite a un foco de identidad colectiva para los habitantes de su territorio. Estas tres dimensiones son identificadas, respectivamente, con la eficacia (de las burocracias estatales), la eficiencia (de sus leyes) y la credibilidad (de su identificación con el bien común de los habitantes). Ahora bien, en el caso de los países latinoamericanos, O’Donnell registra un profundo déficit en las tres dimensiones de la estatalidad. En estos casos, coinciden la ineficacia de las burocracias estatales, la escasa penetración de los sistemas legales y la baja credibilidad de estos estados como intérpretes y realizadores del bien común de sus poblaciones. “El gran tema, y problema, del estado en América Latina en el pasado, y aun en el presente en el que los regímenes democráticos predominan, es que, con pocas excepciones, no penetra ni controla el conjunto de su territorio, ha implantado una legalidad frecuentemente truncada y la legitimidad de la coerción que lo respalda es desafiada por su escasa credibilidad como intérprete y realizador del bien común.” (O’Donnell 2004: 176)
En esta línea, O’Donnell considera central problematizar la penetración territorial y funcional del estado latinoamericano. El autor identifica la poca atención que las teorías del estado han asignado a la eficacia de las instituciones estatales y la eficiencia de sus leyes. En esta línea, es común a las actuales teorías del estado la aceptación de un supuesto que, según O’Donnell, debe ser rebatido; éste es la idea de un alto grado de homogeneidad en los alcances, tanto territoriales como
funcionales, del estado y del orden social que éste sustenta. “No se cuestiona (y, si se cuestiona, no se problematiza) si dicho orden, y las políticas originadas en las organizaciones estatales, tienen similar efectividad en todo el territorio nacional y en todos los estratos sociales existentes” (O’Donnell 1993a: 168). En esta línea, América Latina presenta situaciones en las que la efectividad de la ley se extiende muy irregularmente (si no desaparece por completo) por el territorio y las relaciones sociales (étnicas, sexuales y de clase) que debe regular. En estas situaciones de “evaporación funcional y territorial de estado”, se produce una peligrosa coexistencia de estados ineficaces e ineficientes con esferas de poder autónomas, con “sistemas de poder local que tienden a alcanzar grados extremos de dominación personalista y violenta (patrimonial y hasta sultanista, en la terminología weberiana), entregados a toda suerte de prácticas arbitrarias” (O’Donnell 1993a: 169).
2.2.
Penetración diferencial del capitalismo
Si la penetración diferencial del estado latinoamericano a lo largo de los territorios nacionales implica una modulación diferencial de la pertenencia de los individuos a su comunidad política, la penetración diferencial de la modernización económica contribuye, a su vez, a complejizar este panomara. Como señala Maristella Svampa, “en el marco del fordismo, la ciudadanía social es asociada, esencialmente, al trabajo formal y, a su vez, es garantizada por las políticas universalistas; la intervención del estado tiende a ‘desmercantilizar’ una parte de las relaciones sociales y a construir una ‘solidaridad secundaria’ por medio de prestaciones públicas sociales, a favor de los sectores desfavorecidos en la confrontación capital-trabajo” (Svampa 2006: 10). De esta manera, la obtención de los derechos de ciudadanía en su dimensión social estuvo históricamente vinculada a la condición de trabajador y al desarrollo del estado de bienestar. Ahora bien, la experiencia latinoamericana evidencia un obstáculo estructural, vinculado a una modernización
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económica inacabada, caracterizada por asincronías, arcaísmos y encabalgamientos. Es decir, la penetración diferencial de las relaciones económicas capitalistas al interior de los países latinoamericanos da lugar a una formación económico social heterogénea, donde la figura del trabajador fordista aparece como un fenómeno particular y no universalizable. “En esta dirección, recordamos aquí que, como ya lo han señalado los trabajos desarrollados en torno a la ‘marginalidad’ a finales de la década de 1960 en América Latina, el proceso de construcción de la ciudadanía ha encontrado en las sociedades periféricas límites estructurales” (Svampa 2006: 10). Con esta referencia, Svampa da cuenta del debate en torno a la marginalidad en América Latina estimulado por el artículo “Superpoblación relativa, ejército industrial de reserva y masa marginal” publicado por José Nun en 1969. Allí, Nun articula una noción de marginalidad tributaria del marxismo pero alejada, a su vez, de la identificación habitual de los excluidos con la noción de “ejército industrial de reserva”. En palabras de Nun: “Mi tesis de la masa marginal supuso un cuestionamiento del hiperfuncionalismo de izquierda, para el cual hasta el último campesino sin tierras de América Latina (o de África) aparecía como funcional para la reproducción de la explotación capitalista” (Nun,2003b: 265). En esta línea, Nun presenta un ejercicio de relectura de la obra de Marx que le permite distinguir los conceptos de “superpoblación relativa” y de “ejército industrial de reserva”. Por un lado, todo modo de producción supone una población que le es adecuada y, al mismo tiempo, un excedente de población, llamado “superpoblación relativa”. Por otro lado, el modo de producción capitalista en su fase competitiva opera mediante una superpoblación relativa que funciona como “ejército industrial de reserva”. En este sentido, la superpoblación relativa es una noción que remite a una teoría general de los modos de producción, mientras que el concepto de ejército industrial de reserva remite a la situación particular de esta superpoblación en la fase competitiva del modo de producción capitalista. “No toda superpoblación constituye necesariamente a un ejército industrial de reserva, categoría
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que implica una relación funcional de ese excedente con el sistema en su conjunto” (Nun 2003a: 48-49). Ahora bien, ¿en qué consiste la particular función del ejército industrial de reserva? Nun recuerda que éste cumple, en primer lugar, una función directa, proveyendo la fuerza de trabajo requerida en etapas ascendentes del ciclo económico, cuando suceden expansiones súbitas del capital que exigen contratar nuevos trabajadores. Al mismo tiempo, el ejército industrial de reserva ejerce funciones indirectas vinculadas a las presiones que estos trabajadores desempleados ejercen sobre los trabajadores empleados, obligándolos a aceptar las condiciones de trabajo y los salarios impuestos por el capital (Nun 2003a: 75). Ahora bien, esta funcionalidad de los sectores excluidos aparece cuestionada en el texto de Nun en dos sentidos. En primer lugar, el pasaje de la fase del capitalismo competitivo a la fase monopolística genera transformaciones en la superpoblación relativa que modifican su configuración en los términos de ejército industrial de reserva. En segundo lugar, el tipo de desarrollo capitalista dependiente de América Latina hace que la funcionalidad de los excluidos respecto del sistema sea aun más cuestionable. Analicemos cada uno de estos dos puntos. En primer lugar, dijimos, “el pasaje a la fase monopolística exige una revisión teórica” (Nun 2003a: 81). El mercado oligopólico y/o monopólico descoyunta el mecanismo de la libre competencia: donde antes el empresario individual era un tomador de precios del mercado, ahora es la gran corporación la que fija los precios del mercado. Por otro lado, en esta fase se expande la productividad del trabajo en vinculación con el avance de la mecanización; esto, acompañado por una exigencia de mayor especialización de los trabajadores. De esta manera, se produce una declinación de las posibilidades de transferir trabajadores de una rama a otra de la producción, al tiempo que pierde sustento la idea de una reabsorción de los obreros desocupados en etapas ascendentes del ciclo económico. Así, la exclusión de amplios sectores no calificados de la superpoblación relativa pierde su funcionalidad respecto del sistema y deja de
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constituirse en los términos de un ejército industrial de reserva. En suma, “en la fase competitiva era lícito suponer que, en términos generales, la población excedente tendía a actuar como un ejército industrial de reserva; en la fase monopolística, la propia lógica del sistema obliga a diferenciar la parte que cumple esa función de la que constituye una masa marginal” (Nun, 2003a: 90). Ahora bien –y en segundo lugar– ¿cómo opera la marginalidad en América Latina? Aquí Nun recupera las nociones de desarrollo desigual y combinado para dar cuenta de una penetración diferencial del capitalismo en las sociedades periféricas. La inserción tardía de los países periféricos en el mercado internacional genera relaciones jerárquicas o neoimperialistas entre las economías nacionales, que obstaculizan la modernización económica de los países periféricos. De esta manera, las formaciones económico sociales del capitalismo dependiente aparecen caracterizadas por la coexistencia de formas arcaicas y modernas de acumulación. En el caso de América Latina, Nun identifica la coexistencia de tres fases. “Es posible sostener que coexisten tres procesos distintos de acumulación: a) el del capital comercial [que, estrictamente, es precapitalista]; b) el del capital industrial competitivo; y c) el del capital industrial monopolístico” (Nun 2003a: 127). Por último, “los tres procesos de acumulación mencionados revisten grados variables de extensión y de intensidad en los diversos países del área y se combinan de manera específica en cada uno de ellos.” (Nun 2003a: 130). Cada uno de estos procesos genera su superpoblación relativa específica, donde las relaciones de funcionalidad aparecen fuertemente cuestionadas. Con esto, afirmará Nun “intenté mostrar que, según los lugares, crecía un población excedente que, en el mejor de los casos, era simplemente irrelevante para el sector hegemónico de la economía” (Nun 2003b: 265). Como afirmábamos al principio de este apartado, la ciudadanía social estuvo vinculada a la condición de trabajador. Esto permitía establecer solidaridades al interior de una clase de trabajadores relativamente homogénea, que podían oscilar entre el
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empleo y el desempleo, pero cumpliendo en todo caso funciones de reproducción sistémica. Ahora bien, por un lado, Nun indica que la fase monopolística del capital viene a cuestionar la funcionalidad de los excluidos, consolidando la exclusión de aquellos que quedan fuera y alzando las barreras para su reincorporación. Pero, por otro lado, esto se agrava en el caso de los países latinoamericanos, donde las condiciones del desarrollo desigual y combinado generan un tipo de formación económico social en el que la exclusión de vastos sectores sociales no implica funcionalidad ni disfuncionalidad respecto del sector hegemónico de la economía. En suma, “la existencia de diferentes niveles y formas de integración y de exclusión ha sido la marca de origen de las sociedades periféricas, lo cual implica (...) ‘la institucionalización de una ciudadanía de geometría variable’” (Svampa 2005: 74).
3. La dimensión intensiva de la ciudadanía Tal como venimos presentando el concepto de ciudadanía, una segunda dimensión está vinculada a su carácter intensivo. ¿Qué derechos componen el plexo jurídico ciudadano? Como hemos visto, Marshall describe el proceso de ciudadanización en términos de una sucesión de luchas por el reconocimiento de derechos, que se cristaliza en tres grandes olas institucionalizantes que corresponden a la implantación de tres tipos diferentes de derechos: civiles, políticos y sociales. Los logros históricos de los movimientos se traducen en la superposición de las distintas capas, donde cada grupo de derechos obtenidos proporciona la plataforma para el surgimiento de los siguientes. Ahora bien, el caso de los países latinoamericanos presenta profundas dispersiones, retrocesos y asincronías respecto del modelo marshalliano. A modo de ejemplo, Elizabeth Jelin indica: “La expansión de los derechos laborales y sociales en la región no siempre fue consecuencia de la plena vigencia de derechos civiles y de derechos políticos. [Asimismo,] en los años ochenta, la recuperación de derechos políticos en la
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transición a la democracia está acompañada por violaciones muy extendidas a los derechos civiles [...] En términos generales, los derechos económico-sociales tuvieron más vigencia que los políticos, y éstos más que los civiles, aunque hubo en la región reversiones históricas significativas.” (Jelin 2003a: 4)
A continuación, daremos cuenta de las críticas e inflexiones operadas por los cientistas sociales y políticos en torno a los derechos civiles, políticos y sociales que integran el plexo jurídico de este estatus universal. Trabajaremos aquí los distintos aportes a la reflexión en torno a cada uno de estos conjuntos de derechos, dando cuenta de sus particularidades e imbricaciones e identificando, por último, la emergencia de nuevos derechos que no cuadran en la tipología marshalliana.
3.1.
Derechos civiles
En la perspectiva de Marshall, los derechos civiles están vinculados a las libertades individuales, ampliamente desarrolladas por el pensamiento liberal. Entre estos derechos, se cuentan la libertad de expresión, de convicción y de culto; así como el derecho de adquirir y proteger la propiedad y de disponer libremente de la propia fuerza de trabajo. Por último, constituye un elemento central de los derechos civiles el acceso a la justicia, que “es el derecho a defender y afirmar todos los derechos propios en términos de igualdad con otros y mediante el debido proceso legal [...] Las instituciones más directamente asociadas con los derechos civiles son los tribunales de justicia” (Marshall 2005: 21). En esta línea, la experiencia latinoamericana demuestra un marcado déficit en la universalización de los derechos civiles. Como identifica José Nun, “la población latinoamericana goza muy incompletamente de los derechos civiles, como lo evidencian en la mayoría de los países la crisis y la subordinación política de los sistemas de justicia; la privatización y feudalización de los aparatos legales según regiones; las prácticas abiertamente discriminatorias de las fuerzas de seguridad; los repetidos intentos de coartar las libertades de prensa y de asociación; la falta de castigo de las prácticas corruptas;
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etcétera” (Nun 2003: 297-298). En la perspectiva del autor, la dimensión civil de la ciudadanía adolece de un fuerte sesgo de clase, donde los sectores postergados encuentran seriamente limitadas sus posibilidades de acceso a la justicia. En línea con el planteo de Nun, O’Donnell vincula el déficit de derechos civiles con el déficit de penetración funcional y territorial del estado: “Para grandes segmentos de la población, las libertades liberales básicas son negadas o violadas recurrentemente. Los derechos de las mujeres golpeadas de demandar a sus maridos, de los campesinos de lograr un juicio imparcial frente a sus patrones, la inviolabilidad del domicilio en los barrios pobres y, en general, el derecho de los pobres y diversas minorías de ser adecuadamente tratados por las agencias estatales y los tribunales de justicia son con frecuencia negados.” (O’Donnell 1997b: 328)
En ambas perspectivas, es notable una vinculación entre pobreza y conculcación de derechos civiles. “La denegación de los derechos liberales a (casi siempre, pero no exclusivamente) los sectores pobres o desposeídos en otro sentido, es analíticamente diferente de la variación de niveles de democratización social y económica, y no necesariamente guarda relación con ellos” (O’Donnell 1993b: 76). De esta manera, si, por un lado, no existe en la perspectiva de O’Donnell una correlación teórica entre la conculcación de derechos civiles y la conculcación de derechos sociales, por otro lado, “empíricamente, varias formas de discriminación y de pobreza extendida, así como su contraparte, la disparidad extrema en la distribución de recursos (no sólo económicos), van de la mano con la ciudadanía de baja intensidad. Aquí se entra en el tema de las condiciones sociales necesarias para ejercer la ciudadanía” (O’Donnell 1993b: 76).
3.2.
Derechos políticos
Los derechos políticos están vinculados a la posibilidad de participar activa o pasivamente, de manera directa o delegada, en los procesos de toma de decisiones públicas. En palabras de Marshall, “por elemento político me refiero al derecho de participar en el ejercicio del poder político,
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como miembro de un organismo dotado de autoridad política o como elector de los miembros de tal organismo” (Marshall 2005: 21). El proceso de ciudadanización política no consistió en la creación de nuevos derechos sino, más bien, en la generalización de antiguos derechos a nuevos sectores de la población. Hasta entonces, el voto “era el privilegio de una clase económica limitada, cuyos alcances fueron extendidos por cada ley de reforma sucesiva” (Marshall 2005: 29). El proceso latinoamericano de expansión de la base electoral del estado está fuertemente caracterizado por una intermitencia crónica de los derechos políticos, vinculados a los sucesivos golpes cívico militares y las recurrentes suspensiones de los derechos políticos. Una vez asumida la transición a la democracia, los derechos políticos aparecerán en el centro del debate teórico, de la agenda política y de los valores sociales. En este contexto, los autores remarcan, por un lado, la efectiva universalización de los derechos políticos a partir de las transiciones a la democracia en la región; y, por otro lado, la insuficiencia de los derechos políticos para garantizar por sí mismos la ciudadanía. Vayamos por partes. Para empezar, digamos que O’Donnell identifica que el tipo de democracia que caracteriza la experiencia latinoamericana reciente se aleja del modelo representativo y republicano, adquiriendo rasgos profundamente delegativos. “Las democracias delegativas se basan en la premisa de que la persona que gana la elección presidencial está autorizada a gobernar como él o ella crea conveniente, sólo restringida por la cruda realidad de las relaciones de poder existentes y por la limitación constitucional del término de su mandato” (O’Donnell 1997a: 292). En esta línea, el autor argumenta que las nuevas democracias latinoamericanas adolecen de falta de republicanismo, refiriendo con ello al equilibrio de poderes y a la posibilidad de controles cruzados entre distintas instancias de gobierno (lo que el autor llama “accountability horizontal”). Pero, si bien “la accountability horizontal característica de la democracia representativa no existe o es extremadamente débil en las democracias
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delegativas”, esto no implica que “la democracia delegativa [sea] ajena a la tradición democrática” (O’Donnell 1997a: 293). “A este tipo de mando se lo ha analizado como un capítulo dentro del estudio del autoritarismo, bajo las denominaciones de cesarismo, caudillismo, populismo y otras por el estilo. Pero también se lo debería estudiar como un tipo peculiar de democracia que, aunque algunas de sus características se superponen con las de esas formas autoritarias, no deja por ello de ser una poliarquía.” (O’Donnell 1997a: 294)
De esta manera, O’Donnel considera que los regímenes políticos latinoamericanos posteriores al ciclo autoritario del 60-80 se han constituido en términos poliárquicos (Dahl 1989). A pesar de las notables dispersiones entre las poliarquías noroccidentales y las latinoamericanas, autores como O’Donnell defienden el carácter poliárquico de estas últimas a partir de la constatación de la existencia efectiva de los derechos políticos. Incluso, el autor identifica que los derechos políticos son observables tanto en las zonas de penetración funcional y territorial del estado como en aquellas otras zonas donde la presencia estatal está fuertemente cuestionada (O´Donnell 1993b: 75). Ahora bien, este diagnóstico relativamente optimista habilitado por la efectiva universalización de derechos políticos aparece prontamente cuestionado por la situación de los derechos civiles y sociales. De manera categórica, O’Donnell identifica que “en muchas de las nuevas poliarquías, los individuos son ciudadanos en relación con la única institución que funciona a la manera prescripta por sus reglas formales: las elecciones. En el resto, sólo los miembros de una minoría privilegiada son ciudadanos plenos” (O’Donnell 1993b: 328). En este sentido, si en un primer momento se reconoce la universalidad de los derechos políticos; en un segundo momento, estos derechos aparecen fuertemente cuestionados por la no universalidad de los derechos civiles y sociales. Esto es así porque las libertades civiles y los derechos sociales, con la correlativa autonomía
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individual que suponen, constituyen una premisa básica de los derechos políticos. “Sin esta premisa, carecería de sentido aun la definición estrictamente política de la democracia, pues la autonomía y la igualdad de cada uno están presupuestas en el acto de elegir entre candidatos rivales y de computar cada voto como uno, independientemente de la condición social del votante.” (O’Donnell 1997c: 348) A partir de esto, al interior de una región caracterizada por la generalización de regímenes poliárquicos y la universalidad de derechos políticos, pueden distinguirse diferentes niveles de democratización. Esas variaciones se relacionan con la equidad e igualdad en las esferas civiles y sociales. En este contexto, O’Donnell incorpora el concepto de ciudadanía de baja intensidad, para dar cuenta de una situación donde la plena titularización de derechos políticos no puede ser ejercida debido a la conculcación de derechos civiles y sociales, que socavan el presupuesto de autonomía que está a la base de la participación política. El autor afirma, así, que se produce una disyunción entre el respecto de los derechos democráticos y la violación sistemática de los componentes liberales y sociales de la democracia. En este sentido, los derechos políticos aparecen plenamente realizados y universales y, a su vez, esterilizados en su ejercicio. En suma, si bien los derechos políticos son identificados en la literatura como derechos universales y efectivos; muy pronto, los déficits de libertades civiles y de derechos sociales erosionan las condiciones de autonomía que están a la base de la participación política; constituyendo de esta manera ciudadanos de baja intensidad o bien democracias representativas excluyentes.
3.3.
Derechos sociales
Por último, Marshall introduce los derechos sociales: “Por elemento social quiero significar toda la variedad desde el derecho a una medida de bienestar económico y seguridad hasta el derecho de compartir plenamente la herencia social y a llevar la vida de un ser civilizado según las pautas prevalecientes en la sociedad” (Marshall 2005: 21). Previo a la emergencia de los derechos sociales, las políticas de
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asistencia eran incompatibles con la condición de ciudadano: se trataban “los reclamos de los pobres no como una parte integrante de los derechos del ciudadano sino como una alternativa a ellos, como reclamos que sólo se podían satisfacer si los peticionantes cesaban de ser ciudadanos en todo sentido verdadero de la palabra” (Marshall 2005: 32). A partir del siglo XX, la emergencia del estado de bienestar invalidará esta oposición entre ciudadanía y políticas sociales, incorporando derechos como la educación y la salud en el plexo jurídico del ciudadano (Polanyi 2001). Al tratar los derechos civiles y políticos hemos adelantado la situación dramática que la región presenta respecto de los derechos sociales. Pobreza y desigualdad caracterizan un escenario donde la universalidad y la vigencia de los derechos sociales aparecen fuertemente contestadas. En esta línea, nos interesa en este apartado dar cuenta de los fenómenos vinculados al déficit de ciudadanía social en la región. El primero de ellos tiene que ver con los rasgos corporativos de las prestaciones sociales, que han socavado desde su origen la universalidad de los derechos sociales en América Latina. El segundo fenómeno está vinculado a la reciente y progresiva conculcación de aquellos derechos sociales adquiridos, a partir de las transformaciones en el modo de regulación fordista, en contextos de globalización, hegemonía neoliberal y desmonte del estado de bienestar. Es decir, si bien las transformaciones del capitalismo global del último tercio del siglo XX han tenido en América Latina un impacto negativo sobre los derechos sociales, lo cierto es que en la región la ciudadanía social se había desarrollado de manera limitada. De modo que los efectos desestructurantes de las transformaciones recientes vinieron a agravar una situación que ya era de por sí deficitaria. Varios autores remarcan, en esta línea, el carácter corporativo del estado de bienestar latinoamericano como uno de los obstáculos a la universalización de los derechos sociales. El régimen corporativo del Estado de Bienestar aparece definido de manera canónica por Gøsta Esping-Andersen en Los Tres Mundos del Estado de Bienestar. Allí, el autor despliega un estudio comparado
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de la institucionalidad de bienestar en varios países, que le permite construir tres tipos ideales: El Estado Residual. Este primer modelo encuentra su fuente de inspiración en la economía neoclásica y en la filosofía moral libertaria y, su caso prototípico, en los Estados Unidos. El mérito y el esfuerzo individual aparecen aquí como la única posibilidad de conciliar derechos sociales universales con el resguardo de las libertades individuales. Es este sentido, la cuestión social es definida en los términos de un déficit de proletarización: las situaciones de vulnerabilidad social están vinculadas a la exclusión del mercado de trabajo. En este sentido, el estado debe orientarse a la acción focalizada sobre situaciones de vulnerabilidad moralmente inaceptables, permitiendo en los restantes casos la autoregulación por el mercado de los derechos sociales. “El mercado de trabajo siempre es el mejor mecanismo para asignar recursos de acuerdo con el ‘mérito’ y la ‘productividad’, y por lo tanto, la acción estatal sólo debe estar dirigida a los grupos sociales que por alguna razón presentan dificultades para insertarse laboralmente” (Isuani y Nieto 2002: 2). El Estado Corporativo. El segundo enfoque, característico de Europa continental, puede derivarse del diagnóstico durkheimiano de la dilución de los vínculos de la solidaridad mecánica a partir de la división social del trabajo. Este proceso amenaza la fuente de estabilidad del orden social propia de las sociedades. Aquí, la solidaridad orgánica aparece como consecuencia de la moderna división social del trabajo y de las interdependencias que genera. Este concepto dio origen a la tradición integracionista del estado de bienestar, que promovió un principio de integración vinculado a los sistemas de solidaridad orgánica. En estos casos, la relación entre las instituciones de bienestar y el mundo del trabajo fue central: “los procesos de construcción de una identidad colectiva, los mecanismos de expresión de intereses y los de acceso a los beneficios sociales son elaborados, tanto teórica como prácticamente, en relación con el lugar que
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cada individuo ocupa en la estructura productiva” (Isuani y Nieto 2002: 2-3). De esta manera, el modelo corporativo identifica las figuras del ciudadano y del trabajador. Así, la ciudadanía en el modelo corporativo supondrá la inserción de los individuos en colectivos del trabajo. “El modelo corporativo se expresa en el aseguramiento frente al riesgo social de los trabajadores organizados por categorías ocupacionales. La asignación de derechos presupone la participación en la relación laboral y en la organización del núcleo familiar (…) La figura central de este modelo es el seguro contributivo financiado por impuestos sobre la nómina salarial, implicando una solidaridad estratificada por las relaciones laborales y familiares.” (Isuani y Nieto 2002: 4) Estado universal. El tercer enfoque, característico de los países escandinavos, describe el desarrollo del estado de bienestar como un proceso de construcción de la ciudadanía social. Para esta tradición, inspirada en la propuesta de T.H. Marshall, es central el paso del individuo al ciudadano por medio del reconocimiento de derechos civiles, políticos y sociales que remodelan la construcción del contrato social. Aquí, los derechos de ciudadanía no presuponen la inserción laboral o mercantil sino que es la mera pertenencia a una comunidad política la que determina la necesidad de asegurar la libertad brindando garantías de igualdad en el mundo de lo social. De modo que el concepto de trabajo no es aquí relevante como un productor de integración social. El modelo universal se propone socializar la gestión del riesgo social otorgando coberturas generales sobre derechos ciudadanos. Estos derechos comprenden al conjunto de la sociedad y, por lo tanto, el papel del mercado es mínimo, siendo el estado la principal institución en la gestión del riesgo. En este modelo, la proletarización de la fuerza de trabajo se encuentra mediada por el igualitarismo del concepto de ciudadanía y por una gestión del riesgo social emancipada de la mercantilización. En el caso de los países latinoamericanos, se observa una convergencia en diferentes medidas de los
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tres modelos. En el caso argentino, por ejemplo, el estado de bienestar se organiza bajo el modelo universal en la prestación de los servicios de educación y salud, mientras que en las demás prestaciones sociales se articula de manera corporativa. Ahora bien ¿por qué una hibridación entre el modelo corporativo y el universal (que caracteriza experiencias que uno podría suponer exitosas, como las de Alemania, por un lado, y Suecia, por otro) habría de ser tan lesiva para la consolidación de una ciudadanía social en América Latina? Según los autores, el modelo corporativo se aleja de la noción de ciudadanía en tanto supone derechos sociales que no son universales sino que están vinculados a la participación en el mundo del trabajo. Como remarcan Isuani y Nieto, “la integración social sobre bases corporativas y familiares es el objeto central de este régimen de bienestar, sin embargo no es una integración sobre la base de derechos igualitarios, sino desde la pertenencia a una corporación profesional y a un núcleo familiar. Es una integración construida desde las jerarquías y el estatus” (Isuani y Nieto 2002: 4). Sin embargo, el supuesto de una sociedad de pleno empleo (que está a la base del modelo corporativo) implica que los derechos vinculados a la condición de trabajador constituyen algo más que simples privilegios corporativos, acercándose a la universalidad. Allí donde (tendencialmente) todos son trabajadores, la vinculación de derechos sociales a la condición de trabajador implica una titularización (tendencialmente) universal. Aquí es donde América Latina se aleja de la experiencia europea: “Esta realidad contrasta con la especificidad latinoamericana, ya que en esta región el capitalismo nunca llegó a organizar las relaciones sociales de manera total alrededor del mercado de trabajo” (Isuani y Nieto 2000: 9). Ya hemos presentado las características y efectos de la penetración diferencial del capitalismo en la región. Sus efectos de exclusión y marginalidad hacen que el supuesto del pleno empleo no sea operativo en los países de América Latina. En este contexto, una institucionalidad de bienestar basada en el modelo corporativo sólo puede asegurar derechos de ciudadanía a aquella minoría de trabajadores formales, en un
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subcontinente caracterizado por la amplia extensión de situaciones de informalidad, de marginalidad y exclusión social. De modo que, si en los casos europeos el modelo corporativo puede brindar ciudadanía social a la mayoría de sus miembros, en los casos latinoamericanos, el modelo corporativo hace de la ciudadanía social un privilegio para los (pocos o varios) insertos en relaciones laborales formales. En suma, “la característica peculiar de este híbrido institucional es que favoreció la expansión del sistema por un sendero de ‘imitación de privilegios’. Es decir, no se pugnaba por derechos básicos universales sino que se legitimaban las diferencias de ‘estatus’ y los más rezagados buscaban ‘engancharse’ con los grupos que percibían beneficios máximos” (Lo Vuolo y Barbeito 1998).
3.4.
Nuevos derechos
Hemos trabajado hasta aquí algunas de las críticas, debates e inflexiones operadas en torno a los derechos civiles, políticos y sociales concebidos por Marshall como constitutivos de la ciudadanía. Ahora bien, un conjunto de innovaciones bien influyentes en la teoría de la ciudadanía está vinculada a la identificación de la emergencia de nuevos reclamos en torno a derechos que no corresponden con la tipología clásica. En este sentido, los derechos de las mujeres, los derechos de las minorías culturales y étnicas, los derechos colectivos y de los pueblos y, por último, los derechos medioambientales y de los consumidores generan nuevos tipos que cuestionan la exhaustividad de la distinción de elementos civiles, políticos y sociales. Digamos que si bien Marshall rechazó toda posibilidad de establecer una enumeración taxativa de derechos ciudadanos, los nuevos derechos emergentes implican una serie de dimensiones problemáticas y de debates en torno a la noción de ciudadanía. En esta línea, el impacto de los movimientos étnicos en la región ha configurado un campo prolífico de reflexiones y prácticas respecto de la ciudadanía. Según indica Elizabeth Jelin: “Las tendencias que se manifiestan en América Latina en la década de los ‘90 indican un crecimiento/emergencia de movimientos indígenas que reivindican su
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‘derecho a la identidad’ y a la participación en la sociedad global, vinculados en una densa red internacional. También una búsqueda de reconocimiento de identidades racionales, especialmente entre los negros en Brasil y entre las diversas comunidades ‘latinas’ de los Estados Unidos. Estas reivindicaciones de identidades diferentes se desarrollan en el contexto de sociedades nacionales y de estados que formalmente aceptan la igualdad ciudadana, que es también reclamada por estos movimientos. Esta dialéctica entre la igualdad ciudadana y el pluralismo cultural plantea nuevas tensiones y dilemas sociales y políticos.” (Jelin 2003b: 13)
Will Kymlicka y Wayne Norman identifican que estos movimientos articulan tres tipos de reivindicaciones de derechos: en primer lugar, derechos especiales de representación; en segundo lugar, ciertos derechos de autogobierno; y, por último, derechos multiculturales, vinculados al reconocimiento identidad y a la libertad de su despliegue. Esto es observado en América Latina en la agenda de movimientos indígenas (que muchas veces coinciden con movimientos campesinos y gremiales). Según identifica Jaime Márquez Calvo en el caso de los países andinos, “esta demanda comprende no sólo un reclamo por derechos fundamentales (derecho a la vida, la libertad personal, la integridad física, etc.) sino también por el reconocimiento de importantes derechos colectivos: territorios, cultura propia, manejo de recursos naturales, reconocimiento como pueblos, etc. (...) expresan así la existencia de una conciencia étnica subyacente en sus reivindicaciones gremiales sobre sus derechos como pueblos” (Márquez Calvo 2003: 32). Ahora bien, como ha sido prontamente identificado por la literatura sobre el tema, estas demandas de “ciudadanía diferenciada” plantean serios desafíos a la concepción clásica de la ciudadanía. Desde la perspectiva clásica, la ciudadanía es, por definición, un status igual de todos los miembros de una comunidad política en tanto miembros. Esta igualdad de base es lo que distingue a la ciudadanía moderna del feudalismo y de otras concepciones premodernas, que fundaban los derechos políticos de los individuos en función de su
pertenencia a una determinada colectividad, etnia o confesión religiosa. En este sentido, la movilización en torno al derecho a ser reconocido como diferente entra en contradicción con la igualdad que está a la base del concepto de ciudadanía. “La organización de la sociedad sobre la base de derechos o pretensiones derivadas de la pertenencia a determinado grupo se opone tajantemente al concepto de sociedad basado en la idea de ciudadanía. Esto explica por qué la idea de ciudadanía diferenciada es percibida como una inflexión radical de la teoría de la ciudadanía” (Kymlicka y Norman 1997: 28). En este sentido, Jelin identifica que, después de décadas de debate, el tema de la diversidad cultural ha comenzado a ser abordado de otra manera. Si bien la idea original de la ciudadanía estaba orientada por una visión individualista de los derechos, de manera creciente el eje pasa a las comunidades: “Hablar de derechos culturales es hablar de grupos y comunidades colectivas: el derecho de sociedades y culturas (autodefinidas como tales) a vivir en su propio estilo de vida, a hablar su propio idioma, usar su ropa y perseguir sus objetivos, y su derecho a ser tratadas justamente por las leyes del estado nación en que les toca vivir (casi siempre como minorías). El surgimiento de las reivindicaciones de derechos de los pueblos indígenas basadas en criterios de etnicidad, constituye un campo novedoso donde estas cuestiones están siendo discutidas” (Jelin 2003b: 11-12).
4. La dinámica de movilización e institucionalización Como hemos ya adelantado, Marshall considera que no hay ningún principio universal que determine cuáles son los derechos ciudadanos, de modo que, históricamente, las sociedades “crean la imagen de una ciudadanía ideal con la cual puede medirse el logro y hacia la cual deben dirigirse las aspiraciones” (Marshall 2005: 37). De esta manera, la ciudadanía es abordada como un concepto en movimiento, cuya extensión e intensidad son determinadas en los procesos de movilización social y reconocimiento jurídico y estatal. En este sentido, José Nun afirma
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que la ciudadanía es “una construcción social que se funda, por un lado, en un conjunto de condiciones materiales e institucionales y, por el otro, en una cierta imagen del bien común y de la forma de alcanzarlo. Lo que equivale a decir que es siempre el objeto de una lucha, por más que en determinados lugares ésta pueda haberse resuelto desde hace mucho y haya tendido a naturalizarse” (Nun 2000: 65-66). Ahora bien, esta dinámica de movilización social y reconocimiento jurídico y estatal de los derechos del ciudadano aparece problematizada en la literatura latinoamericana a partir de un conjunto de aportes. Sin pretender exhaustividad, expondremos en este apartado dos consideraciones que cuestionan la pertinencia de la dinámica de movilización e institucionalización en el contexto latinoamericano. La primera de ellas está vinculada al fenómeno del populismo como disruptivo de la dinámica de institucionalización de derechos reclamados por los movimientos sociales. El segundo conjunto de consideraciones está vinculado a las transformaciones en la acción colectiva.
4.1.
La disrupción populista
Uno de los argumentos más recurridos para dar cuenta de la inadecuación del modelo marshalliano a la experiencia latinoamericana está vinculado al fenómeno populista. Según Elizabeth Jelin, “en la historia latinoamericana de este siglo, la preeminencia de regímenes populistas y los autoritarismos sociales y políticos han creado una cultura donde la conciencia de derechos ciudadanos es débil” (Jelin, 2003a: 4). Ahora bien ¿en qué consiste concretamente la disrupción populista a la dinámica de ciudadanización? Nos interesa, en este punto, recuperar la propuesta de lectura de Enrique Peruzzotti. En Peruzzotti (1999) argumenta que la erosión de la autoridad de las leyes, resultante de los procesos populistas, se tradujo en un “desconstitucionalización” de la sociedad civil que implicó tanto la erosión de sus instituciones mediadoras y sus prácticas organizativas como la pérdida de los derechos de ciudadanía. Si bien el autor se concentra exclusivamente en el caso argentino, su propuesta es que las reflexiones y conclusiones del análisis de
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este caso pueden servir como lecciones para estudiar el populismo latinoamericano en general. El autor comienza distinguiendo dos aspectos de la sociedad civil. Por un lado, indica una dimensión activa, que se refiere a las asociaciones, los movimientos y las formas de acción colectiva que contribuyen a la reproducción, expansión y defensa de los derechos; por otro lado, se observa una dimensión pasiva, que hace referencia a las instituciones que diferencian y estabilizan a la sociedad civil como esfera autónoma de intervención social. Al interior de esta dimensión pasiva, la presencia de derechos fundamentales efectivos es el indicador más claro de la existencia de una sociedad civil institucionalizada. “Los derechos son las instituciones jurídicas que estabilizan el espacio de lo social como sociedad civil, es decir, como una esfera autónoma de interacción diferenciada tanto del estado como de la economía. El establecimiento de derechos ‘constituye’ a la sociedad civil en tanto delimita y organiza jurídicamente a lo social. Sin derechos fundamentales efectivos, lo social queda reducido a su dimensión ‘activa’, es decir, a acción colectiva no enmarcada ni protegida por un marco jurídico.” (Peruzzotti 1999: 156157)
De este modo, los derechos brindan la plataforma institucional para el despliegue de la acción colectiva, es decir, de la dimensión activa de la sociedad civil. El desarrollo de una sociedad civil moderna combina, en la perspectiva del autor, las acciones colectivas de los movimientos sociales con el establecimiento de derechos que se institucionalizan como logro de dichos movimientos. “El proceso de autoconstitución de las modernas sociedades civiles es inseparable de esta doble dialéctica entre acción colectiva y estabilización jurídica mediante la implantación de derechos protectores” (Peruzzotti 1999: 157). Esta dialéctica está ya presente en la articulación marshalliana de los derechos de ciudadanía. “T.H. Marshall aporta el análisis paradigmático de la dialéctica ‘acción colectiva/institucionalización’ que enmarcó el proceso de autoconstitución de las
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modernas sociedades civiles. La noción de ciudadanía se refiere a una institución en constante desarrollo y cambio que tiene como elemento dinámico la acción colectiva de movimientos sociales, la cual, a su vez, contribuye a nuevas formas de juridificación. Marshall describe el proceso de extensión de la ciudadanía en términos de una sucesión de luchas por la ampliación y redefinición de dicho proceso, que se cristaliza en tres grandes olas institucionalizantes que corresponden a la implantación de tres tipos diferentes de derechos: civiles, políticos y sociales. Los logros históricos de los movimientos burgueses y socialistas se traducen en la superposición de distintas capas juridificantes, donde cada grupo de derechos obtenidos proporciona la plataforma institucional para el surgimiento de nuevas formas de acción colectiva” (Peruzzotti 1999: 157)
Esto muestra la profunda interconexión entre el desarrollo del estado y el desarrollo de la sociedad civil a partir de la ampliación de los derechos de ciudadanía. Ahora bien, los derechos de ciudadanía, como instituciones jurídicas que son el fruto de demandas normativas de movimientos sociales ante el estado, sólo pueden ser efectivos en la medida en que exista un ordenamiento judicial. Aquí, Peruzzotti remite a la necesaria existencia de un derecho moderno consolidado y del principio de división de poderes como condiciones para la efectividad de los derechos de ciudadanía. Es aquí donde el populismo generó un efecto disruptivo de la dinámica de movilización y reconocimiento, no permitiendo la institucionalización de los derechos de ciudadanía. “Las luchas históricas por derechos políticos y sociales no resultaron en una mayor constitucionalización de las dinámicas políticas y sociales. Por el contrario, la democratización populista interrumpió el proceso histórico de juridificación iniciado por el régimen conservador, implantando una dinámica política desconstitucionalizante” (Peruzzotti 1999: 163). En esta línea, el autor identifica en el corporativismo, el movimientismo y la manipulación propagandística los tres males que limitaron toda posibilidad de inscripción jurídica duradera de los derechos de ciudadanía obtenidos.
En suma, la politización de los mecanismos jurídicos llevada a cabo por los populismos destruye las condiciones constitutivas del complejo derecho-estadosociedad civil, obstaculizando la institucionalización de la sociedad civil y, en particular, de los derechos fundamentales, y haciendo depender a estos últimos de una vinculación política con el régimen populista. “Al politizar el derecho, el populismo elimina la distinción entre ratio y voluntas sobre la que se construye la legitimidad del estado moderno” (Peruzzotti 1999: 167). Nos interesa, por último, recuperar en este punto la línea interpretativa articulada por Norbert Lechner. En su artículo “Modernización y modernidad. La búsqueda de la ciudadanía”, Lechner comienza identificando a la modernidad con la secularización, entendida como el pasaje de un orden recibido (instituido a través de la religión como garante indiscutible) a un orden producido, en el cual la sociedad debe crearse a sí misma en tanto comunidad. De modo que la modernidad viene dada por la asunción del orden social como un producto que los hombres mismos deben darse, desde el interior de lo social: “con la modernidad tanto la comunidad como la exclusión dejan de ser datos determinados de antemano y se pueden percibir como productos de la acción social” (Lechner 1993: 63). Ahora bien, la experiencia de la modernidad en América Latina aparece de manera problemática. Al desmoronarse el antiguo orden oligárquico, que estructuraba jerárquicamente a lo social en términos de una comunidad orgánica, los fenómenos de desigualdad y exclusión comienzan a ser vistos como no naturales, es decir, como producto de un orden social impuesto, que puede asimismo transformarse: “la exclusión de obreros y campesinos aparece al desnudo, es decir, es percibida como consecuencia del orden reinante” (Lechner 1993: 64). De esta manera, en el pasaje al siglo XX, emerge en los países de industrialización temprana la “cuestión social” y, en muchos casos, de manera simultánea, las nuevas democracias (apoyadas en una incipiente legislación social) pretenden resolver la exclusión social a través de la participación política. En este intento de canalizar políticamente la exclusión social, Lechner
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identifica un grave obstáculo: las ideologías nacionales populares. “Este intento de enfocar políticamente la exclusión social fracasa porque a la exclusión (como producto social) se responde con una categoría cuasi natural de comunidad: la nación. La idea de nación apunta a una unidad preconstituida, no a una comunidad construida” (Lechner 1993: 64). En este sentido, el nacionalismo remite a un orden ya dado, natural, preconstituido que no aparece como producto de la acción humana sino que preexiste y determina las configuraciones sociales y las opciones políticas. Enlazado con el nacionalismo, el populismo aparece como el intento simbólico de restaurar una comunidad natural perdida, en contextos de fragmentación y exclusión social. De este modo, el populismo aparece como el intento de darse una comunidad allí donde la sociedad aparece desintegrada. Esto da cuenta, en la perspectiva de Lechner, de la actualidad del populismo en la región: “siendo el populismo un sustituto de comunidad, no desaparecerá mientras nos se desarrollen nuevas formas de integración social e identidad colectiva” (Lechner, 73). En suma, el modelo nacional-popular aparece como la posibilidad simbólica y política de interpelación a una comunidad en el contexto profundamente fragmentado por la penetración diferencial de la modernización económica y política y por la configuración de ciudadanías de geometría variable. 4.2.
Los nuevos movimientos
Hemos planteado que la dinámica de movilización social y reconocimiento jurídico y estatal de los derechos del ciudadano aparece problematizada en la literatura latinoamericana a partir de un conjunto de aportes vinculados, por un lado, al fenómeno populista y, por otro lado, a las transformaciones recientes y la configuración actual de la acción colectiva en la región. Tanto los abordajes de la acción colectiva que parten de las teorías de los movimientos sociales como aquellos que parten de la noción de protesta social2 enfatizan un 2 Para una discusión en torno a la pertinencia de los conceptos de protesta social y movimiento social en el abordaje de la acción colectiva argentina y latinoamericana recientes, ver Svampa (2005: 318), Schuster y Pereyra (2001) y Schuster (2005: 43 y ss.)
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conjunto de transformaciones recientes en las experiencias de contestación social que exigen una revisión de la forma de entender la relación entre movilización social e institucionalización de derechos. En la perspectiva marshalliana, el concepto de ciudadanía de define en una relación compleja e imbricada respecto del concepto de clase social. Precisamente, Marshall distingue dos tipos de clases sociales: por un lado, están aquellas que llamaríamos estamentales, definidas en función del jerarquías de condición (patricios, plebeyos, siervos, esclavos, etc.); por otro lado, están aquellas definidas por las instituciones de la propiedad y la estructura de la economía nacional (propietarios, trabajadores, etc.). La opinión del autor es que la ciudadanía moderna implica la desaparición de los estamentos clásicos y que, a su vez, reduce la importancia social de la distinción entre clases. El autor plantea que, más que lograrse la igualdad entre las clases sociales, lo que permite el proceso de ciudadanización es la igualdad de las personas en una nación que queda así constituida como si fuera una clase única. “La igualdad de condición [ciudadana] es así más importante que la igualdad de ingreso” (Marshall 2005: 61). La preocupación de Marshall está así vinculada a la relación existente entre la igualdad ciudadana y las desigualdades de clase (ver Giddens 1985; Held 1997). En este sentido, no en vano el título de las conferencias de Marsall es “Ciudadanía y clase social”. En este contexto, cuando Marshall presenta su dinámica de movilización social e institucionalización de derechos, el foco está puesto en un tipo muy particular de acción colectiva: en la de los trabajadores. De esta manera, el movimiento obrero aparece como el sujeto central de esta dinámica de movilización social que genera el progresivo reconocimiento jurídico y estatal de derechos. Ahora bien, este panorama aparece profundamente cuestionado por un conjunto de fenómenos recientes. En primer lugar, el proceso de balcanización de los comportamientos laborales y de descolectivización implicados en el pasaje al modo de regulación posfordista marca un conjunto de transformaciones estructurales irreversibles. Por otra parte, la emergencia de nuevos
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movimientos sociales (feminismo, estudiantes, ecologismo, etc.) genera una dinámica de acción colectiva irreductible a la identidad de clase. Estas transformaciones son recogidas por la emergencia de un rico campo de estudio de las ciencias sociales: “La acción colectiva comenzó a constituir un auténtico y novedoso problema para las ciencias sociales desde el momento en que muchas de nuestras certezas acerca de los sujetos colectivos homogéneos, aquellas que dominaron casi un siglo de conocimiento, se desmoronaron. El estudio de los movimientos sociales, las protestas y la acción colectiva en general es hoy uno de los grandes temas de análisis de las ciencias sociales” (Schuster 2005: 45). Ahora bien, ¿cómo se expresan estas transformaciones en América Latina? Como punto de partida podemos identificar que, en la región, no fue la clase obrera sino la figura más difusa del pueblo la que protagonizó la movilización social (Svampa 2005: 206). Elizabeth Jelin indica que “la región tiene una historia rica y compleja de luchas populares que impulsaron la expansión de la ciudadanía y los derechos. Las luchas campesinas, las protestas obreras, los movimientos populares antiguos y recientes, las movilizaciones políticas excepcionales [...], las propias revoluciones no pueden ser dejadas de lado. Esta historia de luchas populares manifiesta la riqueza de las experiencias de resistencia y de oposición a la dominación” (Jelin 2003a: 8). Si bien Jelin identifica que la acción colectiva en América Latina estuvo preeminentemente vinculada a los derechos sociales de sectores populares, en el contexto de las dictaduras militares de las décadas del ’60 al ’80, comienza a emerger un campo novedoso de demandas de “nueva ciudadanía” (Dagnino 2006: 206) y de identidades caracterizadas por una mayor heterogeneidad, complejidad y fragmentación: “La oposición a las dictaduras militares y la demanda de democracia abre el espacio de los reclamos por los derechos políticos; las violaciones masivas a los derechos humanos crea un nuevo lenguaje, un nuevo código. Si antes el ideal ciudadano difícilmente se extendía más allá de los hombres de sectores medios
urbanos, educados, la ola de movilizaciones populares y movimientos sociales, el feminismo y los movimientos de mujeres, las nuevas manifestaciones del indigenismo, las movilizaciones urbanas y las presiones democratizadoras más generales, han incitado a una nueva manera de plantear las demandas sociales, políticas y culturales. Crecientemente, la sociedad civil se moviliza, desarrollando acciones y demandas ancladas en los derechos y las responsabilidades de la ciudadanía.” (Jelin 2003a: 9)
En el caso de Argentina, por ejemplo, Federico Schuster y Sebastián Pereyra identifican cómo, a lo largo de las últimas dos décadas del siglo XX, va perdiendo preeminencia la acción colectiva de tipo sindical y se va consolidando una “matriz ciudadana” de protesta, caracterizada por la dispersión y la fragmentación de las protestas en múltiples identidades, demandas y formatos. Ahora bien, en este contexto de fragmentación y heterogeneidad de las protestas sociales, varios autores consideran posible identificar algunas características comunes de los movimientos sociales latinoamericanos. Por caso, el uruguayo Raúl Zibecchi considera que “hacia fines de los setenta fueron ganado fuerza [nuevas] líneas de acción que reflejaban los profundos cambios introducidos por el neoliberalismo en la vida cotidiana de los sectores populares. Los movimientos más significativos (Sin Tierra y seringueiros en Brasil, indígenas ecuatorianos, neozapatistas, guerreros del agua y cocaleros bolivianos y desocupados argentinos), pese a las diferencias espaciales y temporales que caracterizaron su desarrollo, poseen rasgos comunes, ya que responden a problemáticas que atraviesan a todos los actores sociales del continente. A continuación, presentaremos a efectos ilustrativos algunos de los rasgos centrales de los movimientos sociales latinoamericanos: (i) Nuevas territorialidades. Varios autores coinciden en que buena parte de las características comunes a los diferentes movimientos sociales se debe a la territorialización; es decir, a su arraigo en espacios físicos recuperados o conquistados a través de largas luchas, abiertas o
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subterráneas. “Las nuevas territorialidades son el rasgo diferenciador de los movimientos sociales latinoamericanos, y lo que les está dando la posibilidad de revertir la derrota estratégica. A diferencia del viejo movimiento obrero y campesino (en el que estaban subsumidos los indios), los actuales movimientos están promoviendo un nuevo patrón de organización del espacio geográfico, donde surgen nuevas prácticas y relaciones sociales” (Zibecchi 2003: 187). (ii) Autonomía y democracia. La segunda característica que atraviesa a los movimientos es la búsqueda de autonomía, tanto respecto de los estados como de los partidos políticos. “Los comuneros, los cocaleros, los campesinos Sin Tierra y cada vez más los piqueteros argentinos y los desocupados urbanos están trabajando de forma consciente para construir su autonomía material y simbólica” (Zibecchi 2003: 186). Esta búsqueda de autonomía coincide con formas de democracia organizacional vinculadas a prácticas horizontales, participativas y asamblearias. En este sentido, la práctica y la discursividad de muchos de los movimientos sociales aparecen atravesadas por la relavorización de la democracia al interior de la organización: “Por un lado, la promoción de formas participativas más horizontales y abiertas es vista como reaseguro frente a los peligros de desconexión entre los diferentes niveles organizativos, burocratización y manipulación. Por otra parte, la confrontación con la hegemonía neoliberal en el terreno de las políticas públicas se ha traducido en un creciente cuestionamiento al régimen político, al modelo de la democracia representativa y a la forma que adoptó la constitución del estado nación en América Latina, promoviendo frente a éste una diversidad de demandas que van desde la exigencia de consultas o referéndums hasta los reclamos de autonomía y autogobierno, impulsados particularmente por los movimientos indígenas” (Seoane, Taddei, Algranati 2006: 243).
(iii) Identidades y diferencia. Los autores identifican que es transversal a los diversos movimientos un trabajo por la revalorización de la cultura y por la afirmación de la propia identidad. “La política
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de afirmación de las diferencias étnicas y de género, que juega un papel relevante en los movimientos indígenas y de mujeres, comienza a ser valorada también por los viejos y los nuevos pobres” (Zibecchi, 2003: 186). En el apartado en el que trabajamos los nuevos derechos de ciudadanía, hemos dado cuenta de la productividad de los movimientos de derechos de minorías culturales y étnicas en la crítica y complejización del concepto canónico de ciudadanía. En esta línea, el surgimiento de las reivindicaciones de derechos de los pueblos indígenas basadas en criterios de etnicidad, constituye uno de los movimientos más dinámicos y novedosos del escenario latinoamericano reciente (ver p. ej. Dávalos 2000 y Quijano 2007). (iv) El protagonismo de las mujeres. No sólo los movimientos de mujeres y feministas han logrado un amplio impacto sino que, también, las mujeres han ganado protagonismo al interior de los movimientos: “mujeres indias se desempeñan como diputadas, comandantes y dirigentes sociales y políticas; mujeres campesinas y piqueteras ocupan lugares destacados en sus organizaciones. Ésta es apenas la parte visible de un fenómeno mucho más profundo: las nuevas relaciones que se establecieron entre los géneros en las organizaciones” (Zibecchi 2003: 187). También aquí, las mujeres en los movimientos y los movimientos de mujeres imprimen un replanteo necesario de los supuestos incuestionados que están a la base de la definición marshalliana de ciudadanía. (v) La acción directa. Las formas de acción instrumentales de antaño, cuyo mejor ejemplo es la huelga, tienden a ser sustituidas por formas de acción directa (como los piquetes, los cortes de ruta y las tomas de espacios públicos o privados) que, si por un lado aparecen como el último recurso en contextos de profundas asimetrías de poder, por otro lado constituyen prácticas autoafirmativas, a través de las cuales los nuevos actores se hacen visibles y reafirman sus rasgos y señas de identidad. “Las ‘tomas’ de las ciudades de los indígenas representa la reapropiación, material y simbólica, de un espacio ‘ajeno’ para darle otros contenidos. La acción de
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ocupar la tierra representa, para el campesino sin tierra, la salida del anonimato y es su reencuentro con la vida. Los piqueteros sienten que en el único lugar donde la policía los respeta es en el corte de ruta y las Madres de Plaza de Mayo toman su nombre de un espacio del que se apropiaron hace 25 años.” (Zibecchi 2003: 187)
(vi) El nuevo internacionalismo. Los movimientos sociales regionales han sido protagonistas de la globalización de formas de acción colectiva, vinculadas tanto a protestas como a campañas y eventos globales (como foros y cumbres). “El carácter eminentemente social de los actores involucrados, su heterogeneidad y amplitud, la extensión verdaderamente internacional de las convergencias, las formas organizativas y las características que asumen estas articulaciones señalan la novedad de este internacionalismo” (Seoane, Taddei y Algranati 2006: 244). De esta manera, la territorialización de los movimientos sociales ya referida es complejizada por la “transnacionalización de los territorios” en los que esos mismos movimientos se despliegan (Santos 2006; Mançano Fernandes 2006). Si bien otras características comunes pueden ser identificadas (como el antineoliberalismo, la preocupación por la organización del trabajo y por la naturaleza y la capacidad para formar sus propios intelectuales) consideramos que los elementos presentados permiten identificar algunas particularidades centrales de las actuales movilizaciones por derechos. Esto nos lleva a considerar algunas preguntas: ¿es posible seguir pensando de la misma manera la dinámica de movilización social e institucionalización de derechos universales de ciudadanía? ¿Qué tipo de institucionalización puede brindar una respuesta a la demanda de autonomía? ¿Qué tipo de institucionalización puede brindar un estado nacional ante una demanda global? ¿Qué tipo de institucionalización puede brindar una respuesta a la reivindicación de las identidades, la afirmación de las diferencias y la búsqueda de formas de autogobierno? ¿Es la dinámica de ciudadanización planteada por Marshall compatible con las luchas de estos
movimientos sociales? En todo caso, ¿cuán intensa debe ser una reformulación del concepto de ciudadanía que permita pensar estos nuevos derechos, búsquedas y reivindicaciones?
5. A modo de cierre A partir de la definición canónica de ciudadanía habilitada por T.H. Marshall, hemos intentado dar cuenta de la recepción latinoamericana de este concepto y de las profundas reelaboraciones, inflexiones y críticas de las que ha sido objeto. Si, por un lado, la teoría de Marshall ha brindado un ideal regulatorio para la crítica de la configuración latinoamericana de la ciudadanía y sus derechos, por otro lado, en sentido inverso, la experiencia latinoamericana ha servido para cuestionar la adecuación y plausibilidad de una definición de la ciudadanía como la propuesta por Marshall. Así, en el encuentro del concepto de ciudadanía con las experiencias latinoamericanas, varios cientistas sociales y políticos han articulado profundas reflexiones, debates, inflexiones y reparos que han contribuido a enriquecer y complejizar el pensamiento de la ciudadanía en la región. Comenzamos dando cuenta del debate en torno al concepto de ciudadanía en su dimensión extensiva. Hemos relevado en la literatura política y social la identificación, a lo largo de la región, de una penetración diferencial de los procesos de modernización económica (capitalismo) y política (Estado). Tanto los aportes de José Nun desde el debate de la marginalidad como las críticas de Guillermo O’Donnell al supuesto de penetración homogénea del estado al interior de su territorio, nos permitieron dar cuenta de un doble déficit, que erigiría obstáculos estructurales a la dimensión extensiva de la ciudadanía, desde el momento en que estos procesos inacabados modulan de manera diferencial la membresía de los diferentes habitantes de un territorio nacional. En segundo lugar, hemos relevado las críticas e inflexiones operadas por los cientistas sociales y políticos en torno a la dimensión intensiva de la ciudadanía; es decir, en lo vinculado a los derechos civiles,
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políticos, sociales y de nuevo tipo que componen el plexo jurídico de este estatus universal. En este sentido, una pluralidad de pensadores latinoamericanos nos ha permitido identificar un complejo escenario de ausencias, asincronías, intermitencias y retrocesos en los diferentes derechos. Nuestra configuración contemporánea aparece así caracterizada por: 1) Una extendida conculcación de derechos civiles, que, las más de las veces, coincide con situaciones de pobreza y exclusión. 2) La universalización de derechos políticos, que, sin embargo, son amenazados en su ejercicio por la falta de autonomía de aquellos que carecen de derechos civiles y sociales, generando un configuración ciudadana de baja intensidad. 3) Una extendida conculcación de derechos sociales, marcada por la informalidad, marginalidad y exclusión de amplios sectores y por la tradición corporativista; y profundizada por el pasaje al modo de regulación posfordista y el desmonte neoliberal del estado de bienestar, lo que profundiza las fragmentaciones de la ciudadanía. 4) La emergencia de nuevas demandas y derechos, vinculados a las reivindicaciones de los movimientos indígenas y de los movimientos de mujeres y feministas entre otros. Por último, hemos abordado el elemento dinámico de la definición de la ciudadanía, dando cuenta de los aportes que remarcan
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las particularidades de los procesos de movilización e integración en la región. En este sentido, dimos cuenta de los obstáculos de la dinámica marshalliana de movilización y reconocimiento de derechos en una región caracterizada en la literatura social y política por prácticas de tipo populista. Si, en el caso de Enrique Peruzzotti, el populismo da cuenta de una politización de los derechos que no permite institucionalizar de manera estable las garantías ciudadanas; en el caso de Norbert Lechner, el populismo aparece como una estrategia de integración política y simbólica de la comunidad en contextos de fragmentación y exclusión social. Por su parte, la caracterización de los movimientos sociales latinoamericanos a partir de un conjunto de rasgos novedosos exige una revisión de la forma de entender la relación entre movilización social e institucionalización de derechos. El carácter territorial y directo de la acción, la reivindicación de las identidades, la afirmación de las diferencias, el internacionalismo de los movimientos y la búsqueda de autonomía y de formas de autogobierno imprimen una lógica novedosa en las formas de contestación social que invita a reflexionar sobre la pertinencia de seguir pensando en términos de la dinámica de movilización social e institucionalización estatal y jurídica. En suma, la productividad del debate en torno la ciudadanía latinoamericana y la vitalidad de los movimientos sociales regionales invitan a pensar en el ingente desafío y las profundas dificultades de ir más allá de una ciudadanía para pocos, como la que es característica de la región.
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