Víctor Sampayo. Acerca de Los días incendiados por Gustavo López Ibarra

Los días incendiados Víctor Sampayo Acerca de Los días incendiados por Gustavo López Ibarra Los días incendiados Víctor Sampayo Primera edición: a
Author:  Vanesa Tebar Ayala

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Los días incendiados Víctor Sampayo

Acerca de Los días incendiados por Gustavo López Ibarra

Los días incendiados Víctor Sampayo

Primera edición: abril de 2010. Diseño de cubierta: Víctor Sampayo, a partir de una imagen de Karina Bermejo. © Víctor Sampayo Todos los derechos reservados. ISBN: 978-607-00-2700-0 www.victorsampayo.blogspot.com

Para Edu, porque al final nos volveremos a ver

Palabras preliminares

Debo confesar que tras Los días incendiados se esconden las Crónicas de una adolescencia tardía, que era el primer intento de nombrar este puñado de tristes aventuras, nacidas en un lapso que va desde 2001 (como en el caso de “El ausente”) hasta 2007 (como sucedió con “De las cosas que se van”). Sin embargo, cuando me di cuenta de que el nombre se parecía sospechosa y alarmantemente a un libro que respeto de forma casi mística, decidí alejarme de inmediato e intentar una ruta menos reveladora. La elegida para representar a las demás resultó ser la que menos hubiera pensado en un principio: “Los días incendiados”, o bien: de cómo en la verdad se trasluce la mentira... Pero eso ya se verá a su debido tiempo. Por lo pronto, quiero dejar constancia de que finalmente saldo mi deuda con el fantasma del silencio, quien no dudó en atormentarme durante todos estos años de debates hamletianos acerca de mi Yo como escritor. Así pues, hasta hoy los vientos propicios hincharán las velas. Es hora de dejarlo navegar, o acaso naufragar. Y que el buen lector juzgue y se apiade de los protagonistas de estos días llenos de fuegos no siempre asombrosos. V. S.

Índice

Amor al oficio Unos meses Del rodar de las piedras El cielo al revés Venganza El ausente Caminar De las cosas que se van Los días incendiados

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Acerca de Los días incendiados por Gustavo López Ibarra

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Amor al oficio

Me gusta observarte desde detrás de los árboles. Ni siquiera lo sospechas, pero te contemplo, acecho cada uno de tus ángulos, los memorizo y más tarde los dibujo con agonía bajo la soledad de mis sábanas… No obstante, después del final, las preguntas de siempre retumban contra tu eterno mutismo: ¿qué eres? ¿Quién fuiste? ¿Acaso aquél que te creó pudo descansar sus manos sobre tus cúpulas y gozarlas hasta llegar a la saciedad, a la perfección? Lo maldigo y lo envidio, porque él consiguió imaginarte así: emergiendo para siempre de esa concha, sobre las olas de un mar inmóvil. Se deleitó con la promesa que ofrecías cuando aún estabas atrapada en la deformidad del mármol. Sin embargo, ahora él ya no importa. Sólo yo te gozo. Y por eso bendigo a las aves que se posan en tus hombros, en tu pelo, en tus manos, a pesar de que sé muy bien que te habrán de dejar inundada de mierda. Mejor.
 Mañana seré el primero en limpiarte, meticulosamente.

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Unos meses

Julio fue el más caluroso de los meses de 1990. Y por allí de la mitad de sus días me vi inmerso en una situación bastante excepcional. No es que rehúse hablar de mí mismo, sobre todo si tanto tiempo ha transcurrido desde entonces, pero sólo me limitaré a decir que en aquella época era aún muy joven, y que habitaba, a costa de mis padres todavía, en un departamento situado muy cerca del centro de la ciudad. No recuerdo la hora, pero estoy seguro de que era una de esas horas cercanas al mediodía que no saben decir nada, salvo escupir bocados de sol. En aquellos tiempos solía desquiciar a mis padres con una ociosidad que practicaba concienzudamente en mi cuarto. Durante buena parte de la mañana permanecía encogido bajo las cobijas, y así me quedaba hasta que me sentía próximo a la asfixia. Entonces salía a la calle a vagar sin rumbo, hasta que también esa actividad me fastidiaba y decidía regresar a la dulce inercia de mi habitación. Pues bien, aquel día del que hablo salí a caminar como de costumbre y casi de inmediato me arrepentí: la canícula estaba en su apogeo y producía un calor que ascendía con temblores traslúcidos desde el asfalto. A pesar de todo decidí recorrer unas cuantas calles para desentumecerme. Y bajo aquel calor de miedo, quizá caminaba mirando mis zapatos, quizá deshacía los fragmentos de alguna galleta que por costumbre se encontraba en mis bolsillos o quizá me ocupaba en las tres cosas a la vez. No lo sé. Lo que sí recuerdo es un momento bastante preciso: cuando de pronto noté que una pareja caminaba a pocos pasos de mí. Son curiosos los mecanismos que accionan la memoria, porque lo que reconocí, antes que una silueta o una voz, o en este caso una 14

cabellera que se derramaba en la espalda, fue un lunar que emergía de la cresta de un codo de la mujer. Un lunar que era como el cabo de un hilo que de inmediato me mostró diversos momentos del pasado. ¿Cuántos meses desde la última vez?, ¿seis, siete? Y en total habíamos durado juntos poco más de tres años. Lo interesante del caso es que, hasta antes de ese momento, ni siquiera hubiera pensado en rozar esos instantes. En una palabra: había acariciado y besado incontables veces aquel lunar y ahora que se presentaba así, salido de quién sabe dónde, me provocó un intenso malestar. Enseguida comencé a actuar como un imbécil: me oculté tras el grueso tronco de un fresno y esperé a que la parejita se adelantara los pasos suficientes para no ser notado. ¿Qué pensarían los transeúntes que venían tras de mí? ¿Qué clase de figura dibujaba con mi cuerpo pegado al tronco del árbol? Nada de eso me importaba, concentrado repentinamente en los ruidos cavernosos que producía mi corazón. La memoria, una vez accionada, comenzó a desbordarlo todo. El lunar era un preámbulo hacia conocidas zonas de piel que iban rumbo al hombro, y de ahí bastaba con seguir las huellas de antes: bajar las manos y ahuecarlas para sostener la suave redondez de los senos, subir hacia la columna del cuello; la visión del fulgor que brillaba siempre a contraluz cuando miraba justo en medio, en el inicio de sus piernas, etcétera. Todo lo que implica la evocación de un recorrido físico. Recordé nuestras risillas tontas, provocadas por cualquier juego que sólo nosotros conocíamos; los precarios viajes que llegamos a realizar y algún otro detalle que en estos momentos se me escapa. Pero no todo quedó allí. Porque recordé, aún agazapado en el punto ciego que el árbol me regalaba, momentos acaso menos sutiles, menos aptos para servir de anécdotas románticas, mas no por ello carentes de un encanto oscuro. Imágenes que nunca había confesado a nadie y que, guardadas bajo la gruesa llave del subconsciente, emergieron años más tarde en sueños dulces o angustiosos. Entre ellas, hubo una sobre todo que cambió la forma de relacionarme, al menos mentalmente, con aquella mujer. Esta imagen, si bien al principio condimentó mis ensueños, más tarde se fue convirtiendo en el icono de mis más estériles inclinaciones, en las que derramaba el precioso líquido con una indefinible tristeza, sin las fuerzas para sustraerme a esa repugnante tarea… Trataré de ser breve: en los 15

primeros días que estuvimos juntos, cuando comenzaba a invitarme a casa de sus padres con alguna regularidad, me percaté de que en el quicio de la puerta del baño, ubicado en una esquina de la estancia, brillaba un fulgor extraño, minúsculo como la cabeza de un alfiler. Aparecía cada vez que alguien entraba y encendía la luz para aliviarse del sobrepeso de las entrañas. Aquel brillo insignificante estaba situado quizás a menos de medio metro por encima del suelo, y después de que lo percibí me atormentó la imaginación durante varias semanas. Un día por fin tuve una oportunidad inmejorable para deslizar la mirada por el agujero. Sus padres llegarían hasta por la noche, así que aprovechamos la buena noticia para fugarnos de nuestras clases matutinas en la preparatoria y hacer todo lo que nuestra limitada imaginación de adolescentes nos permitió idear en los sillones de la sala, en la recámara de sus padres, en la de su hermano menor y hasta en el incómodo cuarto de lavado. En algún momento de sosiego, tumbados en un sillón de la estancia, ella me abandonó para ir a “hacer del dos”, como se refería, con cierta sonrisa que nunca comprendí, al simple acto de cagar. Cerró la puerta del baño. Apareció el anhelado destello. Esperé algunos segundos y me acerqué en silencio hasta el hueco, aunque presa de agudos estremecimientos. Había ido las suficientes veces a su casa para que ya conociera de memoria el acomodo de los muebles, incluidos los del baño, así que no me asombré demasiado cuando distinguí el perfil redondo de sus nalgas acomodadas en los labios del retrete y un fragmento de su codo, aquel donde residía un lunar oscuro, semejante al ojo de un colibrí. Para poder espiar, había que adoptar una posición bastante incómoda: ambas rodillas al piso y la espalda enarcada hasta la altura del agujero, una posición que me recordaba algunos juegos infantiles. Mi curiosidad estaba saciada hasta ese momento, como dije antes, sin grandes sorpresas. Sin embargo, de pronto sucedió algo que me exprimió el aliento: cuando tomó varios cuadros de papel higiénico para limpiarse el culo, colocó el trasero en una posición en la que se perdía la llaneza del perfil y se alcanzaban a ver ambas nalgas en ángulo oblicuo. Pasó el papel doblado por en medio de ellas, el lunar me miró y mi corazón brincó ante el tierno temblor de su trasero. No puedo explicar la clase de excitación que se apoderó de mí cuando me mostró fugazmente la blancura del papel teñida de aquel color de herrumbre, el temblor de las nalgas otra vez, el lunar, la operación que se repetía hasta que por fin estuvo satisfecha con 16

la pulcritud… En cuanto escuché el ruido de la cadena, me enderecé con rapidez y me tumbé en el sillón, en la misma posición indolente en la que ella me había dejado, mas con una perturbación delatora que me empeñé en ocultar creo que con bastante éxito. Rió con su risa más aguda al darse cuenta de mis renovados bríos para poseerla, sin sospechar jamás, y esto era algo que de sólo pensarlo me producía un súbito y placentero vacío en el pecho, la verdadera razón de mi lascivia. Después de aquel episodio adquirí una pericia admirable para espiar por el pequeño hueco, y así pude contemplar, además de las incontables veces que me deleité con el hermoso trasero de mi amada, el de dos de sus mejores amigas e incluso el de su madre, que siempre me había parecido todavía digno de una objetiva apreciación. Por supuesto, también llegué a imaginar que el trasero de su señor padre asomaría por el hueco, efectuando las mismas operaciones, y ese mero pensamiento me llenaba el alma de escalofríos. Una sola vez estuve a punto de ser sorprendido mientras espiaba por el hueco. Aquella tarde teníamos previsto ir al cine, pero en lugar de irnos apenas salimos de clases, ella prefirió ir a su casa para mudarse de ropa. La madre estaba utilizando la aspiradora desde que llegamos y lo siguió haciendo durante todo el rato en que su hija me obligó a esperar en la estancia, mientras se cambiaba en su habitación. Cuando al fin salió, me hizo una V con los dedos (señal que al principio no comprendí) y se dirigió de inmediato al baño. En el colmo del aburrimiento, el ruido de la aspiradora me dio la suficiente confianza para ir en pos de la acostumbrada contemplación. Y mientras saboreaba agónicamente el espectáculo, me di cuenta demasiado tarde de que su madre se acercaba a mis espaldas. Pensé, en una lúcida fracción de segundo, que si me levantaba de golpe todo tendría un tinte muy sospechoso, así que me quedé de hinojos, aunque había desviado un tanto la dirección de mi cuerpo, y alegué, con el rostro a punto de las cenizas de tan encendido, que mi indecorosa posición se debía a que estaba buscando una moneda que se me había caído, la cual por supuesto no existía. Apenas salvé el pellejo en aquella ocasión, y después, dominado ya por la prudencia, no lo hice más. Ahora bien, ¿por qué fue este recuerdo el que se impuso ante todos los otros? Ni siquiera en el momento en que escribo estas líneas me lo puedo contestar. Pero así fue, y además, la imagen me sobrevino 17

refulgiendo, como si fuera el símbolo de una época dorada; o bien, de la mejor parte de mi vida. Mientras tanto yo seguía allí, agazapado tras el árbol. Ellos se habían alejado lo suficiente para poder seguirlos. Así que eso fue lo que hice. No me daba cuenta, pero la memoria me tendía diversas trampas, porque –y eso debió hacerme sospechar– no emergieron los fastidios, los humores agrios, las ganas de huir, todas esas cosas que florecieron los últimos meses que estuvimos juntos. Nada de eso recordé entonces, como si se tratara de detalles carentes de importancia, como si no fueran más que estupideces que se podrían arreglar con el solo hecho de estar juntos otra vez. ¿Juntos otra vez? Sí, eso fue lo que empecé a anhelar, primero como un insignificante síntoma de pesadumbre, y después cada vez con más vehemencia, conforme la veía sonreír y acariciar al tipo ese: ¡un desconocido al que de buena gana habría reventado a puntapiés en el culo! ¿Cómo era posible que se hubiera olvidado tan pronto de mí, que mirara al tipo ése como si nunca hubiera existido nadie más en su vida? Me sentí herido en algún punto entre el estómago y el pecho, máxime cuando me di cuenta de que el tipo tenía la misma debilidad que yo de reposar el brazo tras la espalda de ella y frotar el ojo del colibrí con los dedos, juguetearlo, como si se tratara de… basta. ¿Qué importancia tenía el hecho de que yo mismo había evitado buscarla durante aquellos meses posteriores a la separación? O incluso, ¿qué más daba si había sido yo quien terminó con todo? Fue en un día abandonado al fastidio. Ambos habíamos evitado cualquier tipo de roce durante nuestro paseo. A pesar de que el tiempo había corrido bastante desde mi último espionaje, cada tanto me encontraba envuelto por las imágenes que había visto incontables veces, y que por cierto ya me tenían hastiado. Pensaba en ella y eso era lo primero que me venía a la mente: las nalgas, el temblor, el lunar semejante a un ojo de colibrí… Nada estaba planeado. En días tan fríos como aquel no se puede planear nada. En medio de las fiestas navideñas, todos nuestros encuentros tenían el aspecto resacoso de un tugurio al mediodía. ¿Qué más podía hacer? Me detuve en medio de nuestra silenciosa caminata y ella todavía siguió algunos pasos, sin darse cuenta de que me había quedado atrás o fingiendo no hacerlo. Se detuvo de pronto y me lanzó esa mirada que tan bien le conocía y que sólo mostraba cuando estaba a 18

punto de reprocharme algo. Iba a abrir la boca, pero me adelanté y para mi propia sorpresa le dije que ya estaba bueno de tanta pendejada, que en adelante era mejor que cada quien jalara por su lado. No ocultó su sorpresa, aunque era algo que ella también se moría por decir. Los ojos se le llenaron de una película traslúcida, temblorosa, que no se derramó en seguida, y entonces pensé: “Puta madre, ahí vienen las lágrimas, la exigencia de sentimientos”. Y mientras estaba descuidado, cavilando en cómo lidiar con la escena que creí que se avecinaba, ella me encajó un puñetazo perfecto en la boca del estómago que me dobló y me vació los pulmones de aire. Nunca la hubiera creído capaz de poseer tanta fuerza. Jadeante, con los ojos vidriosos, alcancé a ver cómo se alejaban los tacones de sus zapatos, repiqueteando en el piso de un afamado centro comercial. Aún aturdido escuché algunas risas alrededor de mí, de esas que están exentas de mezquindad y que, según muchos médicos, hacen tanto bien a la salud. Esa fue la última vez que vi a la mujer del lunar antes de encontrarla en una calle cualquiera, arropada con el brazo de un desconocido. Dentro de mí, algo se abría paso con lentitud. Algo que nacía no sé si de los celos, del egoísmo o del amor. Porque sólo algo que nace bajo una de estas premisas tiene la suficiente fuerza para hacerse realidad. Y mientras los seguía rumbo a la estrepitosa avenida Cuauhtémoc, ese algo adquirió forma. Se convirtió en el único deseo verdadero que había tenido hasta entonces en mi vida. Me explico: había tenido sueños para el futuro como cualquier otra persona, anhelos que obedecen a las leyes de la lejanía y la probabilidad. Pero un deseo tan sólido no lo había tenido nunca. Una especie de ardor en todo el cuerpo, como si en la sangre me hubieran vertido gasolina. ¿Y cuál era ese deseo? Sonará estúpido, pero mi deseo era regresar el tiempo. Volver a esos momentos en que ella y yo aún caminábamos juntos y tratar de hacer lo posible para evitar una separación que ahora comprendía cuánto daño me estaba produciendo. Quería revertir la inutilidad de esos meses sin ella, empezar de nuevo a su lado; en fin, estoy seguro de que algunos de ustedes saben a lo que me refiero. Comenzaron a descender por la boca del metro y en todo ese tiempo nunca deshicieron su abrazo. No los seguí más. Permanecí al nivel de la avenida hasta que se perdieron de vista. No necesitaba seguirlos. ¿Qué hubiera logrado? Supongamos que de pronto me apareciera frente 19

a ellos fingiendo un encuentro casual. O tal vez seguirlos y averiguar su rutina, los posibles lugares en donde practicaban el amor, y así hasta decidirme a romperle el alma a aquel infeliz. ¿Y todo para qué? ¿Para demostrarle a ella quién era el macho dominante?, ¿para precipitarme –y esto era lo peor de todo– en un viscoso drama lleno de muecas y voces chillonas? Carajo, si pudiera regresar el tiempo necesario, arreglar las cosas antes de que todo termine… Ridiculez tras ridiculez. Y yo allí, estorbando el paso de la muchedumbre que se bifurcaba como río cuando tropieza con una roca que no consigue inundar. Una vez desaparecidos de mi vista los tiernos amantes, el bochorno y los ruidos del día regresaron con inusitado vigor: el alboroto de los vendedores de piratería y contrabando chino apostados a las afueras del metro, un tufo en el que se mezclaban olores de fruta podrida, de grasa humeante, de orines recocidos, de sudor… Y en medio de todo eso, un tipo que ni siquiera sobrepasaba la veintena de años y que apretaba los dientes y los puños y los ojos hasta formar en su rostro incontables arrugas. O al menos así creo que la gente me veía, porque dentro de mí, algo había estallado al fin, y yo me encontraba hundido en un vértigo de colores, en una languidez semejante a la que se experimenta cuando se está dentro del agua, con un zumbido insoportable que iba en constante aumento y que creí que terminaría resquebrajándome la cabeza… Cuando abrí los ojos, había alguien muy cerca de mí que se afanaba en meterme unos dedos fríos y toscos en la boca. “¡Que no se vaya a morder la lengua!”, dijo varias veces una voz femenina entre las personas que me rodeaban con sus cabezas inclinadas de una manera extraña, como si yo estuviera tirado en el suelo. Cuando sentí los dedos entre los dientes, instintivamente mordí. El tipo que estaba encima de mí aulló de dolor: “¡Hijo de tu puta madre, todavía de que uno te está ayudando…!” Se levantó sujetándose los dedos con la otra mano y me soltó una patada en las costillas. Aquellos que me rodeaban se disolvieron entre murmullos y risas; y entonces, además del dolor, me empezó a calar el frío del piso, porque en efecto, estaba tirado boca arriba, de frente a un cielo que parecía de aluminio. Pero no sólo el piso estaba frío. Había también un cefirillo que se arrastraba muy cerca del suelo y que me recordó aquellos que en invierno suelen meterse por las perneras de los pantalones. Con cierto esfuerzo me puse de pie. Todo me daba vueltas, pero alcancé a notar 20

que seguía muy cerca de la boca del metro, en el mismo punto de la avenida Cuauhtémoc donde me había quedado parado hacía apenas unos instantes. ¿Pero en verdad habían sido unos cuantos instantes? No había manera de saber cuánto tiempo estuve inconsciente en el suelo. La muchedumbre no dejaba de desplazarse en todas direcciones. Sin embargo, y eso me estremeció, algo fundamental había cambiado: por todas partes había gente enchamarrada o cubierta con abrigos de lana; todos sin excepción soltaban vahos blanquecinos de la boca. Miré mi propio atuendo y empecé a sentir más frío. Era el mismo que me había puesto antes de salir a la calle: una playera de manga corta y un pantalón de mezclilla lleno de rasgaduras. De pronto recordé: ¿no hacía un calor endemoniado apenas unos minutos antes? Y si así era, entonces ¿de dónde había salido semejante frío? En los puestos ambulantes que circundaban la entrada del metro rebosaba todo tipo de mercancía navideña: juguetes de pésima calidad, cajas con esferas de colores, series de luces que emitían chillonas melodías, y las inevitables baratijas que se extienden sobre las aceras sin importar la época del año. El corazón me temblaba. Crucé los brazos y metí las manos debajo de los sobacos para generarme algún calor. Pero no estaba seguro de que los estremecimientos que me agitaban fueran únicamente producto del frío. Me acerqué a un puesto de periódicos y miré la fecha en un diario deportivo. Casi me desvanecí allí mismo. Porque lo que tenía ante mis ojos era lo que ya estaba esperando: la confirmación del cumplimiento de mi deseo, el regreso a una fecha que en sí misma no tenía nada de particular, salvo el hecho de que había ocurrido hacía más de siete meses. Era justo lo que había pedido. Y sentí miedo. El miedo que se experimenta ante el exceso de poder. ¿Mas cómo estar seguro de que así era, de que había logrado regresar el tiempo sólo con la fuerza de mi voluntad? Pregunté la fecha al encargado del puesto con un tono de voz más alto del que hubiera sido necesario. Me miró con fastidio mal disimulado y sólo cuando notó que aún no me largaba se dignó a contestarme: a tantos de diciembre de 1989. No conforme con su respuesta pregunté a un transeúnte y después a otro y a otro más… y empecé a preguntar a cualquiera que se cruzaba en mi camino, sin sacar en ningún momento las manos de los sobacos. Todos me contestaban lo mismo. No sé qué clase de cambio se fue operando en mi rostro, pero llegó un momento en el que la gente ya no me respondió; me miraban con recelo o preocupación, algunos incluso meneaban la cabeza. 21

Ajeno a todo, sonreí, primero con cierta incredulidad, pero poco a poco con más fuerza, hasta que una alegría incontenible me estalló en la boca con el sonido de una carcajada. Era una inundación de felicidad en el cuerpo, de esas que rara vez se experimentan en la vida y que pueden proveer a cualquiera de la decisión necesaria para escalar paredes, dar lengüetazos en los cristales o mover un tinaco lleno de agua con la fuerza de los brazos. Allí estaba la montaña: moviéndose sumisa ante el poder de mi fe. Observé el cielo y su color de plomo me estimulaba a seguir riendo. Poco a poco me tranquilicé. Pues bien, el deseo estaba cumplido. Mi inquebrantable fuerza interior, o Dios, o el azar, o lo que hubiera sido, me había dado otra oportunidad. No debía perder el tiempo, era necesario ir a… Pasé saliva y fue como si hubiera tragado un bocado de angustia: ¿por qué no había tiempo que perder? ¿Adónde tenía que ir con tanta prisa? Debía hacer algo muy importante, eso lo tenía muy claro, pero, ¿qué?… No podía recordarlo. Miré a todas partes: edificios, comercio navideño, autos que esperaban el verde del semáforo, gente que entraba y salía por la boca del metro… sentí, en medio de una punzada, que esa acción contenía la clave de todo. Hice un esfuerzo supremo con la memoria, pero fue inútil. Era, por decirlo así, como si tuviera comezón adentro de la oreja: no podía rascarla y tampoco podía dejar de sentirla. En el colmo de la perplejidad llegué a tener la sensación de que todo eso ya lo había vivido o tal vez soñado. Y mientras más trataba de poner orden en mis ideas, más sentía que eso tan importante se iba perdiendo para siempre, y que acaso sólo lo recordaría cuando ya no tuviera ninguna importancia, cuando dejara de ser trascendental. Le di vueltas al asunto durante mucho tiempo, primero muy exasperado y cada vez con menos convicción. Finalmente me di por vencido. Y pronto tuve que correr: un trueno formidable estaba anunciando la clase de aguacero que caería sobre la ciudad.

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Del rodar de las piedras

¿Cuánto tiempo necesita una piedra para ser formada? Miles o quizá millones de años, acumulaciones de polvo y tierra, restos de otras rocas más antiguas, de plantas, de animales o minerales que se superponen unos con otros hasta formar masas compactas de diferentes tamaños, ayudadas, es cierto, por el ir y venir del agua y el viento, pacientes escultores que liman las formas en un tiempo que bien podría extenderse hasta la eternidad, pero que una vez realizada la faena se ve como la obra de un instante, del fugaz momento que emplean los párpados para cortar la visión o el diafragma de una cámara fotográfica para atrapar retazos de realidades. O tal vez esta piedra, que deambula indecisa entre una forma abombada y otra vagamente triangular, fue producto del magma de un volcán que, antaño, en alguna explosión milenaria, arrojó aquella bola ígnea entre muchas otras más grandes y más pequeñas, lo mismo que la saliva salpicada de un estornudo, la cual se fue solidificando al probar la frialdad del aire o del agua, condenada a permanecer rígida, seca, igual que una vieja maldición. ¿Y de dónde vienen los adornos de esta piedra que cabe con facilidad en un puño, esas formas blanquecinas y onduladas que recuerdan el movimiento de las olas del mar? Me inclino a pensar, acaso por debilidad poética, que se deben a los innumerables años que ha permanecido en el seno del océano, durante los cuales no le ha quedado más remedio que adquirir su personalidad, su impronta, como esas mujeres hindúes que se dejan marcar el talón, a manera de grillete, con el semen de su amante, con el fin de esclavizarse a su cuerpo, a su deseo. 23

Pero, ¿cómo asegurarlo? Cada roca tiene su propio rasgo y no existen dos que sean idénticas en ninguna parte del mundo, aun cuando se hayan formado juntas, sometidas a los mismos fenómenos físicos o con los mismos elementos. Así pues, en esa isla griega, tan próxima a las costas turcas que inclusive se pueden contemplar sus fantasmagóricas montañas en un día cualquiera, en esta playa hirviente de guijarros, una piedra no resalta en absoluto, es sólo una piedra entre las piedras. Y sin embargo, es muy posible que no haya sido esta la única ocasión en que una mano humana la haya arrebatado de las eternas caricias del mar, pues hace mucho tiempo, cuando las obras de los hombres aún no cambiaban la faz de la tierra, alguien pudo haber estado levantando piedras para lanzarlas después al mar: práctica tan ancestral como la humanidad misma. Tal vez su forma y rasgos tan singulares le habrán merecido un par de segundos de mirada atenta, pero poco después sería precipitada a las aguas, produciendo un chasquido profundo, como cierta clase de besos, al atravesar la superficie. Además, se conoce la volubilidad del mar, “la mar” como le llama esa gente que convive a diario con sus humores: las borrascas, la tranquilidad engañosa, las mareas cíclicas de distintos tamaños; en fin, todos esos movimientos que afectan incluso el terco sedentarismo de una roca. Entonces debió de ser arrastrada cuando las corrientes semejan torbellinos, acercada una vez más hasta la orilla con la serenidad adusta de los años. Las olas se habrían encargado del resto: acaso la fueron empujando con esos dedos en apariencia inofensivos, pero muy capaces de destruir las barcas más dignas del orgullo humano, hasta por fin haber arribado a ese lugar donde cientos, tal vez miles de años después, una mujer de gafas oscuras y minúsculo bikini reposaría soñolienta, con una gruesa toalla bajo el cuerpo. Nadie pudo haber calculado el tiempo en que la mujer estuvo encima de la piedra, quizá enterrándosela en la espalda o en las nalgas, o tal vez jugueteándola con la planta del pie al momento de leer un libro; no se suele prestar atención a ese tipo de cosas. La roca habría podido permanecer en ese lugar durante tiempo indefinido, si no hubiera sido por la curiosidad poco común de aquella mujer, quien al momento de levantarse de su reposo dejó caer la mirada, como si dejase caer un manto, justo encima de la piedra. Y la miró sin mirarla, recordando quizás los 24

motivos por los cuales había cruzado todo un océano –desde las remotas y bulliciosas tierras de México– para encontrarse en esa tarde incolora, ya sin sol, acariciada por una repentina brisa cálida que soplaba desde el sur y que aún portaba granos de arena de un desierto lejano. Cogió la piedra y la contempló en su palma abierta. Puso especial atención en las olas blanquecinas tatuadas en la materia oscura. La metió en su bolso sin pensarlo, con el gesto de quien guarda una moneda encontrada en el piso, y la roca se acomodó junto con el espejo de mano y otros objetos de maquillaje amontonados en el fondo. La mujer suspiró, extendió los brazos y los cruzó repentinamente sobre el pecho. Levantó tres piedras más y las arrojó al mar una tras otra, intentando llegar más lejos con cada lanzamiento. Regresó a su hotel en medio de una noche llena de polvaredas de luna. No recordó la piedra sino hasta el siguiente día, cuando después de disfrutar de una ducha, quiso sombrear sus ojos y enrojecerse un poco los labios. De pronto sus dedos tropezaron con una materia desconocida en el inventario del bolso, algo duro, redondeado, un tanto áspero. La extrajo y la miró como si fuera la primera vez. Sonrió. “Eres la piedra con olas”, le dijo, y enseguida rectificó: “mi piedra con olas”. Y la piedra con olas se convirtió poco después en una piedra con alas, nómada acompañante de la mujer viajera, quien utilizaba todos los medios de transporte puestos al servicio de la humanidad y devoraba los kilómetros con esa avidez característica de los que saben que al tiempo no se le pueden instalar diques. Había trazado una ruta de ciudades mediterráneas en las que se hospedaba sólo unos cuantos días, con la sensación de que cada una de ellas era un número dentro de una implacable cuenta regresiva. No obstante, después del hallazgo de la piedra con olas, adquirió la incomprensible necesidad de portarla siempre consigo, ya fuera en su bolso de mano, cuando recorría las calles de las distintas ciudades, o bien colocada sobre alguna mesita de noche, en tanto que ella cabalgaba encima de hombres con bigotes lo suficientemente largos como para trenzárselos y anudarles cascabeles en ambos extremos. Como hechizados, su ojos se dirigían siempre a la roca, y con ello iba cargándola de miradas que, tiempo después, habrían de serle devueltas como recuerdos de una libertad irrecuperable. Nunca estuvo dos veces con un mismo amante, la mujer, quiero decir, y sin embargo los disfrutaba a todos como si fueran el único, 25

probable consecuencia del evento que la esperaba a su regreso a México: su propia boda. Quería hartarse de caricias y olores masculinos para no tener que serle infiel a ese hombre que en verdad creía amar, aquél con quien tenía la intención de pasar el resto de su vida. Mas con todo y eso, cuando por fin regresó a la Ciudad de México, a su departamento en la colonia Narvarte (después de más de tres meses de trenzar los bigotes de hombres italianos, franceses, marroquíes, turcos, griegos, tunecinos, croatas, españoles y portugueses); es decir, cuando vio los brazos de su futuro esposo cariñosamente extendidos para abrazarla, una insólita nostalgia le cosquilleó en el cuerpo; y una noche antes de la boda caminó tanto en su habitación, yendo y viniendo de la cama a la ventana mientras observaba la piedra con olas en su palma extendida, que habría podido llegar hasta la Plaza de la Constitución en el Zócalo capitalino. Y es que mientras estuviese cerca de la piedra con olas, recordaría el tintineo de los cascabeles, los aromas, los colores de las pieles que había visto mientras dejaba atrapados los ojos tras las rejas de las pestañas. Le dolió deshacerse de ella, pero se resignó al pensar que de otro modo nunca podría estar tranquila en su matrimonio si cada vez que la miraba, aun sin segundas intenciones, se sonrojaba con violencia mientras un estremecimiento le recorría la espalda, los pechos, los muslos. La regaló picoteada de lágrimas a su mejor amiga pocas semanas después de la ceremonia, no sin antes hacerle jurar que la cuidaría como un invaluable símbolo de amistad. Empero, aquella amiga (que en un principio pensó que aquel regalo, si bien se trataba de una piedra, ésta por lo menos brillaría como sólo saben hacerlo las estrellas) la perdió al tercer día, en un domingo caluroso, reverberante de gritos de niños que se perseguían de acá para allá tirándose de los cabellos y chillando como jabalís acorralados. En el alboroto de la comida, el más pequeño de sus dos sobrinos se escabulló dentro de su recámara con un par de muñecos vestidos de militares que llevaba en la caja de un camión de plástico. La cama aún estaba revuelta y las cobijas formaban cadenas montañosas y paisajes perfectos para cualquier aventura bélica. La roca descansaba en el librero, justo frente al tercer tomo de tapas duras, el más robusto entre los cuatro, de la tetralogía José y sus hermanos, de Thomas Mann. El pequeño la miró mientras revolvía en la boca el palillo blanco de su caramelo, y sin titubear un segundo, la colocó en la caja del camión. Había meditado 26

con una ceja enarcada el importante papel que desempeñaría en el juego: sería la roca que el soldado negro lanzaría contra el de gorro en la cabeza; con ello haría que soltara su rifle de asalto y sería más fácil capturarlo. Terminado el juego, con saldo blanco pues las muertes le aburrían al limitar las posibilidades de desenlaces, el niño la metió en el bolsillo de su pantalón de la misma forma en que solía meter trozos de galletas, canicas o lagartijas muertas. A pesar de no ser nada particular, a nadie le habló sobre la piedra, y únicamente cuando se sabía a solas la desenterraba desde el fondo del bote de los juguetes para colocarla en la caja del camión de plástico. Poco más de dos años después, en un día en que los árboles dejaban caer sus hojas como deseos fallidos, mientras el niño jugaba a crear paisajes rocosos en el jardín para una ruta automovilística, llegó la hermana mayor, de unos once años. Acababa de experimentar su primera sorpresa sangrienta y cargaba un humor acre, porque después de saber que ese “mal” sólo afectaba a las mujeres, había cobrado un ácido rencor contra los hombres. “Terminas por acostumbrarte, mija”, le había dicho la trabajadora social de la escuela después de haberle mostrado la manera correcta de colocarse la toalla sanitaria, ya que “la sorpresa” la había encontrado en plena clase de educación física. El caso es que la chica llegó chirriando los dientes por esa injusticia de la vida, por su ropa manchada, por las risas de sus compañeros al anunciar que alguien “olía a pescado”, y por los hombres, sobre todo por los hombres, quienes gracias a su fea tripita se salvaban de todas esas humillaciones. –¿Qué haces? –preguntó al chico como si escupiera las palabras. –Una autopista panorámica –repuso sin levantar la mirada, con gesto de profunda concentración. –Ajá… ¿puedo ver? –dijo ella al tiempo que removía los pedruscos de grava y deshacía los senderos trazados, todo con fingida torpeza. –¡Oye! ¡Qué haces, deja eso! ¡Mamáaa! –Nomás estoy viendo, pinche escuincle gritón. El niño había comenzado a berrear con la cara roja mientras abundantes mocos le burbujeaban en las fosas de la nariz. –Parece que te están matando… ¡toma tus cochinas piedras! Y las esparció por todo el jardín al tiempo que pateaba los cochecitos metálicos. Cuando el niño encontró la piedra con olas, la recogió y la apretó con las uñas hasta hacerse daño, miró la autopista 27

destruida, los carros volcados junto al zaguán, brillando con la luz de la tarde; y con la cara retraída y arrugada, como si hubiera chupado un limón muy ácido, lanzó la piedra a la cabeza de su hermana. Ahora los dos berreaban a la par. Sin embargo, apenas la niña se percató de que sangraba, una rabia ciega se apoderó de ella y comenzó a propinar a su hermano una serie de terribles puntapiés en las nalgas. Quizá todo habría arribado a una conclusión mucho más trágica, si en ese preciso instante no hubiese llegado la madre, con un cucharón goteante en la mano y un mandil apretujado de innumerables capas de manchas. Los separó a bofetadas y los mandó a cada uno a su recámara sin comer, porque, según dijo, estaba harta de que estuvieran siempre como perros y gatos. El niño bramaba con voz ininteligible, trataba de explicar que él no había empezado nada, que todo era culpa de la hermana, quien le había desecho su carretera sin motivo alguno, pero una nueva bofetada lo hizo callar en el acto y no le quedó más remedio que sorberse los mocos mientras miraba con odio sincero a la chica. Ella lloraba en silencio, se frotaba la llaga con el dorso de la mano y después se chupaba la sangre. Levantó la piedra que le había causado la herida, miró las blanquecinas ondulaciones, apretó la mandíbula y la arrojó mucho más lejos de lo que se hubiese creído capaz ella misma; es decir, exactamente a la casa que estaba frente a la suya, cruzando tan sólo una calle de tres carriles. Tuvo suerte de que no hubiese nadie, porque el escándalo que provocó al destrozar un vidrio se pudo escuchar hasta la esquina de la calle, en donde una puta miraba su reloj de pulsera mientras bostezaba y se acomodaba con indolencia la ínfima falda. Después del susto, la niña se sacudió las manos en la ropa y se fue a encerrar en su habitación. Mañana tendría que ir a la escuela con un parche en la cabeza. Vaya fastidio. La piedra permaneció por espacio de nueve días en una cama desarreglada. Al décimo, después de regresar de un viaje de varios meses por el interior del país, lo primero que quiso hacer el hombre que giraba la cerradura de la puerta, fue tumbarse en su cama por años, sin levantarse. Pero en lugar de eso tuvo que sacudir sus sábanas de diminutos fragmentos de cristal. No se sorprendió al encontrar la piedra en medio de su almohada, con las olas blanquecinas mostrándose a la líquida luz de la mañana. “Te he estado esperando”, le dijo después de habérsela metido en la boca y dejarla brillante de saliva sobre el buró. Las olas resaltaban 28

más que nunca. Y es que en efecto, la esperaba desde hacía varios meses gracias a un sueño que se repetía con inquietante puntualidad, sueño en el que, a través de un peregrinaje casi interminable, una piedra siempre estaba a punto de revelarle una especie de significado fundamental para su vida. ¡Y en ese momento por fin la tenía en sus manos! O al menos eso era lo que creía. Permaneció tres semanas en la casa paterna, durante las cuales preparó todo para su próxima partida, limpió todas las habitaciones y no resistió la tentación de dejar esparcidos, en varios rincones de la casa, algunos papelitos con pistas sobre su decisión, pistas que a nadie le interesaría desentrañar. Realizó varias operaciones bancarias para reunir lo poco que aún quedaba de la fortuna familiar (que años atrás a muchos les había parecido perpetua), y recordó la promesa que se había hecho después de la fatigosa muerte de su padre: “la descendencia se termina conmigo”. Así pues, emprendió un viaje transatlántico cuyas escalas eran dictadas de una manera asaz extraña: todas las noches colocaba la piedra bajo la almohada y, según el lugar que se le presentaba durante el sueño, hacia allí dirigía sus pasos. Mas no todas las noches resultaron fructíferas y varias veces ocurrió que, antes que vislumbrar su próximo destino, soñaba con angustiosas escenas de persecución, con el rostro decepcionado de su padre, o incluso con imágenes alteradas de lo recientemente vivido, en las que solía verse a sí mismo fornicando con mujeres de las que no había vuelto a tener noticia desde hacía años; y entonces despertaba tenso y lleno de perplejidad. Pero no por ello se impacientaba. Tampoco trataba de ahorrar el dinero a pesar de su implacable fuga. Tenía una confianza insensata en los caminos que le mostraba la roca y sabía que todo ocurriría en el momento preciso. No tardó en percatarse de que en sus pasos había una cierta intención de permanecer cerca de la costa mediterránea. Y eso lo alegró. Una madrugada en la que se propagaban los cantos de los almuecines a lo largo de la pequeña y laberíntica Tánger, pensó en la posibilidad de conseguir un mapa de las tierras bañadas por el mar Mediterráneo, para así trazar con un lápiz la dirección de sus recorridos, tal como se hace con las constelaciones. Sin embargo, al cabo de los días abandonó la idea, un poco asustado por la forma que el dibujo pudiera tener al final. 29

Dos meses después, mientras caminaba por las solitarias calles de Brindisi bajo una tarde rosada, antes de embarcarse rumbo a Igoumenitsa, tuvo un súbito vacío en el pecho, semejante al que se experimenta cuando se está en un ascensor que se detiene de pronto. Se alarmó frente a la posibilidad de morir antes de llegar al final de su viaje. No obstante, esa noche, mientras los jugos de sus entrañas imitaban el movimiento de las aguas marítimas, no soñó con su próximo destino como esperaba, sino que él mismo era la piedra que estaba bajo su mochila (la cual fungía como almohada) y que era mirado con infinita ternura por un par de ojos femeninos, los cuales, al menos eso imaginó al despertar, eran capaces de abarcar no sólo su vida, sino también el velado reflejo de ésta; es decir, su muerte. Despertó consternado, vacilante, con el firme aunque inexplicable propósito de dejarse crecer el bigote. Era la primera vez que se enamoraba y lo ridículo es que ni siquiera sabía de quién. Incapaz desde entonces de concentrarse en la ruta que le indicaba la piedra, arribó por pura inercia hasta Atenas. Y allí permaneció reptando por varios días en un cuarto de pésima calaña, en el séptimo piso de un horrible hotel situado en la zona roja de la ciudad, muy cerca de la estación de trenes. Cada vez se sentía más hundido en la miseria, lo mismo que en un pantano, de manera que despertaba tarde para no desayunar y se recostaba temprano para no cenar. Comenzó a dudar primero de su proyecto, después de su destino y por último de su cordura. Una noche, arrancado del ansiado sueño que desde hacía tiempo buscaba en vano gracias a un insoportable ataque de hambre, consideró con seriedad la posibilidad de arrojarse desde su séptimo piso a las polvorientas calles de Atenas para terminar de una vez con todo aquel disparate. Pero después de dramáticas reflexiones, entre las que también contempló un humillante regreso a México (a falta de dinero sólo podría regresar si era deportado), en donde lo único que lo aguardaba era una vida consagrada a la mendicidad, decidió no hacerlo, pues, ¿cómo podía caer en semejante lugar común a tan sólo un paso de cumplir con su misión, cualquiera que ésta fuera? Decidió que si el sueño no llegaba a él, entonces él iría tras el sueño. Se dirigió al Pireo y esperó encontrar alguna señal en los barcos que estuvieran próximos a zarpar. Sabía que su destino estaba en una isla griega, así que también buscó la señal en el mapa de una oficina turística. Cuando se percató de que había más de ciento sesenta islas 30

pertenecientes al territorio griego, se sintió desfallecer. No había opción, abordaría cualquier barco que cruzara el Egeo y, en caso de ser necesario, saltaría por la borda cuando reconociera el lugar. Y así gastó sus últimas monedas: en un boleto rumbo a la isla de Patmos. Más que alguna clase de presentimiento, le sedujo la idea de llegar a la isla en la que San Juan había recibido las revelaciones, y que, según su extraña lógica, era la ideal para consumar su misión. Quince horas duraría el trayecto, pero él sentía que cada minuto se alargaba angustiosamente. El hambre lo martirizaba, y como remedio para tratar de olvidarla, comenzó a trenzar sus bigotes y a reír como estúpido ante el curioso sonido de los cascabeles de un gorro de bufón que portaba un joven turista canadiense. La idea de mendigar por comida siempre le había parecido deshonrosa; no obstante, el hambre se volvía inexorable, y de pronto se sorprendió a sí mismo acechando a los meseros que volcaban los desechos al mar. Cuando uno de ellos tiró por la borda una pieza de carne casi completa, experimentó el ardiente deseo de acometerlo a golpes a pesar de su creciente debilidad. Algunos se compadecían de sus ojos febriles y le dejaban las sobras en un rincón de la cubierta, otros le tiraban a la cara una sonrisa desdeñosa mientras arrojaban los restos a los peces con infinita calma. Esa misma noche tuvo por fin el ansiado sueño, aunque lo tuvo sin haber cerrado los ojos. Desde que había abordado el barco, la piedra reposaba en el bolsillo de su camisa, junto al corazón, pero en ese momento la metió en su boca presa de una extraña necesidad de contemplar sus olas blancas. La luna las iluminó con el brillo de la saliva y él se mesó los cabellos con desesperación cuando se dio cuenta de que se dirigía a la isla equivocada. Comenzó a caminar de un lado a otro de la cubierta: creía sentir la burla del cielo y las estrellas clavada en su cabeza. Entró al solitario bar del puente y una figura conocida le hizo chisporrotear una carcajada: el turista canadiense descansaba los vapores del alcohol con el gorro ladeado en su cabeza, la cara hinchada y rojiza. Sin el menor empacho, le quitó el gorro y salió a grandes zancadas a la cubierta. Arrancó un par de cascabeles con los dientes y los ató con sumo cuidado en cada extremo de sus bigotes. De nuevo estalló en violentas carcajadas que sin embargo tenían un resabio de llanto. Seguía riendo cuando se recargó en la baranda del barco y lo habría seguido haciendo, si una ola inesperada no le hubiera anegado la boca abierta. En 31

medio del acceso de tos tuvo una idea iluminadora: metió la piedra con olas en su boca y trepó hasta el segundo de los tres tubos de la baranda; acto seguido, se colocó con rumbo al sureste, hacia un lugar desconocido que lo atraía. Se arrojó sin un pensamiento en particular, con la mirada dirigida hacia la oscuridad anhelada, con el sabor, ahora muy salino, de la piedra con olas en la boca; mientras que el barco se alejaba con calma hacia el norte, envuelto en un silencio incongruente, pues los cascabeles de sus bigotes, infinitamente más pequeños e insignificantes, no dejaban de sonar...

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El cielo al revés

La noche aún está cruda y los gallos ya comenzaron a cantar. Se suele creer que empiezan cuando el sol está a punto de salir, pero eso es falso. Por lo general sucede que apenas ha pasado de la media noche y ya hay algunos que arrojan sus primeros gritos destemplados a varios centenares de metros a la redonda. Sólo es cosa de que empiece uno para que al poco rato todos los del pueblo se desgañiten a intervalos regulares. También suele creerse que aquél que inicia con el barullo presiente que será sacrificado cuando el día despunte y que por eso mismo se despide: le avisa a todo el mundo que hay una buena razón para cantar antes de tiempo. Aníbal escucha con claridad cada vez que el gallo que vive en su jacal responde a los distantes llamados de los demás. En esas noches silenciosas del monte, es como si lo tuviera pegado a la oreja. Se acerca la hora de levantarse. Pero no, espanta ese pensamiento como se hace con los zancudos y se da la vuelta, se ciñe en las cobijas como en un capullo. Afuera todavía está oscuro. Lo sabe por la negrura de la rendija debajo de la puerta. Y sabe también que mientras esa rendija permanezca oscura dejará pasar un aire helado, como filo de guadaña. También se escuchan los grillos, pero ellos lo adormecen con el ritmo de sus sierritas agudas: ric, ric, ric… Aníbal aprieta los ojos, los puños, los dientes: otra vez canta el gallo, desafina a mitad de su entonación, aletea. ¡Qué cacareos tan desabridos! Condenado animal, en vez de estar acomodado con las gallinas, envuelto en sus plumas esponjadas y los ojos cubiertos con esa película delgadísima y blanca de sus párpados, el cabrón se pone a berrear… 33

Y de pronto Aníbal está corriendo. El campo es profundo, verde, semejante a un mar, o al menos así imagina el mar porque nunca lo ha visto: un extenso campo de agua hasta donde la vista alcanza, recorrido en todas partes por escalofríos de viento, tal como sucede al atardecer con el sembradío de habas de su padre… Y el viento se desplaza entre olores que parecen tangibles, como si estuvieran hechos de una tela muy delicada. El pasto le hace cosquillas en los pies, mas cuando lo mira se da cuenta de su error, porque en realidad no toca el piso, está por encima de una capa de viento del grosor de un puño, y por eso no se sorprende cuando comienza a elevarse por encima del campo y a señorear todo lo que cabe en su mirada, incluidos los árboles remotos, que a esa distancia parecen amontonaderos de musgo. El cielo también es verde, hermosamente verde, y las nubes ruedan en el horizonte como bolas de paja seca. Un grito le hace darse cuenta de que está entre una maraña de sonidos de toda clase, entre los cuales se mezclan los del día con los de la noche. Suena el mismo grito y en esa voz encuentra algo de familiar, como si fuese algo que hubiera buscado desde hacía mucho tiempo. Comienza a voltear hacia todas partes para buscar la fuente del sonido. Algo se mueve allá abajo, a lo lejos, y en cuanto se percata de ello, comienza a caer con tal velocidad, que un vacío inquietante se le anida en el estómago. Sin embargo, justo antes de tocar el piso escucha otra vez el grito con toda claridad: ¡Aníbal! Ya no cae, porque mira hacia el cielo y se encuentra con varios ecos que rebotan por todo el valle a velocidades increíbles. ¡Aníbal!, se vuelve a escuchar; entonces mira hacia una roca que tiene una protuberancia y que es de donde al parecer brotó el sonido. Cuando se acerca, descubre con estupefacción que la protuberancia es una rana que lo mira con ojos fanfarrones. ¡Aníbal!, le grita la rana con una boca en la que se distinguen unas muelas enormes. De pronto la rana le salta a la cara y comienza a morderle la nariz, pero hay algo raro, porque los mordiscos también parecen palabras… –¡Aníbal, ya levántate! Es hora de ir por el agua. Una mano lo sujeta por la mandíbula, le sacude la cabeza. Tiene los ojos borrosos, llenos de algo que se siente como arena. Cuando consigue enfocar, después de varios esfuerzos, distingue la silueta de su madre en la penumbra. Está desgreñada, como siempre a esas horas, echando aire al brasero con una hoja de cartón. De la leña se desprenden partículas encendidas, minúsculos torbellinos luminosos que se apagan poco antes 34

de llegar al suelo. Un pocillo cacarizo brincotea en la lumbre, el olor que emana lo conoce de memoria: café negro. Aníbal se sienta en la cama y se calza los zapatos sin agujetas; hace mucho tiempo, antes de que cubrieran sus pies, seguro que fueron negros, quizás hasta brillaban, pero ahora ostentan la grisura de las ratas. No le hace falta vestirse, duerme con el pantalón y la camisa puestos. Se rasca la cabeza arremolinada de cabellos sebosos y las uñas le quedan brillantes. Observa a su lado cómo se abren las hendiduras acuosas de los ojos de su hermano menor, aún recostado en el colchón mugriento. –Apúrate, bébete el café y vete por el agua –dice la madre mientras atiza la lumbre–. Se hace tarde. Llévate a tu hermano. Vicente bosteza y parece que no va a terminar nunca. Se levanta. Los ruidos de su madre, aunados a los movimientos de Aníbal, siempre lo despiertan; ni siquiera hace falta que lo zarandeen a él también. Ambos sorben de los humeantes vasos de hojalata y cuando la madre echa aire a las brasas una vez más, Aníbal aprovecha el momento para hacer muecas a Vicente, quien no soporta la risa y expulsa un chorrito de café por la nariz con un sonido ronco. –No desperdicies el café, carajo! –grita la madre con los ojos saltones, una voz agria que hace pensar en metales oxidados, en goznes sin aceitar. –Se me fue por otro lado, amá –responde el niño al tiempo que retrocede un par de pasos. Conoce muy bien la dureza de las manos de su madre cuando les da por repartir bofetadas o nalgadas. –Bueno, caramba, váyanse por el agua o no les va a dar tiempo de llegar a la escuela. Tú, Vicente, llévate la garrafa. Y no se tarden porque me los surto. ¿Oyeron? –Sí, amá –dicen al unísono. La niebla es tan densa que casi se podría cortar a machetazos. Ambos niños caminan temblorosos, se tallan los brazos con las manos para menguar el frío de la mañana. Pero antes de tomar camino rumbo al monte, Aníbal se dirige al gallinero. –¿Dónde estás, recabrón? –dice tratando de imitar un tono de voz que ha escuchado en su padre cuando está molesto. Las gallinas huyen de su camino y de inmediato se ponen a arañar y a picar la tierra. –Ah, ya te vi, pinche gallo, ¡ya te he dicho que no cantes a media noche porque no dejas dormir, hijo de la gran puta! 35

Además de su ira genuina, Aníbal se enorgullece de las nuevas frases que ha aprendido en la escuela y con algunos mayores, y que puede mostrar a su hermano con aire de superioridad. –Ya déjalo, Aníbal, te va a escuchar mi amá y va a venir a zumbarnos… Míralo, te ve con odio, a mí se me hace que se muere de ganas de agarrarte a picotazos. –Y yo me muero de ganas de verlo desplumado, cociéndose en un caldito con arroz. Vámonos. Entran al cobertizo, en el que se ven apiladas algunas herramientas, casi todas hechas con ramas sin desbastar y hojas de acero comidas por el óxido. Aníbal va por el aguantador –una suerte de leño recto con un par de cubetas de metal que cuelgan en ambos extremos– y lo coloca sobre sus flacos hombros. Para llegar al arroyo, se necesitan por lo menos unos veinte minutos de caminata por un sendero pedregoso que rodea el monte. Después se debe descender por empinadas laderas, hasta que por último se llega a un valle rodeado de cerros. De regreso el tiempo se alarga considerablemente: ya se está cargado y hay que hacer descansos obligatorios cuando se pierde la sensibilidad en los hombros, o cuando el sudor, que no deja de caer en riachuelos, se atora en las pestañas y deforma la visión, dando la impresión de que se mira a través de una cascada. Además, en las condiciones lodosas en que se encuentra la tierra, se debe tener cuidado de no resbalar, pues el agua puede derramarse con facilidad y con ello se echaría a perder el esfuerzo de toda la mañana. Hace tiempo que Vicente trata de aprender a silbar, pero no logra más que escupir minúsculas gotas de saliva junto con ruidos chapurreados. –Tienes que hacerle así, mira –dice Aníbal y le muestra la manera correcta de colocar los labios. Empuja el aire con suavidad y sale un sonido pulcro, que deja enarcadas las cejas de Vicente. Pero de pronto algo se mueve detrás de Aníbal y Vicente palidece, la garrafa se le cae de las manos. –¡Cuidado, Aníbal, una culebra! –Aníbal también palidece y cuando ve detrás de sí una mancha que se arrastra por entre los matorrales, dice, no muy seguro de sus palabras: –No seas miedoso, es una culebrilla ratonera, esas no tienen veneno. 36

–Tú también te espantaste, no te hagas. –Eso no es cierto, porque yo sé cómo matar a las que sí tienen veneno. –Eres un mentiroso, Aníbal. Vicente levanta el garrafón y prosiguen el camino durante un rato. Intenta silbar una y otra vez sin resultados mientras patea guijarros, ramas o pedazos de corteza que se atraviesan en su camino. Un pájaro de plumaje multicolor peina el aire frente a ellos y después de trazar una parábola se posa en la rama de un árbol. –Oye, Aníbal, a que no le atinas a ese pájaro con una piedra. –¿Cuál? Ah, ya lo vi… ¿Y si le atino, qué? –Te doy cien pesos. –No digas idioteces, de dónde vas a sacarlos. Además ya me debes como mil de todas las apuestas que hemos hecho. Siempre te gano. –Cuando tenga te pago, de veras. –Bueno, aunque no me pagues le voy a dar. Mira y aprende. Coloca el aguantador en el piso. Comienza a buscar una piedra adecuada, mediana de preferencia, en forma de platillo para que se ajuste bien con los dedos. Ahí está, es perfecta, nada más hay que sacudirle un poco el lodo. Guiña un ojo a Vicente, escupe y arroja la piedra contra el pájaro que, desde que se posó en la rama, no ha dejado de trinar, estirando a veces el cuerpo en su deseo de alcanzar notas sumamente altas. El ave desafina el canto cuando recibe el golpe de lleno en el pecho. La sorpresa le dura menos de un segundo, intenta dar un paso al frente, como si fuera a decir algo, y enseguida cae hacia atrás mientras aletea de forma descompuesta. –¡Le diste, Aníbal! ¡Vamos a verlo! –dice Vicente invadido de emoción. –No, mejor ya vámonos por el agua. –Anda, nomás tantito, no nos tardamos nada, ¿sí? El pájaro aún se agita. Aletea con frenesí e incluso logra brincar. Poco a poco pierde las fuerzas, se va quedando inmóvil, hasta que sólo puede agitar una de sus patas, con garritas finas como agujas. Sentado sobre los talones, Vicente lo pica con una vara, lo voltea. La sangre se mezcla en su plumaje multicolor con el rocío de la hierba, briznas de pasto le quedan pegadas al cuerpecillo. –Está muerto –dice Vicente en un susurro, como para sí mismo, 37

los ojos dilatados. Aníbal tiene ganas de golpear a su hermano, pero solamente aprieta la mandíbula. –¿Ya estás contento? Vámonos. Aníbal siente el estómago revuelto. El sabor acre del café, la mezcla repugnante de sangre y rocío, el sonido desafinado, súbito, cuando el pájaro recibió el golpe… Escupe para escapar de la náusea que lo invade. Sin embargo, no es la primera vez que practica su puntería de esa manera. Cuando recién fabricó él mismo su propia resortera con una rama de encino, imitando el clásico modelo de la “Y” de las que venden en el mercado del pueblo, cualquier cosa que se moviera era un potencial tiro al blanco: lagartijas, pájaros, sapos –los cuales le repugnaban enormemente cuando estallaban–, hasta un perro que a partir de ese momento se volvió su enemigo y lo perseguía cada que lo encontraba. Y al igual que a su hermano, también le habían cautivado los momentos de agonía de los animales, aquellos instantes tan breves y tan largos en los que algo que tiene vida se va convirtiendo en algo inerte, tan muerto como sólo los muertos pueden estarlo. Una especie de inquietud se abría paso desde un lugar muy profundo de su mente, y si hubiera tenido que traducirla en palabras, éstas habrían articulado una pregunta más o menos como esta: ¿qué es lo que se piensa mientras se muere? Ese algo desconocido que le atenazaba en la boca del estómago fue lo que lo indujo a evitar acercarse a contemplar las agonías de esos pequeños seres de mirada fija, a dejarlos como objetivos abstractos que desaparecían en el momento de ser alcanzados por el proyectil, sin necesidad de corroborar si en efecto habían muerto o si únicamente quedarían tullidos, a merced de cualquier animalejo de esos que viven de la rapiña. Aníbal escupe una vez más, mira con rencor a su hermano. ¿Por qué siempre tiene que retarlo a hacer estupideces como ésa? Cuando bajan el resbaloso declive le cambia el humor: ambos patinan en el lodo y caen de nalgas casi al mismo tiempo. Intentan sujetarse de alguna hierba, pero la arrancan de raíz y siguen su descenso hasta la falda del monte. Ríen con los ojos llenos de lágrimas, las manos sujetando el abdomen. El sol ha comenzado a asomarse redondo y liso, como una cabeza calva vista por detrás. Una vez que ascienda un poco sobre el horizonte, terminará por disolver los últimos jirones de niebla. Va a ser uno de esos días calurosos de principios de abril. 38

El rumor del arroyo les sienta bien a ambos. Aníbal ya olvidó el incidente del pájaro y el frío ya no corta la piel. Respira ruidosamente, mira a su hermano de apenas seis años mientras carga la garrafa demasiado grande en proporción con su cuerpecillo. Sonríe. Él también ha tenido que recorrer ese camino desde los cuatro años, cuando seguía los pasos de su madre con la misma garrafa. Ahora Aníbal tiene nueve años, casi diez, cuestión de días, y es él quien lleva el aguantador, con los brazos a lo largo del tronco, para que el peso se distribuya entre los hombros y la espalda. Llegan al estanque, a la mejor parte del recorrido. Se arrodillan y beben en los cuencos que forman con las manos. Alguno de los dos comienza con los juegos: se salpican la cara, se persiguen empapados, ríen, gritan, se hunden los dedos en los sobacos para provocarse cosquillas y a veces alguno, sobre todo Vicente, termina llorando. Después ambos se sientan en una roca en medio del río. Miran en el agua los reflejos del sol recién nacido, intentan hacer que reboten las piedras aplanadas que lanzan a la superficie. Se aburren de lanzar piedras, se recuestan en la roca, se adormecen. –Hay que irnos ya –dice Aníbal sin mucha convicción después de un rato de silencio–, se nos va a hacer tarde para la escuela. –A mí no me gusta la escuela –dice Vicente y hace una mueca de fastidio que no alcanza a ver su hermano, concentrado en observar el cielo–, la maestra siempre nos pega cuando no sabemos hacer una letra. –A mí tampoco me gusta, yo preferiría ir al campo con mi apá, pero ya ves cómo se pone mi amá con eso. Yo no sé para qué sirven esas cosas… Ni modo, jálale. Vuelven a la orilla brincando sobre las rocas. Se estiran, bostezan: son intentos por alargar lo más posible el regreso. Ambos se ponen a orinar y tratan de lanzar sus arcos amarillos hacia las nubes en una competencia por ver quién los llega más alto. Llenan con infinita calma las cubetas, el garrafón. Esa es la peor parte: saber que hay que subir por el monte con tanto peso a cuestas, con el hambre que aparecerá de forma implacable. Con ello en la mente se preparan para regresar. De pronto se escucha, tan nítido como si lo tuvieran a un lado, el inconfundible rebuzno de un asno. Se quedan petrificados algunos segundos y se miran al mismo tiempo. Aníbal sonríe con un brillo en los ojos que Vicente ya ha visto antes. El día está perfectamente iluminado. Se escuchan innumerables gorjeos de aves y zumbidos de insectos. La 39

hierba brilla con un verde intenso, casi irreal; se siente cómo sube el vapor del rocío en oleadas tenues, como si la tierra exhalara su aliento. Comienza a hacer calor. Sin decir palabra, Aníbal atraviesa una franja de árboles tras la que pace el asno. Cada tanto se azota la grupa con la cola para espantarse las moscas, bastante activas a pesar de la hora. –¿Quieres montarlo? –pregunta Aníbal sin que se le haya borrado la sonrisa, el corazón le brinca como pez fuera del agua. –Está muy alto, ¿cómo le haríamos para subirnos? Además, tú dijiste que ya debemos regresar. –Podemos subirnos a esa rama y ya de ahí sería fácil. –Mejor no, Aníbal, ¿qué tal si nos tira o nos patea? –No seas marica, no vamos a tardar nada, nomás nos damos una vuelta y ya. –Ni siquiera sabes cómo se montan. –Ya he visto cómo le hacen y no es tan difícil. Es más, tú te subes primero mientras yo te lo sostengo. –No, porque me vas a dejar arriba y te vas a ir. –No te voy a dejar –Aníbal comenzaba a exasperarse–, yo también quiero montarlo. –Bueno, pues, vamos, pero que conste que mi amá nos va a zumbar, ¿eh? –Anda, ya le inventaremos algo. El burro no está amarrado, tal vez se escapó o alguien se olvidó de guardarlo. Los niños se acercan con cautela, tratando de no hacer ruido. Huele a estiércol y a tierra húmeda. Al sentir las presencias extrañas, el animal alza la cabeza con las dos orejas tensas. Los mira con sus grandes ojos color de avellana en los que se trasluce una especie de indecisión. Aníbal se apresura a tranquilizarlo, le acaricia la frente y el hocico mientras le susurra cosas al oído. Entonces hace señas a su hermano para que se trepe al árbol. –Súbete con calma para que no se espante y échate para atrás. Yo lo voy a guiar. Agárrate fuerte de su pelo. Así, con cuidado. –No me dejes aquí, Aníbal. –Ya voy, nenita, ya voy… El asno mira hacia atrás con el rabillo del ojo, da la impresión de haber entendido lo dicho por los niños. Parece nervioso, como si lo 40

hubieran sorprendido en algo incorrecto. Aníbal lo acaricia otro rato y de pronto trepa al árbol con pocos movimientos. Calcula la distancia que lo separa del animal y después de frotarse las manos se lanza al lomo. Sin embargo calcula mal, porque cae casi en el cuello y se lastima los testículos. El asno se estremece al sentir el golpe y comienza a trotar agitando la cabeza, resoplando, lanzando coces a diestra y siniestra. –¡Ohh! ¡Ahíla! ¡Opaaa…! ¡Agárrate bien, porque este cabrón ya se puso como loco! –grita Aníbal al tiempo que se aferra él mismo al grueso pelaje del cuello. –¡No puedo, me duelen las manos! ¡Siento que me voy a caer, haz que se detenga! Aníbal grita una y otra vez todas las palabras que ha oído de los arrieros para que la bestia se tranquilice, pero parece que las mismas palabras la hacen encabritar cada vez más, como si le trajeran malos recuerdos. Ya se han alejado un buen trecho del estanque y galopan a toda velocidad por un extenso pastizal donde se ve un grupo de ovejas que los miran pasar con sus ojos indolentes; más adelante hay algunas vacas ocupadas en devorar la hierba; de seguro es el terreno de algún cacique. Vicente tiene la cara chupada por la angustia mientras que Aníbal aprieta la quijada con fuerza, y es que con tanto brinco, los dos niños se golpean a cada rato en los genitales. –¡Ya no puedo más, Aníbal, me voy a caer! Aníbal gira como puede la cabeza, le va a decir a Vicente que mejor se agarre de su cintura, así va a ser más fácil que permanezca en el burro mientras él encuentra la manera de detenerlo. Pero antes de soltar palabra, un alarido de su hermano le hace regresar la vista al frente: hay un alambrado con púas que delimita el territorio y el asno trata de frenar y dar la vuelta al mismo tiempo. La inercia de la carrera hace que no se puedan sujetar más y ambos niños salen expulsados del lomo… Destellos anaranjados, rojos, amarillos, verdes, todos corriendo vertiginosamente en la película de los párpados. Aníbal abre los ojos, siente como si le escaldaran: una especie de niebla rojiza le obstruye la visión, ¿cuánto tiempo ha pasado? Escucha a los grillos, algún balido, infinidad de trinos de aves, zumbidos de moscas, tranquilidad; y allá, a lo lejos, algo que parece el llanto de un niño. Intenta sacudir la cabeza para aclarar la vista, pero un dolor increíble le quema las entrañas, las rasga. Sin embargo, poco a poco las cosas toman forma, y lo primero que 41

observa por encima –¿encima?– de su cabeza, es una oruga colorida que camina a lo largo de una rama, de un arbusto. Gotas oscuras caen desde su cabeza. Surgen en el estómago, trazan caminos por el pecho, el cuello, dejan un sabor metálico, conocido, en la boca, se atoran por instantes en las cuencas de sus ojos y le dejan la mirada turbia, invadida por una neblina rojiza, se internan por sus cabellos y por último se precipitan a ese verde fulgurante de la hierba. ¿No estoy en el piso? Alcanza a pensar mientras mira un cielo tan azul que casi parece agua. Así debe ser el mar. Mueve apenas la cabeza, pero eso significa un esfuerzo supremo. Allá está Vicente, más cerca de lo que había creído en un principio, está sentado con las piernas abiertas y llora a grito pelado, con los mocos escurriéndole hasta la boca. Aníbal también quiere llorar, eso sería lo normal, pero el dolor se lo impide. Se limita a sonreír con una especie de amargura mientras regresa la vista al cielo, extendido hacia abajo, el pastizal por encima de su cabeza. Todo está al revés, dice en voz baja, Me voy a caer al cielo… Y sin saber cómo, se encuentra en medio de un campo profundo, verde, entre olores que parecen tangibles, bajo unas nubes que ruedan hacia el horizonte como bolas de paja seca. Hay una rana sobre una enorme roca que mueve los labios como si hablara; y en efecto, está hablando. Y Aníbal se ríe con toda el alma porque ahora sí lo entiende todo. Nuevamente el líquido oscuro le enturbia la visión…

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Venganza

Anoche no pude conciliar el sueño. Cuando al fin recargué el perfil en la cama, después de un día minuciosamente sórdido, un olor sutil me forzó a encender la luz. Miré la almohada, la inhalé con vehemencia y entonces comprendí el castigo: me habías dejado tu olor en ella para conocer el verdadero significado del abandono. Me levanté de un salto y olfateé todo lo que apareció ante mi vista: la bufanda de lana, mi zapato izquierdo, el cocodrilo de mimbre que colgaba de la pared… Tardé dos eternidades, pero ahora todas las cosas culpables de poseer tu aroma duermen en la oscuridad del armario. He decidido que allí se quedarán el tiempo necesario para que tu olor envejezca, para que se marchite y se pudra. Entonces, cuando no sea más que un pordiosero miserable, le abriré las puertas del armario y lo obligaré, a punta de empujones, a salir a la luz del sol. Y vagará lastimosamente por el mundo hasta el día en que por fin lo encuentres. Sólo así sabrás que conmigo no se juega.

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El ausente

I El fácil olvido de un amor no ha sido nunca una de mis principales virtudes. Es por eso que en aquel invierno tan lleno de estériles dramatismos, decidí alejarme de todo lo que había significado mi existencia hasta ese momento: la parasitaria vida que practicaba a costa de mi padre, la frialdad asfixiante de la ciudad… Pero no, si soy fiel a la verdad, la principal razón era alejarme de ella. No fue fácil. Solicité dinero prestado a mis más cercanos amigos con la idea de que encontraría comprensión y palabras de aliento, pero uno tras otro me ofrecieron una extensa gama de pretextos, muchas veces inverosímiles, con tal de no suministrarme un solo centavo, mientras trataban por todos los medios de deshacerse de mí. Hubo incluso uno que me invitó a beber algunas cervezas para disuadirme de una idea que, a su juicio, era ridícula por completo. No tuve más remedio que sustraerle a mi padre uno de los gruesos fajos de billetes que guardaba en una harapienta caja de zapatos con la ingenua convicción de que sólo él conocía su existencia. Y partí, sí, señor, mientras la tarde se dirigía con lentitud hacia las sombras, sin despedirme ni siquiera de él, de mi padre, de aquel hombre antes inflexible y que desde hacía algunos años empezaba a suavizarse, conforme se adentraba, con relativa calma, en los terrenos de la vejez, y que en aquel instante estaba enfrascado en canturrear repetitivamente un par de estrofas bajo la regadera, con 44

esa entonación gutural que le conocí desde pequeño siempre que se duchaba: Noche de ronda, que triste pasas, que triste cruzas por mi balcón. Noche de ronda, cómo me hieres, cómo lastimas mi corazón. Y después de un par de segundos de silencio, agregaba casi de corrido: Luna que se quiebra sobre la tiniebla de mi soledad, ¿adónde vas? Dime si esta noche tú te vas de ronda como ella se fue, ¿con quién está? Dile que la quiero, dile que me muero de tanto esperar, ¡que vuelva, ya! Que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan penas, que se acaba por llorar… Así pues, partí, y mi equipaje consistía apenas en un pantalón, además del que llevaba puesto; mis zapatos, un par de camisetas sin mangas, calcetines y calzones para una semana, bañador, cepillo dental, una gorra con visera, unas sandalias de cuero y varias cajetillas de cigarros. Mi destino era el mar. II Al no haber averiguado con antelación los horarios de los autobuses, tuve que permanecer hasta las tres de la madrugada en la central camionera. La espera hasta esas horas fue de una horrible monotonía: soporté un frío cruel que no dejaba de provocarme temblores en la mandíbula y las rodillas; los altavoces anunciaban cada tanto, siempre con el mismo tono cansino, las diversas partidas y llegadas; y con tanto tiempo inútil en mis manos, me ocupé en clasificar los dos tipos de gente que abundan en esos sitios: los que se mueven, que llegan o se van, según la perspectiva, 45

y que desaparecen rápido de la vista; y todos los que permanecen allí, no se sabe aguardando qué, roncando a pierna suelta en los asientos de las salas de espera con ese aire de eternidad apática. Finalmente abordé un autobús con rumbo al sureste, a Oaxaca, al Pacífico. Acomodé mi mochila en los compartimentos superiores del camión y miré por la ventanilla empañada. Ante aquella fría oscuridad no pude menos que despedirme: adiós, Ciudad de México, puta entre las putas, Ciudad de Mierda. Me recosté. Intenté dormir. A lo largo de las diecisiete horas que duró el viaje, el autobús se detuvo en doce ocasiones (tuve tiempo suficiente para contar cada una) en poblados anónimos, con el fin de bajar y subir gente; descendí para orinar tres veces, tuve que comer otras dos, y perdí el boleto una, la cual por poco me cuesta el tener que esperar otra corrida en una aldehuela montañosa y húmeda. Al siguiente día bajé del autobús en un pueblo incierto, de calles terrosas. Tenía la espalda hecha añicos, pero me detuve a contemplar el incendio de la tarde. De allí a mi destino final era cuestión de minutos, o al menos eso pensaba, pero el hambre y el cansancio me orillaron a pagar un cuarto y a tomar una generosa ducha en la única pensión de aquel brumoso caserío. Cené dos órdenes de tlayudas acompañadas de varios botes de cerveza y dormí como un tablón hasta avanzada la mañana. Cuando desperté, las aspas de un ventilador que no recordaba haber encendido giraban con lentitud en el techo, sin provocar corriente de aire alguna. Una luz pesada, suntuosa, inundaba la habitación y se iba a incrustar en un muro al lado de la cama. A través de la ventana me deslumbró la exuberancia de la vegetación, de la cual brotaban miles de gorjeos y zumbidos. Respiré hasta dilatar los pulmones, exhalé emocionado. La playa me esperaba. III A unos cuantos pasos de la pensión estaba la base de las calaveras, unas pequeñas camionetas de redilas que recorren la desvencijada carretera del litoral. Pedí al conductor de una de ellas que se detuviera en la playa más escondida que existiera en los alrededores. No pareció muy sorprendido con mi requerimiento (lo cual, si hablo con sinceridad, 46

hirió un poco mi orgullo, pues esperaba por lo menos un comentario de respeto a lo que creía una hazaña extraordinaria para un citadino como yo) y sin contestarme palabra, lanzó un chiflido estrepitoso que espantó algunas aves posadas en unas ramas que se extendían por encima de nosotros. Durante nuestra breve conversación, en ningún momento dejó de hurgarse la nariz con el meñique. El silbido fue una especie de banderazo de salida, porque en el acto, un grupo de personas, salidas quién sabe de dónde, abarrotaron los precarios asientos disponibles de la camioneta e incluso varios tuvimos que viajar de pie, sosteniéndonos de un tubo que pasaba sobre nuestras cabezas. De inmediato algunos pasajeros comenzaron a hablar entre sí, con esa manera particular que tienen los costeños de comerse las eses de las palabras. Y cuando reían, cosa que hacían bastante seguido, mostraban la negrura de sus gargantas. A mí sólo me interesaba lo que el paisaje pudiera mostrar, y no fue sino hasta que estuve a punto de apearme, que reparé en una señora que me miraba con ojos turbios, cuajados de venillas rojas y carnosidades amarillas. Le sonreí un tanto azorado y ella a su vez me ofreció una mueca, quizá también una sonrisa, en la que unos cuantos dientes solitarios colgaban como trapos inmundos de su encía superior. A los pocos minutos bajé de la calavera y de inmediato eché a andar conforme a las indicaciones del conductor, que incluso mientras manejaba seguía hurgándose minuciosamente la nariz. Había más de diez kilómetros de selva hasta donde comenzaban los insólitos peñascos de la playa, pero eso lo supe casi cinco horas más tarde, después de caminar, y a veces arrastrarme, entre rocas de distintos tamaños y aparatosos ficus, cuyas raíces colgantes me dificultaban el paso a cada rato. Iba sin gota de agua, hambriento, rasguñado, sudoroso, con infinidad de minúsculas bolas espinosas adheridas al pantalón y a los calcetines; en fin, como todo un imbécil. Me di cuenta de que ya estaba por llegar en cuanto comencé a percibir el ronco aliento del océano. En el ambiente mismo se podía sentir un sabor salino. Pero la verdadera revelación llegó cuando la oscuridad y el bullicio bajo los árboles, se abrieron a un cielo límpido, que caía con toda su engañosa frescura sobre el yermo extenso, arenoso, de arena por fin de playa, en el que hasta el fondo, con una continuidad intermitente debido a las enormes rocas que se diseminaban por la superficie, se divisaba el mar. 47

IV De inmediato imaginé que era una playa desierta y experimenté una desagradable sensación de miedo. Es cierto, yo había escogido una soledad casi absoluta, pero esto era demasiado. ¿Dónde iba a dormir o a comer? ¿Dónde obtendría agua? Y lo peor: necesitaba aliviar mis entrañas de todo lo engullido durante el trayecto, incluidas, por supuesto, las tlayudas de la noche anterior. Estuve a punto de regresar sobre mis pasos, cosa que no me hacía ninguna gracia, pero me disuadió un punto que encontré hacia la izquierda, con respecto a mi llegada, y que, a la distancia, tenía el indudable aspecto de una choza. Mi ingenuidad me hizo soltar una risilla tonta: ¿quién podría pensar que en estos tiempos aún quedarían sitios sin ser invadidos por la humanidad? Me puse en marcha, pero a los tres pasos, un estruendo prolongado en el vientre, seguido de un dolor inicuo, me hicieron doblarme en dos y gemir como desde niño no lo hacía. Improvisé frenéticamente un agujero en la arena, me desabroché con torpeza, mientras sentía, cada vez con más desesperación, la inminencia de aquello que empujaban mis intestinos con total impasibilidad… ¡Y qué sencilla me pareció la vida en ese momento, al saberme desterrado de los falsos espejismos que la sociedad ofrece! Ahí estaba yo, en cuclillas, escuchando con mansedumbre y alivio los dramáticos ruidos que producía mi recto (ruidos que en público resultan repugnantes), y que, comparados con los perpetuos ronquidos del mar, se convertían en murmullos apenas perceptibles. Reanudé la marcha rumbo a la choza, más ligero de cuerpo y espíritu, y a los pocos minutos me topé con la visión maravillosa de un estero que se abría paso entre la intensa vegetación para desembocar en el océano. El agua estaba un tanto cenagosa, pero enseguida comprendí que la sed no entiende de minucias. Me hinqué en la arena para sumergir la cabeza hasta el cuello, bebí a lengüetazos, como los animales, me restregué las manos, hundí las piernas hasta las rodillas, me tiré de espaldas, volví a beber. Desde allí la choza estaba a unos cien pasos. V Las ramas de palmera que hacían de techo estaban demasiado secas, pero calculé que aguantarían aún por varios días. En el interior colgaba, 48

de pared a pared, la terrosa sonrisa de una hamaca; había además un pedazo de espejo sostenido de un clavo y una lata que contenía un par de cuchillos y varias cajas de fósforos. Bajo la hamaca, un pequeño círculo de cenizas oscurecía la arena. El piso estaba sembrado de huellas que parecían recientes. Me tranquilicé. Supuse que no estaba deshabitada, así que todo era cuestión de esperar un poco. Dejé la mochila en una esquina de la choza y me desnudé para bañarme en el mar. Era un día esplendido. VI Aquel era uno de esos mares peligrosos que abundan en el Pacífico. Filas de olas estallaban casi al mismo tiempo, aunque muchas estuvieran a una distancia considerable de la playa. No eran muy grandes, pero gracias a su enorme cantidad y a la intensa resaca que provocaban, resultaban muy violentas. Sin embargo, no era eso lo más peligroso. A pesar de que me iba adentrando cada vez más, el agua parecía estar siempre hasta el nivel de mi cintura, lo que me generó una confianza que pudo haber resultado fatal, porque cuando de pronto miré hacia atrás, me sorprendió lo alejado que estaba de la orilla. De inmediato decidí volver, pero en el momento menos pensado apareció bajo mis pies una hondonada y entonces me resultó imposible salir sin varios raspones, magulladuras, y kilos de arena que inexplicablemente habían aparecido dentro de mi bañador. Así que en cuanto conseguí regresar a la seguridad de la playa, opté por dedicarme a una actividad menos riesgosa para mi salud, la cual consistía en recostarme en la arena. VII Fumaba un cigarrillo a la sombra de un montículo de rocas, cuando una silueta se detuvo a mi lado. Me estremecí: no había escuchado ningún paso. Era un tipo alto, moreno, musculoso a pesar de su delgadez, la piel rutilante con el sol. Sonreía con la boca un poco torcida hacia la izquierda del rostro. Me saludó sin mirarme, con los ojos llenos de mar. Cargaba un carrete de hilo de plástico en una mano, y en la otra una camisa andrajosa y una cubeta con sombras que se movían. Su pantalón, que más que recortado hasta las rodillas parecía haber sido mordido por 49

alguna fiera, aún chorreaba. Cuando vio que recogía mi cigarrillo de la arena, la sonrisa se le convirtió en una franca carcajada y me palmeó un par de veces en el hombro. –¿Qué pasa, cuñao? –dijo con ese tono irónico de los costeños–, ¿qué haces aquí? Estamos lejos de tu casa, ¿no? –Y sin esperar mi respuesta se dirigió a la choza. Lo seguí en automático, con una sensación de incomodidad. Apenas llegamos, comencé a guardar mi ropa en la mochila para marcharme: odiaba dar la impresión de ser el típico citadino que se cree dueño de todo en cualquier lugar al que llega. El tipo, sin reparar demasiado en mi presencia, se echó encima la camisa y se fue a recostar en la hamaca. Comenzó a balancearse apoyando un pie en el suelo. –¿Qué haces, cuñao? –dijo mientras bostezaba, las manos anudadas tras la cabeza–, si quieres te puedes quedar, por mí no hay problema. Orita hacemos una lumbre y nos zampamos los pescados que traigo. Lo malo es que nomás tengo una hamaca. Tendrías que buscar dónde acomodarte. No me pude rehusar. Era demasiada la distancia hasta la carretera para recorrerla cansado y hambriento. Le propuse, sin embargo, pagar por mi estancia y mi consumo. Me miró con los ojos vidriosos y asimétricos de quienes frecuentan el humo del cáñamo, un ligerísimo temblor en los labios. Juraría que se partía de risa por dentro. VIII A pesar de la falta de condimentos, o quizá por el hambre que tenía, los pescados que preparó Lucio (supe su nombre mientras comíamos) a fuego de leña me parecieron exquisitos. La energía regresó a mi cuerpo y con ella también el buen humor. Tenía la sensación de que habían pasado varios meses desde mi salida de la ciudad, aunque apenas estaban por cumplirse dos días. Según mis cuentas y el trato pactado con Lucio, tenía el dinero suficiente para permanecer allí varios meses, así que no había nada de qué preocuparse. En un acceso de ternura agradecí a mi padre su disposición para el ahorro. Sin embargo, también me dio un poco de pena: a estas alturas el pobre ya estaría preocupado con mi ausencia. Poco antes del crepúsculo seguíamos junto a la fogata, fumando, sin apenas cruzar palabra. No había mucho que decir, pero de tanto en 50

tanto intercambiábamos una mirada momentánea, recelosa, y enseguida volteábamos a otra parte o comentábamos cualquier idiotez, como cuando le dije: –Entonces vives aquí solo… La única respuesta que exhalaron sus labios fueron unos aros de humo. La sonrisa irónica que vislumbré a través de ellos me alteró. Pensé que lo mejor era recostarse otra vez en la playa, observar el mar, dejar que el tiempo transcurriera. IX La tarde se apagó en un parpadeo. Cuando regresé a la fogata ya era noche cerrada, millares de estrellas acribillaban el cielo. Para mi sorpresa, Lucio charlaba con otro tipo, moreno también, pero más grueso de complexión. Vestía pantalón, camisa y zapatos de cordones, algo sin duda inusitado para un lugar y un clima como aquellos. Además, contaba con un bigotillo ralo que tal vez custodiaba con celo desde hacía mucho tiempo. Pensé un tanto desilusionado que entonces era posible que existiera un poblado cercano. Ambos callaron en cuanto me acerqué y se intercambiaron miradas de entendimiento. –Hola –lancé al aire mientras me acomodaba junto al fuego. –Quiubo –dijo el nuevo, y me examinó con insolencia. Intenté sostenerle la mirada, pero me turbé cretinamente, igual que unos años antes me había ocurrido con una respetable señora en un autobús atestado. Bajé los ojos sintiendo arder mi cara y me encontré con una nueva sorpresa: había tres botellas junto a ellos, las tres llenas hasta la tapa de un líquido tan límpido como el agua. –Un traguito, cuñao –dijo Lucio, más como una orden que como un ofrecimiento, mientras me alcanzaba una botella. Les ofrecí los cigarrillos. Comprobé que era un aguardiente bastante rústico después de toser y expulsar un dolorosísimo chorro por la nariz. Ambos rieron sin sonido, con pequeñas convulsiones, sólo mostrando los dientes. Fue entonces que apareció la tercera sorpresa. Me restregaba los ojos para limpiar un poco las lágrimas producidas por el aguardiente, cuando sentí que alguien se instalaba junto a mí. En primera instancia no pude observar bien, mas el intenso olor que trajo consigo me reveló que se trataba de una mujer. Cuando 51

conseguí enfocarla, me espantó su belleza: vaticiné que era alta debido a sus manos y a sus muslos espigados, en los cuales por cierto, rachas de vellosidades negras abundaban más incluso que en los míos; en su rostro, moreno como tierra de aguacero, refulgían unos ojos que a la luz de la fogata creí verdes; la boca, atiborrada de dientes, tenía cierto aire equino. Tragué saliva con un ruidillo sordo cuando se levantó para tomar un cigarrillo, pues pude examinar, no sin angustia, sus espléndidos glúteos: anchos, redondos, temblorosos, contenidos con suma dificultad por un vestido que apenas le caía por encima de las rodillas. Mi timidez (esa odiada parte de mi personalidad que me ha acompañado siempre) me hizo tartamudear un “mucho gusto” que sonó idiota y descolorido en aquel lugar. No esperaba que me besara en la mejilla, muy cerca de los labios, mientras me ofrecía un nombre envuelto por el aleteo de sus pestañas: Amapola. Amapola, Polaama, Lamapoa… Amapola. Me deleité paladeando las letras de su nombre en secreto, con muchas variantes, y eso bastó para darme cuenta de que estaba perdido. –Deja de hacerte la puta –dijo de pronto el tipo con una vocecilla desagradable que nunca le hubiera imaginado. –¿Y tú te crees que eres mi dueño? –replicó ella con desdén y no sé por qué, pero me sonó exótico en sus labios el acento costeño. –Oye, tranquil… –quise intervenir, pero el tipo me fulminó con una mirada tan amenazadora que la voz se me resecó en la lengua. Bajé la vista humillado, aturdido. Sin embargo, ella no pareció otorgarle ninguna importancia al insulto; daba la impresión de que pensaba ya en otra cosa. Observé a Lucio, no sé si buscando un poco de ayuda o una especie de aclaración, pero él sólo estaba interesado en formar aros concéntricos de humo con esa sonrisita jactanciosa que ya empezaba a fastidiarme. Tomé con encono la botella y bebí dos tragos largos. Volví a toser, pero ya no expulsé nada por la nariz. Enseguida me relajé. Decidí que desde ese momento todos se iban a la mierda. Una belleza esa mujer, eso no se podía negar; no obstante, no valía la pena disputársela a un tipo como ése que, quién sabe por qué, no me daba buena espina.

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X Pasadas un par de horas, los cuatro estábamos perfectamente borrachos. En algún momento alguien había sacado una baraja española y de inmediato había comenzado el conquián. No se hicieron apuestas ni se establecieron reglas de ningún tipo, pero el que perdía, sin saber a ciencia cierta por qué, bebía su buena porción de aguardiente. Yo me sentía cada vez más desamparado: en uno de los primeros juegos que ganó Amapola, mientras festejaba batiendo palmas y dando pequeños brincos en la arena, se acercó tanto a mí, que de inmediato me envolvió el olor oscuro, salvaje, con el que antes había advertido su presencia. Comprendí, no sin un temblor que traté de ocultar, que bajo aquel vestido, usado quizás mil veces antes de reencontrarse otra vez con el jabón, nunca había existido la ropa interior. En un afán incomprensible de congraciarme con Lucio y el tipo del bigotillo, decidí que perdería todos los juegos, cosa por otra parte fácil de lograr, pues nunca me he destacado por ser un tahúr. Sin embargo, para mi propia sorpresa, incluso contra mi voluntad, gané las tres primeras partidas. –Suerte de principiante –dije abochornado, pues sentía que el calor de la mirada de Amapola me bañaba el perfil. Nadie se dignó responderme, pero a partir de ese momento algo pareció romperse en el ambiente, tanto así, que Lucio emergió de su letargo: –Este chilango me recuerda mucho lo de la otra vez, ¿se acuerdan?, no sé cuánto tiempo hace de ello, cuando vino aquel tipo con su bicicleta. Según decía, andaba recorriendo el país encima de ese par de ruedas y ya se había acostumbrado a vivir sin necesidad de la civilización. Pero después de que pasaron menos días de los que puedes contar mientras pelas un huevo duro, se volvió endiabladamente imbécil: le daba por quedarse dentro de su tienda durante las horas de más calor y cuando la tarde ya estaba madura, salía desnudo, sudoroso, rascándose la espalda con odio, y de pronto echaba a correr hacia el estero con los ojos febriles; pegaba un salto y se zambullía con una explosión de agua y espuma. Poco después dejó de hablar, sólo miraba hacia la lejanía del océano con el ojo derecho soñoliento y el izquierdo inquieto, bullicioso; casi parecía que su cuerpo era habitado por dos hombres. Un día ya no apareció más. Encontré su ropa doblada sobre una roca cercana al estero, tenía encima 53

una piedra del tamaño de un puño para que el aire no la echara a volar. Había un par de zapatos –que nunca le vi puestos– al pie de la roca, y estaban alineados de forma tan simétrica, que creías que se iban a echar a caminar de un momento a otro. –Lo recuerdo –dijo el del bigotillo y echó una mirada fugaz a Amapola–, se sintió tranquilo mientras creyó que esta playa quedaba fuera del alcance de los hombres. Ambos estallaron en carcajadas hasta que les saltaron las lágrimas. Pero Lucio se detuvo de golpe, como si estuviera a punto de caer. –Espero que tú no enloquezcas de soledad, cuñao –me dijo con una seriedad inesperada–, es más fácil que lluevan cocos del tamaño de las nueces a que… –Ya déjenlo en paz, Lucio –dijo Amapola y tiró sus cartas a la arena: tres hileras de tres cartas cada una. Había ganado. Nos fuimos pasando la botella. XI Mientras duró el juego, yo viví en un tormento continuo: Amapola me rozaba la rodilla, no sé si involuntariamente, con los vellos de su muslo izquierdo, y ese simple contacto me provocaba grotescas erecciones (imposibles de ocultar con mi bañador) que el tipo del bigotillo no tardaba en advertir con sorna. La situación se tornaba intolerable, así que decidí abandonar el conquián para refrescarme en el estero. Cuando me levanté, comprobé la verdadera dimensión de mi borrachera: después de haber pisado mis cartas y haber volcado una botella en el fuego, que para mi fortuna estaba vacía, estuve a punto de caer encima de Amapola, quien lanzó un gritito mientras encogía brazos y piernas, y miraba a Lucio sonriendo con su boca saturada de dientes. Me alejé de ellos con la sensación de que mis piernas se habían quedado junto a la fogata. Sentía tres pares de ojos adheridos como estampas a mi espalda. El trayecto hacia el estero me pareció demasiado largo, irreconocible entre más caminaba. No me había percatado de los esponjosos biombos que ocultaban el cielo, y por eso me sorprendió esa oscuridad tan definitiva. Tropecé y caí dos veces, y en la segunda noté una mancha oscura que iba cubriendo con lentitud el dedo pequeño de 54

mi pie. El dolor me llegó en oleadas remotas, gélidas, desde el dedo hasta la rodilla y de allí de regreso al dedo. Fue un alivio sentir las aguas tibias aún de sol y la arena fresca del estero. El nivel del agua en la parte más profunda no me sobrepasaba el pecho, sin embargo preferí permanecer en una especie de cuenco que se formaba en la ribera, en el que era posible recostarse y sentir el agua hasta el cuello. Los insectos, que no recordaba haber escuchado junto a la fogata, adquirieron un papel protagónico en la aparente soledad con sus chirridos rítmicos. Alguna ave acuática gemía desde las copas de las palmeras y el mar seguía respirando sin descanso. Miré hacia la luz de la hoguera pero no pude distinguir a nadie: el cabrioleo de las llamas parecía flotar en medio de la negrura… Supongo que me estaba adormilando, porque un repentino chapaleo en las aguas me sobresaltó. Discerní con dificultad una silueta, más negra que la oscuridad misma, que se iba agrandando conforme se acercaba a mí. El olor que trajo consigo me desquició el corazón. Amapola, balbucí petrificado, aunque no podría asegurar si brotó algún sonido de mi boca o si la palabra sólo trastabilló en mi pensamiento, porque en aquel preciso instante, un rayo de luna se abrió paso por alguna grieta entre las nubes y me permitió disfrutar de todo aquello: oscura, temblorosa, brillante en sus márgenes. Y asimismo, todo emergió de la oscuridad con un nuevo rostro de azogue: el mar, el cielo, la arena, las rocas, las palmeras… Al poco adoraba, no sin sorpresa, su docilidad para el amor. No tardamos en descubrir, con jadeante regocijo, que las aguas nos permitían realizar maniobras que habrían resultado imposibles en tierra firme. Me harté de su aroma, horadé minuciosamente cada ranura con que tropezaban mis dedos, y no quedó centímetro de su cuerpo que no hubiera sido manoseado por mis labios. ¿Qué me quedaba por hacer, sino mirar el inmenso cielo bañado por aquella cortina de luz pálida, cada vez más extensa, que chorreaba de la luna? XII Un dolor repentino me obligó a abrir los ojos. En medio de una reverberación que me hizo pensar en el fuego, vislumbré pequeños seres de espalda encorvada que hacían un círculo alrededor de mí. Parecían 55

cuchichear entre sí con rumores estridentes. Uno de ellos estiró los brazos formando una T y tuve la vaga idea de que eran demasiado largos. Me tallé el sudor de los ojos. Entonces noté que el sol se derramaba por completo sobre mi rostro, impidiéndome observar con claridad. Los seres abrieron el círculo que me ceñía. Cuando uno de ellos graznó con voz metálica, se me puso la piel de gallina. Otros dos aletearon más allá, y ya no me cupo duda. Me levanté de un salto con las manos crispadas, listas por si alguno se me acercaba. Los zopilotes quedaron estupefactos, quizá más aun que yo. Se habían llevado el susto de su vida: aquel banquete había resucitado ante sus ojos y además de todo los enfrentaba. Me despertó por completo un hedor inmundo. No lejos de mí, a pocos pasos, otro grupo más numeroso de zopilotes formaba un círculo que no dejaba de crecer. Muchos aleteaban, algunos se acercaban a brinquitos, otros se disputaban jirones sanguinolentos, y algunos más lanzaban roncos graznidos. Me acerqué sintiendo que se erizaban todos los vellos de mi cuerpo. Cuando reconocí las manos y el cabello aún intactos, una arcada fulminante me tiró de rodillas. No. Esa masa repugnante no podía ser ella. Quise correr y caí de bruces. Un nuevo espasmo de náusea. Pasos tambaleantes. Pude correr al fin, con la mirada envuelta en una cortina de agua salada, de mar o de lágrimas, daba igual, pero con la obsesión de huir lo más lejos posible de aquel sitio. No miré hacia atrás ni una sola vez hasta que caí rendido. Sólo así descubrí que estaba desnudo, bañado en sudor, sollozando con las manos en la cara. ¿Qué era todo eso? ¿Qué diablos había sucedido? ¿Dónde estaban Lucio y el otro tipo? Y entonces una oleada de pánico me hirvió en un costado del vientre: ¿habían tenido algo que ver? Ese pensamiento me arrastró al recuerdo de los zopilotes y vomité una vez más. Pero, ¿qué había pasado? ¿Acaso (y la sospecha me estremeció con violencia), acaso yo había tenido algo que ver con lo ocurrido? Examiné mis manos con recelo, no sé si esperaba tropezar con alguna especie de señal. Una punzada en el muslo me regresó de golpe a la realidad. El dolor que me había despertado. Advertí una hendidura ensangrentada justo por encima de la rodilla. Malditos pajarracos. Lo mejor era lavarla en el mar para evitar complicaciones peores. El agua salada me arrancó varios gritos que no me preocupé por ocultar. Casi me desvanecí por el dolor. La llaga pareció hervir, se tornó blanquecina, impúdica. ¿Qué debía hacer? ¿Ir a buscar a Lucio? La sola idea me resultaba inquietante: ni siquiera tenía con qué 56

cubrirme el culo. Pero tampoco podía permanecer allí como un lerdo. Comencé a caminar. Resolví que era necesario encontrar el pueblo de donde habían llegado Amapola y el tipo del bigotillo. No podía estar tan lejos si ellos habían llegado sin transporte. Me detuve en seco. Pero, ¿en dónde me encontraba? Nada más había arena, montículos de rocas, una franja de selva después del yermo; y del otro lado, el azul indiferente del mar, con ese cielo límpido, aplastante, extendido hasta el infinito sobre mi cabeza. Una fatiga pastosa me anegó, como un baño de miel. Todo lo que había vivido desde mi llegada a la playa me pareció de pronto previsto, irreal, con un equívoco aire de acartonamiento: yo desnudo, huyendo como una rata medrosa por una playa repetitiva hasta donde la vista se disolvía en la bruma. Y a mis espaldas, aquello; un punto en la arena que se engrosaba continuamente con otros puntos que, cada tanto, se descolgaban de la corona negra que dibujaban en el cielo. Ignoro si el tiempo siguió su marcha. Para mí era un solo instante interminable, con sol y lumbre por todas partes, con ronquidos espumosos, con latidos en las sienes y un pedazo de cuero reseco que me asomaba entre los dientes. Caminé hacia el mar. La frescura del agua me trastornó. Comencé a beber con desesperación, sin que me importaran los bocados de arena que tragaba al mismo tiempo. Y seguí bebiendo hasta que vomité, primero con algún matiz amarillento, pero después fue sólo agua de mar, traslúcida, salada, áspera. Me alejé a gatas del alcance de las olas y al llegar a la sombra de una roca me derrumbé. ¿Qué podía hacer? Ya no tenía fuerzas para caminar hacia el estero. Ni siquiera estaba seguro de su ubicación. Y la cabaña, ¿por qué no había visto la cabaña? Todo era tan igual, como si no hubiese pasado el tiempo. Además, debido a mi desnudez, me sentía frágil, indefenso. Sin embargo, ¿cómo decirlo? (era una sensación enojosa), lo seguía percibiendo todo como a través de un sueño; o mejor dicho, de un escenario, sí, era demasiado artificial, aunque no podría decir por qué. Cavilé febrilmente: Amapola se me había entregado casi sin que yo me lo propusiera. Y Lucio y el otro tipo, nunca se habían acercado a ver qué sucedía. ¿O sí? Bebí demasiado. Mi memoria es un vidrio roto, no encuentro más que pedazos: Lucio con el otro tipo, en la oscuridad, tomados de la mano, susurran, mascullan siniestros insultos, me miran con sorna. Amapola está blanca de luna y su boca es una barca ahíta de dientes. Miles de gotas brillantes navegan 57

en la orilla de su cuerpo. Viene lenta, como las olas. Y entonces un ave gime en las alturas. Y yo me digo: un ave gime en las alturas. Pero no es un ave. Porque ellos están allí, tomados aún de la mano, desnudos, tan cercanos a mí que podría reflejarme en la saliva que se estira entre sus dientes… Algo me obligó a abrir los ojos. El baño de luz me hirió en una zona posterior de la cabeza. Poco a poco distinguí: seguía en la sombra de la roca, recostado como un embrión. El mar que no callaba nunca. Los minúsculos montículos de arena que yo traduje en dunas desérticas por el efecto de mi ojo pegado al piso. Nada había cambiado. Nada, excepto… Un punto se agitaba en la lejanía. Me incorporé en un codo. El corazón me sacudía todo el cuerpo. Pasaron muchos segundos hasta que lo reconocí. Lucio. Un miedo aterrador me hizo ponerme en pie. No podía dejar que me atrapara. Quise echar a correr y caí como un poste. Me revolví penosamente en la arena intentando levantarme. No podía más que caminar encorvado, como un anciano. ¿Hacia dónde? Miré la mancha verde extenderse al infinito, igual que la arena, igual que el mar, igual que el cielo. Unos cien metros hasta los primeros árboles. La arena era una brasa. Pero pensé que era más fácil ocultarse entre las marañas de los ficus que permanecer en la extensión reveladora de la playa. Entreví de nuevo la falsedad de todo aquello y casi me desplomé en la arena para terminar lo más pronto posible con esa estúpida broma. Pero al mismo tiempo comprendí que yo jugaba un papel muy importante en esa representación y ahora estaba dispuesto a llevarlo hasta las últimas consecuencias. Seguí. Eché la vista a la espalda y calculé: me alcanzaría en poco más de un minuto. Pasé los primeros árboles con los pies hechos una sola llaga. De inmediato me sorbió la penumbra de la selva y con ella una nube de moscos se instaló en mi cuerpo. Escuché las pisadas de Lucio, pasaba ya los primeros árboles. Tropecé con una raíz. Rodé. Escupí tierra, hojas secas. Miré y me sorprendió la obviedad: el pie lleno de sangre, mi desnudez, los moscos. Las pisadas se detuvieron junto a mí…

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Caminar

La carretera. El polvo. Mis pies. Las sombras. Caminar, seguir caminando, hasta alcanzar la orilla de la tierra. Correr ya no, faltan las fuerzas. Hay un desgaste importante desde que todo comenzó, o terminó; no importa, al final es lo mismo. Hay carencias, o no hay nada, o empieza a haberlo todo, o todo para alejarse lo más posible, lo que la fuerza humana sea capaz de resistir, mi propia fuerza, cada vez más menguada. Hace tantos días que me alejo, que ahora me parece que siempre ha sido así: un caminar perpetuo, sin pausas más que para decidir a diestra o siniestra en algún cruce de caminos, sin hacer caso a las ampollas en los pies, cuyo dolor ya es entrañable, como esas cosas o personas, por lo general abyectas, a las que uno se acostumbra por la simple e inevitable repetición de su presencia. Nacen allí, las ampollas, digo, en el lugar en donde más lastiman los zapatos, se inflan y adquieren una redondez perfecta, traslúcida, como minúsculas perlas de cristal, y pasado un rato revientan, arrojan el líquido sutilmente nauseabundo que acumulaban en su barriguita. Mas ello también acarrea una cierta utilidad: es una de las señales en las que advierto el paso del tiempo, como la ropa, otrora elegante y costosa (como me inducía a comprarla mi alma de profundos anhelos burgueses), y que ahora no es más que un montón de guiñapos que a cada paso se desmenuzan más; el día, que va tras la noche, y después ésta tras el día, y así hasta la demencia, porque puedo asegurar que las cosas se dividen en dos estados bastante concretos: claridad y oscuridad. Aunque es cierto que de allí se desprenden más ramas: las luces de los autos en medio de la negrura, los destellos, los gorjeos de las aves poco 59

antes de que el sol asome, siempre del mismo lado, detrás de mí, obligándome a observar cómo surge mi sombra con los primeros rayos: enjuta, alargada inútilmente, como las ligas cuando están a punto de romperse, decidida a anticiparse a mis propios pasos. Pero poco a poco se acorta y llega un momento, estoy seguro, en que tiene el mismo tamaño que yo, sin vanas pretensiones que no corresponderán jamás a mi mediocre realidad. ¿Y después? Nada, mi sombra permanece agazapada debajo de mí, sin asomar siquiera un borde que delate su presencia, ¡pero es un tiempo tan insignificante!, sólo lo que dura el mediodía. Por supuesto, para la tarde comienza a alargarse de nuevo, pero ya no me fastidia porque no está delante de mí, precediendo y obstruyendo mis pasos como sucede en las mañanas. A veces el camino se tuerce en curvas, y entonces mi sombra aparece a mi lado de improviso, como un viejo camarada que no veía desde hacía tiempo, y entonces alargo el brazo diestro en un saludo y veo complacido que ella hace lo mismo; o de pronto la cinta de la carretera se inclina en pendientes y ¡ay!, mi sombra pesa como si fuera de plomo, a menos que, como dije antes, sea mediodía y se esconda debajo de mí y me deje libre de lastres para emprender el ascenso. Otra cosa son los días nublados y las noches, ¡con qué desenvoltura efectúo mis movimientos!, ¡qué ligereza para seguir un camino! Y cuando llueve, ¡Dios mío, cuando llueve!, entonces puedo alzar la cara al cielo y beber el líquido celestial sin intermediarios metálicos, o grifos, o cuentas administrativas que me indiquen el valor de la porción de agua a la que tengo derecho por formar parte de la sociedad organizada. Porque se ha dicho que cada quien tiene asignada su porción de agua desde el momento en que nace, y esa misma agua es la que bebemos, la que orinamos, la que sudamos, la que nos sirve para asearnos, la que da cierta consistencia a nuestras comidas, las cuales serán más tarde nuestros excrementos; es decir, la única materia que nos conoce verdaderamente desde nuestro interior, desde las entrañas. Y es que podríamos engañar a media humanidad si tan sólo acomodáramos de forma adecuada los elementos del rostro: una sonrisa por aquí, las cejas enarcadas con falsa suavidad, un tono de voz humilde, que esconda el filo de los dientes… ¿Pero cómo podríamos engañar a nuestra propia cagada? Algo que conoce nuestras debilidades desde el momento mismo en que sus intentos por volverse sangre y tejido corporal se ven condenados al fracaso. Y quizás escuchen nuestros más vergonzosos pensamientos, 60

esos que no contamos a nadie por simple decencia y que se suelen abandonar en los archivos del subconsciente, el cual será el administrador de los sucesos absurdos que nos invadirán durante el sueño. Pienso en mi abuelo, por ejemplo, de quien escuché que había muerto por una acumulación excesiva de excrementos en sus intestinos, quince kilogramos de mierda, para ser exactos, los cuales nunca fue capaz de excretar. Ahora me doy cuenta de que en realidad fueron esos pensamientos dañinos que se acumularon en su mierda los que se encargaron de llevarlo hasta la tumba… Porque tal vez esa mierda que está dentro de cada uno de nosotros y que, de grado o por fuerza, habrá de ver la luz tarde o temprano, nos guarde cierto rencor inconfesable, morboso, lleno de reclamos quizá justos desde su punto de vista de mierda por endilgarle semejante herencia. Y ante tal perspectiva sólo me queda agradecer que carezca de voz, incluso sin pensar en los posibles timbres y decibeles que podrían ser característicos en ese hipotético sonido, casi seguramente desagradable; o bien, si es que mis cavilaciones son erróneas y resulta que sí tiene voz, agradezco que permanezca en silencio, acaso ya sin oportunidad de susurrarme sus perturbadoras quejas… Y así, sin querer, como se suele decir, he llegado al quid de mi paseo. Porque hace mucho que esta caminata dejó de ser una huida. La palabra mierda es un vínculo inesperado a lo que desencadenó ese cambio de corriente en mi existencia. Una especie de switch metafísico que se accionó en medio de la más burda cotidianidad. Porque aquel día tuve un despertar bastante anodino, tan similar a otros miles de despertares, que bien lo hubiera podido colocar en cualquier mañana de hace tres o cuatro o cinco años, etcétera; y nadie se habría percatado de nada hasta la víspera del Día del Juicio. Anodino en verdad, salvo por un pequeño detalle que se me escapó con la misma facilidad con que se escapan los sueños, debido a que poseía la misma naturaleza de éstos; es decir, en esencia era una imagen; o mejor dicho: un recuerdo; o aun con más exactitud: el recuerdo de un cuadro que había visto algunos años antes en una galería de Polanco y que, si soy fiel a la verdad, en aquel entonces me asqueó por su escalofriante mediocridad. El cuadro representaba a un hombre entrado en años que bebía agua de algo que parecía una bolsa de plástico, a través de la cual, sobresalía el detalle de un avión en el cielo que se deformaba por el agua y la bolsa. El hombre estaba en medio de un congestionamiento vial y no parecía haberse dado cuenta de nada a su alrededor (esa escena, por sí misma tan 61

absurda, fue lo primero que me chocó: ¿a quién, por lo más sagrado, se le podía ocurrir semejante cosa?); en el fondo del cuadro se alcanzaba a distinguir a un automovilista, el único que observaba la escena entre todos los automovilistas del cuadro, eso sí, con aire perturbador. El manejo de los óleos, tenues hasta la exasperación, y tan melosos como si lo hubiera pintado una quinceañera enamorada, fue lo que me incitó a averiguar el nombre del infeliz que se había atrevido a perpetrar semejante bodrio, sólo para poder odiarlo con más cabalidad. Resultó ser un tal Imre Hagy, recuerdo bien el nombre, un norteamericano de ascendencia rumana o húngara, eso sí que lo olvidé. Según la ficha, la imagen había sido concebida en Ankara más de veinte años antes, aunque no se aclaraban más detalles. Un cuadro ridículo y cursi, que no obstante olvidé a duras penas, porque bien dicen que es difícil olvidar aquello que nos repugna; pues a pesar de que los años se fueron amontonando, uno encima de otro, el cuadro me sirvió como anécdota divertida o absurda en algunas reuniones, hasta que, exprimida toda su potencial ridiculez, al fin lo dejé por la paz. Una historia vieja y sin importancia. Hasta aquel día. Porque ese fue el único detalle distinto de mis acostumbrados despertares: la visión repentina del cuadro en mi mente, o mejor dicho, de la anécdota que representaba. Pero como dije antes, la visión se disolvió con celeridad, hasta que mucho después de haber salido de casa, no sin antes mirar hacia la ventana del segundo piso (era una magnífica casita de dos plantas, producto de lo que en sociedad se denomina “éxito profesional”), en donde pude distinguir con alguna dificultad la silueta de mi mujer mientras hacía sus acostumbrados ejercicios matinales, y que, debido a la perspectiva, daba la impresión de realizar más bien alguna práctica indecente para una mujer casada; o quizá eso era justo lo que hacía y yo me iba muy dichoso, y a veces hasta silbando de puro contento con la historia de los ejercicios y del provecho que tendrían para su salud; en fin, después de alejarme de casa y de pasar incontables minutos escuchando las noticias sobre el tráfico, atrapado en el inerte periférico de las ocho de la mañana (lo cual tenía algo de martirizante), siempre tras el mismo auto, con el que no tuve más remedio que entretenerme observando a una pareja que discutía acaloradamente en un principio, con cierta indiferencia más tarde, luego cada uno ocupado en mirar hacia afuera por su respectivo lado, supongo que ya en silencio, y por último mientras el hombre escupía por la ventanilla cada tanto y la mujer 62

cabeceaba de sueño; después, digo (y trato de no llegar nunca a “eso”), de que me aburrió el espectáculo del auto de enfrente; allí tienen que estaba uno de esos vendedores que suelen aprovechar el paso de caracol de los autos para escurrirse entre ellos y vender toda clase de asquerosidades, las cuales ofrecen a unos cuantos desavisados con el nombre de “desayuno”; estaba pues, el vendedor, ofreciendo sus mercaderías con voz lastimera, cuando de pronto se hizo un silencio, por decirlo así, sobrenatural, lo que me impulsó a mirarlo y darme cuenta de que bebía agua de una bolsa de plástico, a través de la cual, se traslucía en ese instante un avión… La imagen duró apenas un segundo, tal vez menos, pero fue suficiente para sobresaltarme. Recordé de golpe que había tenido esa misma visión apenas por la mañana, recién despertado. Pero no fue todo (mi cerebro trabajaba con una rapidez poco común), entonces recordé que esa imagen la había visto años antes pintada de forma lamentable en un cuadro, del cual me había burlado hasta la saciedad, y ya no me fue posible mantenerme ecuánime. ¿Cómo era posible que la realidad entrelazara de tal manera un sinnúmero de acontecimientos, con tal de mostrarme (no podía ser más que yo el espectador) una burda imitación de algo que por sí mismo resultaba inconcebiblemente burdo, y que además yo había contemplado hacía años? ¿Qué podía significar ese minúsculo instante dentro de la inconmensurabilidad del tiempo? Presa de un pánico inexplicable, aceleré el auto sin tomar en cuenta las rigurosas reglas de la lógica y sobre todo las del tránsito, porque el auto de la pareja de marras seguía delante del mío, a menos de un metro de distancia y, en medio de mi propia sorpresa por haber chocado contra él, alcancé a ver que un par de cabezas se zarandeaban a consecuencia del golpe. De inmediato salió el hombre, más bajo de estatura de lo que había previsto, y dio un portazo que sacudió todo su auto, la mujer incluida. Pensé en gruesos cojines sobre su asiento, en los imponentes tomos de la sección amarilla apilados bajo su trasero, en la clase de gestos que hacía la mujer cuando era penetrada por semejante homúnculo… El tipo se dirigió hacia mí y comenzó a arengarme (en vano, si tomamos en cuenta que su auto tenía apenas un rasguño en la defensa) con una terrible voz de trueno, patriarcal, o al menos como me solía imaginar la voz de aquellos personajes bíblicos cuando claman a Dios en busca de explicaciones que de cualquier forma no son capaces de comprender. Pero ya para entonces no me podía 63

sorprender ninguno de los ridículos trucos con que la realidad se las quisiera ingeniar para embaucarme. Estaba enfrascado en lo que acababa de ver y que sin embargo ya había visto, si se entiende lo que quiero decir. Bajé del auto con indecible tranquilidad. Y mientras el tipo me vociferaba obscenidades con su voz bíblica, me sentí tentado de estrecharlo contra mi pecho, al que habría llegado sin ningún problema, sin encorvarse ni siquiera un centímetro, y darle unas palmaditas en la espalda como las que se dan a los niños pequeños para sacarles el aire. Empero, algo irresistible me impulsó a extraer mi cartera del bolsillo del saco, a contemplarla durante algunos segundos, a abrirla, a sacar todos los billetes que había dentro (los cuales sumaban una cantidad nada despreciable), y a dejarlos caer al piso uno detrás del otro. ¡Y con qué facilidad caían!, como si aquella no fuera la vía más congestionada de la ciudad a esas horas de la mañana, sino un tupido y silencioso bosque de fresnos, de álamos, en fin, de cualquier clase de árboles caducifolios. El tipo enmudeció en el acto. Su mirada estaba puesta en mi mano y en la extraña acción que ésta efectuaba. Cuando no hubo más billetes que sacar, arrojé la cartera, el celular, mi alianza y una esclava de oro que usaba desde que había terminado la universidad. Al ver su estupefacción, no me resistí más. Lo abracé, tal fue la ternura que me inspiró, le di las consabidas palmadas en la espalda y entonces él rompió a sollozar con ligerísimos temblores que no dudé en atribuir a una rabia contenida durante años, ya que no dejaba de voltear hacia su propio auto y mirar siniestramente a la mujer, que parecía concentrada en leer algo sobre su regazo. “Pero, ¿qué pasa, amigo?, si ambos sabíamos que la vida no es sino una constante huida de las calamidades…”, le dije con una voz que me sonó ajena, hermosa, llena de una sinceridad no carente de afecto, porque la frase, apenas expulsada de mi boca, me pareció algo dicho incontables veces en muchas partes del planeta. Para entonces, buena parte de los automovilistas que venían tras de nosotros estaban ya como energúmenos, cargando el peso de sus dos brazos en la bocina del auto; algunos, los que pasaban con indescriptible lentitud a nuestros lados, asomaban por la ventanilla no sólo sus cabezas, sino incluso sus troncos hasta la cintura, todo para blasfemar con un poco más de comodidad. “¡Malditos estorbos!”, bramaban y agitaban sus puños en una conocida seña. En ese momento decidí retirarme en dirección contraria a la de los autos. ¡Qué libertad disfruté entonces! Un gran peso se desvanecía de 64

mis hombros, un peso cuya real intensidad había ignorado quién sabe desde cuándo. De pronto el mundo me mostraba una fisonomía nueva, cristalina, como si fuera una milenaria serpiente que acabara de despojarse de una capa de piel. Quise despedirme del sujeto de la voz bíblica, pero cuando miré hacia atrás, nada más pude ver un fragmento de su pantalón y el brillo perfecto de sus zapatos negros que asomaban por la parte lateral de mi auto, justo donde había dejado caer los billetes. Pues bien, ¿qué otra cosa podía hacer sino caminar? Alejarme de ese lugar en el que una especie de ciclo se había cerrado, porque a pesar de las nuevas impresiones, no conseguía apartar de mi mente aquello que las había generado, el acto previo a la consecuencia: la imagen del cuadro, del sueño, su implacable coincidencia en esa mañana que nada tenía de particular salvo los acontecimientos mismos, de los cuales sólo yo había sido testigo. Por supuesto, después de eso no podía seguir siendo el mismo, y quizá la mejor manera de averiguar el siguiente paso en mi vida, era caminar, pues se sabe que desde siempre ha sido un remedio contra el enmarañamiento de las ideas, una forma de poner orden a tantos resbalones del espíritu. Así que caminé, siempre envuelto por las imágenes y un caudal inagotable de frases y pensamientos, cuyo principal objetivo era aclarar el suceso, pero que lo único que hacían, ¡ay, me di cuenta demasiado tarde!, era oscurecer el sentido de todo aquello. Sin percatarme, estaba en una avenida que me iba llevando poco a poco a las afueras de la ciudad, en donde suelen establecerse las industrias y los más sórdidos tabucos dedicados a su triste tarea de comerciar con la lujuria. A veces pasaban a mi lado enormes camiones que remolcaban una o dos cajas, y yo podía distinguir a los conductores detrás de sus gafas oscuras mientras tocaban enloquecidamente la bocina de su armatoste y encogían todos los dedos de su mano excepto uno, el de en medio, con el que más de una vez me dedicaron una serie de risueños saludos, con esos brazos arremangados, poderosos, por lo general bien tostados con el sol. Y a seguir buscando entre mis propios pasos el significado, trascendental, según mis intuiciones, de aquella extraña coincidencia. Lo vivido antes, era una película proyectada detrás de mí, y yo me alejaba de ella sin remedio, antes del final, como de una proyección en aquellos viejos autocinemas de hace veinte o treinta años, porque ya me era imposible intervenir en ella; estaba tan alejado de todo eso como si estuviera del otro lado del océano. Y en la primera noche de caminata, todavía entre 65

las últimas casas situadas en los márgenes de la ciudad, consideré otra posibilidad que explicaba, de una manera más satisfactoria, los extraños movimientos de mi esposa en aquel último instante en que la vi, porque acaso no eran ni ejercicios matinales ni movimientos indecentes aquello que hacía, sino una dulce despedida, efectuada con un lenguaje corporal que no pude comprender, para fatalidad de ambos, en ese instante. Así ha sido durante algunos días, no sé cuántos, hasta hace unos momentos, tampoco sé cuántos, porque lo que sí sé, es que ya no tengo mucho tiempo para encontrar la respuesta. Mis pasos son cada vez más precarios, menos extensos, y mi cuerpo, esta masa de carne y huesos de la que alguna vez me sentí tan orgulloso, está más encorvado, con una cabeza llena de palabras inútiles y explicaciones baratas que cuelga como cuelgan las frutas maduras de un árbol, apenas sostenida a la vida por un insignificante tallo que la soltará en el momento preciso para que caiga y ruede y de inmediato sea invadida por la podredumbre, para que las innumerables criaturas que surgen de sus escondrijos en la tierra la devoren junto con todo lo que encuentren en la superficie. Y sin embargo aún puedo soñar. Es decir, sueño con llegar a la orilla de la tierra, al mar, a ese océano donde me podría perder con toda calma, con todo el tiempo del mundo para descifrar este nudo que me atormenta. Encontrar un bote abandonado, eso sería lo mejor, con los remos podridos de preferencia, para que así, a la primera marejada insumisa, puedan romperse como ese hilito delgado que aún no me suelta del todo y que cada tanto me hace trastabillar; un bote, sí, para descansar en la frescura de su fondo mientras el cielo permanece inmóvil en su sitio, para escapar de todas estas palabras que se multiplican conforme mis fuerzas desfallecen. Mas para ello es preciso caminar, seguir caminando, correr ya no…

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De las cosas que se van

No siempre he vivido en un tercer piso. Durante muchos años mi hogar estuvo compuesto por una casa de dos plantas, muy alejada no sólo del habitual tráfico citadino, sino también de las rutas de las aerolíneas comerciales. Los aviones eran en ese entonces ráfagas envueltas por remotos gruñidos que apenas atraían un poco la atención de algún transeúnte que, por error o distracción, resbalara la mirada por el cielo. Todo cambió en cuanto me mudé con ella a un departamento situado en la planta baja de un edificio pequeño, el cual, para nuestra mala suerte, estaba colocado justo por debajo de las rutas de los aviones que se preparaban para aterrizar en el aeropuerto internacional de la ciudad, a menos de diez kilómetros de distancia. ¿Que cómo sé que el departamento estaba justo por debajo de dichas rutas? Muy sencillo: minutos cerca de ese instante que se suele llamar “mediodía” se podía sentir, como si fuera una manta, la fugaz sombra de los aviones que efectuaban la misma maniobra una y otra vez, sin importar su lugar de origen, ese giro necesario para encontrar de frente las pistas del aeropuerto. Sin embargo, no era eso lo que más llamaba la atención del paso de los aviones, sino el implacable rugido que arrojaban sus turbinas a varios kilómetros a la redonda. Un rugido como de animal que reclama su territorio, el cual resultaba imposible de acallar con ningún instrumento de uso doméstico: televisión, aspiradora, licuadora, ni siquiera el equipo de sonido, que varias veces temblaba con guitarrazos de los Pixies o 67

Sonic Youth; ninguno de ellos era capaz de opacar el atroz bramido de los aviones. Y durante esos pequeños lapsos de tiempo podía pasar de todo: nos perdíamos el diálogo fundamental de una película, se interrumpía una conversación que después pasaba a otro cauce, nos olvidábamos de lo que estábamos pensando y de pronto nos veíamos, yo por ejemplo, colocando la tabla para picar cebolla encima de una almohada; y varias veces ocurrió que se llevó consigo, y con la misma facilidad, momentos agradables y desagradables. Eso ha cambiado un poco en este último departamento, ubicado ahora en el tercer piso. Ya no estamos justo bajo la sombra de los aviones y el ruido no resulta tan atronador como antes. Pero de vez en cuando, aparecen algunos que braman con un vigor inesperado, y entonces hay cosas que vuelven para llevarse las mismas de antes: otra vez se interrumpen las conversaciones, se vuelve inaudible la mejor parte de una película, o uno ya no sabe qué es lo que iba a hacer o a decir, o si estaba a mitad de la risa o de las lágrimas. ¿Y qué más se estarán llevando? La verdad es que en este momento ya me es difícil recordarlo.

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Los días incendiados

Encontré a Marta cuando ya no la esperaba. Habían pasado más de cinco años desde su repentina desaparición y supongo que quienes habíamos tenido mucho que ver con ella estábamos relativamente habituados a su ausencia. O por lo menos eso creí hasta ayer, cuando a la hora de la comida, después de una mañana estresante en la oficina de la delegación, de pronto la reconocí sentada en el mismo restaurante al que suelo acudir todos los días. En cuanto me vio, se levantó de la silla y estuvo a punto de sonreír, lo cual me hizo caer en la cuenta de que me estaba esperando. Fumaba un cigarrillo largo, muy delgado, y vestía mucho mejor que cinco años antes. De hecho, percibí que había en ella una extraña elegancia, como si se hubiese criado en las cunas de un duque y no en ese escalofriante barrio en el que habíamos crecido juntas. A pesar de la enorme sorpresa que me causó verla, no dejé traslucir nada, no sé bien por qué. Actué como si su presencia allí fuera la cosa más natural del mundo después de esos cinco años en los que había estado sabrá Dios en dónde. Me miró sin disimular su decepción. No sé si había esperado que me le echara al cuello para atosigarla con preguntas atropelladas sobre qué había sido de su vida en todo ese tiempo. A manera de saludo me entregó un engargolado no muy grueso y me dijo enigmáticamente que tenía la intención de dármelo desde los primeros días en que estuvo sola. Según ella, no le había modificado nada al capturarlo en la computadora; todo estaba escrito tal como lo había experimentado en aquellos momentos. Hizo una pausa en la que de nuevo sentí que esperaba alguna respuesta mía, pero me mantuve 69

envuelta en un silencio recalcitrante. Me dijo que dejaba a mi criterio si quería darle una copia a Saúl, pues quizá también a él le interesaría saber qué había sido de su esposa después de que lo había abandonado. Advertí cierta malignidad cuando pronunció la palabra “esposa”, pero no dije nada. Acepté hacer lo que me pedía, y antes de que pudiera decirle cualquier otra cosa, me abrazó con desgana y se despidió, no sin antes asegurarme que no la vería nunca más. Y así desapareció: en un auto que valía el equivalente a tres años de trabajo con mi sueldo actual. Permanecí petrificada unos cuantos instantes. Todo había sucedido con tal rapidez que de pronto reparaba en que me había quedado con muchas preguntas atoradas en la garganta. ¿Por qué regresaste?, grité para sorpresa de varios comensales, que dejaron cucharas y tenedores suspendidos en el aire durante algunos segundos, ¿sólo para darme este texto? ¿Y por qué ya no te veré nunca más? Pinche Marta. Regresé al trabajo sintiendo un malestar indefinible, con el engargolado ceñido bajo el brazo. Durante las siguientes horas no veía el momento de salir, de llegar por fin a mi casa. Evité leer el texto en los tiempos muertos de la oficina porque quería hacerlo sin interrupciones, saborear hasta el final aquella historia que tanto me había desconcertado cuando sucedió. Y es que Marta siempre había sido una mujer, por decirlo así, resignada a la felicidad y a la fatalidad con la misma lasitud. No daba el primer paso al frente a menos de que alguien la empujara por detrás. Por lo menos eso es lo que siempre sospeché en su manera de ser, y por tanto, esperaba encontrar en su escrito una especie de explicación a ese cambio tan repentino. Cuando al fin llegué a casa, me preparé un baño de tina, descorché una botella de tinto, y por supuesto, llevé también el engargolado. Retardé lo más posible el momento previo a la lectura pues me agradaba esa especie de dulce angustia que experimentaba con sólo tenerlo en mis manos. No probé el vino sino hasta el final, cuando pasé la ultima página. Lo primero que experimenté después de la lectura fue una honda decepción. En realidad todo había sido bastante insignificante, salvo por ese par de asuntos que habían escapado por completo a su voluntad. Lo releí con más calma mientras vaciaba la botella y entonces comencé a intrigarme. ¿Por qué había contado el horrible episodio previo a su segunda partida de esa manera tan, cómo decirlo, pródiga en detalles? Releí por tercera vez el texto, con más lentitud aún. Había algo más en 70

todo eso, algo borroso que no conseguía precisar. Quizá tenía que ver con su vida actual, aunque quién sabe, habían pasado más de cinco años y sus apuntes sólo se referían a algunos meses del primero. Solté una carcajada: ¡claro que le daría una copia a Saúl! Y de inmediato me puse a imaginar sus reacciones ante esa veintena de cuartillas. Antes de acostarme, no resistí la tentación de corregir algunos errores ortográficos y gramaticales que me ponían los pelos de punta, y acaso omití un par de detalles que estaban demasiado relacionados conmigo. En realidad nada de importancia. Hoy en la oficina, a primera hora de la mañana y un tanto ojerosa por el desvelo, hablé por teléfono con Saúl. Le dije que tenía urgencia de verlo sin mencionar ningún asunto en concreto. Yo estaba al tanto de la profunda antipatía que me profesaba desde que conoció a Marta debido a la sencilla razón de que era mutua. Una de esas cosas que ocurren a primera vista, como se dice que también sucede con el amor. En fin, pensé que una oportunidad como ésta no se volvería a repetir en mucho tiempo y quería aprovecharla al máximo. Le propuse que nos encontráramos en algún café de Coyoacán, pero él insistió en que fuera a su departamento a la salida de la oficina porque, según me dijo, estaba trabajando en el guión de una obra y no disponía más que de unos cuantos minutos para atenderme. Otra vez se me hizo odiosamente larga la espera en la oficina. Las manecillas de los relojes no parecían tener ganas de avanzar. Ansiaba ver la cara que pondría ante semejante escrito. Quiero decir, el que yo corregí, porque el original se había quedado bajo llave en mi casa. La tarde ya estaba madura cuando llegué a su departamento. Saúl me ofreció una cerveza tibia y esperó con cierta crispación en el semblante para que le contara de una buena vez por qué quería verlo con tanta urgencia. Me tomé mi tiempo para darle un ambiente propicio a todo ello. Saqué el engargolado corregido y lo dejé caer en la mesita de centro. Le dije enigmáticamente (quizá con el inconsciente propósito de imitar el tono que Marta había utilizado conmigo) que ella así me lo había dado apenas ayer, sin aclararle quién, y enseguida guardé silencio. No tenía rótulos exteriores, así que tuvo que abrirlo y leer las primeras líneas para saber de qué se trataba. De inmediato me miró con desconfianza por encima de sus anteojos y me dijo que lo leería en ese mismo momento, que no me fuera, porque no tenía la intención de quedarse con él. Desapareció detrás de una puerta y yo me quedé allí, 71

sola, frente a esa mesita de centro que sostenía con cierto aire de fatiga mi vaso de cerveza y un cenicero atestado de colillas. A mi derecha había una ventana en la que ya era más noche que día. En uno de los libreros resaltaba un fólder que yacía sobre varios libros uniformados, todos pertenecientes a la misma colección. Comencé a hojear los papeles del fólder para pasar el rato. Al parecer era el borrador de algo que estaba escribiendo Saúl, porque carecía de título y estaba lleno de apretadas anotaciones en los márgenes. Esto era lo que estaba escrito más o menos en aquellos papeles: Acto Tercero. Primera escena (Un hombre y una mujer. El escenario se reduce a una ventana abierta, llena de cielo pálido y algunos edificios en la lejanía. No se ven los personajes, sólo se escuchan sus voces, junto con Red bats with teeths, de Angelo Badalamenti). MUJER –¿En qué piensas? HOMBRE –Nada en especial… O tal vez sí. Creo que te extraño… MUJER –¿Me extrañas?, pero si estoy aquí, contigo. HOMBRE –Tu cuerpo está aquí, pero tú en realidad estás en otra parte. Anoche, mientras lo hacíamos, no me besaste una sola vez. Todo fue tan mecánico que casi creí que cumplíamos con un deber marital. Muy triste. MUJER –… HOMBRE –Y apenas terminamos te volteaste enseguida, me diste la espalda. Y yo sentí que te habías ido muy lejos, sin despedirte. MUJER –¿Puedes quitar esa música, por favor? Es tan lúgubre… Muy bien, basta de sobrevolar en círculos. Hay alguien más… HOMBRE –… MUJER –… HOMBRE –Sé quién es. La única vez que hablaste de él, los ojos te brillaron de una manera particular. Te veías preciosa… MUJER –Eso no importa… escucha: todo se ha vuelto costumbre entre nosotros, incluso la manera en que recorres mi piel es siempre la misma. Una especie de “camino a casa” que ya no soporto. Necesito más emociones, como aquella vez que bajamos ese cerro corriendo, casi volando, ¿recuerdas?, tomados de la mano, con el riesgo de caernos y golpearnos hasta encontrarnos con la muerte… Me gustaría que te 72

interesaras más en lo que hago, que me preguntaras cosas con esa forma tuya que me encanta. No… no sé; ni siquiera logro definir lo que quiero… Me miras y sonríes con esa lejanía, pero no dices nada… HOMBRE –¿Qué puedo decirte, pequeña? No veo el sentido de todo eso que me has dicho, siendo que ya decidiste buscar esas emociones de las que hablas en otra compañía… MUJER –No has entendido nada. Quiero más emoción en mi vida y ahora creo tenerla por medio de esa novedad. Sin embargo, sé que las novedades son efímeras, igual que los trazos que tanto te gusta hacer en el agua. Y por otra parte, aún no he decidido nada. Pero si tú me dices algo, yo… HOMBRE –No vale la pena. Desde el principio temí este momento y ahora que por fin llega me siento más tranquilo de lo que esperaba. Me imagino que sucede igual con la muerte: se teme tanto su advenimiento mientras se está vivo, y cuando llega al fin, es casi una liberación. Pues bien, puedes hacer lo que quieras, linda. Fue bello mientras duró, así que no te consideres con ninguna especie de deuda conmigo. MUJER –Pero, ¿acaso tú ya no…? HOMBRE –Calla, linda. No es necesario remojarnos la cara con promesas que no habremos de cumplir. Me sería muy fácil colocarme en esa postura que quieres ver. Pero, ¿y luego? Tarde o temprano las máscaras se caerían y todo regresaría a este mismo sendero. Y además, supongamos que lo hago, ¿qué harías con tu nueva adquisición? MUJER –No seas idiota. Sólo me doy cuenta de que no te importa que todo este tiempo se convierta en un montón de peces muertos. HOMBRE –Basta. No te quiero culpar de nada, pero tampoco quiero que tú lo hagas conmigo. ¿Recuerdas cuando hablábamos del destino y el azar en aquel cuartucho de Barcelona? Pues este día es una de esas piezas que embonan con cualquier otra; digamos, un comodín para cualquier rompecabezas… MUJER –Me decepcionas, si por ti fuera, te quedarías todo el tiempo frente a la ventana, mirando pasar los días, igual que se ven pasar las bandadas de pájaros, agotando un cigarrillo tras otro. HOMBRE –Definitivamente todo sería más fácil sin tener que tomar decisiones. Ya sabes, dibujar en las calles letras desconocidas con nuestro andar mientras llega el momento. MUJER –Ya recordé lo que me impulsó a todo esto. Será mejor que me vaya. No creí que todo estuviera perdido. HOMBRE –Sí, es mejor, mujer; para siempre… 73

Allí terminaba la tipografía impresa, lo demás eran anotaciones con esa letra minúscula y tambaleante de Saúl. Dejé el fólder en el librero. Bebí de mi cerveza tibia y a pesar de su detestable sabor, sonreí al pensar en la incurable cursilería del exmarido de mi amiga. Con razón era el “dramaturgo” que era, destinado a revolcarse para siempre en la mediocridad. Me alegré de lo que estaría leyendo en ese momento, de sus probables gestos, de sus noches sollozantes de hace cinco años (no podía imaginarlo de otra manera: Marta me habló muchas veces acerca de su gran sensibilidad, unas veces conmovida, otras tantas fastidiada), llenas de gemidos lastimeros y de un continuo fluir de licores baratos. En ese momento escuché un ruido tras la puerta y de inmediato adopté una expresión pétrea, de funcionario público. Salió con aspecto lúgubre. Me miró y enseguida miró con intensidad el fólder que yo acababa de leer. Por la cara que puso, supe que se había dado cuenta de que lo había movido de su sitio. Me alargó el engargolado sin emitir una sola palabra. Me hice la desentendida y me puse a mirar por la ventana. En el reflejo del vidrio noté que comenzaba a temblarle la mano. Tal vez esperaba que dijera algo, pero yo guardaba silencio, sin tomar el engargolado de su mano cada vez más temblorosa. Apenas podía retener una risa que me cosquilleaba en la boca, sin embargo seguía con el semblante adusto que desde hacía años usaba a diario en la oficina. Le pregunté con el tono más neutro que pude: “¿No te lo quieres quedar?” Me escrutó el rostro como si no me reconociera, o más aún: como si en esos momentos fuera llegando de un viaje largo y exasperante; dejó el engargolado en la mesita y se dirigió hacia la ventana con un ademán un poco teatral, si se me permite la expresión. En un relámpago recordé su texto y faltó poco para que la risa me dominara: emití un sonido ronco que continué de inmediato muy bien disfrazado de un súbito acceso de tos. Sin voltear, me dijo en voz muy baja, con una serenidad que me estremeció: “Vete, por favor. Ella no pudo haber escrito semejante basura, así que no sé qué es lo que tratas de conseguir. Vete, llévate tu porquería y no vuelvas más por aquí”. “Oye, no sé qué es lo que te estás imaginando, pero yo…”, traté de decir. “¡Vete!”, gritó. Salí de su departamento casi corriendo. Una risa que rozaba con la histeria me sacudió todo el cuerpo cuando me encontré dentro del auto. Estaba tan alterada, que durante el camino a casa me pasé un semáforo, estuve a punto de chocar un par veces y arrollé algo que espero haya 74

sido un perro. Pero llegué, a salvo a pesar de todo, con el engargolado en las manos. Ahora mismo me acabo de preparar un café que me bebo en seguida, casi de un solo trago. Me quemo la lengua, la garganta; abro el engargolado, comienzo a leer una vez más: 8 de junio Supongo que ya lo sabes, amiga: abandoné a Saúl hace dos semanas. A estas horas ya habrás notado que no le avisé a nadie, ni siquiera a ti, por aquello de que no te dejen en paz con lo de mi paradero. De hecho, para no comprometerte con eso, lo único que sabrás de mi ubicación es que estoy cerca del mar, en un pueblo pequeño y tosco que escogí especialmente por ser uno de esos lugares insignificantes que están destinados a ser siempre de paso. Lo que sí te puedo decir es que está cerca de un puerto de mediana importancia. Así que te ruego que no te molestes en querer descubrirlo o investigarlo (aun cuando estoy consciente de que el sello postal te dará información extra): a su debido tiempo te iré dando más detalles. Ya sabes, hay que esperar a que se tranquilicen un poco las aguas. En estos pocos días que he estado lejos de aquella horrible cotidianidad, he imaginado cientos de veces todas las posibles reacciones de Saúl. Desde la simple ira, con los típicos golpes y vidrios rotos (los hombres no saben sino romper vidrios), hasta llegar a los lloriqueos (al final todos los hombres lloran), y no deja de sorprenderme la apatía que me invade. Pero cuando imagino la reacción de su madre, entonces sí, me empieza a sacudir una risa abierta, como de piano, que deberías ver. ¿Sabes, amiga?, nunca creí que fuera a hacer lo que hice. Me costó muchas tardes de andar piensa que piensa, regresando a ello una y otra vez, igual que las moscas en las ventanas. Pero lo hice. Lo dejé por fin, para siempre. Supongo que estarás alegre, todo el tiempo me aconsejabas que lo hiciera. Así que ya está consumado y te lo declaro sin el menor remordimiento, incluso con aleteos en el ombligo: estoy feliz, dispuesta a empezar de nuevo con mi vida, no importa que sea sin pareja. Pero ya basta. No te quiero abrumar en esta primera carta con todo lo que me viene a la cabeza. Aún están muy frescos los sucesos. Mejor te dejo por el momento, además necesito hacer unas compras urgentes para la casita que empecé a rentar. La dueña, que por cierto se llama Eulalia (vaya nombre, ¿no?), es un poco extraña y al parecer la tuvo abandonada durante varios años, así que hay que ventilarla de la humedad acumulada y hacerle algunas reparaciones menores. Su casa y la mía están en el mismo terreno, separadas por un patio cuadrado no muy grande, en cuyo centro hay un álamo gigantesco. Supongo que eso servirá para no estar tan sola. 75

En el techo de mi cuarto hay una mancha de humedad que, según yo, tiene la forma de un pez con las aletas extendidas. Así que por las mañanas es lo primero que veo y también lo último antes de dormir… Seguro te parecerá una tontería, pero a mí se me hace una excelente señal. ¡Y vaya si la necesito! En fin, te prometo que te escribiré pronto. ¡Ah, y por favor, quema las cartas después de que las leas! No es que no confíe en ti, pero te conozco y sé que serías capaz de traerlas como separador en alguno de esos libros que acostumbras cargar en tu bolso. Besos, amiga. Te quiero. 19 de junio ¡Ay, amiga! Me está costando trabajo adaptarme al clima de este lugar. El aliento de la selva y del mar, combinados con el sol, hacen que una no deje de sudar ni siquiera en la sombra. Eso sin contar los moscos, que son un infierno en todas partes. Son chiquitos, como esos puntos de polvo que sólo se ven cuando le entra un rayo de luz a un cuarto oscuro; pero los condenados pican que da miedo: dejan unas ronchas del tamaño de una moneda de diez y la comezón es inaguantable. Y como detesto el olor de los repelentes… ya te imaginarás cómo estoy de la piel: soy todo un garapiñado. Otra cosa que también me está costando trabajo es la vida cotidiana. Casi todas las mujeres (inclusive muchas que debido a su edad ya tendrían que inspirar respeto), andan todo el tiempo de minifalda, y se percibe un ambiente de, pues… ya sabes, lujuria a flor de piel. Yo todavía no me atrevo a usarlas. Imagínate, si así, cuando voy por la calle los hombres se la pasan eyaculándome palabras asquerosas en el oído. Casi me atrevo a pensar que las deslucidas impertinencias de Saúl eran boberías de un niño de pecho… No quiero extrañar mi vida anterior sólo porque la actual no sea como la esperaba, pero a veces pienso que quizá habría sido mejor vivir en una ciudad menos calurosa. En fin, quizá estoy un poco tensa. Besos. 3 de julio ¡Estoy muy emocionada! Encontré trabajo de secretaria en una oficina del puerto. El lugar no es muy bonito; de hecho es francamente feo: tiene el equívoco aspecto de una carnicería recién habilitada para edificio gubernamental, pero por lo menos no estaré en casa todo el tiempo nada más espantándome los moscos con un trapo. El sueldo no es nada espectacular, apenas lo suficiente para irla pasando con alguno que otro caprichito. Nada que ver con lo que se puede ganar en el D. F. 76

Si te soy sincera, comenzaba a fastidiarme de no tener nada que hacer. No me gusta confesarlo, pero en algunos momentos en que estaba mortalmente aburrida, me dio por comenzar a dudar de mi decisión sobre Saúl. ¡Dios mío, hasta llegué a considerar el regreso! Por fortuna creo que ya me encuentro más tranquila, estaré muy ocupada como para andar pensando en disparates. En cuanto cobre mi primer sueldo me compro un ventilador y una televisión, al fin que la renta que pago por toda esta casita es poco más que simbólica. Además, ya me harté de mirar hacia afuera con la puerta abierta. No sé por qué les gusta tanto hacerlo en este pueblucho. En cuanto a los hombres, creo que ya me estoy acostumbrando a sus insolencias. Total, haga lo que haga, les diga lo que les diga, no dejan de hacerlo. doña Lala (ella misma me aclaró que no le gustaba eso de Eulalia), me dijo que así eran siempre, pero que no me preocupara, que nomás ladran y no muerden. Yo no sé, parecen demasiado agresivos, demasiado seguros de sí mismos. Claro, casi todos andan en grupo, sería cosa de ver cómo se comportan a solas. De cualquier modo, si creen que voy a caer tendrán que esperar sentados. En este momento no quiero saber nada de los hombres. 25 de julio Es increíble cómo se ha instalado poco a poco mi nueva rutina: de lunes a sábado me levanto a las siete de la mañana, me doy una ducha para liberarme del calor pegajoso de la cama, me bebo un café con pan dulce y salgo rumbo al trabajo. Como desde temprano comienza el bochorno, ni siquiera se me antoja maquillarme. Los camiones salen cada media hora y por eso resulta inevitable encontrarse siempre a la misma gente. Ya saludo a unos cuantos, sobre todo a las mujeres, pero como lo supuse, los hombres me esquivan cuando están solos. No sé por qué, pero eso a veces me parece divertido. En la oficina paso las siguientes ocho horas mecanografiando datos sobre las mercancías más insólitas que te puedas imaginar, elaborando facturas con cantidades inconcebibles, atendiendo en todo momento los enérgicos chirridos de los teléfonos. En la tarde, poco después de las cuatro, me voy a una fonda cerca del puerto para comer. Me entretengo en mirar los barcos de todos tamaños que no dejan de agitarse un solo momento; también a los extranjeros que van y vienen por las calles que desembocan en el muelle, casi siempre jóvenes con una enorme mochila en las espaldas. Termino y voy de regreso al paradero de autobuses, a casa. A veces encuentro a doña Lala mientras barre el patio y platicamos de cualquier 77

cosa durante un rato, pero me aburro muy fácil de sus chismes sobre gente que no conozco y le invento algún pretexto para escabullirme. Al llegar, lo primero que hago es encender el televisor, no tanto para verlo, sino para no sentirme tan sola: los días sin nubes hacen que por la noche no pare de crujir la casa, lo cual me pone de nervios. El calor me obliga a reducir mi vestimenta hasta quedar en bragas y una blusita ligera. Y así permanezco, aplastada en el sillón hasta que me da sueño. Por supuesto que los domingos estoy tan molida, que prefiero permanecer en casa todo el día, viendo idioteces en la televisión, lavando mi ropa sucia, limpiando un poco… Aún no conozco las playas cercanas. Aburrido, ¿verdad? 12 de agosto Hoy me encuentro con un humor demasiado gris, un fastidio denso como puré. No dejo de preguntarme si algún día me atreveré a enviarte estas cartas o si todo esto no es más que un pretexto para registrar un diario con mis vivencias. Y si es así, ¿para qué las escribo? ¿Es una manera de dotar de sentido a mi diminuta existencia? No sé, creo que sólo estoy escribiendo porque no tengo nada más que hacer. ¿Pero qué otra cosa podría hacer mientras afuera se desploma este señor aguacero que parece no tener ganas de terminar nunca? 28 de agosto He comenzado con los pasatiempos. Desde el principio noté que en la oficina todos los hombres me miraban embobados. Es cierto, no cuento con la ostentación corporal de las mujeres de aquí, pero mi piel es más pálida y mis formas más finas, algo sin duda exótico en estos lugares. ¿Crees que soy presumida? Tal vez, pero tú llegaste a ser testigo (¿o se dice testiga?) de las situaciones que provocaba. Pues bien, no sé si es por aburrimiento, pero he comenzado a jugar con algunos compañeros. Tú sabes, coqueteos sutiles, nada parecido a las groseras obviedades que se suelen practicar por acá. Les proporciono contactos con alguna parte de mi cuerpo hechos de pasadita, como sin querer, solamente para ver su reacción. Sé que es un juego peligroso y estúpido, pero créeme, amiga, no hay muchas cosas para entretenerse por acá. Y conoces a los hombres, son tan predecibles…

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6 de septiembre Hoy noté un pequeño detalle que no deja de darme vueltas en la cabeza. Yo suelo cortar los cuadros de papel higiénico justo en donde están las marcas destinadas a ello, tú lo sabes. Quizá es una manía, pero no me gusta que queden jirones de los cuadros anteriores, es algo que sencillamente detesto. Sin embargo, hoy cuando llegué del trabajo y fui al baño, todo estaba tal cual lo había dejado; es decir, todo excepto eso. Cuando me senté en el retrete me saltó enseguida algo en el rollo de papel: un diminuto pedazo perteneciente al cuadro anterior. Quizá suene absurdo, pero no dejo de pensar, con bastante miedo a veces, que se han metido a mi casa. Pero, ¿quién?, ¿doña Lala? Ella es la única que podría tener otro juego de las llaves de aquí, aunque nunca mencionó nada al respecto. No obstante, tampoco puedo asegurar por completo que se haya metido, porque ninguna otra cosa estaba fuera de su lugar. No sé qué hacer. Si se metió ella como sospecho, ¿por qué lo hizo? ¿Qué podría buscar entre mis cosas? Espero que todo tenga alguna explicación lógica. O mejor aún: ojalá que no sea más que una broma de mi mente. De todas maneras voy a estar atenta. Y por si las dudas, será mejor que cambie la combinación de la cerradura. 18 de septiembre No me gusta admitirlo, pero sí hay algo que extraño de Saúl. Es decir, sólo una parte de su cuerpo: ésa, precisamente. Entiéndeme, amiga, después de más de tres meses sin nada de nada me siento cada vez peor. Ayer, por ejemplo, estaba junto al garrafón de la oficina sirviéndome un poco de agua, cuando una fuerza intolerable me obligó a voltear justo detrás de mí. No me sorprendió haber descubierto un par de ojos hambrientos concentrados en mi trasero, lo que me asombró fue que esa mirada tuvo en mí un efecto imprevisto: me llené de esa impaciencia que tú conoces y estuve pensando todo el tiempo en llegar a casa para… tranquilizarme. El tipo, por lo demás, no tiene la menor importancia: es un mulato feo, huesudo, calvo, con unos ojos amarillos, turbios, los cuales no deja de guiñar. Creo que está en el área de limpieza o algo así. No sé si me explico: no fue el hombre sino la forma en que me miró, saberme tan deseada. ¡Dios mío, era un deseo animal! 22 de septiembre Hoy volví a verlo. Algo (te juro que no sé lo que fue) me indujo a saludarlo. Me di cuenta enseguida de que chapurrea el español con una voz aguardentosa, oscura. 79

Habla, según creo, en una jerga que se parece al francés, aunque no podría asegurarlo. Para mi propia sorpresa lo saludé; el tipo se desconcertó y la mirada se le cayó al piso, como si fuera una olla con agua hirviendo. Y allí la mantuvo con terquedad hasta que le perdí el interés. Me di cuenta de que era más viejo de lo que había pensado, o a lo mejor fue la impresión terrosa que producía su overol y el aliento alcohólico que manaba sin parar de su boca, mezclado con algo que me recordó al moho. En fin, una porquería. Creo que debo tranquilizar mi imaginación. 27 de septiembre Hoy me desperté muy tarde, y en cuanto vi el pez en el techo, me percaté de algo muy extraño: desde el día en que abandoné a Saúl no he vuelto a soñar. Alguna vez alguien me dijo que eso era mentira, que todos soñamos aunque no siempre lo recordemos. Pues bien, si no he soñado nada o no recuerdo lo que sueño da lo mismo, el caso es que ese hecho me dejó con una sensación desagradable. Como cuando las espinacas no están bien lavadas y se siente arena entre los dientes. 20 de octubre Amiga mía, he descuidado algo de tiempo los registros de este diario o de estas cartas que te enviaré algún día, pero aquí me pongo al corriente (por lo menos de lo más interesante) de lo que me ha pasado: tiene un par de semanas que comencé a salir con un compañero de la oficina. El licenciado Arturo Lagos. Estoy encantada con su estupidez: no hace más que hablar de sí mismo con una vanidad tan ingenua que me resulta casi tierna. Según me dice, pasa dos horas diarias en un gimnasio y he podido comprobar que no miente: fuimos a nadar a una playa cercana al puerto (por fin conocí una) y me mostró con orgullo la amplitud de sus hombros y la redondez perfecta de sus nalgas. Es un lindo muñeco con nada más que ráfagas de viento en la cabeza. Y lo curioso es que me contagia: después de alguna charla insípida con él, mi cabeza queda milagrosamente hueca, ligera, lista para el descanso. Y además, tiene dinero. Justo lo que necesito para combatir el aburrimiento. Lo malo es que cuenta con unas manos demasiado inquietas. ¿Tú qué crees, amiga? ¿Será un error que me involucre con él? Lo que me hace dudar es que tiene un buen puesto en la oficina… pero no pienses mal: no es mi jefe directo. Sin embargo, la sola idea de que mi vida se convierta en tema de conversación me resulta chocante, así que en la medida de lo posible trataré de evitar situaciones desagradables. Si al menos las noches no fueran tan bochornosas… 80

5 de noviembre Anoche otra cosa rara: estaba viendo un noticiario en la televisión cuando distinguí que alguien se asomaba por la ventana que da al patio. Me llevé un susto de muerte, pero al acercarme, noté con alivio que era doña Lala, que se entretenía en barrer las hojas secas del álamo que está en medio del jardín. No obstante me dejó un tanto inquieta su actitud: demasiado concentrada en su labor, sin hacerme el menor caso cuando salí para ver quién estaba por allí, como si con ese abierto desinterés se empeñara en demostrar que nada había ocurrido. Me costó trabajo conciliar el sueño. Estoy segura de que me estaba espiando. 11 de noviembre Arturo Lagos me llevó a la capital del estado en su coche deportivo. Fue una hora de trayecto en una carretera bordeada de selva, con música tropical, charlas a gritos y una sensación de extraña libertad. Hacía mucho que no me sentía así. En algún momento la carretera se estiraba paralelamente al mar y la visión de ese paisaje me hizo soltar un grito de placer. ¡Qué lejos estaba toda mi vida anterior! Era como si de pronto se hubiera convertido en una de esas películas que viste hace mucho tiempo en el cine y que a veces encuentras por casualidad en la tele. Arturo estuvo muy atento conmigo casi todo el día, sin embargo, ya por la tarde sus intenciones no podían ser más evidentes. Cada minuto que pasaba después de la comida se ponía más… estridente, si entiendes lo que quiero decir: chasqueaba la lengua, dilataba las narices para olisquearme el cuello, me soltaba frases en doble sentido… Yo me encargué de hacerme la tonta por un buen rato. Al principio era muy divertido ver cómo le temblaba la sonrisa cada que me sugería (la mano apoyada apenas un centímetro debajo de mi cintura) platicar en un lugar “más cómodo”, mientras yo hacía algún gesto distraído y lo jalaba de la mano hacia las vitrinas de algún almacén de ropa o de joyas. Podía ver con claridad cómo perdía los estribos. Después de cenar (con varias copas de vino incluidas) en un restaurante céntrico, consiguió acorralarme bajo los pórticos de la plaza de armas y me besó con avidez. Tenía un sabor de aserrín mojado. Ni modo, había llegado el momento crucial y me dejé llevar con mansedumbre. Todo resultó bastante mediocre. El licenciado Lagos no despegaba los ojos de su propio cuerpo, es decir, del gran espejo que estaba frente a la cama. Yo era, más que una mujer con la que hacía el amor, un objeto que legitimaba sus movimientos, su desnudez, su perfección. Eso lo volvió ante mis ojos insoportablemente corpóreo, 81

demasiado real. No sé si me explico: de pronto me creí capaz de contar cada uno de los poros de su nariz, los vellos de su cuerpo… Me desuní enseguida y corrí al baño. No he conseguido que se me vaya la náusea. 13 de noviembre Lo que me temía: Lagos ha empezado también con las impertinencias. Supongo que cree que lo que ya consiguió una vez, lo puede tener cada vez que lo desee. Idiota. En la oficina se la pasa manoseándome cuando nadie nos mira, o haciéndome señas libertinas a espaldas de quien esté presente, sin importar incluso que sea mi jefe. Lo peor de todo es que yo sabía que todo eso podría pasar y aun así seguí con el juego. Tendré que hablar con él lo antes posible. 14 de noviembre Arturo reaccionó mejor de lo que había esperado: me concedió razón en todo lo que dije y me prometió no hacer tan evidente lo nuestro. Se comportó lindo: me llevó a cenar a la capital y terminamos la noche en el jacuzzi de un motel. Por fortuna no había espejos cercanos. 25 de noviembre (por la madrugada) Sé que las comparaciones suelen ser odiosas, pero también son inevitables. No puedo dormir, y en mi mente se barajan las imágenes de Saúl y de Arturo. Por un lado, Saúl era un hombre dedicado sobre todo a dos cosas: sus guiones de teatro y hacer eco de las opiniones de su madre, por absurdas que fueran. Su aspecto, aunque bastante ordinario, tenía un cierto encanto desvalido: me despertaba una especie de sensación de maternidad que a veces me chocaba. En cuanto al sexo, su cerebro estaba devorado por un par de fetiches que en un principio toleré algo divertida, pero que con el paso del tiempo me fueron resultando cada vez más antipáticos. Le faltaba imaginación y delicadeza, aunque debo reconocer que raras veces me dejó insatisfecha… Por otro lado, está Arturo: un hombre de cuyo aspecto físico no me puedo quejar; de hecho se acerca tanto a mis sueños de adolescencia que casi me asusta. Sin embargo, el problema con Arturo es la rusticidad de su cerebro. Es como un niñote que necesita alardear todo el tiempo sobre la importancia de sus logros, que en realidad se reducen al número de mujeres con las que se ha acostado y a la facilidad que tiene 82

para generar dinero. Su palabra favorita es “yo”, así que con eso creo que te darás una idea de lo que quiero decir. En suma, ambos a su manera son los perfectos representantes de la esencia masculina: Saúl, cuando tenía tiempo, sólo pensaba en satisfacer su deseo de una vagina; Lagos, en satisfacer el deseo de sí mismo. Y yo, la más patética de los tres: escapé de uno para ir a caer con el otro… Sin embargo, también es cierto que a Lagos le establecí desde el principio el rol de satisfactor puramente corporal, aunque para mi mala suerte, no siempre cumple con esa tarea. Por supuesto que no estoy interesada en formar una familia con un tipo tan egocéntrico. ¡Dios me libre de algo semejante! 2 de diciembre De nuevo la sensación de ser observada. Estoy segura de que era la vieja Lala. Otra vez barría cerca de mi ventana, a un costado del álamo. Pero esta vez sí noté un poco de sorpresa en su cara cuando salí. De inmediato la ocultó en un par de preguntas convencionales: ¿qué me parecía el pueblo?, ¿ya me estaba acostumbrando al modo de vida de la costa? Confieso que no esperaba eso y le respondí enmarañada en una serie de tartamudeos. Hablé de la vegetación tan ostentosa, del despertar con la interminable alharaca de tantos pájaros, de la respiración constante del mar… pero entonces ella aludió a no sé qué cosa de sus frijoles y desapareció en seguida, dejando la escoba recargada en el tronco del álamo. Creí que regresaría y la esperé durante su buen cuarto de hora. Ahora sí pensaba preguntarle por qué me espiaba. Pero no regresó y tampoco me atreví a buscarla, no sabría explicar por qué. Sólo era cuestión de cruzar el patio, doblar la esquina y tocar a su puerta. En fin, seguro que mañana me la voy a encontrar. De todas maneras, ya no debo ser tan desidiosa: es urgente que cambie la combinación de la cerradura. 6 de diciembre No sé si es mi imaginación, pero desde hace unos días he notado un cambio extraño en la oficina, como si algo fundamental se hubiera roto. En todos los rostros encuentro unos ojos irónicos, desagradables. No sé si es eso, pero tengo la sospecha de que a Lagos se le ha ido la lengua. Las mujeres, por ejemplo, que en un principio eran afables y se desvivían por agradarme (quizá porque vengo de “la gran ciudad”), ahora, no es que me hagan groserías, pero su actitud es distinta: sonríen mucho cuando me miran y callan apenas estoy cerca, lo que me confirma que hablan de mí cuando no estoy presente. Los hombres me examinan con una cierta insolencia, como 83

si estuvieran comprobando algo. Es muy incómodo. No me puedo concentrar. Ayer cometí algunos errores en una factura que, quizá por ser los primeros, no me costaron el puesto, aunque tuve que soportar una regañiza humillante. No sé que hacer. Si a Lagos se le desató la lengua ¿tendrá caso hablar con él? ¿O mejor lo ignoro y que sepa de lo que se pierde por andar de bocón? Pero, ¿y los demás? No me gusta ese cambio en sus miradas, y como no me dicen nada, tampoco puedo defenderme. Carajo. 7 de diciembre Lagos me saludó como si nada pasara, lo cual me sacó de quicio. Respiré hondo. Le pregunté si había hablado de nosotros, y su respuesta, un “cómo crees” sarcástico, estuvo acompañada de un apretón en mi nalga. No sé, imagino que fue eso, o tal vez su cara demasiado cercana (otra vez todo tan aterradoramente corpóreo), o quizá el solitario pelo negro que asomaba de una de sus fosas nasales, semejante a una pata de insecto; el caso es que de pronto vi, con algo de asombro, que mi puño se estrellaba justo en su nariz, al mismo tiempo que mi rodilla le rompía los testículos. Algo le grité, no estoy segura, supongo que lo clásico en esos casos. Y antes de salir, maldiciendo como nunca lo había hecho, alcancé a ver su encorvado reflejo en el vidrio de la puerta. Y después: las cejas enarcadas y las bocas llenas de oscuridad en el rostro de toda la gente de la oficina… 7 de diciembre (por la noche) Durante toda la tarde he repasado lo que sucedió (el dolor en mis nudillos no me ha dejado olvidarlo) y llego a la conclusión de que estoy vacía. Sé que me van a despedir y no estoy segura de que me importe. No, mejor no les doy ese gusto: ya no voy a ir. Desde este momento se van todos a la chingada. Tengo dinero ahorrado. Me iré al norte, a Monterrey o a Saltillo, ya veré, pero será un lugar en el que mi sombra pase desapercibida. Sólo necesito unos días para deshacerme de las pocas pertenencias que tengo aquí. Espero que durante ese tiempo no se aparezca ese pendejo de Lagos. 15 de enero Me ha sucedido algo atroz… Algunos días después del incidente con Lagos, ya había rematado mis muebles y la televisión. Solamente me quedé con el colchón de la cama porque tendría que seguir durmiendo allí un poco más de tiempo. Hice las cuentas del dinero ahorrado y calculé: 84

podría pasar por lo menos unos tres meses sin problemas en alguna ciudad del norte. Conseguiría empleo en ese lapso y trataría de olvidar todo este asunto. Por la tarde tomé un baño tibio y decidí que al día siguiente compraría mi boleto de autobús. Seguramente tendría que salir por la noche, así que me esperaban horas aburridas para arreglar las maletas. Extrañé la televisión: afuera había una confusión de chillidos de mujeres hoscas y niños apaleados, sarnosos ladridos, camionetas temblequeando con el sonido de las cumbias… Escuché unos golpes en la puerta. Maldije. No tenía ganas de ver a nadie. Pregunté quién era. Escuché una vocecilla aguda y de inmediato recordé que, en medio de mi apresuramiento por largarme, había prometido regalar mis trastes a Lala. Me irritó su impaciencia, pero fui a abrir. Mi mano estaba aún en la cerradura, cuando de pronto, la puerta se me vino a la cara con una fuerza terrible. Caí de espaldas algo desorientada, pero alcancé a escuchar el estruendo que produjo al cerrarse de golpe. Me sentí alzada en vilo con violencia; traté de distinguir: unas manos enormes, oscuras, que sujetaban las solapas de mi bata; sin embargo, con la nariz lo comprendí todo: emanaciones de alcohol pútrido, mugre acumulada durante meses. Supongo que intenté gritar, porque una de esas manos me volteó la cara de un bofetón. Me tomó de los cabellos con fuerza y con su boca pegada al oído me dijo palabras desconocidas, de tono tan inquietante sin embargo, que vislumbré lo que me esperaba. Algo que recuerdo muy bien es que todo a mi alrededor estaba de lo más tranquilo, aunque al mismo tiempo había un no sé qué de inexplicable, como en las pesadillas: la desnudez del apartamento sumido en las penumbras de la noche, el rectángulo de luz que salía de mi habitación, el colchón extendido en el suelo con las sábanas lisas, las maletas mostrando sus entrañas vacías, los ruidos del barrio que seguían con espantosa normalidad… Valoré mi situación en un instante: si quería tener posibilidades de salir con vida de aquello, debía colaborar en todo lo que el mulato quisiera hacer, porque estaba segura de que no dudaría en estrangularme a la menor sublevación. Me llevó a la luz del cuarto y me lanzó al colchón como si fuera un fardo de ropa. Se deshizo de su asquerosa camisa de un par de manotazos y con una sonrisa turbia que le colgaba bajo la nariz, me sujetó de las piernas y me las abrió hasta hacerme daño. Acercó su horrible cara y me olfateó con intensidad; comenzó a lamer. Hasta entonces me percaté de que estaba llorando, porque no conseguía distinguir con claridad el pez en el techo. Los mocos se me atoraban en la garganta y tenía que pasarlos ruidosamente para poder respirar. El mulato se levantó, se relamió con impudicia y dijo algo con su voz estentórea. Yo sólo lloraba, así que se enfureció y me apretó un pezón con tal violencia que por poco me desmayo del dolor. Repitió lo que había dicho ahuecando aún más la voz. Comprendí que quería mi silencio. 85

Debía cooperar si quería vivir, amiga, ¿entiendes eso? ¡Yo quería vivir! Me tomó de las caderas y me volteó con facilidad, ya sin resistencia de mi parte. Escuché el ligero gemido de la hebilla cuando se desabrochaba y poco después un intenso efluvio de sudor y sexo inundaba la habitación. No tardó en abrirme las nalgas y en colocar allí, en todo lo largo, un pene que sentí enorme, pegajoso, oscuro. El peligro inminente, el saberme tan vulnerable, mi total incapacidad para defenderme de aquello, o yo no sé qué, pero muy adentro de mí se abría paso una excitación indescriptible… Él se dio cuenta y de inmediato lo aprovechó. Dispuso su miembro en la entrada de mi vagina con ligeros movimientos de arriba hacia abajo y… empujó. Al poco rato estaba tan ahíta de carne que ni siquiera me daba cuenta de que tenía la boca abierta y los ojos cerrados, apretados como mis puños. No sé por qué, pero estaba concentrada en el calor que sentía: imaginaba mi interior repleto hasta la saciedad por un pedazo de acero al rojo vivo. El mulato jadeaba con una respiración rasguñada de silbidos y me embestía con fuerza, haciendo vibrar mis nalgas. Una extraña debilidad me fue invadiendo y apenas me podía sostener, cuando de pronto, varias series de espasmos, nacidos en algún lugar de mis entrañas, recorrieron todo mi cuerpo, igual que las ondas de una pedrada recorren el agua. El mulato comprendió que estaba teniendo un orgasmo, porque rió y me palmeó una nalga, después arremetió con fuerza redoblada hasta que provocó mis gritos. Se detuvo de golpe, sacó lentamente su miembro, me tomó de los cabellos y me obligó a chupárselo. En un momento quiso metérmelo tanto en la boca que me provocó varias arcadas. En medio de toda esa eternidad, hubo un instante en que pensé en arrancárselo de un mordisco, pero sin duda eso hubiera significado mi muerte inmediata. Me volteó una vez más, me oprimió la espalda con su mano gigantesca hasta que toqué el colchón con la cara y sentí cómo colocaba su miembro en el umbral de mi culo. Exhausta, casi inconsciente, temblé sin embargo. En un relámpago recordé las veces que Saúl y los hombres antes que él, me habían pedido tener relaciones de ese tipo, su torpe alegría cuando, después de mil ruegos, me convencía de colocarme en aquellas posiciones de sumisión, mis negativas categóricas en ciertos días, etcétera; por lo menos a Lagos no le había dado tiempo de… No pude pensar más. Tan inconcebible fue el dolor que sentí, que mi cuerpo expulsó un eructo horrible, ronco, de esos que presagian el vómito. El mulato soltó una carcajada y volvió a sacar su miembro, produciendo un sonido que me recordó el descorche de una botella de vino. Sentí que me restregaba algo con los dedos, saliva quizás, y poco después volvió a ponerlo en posición; escuché un chasquido chicloso detrás de mí, mordí la almohada con todas mis fuerzas… Horas después de que se había marchado yo seguía en la misma posición: boca abajo, la cara hundida en la almohada (aún húmeda por una mezcla de 86

lágrimas, mocos y saliva), una pierna doblada, la otra estirada; el culo hecho un ascua, una llaga; la vagina horriblemente adolorida… No supe a qué hora me zambullí en un sueño sin fisuras y no desperté sino hasta muy avanzada la mañana. El bullicio cotidiano de niños y pájaros me pareció intolerable. La música tropical a todo volumen, a cualquier hora del día, todos los días. Con lentitud, sintiendo tirones de dolor en cada movimiento, conseguí recostarme de espaldas. En el techo estaba el pez con las aletas extendidas. Me eché a llorar. Pensé en la muerte. Un frasco completo de pastillas para dormir. Nada sangriento o de mal gusto… pero no, enseguida me acobardé, me horrorizó el solo hecho de pensar en ello. Me duché con mil trabajos. Y conforme pasaba el tiempo comencé a pensar con más tranquilidad, o al menos eso creí. ¿Qué podía hacer? ¿Denunciar al mulato? Eso no borraría lo que me había hecho y de seguro me atraería más molestias que gratificaciones. Ya sabemos que en este país la justicia se pinta sola para esas cosas. Además, si estaba por largarme… El mulato, por otra parte, no sería tan imbécil de permanecer como si nada pasara, a esas horas ya se habría largado del pueblo. ¿O acaso sería capaz de regresar? En cuanto lo pensé, me invadieron varias ráfagas de escalofríos. Una especie de súbito vacío en el pecho... Me sobresaltaron unos golpes en la puerta, ¿el mulato? Apenas respiraba. Quise preguntar quién era, pero entre los dientes sólo me salió un rechinido. Carraspeé. La voz me salió desafinada, hirsuta. Estaba segura de que mi corazón retumbaba por toda la casa. Era doña Lala, la maldita Eulalia, ¿dónde había estado todo ese tiempo la muy cabrona? ¿A poco no había escuchado nada? Cuando abrí, iba a empezar a decirme algo, pero se cortó enseguida. Las pupilas se le hicieron pequeñas, como las huellas que dejan las hormigas en la arena. Expandió la nariz con una inhalación ardorosa. Me miró y miró hacia el colchón que se asomaba malditamente por el quicio de la habitación. Echó su cabeza prieta hacia atrás, y ese movimiento lo traduje, de forma inexplicable, en una sonrisa. Transcurridos varios segundos interminables me dijo que le avisara cuándo podía recoger los trastes, que no me preocupara, que ella misma los llevaría hasta su casa. Todo con una amabilidad que nunca antes había mostrado. “Muy bien, yo le aviso”, le dije y callé enseguida, sin cerrar la puerta, aunque hubiera dado la vida por hacerlo. Ella tampoco se movió para irse. Comencé a impacientarme. “Mejor descansa”, dijo mientras pasaba su mano áspera por mi abdomen, “te ves agobiada”; después rascó uno de sus hombros desnudos con esa misma mano, dejando senderos blanquecinos en su piel. Al fin se fue con su paso de gallina ancestral y yo entorné la puerta hasta dejar una rendija por donde pudiera asomar mi ojo derecho. Quería cerciorarme de que desapareciera. En cuanto dobló la esquina de su casa, cerré sin hacer ruido y di doble vuelta a la llave. Estaba 87

segura de que se había dado cuenta de todo, y eso me alarmaba casi tanto como la posibilidad de que el mulato regresara. En ese momento decidí que me iría sin avisar a nadie. Pero antes… Hice una nota en la que decía que había salido por un momento, que no tardaba. No sé por qué, pero tenía la seguridad de que Eulalia regresaría sin tardanza, sólo le hacía falta un minúsculo pretexto. Atisbé por la ventana durante un buen rato, esperando. El tiempo transcurrió con una calma borrosa, en la cual distinguía con claridad el silbido de una llave de agua al ser abierta, los murmullos de algunos transeúntes, cláxons lejanos. Nada más tenía galletas, agua, algunas naranjas, y mi estómago chirriaba descontento, fastidiado ya de esos sabores. Pero no podía salir, aún no. Cuando la tarde comenzó a hacerse parda al fin, me aseguré, a través de la ventana, de que la casa de Eulalia estuviera tranquila. Abrí la puerta, dejé la nota en el piso y cerré con estrépito después de haber entrado de nuevo, cerciorándome con ello de que el portazo se escuchara hasta la calle. Aceché por la ventana, la cortina apenas entornada, sin encender ninguna luz. Como lo temía, a los pocos minutos apareció la gorda silueta de la vieja Eulalia. Caminaba con su pesadez de siempre, pero en ese momento me pareció más… no sé cómo decirlo, ágil quizá, tanto así, que me tomó por sorpresa el sonido inequívoco de un manojo de llaves al otro lado de la puerta. Se me erizaron todos los vellos del cuerpo y sentía como si un agua muy ligera chorrease por ellos en diminutas gotas. Tomé mis propias llaves, dejando asomar bajo mi puño un poco más de un centímetro de sus bracitos dentados… Eulalia abrió la puerta con una parsimonia inaudita. Oculta por el ángulo ciego que formaba la puerta al abrirse, contemplé su oscura y rolliza silueta, la vi avanzar hacia mi recámara. Parecía no moverse, pero de pronto estaba ya en el quicio de la puerta y aspiraba con la misma vehemencia con que lo había hecho horas antes. Soltó una especie de mugido y se sumergió en la oscuridad de la habitación. Ahí la perdí de vista, pero en cambio escuché apasionados roces de telas y algunos murmullos. Avancé yo también con lentitud para que no advirtiera mi presencia y, al llegar, pasados unos segundos en que nada distinguí, me encontré con que Eulalia se había puesto a horcajadas sobre las almohadas y las husmeaba y se retorcía y ofrecía el trasero al cielo raso y rasguñaba el colchón con sus dedos regordetes. Me causó tanta repugnancia que de inmediato me puse a odiarla. El colmo vino cuando noté, no sin pavor, que se estaba sacando las pantaletas. No lo soporté más y encendí la luz. Quedó perpleja un par de segundos pero enseguida se puso a aullar, en tanto que se acomodaba rápidamente los gigantescos calzones: “¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Alguien que me auxilie! ¡Me matan! ¡No me mate, señora, por favor! ¡Por favor!” En este segundo “por favor” alargó tanto la última “o” que sonó gutural, como si la 88

voz se le hubiese agotado pero al mismo tiempo le hubieran quedado algunas sobras en la garganta. Sus gritos me tomaron por sorpresa y ella aprovechó ese momento para escabullirse hasta la puerta con una agilidad que nunca le hubiera sospechado. Cuando reaccioné, ya había desaparecido en el exterior, aunque seguía regando un torrente de gritos que ya no sonaban suplicantes como los anteriores, sino más bien amenazadores. Lo que discerní entre su maraña de bramidos fue: “¡es una puta, una puerca, una vieja cochina, y en mi propia casa, yo le abrí las puertas de mi hogar y así me paga…!” Con el furor que me invadió habría podido matarla, estoy segura, pero me di cuenta de que no tardaría en verme rodeada de curiosos dispuestos a ponerse de su parte. De inmediato arrojé mi ropa a las maletas y me puse un atuendo invernal. No recuerdo siquiera si cerré la puerta de la casa, pero entre la urgencia por largarme, aún miré hacia atrás cuando estaba por doblar la esquina de la calle: como lo había anticipado, decenas de sombras ennegrecían la entrada de la casa de Eulalia con cosas que a la distancia parecían lámparas o velas. El camino hasta la terminal de autobuses duraba entre veinte y veinticinco minutos caminando a paso tranquilo, pero yo hice menos de diez. Y sólo me sentí más serena cuando ya estaba dentro del autobús, sudando a mares, es cierto, pero con el paisaje oscuro convertido por fin en velocidad tras la ventana… Ahí concluye el texto. Lo cotejo con la versión de Marta y ésta también finaliza allí, con la misma frase. Cierro los engargolados, parecen casi iguales hasta en su aspecto físico. Dos gemelos con minúsculas aunque sustanciales diferencias. Sin embargo, hay algo que no deja de molestarme, que me sigue pareciendo débil, inverosímil, como después de mi primera lectura. Y lo más curioso de todo es que tengo la seguridad de que Marta también se dio cuenta de ello; es decir, de que no logró el efecto que esperaba por más que hurgó, a su manera un tanto silvestre, en las sinuosidades del lenguaje. Hay algunos titubeos en varios pasajes de la narración, mientras que otros sorprenden por su extrema sencillez. Seguramente lo que ella dejó escrito es lo que en verdad ocurrió, o por lo menos algo muy cercano a la realidad. Y todo se podría resumir en una especie de búsqueda absurda motivada por un placer absurdo. Sin embargo eso sólo está sugerido (o al menos así me lo parece a mí), mas no escrito. Así los acontecimientos, así también la dificultad: ¿cómo escribir sobre eso y que además suene creíble, verdadero, y no a una obscena fantasía salida de una de esas revistas baratas que abundan en 89

los sitios más vulgares? Me arrepiento de haber cedido a la tentación de darle aquella versión a Saúl. Y es que aún siento el prurito de trabajar el texto, de mejorarlo hasta lograr ese efecto de verosimilitud que, según mi apreciación, no se alcanza a transmitir tampoco en lo que Marta me entregó. Sí, ella me dijo que no nos volveríamos a ver. Y si dejamos de lado el inevitable misterio que de por sí entraña ese hecho, ¿no es también eso una suerte de tácita invitación para manipular su texto como mejor me parezca? Porque de pronto tengo el presentimiento de que quizá ella está jugando con mi credibilidad. Todo pudo haber sido más terrible o más fútil de lo que se saca en claro de su narración, pero eso ya nunca lo sabré. Veamos: ella me dijo que lo trasladó al ordenador después de haberlo escrito a mano. Eso significa que tal vez también ella lo estuvo corrigiendo, quizá a consecuencia de eso mismo que yo veo no sin desesperación: la falta de consistencia de la verdad. No sé, acaso lo mejor que puedo hacer por esta noche es tomar un buen baño y meterme a la cama después de un par de somníferos. Y en efecto, es lo que hago. Antes de cerrar los ojos y dejarme invadir por la intensa vorágine que me provocan las pastillas, alcanzo a tener una idea feliz: es cierto que me precipité al mostrarle el escrito a Saúl, pero estoy segura de que los miembros de la familia de Marta estarán muy interesados en conocer las extrañas circunstancias que rodearon su desaparición. Sí ­–sonrío pensando en el texto, en los días que se avecinan–, esta historia aún se puede perfeccionar.

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Acerca de Los días incendiados

La prosa de Los días incendiados deja ver un doble movimiento: por un lado, en el comienzo de cada uno de los relatos, se postula un concierto reflexivo, pero también, por el otro lado, se instala, a través de un complejo ejercicio de engarce, el horizonte donde la acción tiene lugar. Y en cada uno de los sucesivos relatos ensaya sugerentes espirales de impulso erótico y humor caliente. ¿Qué es el amor al oficio? Parece insostenible que la respuesta consistiera en hacer algo menesteroso; sin embargo, la llaga que se abre en apenas ciento setenta palabras, o poco menos, se renovará en «Unos meses». Este relato propende una mirada lasciva sobre cierta escatología; y, si bien la narración contiene una torsión o viaje en el tiempo por la vía de la voluntad, o del acto de fe, no se desentenderá de enconar la llaga de «Amor al oficio» al instante del aguacero navideño. El tercer cuento, «Del rodar de las piedras», juega simultáneamente con el espacio y la causalidad mágica; es decir, a primera vista, no se sospecha que exista alguna relación entre el nomadismo de las piedras y el destino de los hombres. Las páginas de «El cielo al revés» arrancan como viniendo de otra parte: los animales, el campo, Aníbal, el hermano, la madre. Tal vez resulte mejor así, porque el cuento es una respuesta a la apremiante pregunta: ¿Qué es lo que se piensa mientras se muere? El tramo del medio, como en «Amor al oficio», consagra ciento setenta palabras, o poco más, a la ambivalencia del olor, o, mejor todavía, al momento en que alguien, lleno de despecho, husmea la distancia respecto de otro que lo ha dejado. 91

El héroe del siguiente relato, titulado «El ausente», inicia un viaje de diecisiete horas con rumbo al Pacífico. Sus palabras de despedida son: “adiós, Ciudad de México, puta entre las putas, Ciudad de Mierda”. Experimentará miedo; sin embargo, divisará a la distancia una choza, y el recelo imaginario resultará aplastado bajo la intempestiva satisfacción de la necesidad: “Mi ingenuidad me hizo soltar una risilla tonta: ¿quién podría pensar que en estos tiempos aún quedarían sitios sin ser invadidos por la humanidad?” Las cosas irán mucho más allá de la pura supervivencia, dando sentido a un imprevisto desenlace. El cuento siguiente, quizás el más ubicuo en cuanto al entrecruzamiento del orden metafísico y el horizonte de acción, podría ser leído en clave Moebius —“correr ya no”, dicen las tres últimas palabras, pero habían aparecido en el inicio, en la segunda línea—. Ahora la llaga, impresa en el inicio del volumen, se inflama en este cuento hasta la exasperación: “¿Pero cómo podríamos engañar a nuestra propia cagada? Algo que conoce nuestras debilidades desde el momento mismo en que sus intentos por volverse sangre y tejido corporal se ven condenados al fracaso”. Cierran el volumen dos relatos: «De las cosas que se van», sobre el inquietante estruendo que acecha a los protagonistas desde las rutas aéreas, y «Los días incendiados», sobre la falta de consistencia de la verdad. Un autor que ha hecho de las preguntas uno de los mecanismos de verosimilitud de sus relatos es consciente de la decisión de finalizar el libro en el cuento que le dará nombre. Por la agudeza de Víctor Sampayo, y con cuidado hacia los lectores, no resulta casual que él haya concluido el volumen con un cuento que contiene la duda que sigue: “Quizá suene absurdo, pero no dejo de pensar, con bastante miedo a veces, que se han metido a mi casa. Pero, ¿quién?”.

GUSTAVO LÓPEZ IBARRA Buenos Aires, 11 de noviembre de 2009

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