A las cosas mismas por el poema De Heidegger a Machado

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Thémata. Revista de Filosofía. Número 43. 2010 HEIDEGGER Y EL HOLOCAUSTO. Heidegger y el nazismo. Observaciones a Julio Quesada. Jacinto Choza, Unive

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A las cosas mismas por el poema – De Heidegger a Machado – Sergio Lorente Martínez* Resumen En este trabajo discuto algunos aspectos involucrados en el debate fenomenológico-hermenéutico sobre el modo de acceso a lo originario. El principal hilo conductor de la explicación viene marcado por las propuestas de Heidegger. En primer lugar analizo las indicaciones formales como una posible solución, que sin embargo resultará insuficiente. A continuación, y a la luz de lo abierto por Heidegger, acudo al texto poético como una posible propuesta que escapa a las dificultades expuestas y permitiría alcanzar el origen. Palabras clave: reflexión, indicación formal, poema, fenómeno, acceso. Abstract My purpose in this paper is to discuss some issues involved in the phenomenological-hermeneutical debate over the proper method for reaching the original. Martin Heidegger’s reflections are the main connecting thread of the exploration. In the first place, I consider in detail Heidegger’s proposal of formal indications as a solution. It is, however, regarded as an insufficient one in some respects. In the second place, and in the light of Heidegger’s viewpoint, I advocate the poetical texts as an attempt of solution to the referred cardinal question of reaching the original. Key worlds: reflection, formal indication, poem, phenomenon, access.

1. Lo semioscuro en el fenómeno y el problema de un acceso reflexivo Como la barca que al hendir el agua la parte en dos, así también la reflexión opera siempre mediante análisis: separa, descompone, divide, distingue. Sólo así es capaz de penetrar en las cosas. En su encuentro con ellas va diciendo, por ejemplo, que esto es sustancia y aquello accidentes, que esto es materia y aquello forma, esto potencia y aquello acto, sujeto y objeto, vivo y muerto, inmanente y transcendente, sensible y suprasensible, verdadero y falso. Distinciones que cito aquí sólo a título de ejemplo, pero que respecto de las cuales el pensamiento no ignora que quizá sean más representadas que sidas y que, por tanto, si se ha de ir a las cosas mismas, sería conveniente volver a reunir lo que se ha separado. Viene entonces el momento de la síntesis: donde antes habíamos hallado materia y forma, vemos ahora que nunca hay realmente materia por separado ni forma sin más, sino que por doquier nos encontramos la ουσία. Con esto no pretendo abrir una discusión técnico-erudita sobre Aristóteles. Tan sólo me valgo de su terminología para señalar que materia y forma



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sólo son visibles tras un análisis ontológico, y que el concepto de ουσία sólo alude a la reunión de ambos y pretende por tanto recuperar la unidad de lo analizado. La ουσία no es sólo la composición de materia y forma, es, más aun, la unidad de éstas, y parece intuirse en esa unidad una irremediable nostalgia de algo que una vez estuvo todo junto y sobre lo que operó el análisis separándolo. Y es justo aquí donde viene a clavarse, como astilla en la mente, la sospecha de que la cosa, ahora hilemórficamente iluminada, tuvo un antes de esta luz. Para aclarar esta anterioridad hay que recordar algo que es una perfecta perogrullada pero que puede resultarnos orientador. Se trata de lo siguiente: si el pensamiento toca algo, simplemente no lo deja intacto. Si tenemos noticias de algo, por vagas y lejanas que sean, ese algo ya no estará absolutamente al margen del pensar, porque, aunque esa noticia sea vaga, tendremos una idea de ello aunque sea muy pobre, y por tanto ya no estará al margen sino en nuestro mundo, a una distancia relativa a nosotros. Sólo a partir de esta tenue noticia de la cosa podremos interrogar y dividir. Mientras que, por el contrario, de aquello de lo que no tenemos noticia alguna, de aquello de lo que no nos llega nada ni remotamente, de eso no podemos decir nada ni pensar nada, pues de dónde lo tomaríamos. De esta consideración resulta que el antes de la cosa al que nos referimos no puede consistir en un estar la cosa total y absolutamente al margen del pensar, completamente separada de él, de modo que el pensar la hallara allí solitaria y aislada, y se dispusiera a conquistarla; sino que la cosa ha de estar ya más o menos abierta, hemos de tener alguna noticia de ella para poder interrogarla y decirla. La anterioridad que mencionamos, previa a la luz del análisis, parece consistir entonces en una especie de media luz, de semioscuridad, pues una oscuridad completa sería lo mismo que una total carencia de noticias. Ahora bien, la reflexión, mediante su análisis y síntesis, sobreiluminaría lo que sólo estaba en sombras. De esta manera introduciría una modificación respecto de la forma en que la cosa misma se nos ofrecía, digamos –a falta de un adverbio mejor– originariamente.1 Dicho en otros términos, la reflexión explicita aquello que estaba implícito y con ello olvida que el modo en que estaba lo así explicitado consistía precisamente en estar implícito. Pero si de aquello de lo que no hay noticia alguna no podemos pensar nada, entonces es evidente que de esa penumbra previa al análisis reflexivo sí tenemos alguna noticia, puesto que estamos hablando de ella, y eso alimenta la esperanza de que al pensar no le quede totalmente a trasmano esa semioscuridad.2 La idea de una modificación que la reflexión introduciría en las cosas por virtud de su sólo ejercicio sobre ellas puede expresarse con otras palabras y metáforas quizá mejores que la penumbra y la luz. Por ejemplo, diciendo que se introduce una distancia, o se resta frescura, o que se devuelve mirado lo que estaba vivido. Captura peces, sí, pero precisamente por eso se convierten en pescados, o, como diría el poeta, la reflexión nos devuelve “en monedas de cobre/ el oro de ayer cambiado” (Machado, 2001: 87-88). Incluso, en vez de reflexión, puede hablarse aquí de representación, o de atención, frente a lo que está co-lateralmente atendido, o que es pre-reflexivo. Pero siempre subrayando que la media luz, o lo co-lateral, o como deseemos llamarlo, no está al margen de todo pensar. Con esto no se quiere decir que la reflexión sea defectuosa. Por el contrario, sus movi1 En esta dirección se mueve la crítica de Heidegger a la fenomenología de Husserl. (Heidegger, 1979: 150-155). Sobre este tema Cfr. (Rodríguez, 1997) 2 Gadamer señala: “No es posible avanzar en el conocimiento sin dejar a trasmano una posible verdad” (Gadamer, 2004: 57). A mi juicio, alude con esto a la esencial finitud humana, y a su historicidad constitutiva, en suma, a los límites irrebasables de nuestra situación hermenéutica.

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mientos de análisis y síntesis, aunque introduzcan una distancia, realizan, precisamente por eso, el conocimiento. Tan sólo señalo que no todo el pensamiento es reflexivo, y que el conocimiento no es el primer ni el único modo de relación con las cosas. La reflexión separa lo que estaba junto y reúne lo así separado, pero lo hace en una unidad diferente de la que había, pues en la nueva unidad –¡oh virtud del análisis!– se ven las partes, pero en aquella originaria y semioscura no se veían; y este modo implícito y semioscuro, no aquél explícito y luminoso, era el modo en que las cosas mismas se presentaban. Modo que no está al margen del pensamiento, aunque sí a la espalda de la reflexión. 2. Indicación formal heideggeriana: una solución lúcida pero insuficiente Pues bien, desde este punto de vista, la filosofía, en su afán de ir a las raíces, a lo originario, a lo primero, se verá en la tarea de tener que alcanzar esa penumbra, sin destruirla y sin que todo quede en una mera nostalgia. En este punto los fenomenólogos creían que una descripción minuciosa y fiel de la cosa misma, que se mantuviera al margen de teorías y prejuicios y se dejase guiar sólo por la cosa, podría atrapar esta penumbra y presentarla en palabra, capturar peces vivos, que no muriesen una vez pescados. Al formular este proyecto parecían no darse cuenta los fenomenólogos de que describir es ya iluminar, y de que lo descrito, por bien descrito que esté, no dejará de estar descrito –y no vivido. En otras palabras: se describe ya desde la reflexión. Heidegger, por su parte, buscaba la manera de señalar que la penumbra era el modo normal de estar el ser humano en esta vida, y al darse cuenta de que la descripción sobreiluminaba lo semioscuro, destruyéndolo, proponía abandonar la actitud descriptiva, que él consideraba un prejuicio teórico, y en lugar de introducir distancias para contemplar un fenómeno, recortarlas hasta estar no solamente con él, sino en él, y poder hablar no sólo sobre él sino desde él. Heidegger sostenía (Heidegger, 1995: 64) que un fenómeno tiene, además de una vertiente de contenido, que alude a lo que se experimenta, una vertiente referencial, que tiene que ver con el modo como se experimenta el fenómeno, y en tercer lugar una vertiente ejecutante, el vivirse o estarse llevando a cabo lo así experimentado. Con esta última se recoge la sencilla idea de que un fenómeno siempre lo es para alguien ante el cual aparece, y que, por lo tanto, ese alguien pertenece al fenómeno. Pues bien, la sobreiluminación de la que veníamos hablando consistiría, en estos términos, en amputar la vertiente ejecutante y determinar la vertiente referencial en su forma teórico-contemplativa como la única posible. Hecho esto, la reflexión se centraría unilateralmente en el contenido, olvidando las otras dos vertientes.3 Con la intención de contrarrestar esta mutilación del fenómeno producida en la iluminación, y de allegarnos a la natural penumbra de las cosas, Heidegger propone el uso de lo que él llama indicaciones formales. Con ellas se pretende prevenir la deformación propia del modo de ver teórico.4 Para ello se mantienen en suspenso las vertientes referencial y ejecutante del fenómeno con la intención de liberar la mirada del prejuicio teórico y preservar aquellas vertientes en su posibilidad. Pero estas vertientes no permanecen suspensas indefinidamente sino que hallarán su determinación cuando la indicación formal sea comprendida. 3 (Xolocotzi, 2004: 115-124). 4 Este aspecto defensivo de la indicación formal ha sido explicado de modo claro y sencillo por Pablo Redondo Sánchez, (Redondo, 2001: 15-17). Igualmente ha sido recogida por Adrián Bertorello. (Bertorello, 2005: 137-138)

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Ahora bien, una indicación formal, a diferencia de un concepto corriente, no se refiere a un ente cuya esencia hubiera de ser concebida, en este sentido decimos que carece de contenido material porque no atrapa un qué, sino que indica la tarea de entender el fenómeno desde sí mismo (Escudero, 2004: 38). Su comprensión, por tanto, no consiste en la captación de un eidos, sino que indica y demanda una transformación de la existencia que permita abandonar la interpretación estándar de las cosas y abra la posibilidad de un acceso auténtico. Desde aquí se entiende que Heidegger dijese que los conceptos filosóficos son formalmente indicativos (Heidegger, 1983: 425) y que sólo entendidos así dan la posibilidad de concebir auténticamente. Al decir esto señalaba que la comprensión de un concepto filosófico no radica en una exposición meramente escolar, ex datis, del mismo, exposición que, precisamente por serlo, se centrará sólo en la vertiente de contenido. Tampoco consiste en la producción y consumo de literatura filosófica sobre él, sino que el concepto filosófico es más bien una invitación a que pensemos por nosotros mismos, a que nos atrevamos a saber no ex datis, escolarmente, con la cabeza de otros, sino ex principiis, desde nosotros mismos;5 en suma, se trata de una exhortación a pensar. Es precisamente por esta exhortación a pensar por nosotros mismos por lo que la indicación formal nos empuja hacia el fenómeno vivido en vez de mirado, nos exhorta no tanto a capturar peces, que inevitablemente devendrán pescados, sino a nadar con ellos –o eso al menos quería Heidegger. Y es que si recordamos con el autor de Ser y tiempo que la existencia es el lugar de donde surge todo cuestionamiento filosófico y en donde éste a su vez repercute (Heidegger, 1927: 38 y 436), tendremos que decir que la indicación formal abre la posibilidad de tal surgimiento y custodia la posibilidad de tal repercusión, porque en vez de evacuar al observador de un fenómeno poniéndolo al margen y a salvo de cuanto vea (como sucedía en la reflexión), le exhorta a formar parte de él, viviéndolo y vivificándolo. Un concepto filosófico, cuando se ha comprendido, nos exige estar alerta frente a la interpretación dominante (Bertorello, 2005: 125). La comprensión de tal concepto no consistirá en leerlo en un tratado, ni en buscar su significado a través de una interminable bibliografía secundaria, sino en abrir su problemática y atrevernos a entrar en ella para tratar no sólo lo ya pensado, sino lo por pensar y con suerte quizás también lo no pensado. Y esto de tal modo que quedemos transformados, que repercuta sobre nosotros, que ya no podamos vivir como vivíamos ni pensar lo que pensábamos porque seremos otros de los que éramos. Por decirlo metafóricamente, si queremos peces vivos tendremos que mojarnos. Si nos vemos secos, será simplemente que no hemos hecho filosofía por más que jugáramos con conceptos filosóficos. Hay que añadir además que las indicaciones formales no tienen carácter normativo (Escudero, 2004: 34), no dicen qué hemos de hacer, tan sólo nos colocan ante una decisión: la de si nos quedaremos con la interpretación estándar de las cosas o si nos atreveremos a pensarlas. Llegados a este punto pudiera dar la impresión de que gracias a las indicaciones formales, se podrá captar por fin la penumbra originaria del fenómeno sin destruirla y de que al hacerlo se alcanzará felizmente un conocimiento completo y primero de la cosa. Sin embargo, la indicación formal implica justo lo

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Tomo de Kant esta distinción, (Kant, 1998: 649). También Heidegger se queja de la transmisión desarraigada de los conocimientos filosóficos que favorece, a su juicio, la muerte del pensar. (Heidegger, 1983: §10, y 1976: 354)

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contrario. Con el reconocimiento de la vertiente ejecutante de un fenómeno va parejo el reconocimiento de que pertenece al fenómeno todo cuanto la ejecución comporte: facticidad, historicidad, o disposición afectiva, o lingüisticidad son sólo algunas de las variables constitutivas de aquel ante quien aparece el fenómeno. Todo ello cumplirá también su papel en la constitución y presentación del fenómeno, un papel que, si bien no se puede controlar, tampoco por eso ha de ser evacuado. Se impone pues una labor crítica. (Rodríguez, 1997: 114-115) Puesto que pensamos la cosa a partir de la noticia que tenemos de ella, deberán ser cribadas las interpretaciones en mitad de las cuales hallamos siempre ya a la cosa, a través de las cuales tenemos noticia de ella, para ver si mutilan o no el fenómeno y cómo y cuándo lo hacen. En cada interpretación cabrá la sospecha de que inadvertidamente se esté deformando ocultando o mutilando el fenómeno de algún modo. Además, por eficaz que sea nuestra crítica, nunca podrá tumbar todas las interpretaciones ya que nuestro modo de acceso al ser es siempre un tener noticias: si todas cayesen por erróneas, no sólo no alcanzaríamos un mejor ver, sino que más bien no veríamos nada porque ni siquiera habría ver. Resulta por tanto que, aun cuando por rigor metodológico nos apropiemos críticamente de las interpretaciones en las que estamos, esto no garantiza una visión correcta de la cosa, porque la crítica, aunque sea rigurosa, nunca será completa. Por tanto la posibilidad del error nunca se elimina totalmente y el conocimiento completo de la cosa queda descartado. Además las interpretaciones no son fijas y permanentes, sino que cambian y están sometidas al flujo histórico. Ambas cosas juntas anulan la aspiración a un conocimiento definitivo sobre la cosa. Volviendo a la propuesta de Heidegger, vemos que la indicación formal restituye al fenómeno su vertiente ejecutante, e impide que la vertiente referencial teórica se imponga como la única posible. De este modo deja abierta la decisión de cómo haya de ser experimentado el fenómeno más allá de una interpretación estándar que lo atenace y en aras de una interpretación auténtica, e invita a llevarlo a cabo en ese modo. Por su parte esta autenticidad no alcanza un conocimiento total de la cosa, y no está exenta de que una nueva indicación formal la ponga en cuestión. Llegados a este punto, hay que evaluar cómo estamos ahora respecto del problema que señalábamos al comienzo. Hay que preguntar si estamos en disposición de poder captar sin destruir la semioscuridad originaria del fenómeno. Y es que aun concediendo que la indicación formal ofrezca un avance frente al ver teórico-reflexivo porque habilite un acceso al fenómeno más amplio que el meramente contemplativo y porque invite a una realización del fenómeno, sin embargo permanece en pie el hecho de que a última hora una conceptuación ejecutante (Xolocotzi, 2004: 123), y no sólo contemplativa, devolverá como separado lo que en la semioscuridad estaba junto, permitirá que se vean las partes donde antes no se veían. Por decirlo con nuestra metáfora de los peces, Heidegger habrá llegado a los peces vivos, sí, pero no porque haya nadado junto a ellos –como pretendía–, sino porque una vez pescados, es decir, muertos, los ha vivificado devolviéndoles su vertiente ejecutante. Sin embargo, en la semioscuridad de lo originario, los peces no estaban vivificados, sino simplemente vivos. Heidegger pretende que la vertiente ejecutante estaba desde el principio –en lo que, a mi juicio, acierta– y que por tanto lo que hay que hacer es retomarla. Pero al parecer olvida el discípulo de Husserl que todo retomar implica un haber abandonado, y que en el modo natural de dársenos las cosas, éstas no estaban abandonadas

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ni tenían necesidad de retomarse, no estaban muertas ni tenían necesidad de vivificarse, sino que estaban simple y llanamente vivas. Una sugerencia desde Machado: el poema ¿Deberá entonces la filosofía renunciar a su pretensión de alcanzar la semioscura anterioridad al análisis? ¿Acaso no hay manera alguna de acercarse a esa media luz pre-reflexiva, implícita y co-lateral sin que se volatilice? Y si no la hay, ¿cómo es posible que tengamos noticias suyas? Es justo aquí donde cabe hacer una sugerencia a los filósofos con vistas a no sobreiluminar lo semioscuro. Para hacer dicha sugerencia tomo pie en un apunte que hace Antonio Machado en su Juan de Mairena. Este apócrifo profesor de retórica hace la siguiente observación: “el poeta –dice– es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que puedan vivir después de pescados”. (Machado, 2004: 96). Siguiendo estas palabras y a la vista de la problemática expuesta cabe hacer una lectura de los poemas –o al menos de algunos poemas, quede por discutir si podrá hacerse con todos– entendiéndolos como peces vivos, es decir, como la posibilidad de decir lo que se muestra tal y como se muestra, no devolviendo una unidad diferente de la que había, sino presentando justamente esa que había. Así entendidos los poemas, veremos que tienen algunas de las virtudes mencionadas a propósito de las indicaciones formales, y que además sortean los inconvenientes que hemos señalado a éstas. El poema no es una teoría sobre la cosa, y por tanto no determina su vertiente referencial; además demanda una ejecución: ha de ser leído. Por su parte el poema no ofrece una síntesis de lo dicho porque nunca hizo un análisis, sino que en vez de eso sostiene y dice la palabra en que la cosa misma se ofrece, de modo que yo, cuando leo un poema, no estoy enfrente de la cosa, sino ahí, a una con ella, y en ella; estoy donde la indicación formal prometió que me iba a llevar si la comprendía. Pero con el poema no tengo que introducirme ni mantenerme en la cosa, no hay que vivificar el pez, porque en la lectura del poema el pez está vivo, es decir, ya me encuentro allí con la cosa. Además el poema no aspira a una presentación completa de la cosa, lo que dice, podrá no ser todo, pero sí estará como estaba, esto es, junto, en vez de vuelto a juntar. Y es que aquí se trata de calidad de ver, no de cantidad; no se trata de si el poema abarca mucho o poco de la realidad, de si caza muchos peces ni de si son muy grandes, sino de si, muchos o pocos, grandes o pequeños, viven después de pescados –¡oh virtud del poema!– o mueren irremediablemente. Se podrá objetar aquí que sí hay distinciones en el poema, que el poema también separa y luego reúne, que su unidad será por tanto sintética y no originaria, iluminadora y no semioscura. Pero esta objeción no se realiza desde la lectura de un poema, sino desde su cometario. No se puede confundir el poema –que sólo es propiamente tal en su lectura y/o en su recitación– con lo que puede decirse de él o sobre él, porque la separación argüida se produce sólo en el comentario. Y es que lo que un poema dice no puede decirse de otro modo ni con otras palabras sin causar una merma irreparable en lo dicho. El ejercicio de decir lo que dice el poema con otras palabras atiende unilateralmente al contenido del poema, y olvida su forma y su ejecución, cambia en monedas de cobre el oro de ayer. En otras palabras, aunque se hable de lo mismo, y se diga lo mismo, se pondrá por separado lo que el poema decía en unidad. Se pierde eso que el poema

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da: el pez vivo. Con esto no quiero decir que los comentarios sean innecesarios, tan sólo precisar que hablar de un poema, aunque se haga de modo pertinente, no es lo mismo que leer un poema; así como la mera exposición de un concepto filosófico no es hacer filosofía. Y la labor de un comentario habrá de consistir en todo caso en preparar una lectura o una escucha (Heidegger, 1996: 194), más que en decir lo que dice el poema; del mismo modo que conocer los conceptos filosóficos es necesario para hacer filosofía, aunque no sea propiamente hacerla. He de subrayar que no se trata solamente de que al comentar un poema, tomamos distancia respecto del poema y dejamos de leerlo, sino que además aquello de lo que el poema habla sufre –como he intentado explicar hasta ahora– el mismo proceso. Comentar el poema no es leerlo, y análogamente, hablar fuera del poema, de la cosa de la que el poema habla, introduce una distancia en la cosa, que no había en la cosa y que tampoco había en el poema; de ahí que el poema pueda ganar la cosa sin distancia, sin la distancia que la reflexión conlleva irremediablemente. Por último, para dar empaque a la propuesta hecha aquí, sugiero la lectura del poema titulado “Parada”, de Pedro Salinas, que ejemplifica, a mi parecer, lo que vengo diciendo (Salinas, 2003: 884 y ss). En este poema se anuda el nudo humano de eso que, si lo desanudáramos en un comentario, llamaríamos con tantos y tan variados nombres, muerte, temor, salvación, esperanza, vida, etc. Lo presenta todo reunido a partir de la imagen sencilla de una gota de agua detenida en la hoja de un arbusto. Esa gota en el arbusto es la cosa de la que se habla, pero al hacerlo, al hablar de ella, se incluye en ella, o mejor dicho, nunca se excluyó de ella, al hombre que la vive y la realiza. Dado que las tenues indicaciones que doy aquí se comprenden notablemente mejor teniendo a la vista el poema, me permito citarlo por entero. PARADA ¡Qué trémulo es el estar de recién llovida gota en la hoja de este arbusto! Cuando iba fatal, de la nube al suelo, la delgada hojilla verde corta su paso la para. ¡Qué milagro! ¿La va a salvar de la tierra, que está tan cerca, a tres palmos, ávida esperando? ¿O será sólo descanso, desesperada estación colgante allí en el camino desde su arriba a su abajo? ¿La hojilla, verde antesala sólo, breve, deliciosa, de su tránsito? Esta vida, columpiándose, no es vida, dulce es retraso de un morir que no perdona. Un destino se estremece

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en la punta de este ramo, cuando el pesar de la gota hace inclinarse a la hoja, ya casi rendida. Pero si hay algo letal que oprime algo verde hay que resiste; si algo hay que hacia un suelo llama, algo hay trémulo, que salva. Y la hoja se doblega, va cediendo, con su gran menuda carga, de tanto y tanto cristal celeste: mas no lo rinde, otra vez se yergue y alza su luz diamante en volandas. Morir, vivir, equilibrio estremecido: igual pesan en esta verde balanza. Puro silencio, el jardín se hace escenario del drama. La pausa entre vida y muerte fascinada tiene, toda sin aliento, a la mañana.

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De miedo, nada se mueve. La inminencia de un peligro -muerte de una gota claracrea en torno ondas de calma. ¿Y ahora…? Si no sopla un aire súbito, si un pájaro violento que no sabe lo que ocurre no se cala en el arbusto, si un inocente que juega al escondite no viene a sacudir esta rama.

Si el sol, la luna, los astros, los vientos, el mundo entero se están quietos. Si no pasa nada, nada, y un presente se hace eterno, vivirá la gota clara muchas horas, horas largas, ya sin horas, tiempos, siglos así, como está, entre la nube y el limo salvada.

Sin ánimo de realizar aquí un comentario exhaustivo de este poema, permítaseme indicar brevemente lo que me parece más relevante para nuestro asunto. Si tuviéramos que señalar el tema de este poema, diríamos que se trata de una gota de lluvia que oscila sobre la hoja de un arbusto. Nadie diría que el poema trata de un jardín, o de la mañana. Si paseando por un jardín vemos una gota como ésta sobre una hoja, el jardín o la mañana estarán atendidos sólo colateralmente, como el fondo de una figura. Pues bien, los versos que mencionan al jardín o a la mañana lo hacen sin destruir ese estar el jardín como fondo, sin convertir el jardín en tema. Al mencionarlos, los incluye como formando parte del fenómeno. Esta inclusión (del fondo como fondo) es impensable en la reflexión porque ésta o bien no lo incluye, o bien al hacerlo lo transforma en figura. Otro tanto sucede con los versos que dicen “si un pájaro violento…”, o “si un inocente que juega…”, en ellos se nombra una posibilidad como tal, y ésta como fondo, no como tema. En otras palabras: se respeta la semioscuridad del jardín o de la mañana, y lo mismo podría decirse de la esperanza de salvación y de la posibilidad de la muerte. Nótese además que una descripción del mismo contenido mediante enunciados no atinará con lo semioscuro. Utilizando enunciados sencillos, la descripción podría ser aproximadamente así: Hay una gota de lluvia en la hoja de un arbusto. La hoja oscila y la gota podría caerse y desaparecer. Nuestra vida está en una oscilación semejante a la de esa gota. Hay la esperanza remota de una salvación, etcétera. Aquí hay al menos dos perjuicios para la semioscuridad: en primer lugar cada enunciado tematizará aquello de lo que hable, aunque en la semioscuridad no fuera tema explícito; en segundo lugar, en esos enunciados sólo hay mera yuxtaposición, mientras que en el poema reinaba una unidad que podríamos calificar de orgánica. Pero esta unidad no es el fruto de una síntesis, ya que el poema –si se lee el poema se podrá ver claramente– no realiza ningún análisis teórico, ni vivifica lo previamente contemplado, la gota y la hoja no son aquí objeto de una teoría ni reflexión ni análisis; sino que, en vez de eso, el poema, de un modo no reflexivo, nos deja simplemente estar con las cosas.

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Bertorello, Adrian. “El discurso sobre el origen en las Frühe Friburger Vorlesungen de M. Heidegger (1919-1923): el problema de la indicación formal”. Revista de filosofía, Nº 2. Vol. 30. pp. 119-141. Madrid. 2005.

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