16 El norte de Guanajuato: escenario de movimientos sociales en los siglos XVIII al XIX Manola Sepúlveda Garza

Índice 3 Los festejos del Centenario de la Independencia en el Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz del Estado de México Rosa María Herná

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Índice

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Los festejos del Centenario de la Independencia en el Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz del Estado de México Rosa María Hernández Ramírez, María del Carmen Chávez Cruz, Graciela Isabel Badía Muñoz

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La guerra de Independencia: la resistencia insurgente José Porfirio Neri Guarneros

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El norte de Guanajuato: escenario de movimientos sociales en los siglos XVIII al XIX Manola Sepúlveda Garza

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Cambios y continuidades en la administración del agua en el Estado de México, 1819-1866 Diana Birrichaga Gardida

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Las novelas de la Revolución Mexicana de 1910 escritas por sus testigos Elvia Montes de Oca Navas

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Heroínas de la Batalla de Zacatecas Horacio Ramírez de Alba

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Ilustrador Nacional. Periodismo insurgente en Sultepec Inocente Peñaloza García

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Calpulalpan, el triunfo de la Reforma Norberto López Ponce

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El humanismo en el pensamiento ilustrado del Nuevo Mundo Alberto Saladino García

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Los Los festejos festejos del del Centenario Centenario de de lala Independencia Independencia en en elel InstitutoCientífico InstitutoCientífico yy Literario Literario Porfirio Porfirio Díaz Díaz del del Estado Estado de de México México

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Rosa María Hernández Ramírez María del Carmen Chávez Cruz Graciela Isabel Badía Muñoz

n la conmemoración del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución vale la pena revalorar el significado de dichas fiestas cívicas para que no sólo sirvan al lucimiento político, sino que permitan ver a la distancia elementos de la evolución de la sociedad mexicana y reflexionar en la realidad actual. En este artículo se describen algunos aspectos de la participación del Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz del Estado de México en la celebración del Centenario de la Independencia —particularmente la manera en que la vivieron los alumnos y profesores— y su colaboración con otros sectores de la sociedad. Los festejos pueden ser vistos desde diferentes perspectivas. González propone la siguiente: […] la fiesta, si bien es diversión que rompe con la rutina y con el ritmo de vida habitual, hace parte de una civilización, y como tal encierra toda clase de estructuras y de prácticas políticas y sociales, dado que esta es considerada como reflejo de una sociedad y de las intenciones políticas de los que la componen. El estudio de todos los componentes de la fiesta, es decir, de los espectáculos que en las ciudades y en los campos rompen el curso de los trabajos y de los días tanto en las celebraciones religiosas, civiles y políticas tales como los juegos, competiciones, procesiones, cabalgatas, representaciones de cuadros vivientes para ilustrar la vida de los santos, las leyendas, los episodios familiares, representaciones de milagros o de misterios y las farsas jocosas y satíricas, aportan, según Heers, al historiador la verdadera cultura popular del pasado, en razón de que la fiesta como reflejo de una civilización es símbolo y vehículo de mitos y leyendas. (Cfr. González Pérez, 2008)

La idea de realizar una conmemoración con motivo del inicio de la guerra de Independencia se dio muy tempranamente, cuando en el artículo 23 de los Sentimientos de la Nación (14 de septiembre de 1813) Morelos propuso:

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Que igualmente se solemnice el día 16 de septiembre, todos los años, como el día Aniversario en que se levantó la Voz de la Independencia, y nuestra Santa Libertad comenzó, pues en ese día fue en el que se desplegaron los labios de la Nación para reclamar sus derechos con Espada en mano para ser oída: recordando siempre el mérito del grande Héroe el Señor Don Miguel Hidalgo y su compañero Don Ignacio Allende.

Así pues, aun antes de su consumación, la Independencia mexicana ya tenía una fecha y unos nombres que evocar, y a lo largo del siglo XIX las clases política e intelectual se dieron a la tarea de fomentar el sentido patriótico para el logro de la unidad nacional, sobre todo después de las intervenciones y de la guerra con Estados Unidos, cuya consecuencia mayor fue la pérdida de la mitad del territorio nacional. En ese siglo, el ideal de nación aspiraba a mantener la integridad territorial, a regirse por leyes comunes, el uso de un solo lenguaje, la desaparición de los privilegios corporativos, como los eclesiásticos y comunales, y la construcción de nuevos símbolos. En esa tarea de construcción de la identidad mexicana confluyeron grupos económicos, población civil y las instituciones del Estado: el aparato burocrático, el ejército y las escuelas, incluyendo a las dedicadas a la educación superior. Este fenómeno se puede identificar desde los gobiernos liberales hasta el porfiriato: El estudio de las instituciones de educación superior revela las relaciones entre el Estado, en su papel de educador, y los profesores y estudiantes que en ellas desarrollaban una política educativa basada en la ideología del grupo en el poder: primero el liberalismo y, paulatinamente, el positivismo termina por implantarse; relaciones que permiten vislumbrar la difícil separación entre los ámbitos político y meramente educativo […] La intención modernizadora del régimen porfirista, al identificarse con la institucionalización del estado capitalista, había hecho todo lo posible para someter tantas diferencias sociales y culturales a un solo modelo unificador, que superase las enormes diferencias existentes en el nivel social y cultural. La propuesta del régimen trascendió en el aspecto educativo, representada por el sometimiento a una sola autoridad; y en el nivel del discurso, la justificación radicaba en lograr una unidad nacional [… ] El positivismo demostró su eficacia para establecer y consolidar una ideología basada en la disciplina colectiva y en la unidad nacional, principios imprescindibles para el proyecto porfirista. (Peregrina, 2006: 236-237)

Uno de los pilares de la formación ciudadana del México decimonónico fue precisamente la educación, mediante la cual se enfatizaron los valores cívicos, tarea que se concretó por diversos medios, como la lectura de los pensadores nacionalistas, la impartición de clases de Historia Patria, la sustitución del calendario religioso por el civil y la participación de la sociedad en las celebraciones organizadas para recordar a los héroes. Una de las instituciones de educación superior que participó en esta labor fue el Instituto Literario del Estado de México que, fundado en 1828, fue obra de los liberales —al igual que los otros institutos del país— que buscaban en esos años la secularización de la recién aclamada república. Se instaló primeramente en Tlalpan y luego, tal como lo establecían sus estatutos, en el lugar de residencia de los poderes gubernamentales, que terminó por ser Toluca. Durante casi todo el siglo XIX, los vaivenes y acomodamientos del aparato político propiciaron que su vida académica fuera continuamente trastocada: cierres intermitentes, falta de presupuesto para solventar los gastos mínimos y cambios de planes de estudio y de

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nombres, entre otros. Pero también hay registros de la participación del Instituto, a lo largo de esos años, en las conmemoraciones cívicas coordinadas por el Ejecutivo estatal, las autoridades municipales y representantes de la sociedad. Cabe agregar que durante las gubernaturas de José Vicente Villada y Fernando González, el Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz logró cierta estabilidad y presencia a escala nacional, lo que motivó seguramente su participación en festejos cívicos. En efecto, en los testimonios resguardados en archivos Histórico del Instituto Literario, Histórico Municipal de Toluca e Histórico del Estado de México, hay información de las actividades organizadas por directivos, maestros y alumnos en fechas como el 5 de febrero, el 5 de mayo, el 21 de marzo o el 18 de julio, aunque, inequívocamente, la más importante fue la del 16 de septiembre de 1910. En ese año, el gobierno porfirista proyectó una gran celebración con motivo del centenario del inicio de la gesta libertaria. Las condiciones políticas y económicas eran muy favorables y, con años de anticipación, se programó la construcción de obras de infraestructura, como caminos, mercados y edificios, la erección de monumentos, la edición de libros, concursos de poesía y oratoria, escenificaciones teatrales, creaciones musicales y un sinfín de actividades más. Como el resto del país, en el Estado de México se fundó una Junta Central del Centenario, a la que se encargó la organización de las actividades conmemorativas, y en la cual participaban destacados institutenses, como Juan N. Rodríguez, Carlos A. Vélez y Francisco Javier Gaxiola. Al momento de los festejos del Centenario de la Independencia fungían como gobernador del Estado de México el general Fernando González y como director del Instituto el ingeniero Emilio G. Baz. El Archivo Histórico del ICLA contiene en una buena cantidad de invitaciones que la sociedad le hizo a los institutenses para participar de diferentes formas en las galas: desde agosto, la Compañía Cervecera Toluca y México, S. A., solicitó en préstamo el busto de La Corregidora y un águila disecada para colocarla en su carro alegórico, a fin de darle mayor realismo, con la promesa de devolverlos en las mismas condiciones en que fueron recibidos.1 La Junta de la Parroquia de San José y la Escuela Normal Católica (sic) invitaron a una velada en el Teatro Principal de Toluca, en la que, según el programa, hubo discursos, piezas musicales, poesía, zarzuela en un acto y la entonación del Himno Nacional.2 Igualmente, hay invitaciones para la batalla de confeti de la Sociedad Juan N. Álvarez o la carrera de cintas organizada por la Sociedad Fraternal de Empleados del Comercio.3 En el Instituto Literario había mucha agitación. Por principio de cuentas, el director Emilio G. Baz, con el apoyo de padres de familia y tutores, solicitó al gobernador que autorizara la suspensión de clases durante septiembre para que los alumnos pudieran asistir a las numerosas actividades programadas, con el compromiso recíproco de modificar el calendario escolar para presentar los exámenes en diciembre (en ese tiempo el calendario escolar abarcaba de enero a noviembre). La respuesta fue positiva, pero con una condición: […] se concede la suspensión de las cátedras de ese establecimiento […] por disposición del C. Gobernador, se servirá usted hacer una recomendación especial a todos los alumnos de ese plantel, de que estén presentes en esta ciudad durante los días AHICLA, 02, Sección Histórica, c.147, exp. 5887, 1910, 1. AHICLA, Sección Histórica, Fondo Ramón Pérez, exp. MB-21-1, 1910, 1-2. 3 AHICLA, Sección Histórica, Fondo Ramón Pérez, exp. MB-20-1, 1910, 1. 1 2

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en que deban tomar parte en las festividades organizadas por la Junta Patriótica para solemnizar el Primer Centenario de nuestra Independencia.4

Es decir, el permiso fue dado para que, libres de clases, los alumnos concurrieran a cumplir su compromiso cívico. ¿A qué actividades hacían referencia las autoridades? Esta petición de los alumnos y sus familias da indicios de que también querían participar en los desfiles, conciertos, batallas de confeti, carreras de caballos y de bicicletas, fuegos artificiales, veladas literarias, funciones de teatro, serenatas, tedeum y banquetes organizados por la sociedad toluqueña. A lo largo de septiembre se realizaron los principales festejos de la Independencia. Los que tuvieron como sede el Instituto fueron, entre otros, la entrega de una insignia a los alumnos por parte de la Junta del Centenario, los desfiles y la ampliación de la Escuela de Jurisprudencia. Para la entrega de la insignia, la Dirección del Instituto convocó a los alumnos en los siguientes términos:

José Clemente Orozco.

La Dirección de este Instituto ha tenido a bien acordar que se suplique a los señores alumnos cuyos nombres van insertos al margen, se sirvan concurrir al propio establecimiento el próximo jueves 15 de los corrientes, a las 10:00 hrs. am con el objeto de asistir con el estandarte del plantel a la entrega de una enseña histórica que la Junta del Centenario hará al Instituto.5

Entre los alumnos citados estaban Ramón y Manuel Gómez Tagle, Luis Raymundo y Carlos Pichardo, Roberto y Manuel Henkel, Luis Solórzano y Leopoldo Rosenzweig, por mencionar algunos. El mismo 15 de septiembre, la Junta del Centenario reunió a maestros y alumnos del Instituto en la casa de Lerdo, actualmente museo José María Velasco, para hacerles entrega de la insignia que supuestamente adornó la casa cuando Hidalgo, Allende, Aldama y Abasolo descansaron en ella por un rato en su camino hacia la Ciudad de México. En el acto, el señor Chaix, quien fue uno de los oradores, relató lo siguiente: Refiere la tradición, que al llegar a la Capital, estuvo alojado, durante tres horas, en el edificio que es, en la actualidad, casa número 24 de la Avenida Lerdo: que los dueños de ella, Don José Mariano Oláez, su esposa Doña Lorenza Orozco y sus pequeñas hijas, Pomposa y Luisa, obsequiaron, con frugal merienda, al caudillo y á sus acompañantes, Allende, Aldama, Abasolo, Arias, Balleza, Jiménes, los dos Martínez y Ocón: que la familia de referencia puso, como adorno en señal de regocijo, en uno de los balcones de la mencionada casa y como un acto de cortesía a sus ilustres visitantes una Imagen de la Virgen de Guadalupe, propiedad de la familia similar a la que fué, desde Septiembre de 1810 pendón glorioso de la rebelión contra el Gobierno colonial.6 AHICLA, 02, Sección Histórica, c. 147, exp. 5887, 1910, 1-2. AHICLA, 02, Sección Histórica, c. 147, exp. 5887, 1910, 3. 6 AHICLA, 02, Sección Histórica, c. 147, exp. 5887, 1910, 1-4. 4 5

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La entrega de la imagen se le hizo al director del Instituto, Emilio G. Baz, y Juan B. Garza arengó a los jóvenes a amar a la Patria y conmemorar cien años de libertad (Gaceta del Gobierno, 1911: 1). Cabe señalar que las pesquisas hechas para encontrar dicha imagen no han tenido éxito. Según los documentos, el Instituto Científico y Literario participó en al menos tres paradas cívicas. Para la más fastuosa, la del día 16, se programó, según la Gaceta del Gobierno, lo siguiente: La Junta Patriótica de Toluca celebrará el aniversario de la proclamación de la Independencia, de acuerdo con el siguiente programa: […] IV. A las 9, reunidos en la Plaza Zaragoza los alumnos de las escuelas oficiales y del Instituto Científico y Literario, Gremios, Sociedades […] recorrerán desde la Avenida Libertad hasta el parque Cuauhtémoc […] V. A las diez y media desfilará la procesión de Carros Alegóricos, representando episodios de la Historia Nacional, que en su parte artística ha quedado a cargo de los miembros de la Junta Patriótica, Colegio Guadalupano, Instituto Científico y Literario, Escuela de Jurisprudencia, Escuela de Artes y Oficios y Escuela Normal para Profesores. (Gaceta del Gobierno, 1909: 1)

Para dar cumplimiento a esto último, se giró oficio a los docentes: La Dirección de este Instituto ha tenido a bien disponer que se gire la presente circular, para los señores profesores cuyos nombres van listados al margen, se sirvan asistir el próximo día 16 de los corrientes a las 9 hrs. a.m a la Av. Independencia, al oriente de la calle Josefa Ortiz de Domínguez, a fin de que, representando al plantel, se incorporen a la Procesión cívica que de dicho lugar partirá y terminará en el parque Cuauhtémoc, sitio éste último en donde se verificará el acto oficial en conmemoración de nuestra Independencia Nacional. Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz. Toluca, 12 de septiembre de 1910. El secretario. Heriberto Enríquez (rúbrica).7

Como detalle hay que anotar que entre los profesores estaban Emilio G. Baz, Felipe N. Villarello, Rafael García Moreno, Carlos A. Vélez, Servando Mier y José María Arzate, y las profesoras Flor de Ma. R. de Molina, María López Zetina y Elena Cárdenas. En el suplemento Álbum del Centenario de la Gaceta hay otra descripción importante de la presencia del Instituto en la gran fiesta del 16. Se trata de una crónica que relata, día a día, lo que aconteció a lo largo del mes patrio de 1910: DIA DIECISEIS No, no fue un despertar propiamente, puesto que seguramente nadie durmió [… ] Así surgió un nuevo día, como ave aterida arrastrando los girones entristecedores de nubes grises, y sacudiendo sobre la tierra sus [a]las chorreantes de agua llovediza […] el sol disipó al fin, aquella bruma […] sobre un pavimento fangoso [...] se organizó la compactísima Comitiva […] Vanguardia formada por la Gendarmería montada, grupo de cargadores, grupo de obreros […] Escuelas oficiales: […] Escuela Normal para Profesores y anexas, Instituto Científico y Literario “Porfirio Díaz”, Escuela de Jurisprudencia […] (Gaceta del Gobierno, 1911: 1)

Se describe con lujo de detalles el ambiente del gran día. La narración permite imaginar la 7

AHICLA, 02, Sección Histórica, c. 147, exp. 5887, 1910, 1-5.

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gente, las calles, los estudiantes y la fastuosidad. Gracias a este relato, el historiador tiene más datos sobre la cultura toluqueña de principios del siglo XX. Por otra parte, la carrera de Derecho se había establecido desde 1851 (Peñaloza, 1999: 32), pero fue hasta ese momento que se amplió la Escuela de Jurisprudencia del Instituto Científico y Literario. El orador de la ceremonia fue Francisco Javier Gaxiola, quien agradeció la deferencia. Se había planeado el acto para el 16 de septiembre, pero se pospuso hasta el 3 de octubre. La ceremonia fue presidida por el gobernador Fernando González e incluyó el siguiente: Programa 1° Pieza de música. 2° Discurso por el Sr. Profr. Lic. F. Javier Gaxiola. 3° Pieza de música. 4° Discurso por el alumno Sr. Carlos Campos. 5° Declaración de inauguración. 6° Himno Nacional.8

Como puede verse, en la gran fiesta cívica del Centenario se congregaron los sectores de la sociedad toluqueña: gobernantes, militares, gremios, industriales, comerciantes, religiosos y, por supuesto, las escuelas. Se puede afirmar que el Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz vivió intensamente la fiesta del Centenario de la Independencia. Maestros y alumnos gozaron y se identificaron con los ya para entonces consolidados símbolos de la libertad y la soberanía. Caminaron hombro a hombro con su sociedad, sin importar niveles o rangos sociales. Momentos que pueden analizarse gracias a las fuentes documentales. No obstante, vientos de cambio soplaban ya contra el decadente régimen porfirista. Pero ésa es otra historia.

Bibliografía y hemerografía Gaceta del Gobierno. Periódico oficial del Estado de México (1909), Núm. 13, Director: Lic. F. Javier Gaxiola, Toluca, Estado de México. Gaceta del Gobierno. Periódico oficial del Estado de México (1910), Núm. 16, Director: Lic. F. Javier Gaxiola, Toluca, Estado de México. Gaceta del Gobierno. Periódico oficial del Estado de México (1911), Álbum del Centenario, Núm. 28, Director: Lic. F. Javier Gaxiola, Toluca, Estado de México. González Pérez, Marcos (2008), “El concepto de fiesta”, Ómnibus. Revista digital intercultural, año IV, julio, www.omni-bus.com [consultado el 15/03/2010]. Morelos y Pavón, José María (1813), Sentimientos de la Nación, inehrm, www.inehrm.gob.mx/pdf/ sentimientos.pdf [consultado el 10/03/2010]. Peregrina, Angélica (2006), Ni universidad ni instituto: educación superior y política en Guadalajara (1867-1925), México, Universidad de Guadalajara-El Colegio de Guadalajara. Peñaloza, Inocente (1999), Verde y Oro. Crónica de la Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, uaem.

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AHICLA, 02, Sección Histórica, c. 148, exp. 5908-A, 1910, 1-2.

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La La guerra guerra de de Independencia: Independencia: la la resistencia resistencia insurgente insurgente José Porfirio Neri Guarneros

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iguel Hidalgo, Aldama y Allende iniciaron en 1810 la lucha contra los europeos y a pesar de que fueron derrotados, supieron encaminar a los grupos de la sociedad a la causa independentista. El periodo de lucha de estos caudillos fue el inicio de un movimiento revolucionario que duró once años. A la muerte de los primeros líderes insurgentes, la insurrección fue continuada por Ignacio López Rayón y José María Morelos, quienes le dieron al movimiento insurgente organización, estrategia y carácter militar. Fusilado Morelos en 1815, la resistencia se debilitó ante la falta de cohesión y dirección necesaria, pero su muerte no significó el fin del movimiento. Entre1816 y 1820 hubo una etapa de resistencia aislada en distintas partes de la Nueva España gracias a Francisco Javier Mina, Pedro Moreno, Vicente Guerrero, Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria, entre otros. La resistencia mantuvo encendida la llama de la independencia: se buscaba la libertad y la justicia. Pero antes de tratar este tema, conviene abordar, aunque a grandes rasgos, el inicio y auge del movimiento de independencia.

Los acontecimientos en la campaña de Hidalgo La invasión de Napoleón a España y la cesión de la corona española a José Bonaparte a finales del siglo XVIII provocaron la conmoción de la Nueva España. La clase criolla novohispana empezó a realizar reuniones secretas en las que se planteaba quitar del mando a los europeos debido a que habían ejercido un gobierno “arbitrario y tirano”. Fueron diversos los integrantes de las conspiraciones. En la de Querétaro destacan el licenciado Miguel Domínguez y su esposa, Josefa Ortiz; hombres de leyes, como Parra y Laso; militares, como Arias, Lanzagorta, Ignacio Allende e Ignacio Aldama; comerciantes, como los hermanos Epigmenio y Emeterio González, y eclesiásticos, entre los que sobresalió Miguel Hidalgo y Costilla (De la Torre, 1992: 85). Al ser descubierta la confabulación, fueron arrestados diversos integrantes del grupo, pero doña Josefa Ortiz de Domínguez logró enviar un mensaje a Hidalgo por medio de Aldama.1 Aldama llegó a Dolores con la noticia de que la conspiración había sido descubierta. Allende visitaba a Hidalgo cuando llegó la noticia, y entre los tres analizaron la situación y decidieron iniciar la revuelta contra los peninsulares en ese pueblo, la madrugada del 16 de septiembre de 1810 (Rodríguez, 1992: 34). Hidalgo, Allende, Aldama y el resto de los líderes criollos representaban a elites marginales que carecían de un sólido respaldo entre los ricos y los poderosos del Bajío (Rodríguez, 1992: 34). 1

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Miguel Hidalgo era párroco del pueblo de Dolores, de la intendencia de Guanajuato. Ex alumno de los jesuitas, poseía una gran cultura. Fue profesor y rector del colegio de San Nicolás en Valladolid y era estimado por las autoridades eclesiásticas y los feligreses. Al dirigirse a sus parroquianos en la mañana del 16 de septiembre, no les habló de México, sino de los “americanos”, de la “América” que podía ser entregada a los franceses o ingleses; los exhortó a que se le uniesen para proteger el reino; los alentó diciéndoles que se había acabado la opresión y que ya no habría más tributos. A los que se alistaron con caballos y armas les pagó un peso diario y a los de a pie, cuatro reales (Jiménez, 1997: 107). El exhorto del cura tuvo eco entre la gente pobre del campo por la pobreza material que sufrían, en especial durante los últimos años, así como por el desempleo y los bajos salarios (Van Young, 2006: 869-871). Una vez que Hidalgo dio el Grito de Dolores, los insurgentes se dirigieron a San Miguel el Grande donde tomaron la plaza sin dificultad; después, se encaminaron a Celaya, la que ocuparon el 20 de septiembre. Poco a poco, el contingente fue creciendo, pues se le unieron labradores, mineros y gente sin empleo, que en algunos momentos superó a los contingentes militares disciplinados. Los pobres insurrectos practicaron un saqueo indiscriminado, sin importarles si se trataba de europeos buenos o malos o si eran peninsulares o criollos. Se trataba de una horda, más que de un contingente militar (Rodríguez, 1992: 36). Si bien el movimiento insurgente contaba con una amplia base formada por indígenas y mestizos, no fueron éstos los motores del levantamiento, sino los criollos. En una proclama fechada el 25 de septiembre de 1810, los insurgentes relatan: “verificamos los criollos en el pueblo de Dolores y Villa de San Miguel el Grande, la memorable y gloriosa acción de dar principio a nuestra santa libertad poniendo […] presos a los gachupines”. La proclama termina con una arenga que se parece a la de Hidalgo en el pueblo de Dolores: “viva nuestra fe católica, viva nuestro amado soberano el señor Fernando Séptimo y vivan nuestros derechos que Dios [y] la naturaleza nos han dado […] ¡Viva la fe cristiana y muera el mal gobierno!” (Jiménez, 1997: 109). No obstante, la insurrección devino en movimiento popular y no sólo en el de un grupo de criollos inconformes. Van Young explica que la política metropolitana impulsó a los criollos a tomar las armas, mientras que a los mestizos e indígenas los motivaron la pobreza, los salarios ofrecidos por los insurgentes y las ganancias que resultaran de los saqueos (Van Young, 2006: 180). Los insurgentes se dirigieron de Celaya a Guanajuato, rica ciudad minera y corazón económico del Bajío. Ahí, tomaron la alhóndiga tras la matanza de 200 soldados y 105 españoles. A pesar de que Allende buscó contener el desorden y los saqueos, éstos proliferaron y el caos se solucionó hasta que se impuso la pena de muerte a los ladrones (De la Torre, 1992: 86-87). De Guanajuato, Hidalgo fue a Valladolid, sede del obispado y una de las ciudades más opulentas de la Nueva España. En este lugar, obtuvo recursos económicos de la Iglesia y los particulares, y se le adhirieron el Regimiento de Dragones de Michoacán y el de infantería provisional. A finales de octubre de 1810, los insurgentes vencieron a las tropas realistas de Torcuato Trujillo en el monte de Las Cruces, cerca de la Ciudad de México. Después de permanecer algunos días en Cuajimalpa, Hidalgo decidió retroceder a Querétaro. El 2 de noviembre fue derrotado por Félix María Calleja en San

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Jerónimo, Aculco. La derrota puso de manifiesto la incapacidad de los líderes insurgentes de controlar un ejército heterogéneo y la evidente necesidad de adiestrar a las tropas. Tras esa batalla, los líderes insurgentes se separaron, pero en enero de 1811 Allende y Aldama volvieron a unirse a Hidalgo, quien propuso esperar a Calleja en el Puente de Calderón para hacerle frente. En este sitio, el día 17 de ese mes, los insurgentes sufrieron una derrota total. Hidalgo, Allende y Aldama decidieron buscar ayuda en Estados Unidos, pero en el pueblo de Nuestra Señora de Guadalupe de Baján fueron aprehendidos y posteriormente, fusilados. Es importante tomar en cuenta que en los primeros años del movimiento insurgente no existía la idea de México como nación. Si bien Hidalgo, en ocasiones, empleó los nombres de México, Imperio Mexicano o Nación Mexicana, casi siempre lo hizo refiriéndose a la Ciudad de México. El Despertador Americano del 20 de diciembre de 1810 se dirige “a todos los habitantes de América”, en especial a los “nobles americanos, virtuosos criollos”, a quienes invita a despertar “al ruido de las cadenas que arrastráis ha tres siglos” (Jiménez, 1997: 111).

Los acontecimientos de la campaña de Morelos El triunfo del ejército realista sobre Hidalgo no significó la restauración de un orden que se derrumbaba por todo el país, pues la insurrección de aquél sólo fue el inicio de un largo periodo de lucha insurgente que buscaba la emancipación de la Nueva España. Con la derrota de Hidalgo se hizo patente la necesidad de darle unidad al movimiento, y muerto el cura de Dolores, la dirección del movimiento fue tomada por Ignacio López Rayón, quien pertenecía a la corriente conservadora y liberal moderada. El nuevo jefe del movimiento buscó acuerdos con las fuerzas realistas, pero éstas rechazaron su propuesta y le exigieron la rendición incondicional. Ante este panorama, propuso a Morelos una mayor cooperación entre los jefes insurgentes; es decir, entre el bloque de fuerzas revolucionarias, los representantes conservadores y los liberales americanos moderados. Como nuevo jefe del movimiento insurgente, planteó una junta nacional para poder lograr sus fines. Morelos estuvo de acuerdo con López Rayón en darle unidad al movimiento (Sugawara, 1999: 26). El 21 de agosto de 1811 quedó organizado en Zitácuaro el gobierno mediante el establecimiento de la Suprema Junta Nacional de América, en la que López Rayón recibió el título de presidente y Liceaga y Verduzco el de vocales. La junta buscaba la unión entre españoles y americanos (INEGI, 1985: 72). La lealtad a Fernando VII y su uso como bandera del movimiento marca la diferencia entre la corriente conservadora y la liberal moderada frente a la liberal revolucionaria. A esta última le interesaba la independencia y la formación de un gobierno independiente, mientras que aquéllos querían la independencia y la unidad en torno de la monarquía española. Inconforme, Morelos aceptó la propuesta de los primeros (Sugawara, 1999: 27). Tiempo después de instalada la junta, el general Calleja tomó e incendió Zitácuaro, y la junta tuvo que trasladarse a Tlalchapa, de ahí a Sultepec y después a Tiripitío, donde, en junio de 1812, se vivió una situación tormentosa y se anunció la separación de sus tres principales componentes. Incluso hubo enfrentamientos armados entre las fuerzas del presidente y las de los dos vocales (INEGI, 1985: 72). Morelos, al igual que López Rayón, era partidario de la creación de un gobierno y de establecer las bases de una nueva nación, de ahí que el 14 de septiembre de 1813 reuniera en Chilpancingo un congreso con representantes de todas las provincias, ante el cual dio a

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conocer su ideario político en un documento conocido como Los Sentimientos de la Nación, en que se plantean la independencia definitiva y el rompimiento con Fernando VII. Se propone una república tripartita, la abolición de la esclavitud y la igualdad civil ante la ley, así como la supresión de tributos parroquiales. El pensamiento y las acciones de Morelos revelan su interés por formar una patria nueva, sin desigualdades ni injusticias. En el aspecto militar, Morelos realizó varias campañas. En la primera, constituyó su ejército, combatió en la Sabana, intentó tomar Acapulco y penetró en Tixtla. La segunda campaña fue de expansión: llegó al norte de Guerrero, el sur de Puebla y al actual estado de Morelos. En su tercera campaña logró sitiar y tomar Oaxaca, el 25 de noviembre de 1812, y Acapulco, el 20 de agosto de 1813 (De la Torre, 1992: 96). La revuela de Morelos no sólo tuvo éxito por la gran capacidad de liderazgo de éste, sino también porque tenía entre sus huestes lugartenientes aptos, como Leonardo y Miguel Bravo, Hermenegildo Galeana, Manuel Félix Fernández (Guadalupe Victoria) y Vicente Guerrero. Morelos cumplió su última etapa integrando el Congreso en Chilpancingo, del que fue protector, lo que le imposibilitó toda acción y aun causó su desgracia. Mientras buscaba poner a salvo el Congreso, fue sorprendido, el 5 de noviembre de 1815, en Tezmalaca, Puebla. Es llevado a la Ciudad de México, donde se le instruye un doble proceso. Degradado como eclesiástico, declarado hereje, perseguidor y turbador de la jerarquía, traidor al rey, es fusilado en San Cristóbal Ecatepec el 22 de diciembre de 1815 (De la Torre, 1992: 95-97). Para los realistas, los levantamientos de Hidalgo, Rayón y Morelos representaron el fracaso de los insurrectos en busca del poder, mientras que para los insurgentes, esas campañas resultaron la fase de preparación y maduración de un movimiento que creció rápidamente. Para mediados de 1815, Morelos consideraba que el sistema de gobierno de los insurrectos se había perfeccionado sucesivamente hasta sujetarse a la constitución de Apatzingán de 1814 (Sugawara, 1999: 21-22).

La resistencia insurgente de 1816 a 1820 Es indudable que el periodo que va de 1811 a 1815 es el más dinámico de la resistencia insurgente, tanto desde el punto de vista de la acción militar como de la política. Fusilado Morelos, la resistencia insurgente se debilitó ante la falta de la cohesión y dirección necesarias. Desecho el Congreso, los insurgentes buscaron mantener un gobierno mediante las “juntas”. El Congreso había dejado en Teretán, Michoacán, a la Junta Subalterna Gubernativa. En abril de 1816, en Uruapan, sus integrantes, Izazaga, el padre Torres y el doctor San Martín, decidieron trasladarse al fuerte de Jaujilla. El nuevo “gobierno establecido bajo el sistema republicano” fue reconocido por Guerrero que luchaba en el sur, pero no por López Rayón (INEGI, 1985: 90). Después de la muerte de Morelos, sólo algunos insurrectos resistieron aisladamente, como Pedro Moreno y el padre Torres, en el centro, y Vicente Guerrero, Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria en el sur, pero éstos tuvieron que cambiar de táctica militar para adoptar la guerra de guerrillas. Por su parte, las fuerzas realistas, fortalecidas por los regimientos españoles, lograron recuperar gran parte del territorio de la Nueva España. Calleja multiplicó sus fuerzas para romper el cinturón rebelde que obstaculizaba los accesos a México, Puebla, Veracruz y Oaxaca (INEGI, 1985: 88). El virrey buscó inundar con sangre la revolución y sin someterlos a juicio, fusiló a los que habían formado parte del movimiento libertador, no dudó

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en desconocer leyes para obtener la victoria y arrestó a diversos funcionarios insurgentes, como Francisco Galicia. La actitud de Calleja sólo logró reforzar los temores de los americanos con respecto al gobierno español. Después de años de rebelión, el territorio de la Nueva España se encontraba devastado y el orden político empezaba a desmoronarse por el esfuerzo de acabar con la insurgencia. Muchos clérigos, funcionarios y empresarios peninsulares abandonaron las poblaciones por temor a los rebeldes y fueron sustituidos por oficiales europeos. De esta forma, el gobierno adquirió un carácter militar y los nuevos administradores fijaron exigencias a los lugareños. Los soldados consideraron a todos los americanos como sus enemigos e infligieron golpes y otro tipo de avisos a los indios. Los novohispanos se percataban así de que el régimen jurídico había dejado de funcionar. En septiembre de 1816, Calleja fue sustituido como virrey de la Nueva España por Juan Ruiz de Apodaca. El nuevo virrey empezó una política de reconciliación al otorgar la amnistía a los rebeldes (Rodríguez, 1992: 58). Con Apodaca, el movimiento insurgente casi se esfumó, pues se habían rendido Melchor Múzquiz, en Monte Blanco, cerca de Córdoba, y Ramón López Rayón entregó el fuerte de Cóporo, en Michoacán. El doctor José María Cos se acogió al indulto, al igual que Francisco Osorno, Juan N. Rosains y Francisco Muñiz. Nicolás Bravo, López Rayón y Verduzco, después de ser apresados, también se acogieron al indulto (INEGI, 1985: 90-91). En fecha 15 de abril de 1817, un nuevo acontecimiento impulsó el movimiento independentista de la Nueva España. Francisco Javier Mina desembarcó en Soto la Marina, Tamaulipas. Mina nació en España, el 1 de julio de 1789, se opuso a Fernando VII por haber derogado la constitución de Cádiz de 1812 y disuelto las Cortes. Perseguido, tuvo que emigrar. Residió en Francia y luego en Inglaterra. En Londres, se vinculó con fray Servando Teresa de Mier —quien era originario de la Nueva España—. Éste era hombre de ideas republicanas y enemigo de todo gobierno absolutista; por ello, fue remitido a España (INEGI, 1985: 9192). En 1816, Mina partió de Inglaterra hacia Estados Unidos y de ahí a México, y con 250 hombres desembarcó en Soto la Marina. Lanzó varias proclamas y se comprometió a luchar por la emancipación de los americanos. Apoyado por Pedro Moreno, Mina tuvo varias victorias: venció en Valle de Maíz a Villaseñor, en Peotillo a Armiñán y en San Felipe a Ordóñez. La junta de Jaujilla entregó a Mina el mando de todas las fuerzas del Bajío, en reconocimiento por sus victorias. El gobierno virreinal lo vio como un serio peligro para las instituciones coloniales y, por lo mismo, toda la atención del ejército realista se dirigió a terminar con el nuevo caudillo de la revolución. Mina no pudo derrotar a Liñán, ni socorrer al fuerte de los Remedios y tampoco pudo tomar Guanajuato (INEGI, 1985: 94-98). Finalmente, fue capturado el 27 de octubre de 1817 y fusilado frente al fuerte de los Remedios, el 11 de enero de 1818. Con la muerte de Mina y desecha la junta de Jaujilla que había resistido hasta el 6 de marzo de 1818, la insurgencia se desesperanzó. La Gaceta de México publicó: “la maldita revolución de independencia está vencida y… la Nueva España pacificada” (INEGI, 1985: 100). Pero el movimiento aún no se había extinguido: si bien unos insurgentes desaparecían, otros surgían y unos más subsistían; por ejemplo, Olarte y Guadalupe Victoria, en Veracruz; Torres, en el Bajío; los Ortices o “Pachones” y “el Giro” o Andrés Delgado, en Guanajuato; el padre Sánchez, en Puebla, y Pedro el Negro, a las puertas de la Ciudad de México, y con ellos, invicto, Vicente Guerrero (INEGI, 1985: 103).

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A partir de 1818, el más importante núcleo de resistencia era el que comandaba Vicente Guerrero, quien estaba apoyado por Pedro Ascencio. Contra ellos se dirigió la estrategia política y militar del virreinato. Las fuerzas realistas, comandadas por Armijo, tuvieron que luchar en un medio hostil, en un territorio en el que los guerrilleros sabían moverse con facilidad, pues lo conocían a la perfección. Para 1819, Guerrero, junto con su lugarteniente Pedro Ascencio, dominaba Coyuca, Ajuchitlán, Santa Fe, Tetela del Río, Huetamo y Cuauhlotitlán, y había instalado la Junta de Gobierno en Tecpan. Luchó durante nueve años por la causa insurgente, y aunque en ocasiones fue seguido por muchos y en otras por pocos, no desmayó ni prestó oídos a las promesas de las autoridades virreinales (INEGI, 1985: 106). Al enterarse del levantamiento de Rafael Riego en España en enero de 1820, por el cual Fernando VII fue obligado a jurar la Constitución de 1812, Guerrero consideró que era el momento idóneo de pactar con su contrincante, José Gabriel de Armijo, a quien propuso unir fuerzas para lograr la independencia, pero Armijo no aceptó. Guerrero no se desanimó e invitó a Carlos Moya, oficial de Armijo, a sumarse a sus proyectos, pues estaba convencido de que no se alcanzaría el éxito por las armas, y de ahí su propuesta de unir a españoles y mexicanos para obtener la independencia mediante la cooperación de las fuerzas realistas e insurgentes. Pero Moya informó de las intenciones de Guerrero a Armijo y éste al virrey. Apodaca entrevió una esperanza de arreglo y poco después, el 9 de noviembre de 1820, sustituyó a Armijo por Agustín de Iturbide. El virrey consideraba que Iturbide podría pactar con Guerrero y negociar la pacificación sin alterar el gobierno (De la Torre, 1992: 126-128). Iturbide enfrentó a las tropas de Pedro Ascencio y fue derrotado, mientras que Carlos Moya perdió ante Guerrero. Estas derrotas demostraron a Iturbide que los insurgentes tenían un fuerte arraigo en el sur y que sería difícil vencerlos. Consideró entonces que era mejor pactar y mandó una carta a Guerrero en la cual expuso sus planes de independencia. El 24 de febrero de 1821 proclamó el Plan de Iguala, que Guerrero apoyó y que ambos ejércitos acordaron sostener y luchar por la independencia. Las disposiciones del Plan de Iguala quedaron resumidas en el lema de las tres garantías: Religión, Independencia y Unión. El gobierno imperial de la Nueva España se desmoronó siete meses después de promulgado el plan e Iturbide propuso a Apodaca, jefe político de México, que aceptara la independencia como algo inevitable y asumiera el cargo de presidente de la Junta Soberana; éste, sorprendido por la inesperada rebelión, asumió una actitud conciliadora e incitó a Iturbide a que se volviera a unir al régimen. Apodaca se percató de la consolidación del movimiento y decidió poner fin a la insurrección por medio de la fuerza, pero fue inútil. En mayo de 1821, buena parte del país estaba en poder de los insurrectos, lo cual engrosó las filas del Ejército de las Tres Garantías con contingentes realistas, antiguos insurgentes y numerosos civiles. El 29 de mayo, Apodaca escribió a España que muchas de sus tropas se habían pasado al bando insurgente y que el reino estaba a punto de perderse. A la llegada de Juan O’Donojú, los insurgentes tenían dominado casi todo el país, salvo la capital y Veracruz, que se encontraban en poder del ejército realista. Iturbide negoció con el virrey O’Donojú, quien finalmente suscribió el tratado de Córdoba, el 24 de agosto de 1821, por el cual se reconocía la independencia de la Nueva España y se aceptaba el Plan de Iguala. El 24 de septiembre de 1821 quedó establecida la Junta Soberana; tres días después, Iturbide hizo su entrada triunfal a la Ciudad de México y, el 27 de septiembre, manifestó: Mexicanos ya estáis en el caso de saludar a la patria independiente como os anuncié en Iguala […] Ya sabéis el modo de ser libres; a vosotros os toca el de ser felices […] (Jiménez, 1997: 121).

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Los habitantes eran ya “mexicanos”, pero ¿quiénes se asumían como tales? En muchos sectores de la sociedad existía una confusión de identidad.

Conclusión La derrota de Hidalgo, Allende y Aldama no constituyó el fin de una revuelta, sino el inicio de un largo proceso que llevó 11 años y que, a partir de aquel momento, tuvo como fin la independencia de México. En el movimiento emancipador participaron no sólo los criollos, sino, destacadamente, mestizos e indígenas. Ciertamente, la lucha de Hidalgo no buscó la emancipación, pero a partir de Morelos la resistencia insurgente se propuso el objetivo de la independencia total con respecto a España. Resistió todos los embates y derrotas, y luchó por lograr la anhelada libertad de la patria, por la libertad de trabajo, industria y comercio, por la igualdad de todos los hombres, por eliminar los monopolios en poder de los extranjeros y poderosos. La independencia fue siempre la única opción para establecer un gobierno libre, capaz de administrarse y dirigirse a sí mismo. Todavía hacen falta estudios que determinen la actuación de los diversos grupos sociales que lucharon en la guerra de independencia, pues la historiografía se ha enfocado en los líderes: Hidalgo, Morelos, Bravo, Guadalupe Victoria, Guerrero y el resto, pero ha olvidado el estudio de los grupos sociales. Falta analizar en detalle el papel desempeñado por los mestizos, los párrocos de los pueblos y los cabecillas locales, gobernadores e indígenas pobres. Es necesario ese esfuerzo para tener un panorama más amplio de la resistencia entre los diferentes sectores sociales y sobre las causas que impulsaron a muchos a tomar las armas. Entonces y ahora es claro que no todos compartían planes políticos y económicos. Esa labor permitirá comprender de mejor forma el significado de la independencia de México.

Bibliografía De la Torre Villar, Ernesto (1992), La independencia de México, México, FCE, 104 pp. Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Historia (1985), La independencia de México. Atlas Histórico, México, INEGI, 124 pp. Jiménez Codinach, Guadalupe (1997), “La insurgencia de los nombres”, en Josefina Zoraida Vázquez, Interpretaciones de la Independencia de México, México, Nueva Imagen, pp. 103-122. Rodríguez, Jaime (1992), El proceso de la independencia de México, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 70 pp. Sugawara, Masae (1999), “Morelos y Abad y Queipo: enfrentamiento político: 1812-1814”, en Patricia Galeana, El nacimiento de México, México, FCE, pp. 20-32. Van Young, Eric (2006), La otra rebelión. La lucha por la independencia de México 1810-1821, México, FCE, 1007 pp.

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El El norte norte de de Guanajuato: Guanajuato: escenario escenario de de movimientos movimientos sociales sociales en en los los siglos siglos xviii xviii al al xix xix

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Manola Sepúlveda Garza

n este trabajo se esboza una breve historia del norte de Guanajuato en la que interesa destacar las alianzas sociales establecidas entre los españoles, el clero y los indígenas, estos últimos, en su mayoría, también inmigrantes. Durante el siglo XVIII y XIX, estos sectores se manifestaron unidos (aunque en su interior con relaciones de dominio y explotación), en contra del poder central, cuando éste atacaba a los sectores clave. Las alianzas se expresaron en los tumultos de protesta contra la expulsión de los jesuitas; en los movimientos que dieron lugar a la Independencia Nacional posteriormente, ante las leyes de Reforma y en los conflictos entre liberales y conservadores. Una constante en las diversas reacciones sociales fue la estrecha relación de la población con el clero, conservadurismo que se prolongó durante el siglo XX, cuando se dio una fuerte reacción de oposición al gobierno surgida después de la Revolución de 1910. Así pues, la atención no estará centrada en el movimiento que llevaría a la independencia del país, sino en la región como su escenario, y en los movimientos anteriores y posteriores. En otra ocasión se tratarán los movimientos sociales presentados en el transcurso del siglo XX.

La fundación de poblados y villas El punto de partida de la configuración regional se encuentra en el siglo XVI. En ese entonces, lo que hoy es el estado de Guanajuato representaba parte de la frontera norte de la Nueva España colindante con Nueva Galicia; era parte de la Gran Provincia Chichimeca, escasamente poblada por algunos grupos de indígenas huachichiles y chichimecas conocidos por los españoles como “nómadas”, debido a sus pequeños asentamientos dispersos y móviles, y como “gente de guerra”, por los constantes enfrentamientos sucedidos durante el siglo XVI, entre los cuales destaca la guerra de Mixtón acaecida durante 1541-1542 (De la Masa,1939: 17-18).1 Con el descubrimiento de los centros mineros en Guanajuato y Zacatecas, los constantes enfrentamientos entre españoles, la gente de guerra y la necesidad misma de colonizar, se formaron poblados en torno a las minas y en los caminos de tránsito entre éstas y el centro de la Nueva España. Así, encontramos que el virrey Luis de Velasco fundó Guanajuato como Real de Minas en 1554 y tres villas en el occidente: Silao en 1568, Celaya en 1571 y León Los huachichiles y chichimecas se concentraban en diversas áreas de Guanajuato, San Luis Potosí y Zacatecas.

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en 1576, y en el norte se fundaron San Miguel el Grande en 1555, San Felipe en 1562 y más tarde, 1590, San Luis de la Paz (Chevalier, 1976: 68). Respecto a San Miguel el Grande, entre 1542 y 1549, fray Juan de San Miguel (franciscano) inició la congregación con población indígena constituida por guamares, otomíes y tarascos; pero el poblado fue atacado en 1554, y en 1555, el virrey Velasco reforzó el asentamiento y le otorgó el título de villa. El documento que establece su fundación jurídica señala: “[…] se forma la villa de San Miguel el Grande en un sitio en donde estaba un poblado destruido por los chichimecas para que cesen los muertos, robos y otros excesos que ha habido en los llanos caminos a Zacatecas” (Chevalier, 1976: 128). Para 1562 San Miguel pasó a ser cabecera de Alcaldía Mayor, persistían los franciscanos como grupo evangelizador y, aunque se consideraba villa de españoles, había un amplio sector de indios otomíes y tarascos (Ruiz, 2004: 151-157). En poco tiempo se construyó un convento, un hospital y posadas en la nueva villa, además se repartieron estancias de ganado. En el transcurso del siglo XVII, San Miguel se convirtió en el centro rector de las actividades jurídicas, eclesiásticas y económicas del norte de Guanajuato. El poblado de San Felipe se estableció sobre un asentamiento indígena. Se formó como “presidio”, es decir, como un lugar en que se organizaban guarniciones de colonos armados e indios aliados para tener libres las comunicaciones y seguros los caminos. En 1562 tomó el estatus de villa incorporada a la alcaldía de San Miguel el Grande (Galicia, 1975: 38). San Luis Xilotepec se formó como poblado indígena en 1560, pero en 1590 (gracias a la influencia del padre jesuita Gonzalo de Tapia quien llegó a la región en 1589), el virrey firmó un acuerdo de paz con Chupitantegua jefe de los chichimecas. El líder indígena le pidió al virrey “que nunca les quitaran las tierras, se les eximiera de todo tributo y además, se les diera carne y alimentos. Velasco aceptó las condiciones y se hizo el acuerdo de paz, por esta razón se convino que en lo sucesivo la villa se llamara San Luis de la Paz”,2 ahora poblada por algunos españoles, chichimecas pacificados, huachichiles y grupos otomíes llevados ex profeso para aculturar a los chichimecas. Un proceso similar fue el de Palmar de Vega o Pozos, a 8 km de San Luis, que primero (1575-1576) se formó como “presidio”, y luego (1595) como villa por el avance de las actividades mineras. En este lugar se integraron españoles e indios tarascos (Ruiz, 2004: 132-133). Así pues, los años 1550-1590 se conocen como de Guerra Chichimeca, pero también de poblamiento y pacificación: para 1595 en la gran Provincia se habían formado 26 asentamientos reconocidos en el mapa administrativo español. Este proceso poblacional involucró la sedentarización, el traslado de población indígena, el mestizaje y la pacificación, con lo cual pudieron consolidarse los caminos a las minas de la plata con el centro de la Nueva España. Así, se formó un “circuito urbano español”, cuya referencia eclesiástica principal estaba en el obispado de Michoacán (Ruiz, 2004: 130-137). Junto con el colonizador llegaron los misioneros: en San Felipe predominaron los franciscanos y en San Luis de la Paz los jesuitas. Estos últimos, además de sus tareas de evangelizar, dirigieron grandes empresas productivas tanto agrícolas como mineras. Los sitios más importantes fueron La Sauceda, Pozo Hondo, Potrero de Santa Rosa, Santa Ana y Manzanares (Florescano, 1982: 132). En estas fincas de enormes agostaderos cerriles, las labores se concentraban en la explotación ganadera y de recursos forestales y las actividades agrícolas se 2 En la tradición de San Luis de la Paz se afirma que este acuerdo se hizo el 24 de agosto de 1590 y para conmemorarlo, cada año los días 24 y 25 de agosto se realiza un encuentro donde acude gente de San Juan del Río, Querétaro y San Miguel de Allende.

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Leopoldo Méndez, Bestias.

realizaban en pequeña escala. La producción se utilizaba para abastecer a los centros mineros que, además de mano de obra, requerían tracción animal, pieles, granos, leña y otros productos necesarios para abastecer a la población concentrada en las actividades mineras en Palmar de Vega. En el centro minero los jesuitas, con ayuda de los indígenas, realizaban la extracción de la plata con el método de patio y beneficio, que consiste en el uso de azogue o mercurio, también se les atribuye la construcción de los hornos de fundición de Santa Brígida en 1595. Las actividades de este grupo de misioneros, iniciadas en San Luis de la Paz y en sus alrededores, marcaron un estilo de evangelización y de trabajo, éste fue el preámbulo para el avance de la colonización hacia el norte. En esta época fueron muy importantes los quehaceres del clero secular como instancia organizadora de la vida del poblado y del curato mediante el espacio parroquial. Al lado de los centros urbanos, y frecuentemente previos a su formación, un buen número de indígenas se encontraba en estancias y en “sitios”. Para 1631 las labores, estancias y trasquilas pertenecientes a la jurisdicción parroquial de San Miguel el Grande sumaban 66, de las cuales 48 eran de labores de maíz, trigo o mixtas; seis estancias de ganado; seis trasquilas y otras seis estancias y labores mixtas. De los propietarios destaca Juan Altamirano, quien concentraba grandes superficies de tierra (La Erre, La Ventilla, El Llanito, El Joconoxtle, entre otras) y que a finales del siglo (1670), por herencia y matrimonios, formaron parte del capital de Carlos de Luna y Arellano, mariscal de Castilla. Luis Moreno de Monroy Guerrero y Villaseca también poseía diversas propiedades y concentraba dos mayorazgos en la misma jurisdicción de San Miguel (Ruiz, 2004: 182-185). De la información de aquellos años destaca la labor de San Pablo, perteneciente a Sebastián Mejía Salmerón, cuyo hijo heredó (en 1699) al Colegio de Jesuitas instalado en San Luis de la Paz. Otro dato que llama la atención es la compraventa de estancias y labores al clero bajo; la misma labor de San Pablo, por ejemplo, en 1702 fue comprada por Joseph Moctezuma, clérigo y vicario de la ayuda de parroquia de San Miguel el Grande ubicada en La Erre; luego, en 1704, fue vendida al clérigo Sebastián García sustituto de Moctezuma como presbítero y vicario también de la misma; y en 1920 la compró el clérigo Álvaro de Ocio Ocampo, quien en 1711 adquirió la labor de San Cristóbal (Ruiz, 2004:196-198). Así, “al lado de los grandes señores de la tierra encontramos al clero secular conjugar el ministerio con el fomento de negocios particulares relacionados con la propiedad” (Ruiz, 2004: 193). También la Iglesia tenía propiedades rústicas y urbanas, y existían algunas congregaciones como lo fueron San Luis Xilotepec (o Misión de Chichimecas) y Joconoxtle el Grande; pero la gran mayoría de la población indígena vivía “arranchada” al interior de las labores y estancias.

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Características

sociales y

económicas en el siglo xviii

En el siglo XVIII se ven los frutos de la labor colonizadora y, en sus últimas décadas, el impacto de las reformas introducidas por el Estado español ahora dirigido por los Borbones. En esos tiempos, aunque persistieron conflictos con grupos nativos y fue mínima la formación de nuevas villas, la explotación de centros mineros y la conformación de las haciendas hicieron que se consolidaran economías regionales con ligas entre sí. En Guanajuato, por ejemplo, existía una especialización regional: en el centro se realizaba la explotación minera; en el sur, la producción agrícola con el cultivo de las fértiles tierras del Bajío y en el norte, las explotaciones agrícolas y ganaderas propiciadas por el ambiente semiárido y favorecidas por el mercado minero. En efecto, persistían grupos de indígenas rebeldes que se negaban a ser congregados. En 1703, los indios jonaces de la Sierra Gorda se sublevaron incendiando misiones; la agitación prevaleció hasta 1713 cuando se encomendó a los capitanes Gabriel Guerrero y Jerónimo de Labra a establecer orden y fundaron nuevos presidios y misiones (González, 2006: 37). Hacia 1740-1755 volvieron a presentarse levantamientos en la Sierra Gorda, por lo cual se establecieron misiones, haciendas y ranchos que asegurarían el tránsito hacia Tamaulipas (González, 2006: 38). En relación con la formación de nuevas poblaciones, interesa resaltar la de Nuestra Señora de los Dolores, la cual fue un proceso muy distinto a la de las villas formadas en el siglo XVI. Según el excelente trabajo de Ruiz Guadalajara, Dolores “antes de convertirse en asentamiento español, tuvo que pasar por la formación de un nuevo curato a costa de otro, y hubo la necesidad de darle a ese nuevo curato otra cabecera parroquial” (Ruiz, 2004: 220). En efecto, como antecedente se sabe que Agustín Guerrero Luna y Teresa de Villaseca, fundadores del mayorazgo del mariscal de Castilla, fincaron la ranchería San Cristóbal (1643) en un sitio llamado Comacorán (y no Cocomacán, como comúnmente se le conoce). En 1711 la ranchería San Cristóbal (con dos estancias de ganado mayor y una caballería) fue adquirida por el clérigo Álvaro de Ocio Ocampo, quien no quiso depender de la vicaría de Nuestra Señora de la Concepción (en La Erre), y se propuso establecer una nueva cabecera bajo la advocación de Nuestra Señora de los Dolores (Ruiz, 2004: 232-234). Con ello “Álvaro logró tener su pequeña hacienda, su parroquia y su pueblo, lo cual era una aspiración del clero secular inspirado en los modelos jesuitas de la época” (Ruiz, 2004: 236) (también la advocación mariana provenía de los jesuitas). En 1712 las autoridades de San Miguel nombraron a Juan Urrutia Salazar como Alcalde Mayor; y en 1715 la parroquia provisional ya estaba terminada (Ruiz, 2004: 247-249).

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La vida de la congregación continuó integrando en su periferia a un buen número de familias indígenas. En 1743, se iniciaron las labores para la construcción de una nueva parroquia dedicada a Nuestra Señora de los Dolores. Los trabajos se prolongaron hasta 1760, aunque hasta 1792 se terminaron las torres y la fachada (Ruiz, 2004: 250-251). Un hecho que modificó la dinámica de la región fue la expulsión de los jesuitas, dada por decreto real el 25 de junio de 1767. La gente de San Luis de la Paz se amotinó en protesta por el exilio de los padres, quemaron la “casa de gobierno” y amenazaron a los funcionarios. La reacción fue impedida y fusilaron a algunos de los rebeldes, los cuerpos de éstos cayeron en la fuente que abastecía el agua del pueblo (González, 2006: 45). Las protestas de indios, mestizos y mulatos también se dieron en Dolores, San Luis Potosí, León y otras villas. La gente estuvo dispuesta a evitar el traslado de los jesuitas al puerto de Veracruz (Ruiz, 2004: 370). Este movimiento de apoyo al clero, y en contra de las políticas del Estado (en este caso Español), es el primero de una larga lista sucedida en la región del presente estudio y, además, abarcó otros poblados del centro-oeste del país. Con la expulsión de los jesuitas, algunas de las fincas trabajadas por ellos quedaron abandonadas; otras pasaron a manos privadas, y los nuevos dueños continuaron las modalidades productivas enseñadas por los misioneros; otras más, pasaron a ser administradas por la Real Hacienda, en tanto les localizaban comprador (Florescano, 1975: 124). La destitución de los religiosos también afectó a Mineral de Pozos, pues se dejaron de trabajar las minas Santa Brígida, Mina Grande, San Juan, La Reforma y Ocampo. Con la salida de los jesuitas no se redujeron las actividades eclesiásticas, más bien ocurrió un proceso opuesto. En Dolores, como ya hemos señalado, continuó la construcción de la iglesia parroquial, la cual fue terminada en 1792; la Casa del Diezmo se terminó en 1779 y se construyó la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad. En San Miguel el Grande se estableció el convento de San Francisco, el convento de la Concepción, la iglesia de Nuestra Señora de la Salud y el oratorio de San Felipe Neri, que formó el colegio de San Francisco de Sales. En este colegio se enseñó, por primera vez en México, Filosofía Moderna, por parte del oratoriano Juan Benito Díaz de Gamarra. Los estudiantes egresados podían graduarse en la Universidad de México. Las migraciones fueron un proceso constante. Para 1792, en Guanajuato sólo el 20% de la población eran los llamados “indios de pueblo”, es decir, los habitantes autóctonos con arraigo comunal. El resto estaba constituido por el grupo de españoles (25.54%); los indios libres o gañanes (42.48%); los negros y mulatos (11%) (Galicia, 1975: 8).3 Es decir, cuatro quintas partes de la población eran producto de las migraciones; y tres cuartas partes constituían un mercado de mano de obra lista para la producción minera, agrícola o ganadera, con cierta circulación, sobre todo en épocas de crisis, en cualquiera de los tres sectores. Esta situación es diferente a lo ocurrido en otras provincias de la Nueva España: en Oaxaca, por ejemplo, la proporción de indios de pueblo era mucho mayor (89.6%) en relación con los llamados indios libres (3.8%) y los españoles (5.9%) (Galicia, 1975: 9). San Miguel el Grande, San Luis de la Paz y Dolores concentraban el 25% de la población de la intendencia de Guanajuato. En San Miguel había una mayor proporción de población española y criolla, donde habitaban los principales hacendados, comerciantes y personajes administrativos.

3

Eric Wolf, The Mexican Bajío in the Eigteenth Century. An Analysis of Cultural Integration, citado por Galicia.

20

Jesús Corral, Alegoría del escudo nacional, 1844.







Población regional (1792)



Entidad



Intendencia de Guanajuato a) San Miguel el Grande b) San Luis de la Paz c) Dolores Total (a+b+c)



Fuente: Silvia Galicia, 1975: 82 y Flor Hurtado, 1974: 15.





N° de habitantes 388, 154 55, 956 30, 745 12, 620 99, 321

% 100 14.4 7.9 3.2 25.5

En las grandes propiedades se desarrolló la ganadería y con ésta tres industrias: la textil, trabajo de la lana y elaboración de sarapes; la curtiduría, preparación de pieles para su uso o venta posterior, y la matanza, en la cual se preparaba la carne y se separaban las grasas. En cuanto a la producción agrícola, se cultivaban maíz, frijol y, en menor proporción, trigo y cebada. Entre 1770-1780, San Miguel comercializaba para un mercado más amplio (centros urbanos de Guanajuato y puerto de Veracruz) productos textiles, hierro, piel y grasas (Galicia, 1975: 34). En las tierras pertenecientes a San Miguel existían 30 haciendas y dos ranchos; al parecer, no había tierras comunales; los indígenas y mestizos vivían en haciendas o en ranchos y los habitantes de los pueblos se mantenían como artesanos (Galicia, 1975: 42). La existencia de tierras comunales se encuentra en Dolores y en San Luis de la Paz, en este último municipio se registran continuos pleitos de indígenas en contra del despojo de sus posesiones. No conocemos con precisión el número de haciendas y ranchos en San Luis de la Paz, pero en Dolores había 27 y 5 respectivamente (Hurtado, 1974: 15). Según Atanasio Sáenz, cura de Dolores en 1766-1770, la jurisdicción estaba compuesta por cuatro mayorazgos y seis haciendas (Ruiz, 2004: 387). El fraile franciscano Juan Agustín de Morfi hizo un reporte sobre la hacienda La Erre (17771778) en el cual apuntaba los males derivados de la gran propiedad, la desigualdad social y la existencia de propietarios ausentistas (Florescano,1975: 132). Sin embargo, no podemos generalizar sobre la situación de abandono en la administración de las haciendas de la región. El sistema de trabajo de las tierras descansaba sobre todo en medieros, peones, vaqueros y arrendatarios. Así, por ejemplo, la misma hacienda La Erre, en 1792, concentraba 201 familias de aparceros; parte de ellos vivían en el poblado de Dolores, y constituían la tercera parte de los trabajadores correspondientes a la jurisdicción citada (Hurtado, 1974: 52). En la Gran Chichimeca, la propiedad territorial, el comercio y la organización parroquial estuvieron en manos de españoles y criollos. Un

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sector importante de éstos también se dedicaba a la minería y a diversos oficios: sastres, obrajeros, clérigos presbíteros, comerciantes y otros. La Iglesia fue una institución que acumuló una gran cantidad de capital (propiedades rústicas y urbanas) y desempeñó un papel importante en la producción, tanto por la colecta del diezmo, como por la explotación realizada en sus fincas y por el crédito otorgado a los productores, sobre todo en los tiempos de crisis. Los sacerdotes de las parroquias con mayores ingresos fueron también propietarios de haciendas pequeñas y conventos de zona (Ruiz, 2004: 507); por esto, en las parroquias, además de evangelizar, se integraba a los indígenas y mestizos a las empresas de los párrocos. Ejemplos de esta situación son: la compraventa de la finca San Pablo (referida anteriormente); la compra hecha por el cura Ocio y Ocampo para establecer su parroquia y el nuevo poblado de Dolores; y las actividades de Miguel Hidalgo y Costilla, cura de la parroquia de Dolores entre 1804 y 1810. Según investigaciones recientes, en 1786 la parroquia de Dolores estuvo a cargo del bachiller Joseph Antonio Gallaga y luego, de 1794 a 1810, le siguieron sus sobrinos Joaquín y Miguel Hidalgo y Costilla. Los hermanos Hidalgo eran dueños de las fincas Santa Rosa, San Nicolás y Jaripeo (fuera de la zona), al parecer poco redituables. En 1792, Miguel era cura en San Felipe, en 1803 tomó la responsabilidad de la parroquia de Dolores y en 1804 se la otorgaron oficialmente. Desde sus actividades parroquiales introdujo varios talleres de alfarería, curtiduría, cedería, pequeña fábrica de vinos y ladrilleras, cuyo objetivo era obtener ganancias. Estas actividades ya existían en la zona, es decir, no fueron introducidas por el clérigo para el beneficio de la población (Ruiz, 2004: 561-562), como suele contarse en los textos de historia. Hidalgo no fue el benefactor de los “pobres indios”, pues él, así como otros curas de la época y de la región, compartía sus actividades parroquiales con empresas lucrativas. Así pues, San Miguel el Grande y sus poblaciones aledañas vivieron un periodo de gran actividad. Se habían consolidado las haciendas, los talleres y el comercio, así como una estructura social regional definida básicamente por la existencia de: -una elite de familias de españoles y criollos que concentraban la riqueza material (tierra, ganado, minas y comercio); -un clero que logró gran arraigo en la región y cumplió un papel importante tanto en lo económico (y empresarial) como en lo ideológico-religioso; -un conglomerado de indígenas, mestizos y mulatos que constituían el grueso de trabajadores. Entre éstos podemos distinguir a los naturales, poseedores de algunas tierras, y a los inmigrantes, con cierto arraigo en la hacienda o en los pueblos. A estos grupos se les había aculturado al esquema español (en cuanto al sistema religioso y a las formas de trabajo) y en éste reencontraban un lugar dentro del régimen social. En estas condiciones la región estará envuelta, como a continuación se verá, en un movimiento social de carácter nacional: la Independencia de México iniciada en 1810.

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El siglo xix, alianzas sociales ante conflictos políticos El movimiento independentista En los inicios del siglo XIX se vivió un movimiento de gran envergadura que luego se orientó a la independencia del país, como nación con respecto a España. Antecedieron a éste, las medidas implantadas por el gobierno español: el intervencionismo burocrático, los ataques a la religiosidad, el acoso a los capitales de la Iglesia y la Ilustración católica, entre otros. Pero el acontecimiento más cercano fue la invasión de España por el ejército de Napoleón; el invasor era visto como el representante de la irreligión y el despotismo (Ruiz, 2004: 518), por lo que “las conspiraciones desde el púlpito daban la idea que se preparaba una cruzada en defensa de la religión católica” (Ruiz, 2004: 582). El movimiento fue encabezado por un grupo de criollos con quienes el bajo clero participó activamente. Los preparativos se realizaban en Querétaro y en San Miguel el Grande, pero fue en Dolores donde se inició la insurgencia. El 15 de septiembre de 1810 el cura Miguel Hidalgo (apoyado por Allende, Abasolo y Aldama, gente de la milicia) hizo un llamado al levantamiento del pueblo en defensa de la religión y del reino. Al grito: “¡Viva Fernando VII; muera el mal gobierno, viva la virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!” (ya que se pensaba que entregarían el reino a los franceses), comenzó la rebelión con un grupo pequeño y cada día el número de participantes aumentó, así como la extensión geográfica del movimiento (Ruiz, 2004: 585). Este levantamiento, según Ruiz Guadalajara, fue “el primer movimiento cristero que se vivió en México” (Ruiz, 2004: 560). No es el objeto de estudio profundizar en este movimiento —que finalmente llevaría a la independencia del país—, ni en los conflictos existentes entre la Corona española, los hacendados criollos y el clero, sin embargo, es importante destacar algunos aspectos: 1) Las autoridades regionales representadas por los terratenientes y el bajo clero fueron las que encabezaron el movimiento, los dos sectores estuvieron aliados. Se puede citar, por ejemplo, que Allende y Abasolo eran hijos de grandes propietarios de San Miguel y Dolores; formaron parte del ejército español y luego, al lado de Hidalgo, estuvieron activos en la contienda. El cura de San Miguel, Mariano Balleza, llamado después, “benemérito de la patria”, también participó en esa rebelión. 2) Otra información interesante es que las instituciones eclesiásticas y los clérigos asumieron funciones cívico-militares. Tal es el caso de la “Casa del diezmo” de la parroquia de Dolores, convertida en hospital militar durante el periodo de la insurgencia. También es el caso del cura José María González, quien por órdenes de Hidalgo asumió la autoridad del ayuntamiento de Dolores en 1810 (Zacarías, 1978: 12). El cura Hidalgo no sólo representó una autoridad cívico militar, sino fue elevado a la categoría de héroe nacional y se le dio el título de “Padre de la Independencia de México”. En 1824, los poblados de San Miguel el Grande y de Dolores recibieron el nombre de héroes nacionales: San Miguel de Allende y Dolores Hidalgo. 3) Otro aspecto importante es la participación popular en el movimiento insurgente y la estrecha relación entre las masas y los líderes. Son elementos, para comprender esta situación, la fuerte identificación religiosa de la población así como la aceptación y reconocimiento de los trabajadores de las haciendas hacia este sistema. También hubo otro elemento central que reafirma lo apuntado: durante el movimiento de independencia nacional se incorporaron demandas populares a los programas políticos.

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La reacción ante los ataques del clero y las comunidades Respecto al periodo de las leyes de Reforma, del fallido imperio de Maximiliano (1864-1866) y de la presidencia de los liberales (Juárez y Lerdo de Tejada), es preciso resaltar políticas

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Carlos Alvarado Lang, Caballos.

En efecto, tanto los decretos de las Cortes de Cádiz como los discursos de Hidalgo y Morelos coincidieron en: igualdad jurídica de los diversos sectores sociales; libertad de los esclavos y suspensión del trabajo forzado para formar un mercado libre de trabajadores; suspensión del tributo; restitución de los terrenos usurpados a los pueblos por los agricultores y agentes del fisco. Las Cortes de Cádiz señalaban, además, la dotación gratuita de tierras baldías para indios y castas (Mejía, 1979: 32-38). Cabe señalar aquí la formación de nuevos poblados para disminuir la inconformidad popular y ganar adeptos. Tal fue el caso de la formación de San Diego del Vizcocho: ahí se instaló un grupo de realistas y rancheros “voluntarios” que, a cambio de apoyarles, accederían a terrenos en propiedad para edificar sus viviendas. En 1817, el poblado fue incendiado por los insurgentes y reestablecido con el estatus legal de pueblo en 1819. En ese entonces vivían 239 familias. En 1875 se le concedió la categoría de villa y se le modificó el nombre al actual San Diego de la Unión (Sepúlveda, 2000: 29-32). A pesar de que el movimiento insurgente reveló una alianza entre diferentes sectores sociales (tanto en la región como en un contexto más amplio), en los sectores participantes había diferentes fracciones y fuerzas políticas que se fueron deslindando durante los acontecimientos. Posteriormente, se manifestaron conflictos entre estos grupos donde, por ejemplo, se atacó fuertemente al clero y se relegaron las propuestas de mejoras populares. En este contexto, San Miguel y los poblados del norte de Guanajuato vivieron un estancamiento económico. Desaparecieron referencias de auge y prosperidad: el esplendor del siglo XVIII quedó atrás. Las guerras de independencia provocaron desembolsos extraordinarios, destrucción y desorden, y sus efectos se hicieron sentir en la producción. Emigraron algunas familias españolas y, con éstas, capitales importantes. Además, se redujeron las explotaciones mineras con su consecuente expulsión de mano de obra, una parte de ella se refugió en las haciendas. El Plan de Río Verde da una idea de la situación de miseria rural en la zona. Éste fue elaborado en 1848 por campesinos de Guanajuato, San Luis Potosí, Querétaro y Tamaulipas; en él se demandaba la distribución de algunas tierras que no eran utilizadas y la modificación de las formas serviles, características del trabajo en las haciendas. En este documento no se pretendía anular el peonaje ni la aparcería, sólo se insistía en mejorar sus condiciones: el trabajador debía ser “justamente” pagado y el aparcero debía dejar de pagar renta por el pasaje de casa, por el consumo de frutos silvestres y por la pastura de sus animales (Sepúlveda, 2000: 88-90). Estas demandas reflejan sentidas carencias en el régimen social, que no encontraron solución por la fragilidad del Estado y la inestabilidad del grupo gobernante.

que tuvieron efectos en la zona de estudio: la ley de desamortización de las fincas rústicas y urbanas de las corporaciones civiles y religiosas (1856) y, más tarde, (1859) la nacionalización de los bienes del clero y las disposiciones gubernamentales que restringían su poder en cuanto al capital líquido y a la percepción del diezmo. Estas disposiciones afectaban en primera instancia al clero, pero también a los pueblos, por lo cual surgieron movimientos sociales en su contra. En el imperio de Maximiliano (apoyado por los conservadores) se prometía una política agraria e indigenista, ésta recogía algunas de las disposiciones ya señaladas durante el movimiento de independencia, se disponía a otorgar personalidad jurídica a las comunidades, dotar de tierras a las poblaciones desposeídas (Meyer, 1973: 31) y aprobar una serie de mejoras para el sector de trabajadores rurales. Respecto a los aparceros, por ejemplo, se les otorgaría el derecho al agua y a la habitación, se prohibían los castigos corporales, el empeño de los hijos y, además, se señalaba la necesidad de otorgarles asistencia médica y educación (Mejía, 1979: 173). Quizá, el proyecto de reformas populares no fue lo que dio aceptación al imperio en varios círculos sociales, es probable que pesara más la gran contienda por el poder entre conservadores y liberales, en todo caso, no contradecía la dinámica social el hecho de que San Miguel de Allende y Dolores Hidalgo se manifestaran en contra de los liberales y, más aun, las autoridades civiles dieran su apoyo al imperio de Maximiliano al nombrar, en 1865, los ayuntamientos imperialistas (Zacarías,1978: 257). En efecto, en septiembre de 1864, el mismo emperador Maximiliano visitó San Miguel de Allende y fue recibido con una gran fiesta encabezada por los regidores del ayuntamiento en ese entonces: Miguel Malo, José Manuel Sautto y Salvador Aguilar Sautto. Asistió también Jesús Diez de Sollano, originario de San Miguel y primer obispo de León (De la Masa, 1939: 191). Posteriormente, Maximiliano pasó a Dolores, el 15 de septiembre, y desde la misma casa de Hidalgo “pronunció un breve discurso y el 16 realizó una gran fiesta en el poblado” (Zacarías, 1978: 258). No tuvo el mismo recibimiento el presidente Juárez, en julio de 1867, cuando visitó la región; su paso fue prácticamente indiferente para los pobladores (Zacarías, 1978: 259). Así, la región donde habían surgido las rebeliones, luego encaminadas a la Independencia Nacional, se manifestaba, unas décadas después, en contra del liberalismo y a favor de imperios externos. Nuevamente, clero, hacendados y pueblo se prestaban a formar una alianza, pues dos de estos tres sectores (clero y pueblo) se veían atacados por las disposiciones gubernamentales. Sin embargo, la posibilidad de un imperio salió rápidamente de la escena política. El apoyo de los guanajuatenses hacia el clero se manifestó en los periodos más radicales del conflicto Iglesia-Estado; en 1855 Manuel Doblado (gobernador de Guanajuato) se rebeló públicamente en contra de la ley Juárez (Meyer, 1975: T. II, 31). Estas expresiones no eran sólo de la élite política: el pueblo vivía un intenso clima religioso. En efecto, la situación precaria de las mayorías, una constante desde la época colonial, seguía aumentando una alianza plurisecular entre el bajo clero y los sectores populares que recibían su apoyo. Expresión de esta alianza es la construcción de monumentos a insignes religiosos: en 1865 se construyeron algunos al primer cura de Dolores, Álvaro de Osio y Ocampo, a fray Juan de San Miguel, en San Miguel de Allende, y más tarde, en 1855, al cura Hidalgo (Zacarías, 1978: 256). El fervor religioso tuvo otras manifestaciones, por ejemplo, en 1846, campesinos de Dolores Hidalgo fueron agraciados con el “aparecimiento de la Virgen de Saleta”. Tal acontecimiento fue reconocido por las autoridades eclesiásticas en 1852, y en 1875, en pleno periodo de oposición al gobierno de Lerdo de Tejada, se inicia la construcción de su iglesia, y del templo

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dedicado a “Jesús de las tres caídas” (Zacarías, 1978: 258-260). Entre 1873 y 1876, en oposición a la incorporación de las leyes de Reforma a la Constitución, estalló el movimiento de los religioneros, constituido por campesinos armados con la finalidad de “defender a la religión frente al mal gobierno”. Este movimiento abarcó una zona mayor: en Guanajuato había alrededor de 3,000 religioneros armados además de los existentes en Jalisco, Sierra de Puebla, Querétaro, Estado de México, Michoacán, Hidalgo y Guerrero (Meyer, 1975: 39). En 1875, se presentaron diversos motines tanto en Dolores Hidalgo, como en San Miguel de Allende y San Luis de la Paz (Meyer, 1975: 45-46). La estrecha relación entre clero y pueblo continuó en las últimas décadas del siglo. No se presentaron movimientos de oposición porque el gobierno de Porfirio Díaz buscó arreglos y otorgó concesiones al clero. Aunque se “mantuvieron” las restricciones económicas a la Iglesia, no se afectó su posibilidad de control social e ideológico sobre la población. Según Jean Meyer, a partir de 1860 y hasta 1910, el clero realizó una segunda evangelización en la cual fue más extenso su contacto con los campesinos (Meyer, 1975: 45-46). Según la información regional, en el mismo periodo se establecieron alrededor de 20 pequeños templos, lo que muestra una presencia todavía mayor a la ya existente. Por último, se retomará la afirmación de Ruiz Guadalajara cuando identifica a la rebelión de Hidalgo (1810) como el primer movimiento cristero; Jean Meyer lo coloca en el movimiento de los religioneros (1873-1876); pero por qué no pensarlo en los motines posteriores a la expulsión de los jesuitas (1767). Lo claro es que en todos estos movimientos de protesta la alianza clero-pueblo fue fundamental, aunque en el movimiento iniciado por Hidalgo y la Cristiada (1926-1929), además de la defensa del clero y la religión, se emitieron proyectos de apoyo a los trabajadores del campo y se dio el reparto de tierras por parte del Estado para sumar aliados.

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Cambios Cambios yy continuidades continuidades en en lala administración administración del del agua agua en en elel Estado Estado de de México, México, 1819-1866 1819-1866 Diana Birrichaga Gardida introducción

E

n los siglos XVII y XVIII, pueblos y haciendas ubicadas en el actual Estado de México elaboraron distintos repartimientos del agua de los ríos y manantiales para establecer el tandeo de ese recurso. Sin embargo, durante la primera mitad del siglo XIX, la política liberal sobre la propiedad de los pueblos permitió que las elites regionales, haciendo uso de las nuevas instancias gubernamentales, se apropiaran de gran parte de ellos. Este trabajo hace hincapié en describir cómo lograron las nuevas leyes liberales que fueran reelaborados los elementos tradicionales de los pueblos sobre derechos y obligaciones de los usos del agua. Asimismo, refiere los elementos que utilizaron los pueblos en la defensa de sus derechos a usufructuar el agua. Gracias al nuevo marco jurídico conformado a lo largo del siglo XIX, los propietarios de haciendas y ranchos lograron el control de grandes volúmenes de agua mediante la compra, arriendo o usurpación del líquido. Ante el cambio de la correlación de fuerzas en el control de agua, los pueblos, amparados en el marco jurídico, acudieron ante las autoridades tratando de recuperar o, al menos, no perder su patrimonio. El texto está organizado en dos apartados. En el primero se revisan brevemente las disposiciones legales relativas al dominio de los recursos hidráulicos. En el segundo apartado se presentan y comentan brevemente conflictos por la propiedad del agua y respuestas de los pueblos a los embates contra su vida comunitaria. En particular, se destaca el empeño de los pueblos por encontrar resquicios legales para defender su derecho al uso de las aguas comunales.

La administración del agua en la primera mitad del siglo xix Los regantes en pueblos y haciendas practicaban tres formas de riego: por bateas, entarquinamiento o enlame y presas de almacenamiento. El sistema de bateas consistía en abrir varias boquillas en los canales donde se tomaba el agua. En estos drenes o desagües se colocaban pequeños muros de tierra a fin de almacenar el agua de las filtraciones hasta que el nivel de agua permitiera el uso de bateas —palas con una capacidad de dos litros— en el riego

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J. J. Fabregat, Vista de la Plaza Mayor de México en 1796.

de superficies que requirieran riegos frecuentes, como las hortalizas. El entarquinamiento o enlame era una segunda forma, quizá la más utilizada, para dotar de humedad la tierra. El sistema consistía en hacer represas de tierra y céspedes en las cuales se abrían sangrías para que, por gravedad, se inundaran los terrenos y de esta manera se formara una capa de materiales fértiles. Con esta práctica se lograban excelentes cosechas, pero su uso frecuente azolvaba los canales. La consecuencia inmediata era la reducción de la caja o madre del río y, por consiguiente, la inundación de las tierras ribereñas. El tercer método consistía en represar las aguas broncas, llamadas de agua de paloma, aprovechando el declive del terreno, lo que provocaba la inundación de los caminos e incluso de los poblados. El agua que corría por las barrancas se consideraba propiedad de los pueblos o de algunos particulares. Sin importar el sistema de riego, el recurso se distribuía por tandas o turnos, que no eran otra cosa que el orden preciso en que los regantes recibían el agua. El incumplimiento de las normas derivaba en conflictos diversos. Las disposiciones gaditanas facultaron a los ayuntamientos a establecer los reglamentos por los que se organizaba a los regantes. Después de 1825, las municipalidades y, más tarde, los juzgados de paz también fueron las instancias responsables de la distribución del agua entre los vecinos. La organización variaba para los pueblos. Por ejemplo, en Papalotla los encargados del “reparto de las aguas a los que riegan con ella” eran un regidor y el síndico, mientras que el alcalde sólo supervisaba la limpieza de las zanjas. Con el propósito de evitar el robo de agua se ordenó que los “hijos del pueblo” cuidaran de ella por turnos.1 En cambio, en Texcoco, por ejemplo, la costumbre era contratar vigilantes de las cajas repartidoras de agua con un salario asignado en el presupuesto de la tesorería.2 En La Purificación, el vecindario nombraba cuatro comisionados encargados del reparto de agua.3 1 AHEM, Fondo Gobernación, Sección Gobernación, Serie Municipios, vol. 1, exp. 1: actas de cabildo de Papalotla de 28 de enero y 22 de noviembre de 1836. 2 En 1835 en la ciudad de Texcoco el salario del “aguador” era de dos y medio reales diarios BCEM, SE, exp. 61, 1837, tomo 85: solicitud del ayuntamiento de Texcoco para el pago de los que cuidan las aguas de la ciudad. Texcoco, 30 de septiembre de 1835. 3 AMT, Fondo Independencia, Sección Presidencia, caja 1856: convenio para el reparto de agua entre las dos secciones del pueblo. La Purificación, 11 de febrero de 1856.

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Resulta difícil reconstruir las relaciones sociales que se entretejían en el manejo del agua en las comunidades. Por algunas referencias podemos inferir que existían acuerdos entre los vecinos para el consumo del agua. Los acuerdos entre regantes eran fundamentales para mantener operando un sistema. Lo anterior significaba que todos los pueblos y haciendas debían respetar los convenios para el reparto de agua. En la época colonial se establecieron repartimientos para definir los derechos de propiedad de pueblos y haciendas sobre las aguas. El repartimiento de aguas “fue un instrumento legal que sirvió para regularizar el uso de este recurso entre los distintos usuarios. Su finalidad era confirmar derechos otorgados en mercedes reales o composiciones.” (Cfr. Birrichaga, 1999). Los acuerdos podían modificarse por la inconformidad de una de las partes que considerara que sus derechos no eran respetados. La operatividad de los sistemas de riego suponía acuerdos de cooperación entre pueblos y haciendas. Por ejemplo, en octubre de 1819 los administradores de las haciendas La Grande, La Chica, Santo Tomás, Santa Cruz, Araujo, La Blanca, Chapingo, del Batán y Molino de Flores, el dueño del rancho de Chimalpa y los gobernadores de los pueblos de Chiautla y Papalotla acordaron el arreglo, reforma y reposición de la toma de San Francisco.4 El incumplimiento de los acuerdos provocaba enfrentamientos entre pueblos y haciendas. Como representantes de los pueblos, los ayuntamientos también estaban autorizados a firmar contratos de cesión de agua con otros pueblos. El 27 de febrero de 1846, los vecinos y autoridades municipales de Huexotla acordaron ceder el agua de su cañería al pueblo de Tequesquinahuac para uso doméstico. Además, “por mera gracia”, permitirían que tomaran toda el agua desde las cuatro de la tarde del domingo hasta las seis de la mañana del lunes.5 A veces, los pueblos recibían indemnizaciones por ceder sus recursos hidráulicos. Por ejemplo, en noviembre de 1849, el ayuntamiento de Texcoco renunció a 15 días de agua en favor del pueblo de San Andrés Chiautla. A cambio, éste pagó 600 pesos por indemnización.6 Los pueblos no siempre arrendaban o cedían sus aguas, pues sus recursos eran utilizados por el vecindario; sin embargo, muchas veces requerían establecer acuerdos de servidumbre para trasladar el líquido por los terrenos de las haciendas o de otros pueblos. La servidumbre era el derecho de uso «de los edificios o heredades ajenas en utilidad de las nuestras o de nuestras personas». La servidumbre para llevar agua a un molino o regar tierras de cultivo facultaba al dueño del predio dominante —el usuario que aprovechaba la servidumbre— a usar irrestrictamente el recurso. Este derecho se adquiría por contrato o concesión, voluntad testamentaria, costumbres inmemoriales o por disposición de un juez (Galván, 1849: 13-15). El 27 de febrero de 1837, el ayuntamiento de Papalotla, a nombre del pueblo, celebró un contrato de servidumbre para que sus aguas de la tanda del río Papalotla transitaran por terrenos de la hacienda La Blanca y ésta cedía un terreno para formar dos depósitos de agua que serían propiedad del pueblo, pero no permitiría el paso del ganado para que bebiera. El pueblo se comprometió a dar la mitad de la compostura de la presa cada vez que el río la derrumbara. Como compensación por los terrenos, Papalotla cedía cinco horas de agua de su tanda.7 ANT, Protocolos 1819: contrato de reposición del partidor de San Francisco. Texcoco, 6 de octubre de 1819. 5 ANT, Protocolo de 27 de febrero de 1846. 6 ANT, Protocolo de 12 de noviembre de 1849. 7 ANT, Protocolo de 27 de febrero de 1837. 4

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Durante los años de la dictadura de Antonio López de Santa Anna, se expidió la ley del 31 de julio de 1854 que ordenaba la restitución de la propiedad comunal usurpada a los pueblos (Fabila, 1981: 100-102). Al recibir esta noticia, un gran número de pueblos envió representantes a la capital del país para obtener copia de los títulos que amparaban su posesión de los bienes comunales.8 Otros que sí contaban con los documentos que amparaban sus derechos a los bienes comunales, iniciaron la restitución de las tierras y aguas usurpadas por los hacendados. Es el caso de San Juan Teotihuacan, que durante una parte del siglo XIX intentó recuperar la propiedad de los manantiales que brotaban del pueblo, pues el agua había sido usurpada por las haciendas de San José Acolman y La Cadena. La ley emitida por Santa Anna dio esperanza a Teotihuacan de recuperar la propiedad de sus aguas. José Nicolás García, representante del pueblo, presentó la demanda de restitución ante la Secretaría de Fomento. En su escrito, García señalaba que era tiempo de que se les hiciera justicia recuperando el agua. Solicitó al juez del partido que se llevaran a cabo dos diligencias, primero una “vista de ojos” de los manantiales en disputa y, después, que los hacendados presentaran los títulos que amparaban la propiedad de sus aguas. La caída del gobierno santanista canceló el proceso iniciado por Teotihuacan.9

La conflictividad en torno al agua de los pueblos En 1856, con la ley de desamortización se produjo un cambio radical en la relación entre pueblos y haciendas. El 25 de junio de ese año, Ignacio Comonfort, presidente de la república, promulgó la Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas, la cual contemplaba que los bienes de las corporaciones tanto civiles como eclesiásticas debían adjudicarse en propiedad a quienes los tenían arrendados. Además, la ley definía a las corporaciones como “todas las comunidades religiosas de ambos sexos, cofradías y archicofradías, congregaciones, hermandades, parroquias, ayuntamientos, colegios y en general todo establecimiento o fundación que tenga el carácter de duración perpetua”. En el texto se exceptuaba a los pueblos de la enajenación de sus edificios, ejidos y terrenos destinados exclusivamente al servicio público. Pero la imprecisión del término “servicio público” creó confusión en la aplicación de la ley (Fabila, 1981: 103-109). La propiedad de las aguas entró en el proceso de usurpación de los bienes comunales con dos variantes: la primera consistió en despojar exclusivamente a las comunidades de las aguas del común; la segunda vía de usurpación estuvo unida al proceso de desamortización de las tierras de las comunidades indígenas. El agua quedó excluida del proceso de desamortización, pero comenzó a cuestionarse entonces la posesión del agua que controlaban los pueblos. La desamortización de la propiedad comunal fue uno de los principales factores de los conflictos entre pueblos y haciendas. Veamos un ejemplo de este proceso. El 22 de julio de 1856, días después de la promulgación de la ley, Agustín Cruz, dueño del molino de San José Atoyac, ubicado en las orillas de la población de Chimalhuacan, acudió a la prefectura de Texcoco a denunciar un herido de agua para molino. Este herido de molino pertenecía a los bienes del pueblo desde 1571, cuando el virrey Martín Enríquez hizo merced a los naturales del pueblo. La prefectura acordó traspasar los derechos sobre las aguas del pueblo a Cruz. Los pobladores de Chimalhuacan presentaron un recurso para evitar el despojo de este bien comunal. 8 9

AGN, Ayuntamientos, vol. 47, exp. 91, f. 100v. AGN, Ayuntamientos, vol. 47, exp. 103, f. 292.

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La respuesta llegó pronto. La prefectura acordó que el dueño del molino, no obstante los derechos que había adquirido en virtud de la enajenación, tenía que firmar un arreglo con los habitantes del pueblo a fin de evitar un futuro conflicto. Dos condiciones destacan del pacto: la primera es la autorización a los vecinos de aprovechar el agua que salía por el lado del oriente después de dar movimiento a las máquinas; el segundo punto del acuerdo permitió la construcción de obras hidráulicas a fin de facilitar la explotación de este recurso. Sin embargo, años después, cuando la propiedad fue vendida, el nuevo dueño del molino desconoció el acuerdo. En 1865, el regidor decano del ayuntamiento de Chimalhuacan, a nombre de noventa vecinos, envió una misiva al emperador Maximiliano en que le informaba de las dificultades con el dueño del molino de San José Atoyac. Solicitaba la protección del soberano para hacer valer, conforme a las leyes y por los medios que ellas determinasen, sus derechos sobre las aguas.10 Durante el gobierno de Maximiliano se inició una febril actividad legislativa encaminada a modernizar el Estado mexicano. Una de las principales preocupaciones de este gobernante fue la falta de un marco jurídico que regulara las relaciones entre pueblos y haciendas. Maximiliano apoyaba las tesis del liberalismo en relación con la desamortización, pero durante su gobierno tomó diversas medidas para mitigar los efectos de la mencionada ley. Quizá la medida proteccionista más importante a favor de las clases desprotegidas fue la creación de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas, que además de recibir los reclamos de los grupos subordinados, estaba facultada para proponer al emperador soluciones a los conflictos. Parte del trabajo de la junta fue formular leyes encaminadas a reglamentar el trabajo del campo y la dotación de fundo legal y ejidos a los pueblos carentes de ellos, así como dirimir los litigios sobre tierras y aguas. La respuesta de Faustino Chimalpopoca, presidente de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas, al caso del molino de Chimalhuacan indica claramente cuál era la orientación política del gobierno de Maximiliano. Chimalpopoca señalaba que el convenio pactado en 1856 había fijado los derechos de ambas partes, de manera que no debían atenderse los hechos anteriores. El nuevo pacto invalidó los anteriores, “estableciendo otros nuevos, indudablemente útiles a la población, pues que les restituyó el uso, que por la enajenación de las aguas habían perdido”. Chimalpopoca sugería únicamente que ambas partes del convenio cumplieran con los términos del mismo.11 Es claro que Maximiliano no estaba en contra del proyecto de desamortización pues también quería transformar la estructura agraria de México. Fue por ello que no todas las solicitudes de restitución de las aguas presentadas ante la junta protectora tuvieron respuestas favorables. En octubre de 1865, Ventura del Carmen Yxquixuchitl Cuapango informó que por los derechos otorgados a un antepasado, don Valeriano Antonio de la Cruz, el agua que brotaba de los cerros altos de San Francisco le pertenecía, a pesar de su usurpación por la hacienda La Blanca. La respuesta de Chimalpopoca fue que el emperador no debía conceder su protección a todo aquel que la pidiese, pues Si bien es cierto que uno de los principales deberes del gobierno es proteger al desgraciado, lo es también que esta protección debe circunscribirse a ciertos límites que fija la misma justicia y limitarse sólo a los casos en que de una manera clara y evidente AGN, Junta Protectora de las Clases Menesterosas, vol. I, expediente 2, f. 8; AGN, Gobernación, Legajos 1144-1, caja 1376, expediente 3. 11 AGN, Junta Protectora de las Clases Menesterosas, vol. I, expediente 2, ff. 11v-12. 10

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Juan O'Gorman, La ciudad de México.

aparezca la necesidad de ella. De otro modo esta protección se convertiría en un arma terrible que heriría los intereses más sagrados, reconocidos por la ley y el mismo gobierno, interesado como toda la sociedad en que se fijen los derechos de los particulares, los pondría en duda haciendo fluctuar la propiedad... destruir con esto la prescripción que sabiamente fue introducida por el derecho civil respecto de los bienes de particulares y de aquí vendrá indudablemente una verdadera revolución social.12

Aunque no se resolvió el reclamo de los pueblos, resulta pertinente señalar que durante el segundo imperio el nuevo marco jurídico permitió la expresión del descontento de los pueblos. En el caso particular de la reglamentación de los recursos hidráulicos, en 1864 el emperador consideró que las ordenanzas que regían hasta entonces el ramo de agua eran “oscuras, vagas, defectuosas e inadecuadas”, por lo que decidió emitir leyes y reglamentos para regular su uso. El 1 de noviembre de 1865, el emperador emitió una ley de policía que facultaba a los ayuntamientos y municipalidades a vigilar el aseo de los acueductos y depósitos de agua. Un año después, se dio a conocer el reglamento higiénico que señalaba algunas mejoras en las condiciones de los sistemas de abasto de agua en villas y ciudades (Memoria, 1864: 37). El 1 de noviembre de 1865, el gobierno del imperio promulgó una ley para solucionar las diferencias sobre tierras y aguas entre los pueblos. El artículo primero ordenó que todos los pueblos que tuvieran demandas por la propiedad o posesión de tierras o aguas con otro usuario presentaran su exposición ante la prefectura política superior de su departamento. También estipulaba que las disputas suscitadas entre dos pueblos se resolverían dando posesión a quien tuviera mejor derecho. En los casos en que la demanda fuera contra un particular, si encontraba elementos suficientes, el prefecto debería otorgar a los pueblos demandantes licencia para litigar (Fabila, 1981: 147-148). Siguiendo los términos de esta ley, el pueblo de Tepetlaoxtoc solicitó la restitución del agua que disfrutaba del río Papalotla por merced; derecho que le negaban los hacendados de la zona.13 Con base en la legislación imperial, los pueblos acudieron ante el emperador tratando de recuperar los bienes de sus pueblos. En 1865, los auxiliares del pueblo de San Juan Tuxtepec 12 13

AGN, Junta Protectora de las Clases Menesterosa, vol. II, exp. 34, ff. 437-445. AGN, Ayuntamientos, vol. 92, exp. 59.

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de la jurisdicción de Jilotepec iniciaron un litigio sobre despojo del uso de las aguas por parte de la hacienda Ducuay. Estos auxiliares solicitaron al emperador que amparase “las aguas que fueron concedidas a sus antepasados desde tiempo inmemorial, pues que a pesar de sus títulos resultaron despojados de sus derechos por el juez de Jilotepec”. La junta ordenó a los representantes del pueblo acudir a la prefectura para dirimir sus diferencias. En su dictamen final, la junta propuso un arreglo conciliatorio, y ambas partes manifestaron estar dispuestas a un acuerdo. Sin embargo, el desinterés de la hacienda por respetar el nuevo pacto propició que los demandantes acudiesen a la prefectura superior política a tramitar un permiso para litigar. En 1866, la prefectura acudió ante la junta protectora solicitando instrucciones; la respuesta de esta dependencia fue que cumpliera las disposiciones relativas a los usos del agua sancionadas en el decreto del 1 de noviembre del año anterior.14

Conclusión Los pueblos consideraban que los pactos con las haciendas eran las vías más adecuadas para conservar sus recursos hidráulicos. En los usos sociales del agua encontramos que, ante el despojo de su líquido, algunos pueblos preferían pactar con el grupo dominante términos nuevos para el acceso al recurso. Las haciendas habían practicado la usurpación de las aguas comunales de los pueblos desde la época colonial. En este contexto, fue que se presentaron ante el emperador los vecinos de Xochitlán y Yecapixtla para solicitar la posesión del manantial de Alcualan.15 Los pobladores informaron a la Secretaría de Gobernación que después de años de litigio, en 1807 acordaron con Antonio Monteagudo, propietario de la hacienda de Tezontetelco, un convenio para aprovechar las aguas después de salir del ingenio de azúcar. Los términos del contrato fueron que Xochitlán recibiese seis surcos y el otro pueblo tres surcos que conducirían por cañerías construidas a sus expensas; por su parte, la hacienda se comprometía a costear a los de Xochitlán la construcción de un jagüey regular. En 1865, los demandantes exigían que el nuevo propietario de la hacienda mantuviese los acuerdos firmados.16 Los reclamos de los pueblos ante el emperador estaban encaminados a la restitución de tierras y aguas. En 1866, Manuel Gómez Bureau, subprefecto del distrito de Texcoco, solicitaba a la Junta Protectora de las Clases Menesterosas que les vendiesen terrenos y agua a los vecinos del pueblo de Nexquipayac, y se les cediera un pedazo de la laguna para sacar tequesquite, a modo de remediar sus necesidades. En su exposición al emperador, dijo que el pueblo contaba con más de 1200 almas, pero el lugar no tenía espacio para crecer, porque apenas contaba con las 600 varas de fundo legal por estar limitado, y en cierta manera estrechado, por propiedades particulares de haciendas. Como causa principal de su miseria apuntaba a la afectación de sus tierras y aguas por las leyes contra la propiedad comunal. Otro punto de la exposición se refiere a la carencia de agua para la elaboración de la sal, a pesar de que en 1841 el pueblo contribuyó con mil quinientas varas de tarea en la apertura de un canal de riego. La participación del pueblo tuvo como motor la promesa de que en el futuro aprovecharía las avenidas y derrames de este cauce de agua. Sin embargo, los propietarios AGN, Junta Protectora de las Clases Menesterosas, vol. II, exp. 26, ff. 382-395. En 1865, estos pueblos formaban parte del distrito de Cuernavaca, que formaba parte del Estado de México. En 1869 se segregaron para formar parte de Morelos. 16 AGN, Gobernación, legajo 1144-1, caja 1376, exp. 2. 14 15

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de las haciendas cercanas les negaron todo acceso a la laguna. Ante el deterioro de su forma de vida, informaron que ya no era posible vivir en el pueblo. Se puede suponer válidamente que esta clase de reclamos fue la base para elaborar la ley del 26 de junio de 1866 sobre terrenos de comunidad y de repartimiento. En algunos artículos de esta ley se encuentra una respuesta a los reclamos de los pueblos. Así, al tratar de resolver los conflictos, el emperador cedió en plena propiedad los terrenos de comunidad —que en muchos casos incluía el usufructo del agua— y los de repartimiento a los naturales y vecinos de los pueblos, pero no de manera comunal, sino por individuo. La ley prohibió repartir o adjudicar “los terrenos destinados exclusivamente al servicio público de las poblaciones, las aguas y los montes” usufructuados por los vecinos de los pueblos (Fabila, 1981: 149-150). Resulta evidente que la política imperial no estuvo en contra de la desamortización. Más bien, la intención de Maximiliano fue evitar el descontento de los pueblos ofreciéndoles medidas conciliatorias con los hacendados. Después de la caída del emperador, el gobierno liberal de Benito Juárez siguió aplicando la ley de desamortización.

Bibliografía Birrichaga Gardida, Diana (1999), “Las haciendas y el monopolio del agua. Haciendas La Grande y La Chica, Estado de México (1838-1870)”, Boletín del Archivo Histórico del Agua, año 5, núm. 15 (enero-abril), pp. 40-45. ______ (2004), “El dominio de las ‘aguas ocultas y descubiertas’. Hidráulica colonial en el centro de México, siglos XVI-XVII”, en Enrique Florescano y Virginia García Acosta (coords.), Mesti- zajes tecnológicos y cambios culturales en México, CIESAS-M. Á. Porrúa. Fabila, Manuel (1981), Cinco siglos de legislación agraria (1493-1940), México: SRA-CEHAM. Galván, Mariano (1849), Ordenanzas de tierras y aguas o sea formulario geométrico-judicial para la designación, establecimiento, mesura, amojonamiento y deslinde de las poblaciones y todas suertes de tierras, sitios, caballerías y criaderos de ganado mayor y menores y mercedes de agua, México, Librería del Portal de Mercaderes. Memoria (1864), Memorias de los principales ramos de la policía urbana y de los fondos de la ciudad de México, presentada a la serenísima regencia del imperio en cumplimiento de sus órdenes supremas y de las leyes por el prefecto municipal 1864, México, Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante.

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Las novelas novelas de de lala Las Revolución Mexicana Mexicana de de 1910 1910 Revolución escritas por por sus sus testigos testigos escritas Elvia Montes de Oca Navas El escritor es el hombre de las respuestas independientes. Y a menudo, en las sociedades políticas, nadie cotiza las respuestas independientes. Carlos Martínez Moreno (1917-1986).

Introducción

H

oy, algunos profesores de historia parecen ser los defensores de una causa perdida en la medida que se proponen como guardianes de su enseñanza en un tiempo caracterizado por el inmediatismo, el individualismo, el hedonismo y la ley del más fuerte. Los defensores de la enseñanza de la historia hacen hincapié en la utilidad de ésta para los humanos asuntos de hoy, a partir de una mayor y mejor comprensión del pasado y para establecer las bases de la colaboración como defensa contra el individualismo a ultranza que se practica. Sin embargo, la enseñanza de la historia necesita de la revisión permanente de las ideas, especialmente de las que se dan por más evidentes y claras, y que, por lo mismo, son las que más exigen de la crítica. Así sucede con las “verdades” de la “historia oficial” que sigue dominando en las escuelas con respecto a la Revolución Mexicana de 1910, para señalar el tema de este texto. Presentar la historia a partir de fórmulas dadas de una vez y para siempre lleva a los alumnos, más tarde o más temprano, a la inseguridad y el desconcierto cuando las comparan con su realidad. Las teorías que guían el sistema educativo mexicano, combinadas con las exigencias utilitaristas de la formación educativa, terminan por confundir a profesores y alumnos más que ofrecerles los elementos que unos y otros necesitan para alcanzar sus respectivos objetivos. Hay que repasar las propuestas a favor de una educación integral, para las que el ser humano posee potencialidades diversas y es capaz de una gran variedad de comportamientos concretos sobre la base de hábitos, habilidades, destrezas, capacidades y conocimientos, así como del manejo de muy variadas fuentes de información. Hablamos, parafraseando a Aristóteles, de potencias y actos.

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En este texto se propone la lectura de las novelas de la Revolución, en particular las escritas por quienes atestiguaron e incluso participaron en el movimiento, como un apoyo didáctico de la enseñanza de la historia; se invita al lector a la revisión crítica de la historia oficial que gira alrededor de héroes y villanos, y se sugiere la ampliación y enriquecimiento de los contenidos de los libros dedicados al periodo revolucionario con aquellos materiales literarios.

Algo sobre la enseñanza de la historia Es cierto que no sólo en la escuela se pueden provocar los cambios de formas de pensamiento sobre el mejoramiento de la sociedad, pero el espacio escolar es idóneo para ese propósito, siempre y cuando se procure la formación de seres humanos críticos, maduros y curiosos, insatisfechos con el aprendizaje rutinario de las cosas tal y como éstas deben ser en los términos de la lectura conformista del libro de texto que aleja de aquellos propósitos porque limita no sólo al alumno, sino al profesor. Se trata de generar un deseo que se asuma como siempre insatisfecho, pero por ello mismo no limitativo, pues libera potencialidades y fundamenta el crecimiento humano. En la escuela se puede seguir haciendo lo mismo y de la misma manera. Lo mejor y más cómodo con respecto a la enseñanza de la historia es asirse a lo que ya está hecho, es decir, a la historia oficial, pero como lo señaló el dramaturgo Emilio Carballido: “hay un cierto maleficio en los sistemas de enseñanza que permite la perpetuación y difusión de los errores”. Una actitud indispensable en el profesor —el de nuestros días y el de todos los tiempos— es reconocer tanto sus saberes como su ignorancia (de hecho, es una actitud indispensable para cualquier persona), y un objetivo constitutivo de su ejercicio docente es la formación de lectores autónomos, capaces de seleccionar lecturas con un criterio válido y competentes para investigar con base en sus necesidades de aprendizaje. Hay acuerdo en que el alumno debe ser visto como un sujeto activo que avanza cuando es capaz de reorganizar regularmente contenidos y esquemas de comprensión. La formación del sentido crítico le permite desechar ideas vacías de contenido y reformular de manera activa conceptos —pongamos por caso los de patria, revolución, identidad, nación, patriotismo, independencia y libertad, entre tantos otros— que vinculan pensamiento y acción. A esta tarea puede ayudar de manera importante la lectura de novelas históricas, las cuales producen goce estético pero también permiten lecturas diversas del pasado por la vía de los recursos estilísticos y de los contenidos que proponen los autores. La lectura de fuentes diversas y variadas —en este caso las novelas históricas como apoyo a la enseñanza de la historia— permite construir nuevas ideas sobre lo que se sabe. “Conocer es organizar, poner orden en las interacciones con la realidad para hacerla inteligible” (Ferreiro, 1999: 121). Hablamos entonces de saber buscar información, seleccionar, juzgar, discernir, organizar, presentar, sospechar de lo que se halla y más de soluciones simplistas y fáciles; llegar a la comprensión de la historia como procesos, no como una acumulación de hechos y una sucesión de etapas, y entender las revoluciones como rupturas de un continuum; es decir, momentos críticos, pero también continuidades de un proceso más largo que incluye los momentos de ruptura.

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Diego Rivera, La maestra rural.

Las novelas históricas En la Poética, Aristóteles afirma que el arte imita a la realidad. Hoy, este aserto es discutible desde varios puntos de vista, incluido el de la sociología del arte, pero en particular es oportuna la diferencia que el sabio griego hace entre poesía e historial: “Y por este motivo la poesía es más filosófica y esforzada empresa que la historia, ya que la poesía trata sobre todo de lo universal, y la historia, por el contrario, de lo singular” (Aristóteles, 1989: 144). Las obras dramáticas, género al que Aristóteles se refiere, deben ser creíbles y coherentes, y contar una historia verosímil; con todo, cuentan lo que debería haber sido, mientras que la historia cuenta lo que fue. Aunque la diversidad humana es muy amplia, en las novelas históricas se pueden identificar tipos humanos. A esto hay que agregar la innegable influencia que tienen el tiempo y la cultura en la modelación de interpretaciones y juicios. Personalidad y cultura señalan así la necesidad de conocer las motivaciones personales y los factores sociales e históricos que influyen en las formas de conocimiento y de conducta social, y de reflexionar en el comportamiento humano ante una situación histórica concreta. De la novela, y en particular de la novela histórica, se puede decir que se trata de una obra de ficción que trata de lo universal, no de lo particular. El relato novelesco propone una versión subjetiva en que se plantea la posibilidad de lo que pudo haber sido en relación con un acontecimiento real; el relato histórico, en cambio, se atiene a los hechos sobre la base de las fuentes en que están consignados. En este sentido, la historia se refiere a individuos realmente existentes; la novela histórica puede referirse a sujetos con esas características y modelarlos ficcionalmente, pero también a personajes sin existencia que encarnan tipos y modelos humanos, formas de ser y pensar que rebasan incluso el tiempo narrativo. La novela tiene un propósito estético mediante el deleite, pero también es vía para adquirir conocimientos, e incluso distrae al lector de su rutina. En términos pedagógicos, la novela histórica permite al lector comparar épocas, formas de conducta y sistemas de valores. En

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otras palabras, la literatura es una forma de conocimiento y la novela histórica, en particular, permite afinar los juicios del lector con respecto a los motivos, las conductas y las formas de ser de los personajes y de sus circunstancias, sin que tenga la obligación de condenar o aprobar sobre la base de pretendidas verdades absolutas. En síntesis, gracias a la literatura es factible elaborar juicios más humanos, comprensivos y reales sobre hechos y personajes históricos. La novela suele contarnos una historia imaginaria. Las ciencias sociales, en cambio, que desde el desarrollo del positivismo han aspirado a ser verdaderas ciencias; tratan de postular una serie de proposiciones, relacionadas entre sí, con las pruebas que las pueden corroborar, acerca de lo que consideran que es el mundo real. (Berger, 1979: 372)

La historia propone hipótesis, hace deducciones y busca explicaciones plausibles con base en la información disponible; recurre a un lenguaje preciso y directo. La información que emplea puede enriquecerse o modificarse con nuevas fuentes. Es obvio que el propósito del conocimiento histórico no es el goce estético, aun cuando muchas obras históricas lo procuran, ya por su calidad estilística, ya por el tema que abordan. En cambio, “la verdad poética se halla expresada en un lenguaje estéticamente agradable, rasgo que es un elemento importante de su capacidad de persuadir” (Berger, 1979: 379). En todo caso, el novelista histórico, sin tener las obligaciones del historiador, puede aprovechar (no lo necesita tanto como el historiador, pero a veces le hace bien) el conocimiento histórico para fundar sus juicios. Combinar historia y ficción es un ejercicio de complementariedad que apunta a un tipo específico de conocimiento en que se reúnen goce estético y reflexión. Dicho en unas cuantas palabras, se trata darle verosimilitud al relato. La novela histórica no es una galería fotográfica, incluso si el escritor es testigo de los hechos que relata —para nuestro caso, la Revolución de 1910—, sino la interpretación de un autor ideológicamente mediado que emplea una forma de expresión socialmente creada pero elaborada de manera personal y, por lo mismo, única. El creador proyecta en los personajes sus ideales, valores y visiones del mundo y de la sociedad. Desde luego, con alguna frecuencia es posible encontrar desesperanza y desilusión en el novelista, sobre todo cuando hay discrepancia entre su propuesta creativa y el curso de los acontecimientos, lo cual puede apreciarse en algunos de los escritores de la Revolución. “La ficción ha procurado también ser algo más que un retrato de la vida. Los novelistas han deseado señalar una lección moral, directa o indirectamente, por lo que nos han ofrecido una crítica además de un cuadro”. (Berger, 1979: 327). Esta discrepancia se puede entender de otra manera: […] la novela se caracteriza como la historia de una búsqueda de valores auténticos de un mundo degradado, en una sociedad degradada, degradación que en lo tocante al protagonista se manifiesta principalmente por la mediatización, la reducción de los valores auténticos en el valor implícito y su desaparición en tanto que realidades manifiestas. (Goldmann, 1964: 24)

Como testigo que enjuicia, el narrador introduce su propia ética como un problema estético, de ahí que su ideología pueda ser tema de análisis con respecto a su obra. En la mayoría de las novelas de la Revolución Mexicana que se proponen a continuación aparece una conciencia discursiva desdichada, desilusionada, desesperanzada.

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Las novelas de la Revolución En términos generales, son consideradas como novelas de la Revolución las que narran el periodo armado de la misma (1910-1917). Este es el criterio que se emplea en el seguimiento de las novelas incluidas en la antología que preparó Antonio Castro Leal y en la inclusión de otras asimismo importantes, como La malhora, El desquite y La luciérnaga, de Mariano Azuela; La negra Angustias, de Francisco Rojas González, y Tierra caliente y las novelas cortas incluidas en el volumen El sur quema, de Jorge Ferretis. Mención especial merecen La tormenta y El desastre, de José Vasconcelos, que forman parte de las memorias del escritor, político y filósofo, y que aun cuando no son obras de ficción, remiten al periodo referido. La selección no es entonces arbitraria, azarosa o totalmente subjetiva. Las novelas incluidas en la antología de Castro Leal son Los de abajo (El Paso, 1916), Los caciques (México, 1918), Las moscas (México, 1918), El águila y la serpiente (Madrid, 1928), La sombra del caudillo (Madrid, 1929), Ulises Criollo (México, 1935) [primera parte de las memorias de Vasconcelos], La revancha (San Luis Potosí, 1934), Cartucho (México, 1931), Las manos de mamá (México, 1937), Apuntes de un lugareño (Barcelona, 1932), Desbandada (México, 1934), Campamento (Madrid, 1931), Tierra (México, 1932), Mi general (México, 1934), Tropa vieja (México, 1931), Frontera junto al mar (México, 1953), En la rosa de los vientos (México, 1941), ¡Vámonos con Pancho Villa! (Madrid, 1931), Se llevaron el cañón para Bachimba (México, 1931), El resplandor (México, 1937) y La escondida (México, 1947). A las cuales se agregan para los propósitos de este texto: La malhora (México, 1923), El desquite (México, 1925), La luciérnaga (Madrid, 1932), La negra Angustias (México, 1955), Tierra caliente (Madrid, 1935) y El sur quema (México, 1937), además de las mencionadas La tormenta (México, 1936) y El desastre (México, 1938), de José Vasconcelos que, como ya se señaló, no son novelas, sino dos de los libros en que aquél dividió sus memorias. Los textos mencionados son idóneos para realizar el análisis literario de la Revolución y dan cuenta de la búsqueda de un nuevo sistema social por parte de quienes participaron en el movimiento. Las novelas consideradas son asimismo memorias de sus autores en el sentido de que éstos dan a conocer su participación en el movimiento revolucionario a través de ellas. “El género adopta diferentes formas, ya el relato episódico que sigue a la figura central de un caudillo, o bien la narración cuyo protagonista es el pueblo; otras veces se presenta la perspectiva autobiográfica y, con menos frecuencia, los relatos objetivos o testimoniales” (Martínez, 1966: 1). Los autores seleccionados se pueden dividir en dos grupos: en el primero, integrado por los autores nacidos entre 1873-1890, están quienes se unieron con entusiasmo al movimiento revolucionario para derrocar al usurpador Huerta, conocieron de cerca las hazañas y las traiciones de los grandes jefes de la Revolución: Madero, Zapata, Villa, Carranza, o lucharon en las tropas revolucionarias al lado de alguno de los caudillos. Se trata de Mariano Azuela (1873-1952), Martín Luis Guzmán (1887-1976), José Vasconcelos (1882-1959), José Rubén Romero (1890-1952) y Agustín Vera (1889-1946). El segundo grupo lo integran los escritores nacidos entre 1895 y 1913 —con excepción de Urquizo—, entre los que están quienes debieron interrumpir sus estudios por el estallido de la Revolución o bien permanecieron como testigos mientras continuaron su formación académica o se enrolaron en los diversos ejércitos revolucionarios a finales del movimiento armado. Forman este grupo Francisco L. Urquizo (1891-1969), José Mancisidor (1895-1956), Nellie Campobello (1913-1986), Gregorio López y Fuentes (1897-1966), Rafael Felipe Muñoz

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(1899-1972), Mauricio Magdaleno (1906-1986), Miguel N. Lira (1905-1961), Francisco Rojas González (principios de siglo-1951) y Jorge Ferretis (1902-1962). En los dos grupos hay una variedad de actores y de testigos de la Revolución que dejaron a la posteridad la narración dramática de sus experiencias, en que las traiciones —por señalar sólo un tema recurrente— se refieren tanto a personajes históricos reales como a personajes ficticios. La riqueza literaria describe ambientes y espacios —las frías madrugadas y el campo de batalla—, situaciones —los fusilamientos, la actitud de los soldados y las soldaderas ante el peligro—, las consecuencias materiales de la guerra —destrucción de pueblos y haciendas—, el tránsito biográfico de los personajes —el adolescente y el hombre maduro envueltos en el torbellino de la violencia; el hombre anónimo ascendido a general sólo para que, luego de sobrevivir, regrese al anonimato del que salió— y el rico arco de las emociones —las mujeres que asisten impávidas al asesinato de sus hombres mientras sus hijos reciben su bautismo de violencia; el peonaje en que se reúnen los callados y los taimados—, etcétera.

La riqueza de la novela histórica como apoyo didáctico En tanto que narración de lo vivido, las novelas y las memorias de Vasconcelos Ulises criollo consideradas en el primer grupo se diferencian de las del segundo, pues en éstas hay una narración de lo representado; los autores incluidos en el primer grupo están envueltos en sucesos a los que pretenden dar sentido, y en su empeño narrativo, se mueven dentro de sus respectivos márgenes y esquemas de significación (ideológicos). “Entendemos aquí por ideológico que la función de la visión no es proporcionar un informe fiel del mundo, sino construir de éste una imagen que calme la angustia engendrada por la situación que narra” (Leenhardt, 1975: 123). Hay en las novelas históricas y memorias mencionadas la crítica a la decadencia de la sociedad tradicional-liberal, sus valores y los sentimientos que éstos les despertaban: libertad (parcial), honradez, veracidad, justicia, igualdad, solidaridad. Lo civilizado es contrastado con lo bárbaro (como etapa inicial del desarrollo humano), primitivo, instintivo y animal, pero la pugna entre civilización y barbarie no encuentra siempre una síntesis creadora. Sin embargo, toda esta obra relativa a la Revolución motiva al lector a cuestionar la relación entre el autor y la realidad que describe, así como la ideología subyacente como resultado del medio social del que proviene el autor respectivo. Se puede apreciar así una burguesía en peligro, frágil y en decadencia moral asediada por los “otros”, los que buscan salir de su oprobio, pero en quienes hay también decadencia. Los hombres de la Revolución cambian fácilmente de bando, igualmente “los de arriba” y “los de abajo”, y es frecuente que no vislumbren el mundo nuevo y mejor que buscan. La suya es una realidad degradada en que ideales y valores tienen un lugar precario; los proyectos y programas de largo plazo son sustituidos por lo inmediato y la ventaja es de quienes están colocados coyunturalmente en una mejor posición, como los astutos: aquellos que saben estar en el momento y lugar precisos. Es frecuente que el indio, el soldado, la soldadera, el campesino miserable y su familia representen lo negativo, pero más que por un juicio moral laborado literariamente, por la situación misma en que están inmersos los personajes: por eso están “abajo” y son también dignos de compasión por su ignorancia y condición ancestral. En el otro extremo están los de “arriba”, representantes de la razón, quienes se comportan de manera oportunista, pues aprovechan toda ocasión para sacar provecho. Por ello, merecen desprecio. Letrados e

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Diego Rivera, Reparto de tierras.

iletrados se vuelven inteligibles a la luz de la razón, la lógica y, sobre todo, la ética del escritor. Hay que destacar la oposición frecuente entre las realidades de los novelistas de la Revolución y las realidades de los grupos revolucionarios, que se unen en la violencia. Y si bien las tinieblas se oponen a la luz, no impedirán que de la literatura salga la visión del mundo que permita interpretarlo por la vía de la escritura. El antiguo orden se desmorona. Su lugar es ocupador por el caos, por el desorden total que invierte los valores. A los novelistas les corresponderá darle sentido al sinsentido de los acontecimientos, no sólo como una tarea creadora, sino como un recurso para no hundirse ellos mismos en el caos. En este sentido, se puede decir que para los novelistas de la Revolución la escritura resultó ser también una catarsis. En los libros mencionados hay narración e interpretación, y los puntos de vista, como es natural, son muy diversos, pero en todos los casos hay una postura estética y una posición ideológica desde las que se busca hacer inteligibles los hechos. “No hay tiempo de pulir las frases: todo desemboca en una extrema economía narrativa, y esta economía es un estilo del realismo” (Ruffinelli, 1982: 67). De ahí la reproducción o creación de apodos para referir rasgos físicos y morales, el recurso al anonimato de los personajes, la descripción crispada del fiero enemigo y la lealtad exaltada al jefe inmediato. Los novelistas de la Revolución tomaron partido aun en los largos momentos de transición en que la indefinición era lo único visible. En la mayoría de los textos referidos hay crítica social y política. Algunos son desmitificadores e incluso antioficialistas. En otras, es perceptible la proyección de lo que “debió ser” y no fue, así como el cuestionamiento a los diversos bandos y grupos en pugna. No hay exageración en señalar que los novelistas de la Revolución, en términos generales, resultaron cronistas de un fracaso histórico. Algunos fueron acusados de reaccionarios y de contrarrevolucionarios, como Mariano Azuela, porque no pudieron ver (se ha dicho), inmersos en la inmediatez de los hechos, la grandeza de la Revolución Mexicana. Pero Azuela es inclemente porque desde su superioridad cultural y su ética-liberal, descarna hechos y elabora personajes tomados de la realidad a su alcance. “Los de abajo”, raza degenerada entregada al alcohol y las bajas pasiones, al saqueo y la barbarie, como revancha por sus penas, que nadie puede contener. Es el caso de Demetrio Macías, el personaje de la novela de Azuela, quien, al borde de una barranca, reflexiona sobre el viento impetuoso de la Revolución que arrastra todo lo que encuentra a su paso: “Mira esa piedra cómo ya no se para…”. “Los pensadores preparan las revoluciones; los bandidos las realizan”, escribe Azuela en Las moscas, al triunfo del carrancismo, en el que se dan cita “camaleones” que cambian de piel según lo exige el ambiente; se visten de revolucionarios cuando antes eran reconocidos

porfiristas o huertistas, algo así como los políticos “chapulines” de hoy. “Azuela supo ver también los ‘episodios’ nefastos de la Revolución traicionada, como la subsistencia de los antiguos funcionarios y militares trasmutados en ‘revolucionarios’ de última hora” (Ruffinelli, 1982: 101). Entre las mujeres que aparecen en Los de abajo destaca la “Pintada”: mujer “fácil”, soldadera por gusto o por necesidad. Es un modelo humano de las soldaderas que aparecen en otras novelas. Con este ejemplo se verifica una vez más la idea aristotélica sobre lo universal de la literatura ante lo particular y factual de la historia. Son tipos humanos que se resuelven literariamente de manera intemporal, siempre y cuando no cambien las condiciones sociales de las que surgen. Azuela tenía 37 años cuando se dio el levantamiento de Madero. Fue su partidario, así como lo fue de Villa y, consecuentemente, fue enemigo de Carranza. “Azuela tuvo convicciones y ningún temor de trasladarlas a la literatura” (Ruffinelli, 1982: 7). Su obra literaria es la expresión de un hombre de estudios, pues fue médico, aunque tal vez no la de un literato consumado; es decir, fue limitado por su visión del mundo, de la vida y de la sociedad por su formación académica y sus intereses de clase. Se decepcionó del movimiento revolucionario y sus actores principales, “los de abajo”, debido a que ni las ideas ni las acciones de éstos coinciden con los ideales, valores e intereses de la clase media educada a la que pertenecía el escritor; pero también se decepciona de “los de arriba”. Y si los pobres no tienen los ideales y valores de Azuela, los segundos los ignoran y corrompen. El escritor narra su presente histórico, los acontecimientos de su época, con un trasfondo épico y ético, y a partir de su ideología liberal. José Rubén Romero, en cambio, resalta su apego y nostalgia por la provincia y su temor a la ciudad, por viciosa e inconmensurable. Es un defensor de un provincianismo cuya tranquilidad fue arrasada por la revolución. En la narrativa revolucionaria aparecen escritores que son portadores de una ideología anticlerical y laica, cuestionadora de los curas que, a cambio de jugosas limosnas, son comparsas de los ricos y poderosos, y sus garantes espirituales, pero igualmente son embaucadores de las masas a las que prometen la recompensa de los sufrimientos con el arribo al otro mundo. Dentro de ese marco liberal-racional, las masas son presentadas con frecuencia como portadoras de la imbecilidad y de la maldad que no permiten el diálogo inteligente y obstruyen el avance de las ideas progresistas desarrolladas por la educación, la tolerancia, la democracia. Las mujeres pueden ser débiles, perversas, traidoras, seductoras, sumisas, obedientes, bravas, hipócritas, vengativas, traidoras o hembras, según su naturaleza. Es significativo que queden fuera de la narración (si acaso como asunto secundario o telón de fondo, pero apartadas de la violencia) el matrimonio, la esposa y los hijos, que son instituciones y seres respetables y legítimos. Quizás por ello se les ve ajenos al caos producido por la revuelta.

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Los políticos y los intelectuales arribistas son criticados con frecuencia, precisamente porque siempre saben estar en el momento y lugar oportunos, o porque mudan de “chaqueta” con la misma facilidad con que cambian de bando los soldados de los grupos en pugna. Son “jilgueros” cuya palabrería confunde y no convence, pero que saben sacar provecho de los jefes, a los cuales abandonan justamente cuando el peligro es inminente y llega el momento de correr y cambiar de grupo. Los intelectuales oportunistas tienen muy buen olfato para ventear los tiempos y dirigir sus pasos por donde más les conviene, como el periodista Luis Cervantes, que de huertista pasa rápidamente a maderista. Se trata de seres de espalda flexible que se inclinan cada vez que es necesario hacerlo y que van por donde sopla mejor el viento. Retóricos, engañadores, sofistas y mentirosos que pronuncian infinidad de veces las palabras patria, nación, revolución, justicia social, libertad o igualdad para convencer a los demás, aunque para ellos no signifiquen nada: las utilizan para engañar a los ingenuos. Demetrio Macías, el personaje central de Los de abajo, como sus seguidores, son armas y están poseídos por fuerzas que no comprenden bien y que por lo mismo, no pueden controlar: son arrastrados por ellas. Conforman un pueblo incapaz de hacer planes de mediano y largo plazos, pero podríamos preguntar hoy: ¿había tiempo y posibilidades de que hicieran planes? No, desde luego. El pueblo estaba incapacitado para dirigir y realizar cambios sociales profundos; sus necesidades inmediatas se desprendían de la exigencia de sobrevivir en medio de la violencia. La visión fatalista es otra constante en los novelistas de la Revolución. Es resultado de la realidad que les tocó vivir, la cual giraba en círculos y se atenía a la ley del más fuerte y no del más capaz, entre quienes los escritores (al menos algunos) se consideraban. La Revolución es narrada como un hecho sobre el que no hay conciencia clara ni idea de sus orígenes y motivos, y menos de los programas que se desprenderían de ella. Era una piedra que caía al abismo, una hoja arrastrada por el viento, una bola de nieve creciendo sin control.

Reflexiones finales Como bien lo advierte Ruffinelli: No puede decirse que la “Novela de la Revolución Mexicana” tenga una sola perspectiva, sea una sola tendencia y nos deje una misma imagen de los hechos: no sólo las diferencias entre los autores marcan esta otra diferencia, sino el que se sucedan generacionalmente y su óptica corresponda a las distintas épocas que se vivieron. (Ruffinelli, 1982: 65)

Hay que admitir lo que se ha dicho incontables veces: la Revolución de 1910 no fue una sola. Tuvo etapas, vertientes, facciones, ideologías, propósitos, actores, testigos y representantes diversos: Madero y su fe en las leyes y en la democracia; Carranza y su defensa liberalterrateniente; la confianza en el militarismo profesional y la capacidad directiva de Felipe Ángeles; la reacción neoporfiriana y traidora encarnada por Victoriano Huerta; los caudillos que lucharon por el poder hecho institución, como Carranza y Obregón; idealistas como Zapata; defensores de un ideal social-militar, como Villa, y alrededor de ellos, hombres que los siguieron porque le daban sentido a sus luchas, aunque no comprendieran muy bien el significado de éstas. Muchas veces, la lealtad a un hombre estuvo por encima del compromiso con lograr un programa social. Finalmente, es necesario admitir que el lector que carece de lecturas históricas puede sentirse tentado a ver en las novelas de la Revolución una descripción de la verdad histórica.

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Si la Revolución Mexicana fue ese remolino violento y devastador, ¿dónde queda todo lo que de ella se ha escrito y dicho como un movimiento creador y reivindicativo del pueblo mexicano? Es claro que la respuesta es sencilla, en el sentido de que la literatura del periodo narra hechos y da interpretaciones de sentido desde la posición ideológica que le da inteligibilidad a lo narrado. Nada más lejos de la intención de los novelistas de la Revolución que proponer verdades absolutas. El suyo es un acercamiento estético a hechos que pasan por el tamiz de la ficción. Las novelas de la Revolución presentan un mundo desordenado y sin propósitos, debajo del cual palpita el anhelo de justicia que, ahora lo sabemos, estuvo oculto primeramente y luego fue acallado deliberadamente por el estruendo de las batallas y la politiquería, por los ruidos y las voces que silenciaron las de los auténticos revolucionarios. Éstos lucharon por los derechos y libertades humanas, por el triunfo de la democracia y la participación política de todo el pueblo, por la libre manifestación de ideas, porque la nación fuese dirigida por los más aptos, por un Estado igualitario, laico y colocado por encima de los intereses particulares de los sectores sociales; porque el poder del Estado fuera ejercido por hombres venidos “de abajo”, pero sostenidos en una clara posición ideológica y en su preparación intelectual, conocedores de las necesidades del pueblo y de otros pueblos y capaces de comparar, en beneficio del país, el adelanto económico y político de otras naciones. La riqueza de las novelas de la Revolución es muy variada. Va del testimonio literario de quienes vivieron la Revolución Mexicana y protestaron creativamente por el desarrollo que tuvo finalmente. Algunos, decepcionados de la evolución y resultado del movimiento, contrarios a las ideas políticas y sociales de ellos, se alejaron de la política mexicana. Al contrastar el tratamiento ficcional de los hechos con éstos, esas novelas dejan ver, entre líneas, las respectivas ideologías de sus autores, e incluso sus contradicciones. Son obras que, en mayor o menor medida, contienen una historia rica y profunda de la Revolución, acotada y enriquecida al mismo tiempo por el tratamiento literario. Fernando Benítez lo expresó así: Los verdaderos historiadores [de la Revolución Mexicana de 1910] han sido los novelistas y los ensayistas. Azuela, Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Vasconcelos, proyectan más luz sobre ese periodo borrascoso que toda la montaña dejada por los llamados historiadores. El arte, enemigo del fárrago, del lenguaje tartajoso, de la desmesura, al erigir su mundo recrea el pasado, le devuelve a los hechos y a los personajes su vida y su magia, en suma, su profunda, trascendente espiritualidad. (Benítez, 1985: 13)

Si bien el juicio de Benítez es exagerado cuando pone por encima a los novelistas y sus novelas de los historiadores y la historia, en ocasión del Centenario de la Revolución los maestros, y no sólo los de historia, pero especialmente éstos, tienen en la literatura relativa al movimiento un medio idóneo para introducirse e introducir a sus alumnos en ese conjunto de acontecimientos que llamamos la Revolución Mexicana de 1910. Sobre todo porque hay en ese caudal literario, obras escritas por testigos directos. Este recurso no sustituye el estudio de la Revolución en la literatura estrictamente histórica, pero sí lo enriquece al ampliar su comprensión. Además, permite valorar, comparar y reconocer las condiciones en que vivía la mayoría de los mexicanos hace un siglo. En éste 2010, las condiciones son otras y diferentes los desafíos, por mucho que haya similitudes entre nuestro tiempo y el de hace un siglo. Este reconocimiento es importante en la medida que hay quienes han visto la sombra de otra revolución violenta en el horizonte. Esta percepción debe modularse sólo por el hecho de lo que el pueblo, mencionado así como se le veía hace un siglo, ha soportado cargas sociales y

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económicas muy pesadas, Por ello mismo, no debe estirarse tanto la liga como para reventarla. Ya conocemos los resultados de una situación tal. También en ese sentido son aleccionadoras las novelas de la Revolución. Vale la pena concluir con una cita tomada de El sur quema, de Jorge Ferretis, la relativa a la Patria que, decepcionada con los resultados de la Revolución, le dice a Juan en un mensaje dirigido a los políticos mexicanos posrevolucionarios, que bien puede estar dirigido a los políticos de hoy: “Camina Juan… diles que me canten menos… y que me miren… más…”.

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Heroínas Heroínas de de lala Batalla Batalla de de Zacatecas Zacatecas

P

Horacio Ramírez de Alba

or razones de trabajo, un buen día visito la muy bella ciudad colonial de Zacatecas: recorro las calles céntricas tratando de identificar lugares que motivan recuerdos, pero esta vez no de vivencias propias sino heredadas, son recuerdos sembrados en la mente cuando la abuela y mi madre, nacidas en esta ciudad, contaban sus vivencias de juventud y niñez respectivamente. Camino hacia el Sur, a poco se ve la fuente de Los Faroles y enseguida la parte final de la calle de Hidalgo, antaño conocida como Calle de Arriba; es la confluencia de dos avenidas, una con pendiente ascendente y otra descendente, a pocos pasos la esquina con el Callejón del Tenorio donde se encuentra el inmueble que fue casa de los Maldonado, ya no es la de antes pero conserva su elegante balcón soportado por ménsulas de cantera rosa y una herrería de bonito diseño. Al entrar, los ojos no ven lo actual sino el señorial patio decorado con plantas y flores en macetas. Los oídos creen escuchar los gritos de alegría de niños jugando, ajenos a la tragedia que pasaron y amenazó sus vidas. Otros no tuvieron tanta suerte. En un segundo patio, al fondo, muy arriba del nivel de la calle, la vivienda de la abuela a quien encuentro sentada haciendo costura en su máquina de coser de pedal mientras vigila a los niños, especialmente a la niña a quien prestó una muñeca de sololoy, regalo y recuerdo preciado de su propia madre. Aquella familia ya no estaba completa, pronto se dispersaría, lástima, la culpable fue la mentada revolución que destruyó muchas familias como ésta. Afortunadamente, la abuela y mi madre sobrevivieron. Los recuerdos me atrapan y allí mismo, bajo las miradas curiosas y de extrañeza, se bosqueja este escrito hecho en su memoria. El hombre, en busca de su camino e ideales, a menudo se enfrasca en terribles luchas entre naciones y entre hermanos, pero ante la convulsión de una guerra siempre está el esfuerzo por conseguir la paz, que permitirá cristalizar aquello por lo cual se luchó. Es aquí donde las madres desempeñan un papel muy importante, pues su labor inicia en los hogares donde se restituye la esperanza y se toma nueva fuerza, sólo así se restañan las heridas. Muchas de ellas perdieron algún ser querido y sufrieron físicamente las consecuencias de los horrores de la guerra, pero están dispuestas a vencer la violencia con amor y la muerte con vida. Son, pues, las madres artífices de la paz. Con este apunte hago un homenaje a la madre universal al recordar a dos de ellas: mi abuela y mi madre, quienes sufrieron uno de los episodios más sangrientos de la Revolución Mexicana como la Batalla de Zacatecas en 1914. Sus nombres: María Lucía Maldonado Herrera (1892-1969), quien se desempeñó como enfermera en la batalla, y Esther de Alba Maldonado (1914-1999) nacida en medio de la conflagración. Este escrito se basa en los relatos contados por la abuela a sus nietos. Siempre la conocimos como Mamá María, su juventud estuvo enmarcada en la edad del progreso “el alba de los grandes ideales” como expresó Víctor Hugo. Sus sueños se alimentaron con los escritos de Dumas, Dostoievski, Verne y Doyle. Su pensamiento y su actuar estuvieron influidos por el romanticismo, bella época donde el ideal de hombres y mujeres era identificarse con personajes como Garibaldi o Florencia Nightingale, respectivamente.

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Saturnino Herrán, Nuestros dioses.

La cuidad de Zacatecas, emporio minero, saludó al nuevo siglo XX con inequívocos signos de modernidad como la luz eléctrica, el ferrocarril y los tranvías de mulitas. La ciencia y la instrucción no quedaron atrás; en el famoso Cerro de La Bufa se puso en operación un potente telescopio y aparatos meteorológicos. La gente, incluida Mamá María, tenía motivos para sentir optimismo, confianza y orgullo por su bella ciudad, muestra de ello es el Mercado Centenario, inaugurado el día 5 de mayo de 1910 por el presidente y general Porfirio Díaz. Mamá María manifestó verdadera emoción por los festejos oraganizados para celebrar cien años de la independencia de México, entre ellos, la invitación al Baile de Gala al que asistió el mismísimo don Porfirio, así como las espectaculares veladas de ópera y zarzuela en el hermoso Teatro Fernando Calderón. Al revivir esos momentos felices que el viento se llevó, la alegría se refleja en su rostro y rememora el día en que su papá alquiló un automóvil con un elegante chofer para ir de paseo a la vecina población de Fresnillo, fue maravilloso viajar en ese veloz coche descapotable, todos nos miraban con asombro, no podía creer que fuera yo quien iba montada en esa máquina de sueño. Otro relato preferido de Mamá María era su tranquilo paseo dominical por La Alameda, en el ambiente tibio y sereno del verano zacatecano donde la banda municipal interpretaba temas clásicos, valses, o ritmos de moda, mientras las mujeres caminaban en sentido opuesto a los hombres. Pero las cosas no iban del todo bien y pronto se percataron de que algo sucedía. Ese mismo año de 1910, estalló la revolución que buscaba democracia, tierra y libertad. Al principio sólo fueron brotes débiles y aislados pero pronto tomó fuerza y en seis meses se vino abajo el régimen del general Díaz, el cual parecía eterno. Precipitadas las cosas también por la edad del héroe oaxaqueño, salió exiliado hacia París un 31 de mayo de 1911. Exactamente tres años después nació Esthercita en condiciones sumamente difíciles a consecuencia de estos acontecimientos. Es necesario ir por partes, quizás parece que la ciudad de Zacatecas no sufrió demasiado en los primeros meses de lucha; cuando fue electo el presidente Francisco I. Madero parecía posible una continuidad hacia la modernidad, dada la importancia de la ciudad y la región para la economía del país. Pero muchos, incluida Mamá María, se dieron cuenta de que la ciudad y la vida en ella ya no sería lo mismo, el cielo se llenó de nubes negras presagiando la peor de las tormentas; quedaba atrás ese mundo optimista de su niñez y juventud. De esto culpó al presidente Madero, refiriéndose a él en forma despectiva como ese chaparro espiritista.

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En febrero de 1913, según cuenta, se recibió la noticia del asesinato de Madero por órdenes del usurpador Victoriano Huerta. La gente se preguntó si ese hecho significaba más guerras en Zacatecas, así, la triste realidad no se hizo esperar. En junio de ese año —agregaba— Pánfilo Natera, partidario del constitucionalismo de Venustiano Carranza en contra de Huerta, tomó la ciudad y por consecuencia se desencadenaron desórdenes, escasez de dinero y alimentos, así como enfermedades. Sin embargo, Natera no pudo retener la plaza, en menos de un mes el general Delgado de las fuerzas federales se presentó con un contingente importante, incluyendo piezas de artillería. Por esto el jefe revolucionario prefirió abandonar la ciudad sin resistencia. Mientras tanto, los federales aprovecharon para fortificarse con más tropas y cañones, entre ellos una potente pieza de artillería llamada “El Niño” (una mole de hierro montada sobre una plataforma de ferrocarril). Toda la gente salió de sus casas para verlo, se comentaba que “El Niño” detendría cualquier ataque; la gente vivió una tregua de renovada confianza, pero en el fondo poco firme. Dos amenazas se ceñían entonces en la ciudad —proseguía su relato— una era la posibilidad de que la División del Norte viniera a reforzar al contingente de Natera que se mantenía al acecho; otra, algo más temible: el tifo. Con la llegada de miles de soldados y sus familias, los problemas sanitarios se agravaron, se luchaba por impedir una nueva epidemia del mal que años anteriores dejó estragos. Estas amenazas esperaron su turno para aparecer, primero el tifo se ensañó con la población, ya atemorizada, pero al faltar agua y medicinas el mal empeoró. Es necesario mencionar que María Lucía se había capacitado previamente en el arte de la enfermería a fin de ser útil a sus conciudadanos. En esos momentos difíciles durante la epidemia, sus servicios fueron requeridos y así conoció al joven médico militar Pedro de Alba, con quien luchó por la salud de la población. Estas dificultades favorecieron la empatía mutua, así, el más tierno amor floreció entre ellos, del cual resultó, meses más tarde, el nacimiento de Esthercita, verdadera hija de la Batalla de Zacatecas. Entre tanto, la ciudad vivía un periodo de calma relativa. En la primavera de 1914 el comandante de la plaza, el general Barrón, había tenido tiempo de desarrollar mejor sus defensas y provisionar sus tropas. Reunió quince mil efectivos, construyó trincheras y localizó estratégicamente su artillería de manera que cualquier fuerza atacante desde el exterior fuera barrida por el fuego. Muchos discursos se permitía el general —explicaba Mamá María— para tratar de tranquilizar a la población repetía en cuanta ocasión se presentaba: ¡La ciudad es inexpugnable! Pero la gente, con precaución y recelo, hacía acopio de las limitadas provisiones que podía conseguir, tapiaba puertas y ventanas, escondía sus escasas posesiones de monedas de oro y plata, como previsión de lo venidero. Llegó el mes de mayo cuando se realzan los atractivos de la ciudad de Zacatecas, cuando luce más radiante y hermosa. Su aspecto puede cambiar de un día a otro, inclusive en cuestión de horas sin demeritar en nada, pues esa es su magia. El Crestón en el Cerro de la Bufa, faro de la ciudad, puede parecer una brasa cuando el sol cae de lleno, o bien un descomunal y misterioso fantasma semioculto entre las nubes bajas o la neblina del amanecer; el puntual repicar de la campana mayor de la catedral imprime al escenario un sello de solemnidad pero sin dejar de tener algo de lúdico. El último día de ese maravilloso mes de mayo de 1914 nació Esthercita. No se puede decir que arribó en el mejor momento para su propia seguridad, pero sin duda significó la esperanza en medio del infortunio. ¿Quién sería el vencedor, los jinetes del Apocalipsis o la vida? Acerca del nacimiento de su hija, Mamá María solía expresar que sintió una mezcla

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de sentimientos encontrados, de alegría por dar a luz una nueva vida, pero a la vez de suma preocupación dado el gran peligro que corrían: afuera se oía la lluvia, las amables personas que me ayudaron hacían acopio con gran dificultad de los pocos elementos que pudieron conseguir para asear a la criatura que lloraba a pleno pulmón. Pocos días duró la aparente tranquilidad, el 11 de junio, diez días después del nacimiento, las fuerzas del persistente Natera atacaron por los cerros pero fueron rechazados con grandes pérdidas. Fue un terror peor que los anteriores —según narraba Mamá María— una guerra librada en las goteras de la ciudad. La artillería con su ruido ensordecedor arrojó fuego durante tres días seguidos. A los disparos agudos y constantes de las trece piezas Saint Chaumond se intercalaba regularmente la voz poderosa de “El Niño” que hacía retumbar la tierra para en seguida helar la sangre con el silbido de la granada arrojada por su gran boca: a lo lejos se escuchaba la explosión que ponía la piel de gallina al pensar en los infelices que recibían tales regalos. Al recordar esto, refería con pesar que la sordera padecida a lo largo de su vida se debió a lo sufrido en aquellos días. Su hija también tuvo ese problema, ella lo atribuía a la quinina aplicada contra la malaria que de joven le atacó, es posible que el terrible ruido y las ondas de choque causadas por los cañones afectaran sus oídos. Así fue como las tropas de Natera se vieron disminuidas y dispersas. Cuando intentaron la retirada se encontraron con el ejército federal del general Argumedo que venía a reforzar la plaza desde San Luis Potosí, por lo cual la mortandad aumentó. Esa noche hubo festejos en la ciudad por parte de los federales, pero la mayoría de la gente prefirió quedarse en sus casas presintiendo que esa batalla no sería la última y, además, por fin, había tiempo para dormir sin escuchar a “El Niño” y sus compañeros. Para Mamá María esos días de tregua fueron como una bendición ya que pudo, como muchas otras personas, salir de su escondite a tomar aire fresco, así como buscar alimentos y otras provisiones para atender las necesidades de su hija. También pudo cumplir con sus obligaciones en el hospital, atendiendo a los heridos. Caminar por la ciudad deshecha me rompió el corazón, el quiosco de la Alameda sirviendo de cuartel y todo el parque lleno de gente en la más entera promiscuidad, además de basura y escombro, no podía dejar de llorar al recordar lo que fue. Llegan los ecos del pasado con viva frecuencia, aquellas palabras entrecortadas por la emoción referían que aquellos con fuerza salían a los cerros en busca de conejos y cobayas, o se conformaban con tunas y pitahayas; en la ciudad todo lo que se moviera, ratas, ratones y lagartijas, era perseguido de forma ansiosa con la esperanza de llevarse algo a la boca. La tregua no duró mucho, días después se expandió la noticia de que se aproximaba una gran columna militar proveniente de Torreón a bordo de trenes, caballos y a pie: Villa y su División del Norte. La avanzada estaba al comando del general Felipe Ángeles, militar de carrera, estratega especialista en artillería, quien se dedicó a estudiar la zona y las defensas de la ciudad. Cuando llegó el general Villa, Ángeles le presentó un detallado plan de ataque aprobado por éste sin modificaciones. La ciudad quedó sitiada y, por lo tanto, los víveres escasearon aún más. El 19 de junio, Toribio Ortega, uno de los Dorados de Villa, tomó las posiciones federales de la Veta Grande desafiando el fuego nutrido de los cañones, eso significó un serio revés para los defensores de la ciudad, pero no había posibilidad para la rendición, ya que las órdenes dadas desde la capital eran precisas: defender la plaza a toda costa. El presidente usurpador había cifrado todas sus esperanzas por mantener el poder en la victoria de sus fuerzas en Zacatecas. La abuela contaba que en los siguientes días llovió abundantemente en Zacatecas; en medio de la copiosa lluvia, del viento y los relámpagos, las fuerzas que sitiaban la ciudad seguían

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José María Jara, Fundación de Tenochtitlan (detalle).

fría y calculadamente el plan del general Ángeles. Sufrimos el horror de los cañones —decía— pero esta vez mucho peor porque se trataba de un fuego cruzado: los proyectiles estallaban dentro de la ciudad, su terrorífico silbido era seguido con gran ansiedad pues al terminar venía un descomunal estallido que podía significar el fin. Los rosarios pasaban rápidamente entre los dedos de las manos húmedas, a los niños se les mantenía cruelmente en estrechos escondites cavados bajo los pisos de las casas. En las calles se amontonaban los cadáveres y no había cobertizo donde no se encontraran numerosos heridos, tanto civiles como militares, sin embargo, no había suficiente personal médico y de enfermería para atender a todos. El 23 de junio, Zacatecas se encontró en la hecatombe, fue el día decisivo. Muy temprano, la artillería al mando del general Ángeles empezó a quebrantar las principales posiciones de los federales en Loreto y el Cerro de la Sierpe, avanzando hacia la fortificación del Cerro del Grillo para contactar a los infantes y jinetes al mando del general Villa, quienes pronto dominaron todas las alturas cercanas a la ciudad. A las doce horas las posiciones de los revolucionarios eran ventajosas, a la una de la tarde escaseaban las municiones de los federales y para las dos ya habían sido derrotados en Santa Clara, Cantarranas y el Grillo (o sea a un paso de la ciudad, actualmente estos lugares están dentro de la conurbación). Al caer la tarde se apoderaron de la fortificación más importante de la línea interna de defensa, preparada por los federales en lo alto del Cerro de la Bufa. A las seis de la tarde, finalmente, cayó la plaza y los federales en pleno desorden huyeron por la cañada hacia Guadalupe, encontrándose con la trampa que les tenía preparada el general Ángeles: la fuerza de retaguardia apostada en ambos lados de la cañada sólo debía apuntar bien para cobrar una víctima por cada bala. El general Ángeles, al final de ese día, escribió en sus memorias de campaña: Finalmente, nos pareció ver que hacían (las fuerzas federales) un último esfuerzo desesperado para lograr salir por donde primero lo intentaron, por Guadalupe y presenciamos la más completa desorganización. No los veíamos caer, pero lo adivinábamos. Lo confieso sin rubor, los veía aniquilar en el colmo del regocijo; porque miraba las cosas desde el punto de vista artístico, del éxito de la labor hecha, de la obra terminada. Y mandé decir al general Villa: Ya ganamos, mi general. (…) Ahora, pensé, ya no falta más que la parte final, muy desagradable, de la entrada a la ciudad conquistada, de la muerte de los rezagados enemigos que se van de este mundo llenos de espanto. Al general le faltó mencionar lo hecho con la población civil; toda esa gente aturdida y confundida por no saber qué destino les esperaba y si finalmente tendrían algo para

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comer. Por lo menos su discurso no siguió en el mismo tenor, ya que al siguiente día escribió: ¡Oh, el camino de Zacatecas a Guadalupe! Una ternura infinita me oprimía el corazón. Lo que la víspera me causó tanto regocijo como indicio inequívoco del triunfo, ahora me conmovía hondamente. Y es que el general estaba en presencia de lo que muchos otros vimos —enfatizaba Mamá María— un camino tapizado de cadáveres rígidos, con los ojos aún abiertos, muchos de los oficiales caídos fueron compañeros o subordinados del general Ángeles, pues fue director del Heroico Colegio Militar en la ciudad de México. La gran mayoría de los cadáveres eran de jóvenes, casi niños, incorporados a la milicia por el cruel, injusto y bárbaro sistema de la leva, arrancados prácticamente de los brazos de sus madres. En la ciudad todo continuaba, las cosas no estaban mejor, muchos civiles murieron entre los escombros de las casas y edificios abatidos por el fuego de la artillería o dinamitados por los federales en su intento por detener al enemigo. Otros muchos civiles murieron por las balas perdidas de ambos bandos; algunas personas, durante los peores momentos de la batalla, salían enloquecidas de sus casas a causa del hambre y la ansiedad, sólo para encontrar la muerte en la calle. La locura persistió varios días, al no poder sepultar a tantos muertos se decidió incinerarlos; fueron trasladados en carretas hacia los crematorios improvisados. El ambiente se llenó de un olor terrible e insoportable; aquellos cuerpos adquirían posiciones grotescas y macabras. La campana mayor de catedral tocó a duelo para interpretar el pesar general. Mamá María agregaba que los fusilamientos eran cosa común, al paredón iban quienes posiblemente ayudaron a los federales. Citaba cómo Villa exigió al director del hospital que le entregara a los oficiales para ejecutarlos, pero el médico le contestó que en su hospital sólo había heridos y no le entregaría a ninguno. Por lo cual, Villa ordenó su fusilamiento. Ante esto, doctores y enfermeras, la mayoría de ellas voluntarias y demás gente proveniente de la ciudad, alegaron que eran tan culpables como su director, por lo tanto, pidieron igual trato. El famoso general revolucionario se llenó de cólera y estuvo a punto de fusilar a todos, pero uno de sus subordinados de confianza le hizo ver lo impopular y poco conveniente de esta acción. Nadie sabe a ciencia cierta cuál fue el número de muertos, se dice que aproximadamente 6000 federales perdieron la vida y 3000 quedaron heridos, mientras que de los revolucionarios cayeron 1000 hombres y 2000 quedaron heridos. En cuanto a la población civil, nunca se dieron cifras oficiales pero se asegura que por lo menos 5000 perdieron la vida directamente por la guerra y otros 2000 por enfermedades y hambruna. En esas fechas la ciudad contaba con no más de 25000 habitantes, muchos de ellos salieron antes de la batalla, esto hace una proporción aproximada de los fallecidos: un tercio del total, o sea una probabilidad de morir de dos veces lo correspondiente a la ruleta rusa. A pesar de los estragos tan grandes, poco a poco la vida retomó su rumbo, el milagro de la esperanza, una vez más, con su luz disipó las tinieblas. Las madres de los niños sobrevivientes a la hecatombe resultaron las verdaderas heroínas de la Revolución Mexicana; ellas preservaron la vida de quienes después se encargarían de reconstruir el país. Los generales siguieron protagonizando batallas, pugnas y purgas que durarían varios años, muchos de ellos murieron de forma violenta. Venustiano Carranza murió en 1920 traicionado por sus antiguos seguidores. Felipe Ángeles, el artífice del triunfo revolucionario en Zacatecas, afrontó el paredón un año después de su hazaña de forma totalmente injusta y paradójica. Francisco Villa y Álvaro Obregón fueron borrados del mapa, abatidos por las balas de asesinos pagados o dirigidos por sus enemigos políticos. Sólo Victoriano Huerta, el más culpable de todos, se libró

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de las balas al salir del país, pero la cirrosis hepática se encargó de él a menos de dos años de lo ocurrido en Zacatecas, precipitando su caída del poder. Justicia divina, diríamos muchos. Después de esos acontecimientos que pusieron en riesgo su vida, Mamá María se dedicó a educar a sus hijos y a ejercer sus conocimientos de enfermera y partera ayudando a traer al mundo a muchos nuevos mexicanos, incluyendo a sus nietos. En cuanto a su hija Esther, el haber pasado sus primeros meses de vida dentro de aquel infierno, significó una especie de inoculación contra la violencia por la que sintió siempre aversión; en cambio, exaltó las virtudes humanas de la manera más directa y efectiva, es decir, practicándolas. Esther cultivó la tolerancia y siempre fue apegada a la cultura, se graduó de profesora en la Escuela Normal de Zacatecas. En 1930 conoció a Fernando Aureliano Ramírez Ponce, joven soldado de Unión de Tula, Jalisco, quien sobrevivió a la no menos espantosa guerra cristera, posterior a la revolución. Salió de ella con heridas físicas y emocionales, pero gracias a su matrimonio rehizo su vida y, formando un verdadero equipo, ambos dedicaron su esfuerzo a su verdadera vocación: la educación. Procrearon nueve hijos, cuatro mujeres y cinco varones. Su camino fue largo y difícil por las repetidas crisis económicas y las pocas oportunidades de trabajo. El tener una familia numerosa seguramente les dificultó las cosas pero ellos, y principalmente Esthercita, transformaron las dificultades en oportunidades. El propósito de nuestro padre fue formarnos a todos como profesionistas; el de nuestra madre fue hacernos personas útiles. Además, cumplieron todo esto con el apoyo del soporte moral y económico de don Pedro de Alba que nunca olvidó del todo a su hija y a su familia. A la menor oportunidad regreso a Zacatecas, sin dejar de ir al Cerro de la Bufa a pie, como lo hacían ellas, y no en el moderno teleférico o el autobús que lleva a los turistas. Para el ascenso existe hoy un bonito sendero a manera de vía crucis, los encargados han mandado plantar diferentes especies de cactáceas que aumentan su atractivo. Se percibe en todo su esplendor el Santuario de Nuestra Señora del Patrocinio, que aquel año de 1914 no se libró de sufrir los impactos de la metralla, sus muros sirvieron de trincheras y, en los momentos trágicos de la caída, no faltaron quienes se refugiaron bajo la protección de la Virgen para tratar de salvar la vida. Cerca de ahí se ha montado un museo donde se ofrece información sobre aquellos hechos, la exposición de fotografías llama la atención, no contienen detalles por ser reproducciones ampliadas, algunas muestran edificios derruidos, otras, escenas de guerra: cañones disparando o la carga de la caballería en plena acción, otras más de la gente común, de los heridos en el hospital, en éstas se cree ver la sangre y lágrimas de aquellos que desgraciadamente coincidieron en ese preciso lugar y tiempo. Camino por un estrecho sendero hasta el observatorio, orgullo de la ciudad, ahora lleno de pintas en sus muros. La vista es magnífica encabezada por la catedral y hacia el norte San Francisco con su templo en ruinas; se contempla la bella y bien cuidada ciudad siempre envuelta de ese halo de dignidad provinciana, acentuado por el puro y fiel sonido de la campana mayor de su catedral. Desde las alturas se distinguen muy bien muchos de los sitios estratégicos donde se desarrollaron los hechos de armas en la famosa batalla. Caminando hacia la cima, se encuentran las grandes esculturas ecuestres realizadas en bronce de Villa, Ángeles y Natera, más arriba en la base del Crestón se registran los nombres de los ilustres del estado de Zacatecas, entre ellos el poeta jerezano Ramón López Velarde, amigo entrañable de don Pedro de Alba, quien seguramente se inspiró desde este lugar para escribir su poema épico de la Suave Patria. Y el peregrino se queda pensando que allí, de

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alguna forma, ya sea en las rocas, las plantas o las aves que surcan el cielo, se encuentran las personas que sufrieron aquellos episodios. Sí, en el viento distingo y siento la presencia de Mamá María y Esthercita velando por nosotros.

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Ilustrador Ilustrador Nacional Nacional Periodismo Periodismo insurgente insurgente en en Sultepec Sultepec Inocente Peñaloza García

E

1811: la insurgencia se fortalece En la Provincia de la Plata La imprenta, recurso estratégico El Ilustrador Nacional del doctor Cos Los Guadalupes y la Imprenta de la Nación El Ilustrador Americano y el Semanario Patriótico Americano

la ejecución se llevó a cabo el 30 de julio de 1811. Como las palabras “escarmiento” y “advertencia” estaban a la orden del día, los cuerpos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron decapitados, y las cabezas, conducidas a la ciudad de Guanajuato, quedaron clavadas en garfios y colocadas en los cuatro ángulos de la Alhóndiga de Granaditas. (Lemoine, 1978: 1675)

Al llegar 1812, el desaliento causado en las filas de los insurrectos por esta acción criminal estaba siendo superado, pues, aunque había deserciones y algunos rebeldes se acogían al indulto, otros se sumaban a la rebelión y combatían bajo las órdenes de Ignacio López Rayón, en el centro, y de José María Morelos, en el sur. Zitácuaro funcionaba entonces como sede de la Suprema Junta Nacional Americana, que estaba integrada por el propio Rayón, José Sixto Verduzco y José María Liceaga, y a la que posteriormente se incorporó Morelos, con la idea de mantener la unidad, organización del movimiento y ejercer control sobre guerrillas y grupos espontáneos que entraban en la lucha.

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Primer número del Ilustrador Nacional.

n el umbral de 1812, el movimiento armado por la independencia de México entraba en una nueva fase. Meses atrás, el cura Miguel Hidalgo había escuchado, desde una oscura celda de la cárcel de Chihuahua, las descargas de fusilería contra sus compañeros de armas (Allende, Aldama, Jiménez…), mientras esperaba turno. Todos habían sido capturados en las norias de Acatita de Baján cuando pretendían llegar a los Estados Unidos. Hidalgo fue el último sentenciado. En su condena, los jueces lo cubrieron de anatemas e insultos y predijeron: “es difícil que nazca monstruo igual a él”. Ante la imposibilidad de darle garrote vil (como estaba previsto), a falta de verdugo, optaron por fusilarlo también. Relata un historiador:

Sin embargo, en abril de 1812, ante los feroces ataques de las tropas de José María Calleja, la Junta abandonó Zitácuaro y buscó refugio en las elevadas montañas de Sultepec, real de minas conocido como Provincia de la Plata. José María Cos, teólogo de origen zacatecano, llegó con los caudillos, era partidario de la insurgencia y pretendía difundir la información generada en las acciones de guerra, pues los integrantes de la Junta ponderaban la idea de instalar un taller de imprenta y publicar un periódico y otros documentos para informar al pueblo sobre las ideas y novedades del movimiento, igual como lo había hecho un año atrás, en Guadalajara, el cura don Miguel Hidalgo cuando le encargó a don Francisco Severo Maldonado la publicación de El Despertador Americano. Sultepec era el sitio indicado para reactivar el periódico, debido a la cadena montañosa que lo rodeaba y a otros accidentes geográficos era propicio para las acciones de los guerrilleros, y el ejército realista no se animaba a escalar cerros tan empinados como La Goleta (donde actualmente existe un mirador); además, los lugareños apoyaban abiertamente la insurgencia y formaban bandas como la que más tarde encabezó con gran éxito el famoso guerrillero Pedro Ascencio de Alquisiras, ganador de múltiples combates y dos veces vencedor de las tropas de Agustín de Iturbide. El doctor Cos poseía los conocimientos para emprender la publicación del periódico, el primer obstáculo al cual se enfrentó fue que en Sultepec no existía ninguna imprenta (catalogada en aquel tiempo como instrumento subversivo) ni manera de organizarla. Entonces, algo insólito sucedió (que hasta hoy se recuerda como la mayor proeza del periodismo independiente), el doctor Cos, al proyectar la edición del Ilustrador Nacional, se dio a la tarea de fabricar a mano tipos de madera, de improvisar, con sorprendente ingenio, otros instrumentos necesarios: un pesado cilindro de impresión, volantas, charolas, ramas, tensores, entre otros. Además, sustituyó la tinta de imprenta con añil, sustancia vegetal que usaban los artesanos para teñir rebozos. A pesar de los obstáculos, el primer número del semanario Ilustrador Nacional apareció el 11 de abril de 1812, proclamando una sencilla pero histórica declaración de la Junta: Por disposición del superior govierno (sic) toda persona de qualquiera (sic) clase que sea tiene plena facultad para escribir quanto (sic) le agrade, sin restricción: las que gusten favorecernos con sus producciones llevaran (sic) sus papeles a la casa de la imprenta en cuya ventana hallaran (sic) una abertura semejante a la de las estafetas, por donde las (sic) arrojaran (sic) al depósito. (Ilustrador, 1990: 9)

En esos términos empezó a debatirse públicamente el tema de la libre expresión en una sociedad que pretendía ser autónoma. En realidad, el Ilustrador Nacional, no obstante sus limitados recursos técnicos, marcó un “antes y después” en la conquista de este derecho fundamental. El primer número del periódico fue distribuido clandestinamente en la capital del virreinato y en otras ciudades, distribución a la que no fueron ajenos, según se sabe, personajes como Leona Vicario y Andrés Quintana Roo, que conspiraban y trabajaban en secreto a favor de la causa. Los seis números del Ilustrador que se conocen fueron impresos y distribuidos entre el 18 de abril y el 16 de mayo, pues aparecieron con regularidad cada sábado y fueron remitidos a quienes luchaban con las armas en la mano o apoyaban a los rebeldes en las grandes ciudades. El costo del ejemplar era de un real. En el número 2, el doctor Cos explica los motivos de la guerra, refiere los repetidos y fallidos intentos del sanguinario Félix Calleja de apoderarse de Cuautla y elogia la valerosa defensa que hicieron de la ciudad los hombres de Morelos.

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Andrés Quintana Roo.

El número 3 contiene un parte militar dirigido a Ignacio López Rayón sobre el intento de tomar la plaza de Toluca, desde Zinacantepec, por un grupo rebelde comandado por el mariscal Martínez y el coronel Marín y apoyado por un cuerpo de artilleros de Tlalpujahua al mando de José María Rayón. El documento exalta el valor de los atacantes que penetraron hasta la plazuela de Alva (actualmente jardín Zaragoza), sin lograr vencer la resistencia de una guarnición realista, la cual se parapetó durante nueve horas en el centro de la ciudad hasta que, por la tarde, los rebeldes optaron por retirarse al faltarles pertrechos, pero no sin antes poner en fuga de certero cañonazo a un grupo de enemigos que pretendía darles alcance fuera de la ciudad. El corresponsal asienta, con visible emoción, que la retirada: “[…] se observó con ternura de los gefes (sic) que de quando en quando (sic) volvían la cara para ver aquella infame ciudad que abrigava (sic) en su seno a los pérfidos que habían derramado la sangre de sus compañeros”. A partir de este número, el breve contenido del periódico (cuatro hojas de papel tamaño media carta) se cierra con la orgullosa leyenda: “En la Imprenta de la Nación”. En el número 4 continúa el relato de la batalla de Toluca, se menciona a los jefes que se distinguieron por su valor y arrojo, se hace un recuento de las bajas sufridas (4 muertos y 60 heridos) y de las pérdidas materiales: un cañón que “se reventó” en combate y otro que vino a tierra junto con la barda que lo sostenía. El parte está fechado en Tlacotepec el 19 de abril de 1812. En otro informe, de la misma fecha, se narra un encuentro con los realistas en las cercanías de Metepec, donde los insurgentes pusieron en fuga al enemigo y le causaron numerosas bajas, entre ellas la de un capitán de patriotas y la de un marino catalán. Por último, se da cuenta de la pena de muerte dictada por la Junta Suprema contra el reo Asencio Ferrete —indio gobernador de la Villa de Coyoacán, quien fue capturado y conducido a Sultepec por el capitán de América D. José Alquisira—, bajo el cargo de haber sacrificado al capitán D. José Centeno cuando se retiraba de la memorable batalla del Monte de las Cruces, en octubre de 1810, y haber causado la muerte de otros patriotas. El número 5 contiene la noticia de que un supuesto traidor, el “europeo” D. Antonio Ayora, es absuelto y puesto en libertad por la Junta al acreditar su inocencia y probar que jamás tomó las armas contra los insurgentes. Aparece también un relato del rompimiento del sitio de Cuautla por las tropas de Morelos, así como un severo reproche a los editores de la Gaceta de la ciudad de México por la forma en que es manipulada la información de los triunfos insurgentes, minimizándolos, como lo hicieron con la batalla del Monte de las

Edición facsimilar del Ilustrador Nacional.

Cruces. El número termina con una severa crítica al virrey Venegas, de quien se dice que es francmasón y “un nuevo Robespierre” y se abre una interrogante: “¿no es una cosa escandalosa que sea virey (sic) de un país de católicos un hombre cuya religión es mixta de ateísmo, materialismo y fracmasonería (sic)?” En el número 6, último de la serie, se hace referencia a un nuevo elogio del triunfo de Morelos en Cuautla y se informa de la llegada a Sultepec de 23 prisioneros españoles procedentes de Pachuca, de los cuales diez expresan su decisión de quedarse a combatir en las filas de Rayón y los demás son tratados con humanidad y respeto. No todos los números del Ilustrador salieron del improvisado taller armado por el doctor Cos, pues al difundirse el periódico no tardó en llegar ayuda para apoyar el despegue de la prensa independiente, sobre todo porque desde el primer número se anunciaba que el Ilustrador seguía la misma línea que su precursor El Despertador Americano, pero con diferente nombre. En aquellos días, en la ciudad de México conspiraba la sociedad secreta de Los Guadalupes (llamada así en honor de la virgen, cuya imagen fue el primer estandarte de Hidalgo), conformada por personas de elevada posición económica y social que apoyaban el movimiento libertario y que, al conocer el primer número del periódico y observar su lamentable escasez de recursos, decidieron enviar a Sultepec una pequeña imprenta con tipos metálicos y otros accesorios, además de un impresor. Para no ser descubiertos, se valieron de una estrategia que consistió en desarmar la maquinaria y cargarla a lomo de acémila y simular un paseo por la zona de San Ángel, donde despacharon a los emisarios para llevar la valiosa remesa a Tenango del Valle, donde fue recibida por Rayón, enviándola inmediatamente a Sultepec. Así fue posible instalar, con mejores elementos, la Imprenta de la Nación, radicada hasta el mes de octubre en la Provincia de la Plata. Otros dos importantes periódicos se imprimieron en Sultepec: el Ilustrador Americano y el Semanario Patriótico Americano. En ambos tuvo participación don Andrés Quintana Roo, intelectual adherido a la causa que primero colaboró con el doctor Cos en el Ilustrador y después dirigió el Semanario, en donde posiblemente se hayan publicado artículos de la

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heroína Leona Vicario. Don Andrés, originario de Yucatán, aportó brillantes ideas y formas gramaticales correctas al periodismo independiente, pues era escritor, poeta y orador de pulido estilo. A este personaje se le recuerda en la literatura por la oda al 16 de Septiembre, fina muestra de poesía romántica en forma clásica. Del Ilustrador Americano, producto de la transformación y cambio de nombre del Ilustrador Nacional, se imprimieron 4l números, 20 de ellos en Sultepec y los demás en Tlalpujahua, hacia donde se dirigió la Suprema Junta, llevando consigo la Imprenta de la Nación, en octubre de 1812. Los primeros números del periódico fueron editados por el doctor Cos y los siguientes por don Francisco Lorenzo de Velasco. Igual suerte corrió el Semanario Patriótico Americano, que apareció del 19 de julio al 11 de octubre en Sultepec y del 18 de octubre de 1812 al 24 de enero de 1813 en Tlalpujahua, 28 números en total. Sobre los hechos que motivaron el cambio de sede, la historiadora Virginia Guedea (2010: 153) señala lo siguiente: La Suprema Junta enfrentó diversos problemas. Además de estar en la mira de las autoridades novohispanas, sus tres vocales originarios, nombrados también capitanes generales, tuvieron que separarse para hacer frente a las fuerzas del régimen colonial en diversos puntos, por lo que comenzaron a surgir divisiones entre ellos, que aumentaron hasta convertirse en un claro enfrentamiento. Así, la insurgencia no logró contar con un verdadero centro común, a pesar de que José María Morelos, quien posó después fue nombrado tanto su cuarto vocal como capitán general, se esforzó por terminar con las diferencias entre sus colegas. Este enfrentamiento, así como el aumento en la extensión de territorios bajo control insurgente, por los éxitos militares de Morelos, llevó a éste a sustituir la Junta por un Congreso en el que hubiera una mayor representación de las provincias insurgentes, representación que debía ser elegida por sus pueblos.

En esa dirección se dieron los acontecimientos que fijaron el rumbo del movimiento después del traslado de la Junta de Sultepec a Tlalpujahua, rumbo que no cambió hasta la muerte de Morelos, ocurrida en 1815. El doctor Cos, por su parte, se acogió al indulto, pasó tranquilo los últimos años de su vida y murió en Pátzcuaro el 17 de noviembre de 1819. Quintana Roo se mantuvo firme en

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la lucha hasta el final y, tras la consumación de la independencia, inició una larga militancia política. En los recuerdos del real de minas de Sultepec quedó grabado el hecho, permanente en el tiempo a través de las charlas de lugareños y forasteros, de que en ese lugar se escribió un brillante capítulo de la historia con la publicación, en extrañas y difíciles circunstancias, del Ilustrador Nacional, verdadero ícono de la prensa independiente que, en estricto sentido, fue el primer periódico editado en el territorio que hoy forma el Estado de México. En 1965, por gestiones del ciudadano Alfonso León García, el Congreso local decretó el 11 de abril como fecha a conmemorar en el calendario cívico estatal. En 1990, el gremio periodístico tomó el acuerdo de instituir en esa fecha el “Día del Periodista Mexiquense” y, finalmente, el gobierno estatal dispuso la creación de la Presea Estado de México “José María Cos”, en la rama de periodismo e información, que es el máximo galardón otorgado a periodistas nacidos en la entidad.

Bibliografía Guedea, Virginia (2010), “La Independencia (1810-1821)”, Historia de México, México, FCE/ SEP/ Academia Mexicana de Historia. Ilustrador Nacional (1990), edición facsimilar, Toluca, Gobierno del Estado de México. Lemoine, Ernesto (1978), “Hidalgo y los inicios del movimiento insurgente”, Historia de México, México, Salvat Mexicana de Ediciones, S.A. de C.V.

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Calpulalpan, Calpulalpan, elel triunfo triunfo de de lala Reforma Reforma Norberto López Ponce La guerra de Reforma o de restauración de garantías

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uego de dos años de encarnizada guerra civil, las posiciones geopolíticas de conservadores y liberales en el país se habían entablado. Los dos gobiernos nacionales, uno emanado del Plan de Ayutla e institucionalizado por la Constitución de 1857, era encabezado por Benito Juárez, quien había instalado la sede del gobierno en el puerto de Veracruz; el otro, surgido del Plan de Tacubaya y contra la Carta Magna de 1857, despachaba en el Palacio Nacional, en la Ciudad de México, y era dirigido por el general Miguel Miramón. Uno y otro decían ser legítimos. Tanto el gobierno liberal como el conservador surgieron del cuartelazo, del mismo modo que los gobiernos predecesores también emanaron de las botas y las bayonetas. La guerra, llamada por los liberales “de Reforma” y titulada por los conservadores de “Restauración de las Garantías”, llegó en los primeros días de 1860 a una fase decisiva. Durante 1859, los liberales delinearon mejor su proyecto de nación. A las garantías individuales establecidas en la Constitución del 57 agregaron la separación definitiva del Estado y la Iglesia, así como la preeminencia de la sociedad política. Los conservadores, por su parte, dejaron en el aire la propuesta de formar una Constitución conforme a la “voluntad nacional y verdaderos intereses de los pueblos”. El Congreso extraordinario no se había reunido y, en consecuencia, se regresó al orden legal de la Constitución de 1824 y se suprimieron las leyes liberales. Esta circunstancia definió a los partidos contendientes: la tradición y el gradualismo de los conservadores, y las reformas y el progreso de los liberales. En los territorios controlados política y militarmente por los conservadores, como era el caso del Estado de México, proliferaban decenas de guerrillas juaristas que hostilizaban, saqueaban y secuestraban a ciudadanos de villas y pueblos. Otros grupos armados mexiquenses, más numerosos y mejor armados, resistían en el exterior del territorio estatal: Francisco Leyva por el rumbo de Taxco, Aureliano Rivera en el Ajusco, José de la Luz Moreno en Tlaxcala y

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Benito Quijano en el Bajío. Estas últimas eran las tropas más importantes porque integraban la división del Estado de México que operaba ya en Michoacán, Querétaro, Guanajuato, Jalisco o Colima. Como parte del ejército constitucionalista, la actuación de todos estaba en función de la estrategia nacional determinada por el gobierno instalado en Veracruz. La definición de la guerra dependía del apoyo externo, diplomático y militar, que pudiera recibir cada bando, y así lo advertían las dos partes. El gobierno juarista miró al norte, hacia su modelo de país, buscando sobre todo el reconocimiento diplomático de Washington. En ese propósito, los liberales no vacilaron en dar continuidad a las negociaciones sostenidas en enero de 1859 con el agente confidencial William M. Churchwell, quien básicamente propuso el reconocimiento norteamericano a cambio de la soberanía sobre Baja California, el derecho de tránsito a perpetuidad entre Paso del Norte (hoy Ciudad Juárez) y Guaymas, y por el Istmo de Tehuantepec. En aquel momento de arrinconamiento militar por parte de los conservadores, los juaristas enviaron señales de estar en aptitud de aceptar todo, y así lo entendieron los norteamericanos. Melchor Ocampo, representante juarista, puso manos a la obra y negoció con Robert Milligan McLane, ministro de los Estados Unidos en México, un tratado que fue suscrito en Veracruz el 14 de diciembre de 1859. Del tratado, conocido como McLane–Ocampo, resaltan tres artículos. De acuerdo con el primero, la República Mexicana cedía en perpetuidad a los Estados Unidos y a sus conciudadanos el derecho de tránsito por el Istmo de Tehuantepec, de uno a otro mar, por cualquier camino existente o que pudiera existir en el futuro; de igual modo, cedía a perpetuidad el derecho de tránsito a través de otras poblaciones del norte. En el quinto artículo, México aceptaba el compromiso de emplear fuerzas militares para dar seguridad a personas y bienes que pasaran por las citadas rutas, pero en caso contrario, concedía al gobierno norteamericano usar sus fuerzas militares, previo consentimiento o petición del mexicano, y que se retirara cuando cesara la necesidad. Según el artículo sexto, el gobierno mexicano consentía el tránsito de tropas norteamericanas, abastos militares y pertrechos de guerra por el Istmo de Tehuantepec y rutas aludidas en el tratado o en algún otro punto conveniente de la línea fronteriza de la República Mexicana y los Estados Unidos. El tratado, aunque aceptado por el gobierno juarista, tuvo que esperar el análisis del senado norteamericano y su consecuente sanción. Cierto es que al final no fue ratificado, pero tuvo la virtud de ayudar a reconocer como genuino al gobierno de Juárez. Los conservadores miraron hacia Europa y encontraron en España a un aliado de cartón. Con los iberos firmaron en París, el 29 de septiembre de 1859, el tratado Mon-Almonte, que no tenía nada de oprobioso, de inconveniente e injusto. Resaltaban básicamente dos

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puntos; primero, el restablecimiento, “en toda su fuerza y vigor”, de la Convención del 12 de noviembre de 1853 relativa al pago de los créditos españoles, “como si nunca hubiera sido interrumpida”; segundo, aceptaba indemnizar a los súbditos españoles que correspondiera por daños y perjuicios ocasionados por los asesinatos acaecidos en el Estado de México, específicamente en la hacienda de San Vicente, distrito de Cuernavaca, el 18 de diciembre de 1856, tanto como los de Chiconcuac y el Mineral de San Dimas.

Los vaivenes militares en 1860 En los primeros días de 1860, los conservadores protestaron airadamente por el pacto McLane-Ocampo. Así, por ejemplo, las autoridades del Departamento de Toluca encabezadas por el gobernador Manuel de la Sota y Riva, el presidente del Tribunal de Justicia, J. Ignacio Boneta, y el presidente del Consejo, magistrado Trinidad Uribe, suscribieron unos documentos donde rechazaban esa “traición infame” de los liberales y prometían combatir como mexicanos “en defensa de la nacionalidad e independencia”, porque no querían “legar a sus hijos el nombre de traidores”. La señal para indicar que los norteamericanos se inclinaban por los liberales tuvo lugar durante el sitio impuesto por mar y tierra al puerto de Veracruz, lugar donde residían los poderes que representaba Benito Juárez. En la mañana del 6 de marzo, dos vapores —el General Miramón y el Marqués de La Habana—, que Miguel Miramón había comprado en Cuba, se instalaron en el fondeadero de Antón Lizardo al medio día y a la vista de todo mundo. Su objetivo era bloquear el puerto, desembarcar pertrechos y municiones de guerra y auxiliar en el ataque desde mar y tierra contra las defensas liberales. Sorpresivamente, a media noche, la corbeta norteamericana Saratoga, remolcada por el vapor Wave, se acercó a las naves mexicanas conservadoras. Al lado del Saratoga estaba el Indianola, que junto con el Wave fue alquilado por Juárez en Estados Unidos. La acción interventora se sustentaba en la nota que el gobierno liberal presentó, a través de su representante, al gobierno de Washington, según la cual “aquellos buques no podían considerarse mexicanos por no haberse abanderado conforme a las leyes del país”, en consecuencia, “el gobierno de México no respondería de los perjuicios que cometiesen en alta mar o en las costas de la República, puesto que el mismo gobierno trataría de apresarlos y castigarlos con arreglo a la ley”. Más allá de intentar que las naves conservadoras se identificaran, el Saratoga llegó a provocar. Una de las naves próximas disparó de pronto un tiro con granada. Marín creyó que el disparo provenía de una lancha liberal remolcada por los vapores y contestó con los cañones del General Miramón, pero al observar que se trataba de una nave norteamericana, ordenó suspender el fuego, ya que tenía órdenes de evitar cualquier fricción con los norteamericanos. Éstos y los liberales ya habían logrado su propósito, y luego continuaron disparando impunemente contra los buques mexicanos hasta que, agobiados por el fuego, enarbolaron un lienzo blanco. Logrado el propósito, la nave norteamericana se apoderó de los vapores y aprehendió al general Tomás Marín y a sus hombres, a quienes condujo a Nueva Orleans. El cargo: piratería. El escándalo conservador, por el acto intervencionista de los norteamericanos, contrastó con el silencio del gobierno juarista. En Toluca, el gobernador reaccionario Bruno Aguilar publicó, el 31 de marzo de 1860, un manifiesto a los ciudadanos, donde acusó al gobierno liberal de haber apelado a la traición y no a la buena lid, con recursos lícitos y con sus brazos,

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para conseguir la victoria. En silencio consintió que las fuerzas navales norteamericanas se apoderaran de los buques mexicanos. La violación de la soberanía nacional tuvo un doble efecto: obligó a Miramón a levantar violentamente el sitio al puerto de Veracruz y regresar a la Ciudad de México sin haber aniquilado al gobierno juarista ni apresado a Juárez, y alentó el reconocimiento norteamericano al mismo Juárez y a su gobierno como el legítimo. El golpe infligido a los planes conservadores en Veracruz fue decisivo para definir el curso de la guerra. Puede afirmarse, incluso, que en el puerto se suscribió la derrota de los tacubayistas. De allí en adelante las fuerzas reaccionarias hilvanaron una secuencia de derrotas cuya lectura anunciaba el triunfo liberal. El mismo Miramón lo reconoció en una proclama: “el memorable atentado de Antón Lizardo, parece que vino a trazar una línea de demarcación entre la marcha triunfal que había llevado la revolución de Tacubaya y la marcha ascendente que desde entonces ha seguido”. Sin recursos económicos suficientes, Miramón salió de la capital de la República hacia el Bajío el 10 de mayo. Dos objetivos perseguía: por un lado, demostrar a su camarada Félix Zuloaga, quien había tenido el atrevimiento de cesar a Miramón de sus funciones de presidente sustituto, “cómo se ganaban las presidencias”, y por otro, combatir las fuerzas del general José López Uraga que operaban en el Bajío. Pero a medida que se alejaba persiguiendo al enemigo por el sur de Jalisco, dejaba ciudades desprotegidas que caían bajo el control de los liberales. Ése fue el caso de la ciudad de Celaya, que fue atacada el 17 de mayo de 1860 por la división del Estado de México dirigida por Felipe Berriozábal. En esa batalla, luego de tres horas de intenso fuego granado, Berriozábal entró a Celaya apoderándose de 300 prisioneros entre jefes y oficiales y de una cantidad considerable de armas y pertrechos de guerra. La victoria permitió a los liberales moverse en Guanajuato con tranquilidad y actuar como fuerza hostil a la retaguardia de Miguel Miramón, lo mismo obstaculizando el suministro de auxilio a los conservadores que inquietando a las poblaciones. Descuidados los espacios militares conservadores, la actuación de las guerrillas liberales se intensificó. Así por ejemplo, en Amecameca, Ayapango y Juchitepec, las huestes del general Francisco Leyva, con cuartel general en Tepoztlán, imponían préstamos forzosos a los responsables del fondo del Señor del Sacromonte o intervenían los bienes de las parroquias de la región. Las del valle de Toluca ponían sus ojos en los curas de los conventos de Malinalco y Chalma, y decenas de feligreses se hallaban comprometidos o alistados en las filas federales. Una situación de emergencia se observaba en Atlacomulco y Acambay. En esta última población las entradas de los federales al pueblo habían motivado la sublevación de los indios de la cofradía de Dongú. El aflojamiento de los controles militares en la región dio ocasión a que Berriozábal se desprendiera, a finales de junio, de Celaya hacia Toluca, probablemente para saludar a su familia (contrajo nupcias en 1851 con la toluqueña María de la Merced Madrid). Al acercarse Berriozábal a la ciudad con una escolta de 200 hombres y seis piezas de artillería, Bruno Aguilar y su corta guarnición se retiraron a Lerma a esperar los refuerzos demandados a la ciudad de México. El 29 de junio, como a la una de la tarde, Berriozábal entró a Toluca, pero la desocupó a las seis de la tarde, porque las fuerzas del general Francisco A. Vélez llegaron desde Lerma. Al día siguiente, Vélez ingresó a Toluca sin hallar resistencia y emprendió la persecución inmediata de Berriozábal, quien tomó el camino de Zinacantepec, rumbo a Zitácuaro o

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José Clemente Orozco, La trinchera.

Morelia. La batida terminó hasta El Oro y Tlalpujahua, cuando Vélez, convencido de la imposibilidad de atrapar a Berriozábal, retornó a la Ciudad de México. Berriozábal regresó con sus fuerzas a su posición en Celaya, pero fue desalojado a finales de julio, por el general Jesús Alfaro. Como resultado de la batalla, los 2,000 hombres de la división del Estado de México fueron dispersados. Sin embargo, se preparaba ya una concentración extraordinaria de fuerzas liberales en Silao, con el propósito de hacer frente a las tropas de Miramón. El 8 de agosto, el ejército liberal reunía en Silao 9,000 hombres al mando del general Jesús González Ortega, quien estaba secundado por Ignacio Zaragoza, Manuel Doblado, Florencio Antillón y Felipe Berriozábal. La campaña de Miramón en Jalisco resultó un fracaso, por ello, sólo se aseguró de depositar el poder ejecutivo en manos del presidente de la Suprema Corte, José Ignacio Pavón, y marchó enseguida al Bajío. Desde esa región, escribió a su mujer, Concepción Lombardo: “Si el 10 no marchan sobre mí, lo haré yo el 11. Si ocurre algo nuevo te lo participaré”. Miramón no tuvo que esperar hasta el 11, porque al amanecer del 10 de agosto los liberales lanzaron un ataque poderoso. La caballería liberal ejecutó un movimiento envolvente que, unido al ataque de frente de la infantería y al fuego incesante de la artillería, ocasionó la derrota completa del enemigo, el cual huyó abandonando su artillería, tirando sus armas y dejando todo en poder de los liberales. La fragorosa batalla duró cerca de tres horas. Al final, Miramón estuvo a punto de ser capturado. Según la versión del general Jesús Lalane, que en aquella jornada asistió con el carácter de oficial de artillería del ejército constitucionalista, Miramón debió su salvación a la ignorancia y codicia de los guerrilleros del coronel Marroquín, quienes no lo conocían y sólo deseaban apoderarse del magnífico caballo dorado que montaba el general conservador. Lalane afirma que estando Miramón acorralado contra unas cercas de piedra, con sangre fría

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abandonó el caballo, objeto de la tenaz persecución que sufría, saltó la cerca perdiendo el sombrero y escapó tranquilamente por entre las escabrosidades del rancho de Aguas Buenas. Cuando Marroquín y sus hombres se enteraron de quién era el personaje que habían tenido al alcance de las manos, se arrancaban “a puñadas” los bigotes y cabellos, desesperados por la presa que dejaron escapar por apoderarse de la cabalgadura. Consumado el desastre conservador, González Ortega se apresuró a comunicar jubiloso al gobierno de Juárez: “Después de un reñido combate en que ha corrido con profusión la sangre mexicana, ha sido hoy derrotado completamente don Miguel Miramón por las fuerzas de mi mando, dejando en mi poder su inmenso tren de artillería, sus armas, sus municiones, las banderas de sus cuerpos y centenares de jefes y oficiales”. La derrota de los conservadores fue desastrosa porque acabó con la fama de caudillo invencible de Miramón, aniquiló la principal fuerza ofensiva de los reaccionarios, trajo la ocupación constitucionalista de todo el Bajío, limpió el camino hacia la Ciudad de México y anunció la victoria definitiva del partido liberal sobre las falanges tacubayistas. Miramón regresó a la capital de la República a reorganizar su gobierno y a levantar los últimos muros de resistencia. Por su parte, Berriozábal, miembro de las fuerzas mexiquenses que intervinieron en Silao, recibió desde el puerto de Veracruz el ascenso a General de Brigada del Ejército Mexicano firmado por Juárez. El ataque a la Ciudad de México aparecía como un movimiento inminente; en consecuencia, el gobierno conservador empezó a concentrar tropas. El 26 de agosto, entró la división compuesta por las brigadas de los generales Tomás Moreno y Gutiérrez con 3,000 hombres y 18 piezas, así como fuerzas de Tulancingo y muchas familias. El 28, penetró la tropa de Bruno Aguilar, gobernador y comandante general del departamento de Toluca, acompañado de la guarnición del lugar y de familias temerosas de la ira liberal. La suposición era fallida porque al no querer exponer la espalda a las balas de los conservadores situados en Guadalajara, los estrategas liberales planearon marchar primero hacia esa ciudad con el objetivo de aniquilar el ejército mandado por el general Severo del Castillo. Sólo había un problema: los liberales carecían de dinero para mover un ejército que rebasaba ya los 10,000 hombres. En tales aprietos, el general en jefe del ejército constitucionalista, Santos Degollado, autorizó que las fuerzas republicanas se apoderaran de una conducta de caudales perteneciente en su mayor parte a extranjeros, que marchaban de San Luis a Tampico e importaban la suma de 1 127,414 pesos. La incautación efectuada con argumentos patrióticos y fines poderosos se realizó bajo la responsabilidad de Degollado. Cuando los comerciantes dueños del dinero se enteraron de la confiscación, corrieron a pedir a sus respectivos cónsules que pasaran a San Luis a exigir la devolución del capital. Degollado cedió únicamente ante el cónsul inglés, a quien le devolvió 400,000 pesos, suma que correspondía a sus representados. Con el dinero en la mano, a principios de septiembre, González Ortega empezó a mover el pesado ejército del Norte hacia Guadalajara. En Querétaro dejó al general Berriozábal al mando de la División del Estado de México, y al general Benito Quijano con un cuerpo de observación de cerca de 4,000 hombres, seis piezas de batalla y ocho de montaña. El territorio de la entidad quedó desguarnecido. Las tropas de Bruno Aguilar permanecían en la capital del país. En tal contexto, Berriozábal, titulándose Gobernador Constitucional del Estado de México y General en Jefe de la División del mismo, expidió el 12 de septiembre, en Querétaro, algunas disposiciones: autorizó a los habitantes de la entidad a resistir por la

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fuerza a cualquier partida que, sin su autorización expresa, se presentara a exigir armas, dinero, caballos u otros objetos; calificó como gavillas de salteadores a las partidas que actuaran sin su patente y los señaló sujetos de la justicia militar y de la última pena; prescribió que se juzgaría y castigaría como cómplice a la autoridad que tolerara u omitiera la persecución de tales gavillas, y autorizó a los hacendados, y en general a todos los habitantes del Estado de México, a procurarse y conservar armas que no fueran de munición, a fin de cumplir con lo dispuesto. Paralelamente, el coronel Aureliano Rivera, jefe de las fuerzas liberales del Distrito Federal y Valle de México con asiento en el Monte de las Cruces y el Ajusco, ordenó a su subalterno Ignacio Ferreyra ocupar la plaza de Toluca. Cumplida la orden el 18 de septiembre, Ferreyra emitió una proclama en la cual anunció el triunfo de las armas liberales por todo el país y declaraba hacer efectivas las garantías individuales y la paz pública en toda la República. Esperanzado, manifestaba: Yo espero que apoyada en el buen sentido de las autoridades subalternas y en el vuestro, contribuirá muy eficazmente al triunfo completo de la causa nacional. Por lo que a mí toca, no vacilaré en hacer aun el sacrificio de mi vida para cumplir la misión que se me ha encargado; procuraré marchar por el sendero de la justicia y auxiliado con vuestras luces y patriotismo, confío que disfrutaréis el bienestar y la tranquilidad de que tanto necesita nuestra amada patria. ¡Viva la Libertad! ¡Viva la Independencia! ¡Viva la Constitución de 1857!

Al día siguiente Ferreyra, usando las facultades con que se hallaba investido por el coronel Rivera, dispuso el restablecimiento del orden constitucional según lo estaba en abril de 1859; es decir, antes de la ocupación de Toluca por las fuerzas que acaudillaba Amado Guadarrama. Asimismo, pidió que se nombrara a una autoridad política, entretanto llegaba el gobernador Berriozábal. La ausencia de la autoridad conservadora animó a los mexiquenses a mostrarse políticamente. Así, el 17 de septiembre, el cura de Jalatlaco informó alarmado al Arzobispo de México de un pronunciamiento ocurrido en su parroquia. De acuerdo con su versión, entre repiques y cohetones, escuchó claramente los gritos de “muera la religión” y “muera el cura y el vicario”. La ocupación liberal de la ciudad de Toluca fue momentánea. Cuando Bruno Aguilar retornó a ella con 600 hombres, Ignacio Ferreyra la desalojó. Al encontrarse ambas fuerzas en la Hacienda de Jajalpa, tuvieron una escaramuza de la que salió derrotado Ferreyra; sin embargo, Aguilar ya manifestaba públicamente que el país se estaba desplomando, y con esto quedaba amenazada la nacionalidad, se atacaban las creencias religiosas y se extinguía la moralidad. En ese orden, en los primeros días de octubre de 1860, pidió a los toluqueños dar un paso para salvarse del abismo de males y hacer un poderoso esfuerzo para vencer al enemigo común. El movimiento liberal que caminaba hacia Guadalajara sorprendió a los conservadores. De inmediato y con resolución, Miguel Miramón incautó fondos económicos a los ingleses y en la primera semana de octubre despachó de México auxilios bélicos al mando del general Leonardo Márquez, el “Tigre de Tacubaya”. Un poco más tarde, salió la División de Caballería al mando del general Tomás Mejía. Al llegar las tropas restauradoras de garantías a San Juan del Río, la División del Estado de México estacionada en Querétaro se replegó a Silao, luego a León, Lagos, Tepatitlán, Zapotlanejo y, finalmente, fue colocada el 28 de octubre para defender el puente de Tololotlán.

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Diego Rivera, El Ejército y el Pueblo contra el Clero, 1923-1928.

La retirada metódica que efectuaba Berriozábal tenía varios objetivos, entre ellos el de ofrecer resistencia a Leonardo Márquez y evitar así un posible ataque desde la retaguardia a las fuerzas constitucionalistas, impedir el envío de armas, municiones y alimentos a los sitiados, y obstruir la comunicación proveniente de la Ciudad de México. González Ortega, mientras tanto, intensificaba el sitio sobre la plaza de Guadalajara, pero sin lograr la rendición del general Severo del Castillo. En la ciudad, los conservadores sufrían con la falta de noticias del exterior debido al estricto control que se ejercía sobre ella. No obstante, los refuerzos traídos por Márquez estaban por llegar. Los arriesgados planes liberales podían arruinarse e incluso podían revertirse, y su ejército estañaba en riesgo de quedar entre dos fuegos. Ante la situación de emergencia, al amanecer del 29 de octubre el general González Ortega ordenó romper fuego sobre las huestes de Severo del Castillo. El combate fue fragoroso y feroz. Todo el día y entrada la noche, los contendientes pelearon con valor. Agotadas ambas fuerzas, a media noche los jefes militares suscribieron un armisticio, según el cual ambos ejércitos debían retirarse a 12 leguas de la plaza por rumbos opuestos: Del Castillo al poniente y González Ortega al oriente, por el término de quince días, lapso en el cual se celebraría un arreglo definitivo. Tal vez en el momento en que los comisionados del general Del Castillo estampaban su firma, Leonardo Márquez y sus 3,500 hombres arribaban a Zapotlanejo y sus avanzadas se ubicaban en el puente de Tololotlán, justo frente a las posiciones liberales sostenidas por las tropas del Estado de México. Pese a ello, los soldados de Del Castillo, aunque permanecían en Guadalajara, se abstenían de combatir, y las fuerzas constitucionalistas, compuestas por aproximadamente 14,000 combatientes, ejecutaban un doble movimiento: uno para ocupar Guadalajara y otro para envolver al “Tigre de Tacubaya”. Márquez tuvo conocimiento del desastre hasta el 1 de noviembre, cuando advirtió sobresaltado la persecución que se hacía para atraparlo y aniquilar a su ejército. De inmediato reviró con sus fuerzas hacia el pueblo de Tepatitlán. La reacción fue tardía, pues Berriozábal estaba sobre él con la 1ª y 2ª brigadas de la División del Estado de México, movilizadas por orden del general en jefe, Ignacio Zaragoza. Cerca de la tarde, Berriozábal encontró a los señores Luis G. Cuevas y Sánchez Facio, enviados por Márquez, con la comisión de negociar con el general Zaragoza los términos de un armisticio. Éste se negó rotundamente y ordenó que las fuerzas constitucionalistas continuaran avanzando. Ante la amenaza de caer prisionero, Márquez emprendió la huida y abandonó su ejército. Ese día, ciento cincuenta jefes y oficiales y 3,000 hombres cayeron sin combatir, amén de 40 piezas de artillería, trenes,

armamento y demás pertrechos abandonados por Castillo en Guadalajara. Ya en noviembre, desde Jalisco estaba listo y preparado el ejército constitucionalista para marchar hacia la Ciudad de México. Mientras se efectuaban los preparativos para la marcha triunfal, el general Berriozábal se adelantó con la División del Estado de México para recuperar el control del gobierno estatal y el espacio territorial. El 19 de noviembre entró a Querétaro y el 22, con dos brigadas de su división y 14 piezas de artillería, se dirigió a Toluca. El 28 de noviembre de 1860, Berriozábal decretó en Toluca, como gobernador interino, la observancia de las leyes que regían en enero de 1858 y las posteriores que emanaran del régimen constitucional. Consecuentemente, en los primeros días de diciembre publicó y ordenó hacer efectivas las leyes de Reforma. Parecía que la tranquilidad regresaba a la entidad. Sin embargo, el 4 de diciembre, Miramón salió sigilosamente de la Ciudad de México con rumbo a Toluca. El plan de guerra consistía en batir al enemigo en fracciones dado que Miramón sólo contaba con unos 6,000 hombres, mientras las fuerzas liberales que se acercaban a la capital del país rebasaban los 16,000 efectivos, y Miramón no quería quedarse encerrado en la Ciudad de México. Todavía era de madrugada cuando tomó el camino del Mayorazgo (Otzolotepec), con la idea de sorprender a la primera avanzada constitucionalista. Para ese propósito, hizo que su descubierta de exploradores se vistiera con el mismo uniforme usado por algunas fuerzas liberales. El ardid rindió frutos y una compañía fue hecha prisionera. Inmediatamente, las tropas conservadoras se internaron en la ciudad de Toluca. De esta manera, Berriozábal no sabía nada del movimiento efectuado contra él. La primera noticia que tuvo se generó a las doce del 9 de diciembre, cuando advirtió la presencia del general Miguel Negrete, quien al frente de su división penetró en la plaza de armas. La sorpresa fue mayúscula. Negrete se apoderó de la artillería y de la caballería sin disparar un solo tiro. Berriozábal, sus jefes y oficiales intentaron ofrecer resistencia parapetándose en las alturas de los conventos de San Francisco y el Carmen. Todo fue inútil, porque agotadas las escasas municiones, al fin tuvieron que rendirse. En San Francisco fue aprehendido Berriozábal junto con 36 jefes y oficiales y 401 hombres, y en el Carmen todo el batallón Reforma y la oficialidad. Además, los conservadores obtuvieron un valioso botín de guerra: artillería, armamento, carros con municiones y vestuario. Los prisioneros eran gente importante: el gobernador del Estado de México, el general Santos Degollado, quien, depuesto (19 de octubre) del cargo de general en jefe del Ejército Constitucionalista por Juárez, se hallaba cobijado por Berriozábal, el general Juan Govantes, los coroneles Benito Gómez Farías y Ventura Paz, los tenientes coroneles José Juárez y Luis Legorreta, los comandantes de batallón y los de escuadrones Jesús Salce, Julio Cervantes, Vicente Lebrija y Carlos Morales, quince capitanes, un segundo ayudante, cinco tenientes, siete subtenientes, dos alférez y 1, 319 soldados. Desaparecidas las autoridades liberales, Miramón restableció a las conservadoras en el gobierno del Estado de México y para el día en que los mexicanos honraban a la Virgen del Tepeyac, entró victorioso a la Ciudad de México. Sus notables prisioneros fueron encerrados en Palacio Nacional.

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Calpulalpan A lo largo de diciembre, el general González Ortega movió de Guadalajara a Querétaro su poderoso ejército. Reunidas las fuerzas de los estados de Zacatecas, San Luis Potosí, Michoacán, Guanajuato y Jalisco, sumaban ya casi 20,000 hombres. Además, el ejército de Oriente se desplazaba desde Pachuca para agregarse al de González Ortega. Para el 20 de diciembre, las avanzadas constitucionalistas penetraron el Estado de México y acamparon en la hacienda de Arroyo Zarco. El lugar era excelente porque abundaban el agua, la comida y el forraje para el extraordinario número de hombres. Allí, González Ortega se dio a la tarea de reunir y organizar la mayor cantidad de fuerzas constitucionalistas. Para la batalla, los cuerpos principales se situaron en la hacienda de Calpulalpan y en el pueblo de San Miguel Mandó, pertenecientes a Jilotepec. Se contaba con soldados de la talla de Ignacio Zaragoza, Leandro Valle, Nicolás Régules, Florencio Antillón, Benito Quijano Coscaya y Francisco Alatorre. Según el plan tacubayista, Miramón no podía admitir tal concentración militar, y ante la eventualidad, salió a su encuentro con 6,000 hombres y sus ilustres generales Leonardo Márquez, Francisco A. Vélez, Miguel Negrete, Antonio Ayestarán, Marcelino Cobos y con 30 piezas de artillería. La idea era batir al enemigo en detalle. En el campo constitucionalista, González Ortega dispuso que las divisiones de Mena y Antillón ocuparan las posiciones avanzadas a fin de esperar a Miramón. Ese día —20 de diciembre— escribió González Ortega a Juárez: “Si Miramón continúa, mañana tendremos el encuentro decisivo, y sólo que retroceda hasta México se demorará el resultado de la lucha pendiente”. Miramón no retrocedió y la mañana del sábado 22 de diciembre apareció por los terrenos de Soyaniquilpan. El campo principal de batalla se situó en San José Deguedó y otros secundarios en la hacienda de la Goleta, el rancho los Miranda y los cerros de las Cruces, las Brujas, el Colorado y las Campanas. En San Miguel Mandó, estaban listos casi 20,000 soldados constitucionalistas y frente a ellos, cerca de 6,000 tacubayistas. La desigualdad de fuerzas era ostensible: más de tres liberales por cada conservador. No obstante, la desproporción entre los bandos contendientes, la batalla final empezó a las ocho de la mañana. A esa hora, Miramón ordenó el ataque de su infantería contra la línea enemiga formada por las divisiones de Zacatecas, Morelia, Guanajuato, San Luis y Guadalajara, y cuando lo consideró oportuno lanzó una carga de caballería de mil hombres al mando de su hermano, Mariano Miramón, con el fin de introducir el desorden en el campo liberal y decidir la acción. El general liberal Pedro Ampudia, que marchaba conduciendo el ejército de Oriente de Pachuca a Tula, escribió sobre la batalla: “Al llegar al pueblo de Tetepango se oían detonaciones por algunos puntos y se divisaban columnas de humo hacia el sitio en que se calculaba que debería librarse un gran combate”. La carga de caballería dirigida por Mariano Miramón fue recibida por un nutrido fuego de artillería. Al ataque, las bajas sucedían allá y acá. Luego, intimidada por el tamaño del ejército liberal y el poder de fuego, una parte de la caballería se pasó al campo constitucionalista y el resto, llena de pánico, volvió grupas en desorden. Eso fue todo. El desconcierto sobrevino y las líneas tacubayistas se rompieron. La consigna fue “sálvese quien pueda”. A las diez de la mañana todo estaba decidido. El fuego cesó y

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Diego Rivera, detalle de mural ubicado en Palacio Nacional.

enormes polvaredas comenzaron a notarse. Un ojo experto sabía que aquello marcaba la huella de los dispersos después de la batalla. El general Ampudia, ajeno a la batalla, casi llegaba a Tula. De pronto, aparecieron cerca de 200 hombres a caballo que se precipitaron sobre los soldados que marchaban a la vanguardia de su división. Formaban la escolta de Miguel Miramón que protegía la huida de Marcelino Cobos, Francisco A. Vélez y otros jefes hacia la Ciudad de México. Ese mismo día y desde la hacienda de San Francisco, situada en Nopala, el general González Ortega envió a Benito Juárez el parte oficial de la victoria, que finalizaba señalando que con el triunfo era ya indudable que estaba conseguida la paz en la república. En compañía de Márquez y otros oficiales, Miramón entró a la Ciudad de México a las dos de la madrugada del día siguiente. Esa noche dijo secamente a su esposa Concha: “Todo se ha perdido; mañana te lo contaré todo. Por ahora necesito dormir”. Para el 24 de diciembre, González Ortega acampaba en Tlalnepantla. Desde allí, requirió a las autoridades y militares conservadores la rendición de la Ciudad de México a fin de evitar el derramamiento de sangre. Si a las doce de la noche de esa fecha no había algún acuerdo, los constitucionalistas desplegarían operaciones militares sin aceptar la responsabilidad por los perjuicios que sufrieran los habitantes de la capital. Luego de complicaciones con el cuerpo diplomático, Miramón delegó finalmente en las autoridades municipales de la capital del país la facultad de nombrar una persona que se hiciese cargo del gobierno de la ciudad, en tanto entraban las tropas constitucionalistas. El puesto fue confiado a Felipe Berriozábal, quien de ese modo tuvo que ser sacado de su prisión en Palacio Nacional. Hecho del cargo, a la cabeza de una patrulla de paisanos a caballo, recorrió la ciudad para cuidar el orden. Esa misma noche salieron de México Miguel Miramón, Leonardo Márquez y Félix Zuloaga con una fuerza de 1,500 hombres que los abandonó poco después. Para perseguir a los fugados fue comisionado el jefe Nicolás Romero con una corta partida. En Río Hondo consiguió quitarle al enemigo un obús y una pieza de montaña. Hirió a varios rivales sin sufrir pérdida alguna. La batida se suspendió allí, dado que los caballos estaban cansados y sus hombres no tenían un solo cartucho. En Navidad, las tropas constitucionalistas empezaron a entrar victoriosas a la Ciudad de México. En medio de la algarabía y el júbilo popular, las tropas de los generales Antonio Carbajal y Aureliano Rivera lo hicieron primero con el fin de mantener el orden ciudadano y el del interior de los cuarteles. Horas más tarde, hicieron lo mismo el general González Ortega y toda la plana mayor del ejército juarista. No obstante, la entrada triunfal oficial se realizó el 1 de enero de 1861. Poco antes de las doce del día, la columna se puso en movimiento en medio de extraordinarias demostraciones

de alegría de una inmensa multitud. González Ortega iba con el Estado Mayor del ejército, rodeado de diversos clubes con estandartes rojos. Al pasar por el Hotel de Iturbide, González Ortega descubrió al general Santos Degollado y después de saludarlo le gritó que bajase a recibir la ovación que él sería el primero en tributarle por su fe y su constancia. Hizo lo mismo con el general Felipe Berriozábal, quien que se hallaba en el mismo edificio, pero los dos se negaban a participar de un triunfo que, según ellos, sólo merecía el vencedor de Calpulalpan. Finalmente, cedieron y se incorporaron a la celebración de la victoria. Para el 10, Juárez ya estaba en Ayotla, donde era esperado por funcionarios y una multitud emocionada. El viernes 11 de enero de 1861 ingresó triunfalmente el presidente Benito Juárez a la capital, dando fin a tres años y 11 días de una lucha que decidió el rumbo de la nación. Con el poder que concedían las armas y la fuerza de la Constitución de 1857, el gobierno republicano estuvo en posibilidad de romper con las viejas estructuras coloniales, apremiar la modernización del país, imponer la separación del Estado y la Iglesia y exaltar lo privado e individual sobre lo corporativo. Fue, con toda seguridad, la guerra entre hermanos más atroz y encarnizada del siglo. En un manifiesto, Juárez expresó: ¡Mexicanos! En el estruendo de las batallas proclamasteis los principios de libertad y reforma, y mejorasteis con ellos vuestro código fundamental. Fue la reforma el paladín de la democracia y el pueblo ha derramado profusamente su sangre por hacerla triunfar de todos sus enemigos. Ni la libertad, ni el orden constitucional, ni el progreso, ni la paz, ni la independencia de la nación hubieran sido posibles fuera de la reforma; y es evidente que ninguna institución mexicana ha recibido una sanción popular más solemne ni reunido más títulos por ser considerada como base de nuestro derecho público.

México se construía dolorosamente en medio de la violencia.

Bibliografía Colín, Mario (1977), Guía de documentos impresos del Estado de México (1835-1860), tomo II, México, Biblioteca Enciclopédica del Estado de México. Fuentes Mares, José Miramón (1974), El hombre, México, Joaquín Mortiz. Galindo y Galindo, Miguel (1987), La gran década nacional (1857-1867), tomos I y II, México, inehrm. Riva Palacio, Vicente (1984), México a través de los siglos, tomo IX, México, Cumbre.

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El humanismo en el pensamiento ilustrado del Nuevo Mundo Alberto Saladino García Resumen

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Juan O'Gorman, La ciudad de México.

a génesis del humanismo moderno ha consistido en acentuar el criterio de diferenciación entre el hombre y la naturaleza. Fue en el siglo XVIII cuando quedó evidenciada la supremacía del ser humano con la concepción de que su esfuerzo es esencial en la formación de la persona, más que los talentos naturales. Esa apreciación, conjuntada con los argumentos humanitarios de la escolástica, permitió a los criollos ilustrados del Nuevo Mundo, laicos y religiosos, formular las bases relativas a la concepción moderna del hombre. Descollaron intelectuales como Francisco Javier Alegre, Francisco Javier Clavijero, José Joaquim da Cunha de Azeredo Coutinho, Manuel María Gorriño, José Félix Restrepo, Hipólito Unanue, entre otros. Con base en las interpretaciones y reflexiones de esa nómina de intelectuales, promotores de los valores modernos en el Nuevo Mundo, resulta factible sistematizar la génesis del humanismo latinoamericano a finales del periodo colonial; además, resulta justo considerarlo antecedente e inspirador del inicio de las luchas independentistas. La importancia de revisar el tema lo otorga la coyuntura del bicentenario de la independencia de la corona española. Palabras clave: filosofía, hombre, humanismo, ilustración, Nuevo Mundo, pensamiento.

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Presentación La coyuntura latinoamericana de la conmemoración del bicentenario del inicio independentista es la impronta a la que responde mi exposición, pues abordar el tema del congreso “La construcción de América Latina” permite introducir el tema del hombre como asunto nodal, toda vez que la autoconciencia americana de principios del siglo XIX se abone con la preocupación por perfilar un nuevo tipo de hombre. Claro está, la preocupación humanista de los independentistas latinoamericanos tiene antecedentes que proceden de la disputa iniciada por Bartolomé de las Casas contra Juan Ginés de Sepúlveda; del reconocimiento a la creatividad cultural prehispánica desarrollada por Vasco de Quiroga, Bernardino de Sahagún, Joseph de Acosta y Francisco Hernández, en el siglo XVI; de los planteamientos del Inca Garcilaso de la Vega, Carlos de Sigüenza y Góngora, Juana Inés de Asbaje y Ramírez y Pedro de Peralta Barnuevo, en el siglo XVII (entre ellos debe destacarse el genial planteamiento de la poetisa: igualar la condición intelectual de la mujer a la del hombre); de los jesuitas y mercedarios que descollaron en la defensa de la naturaleza, el hombre y las sociedades del Nuevo Mundo, mediante una rica argumentación de carácter científica, filosófica, ideológica y teológica, durante la segunda mitad del siglo XVIII. Consecuentemente, la preocupación humanista preindependentista resulta un producto teórico y político de larga tradición orientada no sólo al reconocimiento de los americanos como hombres sin más, sino convertida en la justificación central para abonar las expectativas de soberanía popular frente a la dependencia colonial, justo al momento de crisis de la corona española de 1808.

Génesis del humanismo moderno La génesis del humanismo moderno consistió en acentuar el criterio de diferenciación entre el hombre y la naturaleza “[...] entre el mundo de la cultura y el de la naturaleza” (Ferry, Jean Didier, 2001: 30); fue en el siglo XVIII cuando quedó evidenciada la supremacía del ser humano con la concepción de su esfuerzo como esencial en la formación de la personalidad de los individuos, en vez de los talentos naturales (Ferry, Jean Didier, 2001: 43-44). Así, su perfeccionamiento tendrá como horizonte lograr mayor bienestar intelectual y físico. En abono a la idea de que el humanismo moderno encontró su normatividad filosófica en el Siglo de Las Luces debe recordarse a Emmanuel Kant, quien al delinear las fronteras de la filosofía en sentido cósmico planteó sus preguntas capitales, y concluyó que todas podrían resumirse en la concerniente al hombre: 1.- ¿Qué puedo saber? 2.- ¿Qué debo hacer? 3.- ¿Qué me cabe esperar? 4.- ¿Qué es el hombre? A la primera pegunta responde la metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología [...] En el fondo, todas estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque las tres primeras cuestiones revierten en la última. (Buber, 1974: 12-13)

Como puede apreciarse, los fundamentos del humanismo moderno emergieron con los filósofos de la Ilustración quienes ubicaron al hombre como centro y fin de toda preocupación intelectual, por lo cual se ha persistido en develar su esencia para diferenciarlo de los elementos de la naturaleza.

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Dentro de dicha perspectiva deben ser ubicados intelectuales del siglo XIX, quienes reiteraron la idea del trabajo como el esfuerzo constituyente del hombre, particularmente los clásicos del marxismo, pues tanto Carlos Marx como Federico Engels sustentaron que la praxis o acción creativa del ser humano es lo que lo identifica como tal. Dicho de otro modo, el trabajo tiene la noble función de humanizar al hombre al invocar el despliegue de sus capacidades físicas y facultades intelectivas (Engels, 1976: 211-222) (Fromm, 1978: 38-54).

Forjadores del humanismo moderno en el Nuevo Mundo Con la recuperación de argumentos humanitarios de la filosofía escolástica, principalmente los intelectuales criollos formularon las bases de la génesis de la concepción latinoamericana acerca del hombre; influidos por las ideas de la Ilustración y galvanizados con las respuestas sistematizadas contra quienes propagaron la falacia de la inferioridad de los americanos. Una amplia nómina de intelectuales del Nuevo Mundo, a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, contribuyó a consolidar el humanismo moderno, obra tanto de criollos como de algunos peninsulares, religiosos como laicos, entre quienes destacaron: Antonio de Alcedo, Francisco Javier Alegre, José Antonio Alzate, Ignacio Beteta, José Agustín Caballero, Francisco José de Caldas, Jacinto Calera y Moreira, Francisco Javier Clavijero, Matías de Córdova, José Joaquim da Cunha Azeredo Coutinho, Juan Benito Díaz de Gamarra, Juan José de Eguiara y Eguren, Eugenio Espejo, Gregorio Funes, Manuel María Gorriño, Miguel Hidalgo, José Antonio Liendo y Goicoechea, Juan Ignacio Molina, José Celestino Mutis, Antonio Nariño, José Félix de Restrepo, Cayetano Rodríguez, Manuel de Socorro Rodríguez, Simón Rodríguez, Cornelio de Saavedra, Buenaventura Suárez, Melchor de Talamantes, Hipólito Unanue, Jacobo de Villaurrutia, Francisco Zea, etcétera. Su obra intelectual la desparramaron en las más diversas actividades culturales: en la cátedra, en las publicaciones periódicas, en la redacción de libros, en la participación de tertulias, en la organización de sociedades económicas de amigos del país o participando en labores de investigación en las expediciones científicas realizadas a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, entre otras. Fue en la discusión que persistía sobre la humanidad de los aborígenes donde esclarecieron los primeros rasgos de la concepción moderna del hombre y las normas de su comportamiento. Nuestros pensadores buscaron trascender la discusión sobre la humanidad de los indios, como primera y necesaria faena intelectual, para luego respaldar la pertinencia de forjar el perfil de un nuevo hombre, como consecuencia de la posibilidad de iniciar otra época histórica mediante el advenimiento de la independencia latinoamericana.

Humanismo ilustrado del Nuevo Mundo Los jesuitas descollaron como verdaderos pioneros en la fundamentación de la humanidad de los aborígenes. En efecto, Francisco Javier Clavijero, aún viviendo en Nueva España argumentó: [...] las almas de los mexicanos en nada son inferiores a las de los europeos; que son capaces de todas las ciencias, aun las más abstractas, y que si seriamente se cuidara de su educación, si desde niños protegieran y alentaran con premios, se verían entre

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los americanos, filósofos, matemáticos y teólogos que pudieran competir con los más famosos de Europa. Pero es muy difícil, por no decir imposible, hacer progresos en las ciencias en medio de una vida miserable y servil y de continuas incomodidades [...] (Clavijero, 1995: 164).

Resulta evidente tanto el planteamiento de la igualdad intelectual como la denuncia de la situación de oprobio a la cual fueron reducidos los indígenas, verdadera causa de su infertilidad y postración cultural. Así, quedan patentizados los aportes de Clavijero al defender y propugnar como derechos de los indígenas la igualdad y la justicia social. Por ello, su humanismo alcanza plena expresión al sustentar la esencial igualdad de todo hombre, incluido el indígena (Villoro, 1950: 40-47) (Ulloa, 1988: 40-47). También es pertinente referir la perspectiva de Francisco Xavier Alegre quien, al defender que “[...] en el hombre además de su naturaleza animal, también hay naturaleza racional” (Alegre, 1995: 192), testimonia una posición conciliadora entre cristianismo y racionalismo en la concepción del hombre, lo que sirve para igualar la condición humana de todos los hombres de cualquier parte del planeta. De tal suerte, el cultivo de ambas naturalezas se sistematiza mediante el fomento de valores, los cuales permiten el refinamiento de la naturaleza animal, humanizándola. Si bien es cuestionada y hasta cierto punto rechazada, la filosofía escolástica continuaba presente en el contexto cultural, patentizada en planteamientos de pensadores ilustrados que obviaron poner en tela de juicio los principios de la religión, pues más bien los refirieron en sus interpretaciones. Un caso paradigmático al respecto es el del neogranadino José Félix Restrepo quien expone que el hombre fue creado de manera privilegiada, pero ante su conducta pecaminosa comprendió su debilidad como castigo frente a las fuerzas de la naturaleza; la salvación la percibió con el ejercicio de su capacidad racional. Sus propias palabras explayan, de forma puntual, su interpretación: Con estas razones se alienta el hombre, vuelve en sí, y comienza a tirar el plan de una conquista que le ha de costar tantas fatigas. Extiende sus ojos por el universo, y reconoce que en todo él es el único que posee el inestimable don de pensar. Con efecto, mide la extensión de su ingenio, calcula sus alcances, combina sus ideas y persuadido que no hay cosa que pueda resistir a su pensamiento, único origen de su autoridad soberana, toma el trono del Señor, y comienza a hacerse respetar. Veislo aquí hecho filósofo, no en la escuela de las categorías, ni del ente de razón, sino en la misma naturaleza, y comienza a disponer de todo como dueño [...]. (Restrepo, 1791: 283)

O sea, al aplicar su razón al conocimiento y dominio de la naturaleza fomentaba la práctica de la ciencia moderna, toda vez que la filosofía renovada desempeñaba el rol de gestante. Consecuentemente, el énfasis racionalista, propio de la época, se muestra como la vía fundamental para coadyuvar a la comprensión situacional del hombre en su relación con el creador. Con el interés de mostrar el enriquecimiento efectuado por los filósofos ilustrados latinoamericanos sobre la idea de hombre, amparados en planteamientos de pensadores escolásticos, como el caso de quien dedicó sus esfuerzos al estudio sistemático y exclusivo del hombre en tierras americanas, el novohispano Manuel María Gorriño y Arduengo, a través de sus dos textos: El hombre tranquilo o reflexiones para conservar la paz del espíritu y Del hombre, pueden mostrarse los alcances y rubros que mayormente le importaron. Así en Del hombre, por ejemplo, se expone la situación del hombre en el mundo y sus rasgos esenciales; luego, partiendo de los datos de la razón y de la experiencia, respalda la necesidad del autoconocimiento para

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dominar emociones y pasiones, y refinar las expresiones culturales, por lo que la felicidad, sostiene Gorriño, se logra viviendo conforme a la razón (Cardiel, 1981: 141-142). La vuelta a la interioridad, a los valores espirituales como los más caros al ser humano, se explica con la lectura cuidadosa de la época de verdadera crisis vivida por Gorriño, cuya superación vendría al propugnar la recuperación de los valores cristianos, según la interpretación de María del Carmen Rovira:

Reflexiones de este tipo propalaron la idea de que el conocimiento del hombre es lo más importante, que al conjuntarlas con sus preocupaciones racionalistas, los ilustrados latinoamericanos estaban forjando un nuevo humanismo. Ubicada la concepción del hombre en el plano racional, y el cuerpo humano como receptor de estímulos del medio social y natural, se eleva la discusión a los ámbitos de la igualdad intelectual y las diferencias somáticas, como propios de los integrantes de cualquier sociedad. Entonces, fueron consignadas explicaciones acerca de la diferencia de desarrollos del tipo siguiente: “Aunque todos los hombres que pueblan la tierra desciendan de un mismo Padre, la diferencia de climas, usos y alimentos a que los redujo su primera dispersión, ha ido introduciendo tal diversidad en sus funciones y propiedades que al comparar en el día varias naciones, parecen derivadas de distinto origen” (Unanue, 1914: 66). La tesis del determinismo geográfico, erigida en axioma durante la centuria decimonónica, ya está presente como elemento demostrativo, científico, para esclarecer las diferencias somáticas y culturales de las sociedades tanto del Viejo como del Nuevo Mundo. Así, los intelectuales criollos relativizaron las explicaciones a partir del espacio geográfico, de esta manera desnudaron la justificación sobre la supuesta superioridad intelectual que los pueblos europeos se adjudicaron. Efectivamente, el peruano Hipólito Unanue echó por tierra la socorrida tesis europea de la relación mecánica entre naturaleza y habitantes, cuyo planteamiento fue muy socorrido para acusar la supuesta inferioridad de pueblos no europeos; en cambio Unanue, si bien reconoce la diferenciación entre sociedades de distintos puntos del planeta influidas por el medio físico en las condiciones corporales y mentales (Unanue, 1914: 71-75), no acepta que a unos los vuelva superiores y a otros inferiores.

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Monumento a la Independencia, 1910.

La solución “humanista” de Gorriño surge de un proceso ideológico [...] Dicho proceso presenta dos vertientes: en primer lugar evitar que las ideas ilustradas lograran, en el hombre, un convencimiento o aceptación de ellas; en segundo lugar se busca la confirmación de los principios de la religión católica afirmando que éstos unidos a la razón, entendida ésta en sentido estoico, son el único camino para la realización del hombre. (Rovira, 1997: 79)

A partir de su esclarecimiento, producto de una rigurosa investigación, concluye que a todos los seres humanos los singulariza la igualdad de talentos, cuyo desenvolvimiento dependerá de las condiciones propiciadas por cada sociedad. Incluso vincula esa posibilidad con el medio físico; en el caso de los americanos las maravillas de su geografía representan retos y respaldos de posibilidades inconmensurables para aquilatar sus facultades intelectuales, al exponer: A los que nacen en este Nuevo Mundo ha tocado el privilegio de ejercer con superioridad la imaginación y descubrir cuanto depende de la comparación. Yo por imaginación [...] entiendo el poder de percibir con rapidez las imágenes de los objetos, sus relaciones y cualidades, de donde nace la facilidad de compararlos y expresarlos con energía. Por este medio se iluminan nuestros pensamientos, las sensaciones se engrandecen y se pintan con vigor los pensamientos [...]. (Unanue, 1914: 77)

Con esto, queda de manifiesto el interés de los pensadores de avanzada de las colonias americanas, no sólo de obviar la igualdad intelectual entre todos los seres humanos sino la oportunidad de aventajamiento mediante el aprovechamiento de los portentos naturales. Entonces, los ilustrados pretendieron superar todo cuestionamiento sobre la naturaleza del hombre americano, y de forma específica del aborigen, promovidas por intelectuales europeos como George-Louis Leclerc Conde de Buffón, Cornelio de Paw y Guillaume-Thomas Raynal, recurriendo a argumentos sustentados con informaciones y, en su caso, pruebas científicas, culturales, teológicas y filosóficas, como lo testifican, por ejemplo, las obras de Antonio de Alcedo Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales o América […] (1788); José Antonio Alzate, Gaceta de literatura de México (1788-1795); Jacinto Calero y Moreira, Mercurio peruano, papel periódico de historia, literatura y noticias (1791-1795); Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México (1780); Juan José de Eguiara y Eguren, Biblioteca mexicana o Historia de los varones eruditos […] (1755); Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz Espejo, Primicias de la cultura de Quito (1792); Juan Ignacio Molina, Compendio de la historia geográfica natural y civil del reino de Chile (1776); Manuel del Socorro Rodríguez, Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá (1791-1797); José Hipólito Unanue, Observaciones sobre el clima de Lima y sus influencias en los seres organizados en especial el hombre (1806), etcétera. Esa relación que muestra abundante y rica obra cultural fue producto indiscutible de la Ilustración latinoamericana, fomentada por intelectuales de todas las colonias ibéricas. Para sumar planteamientos en tal sentido, transcribo la perspicaz interpretación de José Joaquim da Cunha de Azeredo Coutinho: Los escritores que desde el fondo de sus gabinetes presumen de dar leyes al mundo, sin tratar de cerca

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muchas veces a los pueblos de los que hablan, ni conocer sus costumbres, ni sus pasiones, dicen que es necesario introducir la ambición en los indios de América, para hacerlos entrar en el comercio de las gentes. Esto es suponer que ellos no tienen ambición: es un engaño. Ellos tienen virtudes, tienen vicios, están llenos de ambición como nosotros; se entiende ésta como el excesivo deseo de gloria y de honra o como el nimio deseo de los bienes. Ellos, en fin, son hombres, y esto basta. (Coutinho, 1979: 68)

Tal explicación resulta concluyente para mostrar, por una parte, la incomprensión de la humanidad de los americanos; por otra, la determinación de reconocer a todos los habitantes del Nuevo Mundo, ejemplificándolo con los indígenas como hombres sin más. Durante la época ilustrada, establecer argumentaciones contundentes por parte de nuestros pensadores, fue posible en virtud de la conjunción de planteamientos de la filosofía escolástica con la filosofía de la Ilustración. De la primera, recuperaron la tesis de la dignidad e idénticas disposiciones corporales e intelectuales de los seres humanos, así como su derecho a la justicia social. De la segunda, destacaron los planteamientos que dieron sustancia a los derechos humanos como la igualdad; la capacidad racional, semejante en todas las personas; la importancia de la educación como medio de perfeccionamiento humano y el aprovechamiento de las cualidades del medio natural para el desarrollo armónico de las personas; el autoconocimiento de las potencialidades físicas e intelectuales como base para otorgar sentido a la vida, conduciéndose conforme a la razón. Tales planteamientos desembocaron en la irrefutable demostración de que los americanos participan de las cualidades sublimes de todos los seres humanos, de sus virtudes y también de sus vicios. Entonces, para principios del siglo XIX sólo una situación resultaba limitativa para hacer realidad el humanismo liberador, sistematizado por los ilustrados de las colonias iberoamericanas: la dominación padecida por parte de españoles y portugueses europeos, causa real de su postración. La hegemonía ibérica inició con la conquista, pero sus efectos persistieron tres siglos después. La comprensión de la dependencia colonial advino como consecuencia del esclarecimiento de la identidad de los americanos; para culminarla sembraron la semilla de la lucha por la libertad, por ello los intelectuales criollos, promotores de la renovación cultural, alumbraron la génesis del humanismo latinoamericano y, mediante su codificación, las inquietudes para romper con la dependencia europea. De este modo, contribuyeron a fundamentar las ideas y las luchas independentistas que acontecerían a partir del ocaso de la primera década del siglo XIX al propugnar no sólo el reconocimiento a la igualdad humana, sino la libertad y la soberanía popular, como lo llevaron a la praxis Francisco Primo de Verdad, Francisco de Azcárate, Jacobo de Villaurrutia, Melchor de Talamantes, en el virreinato de Nueva España; Antonio Nariño con la traducción, impresión y difusión de los Derechos del hombre y el ciudadano (Nariño,1982: 7-11), y Camilo Torres con su florida argumentación sobre el pensamiento criollo, en el virreinato de Nueva Granada; Miguel Calixto del Corro, Cornelio de Saavedra, Juan José Castelli, Juan José Paso y Gregorio Funes, en el virreinato del Río de la Plata. El inicio de las luchas por la independencia de los países latinoamericanos tuvo, como antecedente sine qua non, la necesaria comprensión acerca de la superación de la concepción colonial de los habitantes de América, al forjar las bases del humanismo libertario. Además, la irrupción de las luchas independentistas mostró el triunfo de los principios de la Ilustración como la racionalidad de la igualdad de los americanos con sus semejantes del Viejo Mundo.

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