1. HALLOWEEN: EL BAILE DE LAS MENTIRAS

Maureén Maya Sierra 9 PRIMERA PARTE 1. HALLOWEEN: EL BAILE DE LAS MENTIRAS Cuando Oneida dio una última puntada con hilo negro a la capa que Luis A
Author:  Jaime Sáez Silva

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PRIMERA PARTE

1. HALLOWEEN: EL BAILE DE LAS MENTIRAS Cuando Oneida dio una última puntada con hilo negro a la capa que Luis Andrés usaría esa noche como complemento para su disfraz, sonó el timbre de la casa. –Es Lorena –alcanzó a decir Luis sin poder evitar que una espléndida sonrisa se dibujara en su rostro. Oneida repasó a su hijo con la mirada para asegurarse que fuera bien arreglado. No le gustaban los cachos, le parecían desproporcionados y a su juicio lo hacían ver cabezón. Los zapatos negros estaban relucientes, la cola roja cosida al pantalón estaba bien sujeta y no le impedía moverse con naturalidad, el corbatín de satín rojo brillaba emitiendo unos curiosos reflejos similares a los de la chaqueta que tenía unos remates en satín sobre los hombros. El pelo engominado, la camisa negra, el pantalón perfectamente planchado, y su pose erguida, lo harían ver sin duda como el diablo más guapo de la fiesta. –No demoro gordis linda –fueron las últimas palabras que le dedicó a su madre, luego le estampó un sonoro beso en la frente y salió seguido por Gaspar González, su amigo y vecino, a quien llamaban “Gogozo” y que también iría a la fiesta disfrazado de algo que ni él mismo sabía explicar. Llevaba una casaca de seda azul brillante con cuello dorado, un sombrero de copa del mismo color, un pantalón azul satinado y unas botas Doctor Martin también azules de amarrar. “En unas horas estará de regreso en casa”, pensó Oneida, recordando que por tratarse de una fiesta especial le había extendido el

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permiso hasta las tres de la mañana. Tan pronto los dos jóvenes atravesaron la puerta, Oneida impulsada por la curiosidad se deslizó veloz hasta el segundo piso para mirar a través de la ventana cómo se había disfrazado Lorena. Para esta noche especial, ella había elegido un disfraz de ratoncita Minnie: vestido rojo corto con lunares blancos y manga sisa, cinturón grueso negro, leggins del mismo color, zapatillas amarillas, enaguas de encaje negro que le cubrían hasta la mitad de las piernas y un moño rojo sobre su lacio cabello oscuro recogido en media cola. También había optado por un maquillaje discreto, labial carmesí levemente difuminado sobre los labios, algo de rímel y un rubor rosa que exaltaba sus rasgos indígenas. Oneida lamentó que su hijo no se hubiera disfrazado de ratón Mickey, así llegarían a la fiesta como una pareja, pensó sorprendida, pues justamente esa mañana le había dicho que esa relación, que apenas nacía, no le convencía, pues Lorena parecía tener una vida social bastante activa y estaba acostumbrada a que los hombres la cortejaran, a que complacieran sus exigencias y poca importancia daba a sus estudios; y para Oneida, su hijo no estaba para eso, no sólo porque bastantes ocupaciones le demandaban sostener en buen promedio las dos carreras universitarias que cursaba en sexto semestre –ingeniería industrial y economía– en la Universidad de Los Andes, sino porque no contaba con los recursos para mantener ese ritmo de vida. –Tú no estás para esas cosas hijo, ándate con cuidado con esta niña –le había dicho. Luigi, como le decían cariñosamente sus amigos y seres queridos, correspondía las miradas que Lorena le hacía de soslayo, mientras conducía el auto, pensando que a ella le gustaba jugar con él y llevarlo al abismo de las confusiones; por un lado se portaba como una niñita conservadora y remilgada, pero por el otro, se mostraba insinuante, traviesa y coqueta; señales contradictorias que enloquecían a Luis y obsesivamente lo impulsaban a tratar de revelar el misterio detrás de esta mujer que a veces parecía disponible y otras muy distante. Así había sido el saludo esa noche, no fue un beso en la boca pero tampoco en la mejilla, un roce en el límite de los labios que le confirmó que él no le era indiferente. A él también le gustaba este juego de oscilación permanente entre

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la seducción y la indiferencia, que siempre lo mantenía en el vértigo, dudando si los coqueteos eran producto de su imaginación o si realmente estaba ocurriendo algo mágico entre los dos. No sabía cómo acercarse sin correr el riesgo del rechazo, no se creía al pie de la letra las frases que ella a veces le lanzaba con expresión teatral, y que más parecían una estrategia de manipulación que un impulso de verdadera atracción. Gaspar, sentado en la parte trasera del carro, advirtió la tensión de la conquista y propuso abrir la botellita de vodka que Luigi había recibido días atrás como regalo del amigo secreto, para irse calentando, según dijo, y llegar animados a la fiesta. Luigi no lo dudó pero exigió que pararan en una bomba de gasolina para comprar unos vasos desechables y una botella de jugo de naranja –para que no entre tan fuerte –dijo con picardía. Las calles oscuras y vacías del barrio les hacían pensar que aquellos años felices de su infancia, cuando salían enormes grupos de niños a pedir dulces cantando “triqui triqui Halloween quiero dulces para mí, y si no me dan se les crece la nariz”, eran cosa del pasado. El cándido estribillo final de la canción que había sido reemplazado por un agresivo y amenazante “y si no me dan, rompo un vidrio y salgo a mil”, ya tampoco se escuchaba recorriendo la ciudad; la inseguridad había llevado a que muchos padres autorizaran a sus hijos a recorrer sólo el área de los conjuntos cerrados o de los apartamentos de los edificios donde residían, a celebrar fiestas en los salones comunales y, si acaso, a visitar una casa conocida, pero ya no a aventurarse por las inhóspitas calles del vecindario y mucho menos por los centros comerciales. “En Villanueva no es así” pensaba Luigi, mientras observaba la poca vida que se revelaba a través de la ventana del carro “allá la fiesta sigue siendo de los niños”, claro los adultos también se integran y el pretexto les funciona para salir de la rutina y celebrar encuentros entre amigos. Es una oportunidad magnífica para beber y acompañar a sus hijos en el desorden, pero en general las calles desde el atardecer son copadas por muchos grupos de niños alegres y maquillados que con enormes calabazas vacías emprenden su recorrido nocturno por el barrio con la esperanza de retornar a casa llenos de caramelos y pequeñas sorpresas.

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Lorena se detuvo para recoger en su casa a Zenaida Silva, la pareja de Gaspar, quien vestida de princesa, con un traje color rosa y una discreta corona sobre la frente, los recibió sonriente y se subió al carro levantándose la falda larga para no pisarla. Tal vez era el embrujo de la noche, el hermoso disfraz o la ilusión de la fiesta, lo cierto es que Zenaida, siempre tímida y apocada, esa noche lucía radiante, incluso hablaba con cierto desparpajo que a más de uno sorprendió, parecía otra persona; los bucles rubios que colgaban sobre su frente y su desnudo y largo cuello de cisne blanco, le daban un aire sensual que nadie, ni siquiera su novio, le había reconocido en el pasado. El recorrido, a medida que abandonaban las zonas residenciales e iban incursionando en áreas comerciales por amplias y populosas avenidas, se iba complicando. Poco a poco se sentía el ánimo de fiesta en los trancones, en los jóvenes que lucían aterradores o curiosos disfraces en las calles, que asomaban por las ventanas, cantaban y gritaban como si estuvieran en un carnaval. Era evidente que cada año, los niños empezaban a ser relegados por adolescentes y adultos que vivían más intensamente la festividad; para muchos era la oportunidad perfecta para lucirse, para bajo la disculpa del disfraz, poder exhibir las bondades de unos cuerpos cultivados con disciplina o moldeados en mesas de cirugía, de competir unos con otros y capturar el mayor número de miradas. La fiesta de Halloween se había convertido en una noche de exhibicionismo y de rumba descontrolada, aunque se conservaba el espíritu de la tradición que daba vía libre para olvidar lo demás, para reemplazar las normas de comportamiento y decoro por el más alocado desorden libre de culpas y remordimientos. Era una fiesta pagana como aquellas que se celebran en el altiplano peruano boliviano cuando los cristos son bajados de los altares y sus ojos son cubiertos con telas durante 48 horas para liberar a los hombres de su yugo castigador. “Dios ha muerto”, exclaman los pobladores, mientras las niñas del coro parroquial cantan “tiempo santo, tiempo santo”, autorizando a los hombres a cortarse las corbatas entre sí, a robar, a fornicar, a romper promesas de amor y fidelidad, a celebrar orgías y vivir con desenfado el caos y la lujuria permitidos.

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Sin mucho afán siguieron hacia el oriente rumbo a una peluquería donde Willy y Verónica, los estarían esperando listos y perfectamente disfrazados. Verónica, vestida como ángel negro, con unas enormes alas de plumas atadas a la espalda sobre un pequeño vestido de satín negro y profundo escote, estaba casi lista cuando llegaron a recogerla; el maquillador terminaba de dibujarle un arabesco en tonos oscuros y violetas junto al ojo derecho y la peluquera le daba el último retoque con laca y escarcha sobre su largo y ondulado cabello castaño. Su rostro pálido y oval del que sobresalían sus enormes ojos negros irradiaba jovialidad. Cuando vio a sus amigos frente a la puerta levantó la mano con notable entusiasmo, era como si llevara toda una vida esperando el momento y trató de ponerse de pie, pero la maquilladora se lo impidió. –Falta sólo un detalle –le dijo con nerviosismo. –Está bien, está bien, dale, lúcete conmigo –le respondió Verónica con humor. Dos minutos después, desfilaba frente a sus amigos para que estos pudieran admirar su disfraz e imponente figura; le encantaba ser el centro de atención, lo cual dado su característico vozarrón y esa manera tan particular y exagerada que tenía de mover las manos, no le era difícil de lograr. Willy, por la complejidad de su disfraz, no estaba listo todavía. Muchas manos profesionales se movían a su alrededor ultimando detalles, secándole la pintura blanca sobre el rostro con un potente secador para que el maquillador pudiera acoplarle unas extraordinarias pestañas ficticias capaces de sobreponerse a las ojeras violetas, y dibujarle pecas sobre los pómulos, manchas oscuras alrededor de los labios, cejas negras y gruesas y rayos azules delineando sus ojos color marrón. Aún faltaban las uñas que exigían enorme trabajo para convertirlas en aterradoras garras, pues además de necesitar uñas postizas bien adheridas, éstas debían ser limadas en punta y maquilladas para darles aspecto de suciedad. El cabello, que no se limitaba a una peluca trasquilada sino que debía lucir desordenado, trenzado en algunas partes y rasta en las patillas, exigía del uso de lacas y geles que pudieran garantizarle ese estilo rebelde y des-

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aliñado característico de un Beetlejuice, aquel siniestro personaje del inframundo creado por el cineasta Tim Burton. Justamente era ese aspecto taciturno de ojos hundidos y enrojecidos, piel traslúcida como la luna y labios de fuego lo que los estilistas con máximo cuidado y paciencia trataban de lograr, tomándose para ello el tiempo necesario. Willy quería lucirse con su atuendo, por eso no dudó en enriquecer la apariencia del complejo personaje con algunos toques originales, de modo que a falta de una larga peluca ceniza optó por una verde fosforescente, para darle un toque menos decadente al personaje, según dijo, una corbata color vino tinto, que le ajustó muy bien sobre una camisa blanca, un viejo traje completo de rayas negras y blancas, un par de guantes de primera comunión y unas rudas botas negras estilo militar. Con Verónica a bordo, y la certeza de que Willy, Tobías y Juan Esteban, los alcanzarían en un taxi minutos más tarde, el grupo de jóvenes siguió su camino ansioso por llegar a la fiesta en el bar Mirage Home, sitio seleccionado desde hacía varias semanas para celebrar la noche de las brujas y de paso el cumpleaños de Miguel Osorio, compañero de universidad. Para ellos era sin duda el mejor sitio de la ciudad, no sólo era un bar de moda que había alcanzado cierta popularidad después de que una revista de farándula publicó un artículo que se difundió de manera viral a través de las redes sociales afirmando que este sitio había sido seleccionado para celebrar anualmente su entrega de premios a lo más visto de la televisión colombiana. Además se sabía que los mejores Dj’s siempre estaban allí animando la fiesta y que sus dueños, un par de jóvenes desertores de la Universidad de Los Andes, se esforzaban por consentir a su clientela, ofreciendo lo que siempre desearon recibir; incluso se rumoraba que fuera de licor eran proveedores de otras sustancias y que dependiendo de la calidad del cliente y de su discreción, podían hacerse los de la vista gorda ante el consumo de drogas en ciertas zonas exclusivas que mantenían ajenas a las masas eufóricas que cada fin de semana acudían a su prestigioso bar. Las calles de la Zona Rosa se habían transformado en un completo carnaval; miles de personas luciendo estrambóticos atuendos se amontonaban frente a las entradas de bares y restaurantes, algunos

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asumían la personalidad del disfraz que usaban y trataban de espantar a los transeúntes gruñendo, mostrando filudas garras o incluso escupiendo llamaradas de fuego por su boca. Lorena avanzaba con lentitud por la calle 82, cuando súbitamente un hombre disfrazado de muerte se atravesó dejando caer sobre el capó del carro una guadaña plateada. Lorena frenó en seco, el hombre, recostado sobre el parabrisas de la camioneta, sonreía divertido y batía la guadaña, mientras Luis Andrés lo observaba aterrorizado. Todos rieron. Unos segundos después él también lo hizo, cuando logró aplacar su corazón desbocado. Ninguno tomó este hecho como un mal presagio, ni supo reconocer en ese gesto el llamado de la muerte, y si alguno lo hizo, no lo comentó. Tan pronto pasaron frente a la entrada del bar, en dirección a la zona de parqueo, Lorena se detuvo al caer en cuenta de que no traía suficiente efectivo, miró a Luis con la esperanza de que él le dijera que no se preocupara por esa nimiedad, que él la invitaba, pero Luis no se movió, entonces ella lo miró con disimulado desprecio y le pidió que la acompañara a buscar un cajero y también que tomara el volante del carro, pues ella no era muy hábil para estacionar. –Nosotros vamos entrando –respondió “Gogozo” –hay mucha fila –advirtió y se bajó seguido por Zenaida, su novia, y por Verónica –nos vemos adentro –exclamó, pero antes de cerrar la puerta del carro decidió que había que rematar la media botella de vodka que animadamente habían compartido durante el trayecto. Sirvió medio vaso, lo combinó con los restos del jugo de naranja que quedaba, lo batió, dio un gran sorbo y se lo pasó a Luis, que sonriente lo recibió. Lorena sin pronunciar palabra se acomodó en la silla del copiloto y Luis, que se sentía algo incómodo por no poder asumir los gastos de la noche, arrancó el carro, girando por la carrera 13 en dirección norte en busca del estacionamiento. En silencio entraron y en silencio salieron; luego, caminando uno junto al otro, y debatiéndose entre el terror y la fascinación ante todo lo que veían, por ese despliegue de ingenio y color que se había tomado la noche, se sumergieron en las calles saturadas de rostros eufóricos de la Zona Rosa. Luis sin pensarlo mucho, tomó a Lorena de la mano para no extraviarse entre la multitud.

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En medio del espanto o el deleite que producían algunos disfraces, era llamativo advertir el esfuerzo y cuidado con el que cada cual había seleccionado y elaborado su atuendo, la diversidad y la creatividad de algunos disfraces; desde hippies hasta princesas rosadas, angelitos ligeros de ropa y suaves alas blancas, populares personajes de películas infantiles del cine americano, marineros, gorilas, Blancanieves sin enanos, políticos de fama mundial y hasta un Pablo Escobar; todos caminaban juntos dispuestos a pasar una noche de locura. Frente al cajero, Lorena le soltó la mano con brusquedad y avanzó sola. –¿Te molesta que nos vean tomados de la mano? –preguntó Luis sobrecogido. –Para nada –respondió ella con una sonrisa complaciente –me da igual pero la necesito libre para usar el cajero –dijo sacudiendo su mano como si fuera el cuerpo de una bailarina –luego te la devuelvo –le aclaró picándole el ojo y cerrando tras de sí la puerta de vidrio. Luis se sintió algo estúpido. “Ella siempre quiere jugar conmigo” pensó, mientras adoptaba la pose del perro fiel que espera paciente el regreso de su amo. Minutos después reanudaron en silencio el camino hacia el bar, ya no iban cogidos de la mano; Luis esperaba que ella tomara la iniciativa y ella que él volviera a intentarlo. Cuando llegaron se sorprendieron por la enorme acogida de la fiesta, la entrada estaba llena de monstruos, brujas, vaqueros, ángeles y piratas. Para no tener que abrirse paso a empellones entre la multitud, se acomodaron a un costado de la acera y llamaron a Jenny, la amiga de la universidad responsable de entregar las invitaciones, para avisarle que ya habían llegado y que la estaban esperando en la calle. –Mira quién va allá –exclamó Luis repentinamente. Lorena levantó la mirada que en ese momento tenía fija sobre sus zapatos al advertir que un chicle se había pegado en la suela derecha de su zapatilla amarilla de terciopelo. –No sabía que estaría por acá –mintió tratando de disimular el enojo que la imagen le producía. Se trataba de Marcos Bárcenas, su exnovio con quien hacía apenas un mes atrás había terminado una tortuosa y apasionada relación de tres años. Marcos caminaba erguido luciendo su disfraz de policía americano, camisa y pantalón

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negro, tirantes amarillos y una estrella plateada sobre el pecho, en compañía de una joven robusta, de baja estatura, cabello claro y ensortijado que vestía una minifalda rosa, una blusa blanca con bombachos en las mangas y llevaba un abrigo negro entre los brazos; un disfraz que Luis no pudo interpretar pero que Lorena identificó como de muñeca, por el cual concluyó con risa “es la nueva muñeca de Bárcenas”. Luego giró para mirar en otra dirección, no quería que las miradas se cruzaran pero sí quería que él la viera, hermosa y radiante acompañada por el Negro que era guapo y llamativo; “mírame, mírame”, le dijo con la mente, pero Marcos, apoyando su brazo en el cuello de Sabrina siguió de largo sin advertir su presencia, sin verla vestida de Minnie, sin poder apreciar su nuevo y voluptuoso pecho, sin percibir su alegría de mujer soltera. “Ya me verá adentro” pensó siguiéndolo con la mirada hasta la entrada del bar, “y cuando lo haga se dará cuenta que pudo haber venido con mejor compañía; esa gorda no me llega a los tobillos” se consoló mentalmente mirando a Luis que sin palabras la cuestionaba. Aunque se sentía superior a la acompañante que Marcos había elegido para asistir a la fiesta, y a todas las que pudieran estar dentro del mismo bar, le producía cierta tristeza rabiosa advertir la placida alegría de su ex pareja, la sonrisa de ella, demasiado grande, demasiado evidente para su gusto, ese cuello blanco y ancho surcado por los dedos de él, su pecho amplio y generoso como a él le gustaba, esa detestable expresión de complacencia que parecía alejarla de las miradas y de todo cuanto sucediera a su alrededor, y sin poderlo evitar una nube de dolor se apoderó de sus sentidos. Recordó la última discusión con Marcos, aquella tarde cuando se citaron en un café próximo a su casa con el pretexto de resolver amigablemente sus viejos y recientes conflictos en un sitio neutral; pero las hilachas de un amor desgastado por al abuso y las mutuas infidelidades impidieron un trato cordial entre ellos, sólo se escucharon los aullidos de sus egos heridos y una lluvia de frases violentas y de reclamos dichos a destiempo que los dejaron vencidos y agotados; era evidente que ninguno había acudido al encuentro con un ánimo conciliador, los dos habían llegado armados, llenos de resentimiento, dispuestos a expulsar demonios y a destrozar al otro; ya estaban listos para

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ponerle punto final a una relación que se había convertido en un calvario y que entre juegos infantiles trataban de disimular. No podía olvidar cuando, con marcado desprecio, Marcos le dijo que estaba aburrido de sus celos, de su control y de sus berrinches; que afuera había mujeres de verdad dispuestas a estar con él, ¡no niñitas malcriadas que ni siquiera tenían tetas! Fue un golpe bajo a su estima, una cruel bofetada a su vanidad de mujer; un profundo dolor que sólo con el tiempo, el dinero de papá y el mejor bisturí de la ciudad, recién empezaba a superar. Jenny apareció sonriente en la puerta con los pases de entrada. Con dificultad se sostenía sobre sus tacones de puntilla color rosa, pero aun así aceleró el paso para ir al rincón donde ellos la esperaban enfrascados en una conversación que en la distancia se leía romántica y que les impedía apartar la vista del uno en el otro. Jenny, enfundada en un vestido de cabaretera norteamericana que de inmediato hizo que Luis evocara los tiempos aquellos en los que las mujeres debían soportar la tortura del corsé para verse más voluptuosas ante los hombres, aunque en esta ocasión encontró acertada la prenda. Estaba impactado, nunca había visto a su amiga y compañera de estudios desde hacía cuatro años tan radiante como esa noche, y ciertamente los tacones rosados, aunque parecían tortuosos, estilizaban su figura robusta y la hacían imponente. Jenny los saludó con un beso en la mejilla, les dijo que estaban guapísimos, que eran la pareja más linda que había llegado a la fiesta y les advirtió que el sitio estaba a reventar, que el calor, pese al aire acondicionado, era infernal. –Estaré en mi ambiente entonces –concluyó Luis rápidamente, tocándose los cachos de su disfraz de diablo. Todos rieron. Luis y Lorena se tomaron de la mano orgullosos y siguieron a Jenny con paso apresurado para cruzar la puerta oscura y estrecha de entrada al bar. Mejor sitio no podían haber elegido. El bar se ubicaba en una esquina de la Zona Rosa de Bogotá, en los dos últimos pisos de un edificio negro de vidrios polarizados, fachada plana y sin mayor gracia arquitectónica; en la primera planta había salones independientes, marcados por la recreación de un estilo en cada propuesta decorati-

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va. Era posible degustar una copa de licor en una barra estilo cantina francesa, pasar luego a un hall femenino de mesas bajas y puffs de colores pastel que obligaban a tener las piernas abiertas y el cuerpo doblado o se podía avanzar a un salón cálido dispuesto para compartir un encuentro furtivo en los enormes sofás que junto a chimeneas siempre encendidas, ofrecían la calidez y discreción de la luz tenue. También estaban los salones fríos y metálicos para quienes preferían los ambientes clásicos y sobrios, o los espacios abiertos y despejados para el baile sin control, donde sólo se ubicaban algunos mesones pesados de mármol dispuestos en las esquinas, para dejar las copas junto a labrados candelabros hebreos de siete cuerpos y base hexagonal que decoraban el salón. Espejos británicos curvos de Overmantels o algunos otros con marco en bronce labrado estilo Luis XV colgaban de las paredes, siendo siempre los más llamativos los dos de la entrada que habían sido diseñados tomando como referencia la moda parisina del siglo XIX. A la derecha del bar estaba la barra principal, negra y larga, surcada por ojos metálicos que pestañeaban emitiendo destellos azules intermitentes, en medio de dos paneles enormes con luces rojas y amarillas zigzagueantes, sillas redondas en fibra de vidrio que se ajustaban a la estatura de cada cliente y desde donde se podía apreciar una exposición de fotografías de modelos y artistas que habían pasado por el sitio. El área central tenía una pequeña pista de baile, una tarima para artistas en vivo, cabina de sonido, una terraza curva al fondo, un jardín lateral con jaulas de pájaros pequeños y escaleras de gato para subir a una azotea vigilada. Para lograr esta multiplicidad de ambientes y detalles decorativos, los dueños del bar no habían escatimado tiempo ni recursos; habían acudido a decoradores internacionales de gran prestigio y durante algunos meses visitaron los más sofisticados y exitosos bares de Barcelona, Ámsterdam, Berlín, Londres, El Cairo y Jerusalén para copiar algunas de sus propuestas; el objetivo era ofrecer un espacio único, inimitable, donde el cliente tuviera la posibilidad de cambiar de ambiente y de sensaciones en un mismo lugar. Los baños también habían sido diseñados con meticuloso cuidado; los masculinos ofrecían cómodos sillones con mesas y ceniceros, servicio permanente de striptease de voluptuosas adolescentes que

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danzaban dentro de una cabina de vidrio sellada con una pequeña ranura a través de la cual los clientes las animaban depositando algunos billetes, había cubículos de metal dotados de pañuelos faciales, cucharitas de plata, y gotas nasales, incluso se ofrecía un botiquín para las emergencias con AlkaSeltzer, aspirinas y cajas de rapé a 10 dólares. El baño de las mujeres, más sereno y amable en los detalles, consideraba todas las eventualidades que pudieran presentarse en una noche de fiesta. De las paredes cubiertas con papel tapiz de flores, además de grandes espejos curvos con lupas; junto a los lavamanos había un dispensador de muestras gratuitas de perfumes de marcas reconocidas, paños desmaquillantes, pegante de uñas, costurero y hasta una caja proveedora de medias veladas de todas las tallas, colores y materiales, desde nylon hasta cachemir. Mirage Home era un sitio exclusivo pensando para lo que algunos suelen llamar gente bien en Bogotá, personas lindas, bien vestidas, que si eran pobres lo ocultaran y si eran ricas no lo disimularan. Un lugar perfecto para los nuevos ricos de la capital. Lorena y Luis siguieron rápidamente a Jenny por las escaleras, tenían afán en llegar a la fiesta pero ninguna causa justificada para la prisa, nadie preguntaba las razones para entrar corriendo pero todos lo hacían, era como si temieran encontrar la puerta cerrada. Jenny, que parecía la recepcionista de la fiesta, les indicó que en el cuarto piso podían dejar los abrigos y los bolsos, Lorena se los entregó a un hombre risueño y amable, quien a cambio le dio una ficha roja con el número 127 para ser usada como pulsera, Luis se la acomodó en la mano izquierda, para evitar que se enredara con el reloj que usaba en la otra muñeca. En la entrada del bar se detuvieron unos segundos para inspeccionar el sitio antes de exponerse a la mirada inquisidora de los asistentes, era cierto que estaba a reventar y que unos a otros se auscultaban con la mirada aprobando o desaprobando atuendos, compañías y comportamientos; Luigi y Lorena se tomaron de la mano y avanzaron seguros y triunfantes como si desfilaran por una pasarela; para él era importante que los vieran llegar juntos porque creía haberse ganado el honor de asistir con la niña más linda de la facultad, aunque estuviera lejos de serlo,

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y para ella, era la oportunidad de que Marcos Bárcenas y sus amigos la vieran con otro hombre, que se dieran cuenta de que no sufría por la ruptura y que podía estar con quien quisiera y cuando quisiera porque tenía bastante de donde escoger. Rápidamente ubicaron a sus amigos, que sentados cerca de la barra habían pedido una botella de vodka con una jarra de jugo de naranja, y se acercaron seguidos por un cúmulo de miradas curiosas que pretendieron ignorar. Todos levantaron la copa para brindar por la que sería una gran noche, se tomaron algunas fotos y pronto se vieron inmiscuidos en una conversación insulsa, criticando disfraces, tratando de descubrir la identidad de algunos compañeros no reconocibles tras máscaras y exóticos maquillajes, especulando sobre nuevos romances, infidelidades y rupturas amorosas insospechadas. Lorena reía animadamente, tomando por breves momentos la mano de Luis o lanzándole miradas sugestivas. Desde lejos parecían estar felices y compenetrados. Bailes insinuantes se desataban sobre la pista ante la mirada atónita de algunos, la alharaca destemplada de los que empezaban a pasarse de copas retumbaba sobre las paredes tratando de imponerse sobre la música y las cientos de conversaciones simultáneas que se escuchaban como un zumbido ensordecedor. Incluso ya varias parejas habían pasado a los baños para hacer “un rápido”, un encuentro sexual veloz sin nombres ni explicaciones y, por supuesto, sin expectativas afectivas. Por más que trataran de ser discretos, siempre había alguien oteando, llevando la cuenta de estos encuentros y calificando de perras a las mujeres que participaban y de varones a los hombres que lograban realizar más de tres rápidos durante la noche. Había transcurrido el tiempo exacto para no perecer en la fatiga verbal y no desocupar la botella en una sola sentada, cuando sonó el mismo vallenato que una hora antes venían escuchando en al carro; era demasiado para ser coincidencia pensó Luis; se trataba de “El rey de la mujeres” de Peter Manjarrés; fue una especie de bienvenida que sólo ellos dos pudieron entender. Quizás a Luis lo que realmente le emocionaba de esa canción no era tanto la letra, aunque en algo se identificaba, sino que el cantan-

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te, que era amigo suyo de infancia, en algún aparte del coro decía: “… a Luis Andrés Colmenares Escobar en Bogotá...”. “Y yo no soy, no soy bonito (bis) pero todas las mujeres quieren que les dé un besito y yo no soy, no soy bonito (bis) tengo sabor y mucho estilo… ”. Con la sola mirada la invitó a bailar y ella aceptó entusiasmada. Tomados de la mano caminaron hacia la pista desierta en la que aún pocas parejas se animaban a bailar esta tonada caribeña. Lorena al comienzo quiso marcarle la debida distancia, pero luego ella misma lo fue acercando a su cuerpo, le bajó la mano para colocarla a la altura de su muslo y le besó el cuello con cariño. Una ola tibia de placer recorrió el cuerpo de Luis Andrés, la apretó con fuerza contra su pecho sintiendo cómo esa lengua larga y a veces venenosa avanzaba resuelta por su oído. Se dejó arrastrar por sus trampas sin oponer resistencia, sin pensar en qué momento sería arrojado al vacío del desamor; por un breve instante todo desapareció a su alrededor, los amigos que con picardía los observaban en la distancia, la música, el suelo, los muros, el edificio, todo se esfumó en el calor de ese abrazo, sólo eran ellos dos, esa lengua sedienta, ese tibio estremecimiento que sofocaba los sentidos y que él llamaba amor y ella provocación. “Y yo no soy, no soy bonito y yo no soy caribonito ahora dicen por ahí que soy el rey de las mujeres preguntan qué es lo que tengo ellas todas me prefieren… ”. Sin embargo, cuando él respondió y trató de besarle los labios, ella reaccionó con enojo y lo empujó. –¡No, Negro! –le dijo en voz alta haciendo que varios ojos se fijaran en ellos. Luis, algo avergonzado, levantó la mirada para comprobar con desilusión que arriba, con la quijada apoyada en la baranda del balcón del segundo piso, Marcos Bárcenas, los observaba con satisfacción y levantaba la mano para saludarlo en ademán de burla. Luis bajó contrariado la cabeza. Había sido arrojado al limbo de la melancolía, de los celos y de la frustración; se sintió tonto y abatido.

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Miró a Lorena que firme pero expectante lo esperaba para continuar el baile, pero Luis sin musitar palabra y sin rencor en la mirada se alejó de prisa dejándola a ella, entre apenada y divertida, sola en la mitad de la pista. Lorena, fingiendo que no se sabía observada por Marcos apenas levantó los hombros con despreocupación y lanzó un hondo suspiro. –Pobres hombres –dijo en voz baja, apenas para ser escuchada por las parejas que bailaban junto a ellos. Gaspar, quizá sintiéndose comprometido con Luis al haber llegado con él a la fiesta, la miró con desaprobación y salió presuroso detrás de él, para alcanzarlo en la entrada del baño. –Es que esa mujer me descontrola, me acaricia, me excita, me chupa la oreja y cuando la voy a besar me rechaza, está jugando conmigo… –exclamó Luis cuando sintió el brazo de su amigo sobre su espalda. –Eso ya lo sabemos todos –le dijo con mofa– pero fresco, sígale el juego, disfrútela, boba y todo pero está buena, cómasela y ya, que eso es lo que ella quiere, pero no se enrede… –Luis le respondió con una mirada enardecida. –Perdón no se ofenda, no sabía que la quería para algo serio… –No, sabe que ya no, la quería pero ya no, esta noche me he dado cuenta que ella no es la mujer de mi vida, aunque me gusta mucho, mucho… –Pero, ¿qué le ve? La nena si es medio bonita, las cirugías la pusieron buena pero es una tonta engreída… –Lo sé, pero eso es lo que me gusta, lo arrogante, lo desafiante que es, no sé, esas ínfulas de superioridad que tiene… pero no, ya entendí, no es para mí… –Mejor así hermano, se lo digo por su bien, esa vieja no es para nada serio, y además… –Gaspar trató de alejarse en dirección a los orinales. –Además, ¿qué? –dijo Luis con enojo. –Le cuento si no se emputa –respondió Gaspar acercándose de nuevo. –No me emputo, qué más da… diga… –su voz era de derrota. –Ella está saliendo de nuevo con Valdivieso, todo el mundo sabe que ella le puso los cachos a su ex con él, pero otra vez andan juntos

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y también dicen que sale con otro man de diseño. –¡Cuentos! –exclamó– bueno, lo del Valdi ya lo sabía, él está retragado, pero ella no le da ni la hora… –¿Ah, no? ¿Entonces por qué almorzaron hoy en Astrid & Gastón?, todo el mundo los vio, estaban súper cariñosos, se daban besos, parecían novios… –tomó aire sin saber si erraba o acertaba en su intento de abrirle los ojos al amigo– que pereza que sea yo el que le tenga que contar… –dijo sin detenerse– por eso todos estaban sorprendidos cuando los vieron llegar juntos, ¡esperaban que ella viniera con él, no con usted! Luis parecía agobiado, bajó la vista con los brazos extendidos apoyados sobre el lavamanos, miró la punta de sus zapatos negros, era el mismo rumor de siempre, una y otra vez lo mismo, el mismo golpe, la misma duda devorando sus tibias alegrías, no quería escuchar más, no quería saber, pero al mismo tiempo clamaba por un poco de piedad. –¿Usted los vio? –No, pero Juan sí y él me contó, y usted sabe que el man es súper serio y discreto, así que si me lo dijo es porque así fue y porque está preocupado por usted. Despierte parce, todo el mundo se da cuenta que la nena sólo quiere que le ayude a pasar el semestre, porque es una vagaza total, lo está utilizando… además la gente comenta que ella sigue tragada de su ex. Luis recordó de inmediato las palabras de su mamá días atrás cuando él le pidió permiso para salir a un bar con Lorena. “Ten cuidado hijo, no sea que esa muchacha te esté utilizando para darle celos a su novio… ”. Luis sonrió. “Que va mamá, esa relación ya está rota desde hace rato, a Lorena ya no le interesa, pero no te preocupes, iré con cuidado” le dijo, queriendo creer que así era. Luego recordó las palabras de su amiga Lina, una caleña despreocupada que amaba más el violín que las clases de diseño que debía soportar por imposición de sus padres que consideraban que la música estaba bien como hobby pero no como un oficio decente, porque según sus prejuicios todos los músicos eran marihuaneros con vidas licenciosas que terminaban muriendo de hambre en casuchas sucias y desvencijadas. Gracias a su buen juicio, Lina se había

Maureén Maya Sierra

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convertido en su más fiel confidente. Un mes atrás Luis le envió un mensaje pidiéndole consejo: “Tú que me conoces, y conoces a Valdivieso, eres la única que puede aconsejarme. Me imagino que el Valdi en los primeros semestres te habló de Lorena Carreño, la piernona, como él le dice, que le gustaba. Pues imagínate que ella estaba en el paseo y las cosas están funcionando… pero ella se siente confundida por el Valdi y al Valdi aún le gusta ella. Y yo estoy como en la mitad de un algo que si me aparto sé que sucede, pero si me quedo sé que puede pasar algo entre nosotros…”. Lina le respondió ese mismo día diciéndole que fuera con calma, que perseverara si de verdad la quería y confiara; si ella lo merecía sabría tomar la mejor decisión, pues a leguas él era muy superior a Valdivieso, pero que en caso contrario, no se habría perdido de nada porque ella le habría demostrado que no lo merecía. Esta respuesta logró tranquilizarlo y, de cierto modo, hacer que los pros de ir a la fiesta con Lorena, que había anotado en un cuaderno, se impusieran sobre los contras. –No se amargue más por esa nena, niñas lindas es lo que hay en este mundo y mejores que ella. Vea parce, hágame caso, no le dé importancia, sea indiferente y verá como cae rendida a sus pies, gócesela un rato pero no se enamore. Además viejo, estamos de rumba, no vinimos a chillar como nenas sino a pasarlo bueno. –Pues sí, estamos de fiesta –respondió Luis pasando saliva y alejando el llanto que avanzaba bajo sus párpados– no le voy a dañar la noche a nadie, ¡qué va!, vamos a rumbear que pa’ eso vinimos –dijo con vehemencia, se echó un poco de agua en la cara, se secó con un pañuelo desechable y volvió a la rumba invadido por una nueva actitud, nada de celos ni de reclamos, se dedicaría a disfrutar de la noche con Lorena o sin ella, como un hombre de verdad. Total, era cierto que había venido a pasarla bien con sus amigos, no a amargarse por ella. Los dos regresaron al salón riendo y conversando como si nada hubiera sucedido, Luis se integró al grupo de amigos con naturalidad, se sirvió otro vaso de vodka con jugo de naranja y empezó a participar animadamente de la conversación. Escuchó algunas frases intrascendentes sobre el “rápido” de una compañera con un

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desconocido en el baño de hombres, la escena de celos de la eternamente cachoneada de la universidad, el infortunado vestido de aquel, el maquillaje saturado de aquella, risas livianas, uno que otro brindis, y cuando empezó otra tanda de vallenato no lo dudó un instante y fue en busca de su amiga Jenny, que seductora lo observaba desde la barra. Bailaron varias canciones y rieron como hacía mucho tiempo no lo hacían; Luis le confesó que pensaba seguir siendo el rey de las mujeres y que sólo cuando encontrara a la madre de sus hijos se dejaría invadir por la fiebre del amor. –Total, con dos carreras y manteniendo siempre el más alto promedio en ambas, tampoco es que te quede mucho tiempo libre para conquistar a nadie –le respondió Jenny en tono de complicidad. –Todos dicen que nosotros hacemos muy buena pareja… –Todos hablan mucho… –le respondió ella. –Nos va mejor como amigos, ¿no es verdad? –dijo Luis Andrés levantando la mirada– si nos hacemos novios, peleamos y nos alejamos, como amigos siempre podemos estar juntos, contarnos las cosas y darnos apoyo en las duras y en las maduras. –Así es mi Luigi, tú sabes que yo te quiero como un hermano. –Y yo a ti como una hermana –le susurró besándole la mano con dulce galantería. Luis de nuevo se veía feliz, bailaba emocionado con su amiga, hacían vueltas extrañas, se cruzaban los brazos por la espalda y por el frente como si ensayaran una coreografía aprendida de memoria, hacían una bonita pareja aunque no lo fueran. –Mi buena amiga Jenny es la mujer más linda de la fiesta –exclamó exaltado. –¡Ya estás borracho! –No, no estoy borracho, sólo digo la verdad… –¿Te gusta mi disfraz? –preguntó ella con coquetería, alejándose un poco para que él pudiera observarla. –Es como de cabaretera gringa, ¿cierto? –¿No te gusta? –Me encanta, te ves remamacita, desde que te vi en la entrada me pregunté si traías corsé.

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