96. Ulrike Prinz

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Humboldt 148/96 Ulrike Prinz Las hermanas salvajes de Pentesilea En las tierras bajas amazónicas, la leyenda griega de las amazonas, además de actuar de motor de conquista, encontró una sorprendente resonancia entre sus habitantes. Sobre la tropicalización de un mito. La historia ficticia de las amazonas ha recorrido los cuatro puntos cardinales; pertenece a ese recurrente y estrecho círculo de ensoñaciones e ideas en cuya órbita gira de manera casi instintiva la imaginación poética y religiosa de todas las razas y épocas del hombre. (Alexander von Humboldt) La expedición de Francisco de Orellana, en su viaje de descubrimiento del río Amazonas, fue prevenida –mucho antes de sufrir cualquier ataque– sobre la existencia de mujeres guerreras “que en su lengua las llaman coniupuyara, que quiere decir grandes señoras, que mirásemos lo que hacíamos, que éramos pocos y ellas muchas, que nos matarían”. No es ésta, ciertamente, la primera descripción de amazonas en América, pero sí una de las más interesantes, debido a que contiene informaciones procedentes de los propios indios. En efecto, a bordo de aquella primera expedición por el majestuoso río se hallaba un interprete de habla tupí-guaraní que era capaz de traducir las “noticias” que iban dando los “indios salvajes”. Las amazonas son descritas como mujeres altas, fornidas y de piel clara. También se relata que vivían en casas de piedra, en las que habían acumulado fabulosas riquezas y estatuillas de oro y plata con forma de mujer.

A comienzos del año 1541, Gonzalo Pizarro parte de Quito al frente de una expedición cuyo propósito declarado es encontrar el mítico País de la Canela. La integran 350 españoles y 4.000 esclavos indios, y está equipada con varios centenares de perros entrenados para la guerra, llamas, caballos y cerdos. La impenetrable ladera oriental de los Andes, las condiciones climáticas del trópico y un terremoto tienen consecuencias desastrosas para los españoles y sus acompañantes indígenas. Pronto se agotan las provisiones, los animales tienen que ser sacrificados y Pizarro, debilitado por la malaria, decide permanecer con la mayor parte de su expedición en el campamento base. El capitán Orellana recibe la orden de navegar corriente abajo para conseguir alimentos. Es así como éste parte con un pequeño bergantín y una tropa de 57 hombres. No encontrará otros indios hasta después de haber recorrido 1.000 kilómetros más. Pero cuando finalmente se tope con ellos, descubrirá que son súbditos de aquellas belicosas amazonas respecto de las cuales habían sido prevenidos sus soldados.

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Informe sobre mujeres guerreras El informe de fray Gaspar de Carvajal, cronista oficial de la expedición, se ha de leer, no obstante, también como una defensa de Orellana frente al reproche de haber abandonado a sus compañeros de armas; la lucha contra las temibles “amazonas” tenía probablemente la finalidad de justificar por qué el retorno había sido imposible. Pues mientras Pizarro se vio obligado a emprender el regreso a Quito a costa de grandes sacrificios, Orellana y su s hombres se convertirían en los primeros europeos en navegar por el río Amazonas. El río fue incluso bautizado, primero, con el nombre de Orellana, y, luego, con el de las mujeres aguerridas que su cronista había visto luchar en primera fila. El 24 de junio de 1542 Carvajal anota en su diario de viaje: “Qiero que sepan qual fue la cabsa [sic] por que estos indios se defendían de tal manera. Han de saber que ellos son subjectos y tributarios a las amazonas, y sabida nuestra venida, vánles a pedir socorro y vinieron hasta diéz o doce, que estas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios como capitanes, y peleaban ellos tan animosamente que los indios no osaron volver las espaldas, y al que las volvía, delante de nosotros le mataron a palos, y ésta es la cabsa por donde los indios se defendían tanto.” Según Carvajal, los soldados creyeron sinceramente que sus contrincantes femeninos eran “amazonas”. En sus descripciones, el monje dominico se refiere específicamente a la leyenda griega de las amazonas y analiza las similitudes existentes entre sendas versiones. Con la misma seriedad que la empleada mil quinientos años antes por el historiador de la antigüedad Diodoro Sículo, Carvajal se plantea la cuestión de si los hijos varones serían a sesinados, como en el caso de las amazonas de Asia Menor, o si las mujeres se vendarían el pecho para disparar mejor. En la corte española de Felipe II, estas aseveraciones de Carvajal y Orellana fueron acogidas con la crítica y el escepticismo más extremos. Los historiadores Francisco López de Gómara y Antonio de Herrera califican de “mentirosos” los supuestos encuentros con las amazonas: “En cuanto a las amazonas, juzgaron que el Capitán Orellana no debiera dar este nombre á aquellas mujeres que peleaban, ni con tan flacos fundamentos afirmar que había amazonas, porque en las Indias no fué nueva cosa pelear las mujeres y desembrazar sus arcos, como se vió en algunas islas de Barlovento y Cartajena y su comarca, adonde se mostraron tan animosas como los hombres.” Es decir, no se duda de que existan mujeres guerreras, pero se considera inadmisible su identificación con las amazonas griegas, y que se trace una analogía tan estrecha con los mitos clásicos. El recurrir a mitos griegos para explicar el “Nuevo Mundo” (del que no se hacía mención alguna en la Biblia) era, en definitiva, un expediente ad hoc, una especie de sistema de coordenadas para orientarse en la “terra incognita” en la que había que desenvolverse. Eso vale no sólo para esta

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expedición. Precisamente en la época del auge de las Misiones se asiste a una revaloración de las deidades del panteón griego. Lo sorprendente aquí es que en el “Nuevo Mundo” esas fantasías ? –o “ensoñaciones”, para usar el término de Humboldt– llegaron a tener una resonancia muy amplia. En la región del Amazonas estaban vinculadas a la promesa de riquezas indecibles y a la búsqueda del fabuloso País de la Canela y de El Dorado. La pregunta crucial para los conquistadores era, por lo tanto: ¿existen o no esas mujeres y sus correspondientes tesoros? Mitología americana Nunca fueron halladas ni las unas ni los otros; y, sin embargo, no se puede decir que todo se redujera a una quimera colonialista propia de descubridores: en 1888, aproximadamente 350 años después de la primera expedición al Amazonas, el etnólogo e investigador de mitos Paul Ehrenreich transcribe en la Isla de Bananal, situada en la bifurcación del río Araguaia, el relato titulado “Jacaré y las mujeres belicosas” de los karajá. Lo describe como una “leyenda de las amazonas en su forma más pura, sin toda esa parafernalia proveniente de las fábulas del Viejo Mundo con la que los primeros viajeros cubrieron y trastocaron la leyenda de las mujeres guerreras, tan extendida en Suramérica”. Ciertamente, el relato de Pedro Manco, guía y principal informante de Ehrenreich, tenía a primera vista muy poco que ver con el aguerrido pueblo de féminas de las riberas del Termodón. Se trata, ante todo, del relato de una infidelidad: “Las mujeres de una aldea solían acudir en ciertas épocas a una laguna donde habitaba un gran jacaré [kabrorô, caimán]. Ahí habían erigido chozas con utensilios de cocina, ollas, etc. Iban a ese sitio acicaladas con adornos de plumas y hermosos cinturones, así como almizcle para perfumar su cuerpo. Una de las mujeres, ataviada con todos esos adornos, untaba su piel con almizcle y permanecía sentada en la orilla, mientras las demás se internaban en la selva a recolectar frutas [...]” Atraído por el olor a almizcle, aparece el caimán. Se convierte en amante de la líder del grupo y obsequia a las mujeres pescado y pequi (Caryocar brasiliense), una fruta rica en vitaminas y grasas. A los maridos engañados, las mujeres les llevan de regreso sólo las conchas y las espinas. Éstos, sin embargo, envían a un niño a espiarlas y descubren su infidelidad. Entonces se disfrazan de mujeres, atraen a la bestia-amante y la matan. Pero las mujeres se enfurecen y retan a los hombres a luchar: “Los hombres no se tomaron la cosa en serio y colocaron al revés las flechas en el arco, para no herir a nadie; pero las mujeres dispararon con la punta de las flechas hacia delante y mataron a todos los hombres, excepto a unos pocos que lograron escapar. Entonces las mujeres navegaron río abajo y no se supo más de ellas. Mientras vivió aquel jacaré, todos los jacarés hablaban. Desde entonces, ya no habla ninguno”. Bajo el manto de una historia de infidelidad, el mito explica, pues, el origen de la fruta pequi, que el pobre caimán debió pagar con su vida, y el fin de una era mítica en la que todavía hablaban los

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animales. Del mito griego sólo resta la analogía superficial de un grupo de mujeres independientes que mataban con arco y flechas; e incluso esta analogía, observada más de cerca, no se sostiene, ya que para los griegos el arco y la flecha no eran armas varoniles, sino propias de cobardes que disparaban a buen resguardo, al modo de los escitas. En la variante indígena lo que está en juego es más bien cierto cambio de roles: las mujeres tienen la misión de proveer a las familias de pescado y son hábiles en el manejo del arco y la flecha, mientras que los hombres deben quedarse en casa para cuidar de los niños. Diálogo entre las mitologías La supuesta pureza de la variante americana del “mito de las amazonas” reivindicada por Ehrenreich fue refutada aproximadamente cien años después –casi como si de contradecir al investigador alemán se tratase– por una versión más moderna de los mismos karajá. Esta vez la historia de las esposas infieles encuentra un final sorprendente: airadas por el asesinato de su amante, las mujeres hacen uso de sus arcos y flechas. Asesinan a sus maridos, luego se cortan el seno izquierdo, se caen al agua y se transforman en delfines. El narrador Hawakati entretejió en su relato un mitologema que ya era conocido en la mitología griega, pero no en la indígena: el motivo de la amputación de un seno: “Luego, tras matarlos a todos, se cortaron el seno izquierdo. Entonces se colocaron un cuenco en la cabeza, se cayeron al agua y se convirtieron en delfines”. Muy similar es la versión de los kamayurá, de la vecina región del Alto Xingu. En su historia, que versa sobre el espíritu yamarikumá, se dice: “Las mujeres arqueras salvajes tienen un solo seno, el izquierdo. Del otro lado no tienen seno alguno, pues de ese lado disparan el arco. Todas esas mujeres llevan una piel de jaguar ceñida a la cintura”. El narrador kamayurá Moipti-Tewé le cuenta al etnólogo Mark Münzel que José, un amigo suyo, había estado ya allí; que la aldea de las mujeres arqueras se hallaba muy lejos, y que José había tenido que arrastrarse a través de muchos túneles subterráneos para llegar hasta allá. Pero al final de su recorrido, había sido recompensado con grandes riquezas: “Cuando José llegó hasta el lugar, el yamarikumá se asustó ? mucho. José gritó: ‘¡Huuuiiii!’, y el yamarikumá dijo con miedo: ‘¡Entonces, llegaste para asesinarnos!’ ‘No, vine para pediros cuentas de vidrio’. ‘Bueno, podemos ofrecerte cuentas de vidrio’. Entonces, las mujeres trajeron una caja grande, enorme. La abrieron y ¡estaba repleta de cuentas! ¡Llena de cuentas hasta el tope! ‘¡Llévatelo todo!’, le dijeron las mujeres a José. Y ¡se lo dieron todo! ¡Todas las cuentas!” El círculo se cierra, pues, sobre sí mismo: de nuevo, aparecen mencionadas las riquezas de las

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“amazonas”, otrora foco de la ambición de Orellana y sus hombres. Pero ¿se hubieran conformado los conquistadores con cuentas de vidrio? Difícilmente. El reclamo del oro de las amazonas había servido para reclutar simples soldados, pero las esperanzas de éstos nunca se vieron cumplidas. Pasaron los años y las amazonas y sus tesoros jamás aparecieron. Sólo quedaron las historias y sus interpretaciones. Sea como fuere, la leyenda de las amazonas encontró en América un terreno fértil. Puede que el detalle de la amputación del pecho fuera desarrollado por los narradores indígenas porque encajaba bien con la idea de mujeres arqueras que se habían vuelto salvajes. En efecto, las transmutaciones de este mito sólo son explicables si se presupone una cierta afi nidad interna entre los mitos griegos y los americanos, que ya Claude Lévi-Strauss había constatado y que, según él, se extiende a lo metafórico. La leyenda de las amazonas demuestra ser, pues, un mito vivo, proclive a asimilar cualquier influencia. De ahí que Pentesilea, en su modalidad tropicalizada, se transforme primero en una temible arquera carente de un seno, y luego, en un delfín; y que los legendarios tesoros de oro y plata se conviertan precisamente en cuentas de vidrio, que todavía se utilizan como forma de pago en las tierras bajas del Amazonas y que han perdurado como un triste símbolo del intercambio desigual entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Traducción del alemán: Fabio Morales Ulrike Prinz estudió Etnología, Filología románica y Filosofía en Múnich, Madrid y Marburgo. Entre 2001 y 2004 impartió clases sobre temas latinoamericanos en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich. Desde octubre de 2007 es responsable de la redacción de la revista Humboldt. Copyright : Goethe-Institut, Humboldt 2008

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