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Zapatismo, Iglesia, ONG en Chiapas: la construcción de un nuevo imaginario de lo indio Par Pierre Beaucage
Presentación en el simposio cooordinado por la Dra Milka Castro, XII Congreso de la Federación Internacional de Estudios sobre Latinoamérica y el Caribe. Roma, 2730 de septiembre 2005. (i) Publié dans la Revista del Centro de Estudios Superiores de America Latina (CESLA) 2007, 8 (10) : 75-94)
Mucho se ha dicho y escrito sobre la sublevación del primero de enero de 1994 en Chiapas, aunque, en años recientes, el interés se haya desplazado hacia otros temas y otras areas. Esta producción académica, periodística y política en torno a la región y a sus pueblos indígenas ha tomado la forma de una intensa polémica. El caso se ha puesto más complejo por el hecho que la propia organización ha elaborado y difundido un discurso abundante sobre sí misma, sus aliados y sus enemigos. Podemos decir que, desde el principio, hay dos campos que se deslindan en torno a su respuesta a dos preguntas básicas: ¿Cuales son las causas del levantamiento? y ¿Hay un verdadero movimiento indígena allá? Para unos, la respuesta a la primera pregunta es la manipulación de una población ignorante y atrasada por « elementos externos ». Estos elementos se han identificado diversamente, como un sector de la Iglesia católica (los llamados « teólogos de la liberación »), y/o grupos de izquierdistas nacionales o extranjeros disponiendo de una amplia red de contactos internacionales. La respuesta a la segunda pregunta es, por supuesto, negativa. Otros adoptan al pie de la letra el propio discurso zapatista y ven en la sublevación el fruto necesario de estructuras sociales de opresión, de explotación y de tiranía política, así como la semilla de una nueva sociedad en México. En esta disputa, se prefieren respuestas tajantes y es preferible adherir a un bando u otro; cualquier matiz en el análisis trae rápidamente la sospecha de que uno (una) trabaja solapadamente par « Marcos y los manipuladores » o para « el gobierno y el imperialismo ». Sin embargo, aquí voy a hacer matices, desconstruyendo de paso lo que Viqueira llamó el « Chiapas imaginario » (Viqueira 1999, cit. por Olivera 2004: 356) de unos y otros.
Aspectos teórico-metodológicos
Para mí, el análisis de un movimiento indígena actual (incluyendo el zapatismo) debe tomar en cuenta las consideraciones siguientes: 1. Se debe ubicar en el marco de las estructuras globales, es decir en relación con los cambios económicos, políticos y culturales que han ocurrido y ocurren a escala mundial y nacional, en los que están directamente insertados. Entre los factores más relevantes, están: el desarrollo y el fin de la guerra fría, el movimiento de descolonización y el redespliegue de la hegemonía estadounidense a partir del 1990, así como las múltiples contradicciones que generan. Sin embargo, veremos como una determinada situación nacional y regional como la de México y Chiapas no refleja mecánicamente las tendencias globales. Puede reproducirlas con un desfase temporal notable, y sobre todo en función de una dinámica interna singular. De allí la necesidad de situar el estudio en su dimensión histórica: en el caso del zapatismo, en los cambios importantes que experimenta México después de los 1980, que corresponde con la fase final de la Guerra Fría. 2. Hay que analizar las representaciones que diferentes actores sociales elaboran de sí mismos y de los otros. Dentro de estos sistemas de representaciones, nos interesará en particular el imaginario de la indianidad. Desde la conquista, se han elaborado varias representaciones de lo indio, por parte de autoridades religiosas, de partidos políticos, y, por supuesto, de los indios mismos. Directamente relacionadas con los distintos regímenes sociopolíticos que han prevalecido en América del Norte y del Sur, estas elaboraciones están dotadas de una relativa permanencia. Así, la concepción, común a Hernán Cortés y a Samuel de Champlain, de un indio posesor de las cualidades y de los defectos de los « nacidos para ser mandados » (Beaucage 2005) se encuentra hoy día en la ideología racista de los grupos dominantes de Chiapas. Por otra parte, la teología de la liberación de los años 1960 y 1970 retomó elementos de la visión lascasiana de un indio prístino, exento de males hasta la llegada de los europeos, y la actualizó en el contexto del capitalismo contemporáneo. La adoptaron también movimientos indígenas de liberación y encontramos su eco en las referencias al « pasado maya » de los textos zapatistas; también, en varias ONG que llegaron a Chiapas después del 1994. Sin embargo, hay otra definición histórica del indio en América Latina, donde la dimensión de clase (« campesino ») predomina sobre la etnocultural. En México, cobra particular relevancia por la integración, en el imaginario y en las prácticas campesinas, de la Revolución mexicana. Estas dos dimensiones están presentes en muchos movimientos, con pesos relativos diferentes y cambiantes: para el zapatismo, la dimensión étnico-cultural, al principio muy poco presente, llegó a cobrar una importancia mayor después del levantamiento de 1994. 3. Los factores globales y locales, económicos y simbólicos, se entrecruzan en una dinámica variable de un período a otro, de un país a otro y de un movimiento a otro. Además, esta « era de la comunicación » de la modernidad tardía se caracteriza por el reforzamiento simultáneo de dos tendencias divergentes. Por una parte, penetran en los imaginarios indígenas ideas universales como la democracia moderna, la igualdad de géneros, la autodeterminación; por otra parte surgen y se consolidan identidades particulares, es decir de grupos auto-conscientes (Castells 1997), donde antes se encontraban categorías sociales sin organización fuerte ni discurso propios fuera del ámbito local: el tenejapeño pasa a ser también « indígena tzeltal », « evangélico » o « zapatista ». El resultado es que el imaginario de determinado movimiento social, incluyendo sus objetivos, su estrategia, su organización, no se puede analizar ni como el resultado de determinismos externos, ni como el fruto exclusivo de su dinámica
interna. Se elabora en las interacciones con otros agentes sociales, cuyos aportes tuvieron y tienen un impacto considerable sobre el movimiento: en las zonas indígenas de Chiapas, es imprescindible entender el papel de las dependencias gubernamentales (como la Secretaria de Reforma Agraria), de la Iglesia católica, de los sectores presentes de la izquierda mexicana y, más recientemente, de organizaciones nogubernamentales (ONG). Eso no implica caer en la teoría de la manipulación externa, porque, como veremos, las organizaciones indígenas, lejos de recibir pasivamente, desarrollan sus propios discursos, concepciones y estrategias. En esta presentación voy a defender una doble hipótesis: 1. Hay en Chiapas, como en las demás regiones del México rural, un movimiento indígena[ii], amplio y heterogéneo y una de sus vertientes está en el EZLN. Este movimiento surgió a raíz de las prácticas de lucha campesina e indígena de los años 1970 y 1980. Incorporó en su imaginario los intercambios simbólicos con otros actores sociales, como la Iglesia católica, ciertas tendencias de la izquierda mexicana y, últimamente, organizaciones no gubernamentales mexicanas e internacionales (que forman parte de lo que se denomina allí la « sociedad civil»). Inversamente, el zapatismo ha contribuido de forma significativa a la constitución del ideario actual de la izquierda mexicana y del movimiento campesino e indígena (tema que no podré abordar en los límites de este texto). 2. Al interior del EZLN, este movimiento indígena coexiste con una estructura políticomilitar. En este aspecto, la organización representa una transición incompleta entre las formas discursivas y organizacionales que caracterizaron varios movimientos opositores latinoamericanos durante el período de la guerra fría (como la lucha de guerrilla) y otras que los sitúan como un actor social frente a los demás actores que se asocian y se enfrentan en el escenario político nacional. La coexistencia de estos dos niveles dentro del EZLN genera contradicciones específicas tanto internas como en su relación con el resto del movimiento indígena y de la sociedad civil. Para ello, me fundaré principalmente en la abundante documentación escrita sobre Chiapas, incluyendo los propios textos del EZLN. También utilizaré entrevistas realizadas durante dos estancias en la región, en 1994 y 1996, en San Cristobal de Las Casas, Ocosingo y las Margaritas, con líderes y asesores de organizaciones indígenas, así como « bases » zapatistas.
Los antropólogos y los indios de Chiapas La adopción de la perspectiva que acabo de presentar implica desconstruir el propio discurso que los antropólogos elaboramos hace tiempo acerca de los indígenas y de sus identidades. En un libro reciente, Hernández Castillo, clasifica así las definiciones antropológicas de las culturas/identidades indígenas: las esencialistas (o primordialistas), las instrumentalistas y las historicistas (o constructivistas). (Hernández Castillo 2001: 302 suiv.). El esencialismo identifica lo indígena con la persistencia de rasgos culturales precolombinos (lengua, creencias…) y corresponde al culturalismo que imperó en la antropología americanista hasta
los años 1960. El instrumentalismo ve en la afirmación cultural de indígenas y otras minorías étnicas una estrategia consciente de reivindicación, lo que para algunos, contribuye a restarle toda autenticidad. El historicismo/constructivismo hace de la cultura indígena « un producto histórico en constante transformación » (ibíd.: 302).
El marxismo, que podemos considerar aquí como una variante del historicismo, considera la cultura como parte de la superestructura político-ideológica, determinada por las relaciones de producción: en el caso de los indígenas, por su condición de campesinos y obreros agrícolas. Por su parte, el antropólogo social Fredrik Barth define las sociedades pluriétnicas como compuestas de varios grupos que se distinguen por su cultura (1969). Lo fundamental, para él, es la construcción y el mantenimiento de las fronteras entre grupos mediante algunas pautas culturales (« marcadores »); no importa tanto el contenido de esas, sino su función, mantener la diferencia. Las « zonas indígenas » son precisamente regiones pluriétnicas, donde se da una interacción estructurada entre indios y mestizos (llamados en Chiapas y Centroamérica : ladinos)
La construcción culturalista de los indios de los Altos de Chiapas : el eterno presente etnográfico El área maya, que se extiende desde la tórrida llanura yucateca hasta las frías serranías chiapanecas y guatemaltecas, constituye, todavía hoy, la zona más vasta y compacta de población autóctona en América del Norte, con más de seis millones de habitantes. Según sostiene uno de los padres de la etnografía maya, Sol Tax, la homogeneidad lingüística y cultural que se observa en la zona implica la estabilidad y “esta estabilidad debería permitir unir el pasado y el presente [y] comprender los acontecimientos históricos de antes de la Conquista [...] a través de la antropología social de la región” (Tax 1960, 279). Este proyecto de antropología total, con el que sueñan los antropólogos desde los inicios de la disciplina, uniendo la arqueología, la lingüística y la etnología, desembocaría, por lo tanto, en las “leyes” de la evolución cultural, es decir sustrayendo a los indios a las contingencias del devenir histórico. Entre 1957 y 1975, los Altos de Chiapas, donde viven actualmente cerca de un millón de autóctonos maya hablantes[iii], fueron objeto de estudios intensos y prolongados por parte de un equipo de antropólogos de Harvard dirigido por Evon Z. Vogt. El Harvard Project produjo una veintena de volúmenes y decenas de artículos sobre los aspectos más diversos de la organización social y de la cultura indias contemporáneas: de la agricultura a la religión, de las normas de cotilleo a la medicina tradicional. Durante el mismo tiempo,
equipos de arqueólogos hacían excavaciones en las ruinas de las antiguas ciudades en las tierras bajas adyacentes. ¿Qué visión de la “realidad maya” de Chiapas proponen los investigadores del Harvard Project, después de investigaciones de campo tan extensas? En primer lugar, una integración del mundo material con el supernatural: todas las actividades del Zinacanteco, desde la siembra de su milpa hasta la construcción de su casa, implican la cooperación de los dioses, solicitada con rituales y sacrificios (Vogt 1970). En el municipio vecino de Chamula, Gossen sacó a la luz una extraordinaria mitología, todavía muy viva (Gossen 1974). En cuanto a la organización social y comunitaria, está dominada por las “jerarquías cívico-religiosas” a las que todos los individuos pueden, en principio, acceder[iv]. El resultado es que la sociedad india es “horizontal”, y caracterizada por el igualitarismo, la propiedad comunitaria y una jerarquía de prestigio donde la autoridad se ejerce únicamente por la persuasión (Vogt 1970). Frente a estas culturas locales, cerradas, y atemporales, la cultura de los no-indios o ladinos o bien se define como una “variante local de la cultura hispánica” sin más precisión, o bien se identifica con la modernidad: “estructurada verticalmente”, se distingue por la competencia, la propiedad privada y una jerarquía fundada en las relaciones de poder. Y, por supuesto, esta se define por el devenir histórico, reservado a los ladinos. En cuanto a las relaciones entre indios y ladinos, los autores lo ven como un “contacto entre dos culturas” que se traduciría, a la larga, por la necesaria desaparición de la cultura indígena, frente a la urbana. Esta teoría de la aculturación inevitable sirvió de base a la acción del Instituto Nacional Indigenista durante medio siglo: se trataba de favorecer y acelerar este proceso « natural » a través de la educación en castellano, y de la extensión de los servicios del Estado a las comunidades. Incluso la inferiorización social de los indios, dimensión evidente en este « contacto », tiene su explicación funcional. Por ejemplo, hasta los 1960, los atajadores ladinos (en particular mujeres) esperaban a los indígenas en las veredas que llevan a San Cristóbal, para forzarles a ceder a muy bajo precio las mercancías que ellos mismos venderían luego más caro en la ciudad. Siverts constató estos hechos, pero sostuvo que las relaciones entre los dos grupos están fundadas en la “complementariedad” (1969: 112): los ladinos necesitan a los indios, como trabajadores en sus fincas y como clientes de sus comercios; por este motivo “se esfuerzan por no enfrentarse ni insultarlos sin necesidad [unnecesarily]” (ibid. : 110 - subrayado mío). En cuanto a los autóctonos, ya que no dominan
lo suficiente el español y no tienen experiencia comercial, “prefieren el tratamiento un poco rudo pero rápido” de quienes los interceptan (ibíd.:107 - subrayado mío).
En síntesis, la perspectiva culturalista, por ser también funcionalista, quedó corta cuando se trató de explicar por qué, de repente, los indígenas ya no aceptaron esta condición de subordinación y se sublevaron una y otra vez, como los tzeltales, en 1712, los chamulas, en 1867 … y como lo haría el Ejército Zapatista muy pocos años después de las publicaciones del Harvard Project, en 1994. La contribución principal de los antropólogos culturalistas (además de acumular materiales etnográficos generalmente de buena calidad) sería de mostrar que los indígenas existen como tales y tienen culturas distintas y (relativamente) duraderas. Esto permitirá la reutilización reciente de grandes fragmentos de este discurso por las organizaciones indígenas actuales, y también pôr las ONG, lo que Hernández Castillo llama « esencialismo estratégico » (2001)[v].
El marxismo y la (re)construcción del indio Hernández Castillo sugiere que, en el caso mexicano, por motivos históricos y políticos, hubo un desfase significativo en relación con las tendencias generales. Un constructivismo historicista de tendencia marxista (o « antropología crítica ») se opuso ya en los años 1960 al esencialismo culturalista. Tomaremos como ejemplo la contribución de Gonzalo Aguirre Beltrán, quien, aunque nunca se identificó como marxista, adoptó, para definir la condición indígena un enfoque muy cercano al del materialismo histórico y que tuvo una gran influencia en México y América latina. Mientras que sus predecesores buscaban (y encontraban) en las regiones más aisladas el „indio auténtico‟, Aguirre Beltran afirmaba que la llamada cultura indígena actual era fundamentalmente un producto de su interacción con la sociedad mestiza en „región de refugio‟, que propuso, como base de análisis y de acción indigenista (Aguire Beltrán 1967). Detrás de la „culturas en contacto‟, su análisis crítico reveló los „procesos dominicales‟ (es decir, de dominación) que regulaban las relaciones entre las clases sociales (ver también Stavenhagen, 1969). Las llamadas „relaciones interétnicas‟ eran, de hecho, relaciones de „castas‟, entre los ladinos, comerciantes y terratenientes, por una parte, y, por otra, los indígenas, que sólo poseen su fuerza de trabajo y (en el mejor de los casos) las parcelas destinadas a su propia subsistencia. Frente a las relaciones de clases que caracterizaban el resto de la sociedad. Otros investigadores, como Roger Bartra afirmaron que la indianidad era un producto del racismo imperante en una sociedad capitalista periférica; provenía de formas específicas de sobreexplotación y de dominación en el campo, lo que
explicaba la persistencia de la diferencia cultural (1985). La propiedad comunal india y la hacienda capitalista eran dos partes integrantes del mismo sistema. Cualquiera que sea la formulación, el indio, encerrado en su comunidad por esta „falsa conciencia‟ de la indianidad, intentaba reproducirse siempre igual a sí mismo en un mundo cambiante. La explotación y la opresión permitían entender por qué se rebelaba, pero las sublevaciones indias (las llamadas „guerra de castas‟), por su carácter local o regional, siempre fueron sofocadas por el Estado. De allí que la aculturación de los indígenas, preludio a su integración dentro del proletariado, sea el único camino, la condición necesaria para su liberación, a través de su integración al proletariado. A pesar de su descalificación del culturalismo, la antropología crítica llegaba a la misma conclusión práctica: la ineluctable desaparición de las culturas indias.
Sin embargo, esta afirmación no correspondía a la dinámica observable en el campo. Desde el Siglo XIX, los indios de México, sin dejar de serlo, participaron directamente en la vida política mexicana. Se hicieron liberales para luchar contra la invasión francesa en 1862, y revolucionarios para derrocar a Porfirio Díaz en 1910. En los años 1930, se definieron como „campesinos sin tierra‟ para ser elegibles al reparto agrario; se afiliaron a la asociación campesina oficial (la Confederación Nacional Campesina – CNC) y votaron durante mucho tiempo por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que les había „entregado la tierra‟. Eso no les impidió mantener en lo cotidiano su identidad indígena ni proclamarla, en particular – aunque no únicamente - para ser elegibles a los programas del Instituto Nacional Indigenista, en los campos de la educación, de la salud o de la producción. Esta participación estrecha en la dinámica social y política de México – nada contradictoria con su identidad propia - hizo que sectores importantes de los pueblos indígenas fueran sensibles a las nuevas corrientes que surgieron en el país después de los 1960.
Guerra fría, « desarrollo estabilizador » y guerrillas en México No se puede entender las formas que tomaron los movimientos indígenas de entonces, sin situarlas dentro de la lucha por la hegemonía que oponía entonces a los dos bloques: uno hegemonizado por Estados Unidos y el otro dominado por la URSS, con Cuba y China en posición especial. A nivel económico, el período que sigue la Segunda Guerra Mundial se caracteriza por un crecimiento sostenido de las economías centrales. Los precios internacionales generalmente favorables de las materias primas permiten a México financiar
su industrialización y sus programas sociales con exportaciones y conocer tres decenios de lo que se llamó el « desarrollo estabilizador » (1940-1970). A nivel político, sin embargo, a partir de los sesenta, ocurre una escisión importante en la izquierda latinoamericana, relacionada con la inesperada victoria de la no-ortodoxa revolución cubana, en 1959. El guevarismo, que quiso teorizar esta revolución, afirmó que las « condiciones objetivas » estaban realizadas para extenderla a toda América Latina: lo único que esperaban las masas para sublevarse era la acción de una vanguardia determinada (« condiciones subjetivas »).
En México, la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, en octubre de 1968, actuó como detonador y llevó a una parte de la juventud escolarizada a la conclusión que el cambio social por vías pacíficas era imposible. La crisis del modelo de sustitución de exportaciones, que empieza a partir del año siguiente, conjugando inflación, paro y crisis agrícola, estimuló esa politización de la juventud, a la vez que surgía un movimiento agrario radical en le campo. Unos jóvenes se dedicaron un tiempo a la guerrilla urbana, mientras que otros iban a las sierras y selvas de Guerrero, Oaxaca y Chiapas, donde pensaban poder organizar un movimiento revolucionario fuera del alcance de la represión estatal. En un principio, sin embargo el viejo jacobinismo de la izquierda occidental hizo que no se pensara en los indios. Hasta que el fracaso de las primeras guerrillas hiciera reorientar el trabajo político hacia ellos: siendo los más pobres y oprimidos podrían ser los más susceptibles de adherir al mensaje revolucionario.
Al mismo tiempo, empezaba también a actuar en el campo otro actor, la teología de la liberación, que nació en las postrimerías del concilio Vaticano II, al calor de los encuentros de Puebla y de Medellín. El Vaticano pedía al clero un compromiso con los más pobres de la sociedad. Se elaboró una pastoral social destinada a los habitantes de los barrios marginales de las ciudades (« Iglesia de los pobres ») y a los indígenas (« teología india »). Contrariamente a la ciudad secularizada, estos últimos vivían (y viven) todavía en un mundo impregnado de sagrado. En los términos lascasianos adoptados por la teología india, los indios eran fundamentalmente buenos y les males les vinieron del colonialismo y del capitalismo. Se trataba de « reevangelizarlos » después de siglos de abandono, traduciendo el Evangelio y el Antiguo Testamento en las lenguas indígenas. Paralelamente, esta ala progresista de la Iglesia sostenía que era legítimo rebelarse contra los abusos y la injusticia.
Estas dos corrientes, marxista y liberacionista, hallaron en los pueblos indios un interlocutor privilegiado: se había formando una nueva élite indígena, producto de dos decenios de acción educativa indigenista. Los jóvenes que regresaban a sus pueblos, con sus diplomas de maestros bilingües o de promotores de salud, habían aprendido en la ciudad muchas más cosas que lo que pensaban los políticos. Sabían algo de las leyes que rigen los contratos de trabajo y las elecciones municipales, y de amparos contra los despojos de tierras. Unos de ellos se limitaron a aprovechar su ascenso social reciente y apoyaron al sistema social y político vigente. Otros se dedicaron a informar y organizar sus comunidades de origen, acercándose a los jóvenes izquierdistas o a los curas y monjas progresistas.
De esta interacción entre guevaristas y maoístas de origen urbano, cristianos radicalizados y pobres de la ciudad/campesinos surgieron en Latinoamérica los movimientos armados típicos del período de la Guerra Fría, cuya acción se continuó hasta principios de los años 1990. En Mesoamérica y en los Andes, incorporaron a fuertes contingentes indígenas, sin referirse explícitamente a la indianidad del presente ni en su discurso ni en su organización[vi]. Tal fue el caso de Sendero Luminoso en Perú, de las FARC en Colombia, y del Partido de los Pobres en México. En este último país, durante los 1970, la represión se desató principalmente en Guerrero, su centro más activo, pero también en Oaxaca, Puebla, Veracruz, Chiapas. Entre 1975 y 1982, se militarizaron decenas de pueblos, se allanaron miles de casas, y « desaparecieron » alrededor de quinientos opositores políticos y activistas agrarios.
Así que la corriente marxista en antropología no se nutrió solamente de debates académicos, sino también estuvo en relación directa con las luchas que se libraban en el campo. Una de sus consecuencias teóricas y políticas más importantes fue que los etnólogos decidimos de modificar nuestra metodología e interesarnos en la historia: desde la historia mundial, en la que los pueblos indios se ven inmersos, volens nolens, desde el siglo XVI, hasta los papelitos que se amontonan en los desvanes de las alcaldías de pueblo o en archivos eclesiásticos (cuando nos los dejan mirar). Estas investigaciones confirmaron, en particular, el papel clave que la Iglesia católica tuvo en la “reconstrucción de la indianidad” que se llevó a cabo en los virreinatos de Nueva España y del Perú en los Siglos XVI y XVII: a través de la conversión, de la evangelización, de las congregaciones de indios primero, de la lucha permanente contra la “idolatría”, después. A la vez que la economía de mercado penetraba de múltiples formas las comunidades indígenas. Los datos históricos, en Chiapas y otras partes, echan por los suelos la premisa misma de los etnólogos culturalistas de una continuidad esencial entre los
Mayas precolombinos y los contemporáneos (ver, por ejemplo, García de León 1985). En otras palabras nos obligamos a aplicar el primer principio teórico-metodológico mencionado : situar a los pueblos indígenas en el marco de la historia, del que la perspectiva antropológica clásica los había excluido. A la vez, sin embargo, los indios dejaban de serlo para limitarse a ser campesinos y jornaleros y la construcción de su indianidad se veía esencialmente como obra de sus opresores (ver Friedlander 1975).
Los indígenas como actores sociales: un (re)encuentro con la antropología Entre 1950 y 1970, sin embargo, ni en Chiapas ni en otras extensas regiones indígenas, se produjo la tan anunciada aculturación: la población hablante de idiomas indígenas (el marcador principal de las estadísticas oficiales) siguió aumentando. Como consecuencia, en muchas zonas, se deterioró aún más su condición material, por el incremento de presión sobre recursos exiguos y menguantes. Se incrementó la emigración, temporal o permanente, a la vez que las políticas de educación creaban en los pueblos indígenas esta nuevo sector escolarizado al que aludimos antes y que tendría un papel significativo de liderazgo en el período posterior. Esto llevó a la necesidad de redefinir el indio y lo indio.
En 1970, un libro marcó un parteaguas en ese sentido: De eso que llaman la antropología mexicana (Warman et al. 1970). Escrito por un colectivo de jóvenes antropólogos, denunciaba la relación incestuosa entre el Estado mexicano post-revolucionario y la antropología (incluyendo cierta antropología crítica). La aculturación era parte de una estrategia estatal cuyo fin era entregar al capitalismo industrial y a los nuevos capitalistas rurales una mano de obra barata, que requería el modelo dominante de integración periférica al capitalismo mundial. La causa de este « fracaso del indigenismo », como se llamó entonces, había que buscarla por un rumbo muy distinto a la ineficacia burocrática ; los pueblos indígenas habían utilizado y seguían utilizando los espacios dejados por las instituciones para mantener y ampliar su autonomía política, judicial, económica y religiosa. Así lo habían hecho frente a las autoridades coloniales, después, republicanas y ahora postrevolucionarias. Así que la cultura indígena actual aparece el análisis histórico ni como una esencia duradera y determinante (la ilusión culturalista) ni como una simple « falsa consciencia » (la reducción marxista), sino como un conjunto móvil, fruto de la dialéctica entre las imposiciones del grupo dominante y la resistencia/adaptación de los dominados. La lucha de clases entre campesinos y señores de la tierra se desplaza en parte a nivel simbólico para convertirse en lo que Bourdieu llama una « lucha de clasificaciones ». Se trata de mantener las representaciones subyacentes a un modo
de vida específico, a una organización social y familiar, a unas relaciones con el medio ambiente y lo sobrenatural (« la idolatría »). Sobre la base del legado precolombino, estas representaciones y prácticas que incorporan selectivamente elementos nuevos, redefinidos dentro del conjunto propio: del arado al compadrazgo, del cultivo de la caña al culto a la Virgen. Scott ha llamado este proceso de cambio-con-diferencia « resistencia cotidiana » (everyday resistance) (Scott 1985). Las rebeliones indígenas, de corte mesiánico o político, se revelan ser momentos particularmente agudos en este proceso continuo de resistencia. La lucha étnica ya no es el disfraz de la lucha de clase, sino que revela al antropólogo un nuevo sujeto histórico: los indígenas en sus pueblos, comunidades y – fenómeno moderno – organizaciones. Porque a la vez que unos investigadores marxistas se volvían « indianistas », las luchas indígenas rebasaban su marco tradicional, la comunidad, par alcanzar el nivel nacional e internacional.
Este descubrimiento de un nivel específicamente étnico y cultural de lucha permitió considerar como resistencia étnica anti-colonial no sólo la suma de los alzamientos, sino también las “idolatrías” indígenas que los religiosos denuncian sin parar y, por qué no, hasta las jerarquías civiles y religiosas impuestas en principio a los indios y luego apropiadas por ellos mismos en su reconstrucción identitaria. También, desde estas nuevas perspectivas, los movimientos agrarios recientes en los Altos de Chiapas, y la propia insurrección zapatista, ¿ podrían ser la continuación, a un nivel más claramente social y político, de la misma trayectoria de resistencia que se anunciaba con las rebeliones mesiánicas de la época colonial? Y la aculturación misma, cuando no borra la frontera étnica ¿no sería una astucia para engañar al enemigo, en una lucha secular por la sobrevivencia?
Podemos ver como el discurso indianista actual es a la vez continuación y ruptura en relación con el marxismo del los años 1970. Continuación, en la medida en que se niega a buscar una esencia de la indianidad y subraya el carácter dinámico de su construcción. Ruptura, y ruptura profunda, en la medida en que implica un cambio radical en la concepción de la realidad histórica: esta ya no aparece escrita de antemano por el juego de los determinismos, culturales o económicos, sino construida a medida por los actores sociales, dentro de las limitaciones que imponen las estructuras. Este cambio está directamente relacionado por un cambio en las perspectivas experimentadas por la sociedad mexicana, a la par de las otras sociedades latinoamericanas. La « dictadura perfecta » del PRI (Vargas Llosa dixit) ha dado lugar, a partir de los 1990, a un escenario mucho más abierto (aunque aún lejos de ser plenamente
democrático). Como nuevos actores sociales, los indígenas se mueven entre muchos otros actores sobre los que inciden sus decisiones a la vez que son influenciados por ellos : el gobierno, los partidos, la Iglesia, las ONG. En esta perspectiva analizaremos la dinámica del levantamiento zapatista.
El zapatismo y los indígenas: el discurso zapatista Entre los cientos (sino miles) de páginas de textos, entrevistas, etc. producidos por los zapatistas para presentar y explicar su lucha, he escogido el diálogo que mantuvo Marcos con Yvon Le Bot (Marcos y Le Bot, 1997), porque me pareció presentar un equilibrio entre las preguntas muy precisas de un investigador bien documentado y los espacios de respuesta de los que disponía el subcomandante.
En resumen, para Marcos, el movimiento nace de dos fuentes. Un pequeño núcleo de revolucionarios de origen urbano, que se forma a principios de los 80, y las comunidades indígenas de la Selva Lacandona. Lo primero que se produce entre los dos es un desencuentro; para las comunidades, no tiene sentido lo que proponen los revolucionarios. Entonces los revolucionarios cambian de táctica: « se ponen a aprender de las comunidades. » El nexo entre los dos se realiza gracias a « unos indígenas concientizados » entre los que figuran muchos de los actuales dirigentes del EZLN, los comandantes Tacho, Moisés, Ramona, etc. Entonces, los revolucionarios toman consciencia de las necesidades apremiantes de las comunidades, donde la vida es « morir poco a poco ». Juntos, los intelectuales urbanos y los indígenas forman – clandestinamente - el EZLN en 1984, y se extiende su labor de educación y organización por la Selva y Las Cañadas. Frente a la deterioración de sus condiciones de vida, frente al abandono por parte de las instituciones y al entreguismo del Gobierno de Salinas que pone punto final a la reforma agraria (1992) y firma el Tratado de Libre Comercio con EE.UU. y Canadá (1993), los revolucionarios, que ya son miles (sobre todo indígenas tzeltales de la selva) deciden levantarse el día primero de enero de 1994, prefiriendo « morir ya de una vez » si hace falta!
Por otra parte, se establece que los indígenas revolucionarios no buscan solamente su propia liberación sino la de todo el pueblo mexicano, y de todos los pueblos del mundo, de los que constituyen la vanguardia, al igual del proletariado en el discurso marxista del período anterior. Así se explica cómo, en los meses y años que siguieron el levantamiento, el EZLN estrechó relaciones con la « sociedad civil » nacional e internacional: la primera fue
convocada al « Aguascalientes[vii] » en zona zapatista, la segunda, al « encuentro intergaláctico » de 1995. Es en la memoria de este encuentro, titulada Un mundo donde quepan muchos mundos (1997) que la dimensión indianista del discurso zapatista, ya manifiesta en el libro de Marcos-Le Bot alcanza su máxima expresión: la cultura maya, prototipo de las culturas indígenas que el colonialismo y el capitalismo han querido destruir, representa la unión profunda con la naturaleza que hay que restaurar, así como un modelo de relaciones sociales que se perdió en la sociedad moderna.
Como se puede ver, el enunciado (ampliado y detallado en otros textos del mismo autor, o de otros dirigentes zapatistas) es sencillo y busca dar cuenta del conjunto los hechos ocurridos en Chiapas y en México antes del levantamiento y en los dos años después. También este discurso es coherente con lo que pueden observar los visitantes que pasan un tiempo en las zonas controladas por el EZLN: por ejemplo, los dirigentes comparten la vida frugal de los campesinos, hay mujeres en posiciones de mando, etc. Conversaciones con las « bases zapatistas » confirman que hay allí un movimiento que se expresa, más allá de referencias al pasado maya, por el contenido concreto de las demandas formuladas (tierra, agua potable, escuelas, idioma y autonomía sus comunidades). En muchas zonas bajo control zapatista, se pasó rápidamente de las demandas a su realización, con la toma de decenas de latifundios y la implantación de « municipios rebeldes ». Por eso, el discurso zapatista ha sido retomado como relato de base por la mayoría de los estudiosos y periodistas que se han interesado por la cuestión, dándole un valor explicativo.
Sin embargo, veremos que este discurso zapatista contiene varias omisiones. En primer lugar, faltan referencias detalladas sobre la dinámica social chiapaneca en el período inmediatamente anterior a la insurrección zapatista, en primer lugar sobre le papel de las otras organizaciones de izquierda y de la Iglesia Católica. Trataremos de completarlo gracias a varias fuentes publicadas y tres entrevistas efectuadas en la región en 1995 y 1996: la primera con Jerónimo « Xel » Hernández, jesuita que hace labor pastoral en la región hace más de veinte años, y la segunda, con Margarito Xib Ruíz, leader tojolabal, y la última, colectiva, con moradores del municipio rebelde de Francisco Gómez (antes La Garrucha, Ocosingo). En segundo lugar, también falta en el discurso zapatista une descripción más precisa de las relaciones entre el EZLN y los otros actores de la sociedad civil mexicana. Por ejemplo, la Convención Nacional Democrática (CND) fue convocada por el EZLN para el 8 de agosto 1994, como una alternativa a las elecciones presidenciales del 21 de agosto, que los zapatistas
consideraban ilegítimas. Agrupó a un amplio abanico de delegados de todos los medios sociales de México (asociaciones de barrios y de derechos humanos, sindicatos, etc.) en ella se fraguó una alianza táctica entre el EZLN y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y su candidato Cuauhtémoc Cárdenas. Después de que este fuera derrotado, la CND quedó sin seguimiento[viii].
En cuanto a la Asamblea Nacional Indígena Plural para la Autonomía (ANIPA), convocada en respuesta a un llamado del EZLN, reunió en varias ocasiones a representantes de varias organizaciones en una debate nacional sobre la cuestión indígena que permitiría los Acuerdos de San Andrés de 1996. También contribuyó a la creación del Congreso Nacional Indígena (CNI); este es hasta ahora la única instancia india a nivel de todo el país[ix].
Después de esbozar una presentación que me parece más completa del contexto sociocultural en el que nació el EZLN, me interesaré en particular en su impacto sobre las luchas agrarias de los campesinos chiapanecos (Reyes Ramos, 2004), sobre sus relaciones con la Coordinadora Estatal de Organizaciones Indígenas y Campesinas (CEOIC), que se formó pocas semanas después del levantamiento (Pérez Ruíz, 2004) y sobre las consecuencias sobre la vida social de las « bases zapatistas » (Olivera B., 2004).
Los antecedentes del zapatismo: aspectos históricos del movimiento indígena en Chiapas El mismo año que estallaba la insurrección zapatista un colectivo de historiadores (Viqueira y Ruz, comp. 1994) quiso oponer sus hallazgos sobre Chiapas a lo que Humberto Ruz llamó un « renovado maniqueismo, ahistórico e ideologizado » que alentaba « propuestas simplistas […] para resolver problemas de una enorme complejidad. » (ibid. : 7). Esta expresión incluía tanto las « explicaciones » de los intelectuales orgánicos del partido en el poder como cierta ciencia social acrítica que se creía autorizada, sino políticamente obligada, de retomar por su cuenta los enunciados zapatistas, olvidando que la función de cualquier discurso político es producir/reproducir una realidad y no reflejarla, menos aún analizarla, como le corresponde al científico social.
¿Qué proponían esos historiadores? En primer lugar, acudir a la historia para desentrañar, detrás de las retóricas dominantes (« Chiapas, Guatemala de México ») las verdaderas estructuras y su dinámica, e identificar a la vez a los verdaderos sujetos sociales. Todos los ladinos / mestizos de Chiapas no son miembros de la « casta » de coletos de San Cristóbal, ni
de la burguesía de cafeticultores de Soconusco: muchos luchan por la tierra, igual que los indígenas (Renard 1998). Y enfrente, históricamente, los sujetos no son « étnias » sino « pueblos » en el sentido de municipios y comunidades indígenas, cuyos miembros no todos son campesinos sin tierra, minifundistas o jornaleros, acorralados por el embate del capitalismo (Pitarch 1995). Las relaciones clientelares establecidas por el Partido Revolucionario Institucional, durante setenta años, han permeado profundamente la estructura comunitaria, creando lo que Jan Rus llama la « comunidad revolucionaria institucional » con sus caciques indios que controlan el comercio, el acceso a las tierras y los lucrativos nexos con el poder político central (Rus 1995).
También estos historiadores invitan a interpretar en forma novedosa y matizada el papel de los sistemas de representaciones y de los aparatos que los producen y difunden. Una evaluación superficial de la coyuntura chiapaneca hizo que se considerara a los adeptos de la teología de la liberación y luego a los católicos en general como progresistas, sino revolucionarios; a los indios tradicionalistas como « priistas », pro-gobierno, y a los evangélicos como apolíticos - cuanto más - sino agentes del imperialismo yankee (Ruz 1995: 10). Pero la Iglesia Católica tiene su propia agenda y no es casualidad que haya dejado operar a los teólogos de la liberación en zonas, como Chiapas, donde las Iglesias evangélicas hacían más conquistas entre los indígenas. A un nivel más profundo, el del « sentido común », la oposición siempre reafirmada entre ladino e indio encubre una interpenetración de culturas que se asienta también en las conciencias: del ladino que se enoja, se dice que « le sale lo indio » y los indígenas no sólo tiene en su panteón propio a divinidades ladinas sino que consideran parte de sus almas como ladinas también. Las identidades étnicas no son forzosamente excluyentes: de allí la facilidad con qué unos indígenas adoptan en definidas circunstancias una identidad ladina (maestro, productor, ciudadano) para volver a una identidad indígena en otro contexto.
En otras palabras, en una perspectiva que pretendía superar las dicotomías heredadas de la guerra fría, se invitaba a tomar la indispensable distanciación con el movimiento social inmediato para investigar la historia real, en vez de reconstruirla a partir de las categorías del presente.
En lo referente al proceso real de Chiapas, hay que subrayar el movimiento migratorio que, iniciado en los años 1930, se consolida después de 1960. La ganaderización de las haciendas
de Las Cañadas, explusó a sus peones acasillados, en gran mayoría indígenas, a emigrar hacia la Selva Lacandona buscando tierras que cultivar (Deverre 1980). Allá se encontraron « tierras de nadie » que pueden pertenecer al que las desmonta, bajo la forma tradicional de la concesión de un ejido, título agrario colectivo. En menos de dos decenios, ascendía ya la población indígena de la Selva a veinte mil. Estos colonos no tenían comunidades homogéneas ni fuertemente estructuradas como los tzotziles y tzeltales de los Altos (Entrevista con J. Hernández). Fue el obispo de San Cristóbal Mgr Samuel Ruíz, partidario de la Teología de la liberación, quien se encargó de llenar este vacío institucional organizando, con la ayuda de sacerdotes y monjas, colectividades cristianas en torno a una visión renovada de la liturgia y de la pastoral. Otras se convirtieron al protestantismo fundamentalista. Pero el sueño de todos, ser ejidatarios, recibió un duro golpe cuando, en 1972, el gobierno decretó que la Selva era una reserva de la Biósfera y que los únicos que podían quedar legítimamente eran quinientos indios lacandones.
La socióloga Legorreta Díaz (1998), fundándose en varios años de estancia en la región, subraya este papel fundamental de la Iglesia y él de otros actores externos, los intelectuales maoístas, en el desarrollo del movimiento campesino indígena en Chiapas. Estos practicaban, no la teoría guevarista del « foco guerrillero », sino la « línea de masas », estrategia que trata de desarrollar organizaciones democráticas fuertes, como excelentes tribunas para « concientizar », en las luchas concretas, a los indígenas. Aunque en números reducidos, gracias a su experiencia previa y a su formación, tuvieron un rol clave en la puesta en pie de las organizaciones indígenas de la Selva: las tres Uniones de Ejidos (Quiptik Ta Lecubtesel, Tierra y Libertad y Lucha Campesina) que se fusionaron en 1980 para crear la Unión de Uniones Ejidales, que reunía 180 comunidades y unas doce mil familias (M.L.Pérez Ruíz, com. pers.). Fue en este movimiento donde confluían el agrarismo tradicional, la teología de la liberación y una versión del marxismo que se formaron las bases y los cuadros indígenas del zapatismo de hoy. Esta cooperación de un sector de la Iglesia con grupos de izquierda dentro de un mismo movimiento campesino indígena puede extrañar a primera vista, pero se pudo observar en otras zonas de México y en otros países latinoamericanos en los 1970 y 1980, cuando unas dictaduras militares apoyadas por Estados Unidos dominaban desde Argentina hasta Guatemala.
¿Acaso el reconocer estas influencias externas le quita al zapatismo su carácter de movimiento indígena? Tal parece ser la convicción de Marcos, puesto que cuando Le Bot lo
interroga respecto a la influencia de la Iglesia, la niega rotundamente. Varios estudiosos del zapatismo parecen igualmente incómodos frente a este hecho. Sin embargo, las entrevistas que realicé en Chiapas en 1995, tanto con indígenas como con no-indígenas implicados en el movimiento, apuntan en la misma dirección.
En primer lugar, los entrevistados sitúan los orígenes del movimiento indígena actual en dos direcciones. Por una parte, en las intensas luchas por la tierra que se desarrollan en varios puntos de Chiapas desde los años 1970, impulsadas por centrales campesinas radicales que ya operaban en otras regiones del sur y sureste de México, como la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), afiliada la Partido Comunista Mexicano, y la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), de orientación maoísta. Encontraron en Chiapas un terreno fértil para denunciar el autoritarismo político y las desigualdades sociales, tanto en zonas mestizas (p. ej. Venustiano Carranza) como indígenas (p. ej. el norte del estado, las Cañadas). También se enfrentaron con la represión, que alcanzó su máximo bajo el gobernador Absalón Castellanos, en los 1980.
La otra vertiente del movimiento indígena se manifestó por primera vez en el Primer Congreso Indígena, que se celebró en San Cristóbal en 1974, a iniciativa del obispado y con el apoyo de un gobernador algo liberal. En este congreso, por primera vez, los indígenas de los cuatro principales grupos de Chiapas, tzeltales, tzotziles, choles y tojolabales, expresaron demandas que rebasaban los niveles agrario, económico y democrático, para abordar sus derechos lingüísticos y culturales es decir, sus derechos como pueblos distintos: como que sus lenguas se enseñen en las escuelas y que haya respeto por ellos y sus costumbres. La orientación del congreso refleja la amplitud de la labor de la Iglesia en las comunidades, donde proporcionó cierta protección institucional para que se pudieran dar varias etapas en la organización, con mayor incidencia entre los colonos de la Selva.
La formación de la Unión de Uniones, en 1980, constituye indudablemente la cumbre del movimiento indígena que se venía reforzando desde los años 1960. Pero el gobierno de López Portillo (1976-1982) buscaba encauzar las reivindicaciones agrarias y reorientar la agricultura campesina hacia el aumento de la productividad, por la inversión en el campo y la creación de un cuadro jurídico nuevo. En este contexto se dio un debate en la Unión de Uniones entorno a la creación de una Unión de Crédito, Pajal Ya Kactic, que enfrentó los „agraristas‟ con los partidarios de una mayor inserción en el mercado. Además, con la crisis financiera que se
inicia en 1982, las ayudas del Estado al campo, eje de su política de modernización, fueron congeladas y luego drásticamente recortadas, lo que contribuyó al estallido del proyecto. Es entonces cuando se forma, en la clandestinidad, el Frente Zapatista de Liberación Nacional, con la justificación de que « habiéndose agotado las vías legales para lograr el cambio social, sólo quedaba la vía armada ». Durante años de lucha común, los militantes revolucionarios habían adquirido ya bastante credibilidad como para reclutar a cientos, luego a miles de jóvenes indígenas a la causa. Desde entonces, el EZLN adquirió su composición actual, con una abrumadora mayoría de indígenas, incluso en los puestos de mando. Una parte importante de las bases, sin embargo, decidió seguir actuando dentro de la ley, utilizando para eso la estructura de Asociación Rural de Interés Colectivo (ARIC) creada por el Estado a fines de los 1970. Mientras que una tercera parte, menos numerosa que las anteriores, quedó con la línea de teología de la liberación y formaron la asociación « Las Abejas ».
Así que, contrariamente a lo que presenta el discurso zapatista, no todo el movimiento indígena chiapaneco de entonces se condensó en el EZLN. En todo el estado, las luchas continuaron, siguiendo tres ejes principales: el agrario, el de servicios y el de derechos humanos (Entrevista con Jerónimo Hernández). En el primero estuvieron muy activas en los comités agrarios locales las organizaciones que trabajaban en el Estado desde las 1970, como la CIOAC y la CNPA, obligando incluso la oficialista CNC a llevar adelante unos expedientes. El segundo eje lo forman las demandas para caminos, escuelas, luz, agua potable y estas las tramitan las autoridades comunitarias y municipales. En el tercero, el de derechos humanos, la Iglesia tuvo un papel proeminente, que se concretó con la creación del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas (CDHFBLC). En la primavera del 1992, los atropellos a los derechos humanos y cívicos en la zona de Palenque fueron la base de la primera manifestación indígena masivo de la región: la llamada « marcha de las hormigas » Xi’nich[x]. Cientos de indígenas caminaron hasta México para protestar contra los abusos de los cuerpos policiacos, que incurrían constantemente en golpizas, violaciones y asesinatos de indígenas, con la complicidad de las autoridades locales. Hernández explica así esta importancia que cobró este último eje : « Los problemas agrarios allí están, no hay servicios, pero la gente sigue viviendo […] La población fue mucho más sensible a la prepotencia, al atropello cotidiano de los policías […] sobre todo los municipales, los más cercanos, que por cualquier motivo o sin motivo golpeaban a la gente, la metían en la cárcel, le quitaban los cinco, diez pesos que llevara encima con el pretexto de que estaban borrachitos y que estaban haciendo escándalo..., ¡aunque estuvieran dormidos! » Los caminantes llegaron al Distrito
Federal después de 52 días de marcha. Para evitar un escándalo en la capital, en el momento de la celebración del Año Internacional de los Pueblos Indígenas, le gobierno de Salinas aceptó negociar: se excarcelaron indígenas presos por motivos políticos y se resolvió cierto número de expedientes agrarios. Como era de esperar, no se logró cambiar, en lo fundamental, la condición de los campesinos indígenas de Chiapas. Pero Xi‟nich tuvo un gran impacto simbólico en la región por ser la primera acción coordinada de esta envergadura y por su éxito, al menos parcial. Permitió también constatar concretamente un apoyo de la sociedad civil mexicana a las reivindicaciones indígenas.
El levantamiento zapatista y los otros actores sociales En el torbellino de acontecimientos que siguieron la insurrección chiapaneca del 1o de enero de 1994, conviene destacar que :
1. El EZLN constató el fracaso de la insurrección armada al cabo de muy pocos días. Por otra parte, por su carácter propiamente espectacular, ligado al hecho que coincidía simbólicamente con la muy mediatizada entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, recibió rápidamente un apoyo de amplios sectores de la sociedad civil mexicana que se habían opuesto – sin éxito – al TLC. Esto incluía varios grupos de oposición, partidistas y no-partidistas, algunos formados desde el fraude electoral de 1988. A los pocos días, cien mil manifestantes, en la Ciudad de México, pedían al Gobierno que negociara. Por primera vez en la historia de México, este interrumpió el avance del ejército y aceptó discutir con un grupo insurgente, a la vez que se establecía un cerco militar alrededor de la zona rebelde. 2. El EZLN, en respuesta a las acusaciones del Gobierno que ellos eran « revolucionarios extranjeros » (« ¡probablemente guatemaltecos! ») reveló su composición indígena, lo que le trajo una ola de simpatía aún mayor, tanto a nivel nacional como internacional. Se movilizaron las redes de apoyo de la rama progresista de la Iglesia, universitarios, ecologistas y organizaciones no-gubernamentales que jugarían un papel clave en los meses y años siguientes. La dirección del EZLN invitó a las personas y grupos solidarios, mexicanos y extranjeros, a visitar sus asentamientos. La capacidad comunicativa del sub-comandante Marcos en los medios escritos y electrónicos aumentó aún su audiencia. Los zapatistas quedaron (de momento) en control de amplias zonas de la Selva Lacandona y de los Altos, evitando el choque con el Ejército mexicano, muy superior en efectivos y en armamento. 3. En diciembre 1994, en una segunda ofensiva, los zapatistas ampliaron las ocupaciones de tierras y las tomas de municipios por el centro y el norte del Estado, rebasando el cerco militar y oficializando los « municipios rebeldes ». Coincidió con un fin de sexenio catastrófico para el gobierno de Salinas de Gortari: fuga de capitales y devaluación del peso. En febrero 1995, reaccionando tardíamente, el nuevo gobierno de Zedillo rompió la tregua militar: el ejército ocupó los puntos estratégicos de la zona rebelde pero fracasó en su intento de capturar a Marcos y de aniquilar militarmente al EZLN.
4. Las negociaciones entre el EZLN y el Gobierno fueron un largo proceso marcado por rupturas y reinicios, y de negociaciones llevadas a cabo gracias a la mediación de la CONAI (de Mgr Ruíz) y por la Comisión de Corcordia y Pacificación (COCOPA), nombrada por el Gobierno. Estas condujeron, en 1996, a los Acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígenas, que el gobierno de Ernesto Zedillo se negó en ratificar. En 2001, el nuevo presidente Vicente Fox aceptó someter el texto de los acuerdos al Congreso y permitió que la presentaran los propios delegados zapatistas. Estos realizaron una gran gira por el Sur y el Centro del país, terminando en la Ciudad de México. La Ley indígena que fue votada recuperó varios elementos de los Acuerdos de San Andrés, pero no los puntos centrales relativos a la autonomía política de los pueblos indígenas: quedaron truncados a « lo que establece la ley » es decir a una gestión de asuntos puramente locales « según los usos y costumbres ». En términos jurídicos, la ley contempla considerar a los indígenas como « sujetos de interés público » pero no como « sujetos de derecho público ». Después de la gira, los zapatistas se replegaron en la selva, y fueron cinco « años de silencio », hasta principios de 2006, cuando el sub-comandante Marcos decidió participar en la campaña para las elecciones presidenciales (la llamada « Otra Campaña »)[xi]. ¿Es el EZLN un movimiento indígena? Más allá de exaltaciones o descalificaciones ideológicas, si se examina la dinámica interna del EZLN y el desarrollo de sus relaciones con el movimiento campesino indígena de Chiapas y de México, se percibe su naturaleza dual.
Por una parte, inmediatamente después de la insurrección, los indígenas zapatistas ocuparon los latifundios en el área bajo su control y en varios puntos empezaron a sembrar maíz en la primavera de 1994. En el área bajo su control, establecieron nuevos pueblos, iniciando así una redefinición « desde abajo » de la estructura social y política de la región (Reyes Ramos 2004). La creación de estos municipios indígenas rebeldes dentro de los enormes municipios del oriente de Chiapas no era parte de la agenda inicial del zapatismo, preocupado ante todo por la conquista del poder. Pero sí correspondió a un anhelo profundo de las comunidades de reapropiarse la tierra y el poder local hasta entonces en manos de la élite ladina de las cabeceras: « Estábamos hartos de caminar seis, siete horas a la cabecera para registrar un recién nacido y que la secretaria nos diga : „¡Vuelve mañana!‟» (Entrevista con el presidente municipal de Francisco Gómez (La Garrucha), julio 1995). En diciembre 1994, cuando se sublevan miles de indígenas en la parte norte y oriental, es decir, rebasando de mucho el cerco establecido por el ejército, fue cuando la dirección zapatista (el Comité Clandestino Revolucionario Indígena – CCRI) reconoció la existencia de estas « autonomías de facto » (Entrevista con Margarito Ruíz, julio 1995; Burguete Cal y Mayor 2004) de los municipios rebeldes.
Lo anterior refleja la dimensión propiamente campesina indígena del movimiento zapatista, que fue rápidamente captada por el resto del campesinado de Chiapas. En enero 1994, el Gobierno creó el Consejo Estatal de Organizaciones Indígenas y Campesinas de Chiapas (CEOIC) – explícitamente para contrarrestar la influencia del EZLN y negar su legitimidad como el representante de los indígenas chiapanecos. Sin embargo, el Consejo se radicalizó y formuló reivindicaciones muy cercanas a las del EZLN (exceptuando la ilegitimización del gobierno y la lucha armada como estrategia de lucha). La convergencia entre el zapatismo y el movimiento campesino indígena chiapaneco se intensificó en diciembre 1994, durante la toma masiva de tierras en el estado. Si bien, en este momento, los zapatistas ocupaban en la zona de conflicto 312 predios, por un total de 31 000 hectáreas, fuera de esta zona, fueron 678 predios, con una superficie de cerca de 72 000 hectáreas, que fueron « invadidos » (Reyes Ramos 2004 : 72). Obviamente, decenas de grupos y organizaciones vieron que el levantamiento había creado una coyuntura favorable para la satisfacción de sus propias reivindicaciones agrarias. En todo el país, organizaciones indígenas respondieron a la convocación de las Asamblea Indígena Plural para la Autonomía (ANIPA) y se crearon varios municipios autónomos en otras zonas del país (Burguete Cal y Mayor 2004 : 143).
Sería ingenuo pensar que un movimiento de tal amplitud nació con el levantamiento zapatista. Más bien, fueron las propias « bases » zapatistas quienes, después de las tomas, adoptaron un modelo sociocultural de « autonomía de facto » con hondas raíces en al campo mexicano, particularmente en la lucha del período post-revolucionario para la obtención de ejidos y la creación de nuevas comunidades (Entrevista con Margarito Ruíz, 1995). Entre los elementos comunes de este modelo, que Burguete Cal y Mayor llama « autonomía territorial », vale la pena mencionar: la demarcación de un territorio y la elección de autoridades locales nuevas, desconociendo a las oficiales (2004 : 144).
Si bien podemos decir que, durante 1994, el movimiento zapatista convergió con el movimiento campesino indígena en todo el estado, e incluso en otras zonas del país, esta unión no continuó. Ya en los primeros meses se pudo notar la distanciación con el CEOIC. Por una parte, este frente muy heterogéneo contenía grupos oficialistas, como la CNC estatal, que mantienen una estrecha alianza con el Estado, y cuya « radicalización » no pasó de la retórica oportunista. Pero, incluso las organizaciones indígenas y campesinas independientes vieron como el EZLN, si bien aceptaba su apoyo, se negó siempre a compartir con otros la representación de los indígenas, tanto de Chiapas como de México. En este contexto, las
organizaciones de base se negaron en subordinar sus luchas a los objetivos políticos del EZLN, ligados a los vaivenes de una compleja negociación a nivel nacional, y entablaron con el Estado negociaciones en torno a sus propios objetivos. Hicieron lo mismo en relación con el CEOIC : a pesar de los « acuerdos » firmados por la cúpula sobre la « paz social », siguieron las tomas de tierra y las reivindicaciones de obras y créditos, a menudo exitosas (Pérez Ruíz 2004). El resultado de los Acuerdos Agrarios fue impresionante. El gobierno dio prioridad a la solución del « rezago agrario » en Chiapas, comprando predios – a menudo ya « invadidos » para repartirlos entre las comunidades. Entre la creación de nuevos ejidos y centros de población, la ampliación de los ejidos existentes y la titulación de bienes comunales, el Estado realizó en la entidad, entre 1994 y 1999, 347, « acciones agrarias » (el 75% del total del decenio), beneficiando a 17 309 campesinos (el 69% del total). Al año 1994, sólo, le corresponden 34,6% de todas las acciones (Reyes Ramos 2004: 75-76). Un total de 273 126 hectáreas fueron distribuidas durante el decenio 1990-1999, la gran mayoría después de 1994 (ibid.). Los únicos que se quedaron fuera del reparto fueron, irónicamente, los que permitieron este avance: los propios campesinos zapatistas, que tenían – y todavía tienen – prohibido negociar cualquier acuerdo agrario con el Estado, ni aceptar alguna ayuda o subsidio estatal. Su control de facto sobre alrededor de 60 000 hectáreas (ibíd.: 89) se ha vuelto muy precario y ha habido muchos casos de desalojos violentos (van den Haar 2004).
Esto permite entrar en otra dimensión esencial del EZLN. Como su nombre mismo lo indica es un ejército, y un ejército revolucionario: por encima de las « bases », están los « insurgentes/milicianos » o sea, unos cientos (¿o miles?)) de hombres y mujeres en armas, bajo el mando del CCRI. Como tal, el objetivo fundamental del EZLN no es repartir tierras (aunque la Ley Agraria Revolucionaria haga parte de las leyes promulgadas por el EZLN) ni organizar la democracia en las comunidades locales, sino la toma del poder. Y el cambio de estrategia después del 12 de enero de 1994 no ha modificado este objetivo, ni la jerarquía que existe entre las bases y los insurgentes, entre estos y el CCRI. En su funcionamiento, como en todo ejército, impera el verticalismo: « por razones de seguridad y estrategia, las órdenes militares no se discuten, se obedecen » (Olivera, 2004 : 363). Claro está que los dirigentes afirman « mandar obedeciendo », pero esta afirmación cuadra difícilmente con la toma unilateral de decisiones claves. Así, durante el verano de 2004, se decretó integrar todos los municipios rebeldes en los llamados « caracoles » o « Juntas de Buen Gobierno » para corregir « ciertas desviaciones » que se notaban en los municipios rebeldes. También, el 19 de
junio 2005, se ordenó el desalojo de los caracoles en una « Alerta Roja ». El procedimiento no es propio de las comunidades indígenas, donde las autoridades elegidas acuden a asambleas, pero sí de un ejército. Otros autores han subrayado las contradicciones que nacen del choque entre la dimensión militar y la dimensión « movimiento social » del zapatismo. Mercedes Olivera presenta tres casos. En Santa Catarina Huitiupan, la comunidad optó, por consenso, por adherir al zapatismo y a sus normas, que incluyen, entre otras, la prohibición de consumir bebidas alcohólicas y el pago de « cooperaciones » (impuesto revolucionario). Tres hombres, que no cumplieron con estas reglas, aparecieron muertos. Primero se acusó el ejército mexicano, hasta aprender por milicianos desertores que ellos mismos recibieron y ejecutaron las órdenes de ajusticiar a los tres « delincuentes ». La comunidad, que tenía su propia estructura tradicional para administrar la justicia, se sintió engañada. Se dividió, hubo más muertos y ahora, según dicen una mujer « la gente ya no cree en lo que le vienen a decir. Desconfían de todo. » (Olivera, 2004 : 365). En otro municipio, las autoridades encerraron a un borracho responsable de homicidio, de acuerdo con las normas locales. Un « mando » del EZLN que llegó no sólo liberó al homicida sino que destituyó a las autoridades locales por no haber acatado una orden de alerta que se les había comunicado. En una tercera comunidad, que posee una zona boscosa, se prohibió en un primer tiempo vender la madera, por ser « riqueza natural »; para después anunciarles que se vendería a un aserradero, ¡otorgándoles el 15% de la ganancia a la comunidad! La « bases » protestaron, por supuesto: « Hace[n] lo mismo que las autoridades priistas antes. Sólo de palabra dice el EZ que las comunidades son autónomas y los municipios son autónomos, la verdad es que siempre viene la orden de arriba. » (cit. por Olivera, 2004: 366).
Las relaciones entre las comunidades campesinas y el EZLN no se reducen a contradicciones de este tipo, sin embargo. También surge una necesaria articulación, por el mismo hecho de la obligación que tiene las primeras de romper toda relación con el Estado. El EZLN es quien desplaza entonces al Estado, proveyendo los servicios esenciales como son la educación y la salud. ¿Con qué recursos? Gracias a la amplia red nacional e internacional de apoyo que se constituyó desde los primeros meses que siguieron el levantamiento, y que se traduce por la presencia en la región de numerosas ONG, así como de brigadistas de paz, y observadores en el campo de los derechos humanos. Una ONG, Enlace Civil A.C., se encarga de redistribuir hacia las comunidades la ayuda. Así se ha podido mantener unas instituciones – a veces mínimas – impartiendo servicios básicos a las bases zapatistas (Burguete Cal y Mayor 2004).
Se observa una situación similar en las comunidades que optaron por la « tercera vía », Las Abejas, promovida por el clero progresista. Irónicamente, las ONG que apoyan estos grupos disidentes forman parte de una red internacional que la estrategia neoliberal trata de definir como una alternativa a las funciones sociales de las que el Nuevo Estado minimalista se está retirando.
Sin embargo, la creación de esta red paralela trajo, a su vez, consecuencias perversas a nivel de comunidades. En primer lugar, en consecuencia de la penetración militar, de la movilidad por las expulsiones, por los peligros del conflicto armado, y por los abandonos, individuales y colectivos, a la causa zapatista, la autonomía territorial compacta con la que contaron, en un principio, los municipio autónomos se ha transformado en lo que Burguete Cal y Mayor (2004) llama una « autonomía funcional ». Es decir que generalmente coexisten en un mismo territorio los que adhieren al municipio oficial, con sus autoridades, escuelas y clínica, y los que adhieren al municipio rebelde o autónomo, con una estructura paralela. En el municipio de Chenalho, por ejemplo, existe una tal dualidad, con otra cabecera, « rebelde » en Polho y dos estructuras de servicios paralelas. Ni los zapatistas tienen acceso a los servicios educativos y de salud oficiales, ni los « priistas », al sistema autónomo. Eso recuerda la situación que prevalece en el municipio tradicionalista de Chamula, donde se les niega a los niños « evangélicos » el acceso a la escuela. Las identidades políticas, agudizadas por doce años de « conflicto de baja intensidad » se han vuelto tan excluyentes como las religiosas. El problema no es solamente estructural. Se ha observado un retraso creciente en el nivel escolar de los niños del sector zapatista, por la ausencia de maestros calificados (que se expulsaron a principios del conflicto – a veces por sólidos motivos) remplazados por promotores de escasa formación y desprovistos de material pedagógico. A nivel de la salud, el mismo sector presenta también problemas específicos, relacionados no tanto por la falta de atención médica, sino por la desnutrición. Por la presión de las actividades bélicas, la agricultura de subsistencia ha disminuido considerablemente en la zona de conflicto, y las distribuciones de víveres, desiguales e intermitentes, no compensan por ello (Burguete Cal y Mayor 2004).
Conclusion En este trabajo, he tratado de ir más allá de las representaciones de la indianidad producidas por varias corrientes antropológicas y por distintos actores sociales para aclarar la naturaleza social del Ejército Nacional de Liberación Nacional (EZLN) que se dio a conocer públicamente el primero de enero 1994 en Chiapas. He mostrado como algunas
representaciones esencialistas del indio, culturalistas y ahistóricas, tan criticadas por la antropología reciente, han sido retomadas e instrumentalizadas por la dirección zapatista para obtener el apoyo de la sociedad civil, cuando descartó la estrategia insurreccional. La nueva línea política tuvo un impacto importante, tanto adentro de las filas zapatistas como en el conjunto del movimiento indio. Principalmente en Chiapas, pero también en otras partes de México, se actualizaron prácticas campesinas experimentadas desde la Revolución, y las comunidades indígenas « invadieron » los latifundios, buscando su transformación en ejidos y eligiendo sus autoridades. Fuera de la zona de control zapatista, pero en su amplia zona de influencia, estas « autonomías de facto » fueron objeto de negociaciones con el Estado, quien tuvo que hacer importantes concesiones agrarias: se distribuyeron 273 126 hectáreas entre más de 25 000 solicitantes, miembros de varias asociaciones como la CIOAC, la CNPA y la CNC « oficialista ». En estas negociaciones no participaron las bases zapatistas, por la naturaleza política del EZLN: la dirección político-militar había entablado sus propias negociaciones a nivel nacional con el gobierno de México y la aceptación por este de los acuerdos de San Andrés sobre derechos indígenas era la condición previa a cualquier acuerdo particular sobre tierras o servicios. La adopción en 2001 por el Congreso de una ley truncada marcó la suspensión de las negociaciones. En vez de la representación de los pueblos indígenas (peligrosamente política), el Estado mexicano promueve actualmente una definición meramente lingüística y cultural del indígena, no muy lejana del multiculturalismo canadiense (Kymlicka 1996).
La larga duración del conflicto obligó a encontrar una solución alternativa a la atención de necesidades económicas, educativas y de salud para las comunidades zapatistas, cuya autonomía se transformó de territorial en funcional, articulando grupos de partidarios en un espacio social heterogéneo. Esta solución provino de la red nacional e internacional de ONG (el zapatismo-red), ligadas o no a la Iglesia católica, cuya misión de ayuda encontraba un interlocutor idóneo en los indios rebeldes de la Selva chiapaneca, empeñados en preservar su diferencia cultural y su autonomía. Con el paso de los años, sin embargo, estas mismas bases han estado pagando un costo creciente por este aislamiento, en términos de rezagos económico, educativo y de salud, así como de desgaste de su tejido social.
El ejemplo del movimiento indígena de Chiapas muestra como la globalización actual en las comunicaciones no se ha traducido por la constitución de un imaginario homogeneizado de lo indio. Al contrario, hemos encontrado sistemas dinámicos y contrapuestos. Los actores
sociales producen representaciones nuevas en función de prácticas emergentes: los « indígenas ciudadanos », cuando la marcha de protesta de Xi‟nich, los « pueblos indígenas » cuando se lucha por la autonomía política, frente al « indio cultural » del Estado. A la vez, se refuncionaliza continuamente representaciones anteriores : el « indio perezoso y rebelde » del período colonial, por los caciques coletos de San Cristóbal; el « ejidatario » de la Reforma agraria, por los campesinos que « invaden » un latifundio después del levantamiento zapatista; el « indio lascasiano », resucitado por los teólogos de la liberación de los años 1970, y retomado por la dirección del EZLN, en su estrategia civil, así como por las ONGs y por varios líderes indígenas de hoy. En base a estos imaginarios, se forman, en la misma globalización, identidades distintas. A veces estas son compatibles pero a veces también son excluyentes: como en Chiapas, ahora, ser « base zapatista » y ser « ejidatario legal », ser « indio comunitario » y ser « evangélico ». Otros ejemplos, sin embargo, muestran el carácter móvil de estas fronteras: en Guerrero, por ejemplo, se ha observado como la participación a un movimiento de protesta a la vez civil y étnico, el Consejo de Autoridades Indígenas (CAIN) ha permitido sobrepasar los antagonismos comunitarios y religiosos (Hébert 2000, Rangel 2001)
NOTAS [i] Quiero expresar mi gratitud a los participantes al simposio, por sus comentarios, así como a la Dra. Maya Lorena Pérez Ruíz, por sus comentarios sobre esta versión escrita. [ii] No entraré aquí en el nutrido debate sobre el concepto de movimiento social. Más bien definiré empíricamente un movimiento por un conjunto de acciones sociales realizadas en forma convergente por un determinado grupo social (obreros, mujeres y, en este caso, indígenas). Este tiene que ser mayoritario en su membrecía y en su dirección. Los objetivos del movimiento, en una determinada coyuntura serán los acordados por un movimiento como correspondiendo a sus intereses. Lo componen una o varias organizaciones que tratan, por sus acciones, de alcanzar para a los miembros una mejor posición dentro del conjunto social. [iii] En 2000, la población hablante de idiomas indígenas de Chiapas se repartía de la siguiente manera, entre los cinco principales pueblos indios: tzeltales, 278 577; tzotziles, 292 550; choles, 140 806; zoques, 41 609; tojolabales 37 667 (INEGI-CDI 2000, Cuadro 11). El total de hablantes de idiomas indígenas es de 809 892, o sea 28% de la población total. La población indígena, incluyendo los que se identifican como tales sin hablar un idioma indígena, es estimada a 1 036 900. (id. Cuadro 1). [iv] Según este sistema de origen colonial (generalizado en Mesoamérica y en los Andes), todos los hombres de una comunidad están obligados a aceptar los diversos cargos ligados al culto y a la administración local; para un individuo, estos cargos se presentan como una sucesión jerarquizada de escalones que él debe atravesar a lo largo de su vida, desde los más humildes (campanero, mensajero de la alcaldía) hasta los más elevados (alcalde, mayordomo del santo patrón del pueblo).
[v] Lo que no deja de ser paradójico cuando se toma en cuenta las posiciones conservadoras de muchos culturalistas frente a la situación de los indígenas de Los Altos (ver Siverts 1969). [vi] A fines de los 1970, hubo sin embargo un país donde la cuestión de la indianidad fue debatida dentro del movimiento guerrillero : Guatemala. Dos de las cuatro componentes de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) las formaban en inmensa mayoría indígenas mayas del occidente del país. Un debate ideológico intenso tuvo lugar entre los dirigentes indígenas y los líderes históricos del Partido del Trabajo de Guatemala, también miembro de la URNG, que seguía la línea « clasista » típica de los particos comunistas latinoamericanos. [vii] Estos encuentros convocados por los zapatistas adoptaron el nombre de la Ciudad del centro de México donde se celebró, en 1914, una Convención entre las diferentes corrientes revolucionarias que habían derribado el gobierno de Huerta. Allí, zapatistas y villistas se pusieron de acuerdo sobre un documento fundador, el Plan de Ayala, que contenía el programa social y político de la Revolución. [viii] También se esfumó rapidamente el „gobierno estatal en rebeldía‟ formado en Chiapas por Amado Avendaño, otro candidato de la coalición. [ix]Aunque su poder de convocatoria queda bastante reducido, aparte de la organización de actos multitudinarios como los que acompañaron la llegada a México de la delegación zapatista, en 2001. Para las elecciones presidenciales del 2006, la CNI apoyó a Marcos y a su Otra Campaña, mientras que la ANIPA se unía a la corriente encabezada por Andrés Manuel López Obrador. [x] Xi’nich es el nombre tzeltal de la hormiga arriera (Atta sp.) de las que se pueden ver largas filas cruzando los campos, cargadas de fragmentos de hojas que llevan a sus hormigueros. REFERENCIAS AGUIRRE BELTRÁN, Gonzalo, 1967 : Regiones de refugio. México, Instituto Indigenista Interamericano. BARTH, Fredrik, 1969 : «Introduction » in Ethnic groups and boundaries (F. Barth, dir. de pub.) Londres, Allen and Unwin. BARTRA, Roger et al., 1985 : Caciquismo y poder político en el México rural. México, Siglo XXI (7a ed.). ___1997 : « Los peligros de la autonomía indígena. » La Jornada Semanal, 31 de agosto. BEAUCAGE, Pierre, 2001 : « Fragmentation et recomposition des identités autochtones dans quatre communautés des régions caféicoles du Mexique.» Recherches amérindiennes au Québec 31 (1) : 9-19. ____, 2005 : Parcours de l’indianité : théologie, politique, anthropologie. Cahiers du Groupe de recherche sur les imaginaires politique en Amérique latine (GRIPAL), Montréal, Université du Québec à Montréal. BONFIL BATALLA, Guillermo, comp.1981 : Utopía y revolución. El pensamiento político de los indos de América Latina. Méico, Era. DEVERRE, Christian, 1980 : Indiens ou paysans. Paris, Le Sycomore.
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