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Calduch, R.- Relaciones Internacionales.- Edit. Ediciones Ciencias Sociales. Madrid, 1991
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transformación de un pueblo en colectividad nacional, también puede generarse mediante un proceso de desintegración o pérdida de la identidad cultural propia, la transformación de una nación en una colectividad popular. En realidad, semejantes procesos de transición entre ambas formas de agrupación social (pueblos y naciones) son los que dominan el panorama de las estructuras sociales internas y de las relaciones exteriores de los estados, y en estos procesos de ordenación y alteración de las sociedades inciden, de manera muy particular, no sólo las transformaciones experimentadas por las fuerzas políticas o los factores de producción de tales sociedades, sino también las modificaciones experimentadas en las ideologías y valores dominantes en las mismas.
4. Elementos fundamentales del Estado. Una vez hemos logrado delimitar y precisar el concepto de Estado y su naturaleza diferenciada de los de pueblo y nación, así como las relaciones que existen entre estas tres formas de organización social, resulta posible ya proceder a una determinación de los elementos fundamentales del Estado en tanto que actor internacional. En general, se puede afirmar que existen una serie de elementos básicos que caracterizan al Estado y nos permiten diferenciarlo de otros actores internacionales. Tales elementos podemos agruparlos en dos categorías: 1. Elementos materiales o sociológicos a) Una población. b) Un territorio definido. c) Una organización político-económica. 2. Elementos formales o jurídicos a) La soberanía estatal. b) El reconocimiento como sujeto internacional. Realicemos algunas breves consideraciones sobre cada uno de estos elementos estatales. Ante todo hemos de advertir que algunos de tales elementos, en la medida en que afectan a la capacidad de acción internacional, no sólo de los estados sino también de otros actores internacionales, pueden ser analizados como factores generales que condicionan la génesis, naturaleza y evolución de las relaciones internacionales, y que como tales factores pueden ser objeto de un tratamiento analítico diferenciado del que realicemos aquí con relación al Estado. La población Resulta obvio que puesto que el Estado es una forma específica de organización social de las relaciones, las características que presenten los individuos que forman parte de esa sociedad afectará a sus posibilidades de intervención en los asuntos internacionales. Sin duda, los rasgos que más directa y significativamente afectan a la estructura estatal vienen determinados por la existencia de uno o varios grupos populares y de uno o varios grupos nacionales. Pero el número también influye en el protagonismo internacional del Estado, como veremos en el capítulo siguiente. Para llegar a alcanzar la cualidad de gran potencia o de superpotencia, un Estado debe contar con una población elevada que permita garantizar un poderío militar y económico susceptible de fundamentar su hegemonía exterior frente a otros estados.
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Tan importante como la cantidad demográfica es la calidad de la población, es decir, el grado de desarrollo cultural y científico, la cualificación técnica y la capacidad productiva de esa población, pues de ello depende en gran medida la potencialidad estatal para desarrollar una acción exterior, e interna, eficaz para el logro de sus objetivos estatales. Junto a las características cuantitativas y cualitativas de la población estatal, conviene conocer claramente su distribución territorial (densidad de población, grado de concentración urbana, etc.), así como sus características psicosociales (valores e ideologías predominantes), pues todo ello contribuye a formar el perfil demográfico y sociológico sobre el que operan las estructuras estatales. Finalmente, no se puede desconocer que las poblaciones de los estados gozan de una cierta movilidad, no sólo interna sino también internacional. Los movimientos de emigración o inmigración de mano de obra de unos países a otros, al igual que en la actualidad los movimientos turísticos, inciden muy directamente en las relaciones básicas de un Estado, especialmente en las relaciones económicas, sociales y político-diplomáticas. El territorio El territorio o espacio nacional de un Estado, aunque debe estar claramente definido gracias a una delimitación fronteriza respecto de los estados vecinos, no puede contemplarse como una realidad espacial estática. En efecto, el ámbito geográfico propio de un Estado puede cambiar, ampliándose o reduciéndose, en el transcurso de los siglos. Es más, la aspiración a lograr la ocupación territorial, primero, y político-económica, más tarde, por ciertos estados ha sido uno de los fines que más directa y permanentemente han influido en la política exterior de los estados y, por tanto, en las relaciones internacionales. El marco espacial de un Estado lo podemos, a su vez, dividir en tres subespacios con características, regulación y efectos diversos: - el espacio terrestre; -el espacio aéreo; - el espacio marítimo; Respecto del espacio terrestre, el Estado ejerce su soberanía y competencias sobre todo el territorio específicamente delimitado por sus fronteras, y no sólo sobre la superficie terrestre sino también sobre el subsuelo y cuantos recursos mineros y energéticos contenga. Ahora bien, este principio general presenta algunas excepciones y matizaciones que conviene dejar bien sentadas. En primer lugar, el espacio terrestre de un Estado puede presentar discontinuidades más o menos significativas, en virtud de las cuales el ejercicio de las competencias territoriales del Estado pueden verse dificultadas por la existencia de zonas terrestres pertenecientes a estados distintos. Esta es la situación de los denominados enclaves o exclaves (según se contemplen desde el punto de vista del Estado en el que están establecidos o del Estado al que pertenecen) que son zonas geográficas que perteneciendo a un Estado se hallan situadas en el territorio de otro Estado diferente. En la actualidad existen numerosos enclaves fruto en unos casos del pasado colonial de los estados en los que se encuentran establecidos y en otras situaciones de la Segunda Guerra Mundial o, incluso, de conflictos posteriores. Ejemplos de enclaves lo constituyen Gibraltar en el territorio español; Ceuta y Melilla en el territorio de Marruecos; Berlín Occidental en el territorio de la República Democrática Alemana; Hong-Kong en el territorio de la
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República Popular China; el canal de Panamá en el territorio panameño; la base militar de Guantánamo en Cuba, etc. Más problemática resulta la situación de aquellos estados divididos territorialmente por la interposición de un territorio estatal diferente, como por ejemplo el caso de Pakistán entre su independencia en 1947 y su definitiva división en dos estados diferentes (Pakistán y Bangla Desh) en 1971, período en el que se hallaba dividido en dos zonas territoriales (Pakistán Occidental y Pakistán Oriental) separadas por el territorio de la India, pero integradas política y administrativamente en un solo Estado. Análogamente se encuentra el caso del Estado de Alaska como estado federado de los Estados Unidos de América, pero separado territorialmente por Canadá. Todas estas situaciones, irregulares desde el punto de vista estrictamente espacial, son diferentes de otras situaciones aparentemente próximas, como por ejemplo la de aquellos estados que gozando de la plena soberanía sobre su territorio conceden unos derechos preferentes de utilización y/o explotación de ciertas parcelas de su espacio terrestre a otros estados o entidades privadas extranacionales. En esta segunda situación se encuentran los casos de utilización y establecimiento de fuerzas militares de un Estado en las bases y territorios de otro Estado, ya sea en virtud de arrendamiento de las bases o por simple concesión unilateral del Estado-huésped mediante tratado. Del mismo modo hay que considerar los casos de concesión de licencias de prospección y/o explotación de los recursos mineros o energéticos existentes en el subsuelo de un Estado a compañías extranjeras. En ambos supuestos los estados que conceden tales derechos lo hacen en el ejercicio de su soberanía sobre el espacio terrestre y sin que las concesiones de utilización y/o explotación de su territorio supongan, en principio, ninguna merma de esta soberanía por cuanto el Estado puede en todo momento retirar tales concesiones y recuperar la ocupación efectiva de todo su espacio terrestre. Otra cuestión importante y de gran actualidad, vinculada con el espacio terrestre, la constituye la denominada plataforma continental, es decir el lecho marino que desde la costa se adentra en las aguas marítimas adyacentes. Esta cuestión, que analizaremos más detalladamente en otro capítulo, adquiere relevancia en virtud de los recursos mineros o energéticos existentes en dicha plataforma. Desde la Convención de Ginebra de 1958 se seguía el principio de que puesto que no existía discontinuidad territorial entre el espacio terrestre ribereño y el lecho marino contiguo, la soberanía del Estado sobre los recursos de la plataforma continental era plena e idéntica a la que poseía sobre el espacio terrestre con independencia de la extensión de esta plataforma continental que, en algunas ocasiones, rebasaba las doce millas del mar territorial. En la actualidad, y según la regulación establecida por la Convención sobre Derecho del Mar de 1982 en su parte VI, se ha adoptado la decisión ecléctica de considerar que la soberanía estatal sobre la plataforma continental se extiende hasta las 200 millas marinas cuando la plataforma continental geológica goza de una extensión igual o inferior a esta distancia, en tanto que coincidirá con la extensión geológica de la plataforma continental cuando ésta excede de las 200 millas marinas contadas desde las líneas de base de la costa (casos de Argentina, Australia, Canadá, India, etc.). Respecto al espacio aéreo, la Convención de París de 1919 establecía en su artículo 1.° la soberanía «completa y exclusiva» de todo Estado sobre su espacio aéreo atmosférico. Este principio ha permanecido incólume en las décadas posteriores, concediendo a los estados total facultad de control de sus respectivos espacios aéreos, sólo susceptible de limitarse mediante acuerdos expresos entre dos o más estados. A diferencia de la soberanía estatal sobre los espacios marítimos que
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presenta una serie de limitaciones jurídicas derivadas del Derecho Internacional constitudinario o convencional, la Convención Aérea de Chicago, firmada el 7 de diciembre de 1944, terminó consagrando este principio a pesar de los intentos de Estados Unidos por introducir las denominadas «cinco libertades del aire» como (imitaciones generales a la soberanía aérea estatal. El hecho de que estas libertades no fuesen aceptadas de forma genérica sino a través de acuerdos específicos entre cada Estado, contribuyó significativamente al reforzamiento de la soberanía territorial de los estados en detrimento del desarrollo de la aviación civil internacional. Por último, el espacio marítimo completa el marco espacial en el que se desarrolla la soberanía y los poderes del Estado. Los cambios acaecidos en la regulación jurídica internacional sobre el espacio marítimo, a la luz de la citada Convención de 1982, nos permiten sintetizar el espacio marítimo de los estados en cuatro zonas o ámbitos espaciales distintos: 1° El mar territorial: Está integrado por las aguas y el espacio comprendido en las 12 millas marinas contadas a partir de las líneas de base de la costa. En el mar territorial la soberanía estatal es plena con algunas limitaciones generales establecidas con carácter excepcional, como por ejemplo el derecho de paso pacífico de buques de cualquier Estado por dicho mar territorial. 2° La zona contigua: Espacio marítimo que prolonga hasta 24 millas marinas las competencias y soberanía del Estado ribereño de forma cualificada para ciertos fines, como, por ejemplo, persecución y represión del contrabando, derecho de inspección fiscal y aduanera, etc. 3° La plataforma continental: A la que ya nos hemos referido con anterioridad. 4° La zona económica exclusiva: Formada por un espacio marítimo de 200 millas marinas, coincidente por término medio con la plataforma continental, en cuyas aguas el Estado ribereño goza de un derecho de explotación económica de sus recursos vivos o no. La zona económica exclusiva concede, por tanto, la soberanía y competencias de utilización, ordenación y explotación de los recursos y materias naturales existentes en las aguas que se sitúan por encima de la plataforma continental (pesca, producción de energía por movimientos de las mareas, establecimiento de instalaciones y estructuras de exploración o explotación económica de los fondos, etc.). El conjunto de estas cuatro zonas constituyen, por tanto, el ámbito espacial marítimo de los estados ribereños, considerándose, en principio, el resto del espacio marítimo o Alta Mar como patrimonio común de la humanidad, y por tanto no sujeto a la competencia o soberanía exclusiva de ningún Estado particular. La organización político-económica Junto a la población y el territorio, el tercer elemento material que nos permite definir al Estado, en su calidad de actor internacional, es la organización políticoeconómica. Por lo general, los autores hacen referencia exclusiva a la organización política representada por el gobierna del Estado, pero aun cuando esta fórmula de identificación entre Gobierno y Estado es cuestionable, lo verdaderamente significativo es el hecho de que tales autores olvidan el alcance que las relaciones económicas y su institucionalización en ciertos órganos posee para la comprensión del Estado y de su actividad internacional. En efecto, junto a las múltiples y tradicionales distinciones entre los estados a tenor de su organización jurídico-política (regímenes autoritarios -dictatoriales o de partido único- y democráticos -monarquías y repúblicas-) se sobrepone otra distinción, no menos significativa, a tenor de las estructuras económicas estatales y de su grado
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de desarrollo (estados de economía de mercado o capitalistas y estados de economía planificada o socialistas; estados desarrollados y estados subdesarrollados). El análisis de los elementos del Estado implica, además del conocimiento de las formas específicas de organización política y económica, un estudio profundo del papel desempeñado por ciertos órganos cualificados del Estado, especialmente de las administraciones Civil y Militar, y sus conexiones con ciertos grupos de presión internos. Por ejemplo, las conexiones existentes en los Estados Unidos entre los sectores industriales y la Administración Militar, denominado por el Presidente EISENHOWER bajo el término «complejo militar-industrial», analizado pormenorizadamente por SENGHAAS. Por último, también resulta significativo el análisis del papel desempeñado por los partidos políticos y la opinión pública, como actores relevantes en la definición de la acción estatal tanto interna . como internacional. La soberanía del Estado El principio de la soberanía del Estado, en términos estrictamente jurídicos, podemos definirlo con GONIDEC como la exclusiv idad, autonomía y plenitud de fa competencia del Estado. La exclusividad de la competencia significa que únicamente aquellas autoridades y órganos facultados por el ordenamiento jurídico-político como representativos del Estado gozan de la cualificación para ejercer las competencias habitualmente reconocidas a todo Estado, tanto por el ordenamiento interno como internacional. A tenor de este principio, cualquier otra entidad, grupo social o individuo perteneciente a un Estado se encuentra incapacitado para actuar, obligando en términos jurídicos y políticos internacionales en nombre del Estado, más allá del Gobierno o de los órganos de la Administración estatal. La autonomía de la competencia viene a representar la absoluta y total libertad de decisión atribuida a los órganos estatales, libertad de decisión que no reconoce más condicionamientos y limitaciones, al menos desde la perspectiva jurídica, que aquellos asumidos por el propio Estado a través de sus representantes. Acorde con la autonomía de la competencia, entendida como facultad o derecho de todo Estado, se encuentra la obligación de no intervenir en los asuntos internos de los estados, reconocida en el artículo 2.6 de la Carta de las Naciones Unidas. Por último, la plenitud de la competencia supone el explícito reconocimiento de que ningún tema, cuestión o campo de actuación permanece excluido de la acción o intervención estatal. Con ello se reconoce una primacía del Estado, respecto de cualquier otro grupo social interno o internacional, para asumir las funciones de actuación, regulación y control respecto de las diversas relaciones que surgen tanto en el ámbito de su jurisdicción interna como en la esfera internacional. Desde luego, el principio de la soberanía estatal, considerado en términos jurídico-políticos constituye uno de los elementos más significativos del Estado y, por la misma razón, debe ser abordado de una forma histórico-dialéctica al igual que la propia realidad estatal de la que participa. En efecto, si es cierto que en la actualidad una de las principales armas jurídico-internacionales con las que cuentan los pueblos dominados que han accedido recientemente a su independencia es, precisamente, la noción de soberanía, como lo demuestran, entre otros documentos, las Resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, relativas a la Soberanía permanente sobre los Recursos Naturales (1.803/XVII y 2.158/XXI): la Declaración sobre la inadmisibilidad de la intervención en los asuntos internos de los estados, y protección de su independencia y soberanía (2.131/XX); la Declaración relativa a los principios de Derecho Internacional referentes a las relaciones de amistad y cooperación entre los estados, de conformidad con la
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Carta de las Naciones Unidas (2.625/XXV), así como otras muc has, no es menos cierto también que el principio de soberanía estatal ha sido utilizado, y sigue siéndolo, por las grandes potencias para amparar y proteger el dominio ejercido sobre extensas áreas geográficas y numerosos pueblos, y que la descolonización no se ha consumado en virtud de la soberanía estatal sino más bien a pesar de ella. El reconocimiento del Estado Para que un Estado pueda gozar plenamente de su soberanía en el plano internacional y, por tanto, para que pueda ejercer plenamente su cualidad de sujeto de derechos y obligaciones internacionales debe lograr el reconocimiento de los demás estados que integran la sociedad internacional. El reconocimiento, pues, es el acto o actos en virtud del cual los estados existentes en la sociedad internacional, en un momento histórico determinado, admiten la existencia de un nuevo Estado y establecen vínculos jurídicos internacionales con él. Desde luego el reconocimiento de un Estado, si bien plantea algunas cuestiones jurídicas muy importantes, sobre todo respecto a la sucesión de estados y las obligaciones y responsabilidades que debe asumir el Estado sucesor, respecto de los actos realizados por el Estado predecesor, no se agota en su dimensión jurídica. El reconocimiento posee una dimensión política no menos transcendental, pues detrás del acto jurídico del reconocimiento de un Estado se encuentra la legitimación de una nueva realidad política estatal y, por consiguiente, en la decisión de los estados existentes de reconocer o no un nuevo actor estatal, influyen no sólo motivaciones de derecho o jurídicas, sino también motivaciones de hecho o políticas. Es cierto, como ha señalado TRUYOL, que el principio de efectividad, es decir, la existencia de una comunidad políticamente independiente de forma efectiva y eficaz en el panorama internacional, ha contribuido a matizar la discrecionalidad de que gozan los estados a la hora del reconocimiento, pero no es menos cierto que dicho principio no ha logrado desterrar la libertad de que goza cada Estado para reconocer, antes o después, o no reconocer a otro Estado. El caso del no reconocimiento español del Estado de Israel es un ejemplo paradigmático de esta aseveración. Esa discrecionalidad en el reconocimiento de un Estado, que está muy directamente influida por motivaciones políticas, económicas, ideológicas, históricas, etc. (generalmente las antiguas potencias metropolitanas han sido muy reacias a reconocer la independencia de sus colonias), tendrá una mayor o menor eficacia política internacional en función del número y potencialidad de los estados que, recurriendo a ella, decidan optar por el reconocimiento o no de la nueva realidad estatal, y de esta forma los estados que configuran la sociedad internacional influirán muy directa y sustancialmente en las posibilidades de consolidación, interna e internacional, de unas comunidades políticas estatales siempre inestables en sus comienzos. Junto a todo lo expuesto conviene también dejar bien sentado que el reconocimiento de un Estado, aunque muy próximo y en ocasiones difícil de separar en la práctica, es perfectamente distinguible teóricamente del reconocimiento dé un Gobierno. Por reconocimiento de un Gobierno entendemos el acto en virtud del cual los estados de la sociedad internacional, representados por sus respectivos gobiernos, admiten la legitimidad de la representación jurídico-política ejercida por ciertos órganos o autoridades de otro Estado, y eventualmente, de los cambios o alteraciones que se pueden producir en estos últimos. La distinción entre ambos tipos de reconocimiento es una consecuencia de una distinción conceptual previa, la que existe entre Estado y Gobierno, ya que si bien un Estado presupone la existencia de unos órganos de poder legitimo, de un Gobierno,
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no se agota en él. Evidentemente, todo acto de reconocimiento de un Estado lleva implícito el reconocimiento de un Gobierno, el que ejerce las funciones estatales legítimamente, pero en cambio, no todo reconocimiento de un gobierno implica el reconocimiento de una nueva realidad estatal. En efecto, cambios políticos internos (sean o no revolucionarios y se realicen de forma pacífica o violenta) pueden conducir a un trastocamiento del orden jurídico-político de un determinado Estado y, consiguientemente, a una alteración de la estructura orgánica del Estado, así como de los grupos que participan en ella y la dominan. Desde luego tales acontecimientos, aun cuando se desarrollan en la esfera interna del Estado, tienen unas implicaciones y efectos internacionales evidentes que obligan a los miembros estatales de la sociedad internacional a determinar sus posiciones jurídico-políticas con respecto a la nueva configuración orgánica del Estado, de cuya existencia y subjetividad jurídica internacional no existe cuestionamiento alguno, pero sí respecto de la capacidad y legitimidad de las autoridades que deben representarle internacionalmente. Gran parte de lo que afirmábamos respecto a la discrecionalidad en el reconocimiento de un Estado es aplicable, salvando las diferencias, al reconocimiento de un Gobierno y aquí, más que en el caso del Estado, pesan las motivaciones políticas, económicas, ideológicas, etc. mucho más que las estrictamente jurídicas. El reconocimiento de un Gobierno se convierte, de esta forma, en un instrumento jurídico de ingerencia política en los asuntos internos de un Estado, sobre todo en los momentos en que todavía no se ha impuesto plenamente la nueva realidad de poder pero ya el Gobierno legal no controla de forma eficaz y sustancial los instrumentos de poder del Estado, lo que es muy frecuente en los casos de golpes de Estado y procesos revolucionarios. También aquí la historia reciente de nuestro país nos aporta ejemplos paradigmáticos, como la sistemática negativa de México a reconocer al Gobierno franquista, surgido tras la guerra civil de 1936-1939, en favor del reconocimiento del gobierno republicano único legítimo representante del Estado español, a juicio de las autoridades mexicanas, y ello a pesar del reconocimiento general de los países del Gobierno franquista. En definitiva, la simbiosis entre los elementos materiales y formales atribuidos al Estado, nos permiten comprender el alcance y significación que un análisis y estudio dialéctico de los actores estatales impone para una correcta comprensión del mundo internacional.