1. Un Viernes Santo

1. Un Viernes Santo. Tomado del libro “Fulgores de un Sol”, sobre la vida del Beato Manuel Domingo y Sol (1836-1909), de Don Julián García Hernando, e

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1. Un Viernes Santo. Tomado del libro “Fulgores de un Sol”, sobre la vida del Beato Manuel Domingo y Sol (1836-1909), de Don Julián García Hernando, escrito en 1951.

Tortosa dormía plácidamente tendida en sus huertas y arrullada por su río. Solamente en una casa de la calle del ˘ngel se notaba que había gente en expectación. –Iba a nacer un niño! En la rotación continua del ciclo litúrgico se leía un nombre: Viernes Santo. Del calendario de pared pendía una fecha. El reloj de la Catedral, que velaba el sueño de los tortosinos, rompió el silencio de la noche. –Las tres de la mañana del I de abril de 1836! –Viernes Santo! En un Viernes Santo se deslizaba también por entonces la vida de España. ¡Revoluciones! ¡Saqueos! ¡Atropellos cometidos contra todo lo más santo! La Iglesia veía desaparecer sus bienes injustamente arrebatados por la mano usurpadora y sacrílega de Mendizábal. Las Ordenes religiosas eran disueltas a inicuamente expoliadas. España, además, lloraba lágrimas de sangre. La guerra civil asolaba sus campos y diezmaba su población. Tortosa vivía con el oído atento a los sucesos políticos de las otras regiones. Enclavada en Cataluña y no lejos del Maestrazgo, no tardó mucho en ver perturbada la paz proverbial de sus calles tranquilas. Tres mil tortosinos se alistaron en el ejército carlista, mientras se organizaban tres compañías de milicianos que defendían la causa del Gobierno. ¡Ambiente de alarma, de traiciones covachuelistas, de puñaladas traperas! Un día, como una ráfaga de odio, se corre la siguiente noticia: han asesinado al Canónigo Sala, al salir de la Catedral. Otro, será una descarga cerrada la que se encargue de anunciar que María Griñó, la inocente y anciana madre de Cabrera, ha sido fusilada por el “grave delito” de ser madre de un general carlista. En este escenario de ignominia y de sangre apareció D. Manuel. ¡Paisaje enlutado de España! ¡Era un Viernes Santo! ¿Casualidad? ¿Providencia...? El rasgo más saliente de la vida de aquel niño había de ser un espíritu predominantemente compasivo y reparador de las ofensas inferidas al Señor.

2. Lumen Christi. Tomado del libro “Fulgores de un Sol”, sobre la vida del Beato Manuel Domingo y Sol (1836-1909), de Don Julián García Hernando, escrito en 1951.

Aun resonaban en los aires de Tortosa las campanas de la Catedral, anunciando a los cuatro vientos con su canto aleluyático la Resurrección del Señor. Acababa de terminar la solemnidad litúrgica de la bendición de la pila bautismal y no hacía mucho que el diácono, llevando en su diestra las candelas encendidas al fuego nuevo recién brotado del pedernal y avanzando mayestáticamente por la nave central de la iglesia, había cantado tres veces en tono ascendente aquellas hermosas palabra del Oficio del día: ¡Lumen Christi! ¡Luz de Cristo!, cuando por las puertas de la Catedral entraba un pequeño grupo de fieles. Era en la mañana del Sábado de Gloria de 1836. Una señora de cierta edad llevaba en sus brazos un niño nacido el día anterior. A su lado un caballero en traje de fiesta, que se llamaba Francisco Domingo, y junto a él un sacerdote amigo que exhibía el permiso correspondiente para actuar de padrino. Completaban el grupo un buen número de chiquillos que, por lo alegre del semblante y la cara de pascuas que tenían, denunciaban claramente, ser de los convidados al bautizo. No tardó en salir el párroco de la Catedral, D. Gabriel Duch, revestido de sobrepelliz y estola y acompañado de dos inquietos monaguillos. Curioseaban éstos a los circunstantes, mientras el ministro hacía las preguntas del ritual: -¿Cómo se va a llamar? -¡Manuel! -¡Manuel, ¿qué pides a la Iglesia de Dios? -¡La fe! -Y la fe, ¿qué es lo que lo proporciona? -¡La vida eterna! Se acercaron a la pila bautismal y las aguas regeneradoras del bautismo corrieron sobre la cabeza de aquel niño, iluminándole con las claridades de la gracia. «¡Manuel, yo lo bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!»

Cuando terminaron la ceremonia todas las campanas de Tortosa respondían al canto aleluyático de las de la Catedral. En el presbiterio aun lucían las candelas, las mismas que llevaba el diácono al entonar el «Lumen Christi». El párroco se despidió afablemente de sus feligreses sin sospechar que el niño, que había bautizado aquel día simbólico, había de ser en verdad ¡luz de Cristo! Luz de Cristo por su sacerdocio, ya que todos los sacerdotes lo son según la bella metáfora del Señor; pero no una luz aislada que brilla en el firmamento de la Iglesia como una estrella en el espacio sideral, sino un verdadero sol con su sistema planetario, en cuyo derredor giraron y giraránmultitud de estrellas, que bebieron la luz de su sacerdocio en aquel niño, bautizado un Sábado Santo entre el repique de campanas, el perfume del incienso y el parpadeo incipiente del cirio pascual.

3. A los Pies de la Virgen. Tomado del libro “Fulgores de un Sol”, sobre la vida del Beato Manuel Domingo y Sol (1836-1909), de Don Julián García Hernando, escrito en 1951.

PRECIANSE los tortosinos de la antigüedad de su fe y guardan como oro en paño la veneranda tradición de que fue un discípulo de San Pablo, San Rufo, el primer predicador del Evangelio que se asomó a sus huertas y evangelizó sus campos. De sus labios apostólicos debieron aprender el amor a la Santísima Virgen, que prendió pujante en aquella tierra feraz, fértil para todo lo bello, y regada por las aguas de aquel río que sabía ya mucho de devociones marianas y de apariciones de la Reina del Cielo. Lo cierto es que desde tiempo inmemorial los habitantes de Tortosa, no contentos con venerar a la Madre de Dios en sus iglesias y en la intimidad de sus hogares, sembraron de hornacinas de la Virgen las calles tortuosas y empinadas de su ciudad y las fachadas de muchas de sus casas. Al pasar ante ellas se descubrían los sencillos payeses y junto a ellas se paraban las mujercitas, para musitar una salve o desgranar un sartal de avemarías. Pero la manifestación principal de los fervores marianos de los tortosinos es la devoción profunda que profesan a su Patrona, la Virgen de la Cinta, así llamada por la que la Santísima Virgen entregó a un capellán de la Catedral; al aparecérsele en la noche anterior a la fiesta de la Encarnación del año 1178. De entonces acá la historia de Tortosa se ha escrito a la sombra de esta bendita imagen. Su nombre recíbenle las niñas de la región al ser bautizadas, y se oye por doquier entre el tráfago de la vida ordinaria. A la Virgen de la Cinta acuden los tortosinos en sus necesidades y continuamente se encuentran devotos haciendo guardia en su capilla. En este ambiente de fervores marianos apareció D. Manuel. Bautizado, al día siguiente de nacer, en la Catedral tortosina, fue colocado por sus padrinos en el altar de la Virgen, como lo suelen hacer en muchos sitios con los recién bautizados. Mas no se contentó con eso D.ª Josefa Sol. Había una antigua costumbre en la ciudad conforme a la cual todas las madres llevaban por sí mismas sus hijos, para presentarlos a la Virgen de la Cinta y recabar de ella sus bendiciones. La de D. Manuel, que en amor a María no le iba en zaga a nadie, luego que pudo, cumplió esta exigencia consuetudinaria, depositando a su pequeño en el altar de la Señora y orando ante Ella con toda el alma mientras la ofrecía el hijo de sus entrañas. No fueron baldías sus oraciones. Nacido en aquel ambiente de fervores marianos, amamantado al calor de esa bendita devoción, trasplantado después al Seminario, y sellado más tarde con el carácter sacerdotal, fue un fervoroso sembrador de la devoción a María entre seglares y sacerdotes, distinguiéndose entre sus advocaciones predilectas aquella bajo cuya mirada maternal se abrieron sus ojos de niño, la de la Patrona de su tierra: la Virgen de la Cinta.

4. Manolín. Tomado del libro “Fulgores de un Sol”, sobre la vida del Beato Manuel Domingo y Sol (1836-1909), de Don Julián García Hernando, escrito en 1951.

Nueve años tenía cuando recibió el Sacramento de la Confirmación. Alto, gallardo, de porte airoso. Con unos ojazos negros bailando en sus órbitas y un alma retozona asomándose a través de sus pupilas. Simpático y risueño, bebía su alegría en la belleza del paisaje tortosino. Sus labios con frecuencia se abrían para dar paso a una sonrisa. Bondadoso y apacible como el tranquilo desliz del Ebro. Abierto y expansivo como el horizonte infinito del mar. Los niños del colegio se disputaban su amistad. Los del barrio le daban preferencia en sus juegos. En casa amenizaba la conversación y entretenía a sus once hermanos. De él habían de decir, siendo ya sacerdote, que era “la salsa de todas las reuniones”. Ni diablo, ni santo desde la cuna, era Manolín naturalmente bueno. La santidad en los primeros años, más que en él, debemos admirarla en su madre. Le quería con delirio y le llevaba siempre consigo: a la iglesia, a los conventos, a la compra. Así, con esa genialidad de artista que Dios ha concedido a las madres, ella fue modelando el corazón de su hijo. Aquella dulzura y exquisitez de trato que después había de cautivar a cuantos le veían, aquella compasión ante las desgracias ajenas que tanto le caracterizaron en su edad madura, aquel dinamismo que había de consumir su vida en innumerables viajes y empresas, aquel optimismo que no se apagaba ante las pruebas más duras, aquel ardor sagrado que provocó en su alma la llama del fuego eucarístico..., todos esos rasgos, aunque vagamente, se hallaban ya perfilados en sus primeros años nimbando su personilla con un halo de simpatía, realzado por el candor a ingenuidad propios de la infancia.

5. En el Taller de Forja. Tomado del libro “Fulgores de un Sol”, sobre la vida del Beato Manuel Domingo y Sol (1836-1909), de Don Julián García Hernando, escrito en 1951.

La casa paterna es la gran escuela del carácter. El hogar es el yunque en que se forja la reciedumbre de las almas. Ordinariamente el artista es la madre. Mientras arrulla a su hijito o le ve creceral abrigo de su corazón, va trazando casi insensiblemente en el alma virgen del niño los rasgos fisonómicos de su vida futura. El amor de D. Manuel a María lo bebió en el corazón de su madre, y la devoción a la Eucaristía no fue más que un trasiego de aquel espíritu eminentemente reparador de D.… Josefa. Otro tanto debe decirse de su compasión para con los pobres. La casa en que vivían tenía puerta a dos calles. Ambas se encontraban siempre abiertas para todos los necesitados. Las vecinas, que con ojos de curiosidad espiaban los pasos de la buena señora, más de una vez hubieron de admirar el desprendimiento de D.… Josefa, cuya largueza hería su mezquindad. Y, con capa de suave admonición pero con aires de reproche, se atrevieron a decirla en una ocasión que sus limosnas eran excesivas. D.… Josefa, con la sonrisa en los labios, y como si quisiera rebajar el mérito de sus limosnas, respondía, haciendo alusión a las dos entradas de la casa: “las limosnas salen por una puerta y entran por otra”. Estas palabras, que descubren la aquilatada virtud de la madre de D. Manuel, desarmaron completamente a las atrevidas vecinas, que en adelante no volvieron a importunarla.

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