12, 1986), , 25. VICTORIA,

23. X V III, núm . 3, 1983, pp. 5-61. Hay traducción castellana en Historias, núm . 12, (Enero-marzo 1986), pp. 23-65. “Mexican Rural History...", pp

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23.

X V III, núm . 3, 1983, pp. 5-61. Hay traducción castellana en Historias, núm . 12, (Enero-marzo 1986), pp. 23-65. “Mexican Rural History...", pp. 14-15, 25.

José Guadalupe VICTORIA, Pintura y sociedad en Nueva Es­ paña. Siglo XVI. TJNAM, México, 1986, 183 páginas, 50 ilustraciones en blanco y negro. Apéndice documental. En el prefacio del libro, José Guadalupe Victoria aclara que el trabajo que presenta, es un resumen de su tesis de docto­ rado, en sus líneas generales. Esta advertencia -las tesis de doctorado tienen como condición sine qua non, la originali­ dad de la investigación-, más el ingrediente de un título p ar­ ticularmente interesante -Pintura y sociedad...- preparan el ánimo para disfrutar de una obra sobre plástica novohispana, que pretende salir de los lugares comunes de la especia­ lidad. El autor se esfuerza en explicar que no quiere hacer una historia de los estilos y que su propósito es buscar una pers­ pectiva diferente poniendo énfasis en algunos aspectos de­ jados de lado por otros investigadores, “en particular el que se refiere al contexto social en el que se desarrolló esa pin­ tura”. El mismo Victoria evalúa, “modestamente, que si al­ guna orginalidad reviste nuestra investigación es justam en­ te la de insistir sobre algunos aspectos que plantea el estudio de dicha expresión plástica hasta ahora no considerados su­ ficientemente -cuando no pasados por alto- en la historio­ grafía sobre el tema... nos abocamos a indagar el contexto social y cultural en el que vivieron y produjeron sus obras unos modestos artistas aislados, geográfica y culturalmente, a quienes el ansia de dinero y fama, les hizo venir a perder­ se en este Nuevo M undo” (pp.23-4). Para cumplir con este objetivo divide el libro en dos p ar­ tes: la prim era dedicada a La creación artística en la Nueva Es­ paña y la segunda titulada pretensiosamente La dinámica so-

cialy el arte. Esa prim era parte está organizada en dos capítu­ los: el primero de los cuales se refiere a Los antecedentes pe­ ninsulares. Después de la declaración de principios hecha por el autor, es lógico que el lector -y voy a referirme al tema del lector al finalizar esta reseña- piense que va a encontrar un análisis de los distintos contextos regionales españoles en la prim era mitad del siglo XVI y las especiales relaciones en­ tre la monarquía y los pintores, así como éstos con la iglesia, la inquisición, las nuevas órdenes religiosas y las reform a­ das, así como de los diferentes círculos, el ambiente cultural en que los pintores se movían. A cambio de esto, el prim er juicio de valor emitido por el autor afirma que en el arte español, “si comparamos la pintura con la arquitectura, la escultura y aun la orfebrería, aquella viene a quedar como la pariente pobre” (p. 28). Además de lo clasista del comentario, éste también sorpren­ de por la simpleza de la imagen, sobre todo si se tiene en cuenta la riqueza de nuestro idioma que nos permite cons­ truir con fluidez las más sofisticadas comparaciones y m e­ táforas. No puedo menos que recordar en este momento un artículo publicado en 1970 por Damián Bayón - a quien por cierto está dedicado el libro- y donde hace una comparación tan odiosa como la que acabo de citar. Dice Bayón que “...apenas unas cuantas ciudades [sudamericanas son] capa­ ces de ofrecer un interés artístico a la escala europea. Al la­ do de la insolente riqueza de Europa hay que convenir que la gigantesta América del Sur hace irremediablemente el pa­ pel de pariente pobre”.1 Dejando de lado los miopes nacio­ nalismos -a l decir de Francisco de la Maza- es evidente que bajo sentencias tan lapidarias puede ocultarse con facilidad y holgura la falta de análisis de una compleja realidad. Curiosamente para alguien que quiere realizar una in­ vestigación sobre las relaciones entre la sociedad y la pintu­ ra, José Guadalupe Victoria se adhiere a las opiniones de Al­ fonso Pérez Sánchez, quien caracteriza la pintura de la época

de Carlos V como impregnada de “una tradicional piedad realista y de un expresionismo patético de raigambre fla­ menca” y a la de la época de Felipe II como caracterizada por formas de origen italiano pero “que fijaron de manera personal y original el tono español, a la vez rudo y profun­ do, concreto y del todo alucinado”, comentario que puede ubicarse en la línea del más claro idealismo. En cuanto al tema de la iglesia -voy a dejar de lado la discusión de la diferencia entre mecenas y clientela-, según Victoria, en España, luego de terminado el Concilio de Trento en 1563 y “a partir de ese momento, el trabajo de los artistas -sobre todo los pintores- fue vigilado por la Iglesia”. De un plumazo se borra todo lo que ésta había dicho desde el Concilio de Nicea en adelante, teniendo en cuenta que la construcción, forma y utilización de las imágenes había sido un tema fundamental para la iglesia, pues esta institución sabía desde mucho tiempo atrás -lo que se consolida en T ren to - que la imagen es capaz de provocar movimientos positivos del alma. Los cambios que durante el Renacimiento se habían p ro ­ ducido en Italia -u n a cierta liberalidad por parte de la igle­ sia en relación con el arte y los artistas, que provee a éstos de una cierta y relativa independencia; además de una nue­ va situación social a partir de su consideración como artistano siguieron el mismo derrotero en España, donde, por otra parte, un movimiento de renovación y reforma se había ini­ ciado con anterioridad a la terminación de Trento. En cuanto al análisis que Victoria intenta hacer de los pintores españoles, eclécticamente se desplaza desde “la búsqueda manierista (debo disculparme por la digresión, pero no puedo menos que preguntarle al autor si hay ma­ nierismo, a pesar de su insistencia en negarlo, tanto en Es­ paña como en América) violenta y seca de Esturmio” (p. 35); pasando por la Academia de Pacheco y la remanida diferen­ cia entre la teoría y la práctica en el seno de la misma. Sin embargo, lo más llamativo es su opinión sobre la pin­

tura del divino Morales y del Greco, pero sobre todo de éste último, a quien la misma historia de la pintura española re ­ conoce como un artista casi sin antecedentes y casi sin con­ secuencias, aislamientos que, por lo demás son excepciona­ les en el campo del arte. Siendo así que Victoria revierte la situación y lo que es un caso de excepción de la relación de un productor con su medio, se transforma en un problema del mismo medio:” el hecho de querer encontrar influencias de este pintor en los territorios americanos sería, creemos una tarea inútil, pues el ambiente artístico de los virreinatos era muy pobre para asimilar tal tipo de pintura, en el caso de que hubiera sido conocida” (p. 40). Tan pobre que pudo asimilar a Martín de Vos y años más tarde a Francisco de Zurbarán, para poner solamente algunos ejemplos muy co­ nocidos. Pero el capítulo II de esta prim era parte, con el título La integración de las artes en la Nueva España, es aún más sorpren­ dente, pues se dedica a hacer un innecesario y frágil repaso de la arquitectura -tanto religiosa como civil- así como de la escultura, antes de entrar al tema de la pintura. Aunque co­ mo no establece entre ellas -arquitectura, escultura y pintu­ ra - ninguna relación, se refuerza la idea de la inutilidad de su inclusión. La falta de profundidad en el análisis se expresa en este ejemplo: “ese intenso ritmo constructivo obedecía a razones políticas y religiosas. En efecto, por una parte era necesario contar con edificios adecuados para desarrollar la conquista espiritual de los indígenas; por otra parte, la formación de la nueva sociedad requería de un habitat que hasta entonces no existía” (p. 43). De allí en adelante se hace más que obvia la confusión en el planteo del problema de la investigación: si el objetivo era analizar el contexto social en el que se desarrolló la pintura novohispana durante el siglo XVI, ¿Con qué fin hace una super­ ficial revisión historiográfica sobre la producción pictórica? ¿Para qué se ocupa de Cristóbal de Quezada? ¿De la im por­

tación de obras de arte y de los grabados? Temas todos ellos sobre los cuales no puede decir nada nuevo y que lo condu­ cen a una repetición que en definitiva, es una de las carac­ terísticas del libro. La prim era parte está separada de la segunda por vein­ ticinco fotografías sobre arquitectura religiosa, que no agre­ gan nada al texto -supuestamente esa es la función de la fo­ tografía en un libro de arte, reforzar el texto, mostrar y apoyar lo que éste dice- y si encarecen su publicación. Las otras veinticuatro son fotografías de pintura -m u ral y de ca­ ballete- muy conocidas y que tampoco agregan nada al tex­ to. El capítulo I de la segunda parte, se refiere a Gremios, or­ denanzas y relaciones de trabajo, que se espera -p o r fin-) como de m edular importancia en el libro. Sin embargo, éste se es­ tructura, no a partir del análisis, sino de la glosa de las Or­ denanzas de pintores y doradores de 1557, que junto con las Or­ denanzas de 1686, se incluyen como apéndice documental en el libro y que ya habían sido publicadas en Pintura colonial en México, la obra clásica de Manuel Toussaint, en sus dos ediciones de 1965 y 1982. Quizás lo mejor y lo peor del libro se encuentre en este capítulo. Lo mejor en algunas preguntas que se formula Vic­ toria, como por ejemplo: ¿Hacia 1557, cuando se realizan las primeras ordenanzas, el gremio estaba perfectamente constituido? ¿funcionó el gremio de una manera regular o por el contrario, hubo algunos tropiezos que redundaron en la producción pictórica general del Virreinato? El inten­ tar al menos una respuesta para estas preguntas hubiera da­ do al trabajo el toque de chispa, de originalidad de que ca­ rece de m anera asombrosa. Lo peor es el resto del capítulo que cualquier persona interesada en el tema podría resolver con una cuidadosa lectura de las ordenanzas. El capítulo II, está dedicado a La Iglesia y la creación pictórica. Como idea central -aunque no novedosa- el autor hace hincapié en la excesiva importancia que se le ha dado

al Concilio de T rento y a las disposiciones de la sesión XXV y trata de destacar el papel desempeñado por los Concilios Provinciales, especialmente el primero de 1555. Si Elena Es­ trada de Gerlero no hubiera escrito la inteligente y erudita Nota Preliminar a las Instrucciones de la fábrica y del ajuar ecle­ siásticos de Carlos Borromeo, traducidas por Bulmaro Reyes Coria y publicadas por la UNAM en 1985 es posible que es­ ta parte del trabajo se hubiera podido considerar al menos con ciertos rasgos de originalidad, pero lamentablemente para Victoria, esta Nota... está llena de ideas.2 No puedo dejar de decir que el capítulo III es decepcio­ nante. Y no merece otro calificativo, pues un buen análisis de Patronos, artistas y obras es el tema de un estudio que está haciendo mucha falta. El problema de la clientela de la igle­ sia, la inquisición y las cofradías no puede resolverse en dos cuartillas y menos en un libro dedicado a estudiar las rela­ ciones entre pintura y sociedad. Pero menos aún cuando se han dedicado esas y muchas más a temas intrascedentes e innecesarios— en esta obra y con este tipo de tratam ientocomo la arquitectura y la escultura. Pero ahora quiero abrir un espacio de discusión sobre algunos de los puntos que plantea Victoria: El estilo Una de las primeras llamadas de atención y toma de posi­ ción que intenta hacer Victoria, es sobre el concepto de es­ tilo, el cual rechaza. Inmediatamente despierta mi absoluta adhesión, pues tampoco me identifico con la historia del a r­ te entendida como historia de los estilos. Espero entonces una definición del autor frente a este problema: como suce­ de en casi todo el libro, Victoria cita a otro autor -e n este ca­ so el magnífico estudio de George Kubler La configuración del tiempo- quien “ha señalado los inconvenientes que plan­ tea el continuar utilizando dicho concepto. Sobre todo cuan­

do se hace tan indiscriminadamente y con tanta frecuencia” (p. 15). Y allí se queda. Muchas páginas adelante, luego de utilizar con llamati­ va frecuencia la referencia a diferentes estilos artísticos, Vic­ toria retoma este asunto. Tratando de “llamar la atención sobre algunas consideraciones que no han sido suficiente­ mente explicadas por otros autores” en relación con la filia­ ción estilística de la arquitectura novohispana, es donde Vic­ toria da, según creo, la clave del tema (p. 52). Por una parte señala el abuso cometido en la utilización del concepto de estilo y por otra, hace una propuesta: con­ siderar que en el arte del siglo XVI, más que una voluntad de creación intencional, hubo una voluntad de selección for­ mal. En una nota a pie de página (p. 52:15) advierte que el primero en utilizar estos términos fue Manuel González Galván en Arte virreinal en Michoacán editado por el Frente de Afirmación Hispanista en 1978, quien continuó trabajan­ do sobre la misma en un artículo, “Influencia, por selección, de América en su Arte Colonial” publicado en 1982.3 Sin embargo, entre los términos de González Galván y Victoria Vicencio hay una diferencia sobre la que quiero de­ tenerme. El arquitecto González Galván habla de una in­ fluencia por selección, que es indirecta y propia de los pue­ blos conquistados; a diferencia de una influencia formal, que sería directa, ejercida por los productores y/o consumidores indígenas.4 En el otro artículo citado, González Galván vuelve sobre el tema y aclara que esta idea de la influencia por selección, “coincide con ideas como las de voluntad deforma y proyección sentimental que tan bien plantea W orringer, o la de los inva­ riantes que propone Fernando Chueca Giotia...”.5 La diferencia es interesante, pues González Galván se re ­ laciona con Wilhelm W orringer pero es José Guadalupe Vic­ toria quien habla de voluntad de selección formal y voluntad de creación intencional. Es decir, que transforma la idea de in­ fluencia por selección en voluntad de selección formal.

Es evidente la relación con la teoría de la Kunstwollen querer artístico o voluntad artística- desarrollada por Alois Riegl a fines del siglo XIX. Los aportes de Riegl a la historia del arte, fueron importantes, pues debido a su concepto de voluntad artística, se abandonó la evaluación de épocas y es­ tilos según una estética normativa: cada época debe ser es­ tudiada desde la perspectiva de su propia voluntad artística y no desde la del historiador; como consecuencia del mismo concepto, propone dejar de lado la historia del arte como historia de los artistas; así, la obra de arte no es más que el producto de una voluntad artística no individual, sino colec­ tiva, que el artista ejecuta aunque “si bien Riegls considera la obra particular como el producto de una “voluntad artísti­ ca” colectiva, no es capaz de definir esa colectividad”.6 El concepto de Kunstwollen también implica que los cam­ bios estilísticos en la obra de arte no se deben a decadencias técnicas o culturales, sino a una voluntad artística conscien­ te.7 A partir del concepto de voluntad artística, surge otra noción de estilo, entendido no solamente como forma, sino como algo más que no puede ser aprehendido por el simple estudio formal. Hans Sedlmayr lo transformó en dos p re­ guntas: ¿Qué fuerza transforma las cosas? ¿Qué es lo que cambia en el fondo cuando el estilo cambia en superficie? La respuesta que da Sedlmayr a su propia pregunta es que el cambio de voluntad artística - es decir, de estilo- correspon­ de a la transformación de los ideales de una determ inada clase social, la que lo sustenta. Si la adhesión de Victoria a estos conceptos no fuera tan superficial, es obvio que el texto tendría que dar varias res­ puestas a las preocupaciones que conllevan su utilización. Sin embargo, sigue haciendo listados de nombres de pinto­ res, como cuando se ocupa de la pintura española (pp. 27 a 41) o de la pintura novohispana (pp. 131 a 142) y deja de la­ do a la sociedad colonial y los grupos sociales que la confor­

maban, quienes en definitiva son los que determinan las ca­ racterísticas diferenciales de una obra de arte. El raquitismo del ambiente artístico novohispano No se me ocurre suponer, ni sugerir, ni sospechar siquiera, que José Guadalupe Victoria ignore la existencia de la Bibliotheca Mexicana de Eguiara y Eguren (1755); ni de la Bibliotheca Hispanoamericana Septentrional (1816) de José Maria­ no Beristáin y Souza; ni mucho menos la Bibliografía Mexicana del siglo XVI de Joaquín García Icazbalceta (1886), así como otras muchas obras del mismo género. Es seguro que Victoria Vicencio sabe que la prim era de las obras m en­ cionadas tuvo por motivación el combatir la ignorancia de los europeos sobre América y especialmente sobre Nueva Es­ paña. En las Epístolas publicadas en Madrid en 1735, Manuel Martí explicaba que en la Nueva España no había maestros, ni bibliotecas, y “reinaba la más horrenda soledad en mate­ ria literaria”. La misma opinión tenían los españoles con respecto a la plástica novohispana. Baste recordar aquí que durante el pe­ noso pleito que la viuda del pintor novohispano José Juárez siguió contra el virrey conde de Baños, el defensor de este último declaró en 1666 que “la pintura, do aquellas partes es una cosa muy ordinaria y de poquísima estimación, como es público y notorio, y que en todas las ocasiones que van flotas se conduce mucha de estos reinos, por no haber ofi­ ciales eminentes allá...”.8 Siendo así que resulta tan curioso como inadmisible que para consolidar su opinión sobre el raquitismo del medio novohispano, Victoria trate de apoyarse en el endeble argu­ mento de la utilización de grabados: “y es que, debemos in­ sistir de nuevo, la pobreza del ambiente artístico novohispa­ no llevaba a la utilización indistinta de grabados y, en sentido más amplio, de todas las fuentes impresas” (p. 65). Aunque contradictoriamente, admite unos párrafos más abajo, “que

los artistas novohispanos llevaban a cabo una práctica que era muy común en Europa”. Hay temas sobre los que pareciera a veces que es casi in­ necesario escribir, pues todo parece suficientemente claro. El de los grabados y su relación con la plástica novohispana parece ser uno de ellos. Sin embargo, en su tesis doctoral José Guadalupe Victoria insiste en que la utilización de gra­ bados se debió a la pobreza del ambiente artístico novohispano. Le recomiendo la relectura del Arte de la pintura de Francisco Pacheco -obra terminada en Sevilla en 1638- es­ pecialmente el capítulo dedicado a los tipos de pintores y su relación con la construcción de imágenes a partir de la uti­ lización de diferentes grabados. Es posible que pudiera ex­ traer algunas preguntas valiosas: ¿El eclecticismo es un p u n ­ to común entre la pintura española de esta época y la novohispana? ¿Qué grabados se usaban en España y qué gra­ bados se utilizaban aquí? ¿Hay relación entre ellos? Pregun­ tarse con cierta humildad sirve a veces para extraer mejores y mayores conclusiones. La iconografía novohispana Como ya dije, en la segunda parte del libro, el capítulo II está dedicado a La Iglesia y la creación pictórica. Tanto y tan bueno se ha escrito sobre el tema que seguramente el autor pasó momentos muy difíciles al enfrentarse con la redacción de este capítulo. Lamentablemente optó por el camino más corto y con varios lugares comunes, archicitados por cierto, resuelve un tema fundamental para una investigación que pretende acercarse al tema de la relación de la pintura y la sociedad del siglo XVI novohispano. Pero lo que resulta aún más llamativo, es que el mismo autor reconoce que “en el momento presente es muy difícil tratar de señalar el desarrollo de la iconografía en el arte no­ vohispano” frase que alude claramente a la carencia de es­ tudios iconográficos que pueden aclarar muchos puntos os-

euros con referencia a la formación, consolidación y cambios de estos repertorios. Sin embargo, asegura (p. 99) que el repertorio ico­ nográfico postridentino “privaría a lo largo de casi cuatro­ cientos años”. Con muchas reservas, creo que el acercamien­ to a los Concilios Provinciales es muy importante, y en el caso de las imágenes pienso que la sesión XXV ha sido sobrevalorada. Pero el tema de las imágenes y su uso ya tenía una larguísima tradición en el temario de las reuniones eclesiásti­ cas. Me parece que en este tema lo relevante es analizar los textos de los Concilios Provinciales para detectar el predo­ minio de la casuística sobre la normatividad de la Iglesia. Aunque por otra parte, si bien la falta de repertorios ico­ nográficos impide salir del campo de las suposiciones, el es­ tadio en el que nos encontramos sí nos permite asegurar que los ciclos cristológicos y marianos que tanto éxito tuvieron en el siglo XVI en parte fueron reemplazados en el XVII y el XVIII por distintas series hagiográficas; algunas de ellas locales, como san Felipe de Jesús y santa Rosa de Lima o la misma Virgen de Guadalupe; y otras impulsadas por devo­ ciones de distintas órdenes religiosas y que corrieron muy diversa suerte a lo largo de esos cuatrocientos años. Creo que el tema es lo suficientemente importante, como para de­ dicarle un poco más de atención que las cuatro líneas fina­ les del capítulo (p. 124). Dije al inicio de la reseña que iba a ocuparme luego del posible lector de esta obra, publicada por la Universidad N a­ cional Autónoma de México, lo que hace suponer, en prim e­ ra instancia, que va dirigida a un público universitario. Podría pensarse en un estudiante de licenciatura que está acercándose al arte mexicano y pretende tener un panora­ ma del siglo XVI. Como la obra cuenta con una bibliografía extensa y bastante actualizada, podría cumplir con ese fin. Sin embargo, no debe olvidarse que la lectura de los maes­ tros siempre cumple con muchas funciones, no solamente la de información. Por lo tanto, volver a Toussaint, a Kubler, a

de la Maza, leerlos con cuidado y atención, descubrir su m e­ todología, su teoría del arte, y a partir de eso, trazar las re ­ laciones entre el arte y la historia, diferente para cada uno de estos autores, puede ser mucho más enriquecedor que la lectura de un manual. Para un público especializado, el li­ bro no deja de ser más que una nueva añoranza de la nece­ sidad de futuras investigaciones que se ocupen de estos te­ mas y amplíen el campo de conocimientos sobre nuestra producción plástica colonial. Para concluir, quisiera aclarar que la lectura del libro tendría que continuar, después del prefacio, por la última página (p. 148), donde el autor dice: “somos conscientes de lo incompleto de nuestro estudio, pero hemos de repetir que nunca tuvimos en mente hacerlo ni exhaustivo ni definitivo. Es solamente un ensayo crítico acerca de lo que se conoce hasta el momento sobre el tema. Este resultado posiblemen­ te sea incompleto y poco válido...” Es posible que salvando algunas excepciones, sea ésta la mayor coincidencia que al­ cancé con el autor, a lo largo de la lectura de todo el libro. En lo que sí no coincido con este último párrafo de Vic­ toria, es en prim er lugar, en que el ensayo sea crítico, pues es evidente la falta de agudeza y profundidad en el análisis de los textos citados y en segundo término, en que el resul­ tado se publique, o por lo menos, bajo ese título. Siempre es mejor leer a los autores en sus versiones directas, o saber que se está manejando una antología de textos, preparada, eso sí, con un cierto rigor. Pero lamentablemente, esto es algo de lo que carece esta investigación. Nelly Sigaut El Colegio de Michoacán NOTAS 1.

Damián Bayón, “H ada un nuevo enfoque del arte colonial sudam ericano” en

2.

3.

4. 5. 6. 7. 8.

Anales del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas. Universidad de Buenos Aires, 1970. Carlos Borromeo, Instrucciones de lafábrica y del ajuar eclesiásticos. I ntroducdón, traducción y notas de Bulmaro Reyes Coria. Nota preliminar de Elena Isabel Estrada de Gerlero. UNAM, México, 1985. Manuel González Galván, “Influencia, por selecdón, de América en su Arte Colonial” en Anales del Instituto de Investigadones Estéticas, UNAM, No.50/1, 1982, pp. 43 a 60. Manuel González Galván, Arte Virreinal en Michoacán.. p. 66. Manuel González Galván, op. c i t p. 50. Nicos Hadjinicolau, Historia del arte y lucha de clases, Siglo X X I, México, 1975, pp. 64. Cfr. Ornar Calabrese, El lenguaje del arte. Paidos, España, 1987, p. 52. Efraín Castro Morales, “El testamento de José Juárez” en Boletín de Monumen­ tos Históricos. No. 5, México, 1981, p. 7.

Guillermo, Iglesia y Estado en Nueva Vizca­ ya. UNAM, México, 1980.

PORRAS M u ñ o z ,

Jurista, historiador y sacerdote. Don Guillermo Porras Mu­ ñoz nació el 22 de julio de 1917 en la ciudad de El Paso, T e ­ xas, de padres mexicanos. Su partida la tuvimos que lamen­ tar hace unos cuantos meses. Como estudiante universitario se desarrolló en la Escue­ la Libre de Derecho en México, en la Universidad Hispalen­ se (1947-51) graduándose como Doctor en Derecho, y en la Universidad de Navarra (1961-64), donde obtuvo el grado de Doctor en Derecho Canónico. Fue al finalizar sus estu­ dios en la Hispalense que se ordenó sacerdote como parte de la organización Opus Dei. Su vida académica, sin embargo, estuvo marcada por el signo de la historia. En 1975 ingresó a la Academia Nacio­ nal de Historia y Geografía, y en 1975 ingresó a la Academia Mexicana de la Historia -ocupando la vacante de don Jesús Reyes H eroles- con la ponencia “El clero secular y la evangelización de la Nueva España”. Desde 1982 fue parte acti­ va del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. La vida académica del historiador se convalidó en su pro-

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