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CAPÍTULO III
Las Facultades Espirituales y el Ser Personal
I. LA INTELIGENCIA HUMANA. A. El encuentro del ser humano con la verdad La inteligencia tiene como fin alcanzar la verdad. Por esto nos detendremos un poco en el encuentro con la verdad que no es cualquier cosa, y desde lo cual se puede barruntar la naturaleza e importancia de la inteligencia, que tiene como acto propio el conocer intelectual la realidad. La verdad se define precisamente, como la adecuación del intelecto con la realidad conocida. En general, el encuentro con la verdad es muy importante para que el ser humano sea persona. Constituye un gran acontecimiento. Cuando un ser humano se ha encontrado con la verdad le acaece en cierto modo una revelación personal cuya respuesta es un cierto enamoramiento, un compromiso con la verdad descubierta, de manera que el hombre despliega sus mejores energías en profundizar en ella y en darla a conocer.
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Los seres humanos estamos hechos para el conocimiento de la verdad y cuando la encontramos, cuando la descubrimos, aquel acontecimiento marca nuestras vidas. De pronto, uno se percata de que hasta ese momento su vida había transcurrido sin esa luz, sin esos horizontes, y que gracias a aquello que se nos ha aparecido como verdadero, nuestra vida se abre a nuevas dimensiones, anteriormente desconocidas. A veces sucede que si la verdad alcanzada es de muy alto nivel, uno se pregunta cómo es que pudo vivir todo el tiempo transcurrido sin conocerla. La verdad le cambia a uno la vida, le hace ver que puede vivir de modo diferente y entonces se le hace inolvidable. Precisamente la verdad se expresa con el término griego aletheia (a=sin, lethos=olvido) Estamos hechos para la verdad y cuando tenemos la suerte de encontrarla aquella se hace inolvidable. Sin embargo, hay muchos niveles de verdad. Es más, la verdad se puede encontrar no sólo en la filosofía (aunque a ésta le corresponda buscarla rigurosamente). También uno se puede encontrar con la verdad en otras ciencias, en las matemáticas, en la economía, en la medicina, etc.; también en el arte, en la música, y además se puede encontrar la verdad en otra persona. Cuando se encuentra la verdad en una persona, cuando ésta se nos presenta de modo resplandiente, uno puede ver que no puede hacer otra cosa que comprometerse con ella. Entonces cambia la propia vida, la presencia de aquella persona es punto de referencia imprescindible, con una novedad que transforma la existencia. En cualquiera de los encuentros con la verdad esa realidad se le aparece al sujeto de modo resplandeciente, y queda
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comprometido con la tarea que aquella verdad comporta, a la cual no se duda en dedicar parte importante de nuestro tiempo, de nuestras energías, de nuestros afanes. Normalmente aquella verdad que se ha encontrado invita a un mayor descubrimiento. Así se pueden ir viendo uno a uno los posibles encuentros con la verdad y todos tienen esa característica de descubrimiento esplendoroso de la realidad y de compromiso en la tarea de progresar en esa verdad. Actualmente, es necesario descubrir la verdad, hacer la experiencia de buscarla, de encontrarla y de comprometerse con ella. Estamos muy necesitados de ella en todos los niveles y su carencia tiene consecuencias nefastas en todos los ámbitos de la vida humana. Sin embargo, el encuentro con la verdad no es fácil, sino que alcanzarla conlleva esfuerzo. Por eso, si un ser humano está instalado en el hedonismo, si tiene el placer como único valor rector de su vida, es muy difícil que se encuentre con la verdad o que la pueda reconocer.
El descubrimiento de la verdad supone una actitud previa: la admiración, el desahabituamiento, la actitud humilde, algo ingenua e insatisfecha, de quien se pone en camino hacia el encuentro con la verdad, sabiendo interrogarse sobre la realidad. Esto supone la capacidad de preguntarse hasta de lo más evidente, pugnando por penetrar en las entrañas mismas de la realidad. Los intentos para hacerse con la verdad pueden ser muchos. Así, en la filosofía históricamente, el itinerario en pos de la verdad, tiene unos claros comienzos con los filósofos griegos, hacia el s. V. a.C. Cuando Heráclito y Parménides se
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plantean el conocimiento de la realidad, empiezan por tratar de responderse a esa pregunta precisamente: ¿Qué es la realidad?, ¿todo es un continuo devenir, todo cambia? o ¿existe algo permanente? Si todo cambia, si la realidad es un flujo en constante movimiento, ¿qué esperanzas hay de conocer realmente? Si vamos a la realidad para tratar de hacernos con ella y se nos escapa, como el agua entre los dedos, si es imposible asirla, poseerla, entonces sólo queda la desesperanza. Parménides, abre un resquicio a la esperanza, sostiene que el ser es permanente, que la realidad no cambia; con lo cual cabe la posibilidad de que la inteligencia humana se mida con aquello. Las averiguaciones parmenídeas son insuficientes, pero son una primera detectación de lo permanente. Cuando el ser humano se pone en contacto con lo estable, cuando se para a pensar, ese detenerse ante algo verdadero le proporciona un encuentro con lo necesario, con aquello que no puede ser de otra manera. Por otra parte, el ser humano tiene grandes deseos de permanencia, se resiste a disolverse en la fugacidad de los instantes, y aunque está instalado en la temporalidad se resiste a disolverse en ella. Por ello, si el hombre se encuentra con lo permanente, encuentra respuesta a una exigencia propiamente humana. Por esta razón, si el hombre nunca se encontrara con la verdad, si la realidad fuera contradictoria, si fuese incognoscible, entonces iría como sin norte, a cualquier parte, sin puntos de referencia seguros, permanentes; sólo le quedaría entregarse al caos, a la solicitud de los instantes sin contar con la luz orientadora de la verdad. Para un ser humano, renunciar a la verdad, equivaldría a renunciar precisamente a lo que le es propio, a lo que le corresponde, ya que por tener inteligencia el ser humano puede me-
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dirse verdaderamente con la realidad, puede gracias a su inteligencia encontrarse con aquello que es necesario, permanente. Cuando el ser humano no se ha encontrado con la verdad le ocurre una desgracia inmensa, sería hacer dejación de su propio ser, no vivir como persona humana. Una vida así no es propiamente vida, no tendría discursividad, ni continuidad, sería como una gran oscuridad, estaría a merced de cualquier instancia irracional interior o exteriormente.
B. Noción de inteligencia La inteligencia es propia de los seres humanos, es aquello por lo que más comúnmente se le diferencial de otros seres vivientes. Aristóteles define al hombre como un animal que posee logos. Esta tenencia humana, la de su actividad intelectual, es superior a las tenencias corpóreas o materiales, que se pueden adscribir al ámbito corpóreo y material. También es superior a las que se pueden poseer en el conocimiento sensible. Inteligencia sólo posee el hombre y gracias a ella que el ser humano puede alcanzar niveles muy altos de posesión. Podemos empezar por distinguir la inteligencia como facultad (potencia), del acto que la pone en ejercicio. La primera es considerada como potencia y en cuanto tal tiene la posibilidad de pasar a acto, de actualizarse. En la tradición aristotélica se encuentra una metáfora muy bella a la que hemos hecho mención en el capítulo anterior, la metáfora del hombre despierto y del hombre dormido. El hombre dormido representa al hombre que tiene la posibilidad de ejercer actos intelectuales pero que nos los ejerce, en cambio el hombre despierto se corresponde con aquel que ejerce actos cognoscitivos del más alto nivel como son los intelectuales. El hombre no está siempre despierto en este sen-
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tido, pero una vez que estrena la inteligencia le son entregadas grandes cotas de verdad. Así se pueden ir conociendo dimensiones de la realidad hasta entonces insospechadas y se puede iniciar la andadura intelectual con más o con menos intensidad. ¿Qué es lo que hace que la inteligencia como facultad se actualice? Según la Filosofía Clásica, esto corre a cargo del intelecto llamado agente. Este intelecto agente cuyo descubrimiento lo hizo Aristóteles, es el que actualiza a la facultad como potencia, incide, actúa en ella, precisamente actualizándola. Dentro del planteamiento aristotélico el entendimiento agente es el acto que actualiza la inteligencia. Agente es precisamente el que hace, el que opera, el que actúa. ¿Qué es el intelecto agente? En la abstracción lo que hace el intelecto agente es iluminar la imagen sensible, el fantasma dado por la sensibilidad interior, y al iluminarlo abstrae la forma inteligible. Por esto se le ha representado al intelecto como una luz, pero se trata de una luz que no es física, ya que el intelecto agente no es nada material. Esta luz está también sugerida en el significado etimológico de la palabra intelectos (intus legere: leer dentro). ¿Qué es lo que abstrae el intelecto agente? precisamente una forma inteligible. Esto es glorioso. La luz del intelecto permite una lectura, un conocimiento muy superior al que puede tener el conocimiento sensible que sólo conoce formas concretas particulares. El animal jamás podrá acceder a objetos inteligibles, no puede tener noticia de formas abstractas; no tiene inteligencia y carece de intelecto agente; por tanto se queda pegado a las formas sensibles que son sólo formas singulares, constreñidas a sólo lo concreto. En cambio el ser humano puede habérselas con formas que no están limitadas a lo concreto y singular; si un animal se
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diera cuenta de la reducción de su ámbito cognoscitivo, no lo podría soportar, lo que ocurre es que para darse cuenta de eso se precisa de la inteligencia, y por eso el animal vive “feliz”. Se puede alegar que el animal se entretiene con las imágenes que le proveen los sentidos externos y los internos como la imaginación, la memoria, etc., puede relacionar, asociar esas imágenes, etc., lo cual puede ser entretenido, pero es tremendamente reducido, comparado con el despliegue de la actividad intelectual del ser humano. El intelecto humano hace más extensivo y profundo el conocimiento. Ya no se trata de que conozca por ejemplo sólo esta agua que está en este vaso, sino que conozca lo que es el agua, sus propiedades de manera universal. El ser humano puede tener conceptos abstractos que tienen una dimensión universal. El animal no llega a ese nivel, aunque a veces se ha querido ver inteligencia en los animales, éstos han terminado desengañando a sus entusiastas defensores. Es conocida aquella experiencia por la que se puso a un chimpancé en una balsa con un cubo lleno de agua con la que se le adiestró de manera que pudiera apagar el fuego que le impedía llegar a alcanzar su alimento y el chimpancé aprendió a hacerlo, haciendo uso de la imaginación, que como ya vimos tiene entre sus actos un tipo de relación asociativa, en este caso de relación condicional, al estilo de: A entonces B, uniendo representativamente un antecedente y un consecuente, pero que en este caso son muy concretos. Por medio de esta operación, asociando el hecho de arrojar el agua sobre el fuego con el hecho de apagarlo, y entonces hacerse con la comida. Sin embargo, la imaginación y la consiguiente memoria son facultades sensibles, no son la inteligencia. Esto quedó
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demostrado cuando se puso al chimpancé en las mismas condiciones excepto que no se puso agua en el cubo sino que sólo contaba con el agua del estanque que tenía cerca, entonces no pudo apagar el fuego y se quedó sin comida. Un ser inteligente hubiera captado «lo que es» el agua, en todos los casos, hubiera podido abstraer unas propiedades universales y entonces ese conocimiento se hubiera extendido más allá del agua de «este cubo» y las hubiera reconocido también en el agua del estanque para apagar el fuego y obtener su alimento. Sin embargo, la operación de abstraer, la conceptualización, la obtención de formas universales le está vedada al animal que se mueve sólo con imágenes muy concretas y no puede llegar nunca a reconocer el Unum in multis, la universalidad de la forma en la realidad. También por esta razón, se ha llegado a afirmar que un hombre es tanto más inteligente cuanto más cosas ve con menos, es lo que se llama también «el golpe de vista». En general, la misma razón práctica aún cuando tiene que ver con lo concreto, requiere iluminar las diferentes situaciones particulares desde unos principios universales. Incluso la técnica se nutre de la ciencia y en ese sentido avanza, de lo contrario estaríamos todavía dándole vueltas a los mismos tornillos. Sin inteligencia la vida humana quedaría desasistida, la sensación no tiene el alcance de los actos intelectuales. Como hemos señalado, la misma vida práctica sólo se dirige bien desde la vida teórica. Aunque la verdad no tiene sustituto útil, sí se puede decir que ayuda mucho en la tarea de dirigir la vida personal y la vida en sociedad. Esta exigencia sólo la tienen las personas humanas, no los animales. Si le comparamos al ser humano con un animal, podemos ver que aquel puede «hacerse más» con la realidad, ya que por una
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parte el animal sólo conoce aspectos sensibles de la realidad, en cambio, el ser humano puede alcanzar lo permanente. Las operaciones intelectuales tienen mayor alcance que las meramente sensibles. Para que este alcance se vislumbre un poco podemos ver en una primera instancia que el ser humano, mediante sus operaciones básicas, puede captar lo que las cosas son (simple aprehensión), puede conocer que es lo que es (juicio) y puede alcanzar su fundamento. Además, de acuerdo con la Filosofía clásica se considera que la inteligencia es capaz de conocerse a sí misma, a las cosas singulares de modo reflexivo y a las realidades espirituales de modo analógico. En esto también se diferencia el hombre del animal, que sólo cuenta con los sentidos para conocer, pero ningún sentido puede conocer su propio acto, en cambio el hombre, por medio de su intelecto es capaz de ejercer actos intelectuales que son superiores a las simples operaciones, puede tener un conocimiento habitual ya que es capaz de iluminar las propias operaciones intelectuales. De lo que llevamos considerando se puede vislumbrar la naturaleza y la excelencia de la inteligencia que no es una exageración, aunque lo que más nos llame la atención sea el conocimiento sensible. Según Aristóteles, el intelecto es lo que de divino tiene el hombre. La inteligencia puede operar, infinitamente puede conocer lo immaterial, lo abstracto, lo espiritual. También podemos señalar que prosiguiendo a Aristóteles, el intelecto agente no solo puede ser considerado como iluminador de formas inteligibles sino que puede ser elevado al nivel de esse personal. Esta es una propuesta que ha realizado en nuestros días el profesor Leonardo Polo, lo cual se puede ver en su curso de Teoría del Conocimiento, editado estos
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últimos años por EUNSA. En ese planteamiento el intelecto agente no solo es capaz de intervenir en la abstracción, sino que además puede conocer sus operaciones. De acuerdo con el principio operari sequitur esse, podemos decir que en general conocemos la naturaleza de la inteligencia por sus operaciones. La inteligencia a diferencia de los sentidos, capta un objeto inteligible no lo concreto que está muy cercano a lo material. Los actos de la inteligencia poseen objetos que van más allá de lo sensible. La índole de estos objetos manifiestan la espiritualidad de la inteligencia, que supera a lo orgánico de la sensibilidad humana. Además el intelecto agente como ya señalamos tiene capacidad de conocer, de iluminar sus actos y operaciones, lo cual escapa a las posibilidades del conocimiento sensible. Por otra parte en cuanto facultad la inteligencia humana está en relación con la actividad de las diferentes facultades. Por ejemplo la voluntad puede mover a que la inteligencia se aplique a tal o cual asunto, o que lo deje de considerar. También los actos de las facultades sensibles pueden tener relación con la inteligencia. Así, la inteligencia humana abstrae a partir de las imágenes proporcionadas por la imaginación como facultad. Además es sabido que cuando la sensibilidad humana está controlada, educada, el ejercicio de la inteligencia es más potente. A su vez la inteligencia también influye en todas las potencias humanas, de modo que éstas quedan desasistidas sin ese influjo. La inteligencia proporciona luz para que aquellas se puedan desplegar correctamente. Por ejemplo, si la voluntad no recibe la información adecuada por parte de la inteligencia puede querer o decidir incorrecta o imprudentemente.
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Aunque los actos intelectuales tenga sus propias prerrogativas en sí mismos, no están aislados del sujeto, el cual tiene sus actos interrelacionados unos con otros, y una desorganización en alguna de estas facultades desvitaliza al ser humano, precisamente porque éste no tiene compartimientos estancos. C. Principios del conocimiento Intelectual Antes de entrar a los diferentes actos intelectuales, recordaremos muy sumariamente los principios del conocimiento, especialmente aplicados al conocimiento intelectual. La razón de que les tratemos en un curso de Introducción a la Antropología Filosófica es porque es importante tenerlos en cuenta para hacer posible al encuentro de la persona humana con la verdad, haremos entonces un pequeño esbozo de estos principios que se pueden tratar con más amplitud en un curso de Teoría del Conocimiento. 1. Todo conocimiento es activo e inmanente. Al afirmar que todo conocimiento humano es activo se rechaza la noción de pasividad cognoscitiva. La facultad sí tiene una dimensión de pasividad (es una potencia), pero como hemos señalado, la facultad no es el acto de conocer. Cuando uno emplea su inteligencia, cuando ésta pasa a acto, ya no tenemos pasividad sino precisamente actividad. En el conocimiento, el conocer y el objeto conocido son uno en acto. De ahí que el objeto conocido sólo se da en el acto: sin éste no hay objeto conocido ni antes ni después. Además, el objeto no se da de su suyo (si se diera de suyo no haría falta la operación). El conocimiento no es una intuición, en la que el sujeto no hace nada sino sólo contemplar como un espectador.
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Lo conocido no se impone, ya que la cosa extramentem es real, pero no es, de suyo, actualmente conocida. Lo inteligible no se da, por decirlo de alguna manera, gratuitamente; se precisa del esfuerzo de la operación, de manera que lo inteligible sólo es tal una vez que se ha ejercido el acto de conocer. La realidad es cognoscible pero no lo es de suyo, se precisa del acto de conocer. La inmanencia del acto de conocer se refiere a que en él se consigue el objeto conocido, inmediatamente. La acción transitiva es muy diferente de la acción inmanente. Aquella sale fuera de sí, el fin que pretende alcanzar está fuera de la actividad transitiva, por ejemplo, la actividad constructiva. Si el conocer fuera transitivo y no inmanente entonces construyera su objeto, de modo semejante a como se construye una casa. El acto cognoscitivo no construye su objeto poco a poco, sino que éste se le da inmediatamente, con la operación. Así pues, la actividad del acto cognoscitivo es una actividad que no es la de la acción transitiva que «construye» su objeto. Meter al sujeto para que constituya al objeto conocido es un error y trae una secuela grande de errores. Es el propio acto de conocer el que adquiere inmediatamente el objeto conocido, de acuerdo al alcance del tipo de acto intelectual que haya realizado, pero se trata del propio acto intelectual. Aquí la arbitrariedad del sujeto que quiere construir su objeto, no tiene nada que hacer, es un estorbo. El acto de conocer es activo, con una actividad peculiar, inmanente. Al ejercer tal acto se da una simultaneidad entre el acto de conocer y su objeto. Esta simultaneidad no se da en el movimiento transitivo, del cual se diferencia el acto cognoscitivo. El ejemplo típico de movimiento transitivo es el
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que se produce en la edificación de una casa. Cuando se edifica no se tiene lo edificado y cuando se tiene lo edificado no se edifica. En cambio, en el acto de conocer no hay que esperar a que después de algún tiempo se posea lo conocido, sino que éste se da en el mismo instante que se ejerce el acto de conocer. Se conoce formando y se forma conociendo, decían los clásicos. Al ejercer el acto no hay que esperar terminar de «construir» el objeto para entender, sino que en el mismo acto en que se aprehende la forma se entiende, y al revés: sólo se entiende cuando captamos la forma, de manera inmediata. Por otra parte, el ser humano no puede agotar toda la verdad en solo acto cognoscitivo, necesita ejercer múltiples actos cognoscitivos, cada uno de los cuales le va proporcionando más conocimiento. El acercamiento a la verdad es progresivo, pero esto no quiere decir que el sujeto constituya arbitrariamente sus objetos; lo que sí pone de manifiesto es que en los actos cognoscitivos hay una pluralidad, una diferenciación y una justa jerarquía, ya que con unos actos cognoscitivos se conoce más y con otros menos, delimitar el alcance de nuestros actos cognoscitivos nos curaría de las pretensiones del relativismo. Esto es importante tenerlo en cuenta de lo contrario no se entiende la verdad y es además el error en que incurren muchos de los filósofos modernos. El conocimiento no es una carrera sin aliento en que el objeto conocido sólo se obtiene al final. Evidentemente uno tiene que ejercer muchos actos cognoscitivos, pero con cada uno de ellos podemos poseer el respectivo objeto conocido.
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De manera que no se trata de una actividad como la de construir una casa, que mientras se construye no se obtiene la casa, la cual se obtiene al final cuando se deja de construir. No se trata de que al ejercer un acto uno no conozca y tenga que esperar otros actos para conocer; si esto fuera así, el acto de conocer no sería tal pues nos dejaría en la ignorancia o en la perplejidad hasta que se llegue a pensar el todo. Es necesario tener en cuenta este principio, ya que a veces se considera que el objeto conocido «es construido» por el sujeto cognoscente. No hay tal «construcción». La voluntad humana puede «construir» como quiera una casa, suponiendo que tiene todos los recursos necesarios, pero no puede intervenir en el acto de conocer. La voluntad puede influir en la facultad pero no en el acto de conocer en cuanto tal. Así pues, la inteligencia no puede ser violentada arbitrariamente por la voluntad de un sujeto, porque entonces no conocería realmente, no ejercería el acto de conocer. 2. El acto de conocer posee un objeto intencional. Como hemos visto, mediante el acto de conocer poseemos el objeto conocido, esta posesión es inmanente, inmediata. No es una posesión que se da «al final» del conocimiento. Se podría decir que, al conocer, en cierta manera, uno «se hace» el objeto conocido. Esta posesión es intrínseca, se produce con el mismo acto de conocer. Debido a que el conocimiento es activo tampoco es eros, anhelo de conocer. El anhelo no es una posesión, es un deseo de un objeto futuro. En cambio, como antes señalamos, el acto de conocer es posesión inmediata, en presente. El objeto conocido no se produce después de larga espera, no hay
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un tiempo que se requiera «mientras» se está «construyendo» el objeto anhelado. Cuando se ejerce el acto de conocimiento se posee el objeto conocido inmediatamente, es decir, junto con el acto se da su objeto. Aristóteles sostenía que al ver se tiene lo visto, al entender se tiene lo entendido. Ese tener es la posesión. Por otra parte, el objeto conocido poseído es intencional. La partícula «in» puede tener dos significados: in de estar (dentro) y también: in en sentido direccional. En este sentido se puede decir que la in-tentio significa que se ha llegado ya al objeto conocido, o que lo conocido está en el tender. Por ello la intencionalidad es considerada «desde» el acto. El acto cognoscitivo no es intencional sino el objeto conocido. De esta manera, la intencionalidad es una remitencia, un camino interiormente transitado: se forma entendiendo y se entiende formando. La intencionalidad es un remitir de lo formado en el acto cognoscitivo a la forma en la realidad. Cuando conocemos a través de los sentidos externos, formamos una especie impresa que, digámoslo así, es una forma cuya «cartulina» es el órgano de la facultad (como vimos al hablar del conocimiento sensible, éste tiene una base orgánica), pero esa forma es intencional. El objeto conocido es pues intentio. Un símbolo de la intencionalidad es la de una fotografía separada de la cartulina. Sin embargo, para entender la intencionalidad es preciso no cosificarla. El objeto conocido no es una cosa, es la forma inteligida en la que no hay un detrás y un delante cósico sino que es un «desde», el objeto conocido remite, de manera que no se ve sino según el objeto, intencionalmente. Por otra parte, tener en cuenta este principio ayuda a no caer en el idealismo, ya que el objeto conocido es intencional, no es real como lo está la realidad fuera de nosotros mismos.
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3. Se da una jerarquía entre los actos cognoscitivos Se podría decir que la realidad se conoce según el tipo de acto cognoscitivo realizado: «Tanta operación de conocer, tanto de conocido» Si uno ejerce un acto de conocimiento de poco nivel el conocimiento de la realidad se limita a ese nivel. Si uno ejerce un acto cognoscitivo de mucha intensidad, de más alto nivel, lo obtenido es superior, es un conocimiento más profundo de la realidad. Metafóricamente hablando, el acto de conocer es como si fuera una llave con la que se abre la puerta (inteligencia) que nos hace accesible la posesión de la realidad. No hacemos nada en la realidad, no la violentamos, no construimos el objeto conocido, ni la verdad, a nuestro capricho o según nuestro deseo, sino que la realidad está ahí fuera de nosotros, con toda su riqueza y en todo caso lo que hacemos es descubrirla, pero no la construimos. Las operaciones cognoscitivas no son todas iguales. Con unas se conoce más que con otras. Unos actos son más intensos o tienen mayor alcance que otros. Con la abstracción intelectual se conoce más que con la vista y con ésta se conoce más que el oído. Según el profesor Leonardo Polo, en el caso del conocimiento humano, las ventajas de la jerarquía son también netas. Es más ventajoso que en un hombre su inteligencia sea más alta que su imaginación y su imaginación más alta que la simple sensación. Si la sensación fuese igual que la inteligencia, ésta sobraría. El ser humano no conoce con una sola operación cognoscitiva, sino que cada vez se puede profundizar más, explicitar lo abstraído, juzgar, razonar, etc. Nos hemos referido en el apartado anterior a que el objeto conocido, intencional, se
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da según el tipo de operación ejercida. Pero hay muchos actos y operaciones cognoscitivos, incluso por encima de las operaciones intelectuales están los hábitos intelectuales que son actos que son superiores a las operaciones, ya que, en definitiva, la objetividad es aspectual, no agota la realidad. El criterio de diferenciación de las operaciones es la jerarquía. No es sólo que la inteligencia se extienda a más cosas que la sensibilidad, sino que va más al fondo: conoce más, pero el «más» del conocimiento no es cuantitativo. El crecimiento se produce por la perfección del acto. Tal perfección no va en detrimento de la distinción, porque el acto no se reparte. La mayor perfección de la inteligencia no le quita nada a la perfección de la vista. La vista no puede decirle a la inteligencia: «Tú eres más y por eso me ofendes». La inteligencia le diría a la vista: «si tú no eres menos, no eres vista». Cada una con su alcance, aunque estableciendo diferenciaciones y jerarquía. Así, es posible contestarle al relativista, que sostiene que cada uno tiene “su verdad”, y ayudarle a darse cuenta que lo que ocurre es que “su verdad” está constituida por tal y tal tipo de actos cognoscitivos y que con ése sólo le alcanza para captar tales aspectos de la realidad, pero que hay otros tipos de actos cognoscitivos con los que es posible obtener más niveles de verdad, de manera que la verdad no sufre afrentas ni destrozos, sino que conserva su legítimo derecho a ser conquistada. Por otra parte, ayudar a aclararse en este sentido es de gran provecho. A veces, uno puede decirle a un alumno, “dime lo que estás pensando”, y si nos dice “estoy imaginando el almuerzo que me tiene preparado a mi regreso”, hay que decirle que eso no es pensar, que está ejerciendo una operación distinta a la inteligencia y que es la de imaginar, que es muy
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legítima, pero representarse imágenes no es pensar. A veces suele ocurrir que la gente joven carece de actividad intelectual y en su lugar tiene sólo imágenes, todo lo asociada o relacionadas que se quiera, pero esa mera asociación no es conocer intelectualmente. D. La abstracción y la prosecución intelectual 1. la abstracción Esta operación fue formulada primero por Aristóteles y reafirmada luego por Tomás de Aquino, pero ha sido olvidada por la mayoría de los filósofos modernos. Para formularla se precisa partir de que es posible obtener formas inteligibles a partir de las imágenes obtenidas de la realidad. Si no se acepta que ésta es cognoscible intelectualmente, y si no se cuenta con que la inteligencia tenga esa capacidad de iluminar las imágenes presentadas por la sensibilidad interna, entonces no es posible formular el acto de abstraer. Con la abstracción se conoce la quidditas o naturaleza de la realidad, se abstrae una forma inteligible pero sin afirmar ni negar nada de ella. Según la sentencia clásica, por tanto, la abstracción se hace a partir de una primera fase del conocimiento humano que es sensible. En esa primera fase en la que intervienen los sentidos especialmente los internos, se capta una imagen sensible, llamada también fantasma, la cual es concreta, singular y tiene caracteres relacionados con lo material.
¿Cómo se pasa de lo sensible y concreto a lo intelectual y abstracto? Según Aristóteles la inteligencia es una facultad que pasa a acto mediante el intelecto agente. La noción de intelecto agente tiene como señalamos al comienzo, un lugar
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central en la formulación de la abstracción por Aristóteles. El intelecto agente es, como decíamos, el que hace (agens: agente; agere: hacer) inteligibles las imágenes. El intelecto agente es el que va a «desmaterializar» la imagen sensible, obtenida en el conocimiento sensible, abstrayendo de ella su forma inteligible que es necesaria, permanente. ¿Cómo hace esto el intelecto agente? Iluminando la forma sensible. El conocimiento, según Aristóteles, es tal como señalamos anteriormente, un acto que obtiene su fin con sólo ejercerse. Al conocer se tiene lo conocido, inmediatamente, sin treguas. Por eso, el Estagirita llamó al conocimiento: práxis teléia: que es un acto que en su propio ejercicio obtiene su fin (télos). Uno no conoce y en un segundo momento se le entrega la forma conocida, sino que ésta ya es poseída en el acto de conocer. Por ello, una vez que mediante el conocimiento sensible se posee la imagen sensible, ésta es «desmaterializada» por acción del intelecto agente que actúa sobre ella, iluminándola. Por medio de aquella luz del intelecto agente se puede «leer», conocer. El resultado de esa operación iluminante es la forma inteligible abstracta. Así tenemos que el intelecto va más allá del conocimiento sensible, ya que capta la forma de alcance universal. La realidad tiene la posibilidad de ser conocida intelectualmente, de manera que conoce formando y formando conoce. Sin embargo, con esta operación no se agota el conocimiento. Cuando se obtiene una forma inteligible abstracta no se posee una verdad absolutamente. La verdad no se adquiere de una vez, con un solo acto, sino que el saber es incrementable. Uno puede ejercer un acto intelectual y hacerse
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con la forma inteligible, pero aún así no ha agotado el conocimiento de la realidad. Tomás de Aquino, solía decir que hay más realidad en una mosca que en la cabeza de todos los filósofos. La realidad tiene una riqueza muy grande y nuestro conocimiento de ella nunca es exhaustivo, nunca la agota por completo, siempre se pueden ejercer más y mejores actos.
2. La prosecución intelectual De acuerdo con la propuesta del Filósofo Leonardo Polo, el conocimiento humano no sólo es operativo sino habitual. El hábito es un acto intelectual que a diferencia de la operación no conoce objetos sino que conoce la operación. Así, podemos ejercer un acto cognoscitivo como es la abstracción, pero también podemos realizar un acto por el que se conozca la operación de abstraer, con lo cual tenemos el hábito abstractivo que es superior a la simple operación de abstraer ya que la conoce, se trata de un acto que conoce el acto de abstraer, no la forma inteligible. Esto constituye un avance importante en el conocimiento. A partir del hábito abstractivo es posible considerar al abstracto de dos maneras: se puede «devolver» el abstracto a la realidad, comparándolo con ella y entonces se habla de abstracción total, y se puede considerar al abstracto según su misma condición de abstracto y en este caso se trata de la abstracción formal. En la abstracción total se abstrae la causa formal. Si se prosigue a partir de la abstracción formal se obtienen nociones como la definición (el género, la diferencia específica, etc.), y se realizan operaciones como, la atribución lógica, el raciocinio lógico, etc. En esta vía se encuentran ciencias como las matemáticas, la lógica. La generalización es aquí
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una operación muy importante, ya que cada vez se busca formar ideas más generales, pero esto supone una abstracción muy especial. También a través de las matemáticas se puede atender a una dimensión accidental de la realidad material que es la cantidad, en esa línea se puede proseguir indefinidamente y sin embargo no es posible encontrar por ahí las causas (de nivel racional) de la realidad física. Siguiendo esta vía tampoco se pueden conocer las realidades espirituales como la de Dios por ejemplo. Si un físicomatemático quiere encontrarse con Dios a través de generalizaciones es muy difícil que lo conozca. Evidentemente Dios es más que una simple generalización. La misma realidad física, aún cuando sea de mucha utilidad estudiarla matemáticamente, no se puede reducirla a sólo esa consideración. Por la vía de la abstracción formal no se conoce la realidad física. Para lograrlo se precisa de la vía racional que sigue a la abstracción total, y que como su nombre lo dice va al todo de la realidad que conoce, a su forma causal y no se queda en sus formas accidentales. En esta vía se encuentran ciencias como la física racional, la biología, etc. las cuales se constituyen con el ejercicio de los actos intelectuales que han sido ya clásicamente considerados, y son: conceptualizar, juzgar y fundamentar. Para conocer la realidad física en este nivel, se precisa acudir al conocimiento de sus causas: 1) material y formal en el caso de las sustancias naturadas, 2) la material, formal y eficiente en el caso de las naturalezas y 3) la material, formal, eficiente y final, en el caso de su esencia. Esa indagación supone conceptualizar, juzgar y fundamentar.
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Por medio de esta vía racional se va profundizando en lo que el abstracto guarda implícitamente. El primer acto es lo que clásicamente se llamó simple aprehensión. Es un acto que requiere de la abstracción, una vez realizada esta operación se puede conceptualizar. En el conceptualizar se pueden reconocer la materia y la forma y por eso también se puede identificar el universal, lo uno en los muchos, por esto sólo se conoce al fantasma, entonces puede ver el “unum” de la forma en los que son los individuos materiales. Así se puede reconocer la forma de mesa en muchas mesas, en esta que tengo delante, en aquella del salón de clase, en la mesa del comedor, etc. Siendo importante el conceptualizar, sin embargo se puede proseguir, en ver la semejanza entre lo concebido y lo real, entonces se precisa de un acto posterior: el juicio, por medio del cual se compone y se divide una relación básica: la de la sustancia con los accidentes, pero atendiendo a lo real, de modo que sólo se une y separa lo que está unido o separado en la realidad. Como ésta es temporal entonces recupera el tiempo, así puede decir: la vaca come, o puede decir: la vaca comió. Por otra parte, es preciso diferenciar el plano lógico del propiamente racional. Se puede tratar de ver la relación de los movimientos, de las sustancias naturales, se puede conocer el orden del universo, la causa final. Según Aristóteles, la epagogé es el conocimiento que pone en marcha la investigación partiendo de un dato relevante, al cual se le sigue «la pista», advirtiendo sus relaciones con otros datos pertinentes e igualmente relevantes, con lo cual se va consiguiendo un saber sistémico, abierto siempre a nuevos descubrimientos de la realidad, que contribuyen a incrementar el conocimiento racional.
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Además es claro que el juicio de la vía racional no es el juicio de la vía de la abstracción formal, no es el juicio lógico; sin embargo no tienen porque ser opuestos, son sólo distintos de manera que se pueden complementar. Además se pueden expresar a través de la enunciación. Además se pueden expresar a través de enunciaciones. También es oportuno advertir que la verdad obtenida en el juicio de la razón es la que lleva a hablar posteriormente de la veracidad cuando a través del lenguaje se expresa aquella verdad obtenida en el acto racional de juzgar; de manera que por así decirlo puede haber un juicio interior que es el juicio de la razón y un juicio manifestado a través del lenguaje, cuando se expresa esa verdad a través de una afirmación (algo semejante ocurre con el concepto, el cual también manifiesta su verdad a través del lenguaje). Al ejercerse el acto de juzgar racional se pone uno en condiciones de adquirir el conocimiento de las causas: material, formal, eficiente y final. De esta manera no se conocen objetos sino las causas de la realidad física, no es un conocimiento que posea objeto ya que ninguna de las causas es objeto si no principios reales. Por otra parte, todo juicio lógico tiene que confrontarse con la realidad, es lo que hace posible distinguir un juicio verdadero de un juicio falso. Así por ejemplo, si decimos el hombre es insectívoro, estamos haciendo un juicio falso, no en el sentido lógico, sino en sentido real, porque realmente los seres humanos no nos alimentamos de insectos. Con todo, a través del conceptualizar y del juzgar racional se pueden conocer las sustancias, las naturalezas y hasta la esencia del universo; sin embargo, todavía se puede tratar de hacer su fundamentación racional.
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Por otra parte la esencia del universo se puede conocer operativamente; pero no así el acto de ser del universo, el cual, por ejemplo, no se puede captar por abstracción, ya que del acto de ser no tenemos una imagen a partir de la cual abstraer. El acto cognoscitivo por el que conoce el acto de ser del universo no es objetivo, es habitual. No podemos detenernos ahora en el hábito de los primeros principios pero sí lo dejamos indicado, ya que conocer el ser del universo físico es de gran importancia en antropología, porque ayuda a una diferenciación del ser personal con el ser del universo. E. Principios corrientes epistemológicas que niegan la verdad. 1. Escepticismo. Es la corriente epistemológica que niega la posibilidad de alcanzar la verdad. Debido a que considera que nada se puede afirmar con certeza, sostiene que más vale refugiarse en una obtención del juicio. En rigor el escéptico tendría que callarse pues no puede pretender que la afirmación que defiende pueda ser verdadera si de antemano niega la posibilidad de alcanzar la verdad. Sin embargo, no hay sólo un escepticismo estricto, sino que hay distintos modos de ser escépticos y sus argumentos son también muy variados. Estos se pueden centrar básicamente en algo que es evidente y que son las contradicciones de los filósofos y la diversidad de las opiniones humanas. Sin embargo, esto no puede ser motivo de escándalo, ya que se puede ver que a pesar de la diferencia, las personas pueden llegar a un acuerdo en algunos principios fundamentales de la realidad.
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Otra sombra que impedía el conocimiento sería la experiencia de los errores y las ilusiones. Pero el error sólo es posible si existe la verdad. En definitiva los escépticos alegan la relatividad del conocimiento. Es el argumento más profundo. Sin embargo, se puede recordar que si bien cada persona puede aproximarse más o menos a la realidad, ésta no cambia por ello, ni tampoco su posibilidad de ser conocida cada vez mejor como ya hemos visto anteriormente. El que haya operaciones con las que se conozca más que otras, no puede producir desconcierto, sino al contrario, un gran optimismo. Con unas operaciones se conoce más que con otras, obtienido son objetos diferentes en cada acto de conocer; sin embargo, el conocimiento siempre está referido a la realidad.
2. Empirismo y Relativismo. Las corrientes materialistas y empiristas tienen una concepción parcial del conocimiento, no tiene en cuenta la abstracción, ni la distinción y jerarquía entre los actos de conocimiento. No distingue el conocimiento intelectual y el sensible, reduciendo lo verdadero a sólo lo captado por los sentidos. Entonces, todo conocimiento sería sensación y toda sensación radicalmente contingente, relativa y por consiguiente incierta. Frente a la corriente relativista se puede argüir de diferentes maneras, especialmente si, como ya hemos visto, se explica sus confusiones; pero en definitiva se puede recordarles que si es verdadero lo que a cada uno le parece verdadero, ésto niega su propio postulado, ya que su contrario sería también verdadero.
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El relativismo tiene varias modalidades. Estas corrientes gnoseológicas todavía tienen vigencia y se expresan en los conocidos versos: Nada es verdad, nada es mentira, todo es del color del cristal con que se mira. Pero si cada uno tiene, distinta hasta ser contradictoria, hemos destrozado la posibilidad de alcanzarla. En definitiva lo que no se puede hacer es reducir todo el conocer a un solo tipo de acto sensorial. Como sabemos el conocimiento no se reduce a mirar, ni la realidad al color, ni el acto de conocer necesita de ningún cristal. Lo funesto de todos esos planteamientos es que impiden alcanzar la verdad. La comunicación, entonces, se hace imposible, ya que cada uno se aísla en su «propia verdad» Este aislamiento acompaña al hombre que se aventura en estos caminos ya desde su inicio. Así por ejemplo, con el nominalismo tardomedieval y ya antes con la sofística empieza el ser humano a experimentar esta soledad. Si como sostiene el nominalismo las palabras son «vacías», si no tienen una referencia segura a la realidad, hay que quedarse sólo con lo singular, con lo individual, con los simples hechos que son lo más mostrenco de la realidad; lo más se puede obtener ahí son datos aspectuales de la realidad, pero si ésta es sólo aspectual, nos hemos introducido en un conocimiento bastante limitado. Sin verdad no hay comunicación, ni es posible el diálogo humano. Sólo hay comunicación verdadera en términos de
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verdad, de lo contrario, cada uno se queda encerrado, aislado, en su propio parecer. II. LA VOLUNTAD A. Noción de Voluntas ut natura y Voluntas ut ratio De manera general podemos decir que la voluntas ut natura es la voluntad natural, es decir, la tendencia innata al bien en general, cuya posesión se denomina felicidad. La voluntas ut ratio es la voluntad racional, es decir, la voluntad natural que de ser ciega de por sí pasa a ser iluminada por la inteligencia. Por esto se afirma que la voluntad es la tendencia despertada por el conocimiento intelectual del bien. B: La distinción entre el querer y el desear. Es importante saber distinguir el querer del desear. En el lenguaje corriente se dice: «quiero», mientras que a veces debería decirse: «deseo». La confusión procede de que en general querer y desear son concomitantes y concurrentes, porque el mismo objeto a la vez es querido y deseado. Tanto el querer como el desear se ponen en movimiento a partir de un conocimiento previo. De ahí la sentencia clásica de que “nada es querido si antes no es conocido”. En general los apetitos, tanto de índole sensible como intelectual, se despiertan con un conocimiento. Como hemos visto, en el ser humano cabe muchos tipos de conocimiento, tanto sensibles como intelectuales, y, aunque se diferencien, ordinariamente se dan juntos.
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Es más, en el ser humano la imaginación puede llevar a una idea e inversamente, la idea se acompaña de imágenes; en un caso o en el otro, las respectivas intencionalidades del objeto conocido “apuntan” hacia la misma realidad. Por esto, el conocimiento sensible puede despertar el deseo y el conocimiento intelectual puede llevar a querer algo que es al mismo tiempo el término de un deseo, y entonces se puede desear y querer al mismo tiempo. Sin embargo, conviene no confundir el desear y el querer porque son dos actos distintos, el uno sensible y el otro intelectual o espiritual. Este último se dirige al bien pero de un modo distinto. La diferencia se ve cuando el bien concebido intelectualmente no es sensible. Si el bien no es captado por ningún sentido, ni por la vista, ni por el tacto, ni por la imaginación, ni por ningún otro sentido externo o interno; sino que se trata de un bien entendido por la inteligencia, entonces se ve claramente lo que es querer. Por eso, esta diferencia se pone de manifiesto más netamente cuando hay oposición entre la voluntad y el deseo. Vemos entonces que el deseo tiende hacia un bien sensible, percibido e imaginado, mientras que el querer tiene por objeto un bien inteligible. Por ejemplo, uno podría desear tomarse una bebida que ante los sentidos se le aparece muy agradable y placentera pero si aquello es un veneno, y eso lo advierte por su inteligencia, entonces puede ser que no lo quiera, aunque el deseo sea muy intenso; entonces no se lo toma por el hecho de que su deseo sea muy intenso, ya que hay venenos que son muy apetecibles. La voluntad, sostenida por la inteligencia, puede ayudar a controlar o dominar los deseos, de manera que se salga
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vencedor en el conflicto entre el deber y la pasión; daremos prueba de nuestra voluntad, asegurando el triunfo del deber como el héroe de Corneille: «Y sobre mis pasiones, mi razón soberana». Esto no significa que la voluntad se identifique con el esfuerzo, pues, por el contrario, cuanto más fuerte es la voluntad, menos esfuerzos ha de hacer. Pero psicológicamente la voluntad sólo se percibe claramente en el esfuerzo. C. Descripción del acto voluntario o acción libre Vamos a describir paso a paso, es decir acto a acto, la secuencia que debe seguir la acción humana práctica tal como tendría que darse si se usara bien de la razón práctica y de la voluntad; es decir, veremos que los pasos que se siguen en el acto voluntario son posibles porque hay una capacidad en el ser humano de interrelacionar los actos de la recta razón con los de la voluntad, ya que ésta va de la mano con la inteligencia. De paso, a través de este breve análisis, veremos en qué consiste la virtud de la prudencia, que es como toda virtud, un hábito perfectivo de la naturaleza humana. La prudencia es lo que hace posible una vida virtuosa, la cual a su vez ha sido considerada por la filosofía griega clásica como la condición de la virtud más alta en la vida humana que es la amistad. Se le suele llamar auriga virtutum, porque al modo del auriga es la que dirige incluso las demás virtudes que inhieren en la sensibilidad, como son la templanza y la fortaleza. De manera que inclusive, no hay verdadera templanza ni fortaleza, si no existe la prudencia. Así pues, la prudencia es la virtud que pertenece al recto obrar por lo cual es muy importante en la ética, y es
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condición para que los actos libres del ser humano sean rectos. Por esto veremos como cada paso del acto voluntario va reclamando uno de los elementos que van constituyendo la prudencia. Si éstos se dan el ser humano es prudente y sabe actuar bien, si se omiten el hombre no sabrá actuar rectamente en su vida práctica. Según la Filosofía clásica los actos que constituyen la acción humana, y consiguientemente la prudencia, son propios de las dos facultades humanas superiores, la inteligencia y la voluntad, las cuales actúan interrelacionándose y apoyándose mutuamente. En la siguiente secuencia, los actos que pertenecen a la inteligencia son los designados con los números impares, y los de la voluntad aquellos señalados en los números pares. Estos son los siguientes: 1) La simple aprehensión intelectual. Es la concepción intelectual de un objeto. Como sabemos, el acto voluntario se desencadena por el conocimiento. Así, antes señalamos, que en el ser humano rige el principio de que nada es querido si antes no es conocido. Como aquí estamos tratando del acto voluntario, y la voluntad se corresponde con la inteligencia, tenemos entonces que el proceso del acto voluntario arranca con la inteligencia. 2) Complacencia: Es la adhesión de la voluntad al bien presentado por la inteligencia. En rigor se trata de su reconocimiento como bien (recordemos que el objeto de la voluntad es el bien). Por eso, este bien despierta en la voluntad una complacencia no deliberada sino espontánea. Este planteamiento de nuestra naturaleza humana es bastante optimista, ya que realmente estamos hechos para el
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bien. No es verdad que tendamos al mal, o que nuestra naturaleza esté irremediablemente corrompida. En condiciones normales, al entender algo tendemos a ver su aspecto de bien y nuestra voluntad se “rinde” ante él, le presta su reconocimiento y adhesión. Sin embargo, esta adhesión inicial no es suficiente. Se precisa del examen, que corre a cargo de la inteligencia. 3) Examen. A partir de este acto empieza, en rigor, la razón práctica, y entonces la relación entre ella y la voluntad se hace más decisiva, ya que un fallo en aquella tiene consecuencias en el acto correspondiente de la voluntad. El examen consiste en una consideración más atenta del bien presentado, para ver si es realmente conveniente al sujeto y si es posible de alcanzarlo aquí y ahora, es decir se pregunta sobre dos cosas: sobre su conveniencia, real, y concreta y sobre su posibilidad de alcanzarlo. Si nos damos cuenta que el objeto no es conveniente o no es posible de ser alcanzado, entonces el proceso se detiene. Este acto de la razón práctica es importante Cuando se omite el examen, se puede querer algo que no es conveniente o que es imposible de alcanzar. En este último caso, si la complacencia se despierta ante un objeto imposible de alcanzar cae en la veleidad. Se dice que alguien es veleidoso cuando quiere un bien y otro y otro, sin detenerse a examinar si es algo conveniente o alcanzable para él en sus circunstancias concretas. Una persona puede querer volar como los pájaros, pero ese tipo de vuelo, de lanzarse por los aires batiendo las extremidades superiores, no es posible en el hombre, sería veleidoso si persistiera en querer hacerlo, ya que ni es alcanzable por él, ni le conviene hacerlo.
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Aquí empieza una consideración del bien como conveniente que parte del diferenciar que una cosa es el bien en sí mismo y otra cosa distinta es el bien relativo, es decir el bien respecto a un sujeto determinado. Para que algo sea bueno, conveniente, para el ser humano es preciso que perfeccione su propia naturaleza. Así tenemos que en rigor, algo es bueno para un ser humano cuando contribuye a perfeccionarle y malo cuando la deteriora. Hacer la diferencia de que una cosa es buena en sí misma, pero no tiene por qué serlo necesariamente para mí, para cada uno, es una cuestión básica, pero importante. Las cosas son buenas en sí mismas porque tienen entidad. Es lo que en metafísica se llama bien ontológico. Pero de ahí no se sigue que sea bueno para uno, porque sólo es bueno para nosotros si es bueno para nuestra naturaleza que por ser humana es diferente de la de otros seres, y tiene unos requerimientos muy propios. Por ejemplo, los mosquitos son un bien en sí mismos y lo son para los batracios que se alimentan con ellos, pero no lo son para los niños por ejemplo porque sus picaduras les causan gran molestia o infecciones. También un insecticida es bueno en sí mismo, y puede ser bueno para curar algunas plagas en las plantas, pero no lo es para el ser humano que si lo ingiere puede intoxicarse y hasta costarle la vida. Es necesario hacer examen, de lo contrario la veleidad le pone a la voluntad en situación de frustración, es decir, la hace salir de sí misma en busca de su objeto, pero como éste no está bien calibrado al no ser alcanzable, o no conveniente, frustra a la voluntad. Es como si una persona intentara saciar su hambre con el viento, por más bocanadas de aire que intente obtener al final se queda con hambre, no se llena, y viene la
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frustración. Por tanto, es importante cuidar de las facultades para no estropearlas, una voluntad veleidosa se debilita intrínsecamente porque se la obliga a frustrarse, ya que se le pone delante objetos no alcanzables o no convenientes. 4) Intención: Si ha habido un buen examen, entonces se prepara una buena y recta intención. El bien concebido, querido y examinado se convierte entonces en un término o fin, hacia el cual se tiende. Esta intención contiene implícitamente la voluntad de poner los medios necesarios que aún no conocemos. Es muy importante cuidar este acto para que en él la voluntad se adhiera rectamente a un verdadero fin, a un fin bueno. En lo posible tenemos que tratar de tener buenas intenciones, cuidar de que nuestras intenciones sean buenas. Una mala intención es aquella en la que la voluntad se adquiere no a un bien sino a un mal, con lo cual la voluntad queda muy debilitada ya que al adherirse a aquel mal se estropea, ya que éste no es lo que le corresponde, la voluntad está hecha para un bien y sólo éste la perfecciona. También se tiene mala intención cuando la voluntad rechaza un bien, le niega su adhesión no lo quiere como un fin bueno al cual tender y tratar de alcanzar. A esto se da lugar con la astucia, la cual es dañina para la voluntad, es más con la astucia se violenta incluso a la inteligencia para que altere el conocimiento del bien, y entonces el sujeto dice que el bien es mal y al revés, y en segundo lugar se violenta a la voluntad para que en lugar de cumplir su exigencia de alteridad, saliendo del sujeto en pos del bien verdadero, se regrese circularmente hacia el propio sujeto, hacia sus mezquinos. Quizá esto se pueda entender con la fábula de la zorra y las uvas. Como a la zorra le fastidia las uvas, porque no puede
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alcanzarlas, entonces no las reconoce como bien, las rechaza. ¿Pero qué hace entonces? Lo que hace es obligar a su inteligencia a ir en contra de la verdad que es lo propio de ella, la somete a violencia, la oscurece, haciéndole decir lo contrario de la verdad, que las uvas no están maduras, cuando en realidad lo están Esa violencia que sufre la inteligencia, contradiciendo su naturaleza (la inteligencia está hecha para la verdad) corrompe a la inteligencia, la oscurece, le obliga a decir que las uvas están verdes, cuando en realidad es que están maduras. Y como la voluntad sigue a la inteligencia, en esas condiciones se deteriora también, porque entonces rechaza algo que es bueno. El astuto en rigor no es inteligente, aunque lo parezca, sabe muchas cosas, cómo conseguir sus objetivos, etc., pero ignora lo más fundamental, el hasta que punto se daña conduciéndose así. Por esto también un hombre astuto no puede ser nunca prudente, porque parte de un oscurecimiento de su inteligencia que le lleva a no reconocer la verdad, entonces oscureciendo su inteligencia, quitando la única luz que tiene para iluminar su acción práctica, se equivocará. Una buena educación de la inteligencia y de la voluntad parte de ayudarles a prestarles nuestro reconocimiento, aunque a uno no le guste. La verdad es la verdad y el bien es el bien independientemente de que pueda o no conseguirlos. Con esto también se ponen las bases para la consecución de otra virtud muy importante en la vida práctica, que es la justicia. ¿Por qué un bien es bien sólo si es mío o para mí? El bien tiene un estatuto independiente del sujeto.
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Si sólo es bueno lo que es para mí, y es malo lo que es de otro, entonces uno no puede vivir la virtud de la justicia que comporta radicalmente la alteridad (alter=otro), ya que lleva a dar al otro lo que le corresponde, aquello a lo que tiene derecho. Pero si sólo es bueno lo que se refiere a mí, y lo de otro es malo por ser ajeno, entonces no es posible ser justo, y se da lugar a muchos atropellos. Es conveniente aprender a reconocer el bien ya sea que lo tenga uno o lo tenga otro, de lo contrario se le priva a la voluntad del bien al cual tiende por su propia naturaleza. Por otra parte, reconocer la importancia, que tiene reconocer el bien vengan de donde viniere, o lo tenga quien lo tenga, ha llevado a distinguir entre un buen sinvergüenza y un mal sinvergüenza. El primero es el que reconoce el bien, aunque él no lo tenga, aunque ni siquiera esté dispuesto a hacer nada por alcanzarlo. En cambio el mal sinvergüenza es aquel que intenta alterar el bien negando que lo sea o diciendo que es una tontería. Por ejemplo, hay quienes reconocen que algunas personas obran bien, que lo que hacen es bueno, que están en la verdad, aunque se sepan sin fuerzas para hacer las cosas que los otros hacen. Sin embargo, reconocen el bien. Otras, en su afán de justificarse tratan de alterar ese bien y dicen que en realidad no lo es, que quienes obran así son unos raros, o unos tontos. Los primeros están en mejores condiciones de rectificar porque han dejado el bien intacto, los otros no. 5) Búsqueda de los medios: La intención de alcanzar el fin provoca la búsqueda de los medios necesarios para alcanzarlo. Si no queremos buscarlos o no los buscamos el proceso
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también se detiene; entonces queremos un bien pero utópicamente es decir sin implementarlo con los bienes necesarios para conseguirlo. La utopía se caracteriza por eso precisamente por la ausencia de los medios, no se sabe cómo llegar a alcanzar el fin o ideal propuesto. Hay quienes se contentan con buenas intenciones, pero esto no es suficiente. Los medios son muy valiosos, y si bien no se puede equipararlos con los fines son requisito para conseguirlos. El desprecio de los medios en la vida práctica es funesto, y la vida humana está compuesta de muchas acciones prácticas. Si queremos realmente alcanzar el fin buscaremos aquellos medios necesarios para conseguirlo. A veces la gente joven es un tanto “idealista”, y por ejemplo a uno le dicen que quieren ser buenos, que quieren ser mejores, estudiar, organizarse, etc. y cuando uno les pregunta ¿qué medios pones?, se quedan sin saber qué decir, así algunos que quieren levantarse temprano y ser puntuales ignoran siquiera la existencia de una cosa que se llama despertador. 6) Consentimiento: en este acto la voluntad se adhiere a los medios con vistas al fin que hay que alcanzar. Es un acto de la voluntad claramente diferenciado porque a veces ocurre que un sujeto puede retroceder ante los medios que hay que emplear cuando los descubrimos, no prestándoles la adhesión de la voluntad. En este caso la acción se detiene. Si no se aceptan los medios, no se puede conseguir el fin. 7) Deliberación: Junto con la intención y la elección que veremos después, es el acto más importante en la vida práctica, porque de éste depende la decisión que hace posible
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la acción después. Aprender a tomar decisiones depende mucho del aprender a deliberar. La deliberación supone un atento estudio pero no del fin querido, como en el examen que antecede a la intención, sino de cada uno de los medios en cuanto a su valor relativo. Entonces se pregunta cuál es el más adecuado, el más eficaz. El estudio es la consideración atenta de cada medio, alternativa, y se precisa también del consejo, tanto del aconsejarse uno mismo como del consejo de personas prudentes. Es decir, precisamos de la experiencia personal y de la experiencia ajena, de aquellas personas que están en situación de aconsejarnos.
Tenemos entonces que junto con la información obtenida en la búsqueda de los medios, se precisa del estudio y del consejo para deliberar. La deliberación se completa con la jerarquización de los medios y alternativas. Es necesario hacer una adecuada jerarquía de los bienes mediales, de las alternativas, ya que después de sopesar cada uno tenemos que ver cuál es el mejor. No todos los bienes son iguales, esto es importante tenerlo en cuenta, porque a menudo no tendremos que elegir entre lo malo y lo bueno, sino entre bienes simplemente y bienes mejores. Por otra parte, la jerarquía ayuda a ser justos, no todos los bienes son iguales, hay unos que son mejores que otros, y no puedo elegir uno inferior porque puedo estar comprometiendo un bien superior. La deliberación sin embargo, puede frustrarse, porque puede ocurrir que zanjemos de la deliberación antes de tiempo, es decir que la cortemos debido al influjo de las pasiones o que la demoremos innecesariamente, por excesivo afán de seguridad.
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La deliberación se frustra muchas veces debido al influjo de las pasiones incontroladas, ya sean las del apetito concupiscible o las del apetito irascible. El primero se refiere a la influencia decisiva del gusto al placer sensible respecto a un objeto y el segundo en cuanto al temor, aversión, etc. que se despierte. La precipitación, la inmediatez, la impulsividad, así como la indecisión impiden que el siguiente acto, el de la decisión se ejerza acertadamente. Por esto es necesaria mantener controladas las pasiones a través de los hábitos respectivos, la templanza y la fortaleza, para que no impidan pensar, ya que sin deliberación no es posible acertar. Aristóteles decía que en la vida práctica hay muchas maneras de equivocarse y sólo una de acertar. Las situaciones prácticas son muy concretas y a menudo impredecibles, por eso, la prudencia une los principios, criterios generales de actuación con las situaciones particulares y concretas. Sin embargo, para que logre su cometido se precisa de tener la sensibilidad bajo control. 8) Elección: Es el acto por el que se escoge uno de los medios con exclusión de todos los demás. Éste es un acto muy importante ya que la voluntad, el sujeto, no sólo decide cosas sino que de alguna manera se decide él mismo, se autodetermina; se reconoce en su decisión, la cual está constituida por el sujeto. Por esta razón la intención y la decisión son tan relevantes, porque configuran decisivamente a la voluntad. Es un ejercicio de la libertad, si el sujeto no acompaña su decisión entonces no se autodetermina, no hay fuerza humana en el mundo capaz de hacerle querer lo que él no quiera. Evidentemente el ejercicio recto de la libertad no es cualquier cosa, ya que tanto en la intención como en la elección el sujeto está llamado a obrar de acuerdo con su naturaleza
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racional que busca la verdad y con su voluntad que tiende al bien verdadero, y por esto también la exigencia ética de ejercitar bien la razón práctica y la voluntad para poder así querer bien, rectamente, es decir para poder ser realmente libre. Cabe la posibilidad de elegir incorrectamente. La decisión puede ser precipitada, si no se ha reflexionado lo suficiente, o puede ser inoportuna en el sentido en que se tome después de un excesivo tiempo de deliberación. En el primer caso, ha faltado deliberación y se ha zanjado la deliberación por el influjo muy vivo de alguna (s) pasión (es). En el caso que se haya alargado excesivamente la deliberación, también podemos advertir que la causa es la falta de control de las pasiones, por el temor a los riesgos que toda decisión comporta, es decir, por el desmesurado afán de seguridad. También aquí se ve lo importante que son para poder actuar bien la templanza y la fortaleza. 9) Imperium: Una vez que se ha hecho la elección, se sigue el mandato de la inteligencia para pasar a realizar lo decidido. Esta orden es una operación intelectual que advierte al sujeto de que conviene pasar a la acción. También se puede ver aquí que el imperio es un mandato y como tal le pertenece a la inteligencia. A veces se piensa que las órdenes las da la voluntad, pero en realidad se incuban en la inteligencia. Lo importante de la orden es el mensaje que transmite, la información que contiene, por eso si ésta no es racional, o no se entiende, entonces no es eficaz. 10. El uso activo de la voluntad, es el nombre que daban los clásicos al movimiento de la voluntad que incide en las facultades que deben operar para llevar a cabo la orden dada anteriormente. La voluntad mueve a las facultades que
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estén involucradas en la acción correspondiente, las mueve a su actividad; así puede mover a la imaginación, a la memoria, a la inteligencia, etc. 11) Ejecución: Es la realización de la acción, la cual corre a cargo de la inteligencia, que la dirige. También aquí es posible ver que la ejecución no corre a cargo de la voluntad. Evidentemente la voluntad da su consentimiento y sostiene la acción, pero la propia ejecución o realización de la acción es dirigida por la inteligencia, la cual guía el despliegue de la acción. Una acción tiene que ser inteligente, de lo contrario sale de cualquier manera y no consigue su fin. 12) Fruición: Si todo ha ido bien entonces se produce el gozo ante la obtención del fin o bien querido. Si uno ha conseguido el fin se ratifica en su acción, pero también es posible la rectificación, para cambiar la decisión y cambiar la acción o para hacerlas mejor todavía. D. Teorías acerca de la voluntad. Existen diversas concepciones sobre la naturaleza de la voluntad. Las más importantes son las siguientes: a. TEORÍA SENSUALISTA Su representante más conocido es Condillac. Para él la voluntad no es más que un deseo sensible predominante. Sin embargo, es preciso diferenciar el querer de la voluntad del desear del apetito sensible. Es cierto que la voluntad es una tendencia, un apetito, como el deseo, y que a veces es difícil distinguirlas. Pero, como ya hemos señalado, la voluntad deriva de la concepción de un bien y el deseo del conocimiento sensible. Por lo demás, es patente que hay casos en que se decide
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contra el deseo más vivo, sin ningún entusiasmo, fríamente, por ejemplo, cuando uno tiene que hacerse una operación quirúrgica, es probable que uno no la desee, y sin embargo hasta paga para que se la realicen.
b. TEORÍA INTELECTUALISTA. Según Spinoza, en la conciencia no existen más que ideas: el espíritu se reduce al entendimiento. Sin embargo tenemos que recordar que la inteligencia no suple a la voluntad, aún cuando vayan muy unidas. Es verdad que la idea está en el origen de todo acto voluntario (no cualquier idea, por ejemplo, la idea del triángulo no es una idea dinámica), sin embargo, la voluntad tiene sus operaciones propias. Por ejemplo, la intención, la elección, etc., son propios de la voluntad. Por ejemplo, es posible advertir la tensión de la voluntad, en el momento de la decisión. Ese acto es diferente de la mera intelección, porque aunque la inteligencia le haya informado, haya examinado, deliberado, etc., si el sujeto no quiere prestar su adhesión a aquello que sabe que es conveniente, entonces no decide. Por otra parte, hay casos en que aunque un sujeto sepa cómo tiene que hacer las cosas, ya por eso no las hace. En la teoría intelectualista, basta con conocer el bien para realizarlo, pero esto no siempre sucede porque está de por medio la libertad del sujeto. Puede suceder que un individuo dado se deje llevar por sus pasiones. También puede suceder que la decisión sea tan pronta y fácil, una vez que se ha concebido claramente el fin, que pase inadvertida. Pero de ahí no se sigue que el querer se reduzca a la idea.
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c. TEORÍA TOMISTA. De acuerdo con la teoría clásica tomista la voluntad está especificada por su objeto, el cual es el bien concebido por la inteligencia. Esta tesis no es susceptible de demostración, expresa un hecho primario. En primer lugar decir que el objeto de la voluntad es el bien equivale a decir que el mal nunca es deseado por sí mismo, que no puede ser amado. Inclusive cuando se quiere el mal siempre es bajo razón de bien. Desde la Filosofía clásica se sabe que en lo más profundo de su ser, lo que un ser humano busca es la felicidad, la voluntas ut natura tiende a la felicidad inevitablemente. El problema es ¿dónde hallarla? No está en las riquezas ni en los honores, ni en la gloria, ni en el poder, ni en el placer, ni en la virtud, ni en la ciencia, ya que todos estos bienes son relativos, finitos, perecederos. Sólo la posesión de un bien infinito puede colmar el corazón humano y saciar toda su inquietud, su aspiración a la felicidad. De esta manera, al buscar la felicidad, el hombre tiende implícitamente a Dios. Se necesita entonces de la luz de la razón para buscar el bien verdadero y para buscar los bienes mediales dirigidos a alcanzar aquello que es capaz de aquietar las más profundas exigencias de su ser. Es entonces en el plano de la voluntas ut ratio, y de la determinación libre de la voluntad, donde radica propiamente su acción humana práctica. Sin embargo, si no sabe conducir bien su razón o su voluntad, entonces el ser humano puede poner su fin último en cosas distintas de Dios. Hay quienes hacen un dios de los bienes materiales, de la ciencia, del arte, etc. Es en esta disyunción de la voluntas ut natura y de la voluntas ut ratio en donde reside muchas veces todo el drama de la vida humana.
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También es propio de la teoría tomista el sostener la espiritualidad de la voluntad. La voluntad es una facultad espiritual, que sigue a la inteligencia y es tan espiritual como ésta. Si se admite que es un apetito racional, todo está resuelto de antemano, ya que el objeto hacia el que se dirige es espiritual y por tanto la facultad que lo ejerce lo es igualmente. Es interesante saber si la voluntad, como la inteligencia es capaz de reflexión. Evidentemente su reflexión no consistirá en conocer su acto sino en quererlo o amarlo. La reflexión de la voluntad consiste en querer querer o amar amar. La experiencia demuestra que si se ama a alguien se ama también ese amor. Se puede dar el caso de que una persona crea que ama algo sin poder impedirlo, pero puede conservar la lucidez para ver que no puede hacerlo. En cuanto a lo primero se trataría de un amor sensible, de una pasión y no hay nada asombroso de que se la odie o que se la rechace por la voluntad a pesar de que se continué experimentándola sensiblemente, hasta que la tendencia, el sujeto logre atenuarla o hacerla desaparecer. Como ya vimos anteriormente, la voluntad no tiene control directo sobre las pasiones, puede controlarlas con la ayuda de la inteligencia, es lo que se llama gobierno político de las pasiones, que ya hemos visto en el capítulo anterior.
III. EL LIBRE ARBITRIO Según la Filosofía Clásica la libertad es una propiedad de la voluntad, la voluntad es una de las facultades del hombre, y el acto voluntario emana de la facultad y es libre. El término
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libertad es bastante equívoco por lo cual es necesario que empecemos distinguiendo entre libertad de movimiento y libertad de querer. A. Libertad de movimiento y libertad de querer Se dice que un ser humano tiene libertad de movimiento refiriéndose a una libertad puramente exterior, como es la libertad de movimiento local. Según este tipo de libertad un acto es libre cuando está exento de toda coacción exterior, cuando no está determinado por una fuerza superior. En este sentido, para que una acción sea libre basta que no esté obligada o violentada desde fuera. La libertad física consiste en poder actuar sin ser detenido por una fuerza superior, como las cadenas o los muros de una prisión. La libertad civil consiste en poder actuar sin que lo impidan las leyes de la ciudad. En cambio, la libertad de querer es la libertad interior, se trata de la libertad de decisión o de la elección que es la fase esencial del acto voluntario. La libertad de querer consiste en estar exento de una inclinación necesaria a poner el acto, es decir, a hacer tal elección o tomar tal decisión, a actuar de una manera o de otra. El acto libre no está predeterminado sino que la voluntad se determina a sí misma a realizarlo, por lo que se le llama libertad de arbitrio porque el sujeto es en cierto modo un árbitro. Puede elegir entre actuar o no actuar y entre hacer esto y lo otro. Para esto es necesario que la acción sea deliberada, sólo entonces el sujeto se compromete en su acto ya que se ha decidido con conocimiento de causa.
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B. Argumentos clásicos en favor de la libertad de arbitrio 1) Prueba de la moralidad de los actos Este argumento pretende demostrar que la libertad es una exigencia de la moral, ya que sin libertad no se puede decir que un acto sea moralmente bueno o malo. Según esta postura, como estamos obligados a vivir moralmente, tenemos que contar con la libertad. Sin embargo, aunque según Tomás de Aquino negar la libertad es extraño a la filosofía porque corta por la base toda la filosofía moral, no considera que sea ésta una prueba suficiente y recurre a su demostración metafísica.
2) Prueba por el consentimiento universal Consiste en la afirmación de la libertad que todos los seres humanos en todas las épocas hacen. En efecto, como sostiene Tomás de Aquino si el ser humano no tuviese libertad de arbitrio serían vanos los consejos y exhortaciones, los preceptos y prohibiciones, las recompensas y los castigos. De igual modo serían imposibles las promesas y todas las formas de compromiso, ya que prometer es adelantarse, mediante su decisión, al futuro. Sólo puede disponer del futuro quien es libre. Sin embargo, el consentimiento universal no es suficiente, aunque todos los hombres se crean libres, esto no deja de ser una presunción. La verdad no depende de que un número de personas den por verdadero algo, y lo que es falso, no deja de serlo aunque la mayoría de las personas digan lo contrario.
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3) Prueba psicológica Es una prueba que se ha difundido en la Filosofía Moderna a partir de Descartes. Todo se resume en que la libertad es un hecho de conciencia que se le aparece al sujeto claramente. Existe una experiencia de la libertad como libertad de elección, en la que es posible distinguir dos momentos. Primero hay una conciencia de indeterminación de la voluntad. La indecisión es un estado muy positivo de vacilación, de oscilación que hace posible que se experimente «el apuro de la elección» hasta que el sujeto se autodetermina, con lo que el sujeto sabe que quien se ha decidido él. Sin embargo, la experiencia no puede hacer más que constatar la libertad como un hecho psicológico. Aunque lo establece con certeza, la experiencia no puede por sí sola aclararlo ni explicarlo, ya que es subjetiva, y así como hay quienes dicen tener la experiencia de la libertad puede haber también quien la niegue. Corresponde a la metafísica demostrar la posibilidad del hecho. 4) Prueba metafísica. El argumento metafísico consiste en demostrar que la libertad es posible, ya que resulta del hecho de que el hombre está dotado de inteligencia y por tanto de voluntad libre. La prueba metafísica de la libertad no pretende demostrar en particular la existencia de ningún acto libre, sino sólo demostrar en general que la libertad es un atributo de la naturaleza humana, o mejor, que el hombre está dotado de libre arbitrio.
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Según la argumentación de Tomás de Aquino, la voluntad sigue a la concepción. En cambio, si el objeto representado es bueno absolutamente y en todos sus aspectos, la voluntad tenderá necesariamente hacia él. Si el objeto no es absolutamente bueno o perfecto, la voluntad no tiene necesidad de quererlo, puede elegir entre unas ventajas y unas desventajas de los diferentes bienes. Siendo que en esta tierra no hay un bien perfecto la voluntad no es determinada necesariamente por ningún bien y por tanto puede elegir libremente. De esta manera, la raíz de la libertad está en la inteligencia, que concibe el Bien perfecto y juzga a los bienes particulares imperfectos en comparación con aquel, de acuerdo con esto todo ser que posea inteligencia será libre «a priori» La razón presenta los diferentes bienes y da una noticia general de ellos de modo que frente a lo particular es preciso que el sujeto tome una decisión personal. C. Concepciones sobre la libertad La libertad natural es aquella que se basa en la naturaleza humana. Dentro del ámbito de actuación que permita la propia naturaleza es posible elegir hacer una cosa y dejar de hacer otra o elegir un modo de hacerlo en lugar de otro. Dentro de este ámbito es posible hacer algunas distinciones: 1) La libertad de indiferencia Es una consideración de la Filosofía moderna y consiste en afirmar que la libertad disminuye en la medida en que la voluntad es atraída por un motivo, por lo tanto consiste en ser indiferente a cualquier influencia o motivo. Se trata de pretender elegir libre de cualquier influencia. Por esto deviene en una libertad desvinculada, que rechaza cualquier vínculo.
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Sin embargo, aunque haya una cierta indiferencia de la voluntad libre no puede definirse la libertad por la indiferencia, ya que la libertad supone un cierto conocimiento. Además la libertad completamente desvinculada es imposible, ya que la voluntad siempre se adhiere a algo, aunque sean sus propios deseos independentistas. 2) La libertad de espontaneidad La propuso Leibniz, quien sostiene que no hay acto voluntario sin motivo, ya que si fuésemos absolutamente indiferentes no elegiríamos, por lo cual el sujeto elige el motivo más fuerte que es siempre contingente (no necesario), espontáneo (no obligado desde fuera) y que esto basta para definir la libertad. Sin embargo definir la libertad como espontaneidad no es acertado, nos llevaría a caer en un determinismo psicológico. Leibniz acierta al sostener que no hay acto de libertad sin motivo y que siempre se elige la parte que parece mejor. Está bien aceptar que hay en el acto libre una parte de espontaneidad, sin embargo ésta no basta, se necesita una decisión que cierre una fase de indecisión. Puede haber un motivo sumamente fuerte pero no basta, tiene que decidirse el sujeto. Por otra parte, la espontaneidad de la libertad, conlleva mucha irracionalidad, suele obedecer al capricho o a simples impulsos. 3
El libre arbitrio
La doctrina del libre arbitrio es la que se refiere a la libertad de la voluntad al determinarse a sí misma a actuar. Esto quiere decir que ser libre es ser «causa de sí mismo». Esto no quiere decir ser causa de su propia existencia sino ser causa de su acto, de su auto-
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determinación. La voluntad es movida por un bien, por una alternativa, por un motivo, por la representación de un bien, que no siendo el Bien absoluto no es de suyo determinante. La decisión es el acto por el cual se hace determinante una alternativa eligiéndola. Sin embargo, el libre arbitrio es una libertad sobre medios y no es la libertad radical del ser personal. D. La libertad y los determinismos Se da el nombre de determinismo a las doctrinas que niegan la libertad. Los principales son: 1) El determinismo científico. Puede presentarse bajo diversas formas, una es la del determinismo universal el cual sostiene que la naturaleza obra de modo necesario y que ese determinismo involucra a la libertad humana. Sin embargo, el determinismo no es un hecho, no ha sido comprobado y precisamente cada vez más se comprueban «las relaciones de incertidumbre» en el universo. 2) El determinismo físico Consiste en afirmar que la libertad humana es opuesta al postulado de la conservación de la energía que sostiene que ésta es constante. Sin embargo este postulado no es un hecho, sino una teoría física que no determina el actuar humano. 3) El determinismo fisiológico Sostiene que nuestros actos están determinados por los estados de nuestro organismo, por la salud o la enfermedad, el temperamento, la herencia, el régimen alimenticio, el clima, etc. Sin embargo, aunque la influencia de estos factores es grande, no suprime la libertad, ya que queda siempre un espacio para deliberar sobre sus actos.
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4) El determinismo social Algunos sociólogos han pretendido que la presión social determina todos los actos de los individuos. La prueba que presentan es estadística ya que hay un número previsible de matrimonios fracasados, suicidios, delincuencia, etc. Sin embargo, esto no quiere decir que no exista libertad. Es cierto que las condiciones sociales influyen en los actos humanos, la educación, las costumbres, las influencias del medio, de la familia, del trabajo, las fuerzas económicas forman en gran parte al individuo, sin embargo aunque faciliten algunos actos no los determinan, ya que el sujeto puede tomar una actitud interior frente a esas influencias y aceptarlas o rechazarlas. 5) El determinismo psicológico La sostienen los defensores del psicoanálisis, y aún más los de la Psicología científica. Consiste en afirmar que nuestra conducta está gobernada por los instintos, que el comportamiento es un conjunto de reflejos condicionados y que la vida psíquica puede reducirse a leyes previsibles y determinadas que no dejan espacio para la libertad. Sin embargo, al igual que hemos afirmado en las otras clases de determinismo, todos esos factores, también los psicológicos, influyen, pero eso no quiere decir que determinen los actos humanos, ya que el hombre puede ejercer un dominio racional sobre sus tendencias, así como sobre sus experiencias pasadas. 6) El determinismo filosófico Consiste en la negación de la libertad fundada en teorías o principios filosóficos. Sus formas más claras son: - El determinismo panteísta: sostiene que en el fondo no hay más que un ser, una sustancia infinita, eterna que existe necesaria-
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mente porque es por sí misma. Esta Sustancia divina se manifiesta de modo necesario e igualmente en toda la realidad, tanto en el pensamiento como en el universo físico, por lo cual la libertad consiste en el conocimiento de la necesidad. Sin embargo esto no deja de ser una especie de postulado. El determinismo teológico: sostiene que Dios conoce de antemano todo lo que haremos, decidiremos. Sin embargo ésto no afecta a la libertad humana ya que el hecho de que Dios los conozca no quiere decir que los realice en lugar de nosotros. Él puede conocerlos porque en Dios no hay tiempo, el pasado y el futuro están delante de Dios en un eterno presente, pero verlos no quiere decir hacerlos. También se ha sostenido que debido al concurso de Dios en la vida de los seres humanos no sería posible la libertad. Sin embargo, ese concurso divino sobre sus criaturas supone un respeto por la libertad en el caso del hombre.
IV. El PERFECCIONAMIENTO DE LA NATURALEZA HUMANA A. Los hábitos y las virtudes humanas A lo largo de los temas anteriores referidos al despliegue de la naturaleza humana, hemos ido viendo los hábitos humanos, ahora sólo haremos una breve síntesis de ellos para ver una vez más su papel en el perfeccionamiento de la naturaleza humana. Los hábitos son muy importantes porque hemos visto que la naturaleza humana es muy dinámica, tanto en su sensibilidad como en su vida espiritual, por lo que la esencia humana se va configurando intrínsecamente por ellos.
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Dado que nos interesa más insistir en los hábitos perfectivos de la naturaleza humana, tenemos que éstos pueden ser de dos tipos: a. Los hábitos intelectuales, que inhieren y perfeccionan a la inteligencia b. Los hábitos morales, que perfeccionan la voluntad y las tendencias sensibles. 1. Los hábitos intelectuales o de la razón teórica se dividen a su vez en hábitos innatos y hábitos adquiridos. Los principales hábitos intelectuales son: el hábito de los primeros principios, el de la Sabiduría, el hábito de la ciencia, la sindéresis y la prudencia. La ciencia proporciona la posibilidad de conocer causalmente los hechos, averigua sus causas. Sin embargo, los hábitos intelectuales no aseguran el recto uso de esa facultad. Por eso es tan importante la prudencia que es una virtud llamada dianoética, ya que tiene una dimensión intelectual y otra moral. 2. Las virtudes morales, son hábitos perfectivos que consisten en dirigir acertadamente la vida práctica, mediante el recto uso de la razón práctica y de la voluntad, de manera que se acierte en cada acción en particular, dirigiendo la acción libre por la recta razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente prudente. Las virtudes morales cardinales son: a. La prudencia: Como ya señalamos, es considerada una virtud dianoética, que está a medio camino entre los hábitos intelectuales (pertenece a la razón práctica), y los hábitos morales, ya que tiene actos de la
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voluntad que la perfeccionan notablemente. Como hemos visto, convoca a las dos facultades superiores del ser humano: la inteligencia y la voluntad usándolas rectamente en cualquier acción práctica. La prudencia es condición para que las otras existan, por lo que se le llama la reina de las virtudes, y consiste básicamente en usar bien la razón práctica de manera que se actúe según una recta medida. Por medio de esta virtud se buscan los medios más adecuados para conseguir el fin mejor o más conveniente. b. La justicia es la virtud que inclina a dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, aquello a lo que tiene derecho. Puede ser justicia conmutativa que es la que regula los intercambios entre particulares, justicia distributiva que es la que reparte los trabajos y beneficios de acuerdo con las capacidades y méritos respectivamente. La justicia social es la de los individuos respecto al Bien Común de la sociedad, y se fundamenta en la obligación de trabajar o de aportar de alguna manera al Bien Común. c. La fortaleza, como sabemos es la virtud que regula al apetito irascible y tiene por objeto el bien arduo y difícil de conseguir. Tiene dos actos: la resistencia al mal o a las dificultades y el acometimiento de un bien, aunque ello suponga esfuerzo. Son virtudes propias del resistir: la reciedumbre, la laboriosidad, la paciencia, la perseverancia o constancia y son virtudes propias del acometimiento: la audacia, la magnanimidad y la magnificencia. d. La templanza a su vez perfecciona el apetito concupiscible que se dirige al bien deleitable, moderando los placeres corporales, según el orden de la
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razón. Entre sus virtudes derivadas están: la sobriedad, el pudor, la castidad y la modestia. B. Propiedades de las virtudes morales 1) Consiste en un término medio. El término medio no es la media aritmética, al modo como lo es el número 4 respecto del 2 y del 6. El término medio de la virtud es un culmen, una cima por el esfuerzo realizado en su consecución, lo cual dista mucho de ser una cómoda postura de cautela para no involucrarse en la acción ni poco, ni mucho. Este cuidado bien podría ser muchas veces pusilanimidad, lo cual es bien distinto a la prudencia. La dificultad de acertar en el punto medio está por una parte en que se trata de un acierto en la acción concreta, en la que hay que tener en cuenta todos los datos y circunstancias particulares que afectan a «esa» situación y en esta consideración la razón se puede equivocar o dejar de apreciar factores o datos relevantes, tomar como importante aquello que no lo es, o tener una visión deformada o poco objetiva de esas realidades. Por otra parte, la dificultad la ponen el influjo de las pasiones no dominadas, por ejemplo una persona puede llegar a ver claro cuál debe ser su justo comportamiento frente a una injusticia y quedarse en una actitud de cómoda complicidad porque el temor le domina, o puede lanzarse a cometer una acción violenta y temeraria por la falta de resistencia al dolor o al sufrimiento paciente.
2) Son consideradas como valores. Las virtudes son consideradas como parte de los valores. El valor es una propiedad del bien, y tiene un fundamento
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en la realidad independientemente del sujeto y también tiene un aspecto subjetivo porque hace referencia al reconocimiento que hace el sujeto de esos valores. 3) Están conectadas entre sí. Las virtudes guardan una unidad. Al igual que no hay desarrollo de la virtud del entendimiento sin sabiduría y la ciencia se desvirtúa y obtura su desarrollo si no está impregnada de sabiduría; de modo semejante no hay ninguna virtud moral sin prudencia que es la sabiduría práctica. La fortaleza sin prudencia es temeridad o la templanza sin prudencia es insensibilidad. La justicia tampoco puede darse sin prudencia ya que se convertiría en legalismo en el mejor de los casos. La razón de la unidad de las virtudes morales es que todas ellas se engarzan en la racionalidad práctica y en la voluntad que quiere el bien libremente. Por ello si se ejercita rectamente la razón práctica y si se rectifica la intención de la voluntad se está en condiciones de actuar virtuosamente. Debido a esto se ha considerado que la prudencia es la reina de las virtudes o que en el hombre no hay más que una virtud. Sin embargo, la prudencia a su vez sólo es posible si está sostenida por la fortaleza y la templanza. No puede haber prudencia si no se mantiene el gobierno sobre las facultades inferiores, especialmente de las pasiones humanas porque su influjo es muy grande. Por ejemplo, un estudiante no podrá elegir prudentemente en cómo usar esa hora libre que tiene si viendo que debería emplearla en estudiar, «claudicara» ante el televisor debido a que más puede su comodidad y su falta de fortaleza para enfrentarse con una tarea ardua. Por lo tanto, la fortaleza y la templanza sostienen a la prudencia y facilitan la justicia y éstas a su vez hacen posibles a aquellas. Así pues, las virtudes morales se interrelacionan unas con otras.
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4) Son susceptibles de un crecimiento o de disminución. Las virtudes morales no son estáticas. En ellas no puede darse una consecución definitiva. Aquí se puede apreciar la diferencia entre tener como proyecto el perfeccionamiento propio y ajeno y lo que se llama autorrealización. En ésta cabe el estancamiento, es decir, que un sujeto puede decir: mi meta es autorrealizarme, tener una profesión, una familia, un «status»; esos fines pueden ser legítimos. Sin embargo, todavía cabe plantearse: y luego ¿qué? La virtud en cambio, está abierta a la libertad, al intelecto y al amor personal, y entonces está llamada a un crecimiento irrestricto. En el momento en que uno deja de ser virtuoso se envilece, se degrada, y entonces vive de la astucia y la trampa o de las apariencias, o vive de otros, si se dejan. Las virtudes se adquieren por el ejercicio de actos buenos, primero uno y luego otro y otro, hasta que el hábito se va arraigando. Por ejemplo, la primera vez que uno se levantó temprano, a hora fija de acuerdo con el despertador y con sus obligaciones, quizá aquellas primeras veces le costó, pero si repitió el mismo acto, poco a poco se va habituando, hasta que al final le pueda parecer casi un castigo tener que quedarse en cama hasta el mediodía. Por el mismo camino se adquieren los vicios, es decir por el ejercicio de actos no perfectivos, por ejemplo, a la primera mentira sigue otra y luego otra y otra; puede ser que cuando uno dice por primera vez una mentira tenga un cierto malestar interior, preferiría no haberla dicho, e incluso se le nota, pero si no se rectifica enseguida, la próxima vez tendrá menos incomodidad y si sigue así terminará mintiendo cada vez más y en cosas importantes.
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Tenemos la posibilidad de ir metiendo en nuestra vida la verdad y la mentira, el bien y el mal, pero no hay que olvidar que esto tiene sus consecuencias. Si cada vez la voluntad se adhiere a la verdad y al bien poco a poco va teniendo más capacidad de ellos, en cambio si la voluntad se adhiere al mal y se abraza con la mentira al final puede hacerse incapaz de reconocer la verdad y de seguir el bien. Por ello conviene interesarse por la verdad y de meterla en la propia vida para ser fieles a nosotros mismos, sólo de esa manera seremos cada vez más libres «la Verdad os hará libres» y podremos darnos más y mejor en una vida que se abre más y mejor al futuro. Por otra parte, es importante darse cuenta de que en cualquier caso siempre estamos dispuestos a adquirir hábitos. Siempre estamos actuando, no podemos eximirnos de hacerlo, aún cuando nos abstenemos estamos realizando una acción, la de omisión. Todos estos actos redundan sobre nosotros mismos, dejando una «huella», una inclinación en nuestro interior, aún cuando sean actos que se dirijan hacia fuera de nosotros mismos. Esto es así porque como hemos visto somos una realidad «viva», en la que cada acto libre que se realiza es inmanente, es decir, permanece dentro de sí, se queda en su interior, reconfigurándole. Así pues, no podemos evitar la formación de hábitos. Éstos pueden ser como ya señalamos, hábitos perfectivos de nuestra naturaleza, es decir que perfeccionan nuestro ser y hábitos destructivos de nuestra naturaleza, que son los que la degradan ya que van contra su propia índole y finalidad. Así también, los hábitos perfectivos o virtudes ayudan a ejercer mejor la libertad y los destructivos o vicios impiden ser realmente libres. Nos detendremos un poco más en las virtudes, cuyo ejercicio es el más importante en la vida práctica.
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Como hemos visto los apetitos sensibles, pueden rebelarse frente a las potencias superiores y necesitan ser perfeccionados por las virtudes morales. Pero la adquisición de las virtudes mira siempre a un destinatario ulterior. Es decir, el sujeto no puede intentar adquirir virtudes para complacerse en sí mismo. Las virtudes son necesarias para perfeccionar la libertad, ya que sin esos hábitos y disposiciones interiores no se puede realizar el bien aunque se quiera. Sin embargo la libertad tiene un remitente que es siempre otra u otras personas. Por lo tanto se precisan las virtudes para poder ser libre para amar más y mejor. Las virtudes sólo tienen sentido en el marco de la entrega personal.
V. LA ÍNDOLE PERSONAL DEL SER HUMANO. A. Naturaleza humana y persona humana. La naturaleza humana es común a todos los seres humanos, así todos somos, según la definición clásica, animales racionales, es decir, todos poseemos sensibilidad como los animales, y también racionalidad. De acuerdo con esta noción el hombre no es ni una bestia ni un ángel ni Dios. El ser humano no se reduce sólo a su aspecto corpóreo, orgánico o sensible, sino que también posee espíritu, pero no sólo éste. Si está equivocado el materialismo que reduce al hombre a sus operaciones orgánicas, también lo están aquellos «angelismos» o «espiritualismos» que consideran que el hombre es puro espíritu. Es un error definir al hombre sólo como ser racional o espiritual, porque eso es la esencia de un ángel, pero el hombre no es ninguno de ellos.
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Sin embargo, la naturaleza humana no es indiferenciada, por decirlo de algún modo, sino que es, como hemos señalado, específica, es decir, que tiene unas características muy propias. Entre éstas se encuentra la que presenta su propia racionalidad. De ahí que el hombre está llamado a dirigir su vida mediante ese gran recurso que es su inteligencia y con la consiguiente voluntad. De manera que en la medida en que se vayan ejerciendo operaciones cada vez más influidas por su racionalidad va consiguiendo perfeccionar su naturaleza. Este perfeccionamiento de su naturaleza es lo que va configurando su esencia. Como hemos señalado en las clases anteriores, la influencia cada vez mayor de la racionalidad en la vida humana es un cometido propio del ser humano. La racionalidad humana puede incluso llegar a «racionalizar» lo que no es racional como son las tendencias y apetitos de la sensibilidad. Entonces, la unidad de la vida humana natural se hace mayor cuando las facultades espirituales gobiernan a las sensibles, de manera que eso lleve a una vida propiamente humana, en la que lo corpóreo y sensible esté integrado en lo espiritual. Inclusive a Dios vamos no sólo con nuestro espíritu sino con todo nuestro ser, y existe una riqueza de expresividad corporal que el amor a Dios suscita. Sin embargo, la tarea sigue siendo ésa: perfeccionar la naturaleza humana. En definitiva, se podría decir que la naturaleza es la base de la esencia humana, pero que esa naturaleza tiene que ser “trabajada, por lo que el hombre tiene como reto el de lograr una unidad a través de la virtud, ya que sólo así inhiere lo espiritual en lo sensible o corpóreo gobernándolo. Según la tradición clásica, aristotélica y tomista, la antropología se continúa con la ética, o bien, la ética es una parte de la antropología. Sin embargo, es oportuno recordar que tal
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como vimos al comienzo, hay diferencias muy considerables entre la antropología de Aristóteles y la de Tomás de Aquino. Aquel logró hacer averiguaciones muy importantes del ser humano, pero ignoró que era persona. La noción de persona sólo aparece con el cristianismo, en que se trata de las personas divinas y de las personas humanas. La noción de persona comporta mayor riqueza que la simple noción de ser humano, aunque no la excluye, la integra y perfecciona. Sin embargo la naturaleza humana, aún perfeccionada por los hábitos se queda corta. Esta definición es bastante acertada pero no suficiente, porque seres humanos somos todos (todos tenemos parte sensible y espiritual), de modo que somos iguales, uno es tan ser humano como el que vive en el Asia o en Bangladesh, en Roma, en Europa o África. Pero, somos personas diferentes, somos un Quién personal. No se trata sólo de la mera diferencia en los aspectos corpóreos. Evidentemente que cada uno tenemos unos rasgos corpóreos bastante individuales. Pero, lo individual, está determinado por la cantidad y ésta es una propiedad de la materia (materia signata). A la pregunta: ¿nos diferenciamos por «estas carnes y en estos huesos»? La respuesta es que no, es demasiado poco esa diferencia. Siguiendo a Aristóteles, en los niveles del tener quedan dos niveles todavía, que son superiores al nivel corpóreo y material. Este es el primer nivel, pero por encima de él están otros niveles de posesión humana como son el cognoscitivo y el de los hábitos. Entonces podríamos decir: ¿nos diferenciamos en cuanto a nuestra posesión cognoscitiva? Desde luego que unos conocen más y mejor que otros; sin embargo, lo propio de la
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persona humana no se reduce a ese nivel. Pasando al otro nivel, ¿Podría ser que nos diferenciáramos en cuanto a los hábitos que poseamos? Hay quienes son ordenados y otros no lo son, unos son fuertes y otros pusilánimes, etc. La posesión o no de virtudes nos hace diferentes, es más aquella es una diferencia importante. Sin embargo no es lo radical. ¿Tenemos algo que sea más importante que ser físicamente de una manera u otra, que poseamos más o menos bienes materiales y cognoscitivos, y que tengamos más o menos perfeccionada la propia naturaleza? Podemos ir más allá del nivel natural y esencial, y descubrir que la intimidad, el ser personal, es un acto por el cual cada ser humano es constituido como un quién. Este acto es creado, no sólo porque según los argumentos clásicos, nadie puede darse a sí mismo el ser (ya que ni él mismo es el ser ni lo tiene desde siempre), porque entonces desde siempre habría existido, sino porque las personas somos términos de un acto de amor personal. Tenemos entonces un acto de ser personal radicalmente abierto a las personas divinas y a las otras personas humanas. La persona humana no se autoconsuma en sí misma, sino que está abierta hacia fuera, coexiste con el ser del universo, con las demás personas y con Dios. Por este no encerrarse en sí misma la persona supera la noción de sujeto absoluto, tal como se ha concebido en la modernidad. De esta manera se rechaza la noción de sujeto absoluto. La persona humana no puede entenderse como un absoluto dinamismo humano, autoconstituyente, íntimamente menesteroso.
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La pretensión de autonomía es como una desideratum de orfandad, es la consideración del hombre como un ser que empieza desde sí y termina en sí mismo. Sin embargo, la ruptura de la filiación cierra la radicalidad de su ser. Así, la unicidad personal, no es ninguna totalidad. Por eso conviene decir que la persona humana concentra su unicidad en un depender radical. Entonces podemos ver que nuestro ser se puede entender como intimidad, como persona, como co-existencia, como libertad. Cada uno de nosotros es un QUIÉN, es una persona única, irrepetible e insustituible, en dependencia con Aquel Ser Supremo que le ha dado el ser personalmente y se lo conserva. Como se puede ver, para entender adecuadamente la noción de persona se requiere de un planteamiento creacionista, por esto Aristóteles no llegó a la noción de persona porque fue un filósofo que aunque genial, no tuvo la noción de creación, ya que vivió antes de que adviniera el cristianismo. Dentro del planteamiento creacionista Dios es un ser Personal que ha creado a las criaturas humanas con un acto de ser muy personal. En su sentido estricto la noción de persona se aplica a un sujeto cuyo ser está engarzado en el Amor y a Él se ordena. Por ello puede decirse que lo propio de ser persona es ser un sujeto donante, porque la persona sólo se entiende si se corresponde con otro ser también personal. Por tanto los seres humanos tenemos una categoría personal, somos un «quién» que en toda su unicidad se abre a otro u otros «quienes». De ahí que las personas no puedan ser intercambiables como las cosas y su dignidad le eleva por encima de la condición de mero objeto, precisamente por la radicalidad de su ser personal.
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Por otra parte, la dimensión de ese ser personal que tenemos ha sido entrevista también en las investigaciones de biogenética, las cuales llevan a la conclusión que cada ser humano se ha concebido dejando atrás muchísimas posibilidades reales de que otros seres hubieran existido en lugar de nosotros. No vamos a detenernos ahora a hacer la explicación correspondiente pero lo que asombra es la contingencia de nuestra existencia. ¿Por qué fuimos concebidos nosotros, y no las muchas posibilidades de que existiera en nuestro lugar otra persona, con otras características, con otro carácter, etc.?. En general, la contingencia de nuestra existencia es muy grande. Frente a esta realidad sólo hay dos respuestas posibles, o somos producto del azar o tenemos una razón de ser. Si nuestro ser no es por casualidad, si somos término de un acto de sabiduría y de amor trascendente, entonces nuestra existencia tiene un lugar dentro del plan divino con una consiguiente misión también. La primera posibilidad nos llevaría al absurdo, a lo que no tiene razón de ser. No es de extrañar que muchos filósofos modernos que pasaron por alto esta verdad sobre el hombre se encuentren ante su propio ser y, en general ante el de los demás, como algo absurdo, sin explicación y por consiguiente sin sentido. Esta índole personal del ser humano es lo que hace obligado el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción. Desde ese instante somos el término de un querer divino, somos un quién, personal, único, irrepetible e insustituible, no somos un objeto o una cosa cualquiera que puede ser desechados al capricho de otro. Por ello también el derecho de la vida humana es el más fundamental porque sin él no se puede tener ninguno de los demás y se niega la posibilidad de realizar una misión y de remitir el propio ser personal a las demás personas.
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También atendiendo a la índole personal del ser humano éste no puede ser en un tubo de ensayo de manera artificial. Lo propio de la persona humana es ser hijo y su ámbito más propio es la familia, su dignidad exige no ser un mero artefacto, un constructo que se produce como si fuera un objeto cualquiera. Por esto mismo no es señal de progreso desvincularle de ese ámbito familiar y por esto mismo se debe revalorizar la familia y el matrimonio que están llamados a integrar en toda la grandeza y dignidad personal todos los aspectos del ser humano. Otra realidad impregnada de nuestro ser personal es el trabajo humano, que es una de las manifestaciones de nuestro ser personal. El hecho de trabajar es personal porque supone aportar libre y generosamente lo mejor de uno mismo para contribuir al bien de los demás, y al bien común de la sociedad. En cuanto que la persona está abierta es radicalmente libre y donal. En tanto que libertad, la intimidad, la persona, es el núcleo del puro aportar. Por ello el trabajo está orientado a perfeccionar el universo y a contribuir al perfeccionamiento propio y de los demás, y no a que su beneficio sea sólo para uno, como es el caso del liberalismo. Por otra parte, el trabajo puede ser un medio para ofrecer dones a Dios. También por esto el ámbito laboral tiene que tener las condiciones que le permitan al ser humano perfeccionarse, y perfeccionar al mundo y a los demás. Cuando no se tienen en cuenta ni a la persona ni a los fines del trabajo, cuando se esclaviza a las personas, cuando se sofoca sus capacidades o se impide su desarrollo, se está atentando contra su dignidad personal. La persona humana no es una cosa u objeto cualquiera que se ponga para el uso o los intereses egoístas de otro u otros, usarla es inmoral.
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Hoy cabe el peligro de la esclavitud universal, el sometimiento de algunas personas a la condición de simples medios, sacrificados en aras del poder económico, político, etc. Inclusive la técnica que es producto del hombre pareciera que se nos va de las manos y que podría dar lugar a que el hombre se vea sometido por sus propios artefactos, en lugar de ponerlos al servicio del despliegue de su ser personal, usándolos como medios que contribuyan al perfeccionamiento del hombre.
B. La vida personal, su sentido y destino último Una vez entrevista nuestra realidad personal, podemos plantearnos nuestro destino último. Nos queda ser consecuentes con nuestra realidad personal y vivir en términos de donación. Esa donación debe tratar de obtener de su esencia humana los dones que va a ofrecer, es decir que tenemos un trabajo de perfeccionamiento de nuestra propia naturaleza para hacer más real nuestra entrega como personas humanas, tanto a las personas humanas como a las divinas. La manera de perfeccionar la naturaleza ya hemos dicho que es a base de la adquisición de hábitos perfectivos o virtudes. Así es como se hace posible nuestro crecimiento. Como decíamos al comienzo, los seres humanos somos realidades «vivas»; desde esta perspectiva sólo tenemos una exigencia básica: crecer o morir, esto último no es propiamente lo que corresponde a un ser vivo. Podemos decir «stop» a proyectos personales, porque no es el momento, no se dan las circunstancias o no se tienen los medios, pero a nuestra propia vida no le podemos poner un «stop», ya que sería el cierre de todas las posibilidades. La vida sigue su curso y en ella podemos crecer o no, pero si no crecemos nos estamos cerrando todas las posibili-
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dades, ya que cuando se ejercita una virtud, ese acto ha dejado «mejorado» y mejor dispuesta a la facultad para realizar el siguiente, y si allí se prosigue, queda abierto el camino para el siguiente que será mejor que el anterior. En definitiva el crecimiento propiamente humano es irrestricto. Evidentemente que en el ejercicio de la virtud se cuenta con retrocesos, pero lo importante es no quedarse ahí, sino aprender de la experiencia y reunir nuevamente todas las facultades para volver a emprender el camino con más intensidad. La mentira y el mal siempre amenazan este desarrollo desde dentro y desde fuera y quizá lo mejor que podemos hacer es aprender a no extrañarnos de esas quiebras de la condición humana nuestra y de los demás, y fijar la atención en las posibilidades que tenemos de crecimiento y de donación personal. Por otra parte la vida humana está sujeta a muchos avatares que cuando se es joven pueden producir algún desconcierto, pero no se pueden desear condiciones para ejercitar la virtud, es verdad que cada caso es cada caso y cada situación una situación, pero precisamente por eso cada momento de la vida reclama una respuesta que sólo puede ser de dos signos, o perfectiva y entonces se trata de virtud o destructiva y entonces es un vicio. En el ser humano esa respuesta no es automática como las máquinas ni tiene que ser instintiva como la de los animales, sino que esa respuesta es una propuesta libre. En la medida en que el sujeto perfeccione su naturaleza, irá esencializándose más. Como decíamos, no es tarea fácil, hay que contar con dificultades externas e internas, algunas circunstancias del entorno externo pueden presentarse como inevitables, pueden aparecer sin que se las busque, puede ser que uno no sea libre para
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evitarlas, pero si es libre la actitud que se tome ante ellas, es libre la actitud que uno elija para enfrentarlas, para crecer y darse, o para envilecerse a través de ellas. Las virtudes humanas hacen posible que la naturaleza se perfeccione y que por tanto nuestro ser personal se destine realmente a través del amor personal. Se trata de perfeccionar la naturaleza para hacer posible esa donación a los demás, la familia, los amigos, y en definitiva a Dios por cuyo amor se ha recibido el acto de ser personal, gracias al cual existimos. Sólo entonces la vida personal tendrá un sentido, estará destinada a un remitente también personal. Esta novedad del ser humano enriquece todas las investigaciones que hasta el momento se han hecho sobre él. El poner de relieve su dimensión personal, su radical apertura donante completa de manera radical las averiguaciones hechas sobre la naturaleza humana, nos pone ante un “dinamismo” insospechado. Si se vive en esta dimensión personal, la vida se tensa en primer lugar y de manera radical respecto de Aquel ser personal que tuvo la iniciativa en la donación, para tratar de corresponder. En la medida en que se trata de hacerlo se cumple la destinación más propia de la persona, la que le es más inherente, ya que es imposible una persona sola, no es posible la soledad, el aislamiento. Nietzsche decía que, “el infierno son los otros” pero esto sólo se puede decir desde una gran soledad. Por otra parte, a la gente joven le suele apasionar las posibilidades de su libertad. Desde esta perspectiva la mayor libertad está en esa apertura personal de nuestro ser que tiene como destinatario a un ser que es también personal.
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Sólo otra persona es digna de ser destinataria de nuestro ser personal. Si intentamos “agotar” nuestra libertad en cosas de poca monta, entre ver esa película o ver esa otra, entre hacer esto o lo otro, es probable que más pronto o más tarde nos encontremos ante un gran aburrimiento. “tengo 22 años, soy graduado universitario, poseo un automóvil lujoso, disfruto de una situación económica segura, y hallo a mi disposición más sexo y más poder del que puedo hacerme cargo. Solamente me pregunto, ¿qué sentido tiene esto?”. Este párrafo de una carta que cita Victor Frank en su libro La Voluntad del Sentido, habla por sí sola Por otra parte, no es casualidad que sea precisamente un joven quién la escriba, manifiesta una sinceridad “salvaje”, los deseos de autenticidad que anidan en el alma joven que busca la verdad de su ser y se resiste a convivir con la mentira. En rigor, el sentido último de nuestro ser está en la donación personal. Desarrollar este asunto es propio de una Antropología trascendental, en que persona se entiende como don, como intelecto, como coexistencia, como libertad. Aquí sólo la dejamos indicada.
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