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Primera edición, 1994
1. LA CONCEPCIÓN DE HISPANOAMÉRICA
DE ALFONSO REYES (1889-1959)
D. R. © 1994, Fo"ioo DE CULTURA ECONÓMICA, S. A. DE C. V. Carretera Picacho-Ajusco, 227, 14200 México, D. F.
ISBN 968-16-4285-6 Impreso en México
CON la caída del porfiriato y los albores de la Revolución mexicana de 1910 coincidió una revolución cultural, más callada pero más honda y más duradera que la que ya en sus comienzos ocasionó el desencanto de Mariano Azuela en su famosa novela Los de abajo (916). De sus propósitos y de sus primeros pasos dejó testimonio Pedro Henríquez Ureña en el discurso que pronunció en la inauguración de los cursos de la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de México en 1914 y que se publicó bajo el título de "La cultura de las humanidades". Aparentemente, el propósito fue el de superar la estrechez del positivismo que había servido de base ideológica al porfiriato y el de restablecer la metafísica y la cultura clásica. En realidad, sus resultados fueron considerablemente más amplios, pues la "cultura fundada en la tradición clásica no puede amar la estrechez", decía Henríquez Ureña, quien de ese principio deducía la necesidad y la justificación del "cosmopolitismo". Éste respondía a las suscitaciones del cosmopolitismo consagrado por Rubén Darío, pero tenía la inspiración política del de Rodó, quien en su Ariel(900) no sólo había contrapuesto al espíritu materialista anglosajón el espíritu desinteresado latino sino, sobre todo, había invitado a la juventud de América a fortalecer esa personalidad histórica que él había definido en esa contraposición. Para quienes participaron de esa callada revolución de la Escuela de Altos Estudios y antes del legendario Ateneo de la Juventud, como el filósofo Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, entre otros, esa afirmación de la personalidad histórica de América tenía que pasar por lo que se llamó la rehabilitación de la metafísica, por la lectura de Platón y de Nietzsche, por ejemplo. Tanto el "arielismo" que desató Rodó 7
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como el ejemplo de la Escuela de Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud y la reforma universitaria de Córdoba de esas mismas fechas acuñaron la vida cultural hispanoamericana de más de tres decenios de este siglo, pero la sustancia que heredaron ha sucumbido a lo que Gabriel García Márquez describió en Cien años de soledad (1967) como la "peste del olvido". Cierto es que ya Fernán Pérez de Guzmán en el siglo xv y Américo Castro en este siglo la habían comprobado en el mundo castellano. Con todo, ¿cabe satisfacerse con esta constante de la inercia y del olvido? No es improbable que la velocidad con la que se suceden teorías y postulados obligue, por así decir, a considerar el pasado intelectual inmediato como algo que ya no responde a las exigencias del presente; que, por ejemplo, el estructuralismo de Lévi-Strauss ponga en tela de juicio automáticamente el "arielismo" de Rodó o la fe que Henríquez Ureña y Alfonso Reyes pusieron en la "cultura de las humanidades". Si así fuera, el olvido a que fueron condenados el "arielismo" y sus consecuencias, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y tantos más sería no sólo justo, sino inevitable. Y todos ellos descansarían en el cementerio con su lápida merecida, en el mejor de los casos como monumento. Sin embargo, la realidad es diferente. El "cosmopolitismo" de la "cultura de las humanidades" fue el resultado de un largo proceso que se inició con la Independencia y que, en quienes lo pusieron en marcha y lo impulsaron en el siglo XIX, como Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, tenía por meta la "construcción de América", es decir, la toma de conciencia de la Novedad del Nuevo Mundo y, consiguientemente, de la situación y del papel de ese Nuevo Mundo, que ahora eran las nuevas repúblicas, en la historia universal. La "Alocución a la poesía" de Andrés Bello sobre todo, pero también su "Silva a la agricultura de la zona tórrida", de 1823 y de 1826 respectivamente, propusieron a Europa un mundo mejor, y, al mismo tiempo que invitaban a la poesía a abandonar a la Europa decadente, pretendían ser la Eneida americana, es decir, el canto y testimonio de cuño romano de ese mejor Nuevo Mundo. Fueron no tanto, como
se les malentendió, un programa poetológico, sino un postulado político y moral, fundado en una ética de la pureza y de la inocencia campesinas que trascendían el modelo virgiliano y tocaban los límites de una utopía. Pero ese canto fundacional no buscó su legitimación histórico-cultural en los pasados precolombino y español, sino en la antigua Roma. Y cuando Andrés Bello elaboró el primer código moderno en lengua española, esto es, el Código civil de la República de Chile (1855), fundamento de las relaciones sociales de las nuevas repúblicas, tampoco recurrió a una tradición jurídica indígena o española, sino a la jurisprudencia europea de su tiempo yal derecho romano que la determinaba. Este "cosmopolitismo" no desconoció o rechazó la realidad histórica y social inmediata. Ésta estaba presente como presupuesto, para dar a las culturas y tradiciones de que se había servido "estampa de nacionalidad", como decía Bello. Con todo, el proceso de definición, toma de conciencia y construcción de América que impulsó Bello siguió un camino laberíntico y difícillleno de retrocesos, ambigüedades o malentendidos y de resentimientos históricos que encontraron su manifestación dogmática y sentimentalmente intimidante en los nacionalismos de diverso color, a los cuales no se pudo sustraer el mismo Rodó. Pues cuando el "cosmopolitismo" engendró en la primera culminación de su proceso una poesía inequívocamente hispanoamericana de validez universal, la de Rubén Darío, Rodó expresó su paradójica reserva de que el nuevo Príncipe de las letras hispánicas no había escrito el poema de América. Sin embargo, Darío cumplió con creces el postulado de la "Alocución a la poesía" de Bello: la poesía se había trasladado al Nuevo Mundo. Y traía lo que Sir Cecil M. Bowra reprochó arrogantemente a Rubén Darío cuando se preguntó qué relación legíJ:ima podría tener un hijo de Metapa con la mitología griega. La respuesta anticipada a esa pregunta la dieron los miembros de la Escuela de Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud de México, en especial Alfonso Reyes, pues la "cultura de las humanidades" no sólo pretendía renovar la vida espiritual
LA CONCEPCIÓN DE HISPANOAMÉRICA DE ALFONSO REYES
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y cultural de México y de Hispanoamérica, sino darle sustancia histórico-cultural y con ello sembrar con moral el terreno de una política hispanoamericana del futuro que recuperara el sentido que había presidido la aventura del Descubrimiento, esto es, el de ser un Nuevo Mundo, un mundo mejor, el que invocó Andrés Bello para las nuevas repúblicas. Pero esa tarea exigía por definición la confrontación con la cultura del Viejo Mundo, sin cuyo conocimiento era ilusorio trazar con nitidez la peculiaridad de ese mundo nuevo y mejor, que había nacido de la imaginación y las nostalgias del Viejo Mundo. La confrontación no podía ser contraposición; tenía que ser asimilación y, como lo pedía Bello, aplicación crítica a la nueva realidad, que en ello pone de relieve sus propios perfiles. Tal confrontación no es, por su carácter, estática sino dinámica y permanente, pues el perfil histórico no es como el nombre científico de una planta o como una definición en el sentido tradicional, esto es, género próximo y diferencia específica, sino permanente devenir; pero es un permanente devenir de lo que se llama tradición, sin la cual el primero es vacío y la segunda, lastre. Con su lenguaje erótico, aunque también multívoco, porque es lenguaje de poeta, condensó el Príncipe Darío esta realidad de la historia, referida a la de los pueblos de la "sangre de Hispania fecunda", en la frase de las "Palabras liminares" de sus Prosas profanas (1896), que reza: "Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París". Era una metáfora del cosmopolitismo. Esa metáfora la explicitó y la llenó de sentido histórico Alfonso Reyes. En su primer libro de ensayos, Cuestiones estéticas (911), Reyes interpretó renovadoramente a Góngora, deparó al mundo de la lengua española de entonces una nueva perspectiva para la comprensión de la tragedia griega, destacó peculiaridades de Goethe y Mallarmé que no habían percibido los propietarios peninsulares de las culturas alemana y francesa, y enriqueció la precaria bibliografía sobre Diego de San Pedro. El que el ensayo sobre G{mgora y el dedicado a San Pedro fueran entonces una revaloración y
un redescubrimiento de dos autores españoles y el que el trabajo sobre "Las tres 'Electras' del teatro ateniense" constituyera el primer trabajo en lengua española sobre la tragedia griega con que intentó fructificar en este siglo el estéril campo del helenismo, no fue su único mérito. Ya antes de publicar estos ensayos, Reyes había examinado la obra del poeta mexicano Manuel José Othón, cantor de la naturaleza y solitario en el momento del modernismo urbano. Con este comienzo de su carrera literaria, Reyes había exaltado a la "esposa de su tierra", es decir, a su tradición mexicana e hispánica, y a la "querida de París", esto es, la cultura europea. Pero a diferencia de Darío, en Reyes no se trataba de fidelidades o infidelidades y Reyes no tenía que advertir al abuelo Cervantes que su "galicismo", como se le llamó, no lo extrañaba de su tronco. Porque su "esposa" y su "querida", para seguir con la metáfora dariana, se complementaban y se necesitaban para diferenciarse. Más tarde, Reyes dijo de su praxis literaria en los tres géneros que "promiscuaba en literatura". Esta promiscuidad no sólo superaba los límites rígidos de los tres géneros, que se habían difuminado progresivamente desde el romanticismo, sino, sobre todo, sentaba como principio de la actividad intelectual la dinámica, o, lo que es lo mismo, el antidogmatismo, que habían sido desterrados de la vida intelectual hispánica por la escolástica tradicional y por el positivismo decimonónico. Esta "promiscuidad" era la contraposición consciente a la "estrechez" que combatieron, bajo el signo de la primera revolución de este siglo, los intelectuales mexicanos que se propusieron recuperar la "cultura de las humanidades". La "promiscuidad", es decir, la dinámica, era también, para quien forjó la palabra, un impulso político. Pero Reyes no entendía el concepto de política en sentido programático, sino en el sentido del lema que puso a las publicaciones de su Archivo, esto es, "entre todos lo hacemos todo". Esta dinámica política subyace en su concepción de América, que él formuló en su libro de ensayos Última Tule (1942). Con todo, no sólo en ese libro se encuentra esa imagen de la América hispánica. Toda su obra constituye un esfuerzo para delinear-
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la, y precisamente la temática que parece más alejada de ese interés forma parte esencial de ese esfuerzo. En su primera obra ya citada, Reyes había deslindado el mapa intelectual de sus metas. Circunstancias biográficas lo llevaron a España, en donde la necesidad de "los alimentos terrestres" y la afición literaria le permitieron profundizar sus conocimientos de la literatura española del Siglo de Oro y contemporánea. Pero también se familiarizó con la vida cotidiana y en su libro Las vísperas de España (937) presentó un cuadro cordial y finamente irónico, a veces, de las peculiaridades de esa vida. Al mismo tiempo, en España surgió la reconstrucción histórico-poética de la primera imagen que tuvieron los españoles de la tierra conquistada, V¡sión de Anábuac (917). Lo que había sido insinuado, pues, en sus ensayos iniciales, esto es, el paralelismo del interés por su raíz mexicana y por su tradición española, adquiere una mayor conciencia en el contacto con la realidad peninsular. Reyes no se españoliza, sino acentúa su conciencia de hispanoamericano y mexicano, pero confirma que su tradición es también la española. Después de haber pasado algunos años en Buenos Aires y Río de ]aneiro, regresa a México y es cofundador de la Casa de España, más tarde convertida en el Colegio de México. Si antes sus temas eran específicos de la imagen naciente de América, los que se consagró a investigar en sus cursos de El Colegio de México no sólo eran extraños a esa imagen sino que parecieron obedecer a un afán de construir un refugio alejado del presente y de su mundo circundante. Lo que él llamó la "afición de Grecia" no tenía nada que ver con esa imagen, y de hecho le ocurrió algo parecido a lo que sucedió a Daría, es decir, que le reprocharon esa afición como huida y hasta rechazo y desprecio de los problemas de su patria. A ese reproche respondió Reyes con una selección de ensayos sobre cultura mexicana, La X en la frente (952), que contenía en el título una alusión irónica significativa, pues la X no se refería sólo a la peculiaridad ortográfica del nombre de su patria, que él llevaba en su frente, sino a la incógnita de lo que es México, es decir, a la pregunta per-
manente por su patria, que es el modo mejor y más patriótico de llevar su raíz nacional en la frente. Pues, como había replicado decenios antes a un argentino hijo de emigrados, "es bueno merecer las patrias, ganarlas, conquistarlas ... felicitémonos de que no se haya inventado hasta hoy un comprimido Bayer que nos permita ingerir, de un trago, toda la conciencia nacional". En esa réplica subrayaba que pertenecía a un pueblo entregado a renovar sus "módulos de vida y a la busca de su sentido autóctono o autonómico" y que "le complacía ha~er la investigación por su cuenta y llenar su existencia con ese hermoso afán" (Obras Completas, t. IX, p. 41). Sería ingenuo suponer que Reyes plantea aquí, ya en 1930, el se~oproblema de moda de la identidad cultural de México y de Hispanoamérica. Lo que en realidad dice lo formuló Emst Bloch en el primero de sus comprimidos aforismos de Huellas (930): "Soy. Pero no me tengo. Por eso ante todo devenimos". Es el instinto del que surge la Utopía. La "afición de Grecia" que le reprocharon como fuga tiene una significación doble para la imagen de América de Reyes. Intenta recuperar para Hispanoamérica el vacío que dejó en la cultura católica de lengua española la ambigua condena del "humanismo" europeo, suscitado por la Reforma protestante. Pero esa recuperación no es solamente histórico-cultural. Quien lea, por ejemplo, la lección sobre la Retórica de Aristóteles de su curso La antigua retórica (942) podrá comprobar que Reyes propone un ideal de discusión política, esto es, el de la persuasión que sustituya el esquema dogmático reinante de amigo-enemigo. Reyes actualiza valores griegos, pero sin ánimo nostálgico. Su Grecia no es como la del "neohumanismo" alemán, una Grecia idealizada y refugio del presente, con la que se mide negativamente el mundo actual. Su Grecia es ejemplar porque no sólo creó la idea del hombre, sino porque padeció problemas que también conoce el mundo contemporáneo. En una conferencia de 1952 sobre "Las agonías de la razón", por ejemplo, Reyes puso de manifiesto el peligro de los excesos de la razón que en Grecia habían llevado precisamente a su "agonía". Tal era también, según Reyes, el
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peligro que amenazaba a la razón en nuestros días. La observación de Reyes era, como todo lo suyo, concisa y elegantemente discreta, a diferencia del ensayo estilística mente engolado de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración (947), sobre el mismo problema. Si el reproche de que su "afición de Grecia" fue para Alfonso Reyes una torre de marfil era desatinado y se fundaba, muy seguramente, en el difundido vicio dogmático-hispánico de juzgar, si así cabe decir, la obra de un autor sin haberla leído, era igualmente infundada la duda del valor científico de sus trabajos sobre la Antigüedad griega y romana, pues Reyes no pretendía sobresalir como filólogo clásico. La primera línea de su prólogo a la traducción de los primeros cantos de la I/íada de Homero lo declara con esta profesión de modestia: "No leo la lengua de Homero; la descifro apenas". Reyes pretendía suscitar, presentar ejemplos de humanidad y sobre todo atender a una de las necesidades esenciales que había impuesto a la inteligencia americana el ingreso tardío de América a la historia de Occidente. En sus "Notas sobre la inteligencia americana" de su libro Última Tule O 942) describió Reyes esa necesidad y su condicionamiento histórico con frases que, en parte, explican "grandezas y miserias" todavía actuales no sólo de la "inteligencia americana" sino también de la de su cuño peninsular. "Uegada tarde al banquete de la civilización europea --dice Reyes--, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia. Pero falta todavía saber si el ritmo europeo --que procuramos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a su paso medio-- es el único tiempo histórico posible; y nadie ha demostrado todavía que una cierta ace1eracióñ del proceso sea contra natura." (Obras completas, t. XI, pp. 82 ss). La recuperación de Grecia para Hispanoamérica fue uno de esos saltos que además demostró que el "tiempo" histórico
europeo no es el único posible y que la aceleración del proceso no es contra natura. Justamente el menor peso de la tradición, esto es, de la filología clásica, le permitió a Reyes crear una imagen de Grecia que, además de ejemplar, se aproximaba a la que Nietzsche esbozó en El origen de la tragedia en el espíritu de la música (872), Ésta es una Grecia estética que, como lo exigía Nietzsche, se fijaba en la totalidad del gran cuadro y no, como la filología clásica, en una mancha de aceite. Pero esta Grecia estética no dejaba de ser por eso ejemplarmente política. El poeta Reyes compartía en su praxis literaria la observación que hizo Aristóteles en su Poética, esto es, que, a diferencia de la historiografía, que narra lo que ha acontecido, la poesía narra lo que podría acontecer y que por ello la poesía es "más filosófica y más significativa" que la primera (cap. 9). No solamente la Grecia de Reyes era ejemplar y poética, sino toda su obra. Y es esa sustancia poética la que determina la tersa elegancia de su estilo y la manera tenue y casi accidental con la que Reyes expone concisamente reflexiones e ideas de hondura y densidad. Esa serenidad hace imposible todo patetismo, y ello explica por qué su obra y especialmente su imagen de América tropezaron en sus patrias, y aún tropiezan, con ese silencio y esa aversión, franca o hipócritamente indiferentes, que engendran el dogmatismo y, una de sus secúelas, el rencor. Cuando en 1925 Pedro Henríquez Ureña, maestro fraternal de Alfonso Reyes, expuso su postulado político de una América que debería ser "patria de la justicia", tuvo en cuenta la realidad política de entonces y la de esos "figurones", como decía Manuel González Prada, que la habían desfigurado, esto es, 108 mal llamados políticos, los provincianos a la violeta tipificados por el novelista boliviano Armando Chirveches en La candidatura de Rojas (909). Generosamente, Henríquez Ureña los llamó "hombres de Estado" al preguntar: "Si se quiere medir hasta dónde llega la cortedad de visión de nuestros hombres de Estado, piénsese en la opinión que expresaría cualquiera de nuestros supuestos estadistas si se le dijese que la América española debe tender a su unidad po-
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lítica. La idea le parecería demasiado absurda para discutirla siquiera. La denominaría, creyendo haberla herido con flecha destructora, una utopía" (La Utopía de América, Bibl. Ayacucho, Caracas, 1978, p. 10). Los políticos no podían concebir lo que es propio de la poesía, es decir, lo que podría ser. El poeta Alfonso Reyes lo concibió. Después de haber recorrido y revivificado su propia raíz mexicana, la de su tradición española, la de su contorno continental, la cultura europea, la de la Antigüedad clásica recuperada por él, Alfonso Reyes invitó a la América española a que pusiera como divisa de su política una consigna poética, eso es, la Utopía, lo que podría ser. No lo que debe ser. Porque lo que América podría ser no es otra cosa que el cumplimiento de las esperanzas de un mundo mejor que impulsaron con la fantasía, desde Platón, al Descubrimiento del Nuevo Mundo. "La fantasía al poder" fue la exigencia del movimiento estudiantil de 1968, que al cabo desenmascaró su talante y sus aspiraciones agresivamente pequeñoburguesas. La fantasía que subyace en la Utopía de América de Alfonso Reyes se sustrae a esas deformaciones dogmáticas porque su Utopía no es, por su naturaleza, detalladamente programable. Su Utopía es concreta, sin embargo, en el sentido que se desprende de dos, entre tantas más, comprobaciones hechas por dos autores argentinos, por un historiador y por un narrador. El historiador Juan Agustín García apuntó en el epílogo a su libro La ciudad indiana (900) que si el dogmatismo sigue, y parece que seguirá, "no sería extraño que alcanzáramos el parecido en las formas, y entonces habríamos caminado un siglo para identificarnos con el viejo régimen" (ed. de·1954, Emecé Buenos Aires, p. 300). Jorge Luis Borges puso en boca de sus Averroes en su narración "La busca de Averroes" esta frase sobre "la tierra de España": "en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno" (Obras completas, Buenos Aires, 1974, p. 582). Pues precisamente contra este estatismo y esta regresión que han dominado la historia de Hispanoamérica y de España se dirige el principio de la Utopía de Alfonso Reyes. No invita a organizar y a susti-
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tuirun régimen por otro, con lo cual evita el peligro de caer en un nuevo dogmatismo y en un nuevo estatismo, que se ha reprochado a todas las Utopías realizadas en la historia. El principio de esa Utopía parece, a primera vista, vago y simple, pero visto de cerca es más concreto y eficaz que tantos programas abstractos que tras una máscara de detalle y organización se alejan de la realidad. El principio de la Utopía de Reyes contiene un postulado moral que debe ser y es realmente anterior y presupuesto de cualquier programa concreto. Ese principio rechaza abiertamente la pretensión de quienes abrigan la esperanza, y pretenden cumplirla, de convertir las peculiaridades de América en la base exclusiva de una "nueva cultura". En su conferencia "Posición de América", de 1942, Reyes apuntó que "esto de figurarse que las cosas humanas pueden ser absolutamente nuevas causa ya de por sí ,( una falta de cultura y una ausencia de sentido humanístico" (Obras completas, t. XI, p. 255). Esto significa prácticamente que toda novedad o renovación que se proponga o se pretenda no puede renunciar a la tradición. Pero la tradición no es para Reyes un peso muerto: es una creación pasada "que debe ser renovada constantemente, porque nace y muere constantemente" (op. cit., p. 256). Pero esa permanente renova- ,. ción de la tradición implica una adecuación permanente de la tradición a las nuevas realidades. y frente a la realidad del mundo contemporáneo, que es un mundo de "incoherencia ~ y efervescencia", el único "medio de salvación" de la "crisis moral" que han ocasionado estas conmociones "consiste en intensificar la transmisión por ~omlll!i~a~.~é>!!'y~p~el!~izaje .. /' ¿Qué significa esto?", pregunta Reyes, a lo cual respoñde:· "Esto significa democracia. Sólo la democracia puede salvarnos, por cuanto ella importa la plena y cabal circulación de la sangre, con todos sus nuevos acarreos, por todo el organismo social" (op. cit., p. 261). Además de la democracia, Reyes apunta que, "prescindiendo de las indecisiones y contingencias con que la historia de América haya podido tropezar desde sus orígenes y en su evolución propia", un examen de las posibilidades actuales de América concluye en que "las
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posibilidades americanas se reducen a una posibilidad de armonía continental" (op. cit., pp. 261ss.). ¿Quién se atrevería a negar que estas comprobaciones del poeta Alfonso Reyes, que esta Utopía dinámica, pensadas hace más de cuatro decenios, siguen siendo un desafío moral y político a la inercia centenaria y al dogmatismo que la ha causado, y que acosó a Simón Bolívar cuando dijo: "Estos países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para pasar después a las de tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad"? A la desesperanza y la desilusión que expresó Bolívar en una frase famosa de una carta de 1830 al general ecuatoriano Juan José Flores -"el que sirve una revolución ara en el mar"-, replicó el poeta Alfonso Reyes, casi un siglo después, con su Utopía de América, que era precisamente una renovación de la tradición bolivariana y martiana. "Los astros y los hombres vuelven cíclicamente", escribi