68 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX

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El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX

La división entre el centro y la periferia El territorio que se independiza de España y que tomará el nombre de México coincide con la división político-administrativa que en el siglo XVI se llamó Nueva España. En el momento de la independencia México era una vasta extensión de más de 3’700.000 kilómetros cuadrados, la mayor parte desértica y semidesértica. Los colonizadores, siguiendo la pauta de los asentamientos existentes, se ubicaron en las zonas altas, agrupándose allí el 70% de la población. Como en el caso de Argentina, la densidad de población era muy baja e igual que el país del sur, buen número de regiones vivían en un gran aislamiento. Hacia 1820 se contabilizaban cerca de 6’800.000 habitantes. También como en Argentina, desde el comienzo de la separación de España emerge una fuerte oposición a la capital: “Tan pronto como proclamaron la independencia nacional –puntualiza el historiador John Tutino– las grandes familias de la ciudad de México vieron impugnado su poder. Quizá la primera y la más perdurable de esas impugnaciones vino de los dirigentes de las provincias alejadas que a menudo habían apoyado los movimientos independentistas, no sólo por oponerse al régimen español sino también para oponerse al dominio de la ciudad de México. Después de 1821 los dirigentes de muchas regiones periféricas adquirieron nueva fuerza y obstruyeron cada vez más eficazmente a las élites del centro de México en su intento de gobernar por sí solas la nación” (1990: 188). Hacia mediados del siglo XIX los sectores tradicionales perdieron el control del poder y su empeño en recuperarlo sumió al país en una larga guerra civil. La división centro-periferia tenía marcadas diferencias económicas, sociales y culturales. Las élites de la ciudad de México mandaban sobre regiones de población hispanizada, integrada a la economía comercial, que tan sólo “formaban una parte pequeña, aunque central, del territorio vindicado por la nación mexicana después de 1821. El núcleo colonial giraba en torno a la ciudad de México y abarcaba las valles centrales que rodeaban la capital, la cuenca de Puebla hacia el este, las tierras altas de Michoacán hacia el oeste y también el Bajío y las zonas mineras y ganaderas de Zacatecas y San Luis Potosí” (ibíd.). Por otra parte, en el norte era exiguo el número de españoles y los nativos se concentraban en centros mineros aislados. Igualmente, en el sureste, de grandes núcleos campesinos, eran México

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escasos los españoles y en las costas del golfo y del Pacífico, “poblaciones esparcidas de campesinos tropezaron sólo con un pequeño numero de españoles y esclavos africanos durante la mayor parte de la época colonial. Todas estas regiones, muy diferentes entre sí, se mantuvieron alejadas del corazón del México colonial” (ibíd.: 189). Las consecuencias de la fragmentación, expresada en la contradicción entre el centro y las regiones, las resume Marcelo Carmagnani: “Hasta 1880 es reconocible una tendencia orientada a frenar y evitar que el Estado central –la Federación– adquiriese una verdadera autonomía financiera y un efectivo control sobre el territorio nacional [...] las clases propietarias quisieron de esta forma preservar la propia autonomía, considerando como propio el territorio regional y sus recursos fiscales y por lo tanto, no cedibles a la comunidad nacional. Vino así a configurarse una tensión entre una tendencia policéntrica –de base regional– y una tendencia centralizadora –representada por el Distrito Federal– [...] Esta tensión [...] culminó en 1860-70 en un compromiso: el Estado central vino a coincidir territorialmente con las aduanas y el Distrito Federal y financieramente con los derechos de aduana y las entradas del Distrito Federal”. En ese período el Estado central cumplió la función “de centro organizador y mediador de los intereses regional-estamentales” (1984: 302). La tensión a que hace referencia Carmagnani se desenvuelve, hasta finales de la Reforma, en medio de conflictos armados, invasiones extranjeras e insurrecciones campesinas, que dieron pábulo a los gobiernos autoritarios. Valga aclarar que ideológicamente la división se expresa como predominio del carácter liberal y federalista en los grupos dirigentes de las regiones periféricas y de las ideas conservadoras y centralistas en los del centro. Predominio, por cuanto en los dos bandos hubo mezcla. Sostiene Tutino que el poder político y económico del centro se fracturó y esto dio lugar al resurgimiento de las regiones interiores. El resurgimiento remite a los antecedentes coloniales, en los que se puede descubrir que la región tiene un origen histórico y que, como dice Hammett (1984), refiriéndose a las regiones en México, su significación no fue meramente territorial sino también cultural y psicológica. El Estado, observa Juan Felipe Leal, existe entonces tan sólo desde el punto de vista formal, “pues carece de un efectivo con70

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Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada por el Congreso General Constituyente, el 4 de octubre de 1824, fragmento. México

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trol sobre la población y el territorio, y se halla contenido por una multiplicidad de poderes locales cuya autonomía es el signo de la debilidad del poder central. Por ello, más que un poder político, existen los poderes locales, los poderes de los propietarios: terratenientes, Iglesia, cuerpos y estamentos de poseedores” (1972: 7).1 Leal describe además los indicadores que prueban este aserto: “En México existía –dice en el libro citado– un Estado nacional sólo desde el punto de vista jurídico-político, ya que tanto en su organización económica como social el país se hallaba fragmentado. La extensión considerable de su territorio; su escasa y malamente distribuida población; la carencia de vías de comunicación y de medios de transporte, el deterioro que sufrieron sus fuerzas productivas hasta la guerra de Independencia; la disolución de la dominación central y sus marcados contactos sociales y culturales, todo ello fomentaba la cristalización de poderes que hacían del Estado nacional una unidad de dominación ficticia” (ibíd.: 56-57). En definitiva, la documentación pertinente al tema de la fragmentación en la primera mitad del siglo XIX, destaca el hecho de que las condiciones estructurales del país no daban para que funcionase un Estado nacional, en el sentido sociológico del término.

Siluetas de los caudillos de la independencia. Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, 1824. Arnaldo Córdova coincide con Leal en su caracterización del Estado. Para este autor se trata de “un Estado nacional que lo es sólo de nombre”, al cual le falta “un poder político suficientemente fuerte como para imponerse en todos los niveles de la vida social” (1974: 10).

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La república monárquica y la república liberal La separación de España tiene lugar en 1821. El “Plan de Iguala” de Agustín de Iturbide sirve de núcleo conceptual al Acta de Independencia del Imperio Mexicano del 28 de septiembre de 1821 y de sustento programático a su proclamación como emperador (1822). Se consagraba así el dominio del estamento militar mexicano, que con los monárquicos españoles había derrotado a los insurgentes del lustro revolucionario de 1810-1815. Ahora se separaban de España por haberse instalado allí un gobierno de tendencia liberal. Iturbide es derrocado en 1823. Los criollos que, junto con el efímero emperador, habían sido miembros del ejército realista, mantendrán su hegemonía hasta mediados del siglo XIX. Ésta llegará a su fin con el ascenso al poder de la élite política liberal, treinta años después, pero entretanto, gobernarán de manera autoritaria y dictatorial, en una sucesión de múltiples golpes de fuerza, en particular los que lleva a cabo López de Santa Anna. El carácter teocrático y autoritario del Plan de Iguala2 se afirma en las Bases constitucionales de 1822. En ellas se define un modelo de monarquía constitucional y se consagra el monopolio religioso de la Iglesia católica. Dos años después, en la Constitución de 1824, se mantiene ese monopolio religioso y se aprueba el primer sistema federal, 2 El Plan se inicia con estos tres puntos: “1º. La religión católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna. 2º. La absoluta independencia de este reino. 3º. Gobierno monárquico templado por una Constitución análoga al país” (en López, 1972: 75-78).

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“representativo popular”. La esencia teocrática se ratifica en la Constitución de 1836 y además se crea un “Supremo poder conservador” de cinco miembros, al que se le asignan funciones ejecutivas, legislativas y judiciales y se dice que ese organismo “no es responsable de sus operaciones más que a Dios y a la opinión pública” (ibíd.: 90-91). Las “Bases de Organización de la República Mexicana” de 1843, conservan el mismo carácter conservador y autoritario. En 1846 se restituye la Constitución de 1824. Por último, ya en el final del período, Santa Anna, presidente en 1853, emite dos decretos en los que declara vitalicio su cargo y se arroga el derecho de nombrar sucesor. La estructura de dominación de los años de la llamada “anarquía”, en la que se suceden las mencionadas constituciones, descansa en la fuerza armada de los caudillos militares, aliados del clero católico. Conforman un Estado patrimonial, sustentado en los allegados de los jefes, que cuenta además con una burocracia reducida, heredada del imperio colonial. Las tendencias liberales se manifiestan en el federalismo, pero apuntan más a la preservación de las autonomías regionales en cabeza de los caciques que a la implantación de la forma federal moderna. El cacique es el lazo entre la sociedad tradicional y la élite de gobierno. Por la misma época en que es derrocado Rosas en la Argentina se pone fin en México a la dictadura de Santa Anna. No fue, como aquélla, la de éste de una continua permanencia en el poder, sino un ir y venir de su nativa Veracruz, en donde su ejército personal tenía los cuarteles de invierno, a la ciudad de México a asumir el mando. Diez veces lo asumió, entre 1830 y 1854. Santa Anna, al igual que Rosas, no se alistó en el ban74

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do de la revolución de independencia. Pero a diferencia del argentino que permaneció en su estancia, se alineó contra Hidalgo y Morelos y apoyó a Iturbide. Tuvo rasgos de dictador tropical: le hizo entierro solemne a una pierna que perdió en combate y en su último período se hizo llamar “Alteza serenísima”. En 1854 termina la hegemonía santanista, caracterizada por la represión, las violaciones a la libertad, los destierros y la corrupción. Se inicia entonces el dominio de los liberales, cuyas primeras leyes (Ley Juárez, que limita los fueros eclesiástico y militar y la Ley Lerdo, de desamortización) y la Constitución de 1857 desencadenan la Guerra de los tres años (1858-1860). Luego, la negativa del gobierno de Juárez a pagar la deuda con Francia conduce a que el ejército francés invada el país y con el apoyo de los monárquicos mexicanos instale el imperio de Maximiliano. De 1862 a 1867 continúa la guerra, ahora contra el invasor. Triunfa Juárez y restaura la república. Gobierna en relativa paz hasta 1871, cuando se suceden varios pronunciamientos, entre ellos el de Porfirio Díaz, contra su reelección. Los años que siguen, bajo el gobierno de Lerdo de Tejada, son conflictivos y desembocan en el levantamiento de Díaz (1876), quien se toma el poder y da comienzo así a su larga dictadura. El actor principal fue, sin duda alguna, el ejército. Constituía un poder autónomo que se imponía fácilmente a las autoridades civiles, “consumía –dice el historiador David Brading– regularmente el 80% del presupuesto federal sujeto únicamente al presidente en su capacidad de comandante en jefe y al ministro de guerra [en esta época ambos hombres eran por lo general militares]”. Su estructura de mando constaba de “17 [posteriormente 21] comandantes generales, cada uno a cargo de México

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un territorio limítrofe con un Estado de la Federación. Con frecuencia estos generales tenían a su disposición un presupuesto superior al que recolectaba el gobernador del Estado. Como agentes pagados por el gobierno nacional, su mera presencia servia para disuadir movimientos separatistas. Desde los años del centralismo ellos mismos actuaban frecuentemente como gobernadores” (1995: 98). Al respecto vale el testimonio de Benito Juárez, quien fue gobernador de Oaxaca: “En efecto, un comandante general con el mando exclusivo de la fuerza e independiente de la autoridad local, era una entidad que modificaba completamente la soberanía del Estado, porque a sus gobernadores no les era posible tener una fuerza suficiente para hacer cumplir sus resoluciones” (Juárez, 1955: 53). Brading sostiene que el largo predominio del ejército influyó en la manera de conformarse el sistema político. Comenta al respecto que “tanto como Argentina, México sufrió la hostilidad entre las ciudades y el desierto tan elocuentemente descrita por Sarmiento en su Facundo. La periferia montañosa protegida por caciques virtuales, algunos, como Álvarez, antiguos insurgentes, otros, como Lozada, jefes indios. Al mismo tiempo las capitales provinciales albergaban políticas ambiciosas, respaldadas por ingresos estatales considerables y por una milicia cívica, muy capaces de desafiar la hegemonía de la ciudad de México. De hecho, ninguno de estos líderes ejercía más que el poder local. A través de este periodo el ejército logró restringir a las montañas y a la periferia el área que dominaban caciques más bárbaros. También impidió la creación de feudos políticamente autónomos en las ciudades de la región central. El comando del ejercito, independiente del poder civil, se mantuvo como el marco del Estado, como el depositario final de la soberanía. La mayoría de los presidentes gobernaban como si fueran virreyes o regentes de un trono vacío” (op. cit.: 98). José E. Iturriaga escribió en 1958, que de los 137 años de existencia del México independiente, los militares ejercieron el poder durante 93 años, en tanto que los civiles solamente lo ejercieron 44 años. En cuanto al número de gobernantes, hubo 36 militares de un total de 55 (en González, 1967: 42). Debe destacarse a propósito de estas cifras que en la primera mitad del siglo XIX hubo tal cantidad de presidentes, que entre 1820 y 1854 se contabilizan uno por año, lo que no podía suceder sino por golpes de fuerza. 76

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Es decir, que desde los comienzos de la república hasta la fundación del Estado nacional por Porfirio Díaz, México siguió una vía militar, que se prolonga en el siglo XX con la Revolución mexicana, cuya impronta armada persiste hasta la década de los treinta. Esa vía militar puede asimilarse a lo que se llamó “la etapa del militarismo”, que sólo se controla y supera a partir del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Un largo proceso de predominio de la fuerza armada sobre la esfera política culmina entonces con el alineamiento del ejército a la Constitución, tal como es propio de las democracias modernas. En un escenario como el descrito, difícilmente pueden funcionar a plenitud las instituciones liberales. Se impone la devoción a la persona del líder. Casi diez años de guerra acentúan, por necesidad, la concentración de los poderes en Benito Juárez, el jefe de la misma, quien en el período que le siguió de relativa paz, hasta 1872, año de su muerte, mantiene el carácter autoritario de su modo de gobernar. En 1876 Porfirio Díaz, salido de la cantera del partido liberal de Juárez, se toma el poder por la fuerza y da comienzo así a su prolongado régimen dictatorial. Con todo, es preciso destacar el hecho de que si bien en la primera mitad del siglo XIX los monarquistas y el ejército controlan el poder político, la ideología liberal es la predominante.3 Baste decir que los principios liberales que se difundieron en las dos décadas anteriores a la Reforma ya anuncian lo que ella realizará. Mora, Ocampo, Zavala, Otero y otros intelectuales, defendieron por medio de escritos y debates públicos su ideal de república liberal, en la que primarían los sagrados derechos de propiedad y las libertades individuales. Como hijos de la Ilustración, pensaban en la necesidad de crear un mundo nuevo gobernado por la razón. La historia de México provenía sí de la conquista española, pero ésta no constituía una herencia cultural sobre la cual edificar el futuro, porque España era el “baluarte del despotismo y del fanatismo religioso” (Brading, op. cit.: 107). La educación era la clave para formar los nuevos ciudadanos: la primera enseñanza, decía Zavala, era el “único camino sólido para establecer un gobierno libre y estable” (ibíd.: 105). Melchor Ocampo com3 “Durante los años 1824-1855 –dice Brading– el credo dominante de la nación política era el liberalismo. Si todo el país seguía siendo conservador y católico, los reaccionarios de la década de 1849 –el único “partido” conservador– formaban apenas algo más que una camarilla clerical” (op. cit.: 101).

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plementaba el cuadro pedagógico: “Déjese sobre todo, plenísima libertad para que cada cual haga cuanto no perjudique a un tercero, y el fomento vendrá por sí solo” (ibíd.: 102). Las barreras que existían para la ampliación de la propiedad individual, como las que presentaban las comunidades indígenas y la Iglesia, era factible superarlas, sostenía José María Luis Mora, si se tenía en cuenta que: “el derecho de adquirir de una comunidad es puramente civil, posterior a la sociedad, creado por ella misma, y por consiguiente sujeto a las limitaciones que por ésta quieran ponérsele” (ibíd.: 104). Detrás de este principio estaba el esquema ideal de la sociedad de clase media, que Mariano Otero considera como el futuro obvio en México, pues pensaba que “la clase media que constituía el verdadero carácter de la población [...] debía naturalmente venir a ser el principal elemento de la sociedad” (ibíd.: 103). Nicole Girón resume lapidariamente la adhesión tan profunda de estos intelectuales al ideario liberal, afirmando que “es tan genuina y absoluta la adhesión de los liberales a la cultura europea que no conciben la existencia de otras ‘culturas’ en México” (1989: 55). Pese a estas convicciones, los liberales no llevaron a cabo, cuando pudieron hacerlo, la ruptura del monopolio sobre la propiedad de la tierra, el gran obstáculo para el desarrollo capitalista, base de la sociedad moderna a la cual aspiraban. Una economía en crecimiento En los comienzos de la república dos hechos afectaron seriamente la economía mexicana: la crisis de exportación de la plata y los efectos de la insurgencia armada de 1810-1815. Por un lado, la acuñación de la plata sufre un descenso vertiginoso, al pasar de 26 a 27 millones de pesos que se acuñaban entre 1804 y 1809, a menos de 6 millones en 1821 y, por el otro, la acción insurgente, dirigida por Hidalgo y Morelos, destruyó un gran número de haciendas y movilizó en forma masiva a la población rural. En conjunto, la producción nacional, según Alonso Aguilar Monteverde (1974 [1968]), “descendió de alrededor de 227.5 millones de pesos a unos 75 millones”. Su especialización en los metales preciosos y productos exóticos, como la vainilla y las maderas finas perduró hasta mediados del siglo. Luego surgieron nuevos productos: metales industriales, henequén, caucho, ganado, jitomate y más tarde pe78

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tróleo (Rosenzweig, 1989: 12-13), cuya expansión tuvo lugar en las regiones periféricas.4 Después de 1821 y hasta mediados del siglo, el país se caracterizó por el estancamiento económico y la inestabilidad política. En este período se produjo el ascenso de políticos y generales “que podían aportar importantes relaciones políticas pero por lo común poca riqueza” y que se convirtieron en los principales aspirantes a incorporarse a las familias elitistas. Dice Tutino que “fue una élite debilitada en lo financiero y cada vez más dividida la que se preciaba de gobernar a México desde la ciudad de México después de la Independencia” (ibíd.: 195). A los enfrentamientos entre las fracciones de la élite hay que agregar las frecuentes insurrecciones de la población campesina, lo que disminuía la capacidad de control del poder político por parte de aquélla. Si bien es cierto que la primera mitad del siglo XIX se caracteriza por el estancamiento económico ya reseñado, no lo es menos que en esos años aparecen algunos síntomas del desarrollo que se verá posteriormente. En efecto, entre 1832 y 1834 se instalan las primeras máquinas modernas para hilar y tejer. Entre 1830 y 1845 se inicia la industria algodonera moderna y surgen fábricas de hilados y tejidos. En 1846 había ya 55 plantas textiles en Puebla, Veracruz y el estado de México con un capital fijo de 16.5 millones de pesos y un capital “móvil” de más de 8 millones. Daban ocupación a unas 1.000 personas. La industria algodonera, por su parte, daba ocupación a 50.000 (Aguilar, op. cit.: 78). El problema de la tierra tiene que ver primordialmente con la Iglesia católica, pues ésta fue el más poderoso terrateniente en México:5 “Los cálculos más objetivos –dice López Cámara– permiten concluir que el clero mexicano poseía con toda certeza la tercera parte de la tierra cultivable del país. Sin embargo, su influencia en la agricultura era mucho mayor, ya que no sólo controlaba el trabajo de los campesinos [aparceros] [...] sino también el de aquellos que se designaban como pequeños propietarios 4 El historiador John Tutino precisa al respecto que en esa regiones “se abrieron nuevos puestos, se pusieron nuevas tierras en producción comercial y se ensayaron nuevos mercados de exportación, por muy balbuceantes que fueran los ensayos. El crecimiento de la población también se concentró en las periferias durante las primeras tres cuartas partes del siglo XIX” (op. cit.: 192). 5 “Antes de la Reforma la Iglesia tenía más ingresos anuales que el gobierno nacional”, anota Powell (1974: 28).

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rurales, casi todos deudores del clero gracias a los préstamos que éste les hacía con hipoteca sobre las tierras y sometidos a intereses muy elevados”. ”De hecho, si la producción agrícola en las haciendas era en extremo atrasada, la situación en los ranchos o pequeñas granjas apenas se colocaba por encima de las etapas más primitivas de la agricultura. Desprovistos de capitales, de conocimientos técnicos, de mercados regulares y accesibles, ahogados por las deudas de la Iglesia, estos modestos rancheros y granjeros sólo cultivaban la tierra para satisfacer sus propias necesidades [...] y la del clero, implacable y voraz perceptor de ofrendas religiosas” (1967: 29). Aguilar Monteverde, basado en las estimaciones que realiza en 1832 uno de los más importantes dirigentes de la primera mitad del siglo XIX, José María Luis Mora, señala que “los capitales productivos de los que la Iglesia obtiene sus ingresos representan alrededor de 150 millones de pesos, y además es propietaria de bienes improductivos con valor de otros 30 millones. Sus rentas anuales se calculan en cerca de 7.5 millones, siendo los diezmos la principal fuente de ingresos [...] la Iglesia, al amparo de diferentes títulos, llega a tener en su poder el 90% de las fincas urbanas y una proporción no inferior de las rurales” (op. cit.: 71). Los análisis de Mora se encuadraban en una perspectiva de cambio económico y político para su país; debía partirse de la abolición de la base económica del clero y de la supresión de los privilegios de la “milicia” con miras a fundamentar la “marcha hacia el progreso” (Wences, 1984: 53). La desamortización en México, al igual que en Colombia, reforzó la propiedad latifundista: “Más que trasladarse la tierra del clero y los criollos ricos al pueblo –dice al respecto Alonso Aguilar Monteverde–, o siquiera a decenas de miles de propietarios pequeños y medianos, pasó de unos sectores de la burguesía a otros y de ciertas familias terratenientes, vinculadas al régimen político anterior a la Reforma, a nuevos latifundistas, comerciantes, funcionarios y profesionistas ligados a la causa liberal” (op. cit.: 134). No tuvo lugar una modernización burguesa, idea que animaba a los reformistas, que “vinieron a conformarse históricamente con cancelar la propiedad eclesiástica y disolver la comunidad campesina, sin abrir paso a la empresa capitalista en el campo, ni ensanchar las bases del mercado interno” (Rosenzweig, op. 80

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cit.: 13). En estas condiciones, la industrialización “no pasó de ser un proceso marginal” (ibíd.). Paralela a la desamortización fue la lucha contra las comunidades indígenas. Los liberales creían en la necesidad de estimular la propiedad individual y adelantaron la destrucción de la propiedad comunal de los indios. El resultado fue la concentración de la tierra en manos de unos pocos y la proletarización de los indígenas, que perdieron sus tierras y pasaron a ser asalariados (Aguilar, op. cit.: 138). Con todo, se dio un paso favorable para la constitución del mercado interno: en 1858 se eliminaron las alcabalas y las aduanas interiores. Pero, por esos años “la agricultura seguía padeciendo con motivo de la excesiva concentración de la tierra y la falta de caminos, de organización, de técnicas adecuadas y de crédito [...] Las manufacturas ocupaban aproximadamente 215.000 personas y la industria algodonera absorbía por sí sola unos 11.000 obreros”. El comercio era una actividad en aumento: el monto anual de las transacciones comerciales se estimaba en 400 millones de pesos, aunque es de notar que “por entonces seguía en buena parte en manos de españoles” (ibíd.: 158). Se cultiva maíz, el principal producto agrícola, trigo, maguey, fríjol, cebada, chile y frutas (Powell, op. cit.: 33-34). Según Powell, “las técnicas de cultivo que se usaban eran primitivas, y como vastas porciones del país sufrían de aridez y pobreza del suelo, las cosechas comerciales como el algodón, henequén, caña de azúcar y tabaco podían obtenerse únicamente en ciertas zonas” (ibíd.: 34). Las exportaciones consisten en oro y plata (empresarios en su mayoría europeos y estadounidenses), pieles y cueros, henequén e ixtle, cuerdas, maderas y café, con un valor anual entre 28 y 32 millones de pesos. Las importaciones oscilan entre 26 y 29 millones. El oro y la plata representan el 80% del valor de las exportaciones (ibíd.: 35). La principal industria es la de telas de algodón. Con cerca de 50 fábricas que emplean a unos cinco mil obreros, deja un amplio margen a la importación. En mucho menor escala se producen telas de lana, azúcar refinada, bebidas alcohólicas, jabón, vidrio, papel y cuerda (ibíd.). López Cámara, quien estudió con detenimiento el período de la Reforma, describe el atraso existente en México hacia 1860: “Carencia absoluta de una red de comunicaciones [...] la mayor México

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parte de la población del país se hallaba diseminada en un gran número de pequeños poblados o ranchos cuya economía interna conservaba desde siempre las características de una economía autosuficiente. La producción y el consumo se llevaban a cabo dentro de una esfera local, o regional [...] grandes barreras naturales [...] confinaban a un aislamiento casi completo las zonas demográficas, agrícolas o industriales del territorio nacional” (op. cit.: 21). En la Constitución de 1857 se dispusieron medidas orientadas a la creación del mercado interno, semejantes a las aprobadas en Argentina por los mismos años. Estas apuntan a la abolición de las alcabalas y de las aduanas interiores y se reserva a la Federación la facultad de “acuñar moneda, contratar empréstitos sobre el crédito nacional, decidir los derechos sobre el comercio exterior y establecer las bases de la legislación mercantil” (Arnaud, op. cit.: 118). La Constitución tuvo una fuerte oposición por parte de los conservadores monárquicos y la administración no pudo funcionar en los tres años de guerra civil (1858-1861), cuando existieron dos gobiernos. Juárez logró financiar las guerras, la civil y la de Maximiliano, gracias a que controlaba las rentas sobre el comercio exterior. Entre 1867 y 1880 cerca del 60% de las rentas públicas respecto al total de los ingresos fiscales provenía del comercio exterior (ibíd.: 120). El Estado, como en Argentina, seguía dependiendo del ejército, pero ahora pretendía crear un orden único dentro del territorio. Entre 1868 y 1880 el gobierno mexicano dedicó el 43% de sus rentas a prevenir conflictos internos. Se duplicó el presupuesto militar en esos años (ibíd.: 125). La eliminación de los poderes regionales fue más lenta que en Argentina “por la relación entre rentas públicas obtenidas del comercio exterior y rentas de los poderes regionales” (ibíd.: 132). Finalmente, “se concentró la recaudación fiscal en las manos de una sola autoridad, la única con derecho de intervención en el intercambio” (ibíd.). La cuestión indígena y la nacionalidad En la época de los Borbones surgen las primeras manifestaciones de la nacionalidad en la capa criolla, que rechaza la discriminación establecida por la Corona en el acceso a los altos cargos coloniales. Actitud semejante a la de las élites criollas de 82

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Argentina y Colombia, pero que presenta una diferencia notable en su desenvolvimiento en el siglo XIX, ya que en estos dos últimos países fueron los mismos criollos quienes asumieron en 1810 el mando de la revolución, mientras que en México un buen número de criollos que formaban parte del ejército español, se mantuvieron en él y participaron en la represión a Hidalgo y Morelos.6 La mayoría de ellos apoyaron la contrarrevolución en el período 1810-1820. La revolución de independencia fue, característicamente, una revolución popular, de indios, mestizos y castas, comandada por dos sacerdotes.7 El estamento criollo –con excepción de unos cuantos de sus miembros que se unieron a los dos curas dirigentes– se alinea en el sector conservador y participa en la restauración monárquica de Iturbide (1822-1823) luego de la definitiva separación de España. A propósito del levantamiento de Hidalgo, anota Tutino que entre septiembre y octubre de 1810 el cura llegó a tener cerca de 80 mil rebeldes consigo y que gran parte de ellos “eran arrendatarios y empleados de haciendas rurales del Bajío [...] [según Alamán, testigo presencial] muchos oficiales rebeldes eran administradores y capataces de haciendas, mientras la caballería estaba formada en su mayor parte por vaqueros de haciendas y la mayoría de los soldados de infantería eran jornaleros de haciendas” (op. cit.: 47). Se presentó una notoria diferencia entre el líder y los seguidores en cuanto a los fines del movimiento. Mientras Hidalgo atacaba al régimen español, quienes lo seguían “dirigían la violencia una y otra vez contra las haciendas con tierras en el Bajío y zonas aledañas”. Así, para Tutino es claro que “la revuelta de Hidalgo fue una insurrección agraria, a despecho de los objetivos más políticos de su jefe” (ibíd.). El peso del clero en la independencia al lado de la revolución fue muy grande, tanto que se situó a la cabeza de la misma. Aunque, su influencia viene de atrás. Antecedente de Hidalgo y Morelos fue fray Servando Teresa de Mier, nacido en 6 Es significativo el hecho de que en el momento de la Independencia “cincuenta y un nobles eran mexicanos y tan sólo veinte eran europeos” (Ladd, 1976: 3). 7 En la opinión de Fernando Díaz Díaz, a la Independencia de México le faltó un líder que hubiese realizado la unidad y superado el desorden político. No fue Iturbide, ni lo fueron Guerrero, Guadalupe Victoria o Juan Álvarez, líderes de “acentuado carácter regional”. La fragmentación del poder era efectiva. Los “Libertadores” tenían “influjo, armas y recursos”. Díaz sostiene que la fragmentación fue la base del ascenso de Santa Anna (1971: 48).

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1763. 8 Partidario definido de la separación de España, fray Servando fue perseguido por sus ideas y enviado preso a la metrópoli. El liga su ideología política con la religión católica, al plantear el mito de una nación mexicana heredera de los aztecas que se resuelve en la lucha bajo el estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe. Según Brading, fray Servando pasó de “patriota radical” a “ideólogo nacionalista”. Otros curas precursores fueron fray Melchor de Telamantes, quien plantea la independencia de México en 1808, y fray Vicente de Santa María, partícipe activo en la conspiración criolla de 1809 en Michoacán (De la Torre, 1984: 134-135). Hidalgo y Morelos fueron la punta visible de un gran movimiento clerical que llegó a contabilizar 400 sacerdotes combatientes y 215 ejecutados por los españoles. Fueron jefes militares y comandaron la masa pobre de indígenas y castas que vivían en sus parroquias. Clero bajo, que pese a su radicalismo respetaba la propiedad de los criollos ricos (Brading, op. cit.: 73). López Cámara llama la atención sobre el empeño que pusieron los criollos en diferenciarse de los indios ante los españoles, que insistían en considerarlos como la misma cosa. Argumentaban que cada grupo tenía su naturaleza peculiar y rechazaban “el parentesco con el aborigen para acentuar su personalidad específica” (en Hale, 1994: 54-55). Sin embargo, dice este autor, el criollo se reconoce en un pasado prehispánico y por ello “ve en el indio una realidad que lo justifica, que lo legitima en sus propósitos revolucionarios [...] “criollos” e indios están vinculados íntimamente por una doble circunstancia: como originarios de una misma realidad geográfica y como herederos de un legado histórico común [...] son americanos [...] Tienen, pues, una realidad idéntica, forman una sola familia, una misma nación” (ibíd.: 141). La rebelión del criollo de clase alta, su nacionalismo, dice López Cámara, es de signo negativo, no busca la transformación del orden social, busca desplazar a los españoles del poder político. Sostiene que con Hidalgo surge un criollo de clase media, interesado en el cambio de la estructura social, que más tarde será reemplazado por el criollo liberal: ya no la “conciencia destructora” del insurgente de 1810, sino la “conciencia transformadora” del sector más culto de la clase media, el hombre “verdaderamente liberal” (ibíd.: 294). Su biografía es en un todo semejante a la de Antonio Nariño, el Precursor de la independencia en Colombia. Nariño es apenas dos años menor y sus actividades revolucionarias los llevaron a ambos a la prisión en España por la misma época.

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El hecho es que los indios constituían el porcentaje más alto de la población. Hacia 1810 eran 3’676.280 y los criollos un millón (Cosío, 1976: 535 y 537). En porcentajes, alrededor de 60% y 16%, respectivamente. Los mestizos alcanzaban apenas un 10% y los negros, mulatos y castas otro tanto. Según Rodolfo Reyes, en los años de la independencia “no estaba formado en mayoría, y mucho menos de modo uniforme, el elemento mestizo sobre el que podía sustentarse una nacionalidad más o menos uniforme y susceptible así de plegarse a instituciones que, de otro modo, no podían pasar de aspiraciones de una minoría o de factores para una inevitable oligarquía de la misma” (1917: XVI; el énfasis es mío). En corroboración de lo afirmado por Reyes, puede anotarse que la mayoría de los indios no hablaba español y se hallaba marginada en buena medida del mercado. Con las castas y los mestizos sumaban algo más del 80% de la población total, lo cual, sin duda, establecía una seria barrera para el desarrollo de la nacionalidad. Un grupo minoritario de blancos concentraba la riqueza y el poder político, fundamentado en el clero y en el ejército. Como dice el mismo Reyes, “en México la nacionalidad nació herida del vicio capital de la desigualdad étnica profunda, entre el grupo redentor y la mayoría pseudo-redimida [...] coexistieron dos civilizaciones y dos castas separadas por un abismo dentro de un mismo sistema teórico; pero alejadas necesariamente en la vida real, y aún a las veces enfrentadas como naturales adversarios” (ibíd.: XVI y XVIII). Reyes escribe hacia 1912. Al parecer, existía en esos años una especial preocupación de los intelectuales mexicanos por el problema nacional. En 1916, el arqueólogo Manuel Gamio, sostenía que la revolución en curso por entonces, destruiría los obstáculos para la creación de la “futura nacionalidad [...] la futura patria mexicana”. Pensaba que a juzgar por los estándares de Alemania, Japón y Francia, México no constituía todavía una verdadera nación, en tanto le faltaban los cuatro hechos que en su opinión la definen: un lenguaje común, un carácter común, una raza homogénea y una historia compartida.9 En razón de sus varias lenguas, pobreza y analfabetismo, las comunidades indígenas formaban una serie de pequeñas patrias, cuyos habitantes no participaban en la vida nacional ni en el ejercicio de sus derechos como ciudadanos. El gran objetivo de la revolución, argüía Gamio, debía ser el de crear “una patria poderosa y una México

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nacionalidad coherente y definida”, basada en “la aproximación racial, la fusión cultural, la unificación lingüística y el equilibrio económico” (en Brading, 1992: 14-15). En los dos autores citados se relieva un problema básico, peculiar de México y en ello bien diferente de Argentina y Colombia: la división de la población en dos partes por razones étnicas, una de las cuales, la india, notablemente mayoritaria, no constituye, por los motivos expuestos, el fundamento de la nación. Al mismo tiempo, ambos autores señalan el mestizaje como el factor decisivo para el desarrollo de la nacionalidad, fenómeno que se presenta en el caso colombiano. La “cuestión indígena” tuvo gran importancia en el siglo XIX, por la continua insurgencia de los indios en distintas partes del país. “Los estudios dedicados a estas rebeliones –anota Enrique Florescano– destacan como causa principal de ellas los resentimientos que los pueblos indígenas acumularon contra las medidas modernizadoras emprendidas por los nuevos gobiernos; pero también señalan, entre otros factores que contribuyeron a expandir el furor indígena y campesino, el debilitamiento de las autoridades centrales –Estado e Iglesia–, las pugnas regionales, y la decisión de estos grupos de armar a los indígenas para participar en las contiendas internas que los dividían” (1992: 34). Por otra parte, se produjo el despojo de las tierras comunales indígenas. A principios del siglo XIX los pueblos indios disponían de cerca del 40% de la tierra cultivada del país y hacia 1910 tan sólo conservaban el 5% (ibíd.: 57). A mediados del siglo XIX la preocupación de las élites intelectuales y políticas se acrecentó con los levantamientos indígenas de 1847 a 1849. Diversas fórmulas se presentaron por parte de miembros de esas élites para darle salida. Fórmulas que iban desde la represión hasta la educación y el retorno al sistema leMuy dentro de la tradición liberal Gamio desestimaba el pasado español, ese que los conservadores como Alamán habían reivindicado como parte importante de la nacionalidad: “la conquista [...] ha venido a crear una nueva nación en la cual no queda rastro alguno de lo que antes existió: religión, lengua, costumbres, leyes, habitantes, todo es el resultado de la conquista”; nacionalidad ligada a la religión católica, pues para él la Iglesia era “el único lazo común que liga a todos los mejicanos, cuando todos los demás han sido rotos y como lo único capaz de sostener a la raza hispanoamericana y que puede liberarla de todos los grandes peligros a que está expuesta” (en Brading, op. cit.: 111-112). Alamán se inspiraba en el pensamiento de los ideólogos del conservatismo moderno, Burke y De Maistre, pero su influencia no transcendía el reducido grupo clerical de los años 1830-1850.

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gal de la Colonia. Charles Hale afirma que conservadores y liberales compartían el temor a la revolución social y los últimos “eran más vulnerables cuanto que la revolución social revelaba su concepto criollo de la nacionalidad” (op. cit.: 250). Ignacio Ramírez, un intelectual liberal, afirmaba en 1856 que no había homogeneidad en la población mexicana: “Levantemos el ligero velo –dice– de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzamos hoy de confundir en una sola [...] muchos de estos pueblos conservan todavía las tradiciones de un origen diverso y una nacionalidad independiente y gloriosa (tlascaltecas, otomíes, yucatecos) [...] Esas razas conservan aún su nacionalidad protegida por el hogar doméstico y los matrimonios entre ellos son muy raros; entre ellos y las razas mixtas se hacen cada día menos frecuentes; no se ha descubierto el modo de facilitar sus enlaces con los extranjeros. En fin, el amor conserva la división territorial anterior a la colonia” (en Giron, op. cit.: 58). Añade Ramírez que “esta heterogeneidad generadora de incomunicación trae consecuencias económicas y políticas. Favorece la marginación de la mayoría de la población del país y la dominación de una minoría paternalista más impregnada de una mentalidad colonial” (ibíd.: 59). Los liberales prolongan los prejuicios que vienen de la Colonia respecto de los indios. Siguen juzgándolos como “tristes”, “indolentes”, “flojos”, “incultos”, “ignorantes” (ibíd.: 72). Varios investigadores han demostrado la raíz económica de los levantamientos indígenas, que se relacionan, por otra parte, según Hale, con la indudable influencia que tuvieron las ideas liberales en las masas campesinas. Sin embargo, en el concepto criollo de nacionalidad que predominó en la década de 1830, “no sólo se hizo caso omiso del indio, sino que las esperanzas para el futuro se cifraban en una nueva clase de propietarios burgueses fortificada por europeos inmigrantes. Inclusive un ‘radical’ como Zavala dudó en 1833 de la factibilidad de una democracia que incluyese a los indios” (op. cit.: 253). Es ésta la misma imagen de su país que se hacía la generación de 1837 de Argentina, sólo que allí la población india era poco numerosa y en México, como se ha visto, era mayoritaria. El período 1821-1876, denominado por Francisco Bulnes de “anarquía”, comprende dos subperíodos, el de 1821-1854, marMéxico

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cado por la dictadura de Santa Anna, y el de 1854-1876, época de la Reforma, la guerra de los tres años, el imperio francés y la “República restaurada”. Según Claude Dumas, en este período “es claro que no encontramos casi trazas del concepto de nación” y la existencia de etnias diferentes en el mismo territorio “nutrirá querellas de precedencia y desembocará en el debate de la identidad nacional” (1982 : 48). Comenta el historiador francés las opiniones de Lucas Alamán, actor de primera línea en esos años, de tendencia conservadora, semejantes en este punto a las del historiador Silvio Zavala, en el sentido de que la heterogeneidad racial del país en el siglo XIX representa un obstáculo para la unidad nacional. Dice Dumas que Alamán ve el México del decenio de 1850 “como un conjunto heterogéneo al que falta un poder superior para imponer, en el equilibrio de los componente étnicos del país, la unidad nacional del pasado” (ibíd.: 51), la unidad que impuso el imperio español. El liberal José María Luis Mora, contemporáneo de Alamán, no cree que exista un “carácter mexicano” y coincide con éste en reivindicar “los elementos hispánicos como determinantes del carácter profundo, esencial de la nación [...]”. En suma, para Dumas lo que se manifiesta en el umbral de la Reforma es “una toma de conciencia [...] de la nueva nación y/ o la patria mexicana” (ibíd.: 59). José C. Valadez afirma que “no existe propiamente una patria mexicana antes de 1862, en que se fue forjando al compás de la lucha armada contra la intervención francesa” (ibíd.: 47) y que Juárez fue el puente entre el México “incoherente” y la nación mexicana. Esta idea la comparte De la Torre Villar, quien sustenta que la conciencia de nación “cristalizó definitivamente en 186165 durante la guerra con Francia [...] En estos años la conciencia de pertenecer a una sola nación regida por un orden jurídico propio se generalizó”. Este autor considera que en México se libró una “lucha tenaz para vencer el viejo ideal monárquico impuesto desde fuera”, lucha que empieza a mediados del siglo XVIII con la aspiración nacional de “un pequeño núcleo de criollos ilustrados” y se continúa con el “pequeño grupo de patriotas” que a mediados del siglo XIX implantaron el sistema republicano (op. cit.: 142). Es notorio que todas las interpretaciones que tratan de dar cuenta de la nacionalidad mexicana en el siglo XIX hacen abstracción de los indios y entienden el pasado como el legado español, 88

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que se transmite a través de los criollos y sus herederos. Aun Altamirano, indio puro, “manipuló”, según Dumas, los símbolos del pasado y apeló a la nación, a la patria, a 1810. Asumía, por cierto, su raza, y planteaba la unidad por encima de las razas, pero omitió hablar de comunidad racial. Los indios puros, como Benito Juárez, que se elevaron hasta los círculos altos del poder lo hicieron gracias a sus dotes personales, no como líderes de las comunidades indígenas sino como preclaros exponentes de la ideología de los “blancos”, el liberalismo. Guillermo Prieto expresa el desconcierto de los escritores ante la realidad del indio: “Continuamos –dice– siendo extranjeros en nuestra propia patria. Los cuadros de costumbre eran difíciles, porque no había costumbres verdaderamente nacionales [...] ¿Cómo encontrar simpatías describiendo el estado miserable del indio supersticioso, su ignorancia y su modo de ser abyecto y bárbaro?” (citado por Monsiváis, 1989: 162). En todo caso, en el siglo XIX una numerosa población indígena10 estaba marginada del Estado, en gran proporción tanto desde el punto de vista cultural como económico.11 En el aspecto de mayor importancia para la integración a la nación, el idioma, se observa el predominio de las lenguas indígenas, que sólo muy lentamente fueron sustituidas por el español: en 1930 todavía 1’185.162 indios hablaban 53 de esas lenguas (ibíd.: 65), en su mayoría en forma monolingüista. A mediados del siglo XIX, los indígenas constituían el 50% de la población, porcentaje del cual apenas un cinco por ciento “tenían suficiente dinero para distinguirse de los demás [...] El resto de los indígenas, pobres y socialmente inertes, comprendía campesinos comunales, peones, sirvientes domésticos y vendedores ambulantes”; hacia arriba de la estructura social, los estratos mestizo y blanco representaban el 36 y 6 por ciento, respectivamente (Powell, op. cit.: 16-17). Powell destaca las barreras existentes entre las clases sociales. El grupo blanco mantenía una exclusividad étnica y una conEn 1910 se contabilizaban, según Fabila (1973), cerca de cinco millones seiscientos mil indios. 11 Los antropólogos Ricardo Pozas e Isabel de Pozas (1982) hablan de “remanentes” indígenas en el México actual y dicen que “Un ejemplo de esos remanentes lo constituyen las relaciones de parentesco [...] cuyo influjo en la organización interna de la vida del indio puede comprobarse”. Igualmente, “la producción para el consumo es el remanente característico de los núcleos indígenas”. 10

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cepción aristocrática que “impidieron que se desarrollara una élite unificada por simpatías, intereses y valores comunes” (ibíd.: 18). Por otra parte, las relaciones entre blancos, mestizos e indios se caracterizaban por “la tensión y la hostilidad”, prevaleciendo el menosprecio de los blancos y los mestizos hacia los indígenas (ibíd.: 19). El camino hacia la centralización. Porfirio Díaz El período de predominio liberal no es propicio para la unidad nacional. Marcado por nueve años de guerra y por numerosas insurrecciones campesinas provoca sí, por las exigencias de la lucha armada, durante los gobiernos de Juárez y Lerdo de Tejada, un alto grado de centralización del poder, que será llevado hasta sus últimas consecuencias por su sucesor, Porfirio Díaz. La transición de la estructura de dominación patrimonial que emerge con Iturbide y se continúa durante la Reforma evoluciona hacia un Estado patrimonial burocrático en la época del Porfiriato. Hasta la llegada de Porfirio Díaz a la presidencia el Estado central era muy débil. Los gobernantes tenían que negociar con los caciques, cuyas redes de poder eran autónomas, y con los jefes militares que disponían de la fuerza armada de los estados. La autoridad descansaba en las personas no en el Estado. En la primera mitad del siglo XIX los gobiernos se instalaron y cayeron al ritmo de la capacidad de los líderes para mantenerse en ellos (téngase en cuenta que en 34 años, entre 1820 y 1854, hubo 34 presidentes y sólo uno terminó el período de gobierno). Y en los años de la Reforma, Benito Juárez, como ya se dijo, al frente de los liberales, retuvo el poder en sus manos ejerciendo en la práctica una dictadura. Porfirio Díaz nació en Oaxaca el 15 de septiembre de 1830. Su padre, según dice el mismo Díaz en sus memorias, tenía “mezcla de sangre india”. Su madre era hija de español y de mestiza. El bisabuelo materno “vino de Asturias y se casó con doña María Gutiérrez, india del pueblo de Yodocano, de manera que mi madre tenía una cuarta parte de sangre india, de raza mixteca” (Díaz, 1947: 25). La madre quedó viuda muy pronto sin más patrimonio que un mesón. Tenía varios hijos. Dada la pobreza de la familia, Porfirio fue zapatero, carpintero, armero y cazador. Además de vender zapatos y muebles, daba lecciones. “Sentí –cuenta él mismo– entusiasmo por los princi90

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Gabinete del presidente Porfirio Díaz (circa 1896).

pios liberales cuando los conocí y tuve afición a la carrera militar, cuando comencé a servir como soldado [...] Mis condiciones especiales eran buena salud, buena talla, notable desarrollo físico, gran agilidad y mucha inclinación, aptitud y gusto por los ejercicios atléticos” (ibíd.: 35). Dice José López Portillo que “así adquirió hábitos de trabajo y economía, que no perdió nunca, y fue iniciado por las circunstancias en el arte de cuidar y administrar el dinero” (López y Rojas, 1975: 266). Los ejercicios atléticos los realizó recorriendo las serranías de su tierra natal, en donde fue dirigente de los zapotecas. Después México

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de varios años en el seminario desistió de su idea de ser cura. Estudió leyes, fue discípulo de Juárez, por entonces gobernador de Oaxaca. Su carrera política empieza en 1854, cuando terminados sus estudios de derecho Santa Anna cerró el instituto en donde estudiaba y no pudo graduarse. Santa Anna persiguió a los liberales. Díaz colaboró con éstos. Se alista en la guerra contra el dictador y obtiene un triunfo por el cual Juárez le da un cargo. En 1861 lo eligen diputado al Congreso de la Unión. Hay por entonces una fuerte oposición a Juárez. Vuelve a empuñar las armas con los diputados liberales. En las acciones de esta guerra lo ascienden a general de brigada. Según López Portillo, de su experiencia parlamentaria Díaz sacó un “íntimo y profundo menosprecio” por el Parlamento, “menosprecio real, aunque mañosamente disimulado en todo tiempo y circunstancias” (ibíd.: 33). Porfirio Díaz combate contra los invasores franceses. Y en 1863 recibe el grado de general de división, otorgado por Juárez, con mando sobre varios estados. Diversas acciones en esta guerra le ganan un inmenso prestigio. Para su biógrafo no cabe duda de que Díaz veía las cosas desde lejos y que desde entonces estaba preparando su camino para el desarrollo de sus planes. Sostiene además que la idea fija de llegar al solio presidencial fue el norte, la orientación de su vida entera. Cuando triunfa la república, Díaz rompe con Juárez. Al terminar la guerra (1867) había 80 ó 90 mil hombres armados. Juárez licenció a 60 mil. Hubo protestas, entre ellas la de Porfirio Díaz y su actitud acrecentó su popularidad. Luego renuncia. Comenta López Portillo que su intención fue la de proyectarse como un guerrero generoso y presentarse “a los ojos de propios y extraños como hombre extraordinario, tanto en la paz como en la guerra” (ibíd.: 73). Logra su propósito. Demuestra su habilidad para preparar actos que produzcan los efectos que le interesan en la opinión pública (ibíd.: 74). Díaz compite con Juárez y Lerdo por la presidencia en 1871. Cinco años más tarde, el 10 de enero de 1876, lanza el Plan de Tuxtepec, desconociendo a Lerdo de Tejada y su gobierno. En el artículo 10 de dicho Plan se reconoce a Díaz como “general en jefe del ejército regenerador”. Aunque no fue muy exitoso en las batallas campales, luego de una lucha ardua derrotó a Lerdo. Lo eligen presidente para el período 1876-1880. Para el siguiente período, 1880-1884, hace elegir a Manuel González, un hombre de

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su confianza. Vuelve a la presidencia en 1884 y será reelegido sin interrupción hasta 1910. Porfirio Díaz actuaba como un consumado maquiavélico, aunque nunca había leído a Maquiavelo. Así lo atestigua Francisco Bulnes, su contemporáneo, quien dice que sin conocerlo, Díaz “pensaba como el mal entendido florentino: el “Príncipe” debe gobernar con los “Grandes” mientras los elimina”. En 1877 dejó que los hombres de armas se apoderaran de sus feudos como gobernadores, pero una vez convertidos en tales “se vieron obligados a dejar el mando de sus ejércitos personales, los que por el gobierno federal fueron considerablemente reducidos o refundidos” y quedaron como jefes superiores “los predilectos, los leales, los amigos incondicionales del Supremo caudillo” (Bulnes, 1920: 31). Díaz sabía, por su cuenta, de la máxima maquiavélica según la cual el príncipe debe respetar las costumbres del pueblo y entender que la religión es un elemento crucial para la unidad de éste y por ende para el logro de la paz. Por lo tanto, los esfuerzos del gobernante deben orientarse a facilitar las prácticas religiosas y antes que oponerse a ellas debe aparecer auspiciándolas, así él mismo no sea creyente. Díaz se decía católico, pero en verdad era masón grado 33. Desde su primer gobierno estableció buenas relaciones con el arzobispo de México y facilitó las actividades de la Iglesia, pero sin modificar la legislación de la Reforma. Favorecía los conventos a escondidas y enviaba a su segunda esposa, ferviente católica, a presidir actos religiosos. Obtuvo de este modo éxito en neutralizar el agudo conflicto suscitado por la secularización juarista, cuestión clave en la consecusión de la paz, sin dejar de mantenerse firme en la aplicación de las leyes respectivas que la consagraron.12 Hay otros ejemplos que demuestran las condiciones carismáticas de Porfirio Díaz, condiciones que lo proyectaron como el hombre necesario en un momento en que las fuerzas de cambio acumuladas en los años de la Reforma exigían la presencia de un dirigente que interpretara el sentido de las mismas para “Las propuestas escritas y armadas de los católicos –escribe Jorge Adame– contra las disposiciones reformistas debieron hacer pensar a Díaz que necesitaba contar con la Iglesia para gobernar el país. Esto explica que a un mes de instalado el gobierno tuxtepecano [...] el secretario de Gobernación emitiera una circular (15 de enero de 1877) que anunciaba una época de tolerancia” (Goddard, 1981: 101).

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llegar a su plenitud, liquidando con energía, habilidad y astucia, los poderes regionales y fundando el Estado nacional. Porfirio Díaz “es un hombre extraordinario en la genuina acepción del vocablo”, sentencia Justo Sierra y da una explicación que parece inspirada en la idea de Maquiavelo (1987 [1513]) de que es preciso que sea uno solo quien organice de nuevo la república o el que la reforme totalmente, al afirmar que los mexicanos necesitaron para lograr la paz, “como todos los pueblos en las horas de las crisis supremas, como los pueblos de Cromwell y Napoleón, es cierto: pero también como los pueblos de Washington y Lincoln y de Bismarck, de Cavour y de Juárez: un hombre, una conciencia, una voluntad que unificase las fuerzas morales y las transmutase en impulso normal: este hombre fue el Presidente Díaz” (1940: 453-454). 1880-1910: El Estado nacional El modelo económico de México a finales del siglo XIX coincidía en buena medida con el de Argentina: unos pocos grandes propietarios de tierras, muchos de los cuales las habían recibido en donación del presidente y presencia de un número considerable de extranjeros en los sectores agrícola y comercial. Durante el porfiriato, dice Vicente Fuentes Díaz, “la tierra se convirtió en el monopolio de una reducida casta; el gran comercio y la industria textil cayeron en manos españolas y francesas; la minería, en poder de unas cuantas empresas norteamericanas, igual que los ferrocarriles y los servicios públicos de tranvías y electricidad, la banca, por último, fue controlada por una minoría financiera” (1972: 76). Se formó una “cerrada oligarquía” con el predominio del capitalismo extranjero. El extraordinario desarrollo que alcanzaron las haciendas “estaba estrechamente ligado a la penetración del capitalismo interno y externo en el campo mexicano” (Katz, 1980: 9).13

Esta situación persiste hasta mediados de la década de 1930. Así lo constata Rosenzweig: “Todavía en la segunda mitad de la década de los treinta –escribe en su ensayo antes citado–, el país conservaba su carácter predominantemente agrario; en más de dos tercios la población ocupada dependía de la agricultura y parecida proporción de la total vivía en el campo; las exportaciones primarias (agrícolas y mineras) constituían el factor más dinámico de la economía, y si bien la actividad industrial había comenzado a crecer, sustituyendo importaciones, era todavía incipiente dado el raquitismo del mercado interno” (op. cit.: 11). 13

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Se produjo un aumento en las exportaciones agrícolas, pero disminuyó la producción de alimentos. Juan Gómez Quiñones relaciona este hecho con el modelo de tenencia de la tierra: “La tenencia de la tierra –dice– se concentró todavía en mayor medida; muchos que antes trabajaban de manera independiente se quedaron sin tierra; aumentó la cantidad de extranjeros terratenientes lo cual provocó resentimientos”. El México rural “se convirtió en una zona de descontento” (1984: 43). La agricultura de exportación (en pesos de 1900) pasó de 20 millones en 1887-1888 a 50 millones en 1903-1904 (Cosío, 1976: 232). Se puede ver la dimensión de este aumento en los casos del café y el henequén: entre 1887 y 1904 la exportación de café pasó de 12 mil toneladas a 16 mil y el henequén de 38 mil toneladas a 100 mil (ibíd.: 233). Por otra parte, también aumentó la producción minera e industrial. La de metales industriales aumentó considerablemente entre 1891 y 1905: el cobre pasó de 5.640 toneladas a 65 mil, el plomo de 30 mil toneladas a 100 mil y el zinc de 400 toneladas a 100 mil (ibíd.). El valor de la producción industrial llegó en 1892 a 90 millones de pesos (Gómez, op. cit.: 44) y la producción total aumentó de 1891 a 1911 en un 299% (Cosío, op. cit.: 233-234). Muchas de las plantas industriales eran de propiedad de inmigrantes extranjeros. La inversión foránea se calculaba, para finales del porfiriato, en $37.400’837.960 y estaba formada sobre todo por intereses estadounidenses, ingleses, franceses, alemanes y holandeses “invertidos principalmente en barcos, ferrocarriles, minería, industria, comercio, servicios públicos, petróleo y bienes raíces” (Gomez, op. cit.: 45). Es correlativo a esta situación el hecho de que el mayor número de huelgas se presentó precisamente en industrias en las que predominaban los extranjeros. A ellos “se les entregaron los recursos naturales, los más valiosos” (González, 1966: 379). Pero se fracasó en el intento de traer europeos. El total de inmigrantes fue pequeño en medio siglo: 36.196 en 1857 y 68.000 en 1910 (González, 1994: 271). Una vez en la presidencia, Porfirio Díaz atacó el punto neurálgico causante de la fragmentación del poder en México: los ejércitos particulares de los caudillos. Lo hizo desarticulando la estructura de mando: suprimió los cargos altos, dividió el país en doce zonas militares y éstas en jefaturas de armas que pasaban México

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de treinta. Los veinte mil hombres que tenía el ejército repartidos en treinta partes daba como resultado menos de un batallón por jefe. Como los caudillos eran prestigiosos en sus estados y podían organizar ejércitos, les dio concesiones en ferrocarriles, minas, salinas, pesquerías, bosques y toda clase de prebendas que fueran necesarias. También actuó drásticamente: cuando fue necesario, como en el caso de Veracruz en 1879, mandó a fusilar a los que se levantaron en armas (Bulnes, op. cit.: 34). Bulnes describe el proceso que llama de ‘anulación de los guerreros ilustres’: “Se dejaba primero a los caudillos gozar de su poder como gobernadores, con la libertad de enriquecerse a cambio de su fidelidad. Perdían así el mando de sus ejércitos –no podían mandar más por haber sido elegidos a un cargo civil–. Después venía la transferencia de sus ejércitos personales a otras regiones. En una nueva elección, la imposición progresiva de su leal en el punto del gobernador podía realizarse contra el antiguo caudillo, desprovisto ahora de su fuerza militar” (en Guerra, 1985: 195). Completa Bulnes el cuadro anterior: “[...] los gobernadores licenciaron sus respectivos ejércitos, y sucesivamente fueron entregando al ‘Príncipe’ su artillería, su armamento, sus municiones, su oficialidad y toda su vergüenza. Sólo el ejército federal debía hacerse cargo de la paz, y de dejar sin soberanía los Estados, desde el momento en que el dueño de toda la fuerza armada de la República fuera el Ejecutivo federal [...] El ejército federal [...] debía conservar la paz en toda la República [...] Los caciques 96

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quedaron destronados, sus dinastías disueltas, su arrogancia doblegada, sus mañas suprimidas. El poder federal fue el único poder en todo el país...esa concentración de fuerza, y los ferrocarriles y telégrafos, debían crear el espíritu nacional aniquilando el bárbaro espíritu provincialista [...] la paz, siendo cosa nueva y bella en la nación, inspiró al pueblo sentimientos de gratitud y lealtad para el Caudillo que había pacificado su patria, creyendo que esa paz sería eterna” (1920: 36-37). Sin embargo, tres hechos fueron el complemento indispensable de esta táctica de desplazamiento de los caudillos: el haberse quedado Díaz con el ejército bien disciplinado de Lerdo de Tejada; el aumento considerable de las rentas federales y el que se hubiesen construido con rapidez millares de kilómetros de vías férreas,14 que permitían al ejército federal una rápida movilización. Medida importante de Porfirio Díaz fue también, en este sentido, la creación de los cuerpos rurales, “milicia federal destinada a dar segu-

Valga anotar, de paso, que a la construcción de los ferrocarriles, vitales para la unidad nacional y la formación del mercado interno, Díaz aunó su empeñó en la mejora de caminos y la construcción de puentes, faros y diques.

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ridad a los caminos públicos”; en la práctica una fuerza de choque al servicio de los “jefes políticos”, cargo creado por Díaz en los distritos (alcanzaron a ser cerca de 300 en el país) subordinados a los gobernadores. Siendo éstos agentes personales suyos, el presidente establecía así una línea directa de dominio en todo el territorio nacional (Lozoya, 1984: 34). En una palabra, en el Estado federal mexicano se concentró el monopolio de la violencia física, condición del Estado nacional moderno. Y a ese punto se llegó, como en Europa occidental, por medio de la imposición de un líder carismático sobre múltiples poderes regionales. En aquella época, el monarca absoluto se impuso sobre los barones feudales. Ahora, el jefe máximo, al igual que entonces el monarca, ejerció su dominio de manera autocrática. En su primer gobierno Díaz consiguió la participación de algunos de sus enemigos políticos y de miembros de las distintas facciones políticas. Le era posible actuar de este modo conciliador por cuanto practicaba de veras su divisa de “poca política y mucha administración” y porque no hacía concesiones respecto a la intangibilidad de la Constitución de 1857 (López y Rojas, op. cit.: 153). En su segunda presidencia repitió el procedimiento de la anterior: “Llamó a su lado a los hombres útiles de todos los partidos, aun a aquellos que habían sido sus personales enemigos, aun a los mismos a quienes en otro tiempo había querido matar [...] Esa amplitud de criterio fue una de las causas más poderosas que influyeron en el constante acierto de su gobierno, porque le permitió echar mano de todos los elementos de importancia que había en el país y constituir con ellos un orden de cosas consciente, sólido y progresista” (ibíd.: 201-202). Este punto de vista fue enunciado de la misma forma por Rafael Núñez, y aplicado por él y más tarde por Rafael Reyes, su continuador en la obra de fundación del Estado nacional en Colombia. La centralización del poder fue efectiva. Aun cuando siguió vigente la estructura federal, tanto los gobernadores de los estados como los miembros del Congreso dependían por entero de la voluntad del presidente Díaz, algo semejante a lo que pasó con Roca en Argentina y Núñez en Colombia. Se cumplía con la formalidad de las elecciones cada cuatro años y la indefectible reelección de Díaz. Téngase en cuenta que a 1880 no llegan partidos políticos propiamente dichos. Las facciones que existieron en el siglo XIX – 98

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la principal la división entre monárquicos y liberales– se disolvieron con el paso del tiempo. La última, el partido liberal de Juárez, no alcanzó a consolidarse como partido y de él emergió Díaz, quien gobernó con su propio grupo político, sin conceder derecho de oposición a otros partidos, hasta 1910, año en el cual la disidencia liderada por Madero lo lleva al exilio. Porfirio Díaz realizó dos tareas fundamentales para abrir el camino hacia el Estado moderno: destruyó las redes de dominación regional de los caciques y les quitó el poder a los comandantes del ejército en los estados. Como soberano, creó su propia red de intermediarios con la población, nombrando los gobernadores bajo la cobertura del sistema federal. Creó una burocracia ligada al Estado central por medio de su persona, en la forma propia del patrimonialismo burocrático y repartió tierras a quienes integraban su círculo cercano y a todos aquellos que se incorporaron a su séquito por distintos motivos. Consiguió imponer la centralización del poder, con un efectivo monopolio de la violencia física. Durante el período de la dictadura se avanzó en la consolidación del Estado nacional. La necesidad de controlar una población dispersa en un territorio amplio llevó a Díaz a establecer una vasta red de ferrocarriles y a proveerse de las armas más modernas de la época. Los ferrocarriles, por otra parte, fueron decisivos para la formación del mercado interno que demandaba el creciente avance del capitalismo. Y en su sentir, decisivos también para la consolidación de la paz: “Los ferrocarriles –dice en su reportaje a Creelman en 1908– han desempeñado importante papel en la conservación de la paz en México. Cuando por primera vez me posesioné de la presidencia sólo existían las pequeñas líneas que comunicaban la capital con Veracruz y con Querétaro. Hoy tenemos más de diez y nueve mil millas de vía férrea. El servicio de correo se hacía en diligencia [...] Hoy tenemos establecido un servicio barato [...] y más de doscientas oficinas de correo. El telégrafo en aquellos tiempos casi no existía: en la actualidad tenemos una red telegráfica de más de cuarenta y cinco mil millas” (en López, op. cit.: 367). La élite positivista que apoyó la dictadura y se lucró de ella, proporcionó un esquema de racionalización al régimen al presentar el proceso histórico mexicano como una evolución comteana hacia el progreso y calificar la etapa que se estaba viMéxico

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viendo como correspondiente al estado positivo, en el que el conocimiento científico jugaba un papel primordial.15 Los capitales extranjeros que llegaron en buena cantidad obligaron al gobierno a crear instituciones y cargos burocráticos para el manejo estatal de las inversiones, las industrias y el comercio en auge. Ministros como Limantour demostraron gran habilidad en la conducción de la economía, que prosperó a sus anchas en el espacio pacificado creado por el gobierno porfirista. Al final de su dictadura, Porfirio Díaz expuso sus ideas acerca del régimen político en el que creía, ubicándose en la línea de los liberales hispanoamericanos, pero mezclando, al estilo de Bolívar, las dos tendencias en las que se dividieron los principales dirigentes: democracia, sí, pero como meta y justificación del gobierno personalizado; la dictadura, como paso necesario para superar la anarquía, o la inexperiencia de los pueblos recién llegados al modo de vida republicano: “He logrado convencerme más y más –afirma en el mencionado reportaje– de que la democracia es el único principio de gobierno, justo y verdadero; aunque en la práctica es sólo posible para los pueblos desarrollados”; “aquí, en México [...] yo recibí el mando de un ejército victorioso, en época en que el pueblo se hallaba dividido y sin preparación para el ejercicio de los principios de un gobierno democrático. Confiar a las masas toda la responsabilidad del gobierno, hubiera traído consecuencias desastrosas que hubieran producido el descrédito de la causa del gobierno libre”. A continuación justifica la dictadura como un régimen especial, pues se ha conservado la forma de gobierno republicano y democrático y se ha “defendido y mantenido intacta la teoría; pero hemos adoptado en la administración de los negocios nacionales una política patriarcal, guiando y sosteniendo las tendencias populares en el convencimiento que bajo una paz forzada, la educación, la industria y el comercio desarrollarían elementos de estabilidad y unión en un pueblo naturalmente inteligente, sumiso y benévolo” (en López, op. cit.: 364-365; el énfasis es mío). La influencia se percibe en Díaz en este párrafo un tanto lírico: “El silbido de las locomotoras en los desiertos donde antes sólo se oía el alarido del salvaje, es un anuncio de paz y prosperidad para esta noble nación, que aspira con justicia a participar en los bienes que la libertad y la ciencia han derramado a manos llenas en el mundo civilizado” (en Valadez, 1987: 301).

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Resalta Díaz el avance logrado en México durante su gobierno, a la luz de la idea del esquema clásico liberal que asigna a la clase media un papel estabilizador y de progreso en la sociedad moderna: “Méjico tiene hoy clase media, lo que no tenía antes”, dice, y subraya sus características: “La clase media es tanto aquí como en cualquier otra parte, el elemento activo de la sociedad. Los ricos están harto preocupados con su dinero y dignidades para trabajar por el bien general [...] y los pobres son ordinariamente demasiado ignorantes para confiarles el poder. La democracia debe contar para su desarrollo con la clase media, que es una clase activa y trabajadora [...] en otros tiempos no había clase media en Méjico, porque todos consagraban sus energías y sus talentos a la política y a la guerra” (ibíd.: 366). Reitera su posición negativa frente a la población indígena: “Los indios que constituyen más de la mitad de nuestra población [...] Están acostumbrados a dejarse dirigir por los que tienen en las manos las riendas del poder, en lugar de pensar por sí solos” (ibíd.; el énfasis es mío). Considera que en ese momento (1908), “la nación está bien preparada para entrar definitivamente en la vida libre” (ibíd.: 367), es decir, que la dictadura ha logrado sus fines y podrá pasarse ahora al disfrute de la democracia: “Las condiciones han exigido la adopción de medidas fuertes para conservar la paz y el desarrollo que deben preceder al gobierno libre. Las teorías políticas aisladas no forman una nación libre” (ibíd.: 369). Se refiere a los métodos que utilizó –inevitables, según él– para poder imponer el orden y llegar a la paz: “Empezamos por castigar el robo con pena de muerte, y ésto de una manera tan severa, que momentos después de aprehender al ladrón, era ejecutado”. La drasticidad de la medida era extrema, ya que la aplicaban al que robaba la línea telegráfica y al dueño de plantación que no lo impidiera; “eran órdenes militares [...] esa severidad era necesaria en aquellos tiempos para la existencia y progreso de la nación. Si hubo crueldad los resultados lo han justificado” (ibíd.: 367368; el énfasis es mío). A su modo de ver no había otra alternativa que la “paz forzosa”, como la denomina: “Para evitar el derramamiento de torrentes de sangre, fue necesario derramarla un poco. La paz era necesaria, aun una paz forzosa, para que la nación tuviese tiempo para pensar y para trabajar. La educación y la industria han terminado la tarea comenzando por el ejército” (ibíd.: México

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368; el énfasis es mío). Según Bulnes, el castigo se le aplicó como ley de fuga a “unos diez mil individuos” en los treinta y cuatro años de dictadura. El resultado fue que el país llegó “a ofrecer condiciones de seguridad superiores a las de los Estados Unidos” (op. cit.: 61 y 75).16 Si nos atenemos a los conceptos de Díaz sobre la naturaleza de su administración, se puede ver que los elementos básicos de la misma eran la “política patriarcal” y la “paz forzada”, o sea la forma patrimonial y el autoritarismo que caracterizan a la monarquía absoluta. En resumen, en México no hubo en el siglo XIX práctica electoral democrática sino en el período muy corto de la experiencia Juarista. Tampoco, por lo tanto, la alternación en el gobierno mediante elecciones. Porfirio Díaz no hizo más que llevar hasta sus últimas consecuencias la vía militar característica del período 1810-1880. Las capas de terratenientes y comerciantes, con su alto componente extranjero, separadas por barreras étnicas y sociales de la masa del pueblo, mayoritariamente indígena, no sólo no se constituyen en clase dominante sino que serán desplazadas de su lugar de privilegio por la revolución de 1910. Cien años después los campesinos vuelven a levantarse en armas y, aunque no alcanzan todos sus objetivos, esta vez sí lograrán importantes modificaciones en la estructura social y en la estructura del Estado nacional.

El autor dice que se trataba de “limpiar de bandidos la República”, bandidos que proliferaron en gran cantidad en esos años. Manuel Payno describió de manera realista este fenómeno en su celebrada novela Los bandidos de Riofrío.

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