Story Transcript
1er. Premio. DIEGO MIGUEL NÚÑEZ VAYA Título: “Mapas”
Ricardo cerró la cancela, dejó a su perro atado a una estaca, cogió su equipo de trabajo, cruzó entre la maquinaria obsoleta y herrumbrosa, y se internó por los túneles de la mina. Estaba convencido de que tarde o temprano encontraría aquello que buscaba. Llevaba años buscándolo. Él continuaba el anhelo de su abuelo y de su padre, que se pasaron años recorriendo los intersticios de ese sitio, trazando mapas que más tarde heredaría y sin los cuales no era difícil que cualquiera se quedase atrapado para siempre en esa maraña de grutas y grietas. Cada domingo por la mañana, mientras los demás iban a misa, pasaban el día en familia o simplemente salían a pasear, él se adentraba en la mina, más cegado por un sueño que venía de antiguo que por la oscuridad del lugar. Fue su abuelo Celestino Nuba quien la había comprado, aprovechando que la Revolución de 1868 había traído consigo la desamortización de las minas, hasta entonces en manos del estado. Después de numerosos trámites y algún soborno, el gobernador civil le concedió la propiedad de la mina con carácter perpetuo y hereditario. Además, no era imprescindible que la estuviese explotando para mantener su concesión: si por cualquier motivo decidiera cerrarla, sólo debía pagar un canon para que siguiese siendo suya. Él y Glenda, su mujer, vivían de las cuantiosas rentas que le dejaban unas tierras aportadas al matrimonio por ella, de manera que se trataba de una inversión un tanto caprichosa, acaso influida por todo lo que contaban sobre ese sitio y también porque la mayoría de las minas de la región las estaban adquiriendo compañías inglesas y francesas. El día que le notificaron oficialmente la propiedad de la mina, en mayo de 1910, le dijo a Glenda: “Vienen de fuera para quedarse con nuestra tierra. Algo tendré que hacer, ¿no?”. Antes de que su padre lo intentase, Ricardo sabía que su abuelo había contratado a unos hombres duros para realizar el trabajo, con bastantes años de experiencia como mineros. Compró herramientas, lámparas, explosivos, así como la maquinaria más moderna, y contrató a técnicos extranjeros de prestigio. Trajo burros que tenía en sus tierras para transportar el mineral. Pero después de un tiempo apenas se extraía nada de valor. Al menos no lo que él ansiaba. Y la fortaleza de aquellos hombres era diezmada a razón de dos o tres cada mes, lo que hizo que la mina fuese conocida entre las gentes de la región con el sobrenombre de “La boca del infierno”. Llegó un momento en que los que quedaban se negaron a seguir bajando. Uno de ellos, el más veterano, y los técnicos le expusieron a Celestino que era demasiado peligroso continuar excavando, ya que cuanto más se avanzaba hacia el interior más riesgos de desprendimiento había, y no estaban dispuestos a que nadie más perdiera allí la vida. Aunque él trató de convencerlos ofreciéndoles una parte considerable de los futuros beneficios, los mineros se marcharon para buscar trabajo en las explotaciones de los ingleses. Por su parte, los técnicos regresaron a su patria con los bolsillos llenos. Como su patrimonio se había resentido tras la inversión inicial y no quería poner en riesgo su forma de vida, abandonó la idea de contratar a nuevos trabajadores. En realidad, la fama de la mina ya había tomado esa decisión por él. Celestino no se resignó. Animado por aquella historia que había oído desde su infancia, prosiguió el trabajo en solitario mientras el cansancio, el desengaño y la obsesión horadaban su salud. Cuanto más descendía más se fijaba esa idea en su mente, hasta el punto de no dejar espacio para ningún otro pensamiento. El último año que estuvo en la mina enloqueció. Se pasaba días enteros sin pisar su casa, y cuando regresaba, sucio y lleno de heridas, deliraba. No quería saber nada de su familia ni de sus bienes. La mina era lo único por lo que mostraba interés. Se cambiaba de ropa sólo cuando se le rompía, y había dejado de lavarse y de afeitarse. Hablaba de que le faltaba muy poco para encontrarlo, de una corriente de aire frío que le marcaba la dirección en los huesos, de alguien o algo que vislumbraba con mayor claridad conforme iba profundizando y que llamaba “la sombra gris”. A menudo temblaba y tenía fortísimos dolores de
cabeza. Comía y dormía cada vez menos. No se despegaba ni un instante del pico que usaba para abrir la tierra y que, según decía, le confería todo su vigor. Sus amigos, sus propios trabajadores y las gentes de los campos más cercanos, aunque lo viesen desde lejos, comparaban inmediatamente al hombre que antes había sido con aquel gigante de barba erizada, mirada perdida y que llevaba un pico en el hombro. A unos cuantos les inspiraba compasión; la mayoría sentía miedo. Todos se preguntaban qué le había sucedido. Cuando sus tres hijos lo visitaban Celestino siempre los recibía de la misma manera: “¡Sois una vergüenza! ¡Todos sois una vergüenza para mí! ¡Ni tenéis valor para buscarlo ni entendéis nada! ¿Y vosotros sois el futuro? ¡Qué futuro! ¡No sois mis hijos! ¡Ninguno! ¡Me dais vergüenza! ¡Pudríos aquí, encerrados en la oscuridad!”. Nadie podía llevarle la contraria o intentar que entrase en razón, porque entonces estallaba en un ataque de ira y había que dejarlo solo: corría, bufaba, maldecía, lo rompía todo a su paso. En cuanto el ataque cesaba, permanecía durante horas sentado en silencio, completamente ausente, tiritando y con las manos en el pecho. Era como si en un momento de vaga lucidez su cuerpo estuviese sobre la silla y su alma hubiese huido a la mina, indignada por su comportamiento. Esas reacciones se volvieron más frecuentes. A finales de 1918 Glenda reunió en su casa a sus hijos un domingo después de misa y les dijo: “¿Qué puedo esperar? ¿Cómo voy a seguir viviendo de esta forma? Para vosotros es muy fácil decirme qué debo hacer, porque apenas pisáis esta casa. Pero la que está aquí soy yo, encerrada con esta desdicha, todo el día pensando y sin saber qué hacer. Y estoy a punto de estallar. ¿Es que no os dais cuenta? ¿Cómo es posible que no podáis poneros en mi situación? Ojalá me muriese ahora mismo para que no pueda ver las desgracias que me han de sobrevivir”. Estaba muy demacrada y envejecida. Llena de desesperación y con las manos entrelazadas como si estuviese rezando, les suplicó ayuda –porque quien se consume por una necesidad verdadera no pide, suplica–. Que hicieran algo, lo que fuese, para solucionar una situación que era incapaz de soportar por más tiempo: si estaba en casa, Glenda temía la violencia de su locura; si no estaba, se preocupaba por su salud y se sentía culpable porque a causa del miedo lo había dejado solo. Saturnino, el menor de los hermanos, fue el único que se enfrentó a su padre. Los otros dos habían llegado a la conclusión de que lo más sensato era comunicarle el asunto a la Guardia Civil, donde tenían a un conocido, un sargento que les facilitaría la detención de su padre de un día para otro. Luego lo ingresarían en un sanatorio hasta que se curase o… Glenda los cortó dando un grito. Se negaba a que unos pocos guardias civiles vinieran a arrestarlo como a un ladrón o a un asesino. Celestino no era un cualquiera. No podía aparecer en el pueblo esposado y rodeado de uniformes. De ninguna manera. Y la idea de encerrar a su marido con una caterva de locos la aterrorizaba. Empeoraría, estaba segura, porque su tenacidad, ahora multiplicada por su desequilibrio, haría que entre tantos delirios él aullase más alto el suyo. Además, qué iba a pensar la gente si se enteraba de su reclusión. La familia quedaría marcada y el apellido Nuba sería pisado cada vez que alguien contase la historia. Bastante hablaban ya como para seguir alimentándolos. Los rumores corrían como lagartijas por los muros de una casa abandonada. Aunque todavía estaban a tiempo de callar bocas; al menos eso se decía a sí misma Glenda. Ellos repetían que les preocupaba mucho su padre, y que su propuesta era lo mejor para él, para ella, para todos. “Es lo mejor para vosotros. Y también lo más fácil”, pensó Saturnino. Veía que sus hermanos seguían en sus trece, obstinados en no buscar una solución más allá de sus palabras; los veía refugiarse en el mismo discurso una y otra vez para quitarse de encima cuanto antes la incomodidad que les producía el dolor de su propia madre, acaso también dominados por la cobardía. Esperó en silencio a que todos se marchasen para contarle a Glenda algo que se le había ocurrido. Después de discutir el asunto, esta le entregó unos grilletes de acero y un candil, y al anochecer se dirigió a la mina.
Hacía una semana que Celestino no volvía. Mientras Saturnino atravesaba los campos solitarios bajo un frío que parecía saltar las costuras de su abrigo y lo agarrotaba, la situación comenzó a atormentarlo. En el mismo ser odiaba al gigante perturbado que le estaba haciendo daño a su madre y amaba al padre que lo había cuidado siempre y que tantas cosas le había enseñado. Poco a poco fue convenciéndose de que él venía a hacer algo justo, como un buen juez no debe buscar la venganza, sino el castigo que trae la justicia. Al distinguir la figura de su padre recostado contra la pared de la entrada de la mina, aflojó el paso y procuró saber dónde pisaba para hacer el menor ruido posible. A su alrededor se acumulaban piedras de distintos tamaños que en la oscuridad se asemejaban a hombres y animales tumbados, dormidos o muertos. Se paró, contuvo la respiración y apretó los dientes. Acostumbraba a apretarlos cuando estaba muy nervioso. Toda la tranquilidad que traía había saltado por los aires: a pesar de que no se movía, no estaba seguro de que su padre estuviese durmiendo. Decidió esperar algún movimiento o indicio que lo sacase de duda, pero al recordar el sufrimiento de su madre se sintió apremiado y pensó: “O está dormido o muerto, o tal vez me está esperando. Tengo que saberlo. Tengo que terminar con esto de una vez”. Y cuando ya se disponía a averiguarlo, escuchó aliviado un ronquido. Se acercó con cuidado de no despertarlo, amortiguando la luz del candil con la mano. Apenas a un metro se detuvo sin saber qué hacer. Lo encontró más desaliñado que nunca: tenía la piel cubierta por manchas oscuras, costras y arañazos, la vestimenta se reducía a un pantalón raído y sujeto por una cuerda, y los cabellos y la barba se retorcían como serpientes. “¿Cómo ha podido ocurrir esto sin que me diese cuenta antes? ¿Tan ciego he estado todo este tiempo?”, se reprochó. La imagen lo había dejado petrificado. Por un momento tuvo incluso la desagradable certeza de que no le latía el corazón. Sólo reaccionó al fijarse en el pico, que sostenía su padre entre las piernas. Lentamente Saturnino se agachó, cubrió el candil con su abrigo, lo colocó en el suelo, y se dispuso a quitarle el arma. Si intentaba ponerle los grilletes y no lo hacía con la suficiente rapidez, Celestino se despertaría bruscamente y podría no reconocerlo y atacarlo con la herramienta. También cabía la posibilidad de que lo atacase aun habiéndolo reconocido. La enajenación lo hacía imprevisible. Y entonces no tuvo más tiempo para pensar. Un viento helado movió el abrigo, solo un poco, pero lo justo como para que el resplandor del candil iluminase dos ojos azules invadidos por la ira, como si viese en su hijo aquello que la hubiera encendido. Celestino apagó la luz de un manotazo, se incorporó de un salto y empuñó el pico con gesto amenazador. Saturnino dio un paso atrás, tropezó con una piedra, y se tambaleó hasta caer de boca. Un chasquido ascendió por el lado derecho de su mandíbula, convirtiéndose en un zumbido muy agudo que lo dejó sordo y aturdido unos instantes. Mientras se recuperaba del golpe, una voz, como caída del cielo, se precipitó hacia él: “¡Nunca pensé que te atrevieses a salir! Tantos días ahí abajo, riéndote de mí, y al fin te tengo frente a frente, bicho inmundo. Ahora soy yo quien manda. Prepárate. Prepárate porque voy a acabar contigo”. Cuando Saturnino se disponía a identificarse, el pico pasó junto a su cabeza. Mientras trataba de levantarse, palpó un trozo de metal, curvo y afilado como una hoz. Tal vez era lo único con lo que podría defenderse. Lo cogió y a continuación dijo: “Padre, soy yo, escúcheme…”. Pero los propios gritos de Celestino, fuera de sí, le impedían oír a su hijo. “¡No huirás, como haces abajo, sombra gris! ¡No sé qué he hecho para que hayas subido, pero no voy a dejar que te escapes!”. Y lanzó el pico con una fuerza descomunal, rozando el vientre de su hijo. “¡Sé que no quieres que lo encuentre! ¡Lo escondes, lo cambias de sitio! ¡Ya no tienes escapatoria! ¡No te burlarás más de mí! ¡Muere!”. En una tercera embestida el arma se quedó clavada en un eslabón de los grilletes. Saturnino aprovechó ese momento para golpear el pico con el trozo de metal. La madera del pico se partió, y Celestino hincó las rodillas en la tierra. De pronto se había vuelto un ser decrépito y frágil: ni siquiera se movió mientras su hijo le ponía los grilletes. Sin dejar de vigilarlo, Saturnino buscó el candil en la oscuridad. El anciano estaba sollozando. A través de su barba se abrían paso, confundiéndose, lágrimas e hilos de saliva. “Padre, es por su bien. No he venido a hacerle daño. Usted sabe que lo quiero. Ahora nos iremos a casa, ¿de acuerdo? Madre lo está esperando”. No se fiaba. Le costaba creer que tanta violencia hubiese desaparecido con esa rapidez. Pero cuando encendió la luz tuvo
la certeza de que era así. El fragmento roto del pico estaba a medio hundir en un charco. Celestino soltó con facilidad el trozo de madera que aún agarraba. Y al iluminar a su padre, Saturnino se entristeció y sintió una inmensa compasión: aquel gigante no era más que un anciano que gemía y temblaba, tan débil que ya no podía ni mantenerse de rodillas, mirando sus manos, llenas de sangre como si el pico alguna vez hubiese sido parte de su cuerpo. Celestino pasó lo poco que le quedó de vida encerrado por voluntad propia en un cuarto a oscuras. Su mente había perdido casi por completo el contacto con la realidad. De su etapa en la mina perduraban únicamente los temblores que le sacudían todo el cuerpo y los dolores de cabeza. Por muchos esfuerzos que hizo Glenda, se negaba a tomar cualquier cosa que no fuese agua. Sólo habló en dos ocasiones. La primera fue para pedir que lo llevasen a la casa que tenía en la ciudad. Nada más llegar, le dio un beso a su mujer, entró en una habitación, bajó la persiana, cerró la puerta y se tumbó en el suelo. Allí pasaba las horas sonriendo mientras se frotaba en la cara con un trozo de tela enrollado que escondía en cuanto notaba que lo estaban espiando, y que tras su muerte no se encontró en el cuarto. La segunda vez que habló fue para que su hijo menor le hiciese una promesa. Así Saturnino tomó el relevo, convirtiendo aquella búsqueda en algo más que una herencia, destinada a un miembro de su familia por generación: era como si la mina fuese una amante muy celosa que admitiese a un solo Nuba con el que compartir ese lecho bajo la tierra. A pesar de la locura de su padre, él creía que algo de cierto tenía la historia que tantas veces había oído. Y estaba dispuesto a encontrarlo. Sin embargo, no se obsesionó como lo había hecho su padre o como lo haría en el futuro su hijo. La incapacidad de Celestino determinó que sus hijos heredaran antes de su fallecimiento. Glenda, que podía vivir sin ahogos con el dinero que había producido su patrimonio, dispuso que a cada uno le correspondiese la misma extensión de terreno. No les guardaba rencor. Imposible. Cómo hacerlo, si al nacer solo habían conseguido cortar el cordón umbilical, un trozo de carne, pero no ese otro, invisible, por el que continuaba nutriéndolos y amándolos incondicionalmente. Al fin y al cabo, le parecía más natural que los padres ayudasen a sus hijos, y no al contrario, porque había menos esfuerzo en descender por el río de la sangre que en remontarlo. Sin embargo, en su fuero interior no podía evitar sentirse agradecida con Saturnino. Este obtuvo las mejores tierras de cultivo y ganado, bastante mermadas en comparación con las que su madre había contribuido al matrimonio, junto con otras que Glenda había heredado de su familia. Desde ese momento su objetivo fue recobrar el patrimonio perdido de los Nuba. Le fueron de gran ayuda los años que había trabajado de relojero en la ciudad, donde había aprendido a ser metódico y paciente, y también la intuición de su mujer. Encarnación estaba extremadamente delgada y tenía unos largos cabellos ondulados que le llegaban hasta la cintura. Cuando visitaban un campo que se vendía, después de andar un rato descalza sobre la tierra, pronosticaba si sería fértil y les reportaría beneficios o no, y nunca se equivocaba. Su presencia solía sorprender a los vendedores, acostumbrados a que aquello fuera cosa exclusiva de hombres. A algunos incluso se les adivinaba en el rostro el desagrado que les causaba que una mujer tuviese la última palabra; otros se reían a las espaldas de Saturnino y decían que no era él quien llevaba los pantalones en casa. Pero el tiempo le había dado la razón en afirmaciones como “Este sembradío nos costará dinero y disgustos” o “Aquí faltarán manos para recoger”. A mediados de la década de los 20 el patrimonio de Saturnino y Encarnación rozaba al que había llegado a poseer su padre antes de comprar la mina. Habían tenido cinco hijos: Ricardo, Marino, Pedro, Gabriela y Luciano. El primero fue quien heredó la mina. Bajó por primera vez a los siete años, pocos meses antes de que su abuelo se volviese loco, y desde entonces Ricardo estableció una especie de empatía con ese sitio. Ninguno de sus hermanos se atrevió a entrar. A diferencia de ellos, que siempre mostrarían su inquietud por ese lugar, él se encontraba cómodo allí abajo. Le gustaba sentir en sus manos el tacto irregular y afilado de las piedras. Ese día,
mientras seguía a su abuelo por el túnel principal, una leyenda perforó su memoria hasta convertirse en una obsesión con el transcurso de los años, aunque no llegó a tener la misma virulencia que había devorado lentamente a Celestino, saltándose una generación. Ricardo no se limitaba a recorrer las galerías que figuraban en el mapa, sino que con el pico y la pala, alumbrado por la mortecina luz de una vieja lámpara de aceite, abría nuevos caminos que luego trasladaba al papel. A la vista de cualquiera ese papel no era más que una maraña de líneas de distintos grosores, anotaciones ilegibles que a veces se confundían con las propias líneas –si es que las líneas y las letras no eran la misma cosa–, y borrones desperdigados como las islas en un mapa de Oceanía. Solo se veían con claridad unas pocas cruces, pequeñas y bien marcadas. Pero si alguien tenía un poco de paciencia y de imaginación, descubriría que debajo del deterioro y de la confusión del trazado y de la caligrafía, había un inmenso trabajo geográfico y geológico que informaba de la medida y del recorrido exactos de las galerías, así como de los distintos tipos de materiales que se habían hallado en la mina. Entonces las cruces cobraban sentido. El único sentido que tenía todo aquello para Ricardo, quien en ciertas ocasiones lo había encontrado. Era poco, pero bastaba para avivar la esperanza durante algún tiempo más. Y mientras contemplaba extasiado ese metal impuro, rodeado de tinieblas, solo, absolutamente solo, se preguntaba por qué se acercaban tanto las riquezas a las sombras.