3. LA LEY CONCURSAL Y SU APLICACIÓN. PLANTEAMIENTO GENERAL

LA LEY CONCURSAL Y SU APLICACIÓN. PLANTEAMIENTO GENERAL 3. LA LEY CONCURSAL Y SU APLICACIÓN. PLANTEAMIENTO GENERAL Ignacio Sancho Gargallo Presidente

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LA LEY CONCURSAL Y SU APLICACIÓN. PLANTEAMIENTO GENERAL

3. LA LEY CONCURSAL Y SU APLICACIÓN. PLANTEAMIENTO GENERAL Ignacio Sancho Gargallo Presidente de la sección 15ª de la Audiencia Provincial de Barcelona

I. QUÉ HA SUPUESTO LA LEY CONCURSAL Han transcurrido seis años desde la promulgación de la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal, y cinco desde su entrada en vigor, el 1 de septiembre de 2004. Este tiempo nos aporta una perspectiva suficiente para hacer una valoración de lo que ha supuesto y reflexionar sobre la necesidad y/o conveniencia de su reforma. No es necesario recordar que la situación anterior era caótica. Las normas legales, además de preceptuar diferentes procedimientos dependiendo de la condición del deudor (comerciante o no) y de la solución concursal que se pretendía conseguir, lo que generaba absurdas disputas sobre la adecuación del procedimiento que redundaban en dilaciones inútiles, era muy dispersa y anticuada, pues contemplaba una realidad económica y social muy antigua (del siglo XIX o principios del XX). Esta maraña normativa dificultaba su conocimiento, prácticamente reducido a unos cuantos prácticos que lo hacían valer en la mayoría de los casos con fines un tanto espureos y a unos pocos académicos. Por su parte, los tribunales que debían aplicarla, por carecer de la necesaria especialidad y, en la mayoría de los casos, de conocimiento sobre la materia, prestaban poca atención a los procedimientos concursales y, lo que es peor, con excesiva frecuencia se abandonaban al «buen hacer» de los interventores, depositarios administradores y comisarios que nombraban. La conclusión era que, salvo algunas suspensiones de pagos, en la mayoría de los casos el procedimiento concursal acababa siendo engorroso e inútil. Generaba trabajo sin que el mismo se viera justificado por alguna ventaja o beneficio relacionado con lo que debiera ser la finalidad de un procedimiento concursal. Visto

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desde la perspectiva actual, asombra comprobar que hubieran pasado tanto tiempo y, lo que es más grave, tantas crisis empresariales con aquellos instrumentos jurídicos. Podría parecer que ante semejante contexto, cualquier reforma sería exitosa y no es así, pues aunque las normas procesales y sustantivas técnicamente fueran muy buenas, si no se acababa con la inercia que la vieja normativa había creado, la reforma no alcanzaría el resultado perseguido. Y es precisamente en este punto, en el que hay que reconocerle a la Ley Concursal un gran mérito. Esta Ley, como lo había sido antes la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000, puede ser criticada por razones técnicas, pero sin duda tiene la virtud de haber cambiado la situación y haber favorecido la implantación de una nueva «cultura concursal» en quienes deben operar con ella. La Ley de Enjuiciamiento Civil introdujo disposiciones que hicieron efectiva la inmediación judicial y la oralidad, tanto en la audiencia previa como en la vista del juicio, lo que supuso un cambio radical en el proceso, y lo que es más importante, en el trabajo de los jueces y de los letrados que intervienen. El resultado es que nadie, por no decir muy pocos, añoran ahora la situación anterior, y con frecuencia nos preguntamos cómo éramos capaces de juzgar de aquella forma. Del mismo modo, la Ley Concursal ha sabido introducir medidas necesarias que han contribuido a cambiar la inercia anterior. De una parte, el principio de unidad legal ha favorecido el conocimiento y la aplicación de la Ley, y esperemos que el legislador sea fiel al mismo y no se aparte de este desideratum. De otra, el establecimiento de un único procedimiento también ha contribuido ha evitar estériles disputas sobre la adecuación del procedimiento escogido. El procedimiento ideado por la Ley Concursal tiene la virtud de admitir, después de una fase común, que se pueda optar por cualquiera de las dos soluciones concursales clásicas: el convenio o la liquidación. El mérito de la Ley se encuentra en haber ordenado el procedimiento bajo una lógica bastante certera, en la mayoría de los casos. Cómo veremos, la aplicación práctica de la Ley ha puesto en evidencia muchas disfunciones y defectos técnicos, en algunos casos previsibles pero en otros no, sin embargo lo importante es que la secuencia procedimental es clara y lógica. El legislador, para romper con la situación anterior y dotar de mayor seguridad jurídica al concurso, ha optado por un mayor intervencionismo judicial, junto con la participación de la administración concursal que, si bien desde la perspectiva de su designación aparece como órgano colaborador del juzgado, en muchos casos adopta la posición de parte independiente, en representación de los intereses de la masa (por ejemplo en los incidentes concursales de impugnación de la lista de acreedores, de reintegración, de separación, de calificación…).

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Realmente, dejando a un lado la mayor o menor bondad técnica de la ley, el cambio (las nuevas prácticas) exigía una implicación seria de los jueces, que gozan en la actualidad de un protagonismo singular. La especialización mercantil ha supuesto, sin duda, uno de los mayores aciertos de la reforma concursal, pues ha acabado con la dispersión que era uno de las causas del desapego judicial por el derecho concursal. De las quiebras y las suspensiones de pagos podían conocer todos los jueces de primera instancia, quienes debían compatibilizar la tramitación de estos procedimientos con otros muy dispares como son los de familia, derecho de sucesiones, derecho civil patrimonial, e incluso, en algunos casos, con el registro civil y la instrucción penal. La especialización ha concentrado el conocimiento del concurso de acreedores y de otros asuntos mercantiles, en unos pocos jueces que por su esmerada preparación y encomiable dedicación han devenido en buenos conocedores del derecho aplicable y, lo que es más importante, expertos aplicadores. Desde el observatorio que supone un tribunal de apelación que revisa algunas de sus resoluciones, asombra constatar el grado de conocimiento de causa con que juzgan, sobre todo si se tiene en cuenta la abrumadora carga de trabajo que soportan, y la prudencia y tino con que lo hacen, muy ligada a «los intereses del concurso». Si por algo pueden pecar, algunos de ellos, es por implicarse demasiado. La mayor implicación del juez del concurso en su tramitación y buena marcha ha contribuido a la renovación de los profesionales que hasta entonces intervenían en los procedimientos concursales. Esta actividad ha dejado de estar reservada a unos pocos y se ha abierto a muchos, que comenzando desde cero han llegado a alcanzar un conocimiento práctico muy notable. La ley se ha esforzado en delimitar con bastante precisión la actividad de la administración concursal, más en relación con la marcha del procedimiento, que respecto del ejercicio de las facultades patrimoniales sustraídas o intervenidas al concursado. A ordenar su actividad, junto a la más atenta mirada del juez, ha contribuido un claro régimen de responsabilidad, que facilita reaccionar frente a posibles abusos en el ejercicio del cargo. Lo anterior no deja de ser un análisis o visión general, que presta más atención a los contornos gruesos que a los detalles, pero no es ajeno a otras dos reflexiones: una, si conviene que en el futuro el procedimiento siga tan tutelado por el juez; y dos, si cabría exigir una mayor preparación e implicación a los administradores concursales en relación con la solución empresarial que en cada caso debería darse a la insolvencia del deudor concursado. A este cambio de «cultura concursal» ha contribuido decisivamente el interés prestado por la doctrina, que no acabó en los numerosos comentarios publicados al comienzo,

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sino que ha continuado con muchas monografías y artículos publicados después, y con la coexistencia de dos revistas especializadas. La lectura y los innumerables cursos, congresos, jornadas… sobre el concurso de acreedores han contribuido a elevar el nivel de conocimiento práctico y crítico de la materia.

II. DEFICIENCIAS DEL SISTEMA Pero un juicio favorable sobre lo que ha supuesto la aplicación de la Ley Concursal no debe ocultar la realidad, que dista todavía mucho de conformarse a lo que debería ser por diversos motivos: en primer lugar, porque la nueva «cultura concursal» no ha llegado a quien realmente debería llegar, a los empresarios, para adelantar el momento en que se solicita el concurso y evitar así que en la práctica, en la mayor parte de los casos, el deudor llegue no sólo en estado de insolvencia sino también en una situación irreversible («muerto»), al carecer de bienes y haber cesado en su actividad; en segundo lugar, porque el instrumento ideado por la Ley Concursal, tal y como está configurado, presenta deficiencias, que con frecuencia lo hacen inidóneo para alcanzar la finalidad perseguida, a la par que excesivamente caro; y, en tercer lugar, porque, pese al esfuerzo de los jueces y los administradores concursales, la enorme carga de trabajo que pende sobre los juzgados mercantiles provoca la excesiva dilación de los procedimientos. Aunque podríamos examinar de forma individualizada cada uno de estos problemas, en la medida en que se retroalimentan, interesa analizarlos conjuntamente. Es cierto que perdura la inercia de, en la mayoría de los casos, eludir la presentación del concurso hasta que ya no exista más remedio que cerrar y liquidar, y para entonces apenas existen bienes o derechos de contenido patrimonial. Lo que en su vertiente más patológica da lugar a los denominados «concursos sin masa», que, además de convertir el concurso en un procedimiento de enterramiento de empresas, en cuanto que se busca el certificado de defunción de la sociedad como único medio para alcanzar la inscripción registral, y hacerla así desaparecer de la vida, también entorpecen el propio procedimiento, al no haber dinero con que pagar los mínimos gastos que genera. Pero el problema no se reduce a una concienciación del empresariado acerca de las bondades del concurso, a los efectos de hacer frente a tiempo a la crisis económica por la que pasa su empresa y solicitar el concurso voluntario, cuando todavía cabe una reestructuración de la empresa dentro del concurso. El problema es más profundo y afecta a

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la consideración de si realmente lo que ofrecemos –el concurso de acreedores–, tal y como, con gran esfuerzo por su parte, los jueces mercantiles están tratando de aplicar, es realmente el remedio más idóneo para reestructurar la empresa u ordenar su liquidación. El concurso de acreedores, como procedimiento único, tal y como está configurado, presenta grandes bondades, en cuanto que aporta mucha seguridad jurídica y está configurado por trámites aparentemente claros y sencillos (conformar las masas activa y pasiva, para luego pasar a la fase de convenio o de liquidación, según se opte por una u otra solución concursal). Pero la seguridad jurídica, aun siendo muy necesaria, no es suficiente, pues el procedimiento concursal también debe ser eficiente. En la práctica, debe buscarse la eficiencia, dentro de un marco que garantice un mínimo de seguridad jurídica. Y el concurso de acreedores no siempre se ha mostrado eficiente, es más, es poco eficiente. Dejando a un lado el llamativo éxito que ha tenido con los clubes de fútbol y con algunas promotoras inmobiliarias, para los que la dinámica cansina del procedimiento resulta incluso beneficiosa, en la mayoría de los casos se ha mostrado inoperante, pues la vida empresarial casa muy mal con el concurso, por múltiples motivos. La empresa necesita que las preceptivas intervenciones sean ágiles, no se alarguen excesivamente en el tiempo, ni resulten muy gravosas y, en la medida de lo posible, no dañen su imagen en el mercado, donde debe seguir operando. El concurso de acreedores tarda mucho tiempo no solo en tramitarse, sino incluso en declararse (en puridad, como ocurre en nuestro entorno europeo, debería declararse inmediatamente y, ordinariamente, se alarga no unos días, sino más de una semana, cuando no alcanza incluso el mes). La seguridad jurídica que le otorga la supervisión judicial lo ha convertido en un procedimiento rígido, y además en muchos casos acaba siendo, sin que sean muy conscientes sus protagonistas, un fin en si mismo, y una fuente de gastos (créditos contra la masa) que una empresa en crisis no puede soportar. Como primera medida, deberíamos aspirar a que se cumplieran los plazos legales y que para ello aumente la planta de jueces mercantiles, los juzgados estén dotados de personal bien preparado y, en cualquier caso, se simplifique al máximo el papeleo a través de comunicaciones telemáticas. Al mismo tiempo, dentro del marco legal, deberíamos trasladar del juzgado a las oficinas de la administración concursal las comunicaciones de los créditos y en general aquellas que tengan por destino una actuación de la administración concursal. Al mismo tiempo, cabría pensar en simplificar el trámite de reconocimiento y clasificación de créditos, al modo como se regulaba para la suspensión de pagos (conforme al art. 8 LSP, convocada la junta, 8 días antes de su celebración, los interventores debían presentar al Juez la lista definitiva de acreedores, junto con las

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«impugnaciones o reclamaciones», que debían ser resueltas por el Juez sin admitir recurso alguno, y sin perjuicio de que los interesados pudieran hacer valer su derecho por el juicio ordinario correspondientes). La simplificación de trámites y su desjudicialización pueden redundar también en un abaratamiento del proceso, pues una gran parte de los créditos contra la masa lo representan los gastos judiciales de las partes, sobre todo del concursado, con ocasión de los múltiples incidentes concursales que se suscitan, y que además complican la tramitación. En cualquier caso, compensa mantener en la medida de lo posible la unidad de procedimiento, por lo menos, que la entrada en caso de insolvencia sea única y común, sin perjuicio de que junto a la tramitación ordinaria, de una fase común y otra de convenio o liquidación, pueda existir otra extraordinaria para los supuestos de inexistencia de activo, que eluda la necesidad de ejercitar actuaciones inútiles y, sin embargo, permita o habilite el ejercicio de las pertinentes acciones de responsabilidad frente al deudor o, caso de ser una sociedad, sus administradores, pero al margen del concurso. Esta tramitación extraordinaria, simplificaría los concursos de sociedades que ya han cesado en su actividad empresarial y no tienen activos, y permitiría al juzgado y a la administración concursal centrarse en aquellos que merecen la pena, por existir bienes y derechos de contenido patrimonial. La reforma operada por el RDL 3/2009 que, dicho sea de paso, ha tenido la virtud de introducir mejoras puntuales sin descuajeringar el concurso de acreedores ideado por la Ley Concursal, ha tratado entre otras cosas de paliar los problemas derivados de la dilación del procedimiento y de su excesivo coste económico. Ha modificado la regla para determinar cuándo procede la tramitación ordinaria y cuándo el procedimiento abreviado (al elevar el límite de la previsión del pasivo de 1.000.000 a 10.000.000 de euros), lo que ha provocado que la regla general pase a ser el abreviado, con la consiguiente reducción de los plazos y del coste derivado de la administración concursal, que pasa a estar formada por uno sólo. Hasta la reforma, el 43% de los concursos se tramitaban por el procedimiento ordinario, y el 57% por el abreviado, y, según se desprende los datos estadísticos del INE del segundo trimestre de 2009, el impacto de la reforma ha sido que el 16% de los concursos declarados sean ordinarios y el 84% abreviados (frente a 276 concursos ordinarios, se han declarado 1.451 abreviados). En términos generales la medida es correcta, aunque en la práctica planteará problemas, dependiendo de la preparación profesional del administrador concursal y de la necesi-

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dad de realizar actuaciones para las que no está capacitado, sin que en muchos casos pueda acudir al auxilio de otro profesional por la escasez de activo. También merece un juicio favorable la supresión de otros gastos, como son los derivados de la publicidad del concurso, que en la práctica resultaba excesiva, innecesaria y muchas veces contraproducente. Con la sana intención de abreviar la tramitación de los incidentes concursales, que hasta la reforma precisaban de la celebración de una vista oral y su señalamiento, por la saturación de algunos juzgados, se demoraba en el tiempo, el RDL 3/2009 ha suprimido esta vista oral. En principio, todo lo que sea flexibilizar el proceso me parece correcto, pues hay casos en que las alegaciones por escrito y la prueba documental hacen innecesaria la celebración de la vista, de tal forma que estoy de acuerdo en dejar a la discrecionalidad del juez del concurso la celebración de la vista. No obstante, me parece mejor alterar la regla actual, y que por defecto haya vista, de modo que lo excepcional sea su supresión, siempre que se cumplan los requisitos legales (básicamente, que no haya prueba que practicar en dicho acto). Junto a la unidad legal y de procedimiento, la Ley Concursal instauró el principio de unidad de tratamiento, de forma que el concurso de acreedores se aplica indistintamente al deudor civil y al comerciante, y con independencia de si es persona física o comerciante. A pesar de esta vocación universal, el concurso está ideado para comerciantes, profesionales y empresas, pero no para consumidores. Para estos últimos, el proceso resulta muy caro y no les reporta ningún beneficio, porque ordinariamente el número de sus acreedores es pequeño y la principal deuda suele estar garantizada con una hipoteca sobre la casa de su propiedad, sin que la declaración de concurso justifique la suspensión o paralización de la ejecución de la garantía real. En estas condiciones, se explica que el tanto por ciento de concursos de consumidores o, en general, de deudores civiles sea muy pequeño. Y así de los 9.190 concursos que, según se desprende de la acumulación de información del INE, se han declarado desde el 1 de septiembre de 2004 hasta el 30 de junio de 2009, el 88% lo son de empresas y el 12% de personas naturales no empresarios, aunque la tendencia en estos años ha ido al alza. A mi modo de ver las soluciones al actual sobreendeudamiento no tienen que ser concursales, como en algún caso se ha sugerido. La introducción de un incentivo a la solicitud de concurso, mediante la remisión de las deudas, previa realización de todos los bienes, aunque se hiciera bajo determinadas condiciones que evitaran el fraude, me parece desaconsejable por dos razones. La primera es de orden práctico: el efecto

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inmediato sería el incremento desproporcionado de concursos pues, a la vista de lo que ocurre en los países en que rige una norma similar, como poco los concursos de particulares duplicarían al resto, de forma que colapsarían el sistema judicial, ya se encomendara la tramitación de estos concursos a los juzgados mercantiles ya se hiciera a los juzgados de primera instancia. Y la segunda razón es que se introduce un cambio de paradigma en la responsabilidad del deudor peligroso, pues pasaríamos de la responsabilidad universal por las deudas del art. 1911 CC a una responsabilidad limitada hasta el montante de sus bienes actuales, que comportaría un cambio de mentalidad en el consumidor y ahondaría en la «irresponsabilidad», pues a la larga confiaría en que si todo va mal, siempre cabría imponer a sus acreedores una cesión en pago de todos sus bienes, y volver a empezar. Esta mentalidad contribuye a fomentar la causa de la situación que deseamos abordar (el sobreendeudamiento), cual es la falta de responsabilidad.

III. EL AMPARO JUDICIAL DEL DEUDOR QUE PRETENDE NEGOCIAR Si el concurso de acreedores tal y como está configurado debe ser el medio a través del cual se supere la crisis del deudor insolvente, dejando a un lado los casos de venta de empresa o de unidades productivas a través de la liquidación, la vía más adecuada parece ser la de la propuesta anticipada de convenio. En estos casos, la tramitación del concurso se simplifica enormemente, pues se reduce esencialmente a la fase común, ya que paralelamente a la misma se van recabando las adhesiones necesarias para alcanzar las mayorías exigidas por la Ley para la aprobación del convenio (arts. 124 y 125 LC). El Decreto Ley 3/2009 ha simplificado los requisitos negativos y positivos que hasta ahora impedían en muchos casos acceder a esta vía, reduciendo al mínimo las prohibiciones del art. 105 LC y mitigando la exigencia de las adhesiones que deben adjuntarse con la propuesta (se ha pasado de 1/5 al 10% del pasivo). Pero junto a ello, la reforma, en un ejercicio de realismo, ha prestado atención a otras causas que entorpecían el acceso a esta vía, como es la dificultad de preparar una propuesta y recabar las adhesiones necesarias en el escaso lapso de tiempo que el art. 5.1 LC concede al deudor para presentarse en concurso, y el riesgo de amenazas o coacciones de algunos acreedores de instar el concurso necesario, lo que podía frustrar la negociación que el deudor estaba realizando. Para superar estos problemas, el RDL 3/2009 reconoce al deudor que se encuentra en estado de insolvencia, y que ha empezado a negociar con sus acreedores una propuesta anticipada de convenio, un amparo

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judicial de tres meses, durante el cual no se admite ninguna solicitud de concurso necesario y se suspende el deber de instar el concurso del art. 5.1 LC. Esta línea de la reforma me parece acertada, al margen de que habría que flexibilizar más los requisitos para acceder a este amparo, para que pudieran acogerse a él también quienes no estuvieran en insolvencia actual y sí inminente, y de que debería admitirse también la posibilidad de llegar en este tiempo a un acuerdo de refinanciación con sus acreedores que removiera la insolvencia. Es una realidad que la mayoría de las situaciones de insolvencia de deudores comunes se han superado extraconcursalmente por medio de acuerdos de reestructuración, fundamentalmente de refinanciación, sobre todo cuando dependían de una sola entidad de crédito. Constituyen un remedio preconcursal, pues persiguen remover, evitar o prevenir la situación de insolvencia, antes de que el deudor se halle incurso en un procedimiento concursal. El RDL 3/2009, consciente de la conveniencia de fomentarlos, sobre todo cuando además de remover la insolvencia contribuyen decisivamente a la viabilidad de la actividad económica del deudor, ha optado por remover, en algunos casos, los obstáculos que pudieran impedir dichos acuerdos. Quienes consienten en refinanciar una deuda, ordinariamente concediendo un nuevo término y ampliando el crédito, como contrapartida exigen nuevas garantías. Pero la concesión de estas nuevas garantías puede verse amenazada por la rescisión concursal del art. 71 LC, si no se logra superar la situación de crisis y se declara el concurso de acreedores dentro de los dos años siguientes. El RD 3/2009 garantiza que estos acuerdos, siempre que cumplan determinados requisitos (sea otorgado por más de 3/5 del pasivo, vaya ligado a un plan de viabilidad, y se informe por un experto independiente de forma favorable la viabilidad de la actividad económica del deudor y la proporcionalidad de las garantías recabadas), no podrán ser objeto de rescisión concursal, quedando su ineficacia reservada a la justificación del fraude. Aunque una parte de la doctrina se empeña en habilitar un trámite para revisar judicialmente el cumplimiento de estos requisitos legales, y en concreto el juicio favorable que realiza el experto independiente, tal y como ha sido configurado por la Ley, se advierte claramente que la voluntad del legislador ha sido eludir dicho control, para que el refinanciador tengan la plena seguridad de que el acuerdo pactado en aquellas condiciones está blindado, y por lo tanto no corre riesgo el recobro de su crédito, por lo menos a costa de las garantías pactadas. Sin perjuicio de que este «beneficio» quedará reservado a determinados acuerdos de refinanciación, tal y como se regulan ahora en la disposición adicional 4ª, ello no debería impedir que el amparo judicial previsto en el art. 5.3 LC pudiera extenderse no sólo

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a la obtención de las adhesiones necesarias para una propuesta anticipada de convenio, sino también a la consecución de un acuerdo de refinanciación que remueva la insolvencia, cumpla o no los requisitos de la disposición adicional 4ª. Aunque si los cumple, además de eludir la declaración de concurso, se beneficiaria del blindaje frente a una hipotética futura acción rescisoria concursal, en caso de frustrase la viabilidad de la actividad económica del deudor y declararse el concurso dentro de los dos años siguientes. De este modo, se concedería al deudor común la posibilidad de negociar con sus acreedores dos formas de superar su crisis económica: o bien, mediante un acuerdo concursal que permite imponer quitas y esperas, dentro de los limites legales, y supeditado a la adhesión de la mayoría del pasivo ordinario, para lo cual, al término del plazo de amparo (3 meses) habría que presentar una propuesta anticipada con la documentación complementaria y obtener como mínimo las adhesiones del 10% del pasivo ordinario; o bien obteniendo de alguno(s) de sus acreedores una refinanciación que le permitiera salir de la situación de insolvencia, sin merma del resto de los créditos.

IV. DEFICIENCIAS ACTUALES EN LA APLICACIÓN DE LA LEY CONCURSAL Después del análisis anterior que pretendía llamar la atención sobre la necesidad de buscar formulas alternativas o preventivas del concurso de acreedores para superar la crisis económica del deudor común, dedicaré el último apartado a una valoración también general de cómo han funcionado las distintas fases del concurso de acreedores. La principal objeción a la declaración de concurso, tal y como está operando en la actualidad, es la excesiva demora en acordarse. Si en términos generales el sistema ideado dota de suficiente garantía para impedir abusos, debería ser interpretado y aplicado con mayor fluidez y agilidad. En un principio se abuso mucho del trámite de subsanación de defectos y en la actualidad la dilación viene determinada por el colapso de los juzgados mercantiles. A este respecto, más que reformar la Ley, lo que procede es dotar de medios al juzgado para que pueda examinar las solicitudes de concurso el mismo día que entran y proveerlas como muy tarde al día siguiente. Como la mayoría de los concursos que se instan son voluntarios (un 92% según los datos acumulados provenientes de la estadística del INE a 30 de junio de 2009), los defectos en la solicitud, siempre que no impidan advertir la concurrencia del presupuesto de la insolvencia, no deberían impedir la inmediata declaración de concurso, sin perjuicio de las consecuencias negativas que cara a la calificación pueda tener la insuficiencia de la documentación aportada.

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Convendría modificar la Ley para acoger la práctica judicial de admitir la declaración conjunta de los concursos voluntarios de sociedades del mismo grupo, e incluso de las sociedades y sus administradores y/o socios, siempre que respondan solidariamente de las mismas obligaciones (no sólo por previsión legal sino también convencional, por haber avalado la mayor parte de sus obligaciones crediticias). La simplificación y abaratamiento de la publicidad del auto de declaración de concurso y en general de las actuaciones concursales, llevada a cabo por el RDL 3/2009 merece un juicio favorable, pues ha solucionado algo uno de los problemas en la inicial aplicación de la Ley concursal: el excesivo coste de las actuaciones concursales y la imposibilidad de atender a los primeros gastos (de publicidad) cuando no existe masa activa. Hoy por hoy la fase común se alarga mucho en el tiempo, pues está expuesta a demasiados incidentes concursales que acaban por dilatar su tramitación. Pero el principal problema no es éste, sino que vuelve a serlo la imposibilidad práctica para cumplir los plazos legales, pues si estos se cumplieran, se satisfacerían con creces las necesidades de agilidad. Según los datos suministrados por el Anuario de 2008 del Colegio de Registradores, como mediana, la fase común dura 8,2 meses en el procedimiento ordinario y 10,5 meses en el procedimiento ordinario. En este sentido, no vendría mal una simplificación de los cauces de impugnación que, además, permitieran entrar antes en las fases de convenio o liquidación. En este sentido, la Ley peca de falta de realismo al prever por defecto la apertura de la fase de convenio, porque en la mayoría de los casos el concurso acaba en la liquidación, dándose la circunstancia de que, a falta de una petición inicial por el deudor de la apertura de la liquidación, el juez se ve obligado a abrir la fase de convenio, convocando incluso la junta, para constatar algo que de antemano ya sabe –que no habrá propuestas de convenio–, antes de poder abrir la fase de liquidación, con la consiguiente e inútil dilación temporal. Si de antemano se conoce que no existen posibilidades de alcanzar un convenio, debería existir la posibilidad de dejar constancia inmediata de ello y abrir la fase de liquidación, para cuanto antes proceder a la realización de los bienes del deudor. En la mayoría de los casos en que, necesariamente, se acaba liquidando el activo del deudor, constituye un hecho de experiencia que la excesiva dilación en acometer las operaciones de liquidación perjudica el valor del activo, cuando no genera un problema de conservación, sobre todo en los casos en que se produce el desahucio de las naves y oficinas donde se encuentran dichos bienes. Para paliar este problema, la reforma ha introducido la liquidación anticipada, sin que tengamos todavía suficiente experiencia

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para comprobar la eficacia de este remedio. En cualquier caso, debería admitirse una liquidación todavía más anticipada, durante la fase común, incluso en las primeras semanas de tomar posesión del cargo los administradores concursales, cuando se prevea claramente que esa será la solución concursal a que aboca el procedimiento y resulte necesario o incluso conveniente para obtener un precio superior por la realización de los bienes. Por lo demás, la liquidación tal y como ha sido ideada por la Ley Concursal se advierte correcta, pues es flexible y permite acogerse a la formula más adecuada en cada caso (transmisión de la empresa, o de alguna de sus unidades productivas, como una unidad, venta individualizada de los activos o por lotes…), siendo una pieza clave el plan de liquidación, cuya aprobación judicial, previa audiencia de los afectados, le dota de gran seguridad jurídica. Cuestión distinta es que en la práctica la liquidación se alargue en el tiempo por la dificultad de encontrar quién quiera comprar a buen precio (Según el anuario de 2008, la fase de liquidación dura 13 meses de mediana en el procedimiento abreviado y 10,5 meses en el procedimiento ordinario). Dejando a un lado la posibilidad de afinar más y pulir deficiencias técnicas, en términos generales la poda de privilegios generales y la creación de los créditos subordinados ha sido muy satisfactoria. Puestos a pulir, convendría acabar de una vez con los privilegios del crédito publico, así como con la excepción a la paralización de ejecuciones del art. 55.2 LC, pues no se justifican con el grado de conocimiento que el acreedor público tiene de la situación económica del deudor ni con la bondad de la igualdad de trato, para que los sacrificios que el concurso impone a los acreedores se extiendan de verdad a todos por igual (par condicio creditorum). Por lo que respecta a la subordinación, seria conveniente suprimir la de los acreedores especialmente relacionados con el deudor persona física, y en el caso del deudor persona jurídica que deje de operar automáticamente, para que en todo caso lo haga sobre aquellos que por su relación ejercían o podían ejercer una influencia decisiva sobre la marcha de la actividad económica de la entidad. Pero sin duda, lo que ha afectado más a la marcha del concurso y a la par condicio creditorum es la excesiva proliferación de créditos contra la masa, en un doble sentido. De una parte, porque se generan, como costes del procedimiento, muchos más de los necesarios. De otra, porque en relación con los generados por la continuidad de la actividad económica del deudor y sobre todo por los contratos pendientes de cumplimiento por ambas partes, las reglas legales sobre la vigencia de los contratos y su posible resolución (arts. 61-63 LC) son excesivamente simples e insuficientes, pues dan lugar a que

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en situaciones muy similares se dé un trato distinto a los acreedores del deudor: en un caso se les reconoce un crédito contra la masa y en otros, muy similares, se les somete al concurso. Ello ha dado lugar a una gran disparidad de criterios judiciales en relación con el tratamiento de contratos muy habituales en una empresa, como son los contratos de leasing y compraventa a plazos de bienes muebles, descuento, préstamo y apertura de crédito, permuta y compraventa de inmuebles futuros con precio aplazado, suministro de energía eléctrica… La reglas legales, basadas en si están pendientes de cumplimiento por una o por ambas partes, así como en la distinción entre contratos de tracto único y sucesivo, se han mostrado insuficientes y sería deseable un tratamiento más preciso, a la vista de la experiencia que empieza a ser suficientemente amplía como para analizar todas las consecuencias. Finalmente, la sección de calificación, que la Ley ha pretendido que sirviera no sólo para determinar la causa de la generación o agravación de la insolvencia, y sancionar en su caso los supuestos en que la calificación sea culpable (pudiendo individualizarse la responsabilidad de quienes actuaron por el deudor persona jurídica, a quienes se les puede imputar la conducta que merece dicha calificación culpable), sino también para cubrir total o parcialmente los créditos concursales insatisfechos con la liquidación a costa de los administradores o liquidadores, de derecho o de hecho, de la entidad, ha provocado una gran disparidad de criterios judiciales en su aplicación. Básicamente, se debe a la determinación del criterio de imputación de responsabilidad, pues para unos debe ir ligado a la generación o agravación de la insolvencia, mientras que para otros debe operar como una sanción consiguiente a la mera calificación culpable del concurso, sin perjuicio de cómo se modere la pena, para lo que se han arbitrado diversas soluciones que van desde quien de antemano califica la gravedad de las conductas que se tipifican en los arts. 164 y 165 LC, hasta quienes juzgan en cada caso sobre dicha gravedad. Esta disparidad de criterios judiciales, cada vez más identificada territorialmente, en un discurrir ordinario de las cosas debería acabar cuando la Sala primera del Tribunal Supremo en el ejercicio de su función de casación opte por una interpretación legal que se imponga como jurisprudencia a los tribunales de instancia mercantiles.

V. RESUMEN EJECUTIVO La aplicación de la Ley Concursal ha resultado muy positiva, pero no podemos conformarnos con la deriva que está tomando debido fundamentalmente a los defectos advertidos y a la falta de medios. La principal y urgente reforma es dotar de medios a los juz-

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LA LEY CONCURSAL Y SU APLICACIÓN

gados, de forma que se pueda cumplir la Ley; después, me parece oportuno fomentar las soluciones extraconcursales a través de un amparo judicial que facilite la negociación sin presiones; y, finalmente, sin cambiar el esquema de la Ley, podrían modificarse las cuestiones que afectan a la seguridad jurídica.

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