A Zoila Infante Te alabaré para siempre PRIMERA PARTE

A Zoila Infante Te alabaré para siempre PRIMERA PARTE 1 Y es el portal abriéndose a la súbita noche de los jardines, de la calle; abriéndose a las c

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(1605, primera parte)
IES Maese Rodrigo (Carmona) Departamento de Lengua Castellana y Literatura, 2012 El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605, primera parte)

Story Transcript

A Zoila Infante Te alabaré para siempre

PRIMERA PARTE

1 Y es el portal abriéndose a la súbita noche de los jardines, de la calle; abriéndose a las conversaciones, al saludo fugaz de los que pasan, a los gritos de los niños que se despiden y recogen sus libros, sus juguetes, una camisa, un suéter, un sombrero. Han cesado las voces inocentes que formaron los coros: reyes y príncipes depuestos, melancólicas viuditas del conde de Oré , delgadinas cautivas, doñanas de delicadísimos dedos que despiertan las rosas y cierran los claveles, pájaras pintarrajeadas que saltan recogiendo flores, gallegas con nombres de emperatriz rusa, desobedientes y majaderas, soldados aragoneses, rubios y altos, muertos en batalla, y un negrito gordo y sonriente, comedor de arroz. Coros de un ingenuo erotismo, que fabulan amores desgraciados e innobles: cantos y danzas, celebraciones infantiles en la tarde que cae. La calle es de un gris profundo que, a trechos, iluminan las lámparas que se encienden, todas a una, en los portales. La calle fragante y húmeda que no volveríamos a ver hasta la mañana siguiente, pero cuya vida sería comentada, divulgada, en la mesa y luego en los dormitorios, de una cama a otra, antes de persignarnos, decir las oraciones y cerrar los ojos, apretando los párpados para ahuyentar la oscuridad, los muertos, el silencio, hasta que el sueño nos rindiera. Entonces, los mayores reanudaban sus pláticas en los portales, poblando los sillones, los bancos, los columpios, los balances, intimando con sus puntuales referencias del día. Se hablaba del trabajo, de la casa, de la familia, de los amigos; se narraban historias de muertos, de aparecidos, de viajes irrealizados, de proyectos por cumplir, de las enfermedades, y, bajando la voz, entre dientes, casi en un susurro, comentaban una desgracia sentimental ocurrida en la familia, sin hacer de ello escándalo. A nuestra prima Hortensia le había nacido un niño sin padre, y Hortensia era la más dulce, generosa y bella de nuestras relaciones. La pobre, tan joven y ahora tan triste. Comentaban la situación económica de algún pariente o amigo, sus dificultades, la escasez y la pobreza. Se hablaba de las personas evitando nombrarlas. Mamá añadía un refrán, siempre a mano, para concluir un escabroso tema: «Ruin es el árbol que no cobija sus raíces», decía.

Papá comenzaba a historiar el esplendor y las penurias de sus antepasados. Eramos cubanos, nacidos de padres cubanos, hijos de cubanos nacidos en las islas, y esa era nuestra gloria. Papá hablaba despacio y con esmero de sus vidas y sus hazañas con la misma nostalgia con que les oyera a su gente esos viejos relatos. Sus cuentos adolecen de una atroz monotonía (no voy a repetirlos), pues era incapaz de recrear un asunto, de completar con rigor un cuadro. Lo importante en sus relatos no eran las personas, sino los lugares. A ellos dedicaba extensas descripciones; le gustaba reflexionar sobre una circunstancia dada y sus efectos dentro de un lugar determinado; los sucesos nunca son iguales en todas partes. El paisaje influye sobre los acontecimientos. La gente, para él, para nosotros luego, no importaba mucho; nuestra verdadera pasión se trasladaba a los lugares, ya fuera para defenderlos o combatirlos. Lo que había que amar y respetar era, para decirlo en términos familiares, la geografía. Sustentábamos un concepto muy pobre de la historia; éramos ahistóricos. Lo importante era ser cubano, sentirse cubano, y eso sólo lo podía determinar nuestra geografía, su clima y naturaleza. Éramos cubanos porque habíamos nacido aquí y no en otra parte, como los gallegos eran gallegos, los moros, moros, y los polacos, polacos. Por eso papá desaprobaba la emigración, cualesquiera que fueran las razones; los viajes, sí, porque los viajes ilustran; pero para vivir y morir, la Isla. Con él no era posible otra alternativa; creo que con sus hijos, tampoco. Pero oyéndole hablar de otros tiempos y otras personas asistíamos a esas presencias en ese tiempo fabulado. Hablaba de Damián y la Deseada, Bejuquero, Vega de Mano, La Güira, el Yarey, La Aguada, La Morena, potreros de yerba paraná y guinea, de pangola y espartillo, manigual que él y una cuadrilla reducida de hombres habían desmontado, desde la Ciénaga de Virama hasta el litoral del norte, donde el mangle y las caletas forman un muro contra el mar. Vino para hacer productivas estas tierras poco generosas. Y hablaba, disimulando su disgusto, de los bosques de cedros y caobas, palos de firme corazón, de los algarrobos cuyo fruto azucarado, seco, alimenta el ganado, de la cuaba que arde sin fatiga, del almácigo de transparente y delicada piel, de la baría finísima y el granadillo, de la yaya y el jagüey, árboles de regia estirpe, descuajados para ceder espacio a las cañas de Guinea y de la India, a sus múltiples variedades aclimatadas y desarrolladas en las Antillas. Y, entonces, pasaba a decirnos cosas de la industria y las palabras se aligeraban. Y él calla. Están hablando en el portal, hablando, hablando, hablando simultáneamente en todos los portales, a la misma hora, meciéndose, fumando, tomando café, mirando a los demás, oyéndose. Pronto será la noche. Alguien silba, alguien canta y no se oye la tonada. Se oyen las voces que hablan lentas, apresuradas, alto, bajo, con pasión o apaciblemente. Yo les oigo, les he oído todos estos años y me deleito y entristezco. Yo les oigo cuando oscurece y un pájaro y otros pájaros ya no vuelan, porque no hay viento, salvo calma muerta y llueve mucho. No sabemos quiénes fueron los primeros en llegar a la Isla. Mamá afirma que su familia es mucho más antigua. Cuenta la tradición que en sus ancestros figuraba un arcabucero, el remotísimo peninsular de cuyo nombre nadie puede acordarse, que vino a Bayamo a las órdenes de Melchor Suárez de Poago, y se instaló en esa región desde entonces. A este dato, papá le oponía el suyo: su «gente de la tierra»; bayameses que se opusieron al letrado Poago, se alzaron, huyeron de la

villa, y no regresaron hasta que la audiencia emitió una providencia que ordenaba a Poago que suspendiera su actuación. Mamá se ha quedado dormitando en el balance. Cuando alguien reclama su atención, sacude la cabeza y dice que se «aliviaba» de las fatigas del día. Mamá, de veras que no nos interesa para nada quiénes estuvieron antes o después. Si algo nos conmueve y enternece es que estés ahí meciéndote, somnolienta, vaga. Háblanos nuevamente de tu casa, como si soñaras. La volanta se ha detenido frente al portal y su abuela y las hijas descienden comentando la merienda en casa de los Torralba. Dicen que la tardecita ha refrescado mucho y la abuela le pide a Viviana —que ha salido a recibirlas— un chal: el negro, que es más doble. Viene Santiago con una palmatoria, protegiendo con su oscura mano la pequeña llama. Oscurece. Las muchachas ya están de un salto en el portal. Santiago trae un quinqué. Melampo gira alrededor de las muchachas, meneando la cola y la lengua. Aleida lo acaricia y Lucinda lo ahuyenta. Con sus patas puede estropearle el vestido. Hortensia y Clara corren detrás del perro. Melampo baja los escalones y se echa junto a la rueda de la volanta. Jaime lo espanta. La casa encendida, ellas entran hablando, fatigadas. Lucinda trae las manos yertas. Corre a abrigarlas, lanzando el parasol de seda por el aire. Viviana lo recibe y las mujeres ríen a coro. La sala fragante, del rosado claroscuro del cedro. El abuelo, taciturno, se frota las manos, las sacude, las oprime contra sus ojos, contra su frente, y camina despacio entre los muebles. Y es el portal. Allí se deja caer sobre un balance y fuma. Han venido a reunirse con él otros señores de la comarca, y hablan en voz baja y alzan la voz y toman del coñac que sirve Jaime, y se oyen sus palabras rondando las columnas del portal, rondando las voces que el temor y la duda sostienen y que chisporretean en sus labios: ha habido un alzamiento en Yara. Melampo ladra, un gallo canta. Es la alta noche. Mamá, ¡despierta! Está lloviendo, tiemblas. Papá se queja de tu descortesía hacia los que te rodean, hablando, hablando, hablando. La yerba era grande, la yerba era fina y verde y olorosa y llegaba hasta cuasi el agua. Mamá se disculpa: los días son tan largos y ella no tiene a nadie que la ayude, sus preocupaciones cada vez son mayores y era tan placentero ver aquellas verduras y arboledas, el mar que nunca se alza . Se levanta, se despide, arregla un poco los muebles del portal, se asoma a las mariposas y a los clarines que el sueño desvelan. Entorna las hojas dobles de la puerta; se la oye decir que está rendida y da, como una bendición, las buenas noches. Mamá está en el portal relatando el regreso de su abuela a la casa que ardió, la casa que ella no conoció, la casa que su tía Lucinda reconstruye en una carta desde Tampa. Su abuela leyó esa carta a sus hijos antes de morir para que no olvidaran a la ausente, para que no olvidaran la casa memorable, ni abandonaran el lugar donde nacieron. Mamá está hablando de su abuelo, vestido de blanco, consultando el reloj que cuelga de una leontina de oro, frotándose las manos, la frente, el mentón: «España gobierna a la Isla con un brazo de hierro ensangrentado, privándola de toda clase de libertades.» Y mamá habla de Lucinda, que se vio expulsada de su suelo a un clima remoto. Mamá se lamenta

de no haber participado en la conversación donde todos hablaban, porque su abuela no disfrutó de ese derecho; a ella y a los suyos en su tiempo sólo se les concedía el recurso de obedecer y callar. «España agota con sus enormes gastos militares la riqueza pública y privada.» Los hombres nerviosos hablan, cuchichean, susurran caminando por el extenso portal en penumbra. Las mujeres oyen en sus habitaciones, sobresaltadas, el grito unánime de «¡Viva Cuba Libre!» Siempre que mamá hablaba de la casa de sus abuelos nos prometía una visita a aquel lugar. Yo estuve allí una vez. Seguíamos al atardecer la línea del ferrocarril que hacía el camino de Bejuquero a la Yaya. A ambos lados se alzaban las cañas limitadas por herrumbrosas cercas de alambre de púas, mayas y lenguas de vaca. El incómodo viaje en carretón halado por caballos que respondían a la bronca voz del viejo Isidro, se hacía más infeliz a medida que avanzaba la tarde. Mamá sugirió un desvío para cumplir aquella vieja promesa. Isidro la atendía extrañado; esa trocha era poco frecuentada y demoraba el viaje media hora. Creo que obedecía con disgusto; los viejos de nuestro país son, en general, supersticiosos y la trocha abandonada no era un lugar para juegos. Por ahí andan los muertos en pena, andan vivos, como hace un siglo, a caballo o en quitrín; los negros tenemos ojos para verlos y oídos para oírles. No es que tengamos miedo, pero los animales, señora, los animales se espantan y es peligroso. Mamá le pide con disimulo que calle; los niños no debíamos oír esas cosas. Es un lugar como otro cualquiera, Isidro, igual, solo que el monte, más espeso, dificulta su entrada y el ferrocarril inutilizó ese trayecto. ¡Andando! Yo dormitaba en su regazo cuando los plátanos y las cañabravas alzaron sus follajes para facilitar nuestro paso. Olía bien y el aire era distinto. Olía a frutas, a dulce, a maderas húmedas y frescas. Cuando el carretón se detuvo, Isidro ayudó a mi madre y a su hermana Clara a bajar. Después saltaron al suelo los niños mayores y yo, medio dormido, me aferré al cuello del viejo. Mamá le dijo que me pusiera a andar pero que no me soltara la mano. Creo que el rostro duro de Isidro junto al mío, creo que sus labios húmedos de tabaco me sacaron del sueño. No sentía miedo. Tía Clara iba delante recomendando a sus hijas cuidado al caminar sobre el trillo. La maleza menor lo confundía todo. Me sorprendía el brillo de la luna en los árboles grandes y descubrí una hilera interminable de cocuyos dormidos sobre la tierra, que nos miraban titilando. Me agaché para coger uno y me parecieron monstruosamente grandes y duros y sucios. Isidro se abalanzó sobre mi mano para retirarla de aquellos objetos enterrados. «¡Cuidado, puedes cortarte, son fondos de botellas!» De repente nos hallamos frente a un enorme baldío rodeado de árboles gigantescos. Un tropel de pájaros sacudió el aire sobre nuestras cabezas, deteniéndonos. Hortensia corrió a los brazos de su madre, y tía Clara, con su voz de niña asustada, señaló unos arbustos retorcidos de flores blancas agazapadas entre las hojas oscuras y lustrosas. Las gardenias estaban florecidas. Nadie se atrevió a arrancar una sola. Bajo los árboles se alzaba el ruinoso esqueleto de lo que fue la casa. Columnas decapitadas de un verde enmarañado, colgante, como las barbas de un anciano

enfermo y andrajoso. Más allá, un colgadizo, no sé por qué milagro conservado, pendía del cielo sin estar sostenido por la tierra. Y entre horcones derribados y tejas ennegrecidas, un túmulo de cosas, todas negras, todas verdes, todas enguirnaldadas por ramas florecidas. Y aún más allá, el pozo con su arco de hierro carcomido y sus piedras cenicientas. Y más allá, y allí, y en todas partes, un dulcísimo rumor de piedras y agua y fronda en el tiempo, apagándose. «Nosotros creemos que todos los hombres somos iguales; amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias...» Su voz se hacía cada vez más vibrante, más firme, más augusta. Don Octavio Alejandro Roble y Castillo había congregado a su mujer, sus hijos, sus parientes y sus esclavos frente a la casa, bajo la enorme ceiba que cincuenta años antes señalara el sitio donde se alzaría la casa principal, cuyo recuerdo ejerce un poder tan desmesuradamente grande que ha formulado todos los dogmas y supersticiones familiares: sus principios, ideas y conducta. Allí les declaró que había abdicado de todo su poder y responsabilidad sobre sus posesiones, incluyendo a la familia, que en aquel momento de la libertad e independencia de Cuba sólo aspiraba a que, conscientes de sus deberes, le acompañasen en la larga y difícil lucha que comenzaba. Mamá llora en silencio. Lucinda fue la primera en arrojarse a los brazos de su padre, y desde entonces le siguió junto a los hombres que acudieron a ponerse bajo sus órdenes, libres y libertos. Lucinda le ayudó a cerrar los ojos, lejos de sus tierras, viejo y enfermo, peleando en Las Villas al mando de tropas que ya se dispersaban. Habló poco antes de morir, pero con un acento que ella no pudo olvidar. Después del Zanjón, sola, siguió el camino de La Habana, al exilio, a Tampa, a Brooklyn, sin volver jamás a su casa, desaparecida. Mamá se sacude las lágrimas como si fueran gotas de lluvia, las pri meras gruesas y pesadas. Fuman y hablan, toman agua y café mientras hablan, y es de nuevo la guerra, la vuelta a la manigua, son otros nombres en el mismo país. Es la reconcentración, el hambre, las epidemias. Papá camina frotándose las manos, golpeándose la frente. Su voz se hace dura, nos duele oírla porque su padre, que hizo la Guerra de Independencia, que perdió la guerra y el país, les dijo que de algún modo, alguna vez, habría que recuperarlo. No sólo la tierra, sino el espíritu que diezmara Weyler, que España y los cubanos entregaron a los norteamericanos, a las aduanas y a los bancos yanquis. Mamá busca en sus bolsillos un pañuelo y llora por la muerta Lucinda, que escribió todas aquellas cartas; Lucinda enterrada en Brooklyn bajo una losa que no dice su nombre; el tiempo lo ha borrado. Mamá entra y se sienta junto al radio para oír la novela, mientras los hombres hablan. Y a esa hora, a esa misma hora están hablando en todas partes del país otros hombres y otras mujeres. Hablan de sus pequeñas vidas y la vida mayor de la República, del mundo, de otros mundos. Y en el puerto se han detenido las goletas, los barcos, las balandras, los yates, las tartanas, las carabelas, los vapores, los galeones, las chalupas, los esquifes y las lanchas. Todos vuelven a tierra. Los pescadores abandonan las nasas y cordeles, las tarrayas y las redes,

para hablar de la pesca, del mar, del Golfo y de los cayos y las islas adyacentes. Hablan de ellos y el país, de las costas donde los hombres que recogen la sal y el carbón están hablando junto a las aguas madres y bajo el humo y la ceniza de la leña que arde sepultada. Hablan del monte, de la sitiería, de la siembra y el grano, de caballos y aperos de labranza, de la cría y el pasto. Y allá los campesinos hablan de la tienda, los mandados, de los niños que aún no tienen aula, del médico que falta, del boticario y el juez del pueblo, del hacendado y el comerciante que ahora hablan también de sus asuntos: de la cuenta del banco, de sus hijos internos en las escuelas de las capitales de provincias, o en algún país extranjero. Hablan del club, de las instituciones civiles y públicas, de las fraternidades secretas, de hipotecas, seguros, reuniones y seminarios en el país y fuera, de lugares donde los terratenientes y los banqueros, los hombres del gran comercio y de la industria pasan sus vacaciones hablando, mientras los obreros en sus trabajos y en sus casas, en la bodega y el café, en la esquina y los portales hablan de sus oficios y preocupaciones, de sus luchas y conquistas, de explotadores y explotados, de vivir la vida encantadamente tomando cerveza y ron, bailando y cantando, acostándose con todas las mujeres que ven y desnudan con la mirada y los gestos y las palabras, hablando del descanso retribuido, del diferencial azucarero, de huelgas y aumentos salariales, de desempleo, zafras y tiempo muerto, del corte de caña, del rendimiento de la sacarosa, de cogollo y paja, de pilas y transporte, tachos, centrífugas, condensadores, hornos, calderas, talleres y hablan del tabaco, de capas y tripas, de tercios y chavetas, de galeras y lectores, de escogidas y medias ruedas, de anillado y perillas, de cajas y vitolas. Hablando están los músicos y los artistas, los intelectuales, de un ritmo, de un color, de una idea; los estudiantes, de matrículas y libros y exámenes; los policías, de delaciones, confesiones, torturas, homicidios y suicidios y prisiones; y habla el revolucionario y habla el reaccionario y habla el oficinista y el prestamista y el seminarista, y habla el delincuente y el superintendente, el ingeniero y el lechero, el limpiabotas y el viajante, el comecandela, el comebolas y el comemierda, y habla el soldado y el vigilante y el sereno. Hablando hablando hablando el hacendado habla de plante y corte y molienda; y habla el industrial del mercado que afluye, de los diversos productos nuevos para la venta, de la publicidad y las acciones, de la vida nocturna y las coristas, los cafés y los restaurantes, los night clubs y los ritmos de moda. Están hablando de política el senador y el representante, el alcalde y el sargento de barrio. Hablan de elecciones, de cédulas y votos. Hablan de carros de último modelo, caballos de raza y galgos. Y habla el religioso y habla el ateo, el presidiario y el fugitivo, el casto y el pervertido y en todas las conversaciones se habla de las mujeres rubias altas morenas menudas altas morenas rubias menudas morenas rubias delgadas robustas firmes de carnes altas y delgadas y robustas y carnes firmes y menudas de mulatas y negras de moras y gallegas y polacas de vírgenes y adúlteras de señoras y prostitutas. Y a esa misma hora, en ese momento, las mujeres están hablando de la casa y la familia y la escuela y los niños, hablando de vestidos y partos, murmuraciones, enredos, de enfermedades, ambiciones, ilusiones y traiciones, de vivir encantadas de la vida y de sufrir como mártires y de trabajar como negras y de esclavitud y liberación y hablan de parties y baby showers y house warmings y revistas y figurines y telas y hablan de zutanita de tal y menganita de más cual y

esperencejita de tal y cual más de los males. Hablan, hablan, hablan las damas en sus casas de los barrios residenciales, de los barrios viejos venidos a menos, hablan de la fortuna que un pariente no supo cuidar y se ha perdido, de los tiempos que fueron, de lo que se tuvo cuando Marianita las invitaba a una recepción con gente bien, de sociedad, decente; cuando los vestidos venían de París, las muñecas de Alemania, la porcelana de Sèvres, los licores de toda Europa, la cerveza Pale Ale, Stout, Laguer de Inglaterra, las medicinas de Suiza y las frutas, el aceite, los dulces, las conservas y el vino de España; cuando una se iba a París, a Londres, a Roma, a toda España en barcos de primera y una era respetada, mimada por sirvientes, militares y funcionarios del gobierno. «Y una se iba a Nueva York como quien va a la esquina a encantarse con las tiendas y los hoteles. Una que era recibida en Palacio y en todas las embajadas. Entonces las cosas estaban en su sitio, y una misma en el lugar que le corresponde entre la gente, la gente, la gente de verdad, a quienes una estaba acostumbrada. Una que oyó cantar a la Bori y a Caruso en un palco y vio a la divina Sarah. —Ah, ¡qué Camille, tísica y todo, pero bella, elegante, refinada!—; una que siempre tuvo el primer puesto en los salones y desfiles. El verano en la Riviera y el otoño de París. Sí, querida, sí, venir a menos, como diría abuela, no significa perder la clase. Con la última joya no hay que entregar las maneras, las formas, el estilo. Hay que cubrir las apariencias, cuanto más arruinado más elegante, ¿no te parece? ¡Qué horror toda esa gente que se va a Miami a comprar en las tiendas de los polacos, en gangas y quincallas de mala muerte! Nosotras en casa, dedicadas a las labores de mano, todas bordábamos preciosidades. Todavía conservamos algunas piezas de suprema excelencia confeccionadas para el ajuar. Escoger un buen pretendiente siempre se consideró un arte, un gran arte... ¡Ah, no, de ningún modo, un verdadero escándalo, figúrate todo lo que la gente diría! A nosotros siempre nos preocupó el que dirán. Eran los tiempos, dicen, pero no es verdad, lo distinto era la gente. Una nacía para cuidar la casa y la familia. Yo siempre lo he dicho, la mujer para la casa y el hombre para la calle. ¿A quién puede ocurrírsele que una dama, una verdadera dama, se ocupe de cosas que no son de su incumbencia? Agua que no has de beber déjala correr. A esa no la menciones jamás, hijita, jamás, eso, como la varicela y la rubiola, se pega. Ella, es tremenda, pero no me gustan los chismes. El caso es que por su culpa se arruinó ese santo hogar. ¿Será cierto lo que me dijeron? No, no hablemos de esas cosas. Al menos una fue educada con rigor. Nuestra divisa era el amor y respeto a Dios, a la familia, a la sociedad y a la Patria. Nunca falta quien critique. Las lenguas viperinas abundan. En fin, que hay que consolarse, la gente habla sin cansarse, sin cesar, como si no tuvieran otra cosa que hacer; lenguas ociosas de víboras que matan. Por hablar son capaces de las peores atrocidades, pero no hay quien pueda detenerlas. Hablan y hablan y hablan. Lo mejor es callarse como aconseja el sabio refrán, porque en boca cerrada no entran moscas.» «Ah, no, de eso nada, no creas que vas a embaucarme con eso, ¡a mí sí que no! Y a otra cosa... Ya estoy muy cansada, pero muy requetecansada de este jelengue. ¡A mí plin!, ¿sabes?, y a la madama, ¡plan! ¡Qué va, vieja, allá ellos que son blancos! Yo encantada de la vida, con coger el Ferry me basta, como dice la

canción, ausencia quiere decir olvido, pero nostalgia, no, de eso nada, nada de nostalgia, jamás sí. Pero en fin de cuentas, se lo han buscado y luego dicen con caritas de santicos: ¡qué mala, pero qué mala es la gente! Sí, mi cielo, ella, tremenda tipa, si la ves con su Jantzen, total que parece un grillo. Mucha fachada y por dentro nada, nadita. Perdóname, mi amor, se me olvidaba lo más importante, el acabose, la pillaron comiendo rositas de maíz, como si por ese lugar se comieran rositas de maíz, a lo mejor ahora le llaman así, el mundo da tantas vueltas, una más y quedamos. ¿Pero cómo se te ocurre? Pues nada, las cosas seguirán igual, él yendo a sus negocios y ella al club a comer rositas de maíz. ¿Cómo? Pero si todo el mundo lo sabe y a mí sí que no me humilla nadie. El Ferry. Después de todo, Miami está más cerca que Santiago de Cuba. Claro que la comparación no es válida, comparar es como traducir Ten Cents por centén. No, no me sorprendió. Una sabe que nunca falta un roto para un descosido. ¿Quién puede creer eso? ¿O es que se creen que una es boba? Boba su abuela. A mí no va a faltarme nada. Manejo la Pitman a las mil maravillas y como tú sabes mi inglés es de primera, sin acento ni nada, ciento por ciento puro de Pensilvania. No hablemos de eso más nunca... New York is a wonderful, wonderful, wonderful town, darling, y a rey muerto rey puesto, pero a mí sí que no. Conmigo, cero.» Los yanquis también hablan en sus oficinas y en sus mansiones y en sus clubs y en sus hoteles, hablando, hablando, hablando... ...y las palabras caen de un cielo estrellado, fúlgido, de enero, y caen de un cielo encapotado y bajo, de diciembre y un suelo de enero a diciembre las recoge. Y caen sobre los techos y los árboles y los animales y los pastos y las flores y las piedras mojándolo todo, encharcándolo todo, ensuciándolo todo con palabras. No puedo dormir. Las voces me desvelan. Las palabras caen. ¿Sabes cuántas estrellas hay en el cielo? Insondable, inabarcable, inconmensurable como las ideas y los pensamientos de los muertos, tantas como sus ojos que infatigablemente vigilan a los que hablan sin misericordia de nuestros oídos, de nuestro olfato, de nuestro gusto, tacto y vista. Tengo sueño. Si pudiera olvidarles, callarles para siempre en mi memoria. Quiero oírles cada palabra irremediablemente fabulosa, envuelta en un aroma de antigüedad que nos permite creer que somos transportados fuera de nosotros mismos —hacia dónde, no importa—, aunque lo más probable sea que no logremos llegar más allá de nuestro propio ser. No sé, no se me ocurre imaginar cuántas palabras rondan en la noche, pero quisiera, Lila, responderte sin vacilaciones, ahora mismo, al azar, espontáneamente. Tantas como los muertos de la tierra, como las arenas del fondo de los mares, como las plumas de cada uno y todos los pájaros que desconozco, como las estrellas que se repiten cada noche en el cielo de las islas, como el silencio de sus perros aborígenes o como las gotas de la mucha lluvia que llovió. Si yo hubiese perdido el sentido del olfato dormiría como un lirón, pero las palabras tienen un olor demasiado intenso para que yo pueda disimularlo. Me intoxica, me asfixia sin que yo pueda identificarlo con alguien o algo conocido. Si

yo hubiese perdido el sentido del gusto, soñaría toda la noche que ayuno, libre del grosero pecado de la gula, en un país donde la gente medita seriamente sobre su destino, entregada a las labores más nobles. Pero las palabras me seducen como el más suculento y elaborado manjar; primero me llenan los ojos, después la boca, luego el estómago, e inmediatamente ocurre la operación inversa, y escapan del estómago a la boca, a los ojos avergonzados por el asco y la repulsión. El hecho es que estoy condenado a olerlas y saborearlas eternamente sin saber con exactitud qué diablos huelo y saboreo. Condenado a oírlas, a decirlas, a escribirlas, consciente de que estos ejercicios no me harán jamás un hombre más inteligente, más prudente, más sabio, más feliz. Y a esa elemental conclusión yo llamo reflexionar. Lila, la respuesta no era difícil, la sabía; una adivinanza pueril que puedo complicar, si así lo quisiese, infinitamente. ¿Cuántas estrellas hay en el cielo? Es curioso cómo los números pueden confundirnos, aterrorizarnos hasta el punto de situarnos en los mismos bordes de la más absoluta aberración de la fantasía poética. Pude contestar con la irresponsabilidad del niño que se ve forzado a demostrar su ingenio echando mano al repertorio más infeliz de lugares comunes. La suerte es que a mí nunca me impusieron entretener a las visitas con recitaciones, bailes, cantos, interpretaciones musicales al piano, al violín, a la guitarra; esas genuflexiones patéticas que se aprenden entre los dos y los seis años y que por rabia o vergüenza se recuerdan toda la vida. Pero se trataba de los números, de un número. Me posee la superstición numérica que no es menos cruel, menos humillante que las otras, y contestarte sin proponerme por lo menos una escaramuza, una estrategia convincente, no sería digno de mi superstición cabalística. En fin, me las arreglé por unos minutos para distraer tu excesiva impaciencia. Te irritó mi irónica banalidad. Te puse en evidencia, Lila, si querías burlarte de mi total aburrimiento, tendido boca arriba, desnudo, sofocado por la violencia del calor, imbecilizado, retorizado, ridiculizado, mirando a las estrellas, contándolas, atribuyéndoles a cada una de ellas, y de acuerdo con tus arbitrarias clasificaciones, categoría humana. Aquella, esta, la otra, todas, opacas, refulgentes, tímidas, soberbias, etcétera, etcétera, etcétera (bien aprendida la reticencia, la ingenuidad, la pobreza expresiva del melancólico rey de Siam), eran la identidad astral, absoluta, permanente, de los conversadores incensantes y de cada una de sus palabras para mi júbilo y satisfacción, ellos expresaban la voluntad de esos cuerpos remotos, impenetrables, desconocidos: sus inclinaciones y obligaciones y arbitrio. Salté de la cama, me asomé a la ventana y grité frené-ticamente: «Ninguna.» Me sentí libre. Con una palabra gritada al poco aire denso, sofocado, húmedo, de la noche antillana, y sin miedo al poder infinito de su imagen, creí que acababa de sepultar a todas las demás. El sueño me rindió finalmente.

2 Dice que ha regresado sólo porque necesita organizar ciertas cosas, pero no se refiere a ninguna de ellas. Dice «cosas», aunque yo sobrentienda que se trata del lugar, tal vez de las personas. También dice que mientras impone cierto rigor, cierto orden a la casa, tratará de pensar. Tampoco dice en qué, en quién, por qué. Yo no quisiera... me llevo las manos a la nuca, suavemente, deslizando los dedos desde atrás hacia adelante, hasta la garganta, repetidas veces, como quien se obliga a recordar, a olvidar. Yo no quisiera tener que recordar por él, porque yo sé que no va a ser igual. Para mí las cosas son muy distintas, desde el pan tostándose en la cocina o la camisa tiesa de almidón y blancura, hasta la conducta de los mayores en las contingencias menos simples. Yo no he vuelto, es él quien trata (inexplicablemente) de definir su situación, que no es la mía, con la complejidad de las palabras, aunque no hable. Me mira con sus grandes ojos sin color y trata de sonreír apoyando su mano grande en mi hombro. No sé de dónde saca su sonrisa, ni de dónde sus ojos. Está parado debajo del laurel. Lila ha eliminado del relato este árbol del cual no puedo recordar nada, pues según ella el ciclón de 1926 lo arrancó con raíces y todo; pero yo no estoy muy seguro; Aleida alega lo contrario y ambas discuten hasta pelearse, hasta que mamá, secándose las manos en el delantal, interviene: «Pero niñas, ¿qué importancia tiene que el laurel ya no esté...?»; Lila se echa a llorar y corre calle abajo; mamá y Aleida vuelven a la cocina, el pan tiene la corteza un poco quemada, ¡y era un pan tan excelente...! Está parado debajo del laurel, recostado con marcada indolencia a la portezuela cerrada al jardín, y su pelo, con el último sol, pierde los reflejos dorados, ensombreciéndole el rostro que yo de tanto imaginarlo, de haberlo reconstruido tantas veces en la memoria, había olvidado. No voy a decirle lo mucho que ha cambiado. Aún no sé si él es el mismo. Pienso en la inutilidad de su regreso. Dudo que pueda entender algo, recordar algo. Dudo que pueda pensar como dice. Se lo impiden su memoria y la proximidad con lo pasado. No voy a decirle que ha hecho mal en volver. Si al menos Aleida estuviera en casa, después de llenarle la cara de besos y llanto y de decirle: «príncipe hermoso y suave, gamo y caballo, roble entre los árboles», le traería adentro para alimentarle. No voy a decirle que ha hecho mal en volver; después de todo he pasado años esperándole. Si me he quedado ha sido para recibirle, pero yo no soy Aleida. A ella se le secaron los ojos y la boca, mirando a la calle, diciéndonos que el día menos pensado Alejandro doblaría la esquina, llamándola, y ella correría a su encuentro, y juntos entrarían en la casa, y todo volvería a ser como antes, y para siempre. No voy a decirle lo mucho que me gusta mirarle a la cara que le falta y oírle lo que calla. Siento su mano grande y sus ojos que siguen los míos cuando saludo a los que pasan murmurando sus tímidos buenos días. Me gustaría decirles a todos quién es él y a él quiénes son ellos, aunque sea cierto que no les interese. Habla de su madre y de la casa y dice que son lo mismo. Dice que no es igual oír a mamá en el patio llamándome para que le ayude a recoger unos anones «que están al gotear», para servirlos en el desayuno; que no es igual, aunque oigamos su voz mucho más clara, mucho más cercana, saliendo de nosotros mismos. Porque ni

yo ni él podemos acudir a su llamado. Dice que no es igual mirar al portal y verlo solo. No se decide a entrar. La puerta no se ha cerrado nunca más, aunque sus hojas permanezcan juntas. Yo no sé cómo las cosas andan por dentro. Les he visto salir a todos, uno por uno. Ninguno, ni siquiera Aleida, ha regresado. Parece que ha llovido mucho porque las ventanas están cerradas. Parece que todos duermen. Dudo que él quiera quedarse. Todavía no me ha preguntado qué hago, qué pienso hacer. Me gustaría mucho que me pidiese, antes de irse, que le acompañe todo el día por el pueblo. No muestra ningún interés en recorrerlo, calle por calle, casa por casa, familia por familia, como haría Lila. Me gustaría mucho que me pidiese irme con él. No creo que lo haga. Dice que todo ha cambiado mucho desde la muerte de su madre. Las cosas han cambiado desde mucho antes. Han estado cambiando siempre y seguirán cambiando como el color de sus ojos a la sombra del laurel, como el color de su pelo en este momento en que el sol declina hundiéndose en el mar... y si no hubiera mar, ¿dónde caería? Sobre nuestras cabezas. ¿Y si no tuviéramos cabezas? Sobre nuestros pies. ¿Y si no tuviéramos pies? Entonces el sol no se caería. El sol sólo se cae cuando tiene algo que aplastar. A nosotros nos aplastó a todos. ¡Ojalá se lo trague el mar! ¿Y si seca el mar? Mejor. Entonces Alejandro no podrá retroceder y tendrá que entrar en la casa, y yo con él, tiritando de frío y de miedo a la oscuridad. Ciegos y fulminados por una tisis galopante, pero en casa. Sus ojos y su pelo no son los mismos que están en el retrato que hay en su casa y en la mía. En el retrato grande que está sobre la cómoda del cuarto de su madre, y en el otro, pequeño y ovalado, pegado a la cartulina negra de un álbum negro de terciopelo negro en el que se lee Álbum en dorado, con una letra fina y cuidada, que mi madre guardó con cartas y papeles en la gaveta de su mesa de noche. Tal vez estas sean las cosas que —dice— quiere poner en orden consigo mismo: los muebles, la ropa, documentos, loza, cristalería y plata almacenados en alacenas y escaparates de la despensa; las prendas de su madre y de su abuela. Es inútil tratar de recordar por él, pues mi amor por esas cosas es distinto; para mí son un aroma, un gusto, o el ritmo misterioso de otro pulso que late inconsolable, el corazón de un pájaro que agoniza en mi mano. Para Aleida es distinto y más secreto: no está en las prendas que se negó a usar desde el día de su boda, porque todos habíamos crecido demasiado pronto y ya no nos servían para jugar. No volvió a verlas hasta el día en que Lila entró por primera vez al cuarto de mamá. Lila y mamá alborozadas como dos chiquillas. Mamá se quejó de que sus hijas no apreciaban sus joyas porque habían perdido el respeto a los recuerdos (Aleida se fingió herida). Lila, sin contradecir a mamá, la convenció de que la razón estaba de parte nuestra: sólo los niños pueden disfrazarse sin perder el alma. Mamá, entonces, se rió de tal ocurrencia y guardó sus joyas, no sin antes acariciarlas con mucha timidez, y con ese modo suyo de despedirse tan dulce y distante, que tanto nos conmovía a todos; no sin antes pedirle a Lila que se guardase para ella el bolso de mostacillas azules que perteneció a su hermana menor que estaba muerta. Lila lo aceptó con mucho júbilo. El bolso en las manos de Lila aterrorizó a Aleida. Las dos quedaron mirándose sin saber qué hacer. Aleida no dijo nada y salió del cuarto. Entonces

mamá recitó sin equivocarse su pequeño discurso acerca de las cosas que sobreviven a las personas, y esa vez no lloró. Esa tarde Lila añadió otro nombre a sus «seres inanimados». Llovía y nos recluimos en un rincón de la veranda. Yo tenía miedo y me negué a comenzar el juego. Yo no quería saber de quién se trataba esa vez. Yo tenía miedo. Lila dijo: «Mostacillas azules.» Después dijo: «Repitan en voz alta, y seguidas, la primera letra de estas dos palabras, mostacillas azules, mostacillas azules, mostaci...» Aleida gritó. Gritó tan fuerte que yo me eché encima de ella, cubriéndole la boca con las dos manos, cubriéndole la boca con toda mi fuerza, para que no dijera las letras, oyéndome a mí mismo repetirlas cada vez más alto, cada vez con mayor desesperación y horror. Aquí donde nada ha cambiado de lugar, aunque perdieron su lugar hace mucho tiempo, las cosas esperan, siguen en espera de los que ya no vamos a volver, aunque Alejandro haya regresado ahora. Yo estoy sentado sobre las lajas del pasillo, casi a sus pies, con zapatos del mismo color de la pana del pantalón que se ajusta a sus piernas largas y a su cintura. Miro mis pies descalzos y mi pantalón recogido a media pierna, que sostiene la camisa amarrada a la cintura, y pienso en las cosas que me gustaría oírle, en las mil preguntas que me gustaría hacerle. Pedirle que me hablara en lenguas que conoce (que yo he olvidado), aunque no entienda. Alejandro ha recorrido todos los mares con sus islas, de allá viene, pero él fuma con la misma lentitud con que antes hablara. Temo a los interrogatorios. Como no tengo una gran práctica, todavía no sé cómo organizar mis preguntas, cómo someterlas a un orden, de modo que sus respuestas (si accede a contestarme) expongan con claridad y precisión los móviles que le han traído. Me interesa más su actitud que sus ideas. Si he de juzgar por mí mismo, pocas veces ejecuto razonablemente la acción a que me anima una idea. Así mis acciones no se cumplen en virtud de mis ideas, sino de mis instintos, pero desgraciadamente no poseo otros recursos. Le he preguntado si se acuerda de cómo eran las cosas aquí antes. «¿Qué si me acuerdo...?», repuso mirando a su alrededor y no dijo más. Le dije que yo, por el contrario, sólo puedo evocarlas imaginativamente... Deseé que me interrumpiera y ante su desaliento añadí: «y sólo en lo que hubieran podido ser». Calló. Ha estado amaneciendo hace rato y hay ruidos en la cocina y en el patio. No sé por qué no me pregunta qué hago levantado tan temprano, meciéndome en el columpio a una velocidad que me sorprende a mí mismo, o qué hago en pie cuando llovió toda la noche y no hay plantas que regar en el jardín. Ya pasó el lechero y el pan se está tostando dentro. Dije algo. Me preguntó qué era. «Algo que había olvidado», le respondí, y que su regreso a este lugar me devuelve. Con él aquí, las cosas no son las mismas. Se aíslan para representar algo distinto que permanece igual en mí, como si no pasara el tiempo. Su mirada se detuvo. Proseguí con cierta timidez. He querido pensar conscientemente en todo lo que nos diferencia y separa. Se lo dije. Hizo un gesto para interrumpirme. Le dejé hablar. Dijo que se trataba de mi memoria, que había vivido con mayor plenitud que la suya. Pero no es verdad, porque nada de lo que

recuerdo ha pasado. Espero que pase, puesto que algo he de engendrar que no hayan acumulado las generaciones y el arte. Algo que él mismo no haya pensado, algo que él no haya hecho. Súbitamente mostró un angustioso interés por mis palabras. Me preguntó que de dónde había sacado eso. Le respondí que de mi deseo de vivir sin reflexionar sobre lo pasado. Entonces comprendí que había caído en su trampa, que hablaba por su boca. Yo sé que quiere ser mi amigo aunque su mirada se distraiga con las piedras que dibujan malamente los senderos del jardín, con las ampollas de injerto del rosal, con la trepadora de hojas más grandes que sus grandes manos, que no son tan grandes. Pero me sentí ofendido. Para mí las cosas son como son. Se lo dije. Pregunta, el rostro sereno, la voz alerta: «¿Cuáles?» «Todas», respondo con insolencia. Sentía cómo su mirada y su voz comenzaban a irritarme. Descubría que sus ojos eran de un gris muy parecido al de los míos. Descubría que su voz se diferenciaba muy poco de la mía, sólo que el léxico suyo, más rico, de dicción más pulcra y expresión más compleja, evidenciaban una mayor madurez y asimilación de una cultura, que en mí faltaban. Además comprobé que mi habilidad mimética, ante él, se acentuaba. «Todas —repetí—, como verdaderamente son, no como ustedes quieren que sean, tú y Aleida, Lila, todos. Las cosas son así y así las quiero, por eso estoy aquí, por eso me quedo.» Busqué a mi alrededor algo que confirmara mi convicción. Miré la calle, las casas dormidas, silenciosas, que el sol comenzaba a despertar, y sentí una infinita paz. Las cosas son como son. El batey es como es. No es como dice Lila, un universo mágico, eterno: la casa del Dueño de los seres encarnados y desencarnados; el árbol de la vida reproduciendo sin cesar los frutos de la muerte; la boca como órgano de la palabra divina, hechizadora, fulminante; el girasol de un rostro inabarcable, morada de lo continuo, revelador y progresivo: origen de toda existencia. Tampoco es, como él dice, la habitación transitoria, humana, histórica, divisible en fragmentos que alternan entre lo pasado y lo presente, falto de porvenir, apenas memoria vitalizadora; hoy, aquí, ahora, mientras la familia perpetúa sus crisis domésticas. Y, mucho menos es, como dice Aleida, una comunidad pobre, aburrida, triste, sobreviviendo lentamente a los largos meses de inactividad industrial, a la superstición, a la incultura, al vacío moral e intelectual, al crédito del almacén, a los préstamos que por piedad, compromiso, influencia social o cálculo del garrotero, conservan la aparente dignidad familiar; a los males endémicos colectivos, al fracaso individual, a la catástrofe. Estas raras concepciones acerca del batey hicieron que Lila se instalara en él desde su fundación en el años de 1911; que Alejandro se empeñara, sin ninguna razón, en abandonar la casa, en huir de aquí como un ladrón, negándose a vivir en el batey, a trabajar en el ingenio, donde toda la familia esperaba que trabajara; y que Aleida se mezclara en toda clase de problemas sociales, huelgas, asambleas sindicales, insurrecciones, que ella misma consideraba inútiles, fracasadas. Todo el tiempo hablé sin escrúpulos, sobrepasando los límites de la decencia de la naturaleza y el sentido de las cosas. Las «cosas» que le habían traído de vuelta y que él por orgullo (o modestia) no quiso definir. Más de una vez en el transcurso

de mi hiperbólico sermón, deseé que una palabra de Alejandro o un gesto de su ensimismado rostro interrumpiera mi elocuente fantasía. Sólo cuando volteó su mirada sobre el hombro preguntando: «¿Eres tú, Lila?», me detuve. Oí decirle que hacía una hora que esperaba mirando a la puerta principal, esperando a que alguien saliera, para comunicarle su regreso. Todo ese tiempo, dijo, la casa y sus alrededores permanecieron sumidos en tan hondo silencio que los creyó muertos. Oí preguntarle que si le reconocía. Le oí identificarse, arguyendo que era él mismo. —Sí, soy yo, Alejandro. ¿Están en casa? ¿Dónde están? Lila, ¡pareces no alegrarte! ¿Está mamá en casa? ¿Y Aleida? ¿Y los demás? Dime. Necesito verles, hablarles. Anda, ve y dile que alguien del puerto desea verles. Oyéndole volví a sentirme degradado, ofendido. Podía ignorarme si así lo deseaba, pero consideré su indiferencia como un insulto irreparable. Y yo quiero ser amigo de sus ojos que me miran como si quisieran sorprenderme con un juguete o un libro de aventuras, amigo de sus labios que tiemblan, bajo el bigote limpio y arreglado, con una canción que aprendiera lejos, donde el laurel no da su sombra ni el sol que ahora desaparece le dora el pelo como a un marino. Porque antes de que yo pueda intimar con su sonrisa, volverá las espaldas y no me dirá nada. No me dirá cuáles son las cosas que le trajeron, y yo tengo miedo de mencionar el nombre de alguien que no haya muerto. Los demás ahora descansan y yo dudo que algo pueda perturbar la paz en que están; ni yo con mis preguntas, ni él con su silencio. Y él no va a querer llamarme por mi nombre. Vino hasta la casa sin mirar hacia las otras, con la mirada fija, determinada al sitio donde se detuvo. Vino a mirarla desde alguna distancia, sin acercarla. El techo de dos aguas y tejas ennegrecidas; la madera gris, carcomida, rota. Ahora faltan los portales laterales, faltan los colores varios de la buganvilla, que nosotros llamamos zarza florida; faltan los balances y el banco. Faltan las conversaciones y el sol que atardecía. Se detuvo sin verme, sin oír mi silbido que imitaba su canto. Una vieja canción que acaso había olvidado. Yo me adelanté a su gesto, a su mirada que me encontró siguiendo el vuelo oscuro del sijú, el equilibrio tornasol de alguna mariposa, la brisa moviendo los plátanos y las cañabravas, porque yo le había reconocido y no quería buscarle la cara que ya no era la misma. Después, sin decir mi nombre, apoyó su mano en mi hombro y empezó a hablar sin permitirme interrupción alguna. Habla con un jadeo extraño que yo sé del mar y de los libros. Habla para que yo le entienda un mundo que nadie le conoce. La brisa arreció contra los mangles y las caletas y olía a salmuera, a cangrejos, a embarcadero. Atardecía. Algo yo dije para hacerle reír, pero fue inútil. Traía mucha soledad que no comprendo. Y no es que sea distinto lo que ambos conocemos. Es que nadie vendrá a recibirnos. Nadie dirá nuestro nombre ni correrá a nuestro abrazo, y él lo sabe. Por eso no hace preguntas. Su madre murió ayer. Y habla sin permitirme interrupción alguna.

3 Lila vino a esta región porque había tenido un sueño que dejó conturbado su espíritu, después de huir de su memoria. Acudió a cuanto hombre y mujer de ciencia y magia le fueron recomendados para que le expusieran e interpretaran el sueño olvidado. Consultó brujos, astrólogos, cartománticas y encantadores. Peregrinó por toda la Isla, de este a oeste, de norte a sur, visitando palacios y bohíos, deteniendo en los caminos a cuantos encontrara. No faltó quien preparara respuestas falsas y engañosas, para entretenerla con palabras hasta que el tiempo pasara y ella, por agotamiento y hastío, olvidara la visión que le arrebató el alma. Toda la fortuna que heredó de sus padres escapó de sus manos con la misma velocidad con que escaparon las imágenes de su sueño. Lila se sometió en cuerpo y alma a todo tipo de genuflexiones de la carne y la imaginación. Pasó noches enteras al sereno, rompiendo interminables cocos a la luz de la luna nueva; tratando de descifrar las señales que revelarían los cuatro pedazos al caer, sus nombres y sus significados; haciendo libaciones con miel, clara de huevo batida, aceite de semillas de girasol y zumo de hojas aromáticas, que derramaba después de medianoche sobre su cuerpo desnudo, cada vez más enjuto, mientras interrogaba a los santos, aprendiéndose de memoria, y sin que faltara una tilde, las reglas más secretas del rito negro. Invariablemente, la respuesta del santo resultaba ser ocana sodde. Durante sus dos años de peregrinaje, consultas e investigaciones, Lila aprendió los misterios de la adivinación conga y lucumí. Durante ese tiempo de aprendizaje y búsqueda, yendo de un lado para otro, sola, cuidando de no llevar a su boca ningún alimento que no fuera antes consagrado a los dioses con quienes compartía su frugal condumio —preferentemente vegetal— , fue cuando, guiada por su intuición, aprendió a distinguir el valor profiláctico de las yerbas. Ellas la protegieron de los peligros más sutiles. Lila, con verdadera ternura, se entregó a plantar en los bordes de todos los caminos que frecuentaba todas las yerbas de Ocha, que recogía (con permiso de las agrestes divinidades) para baños, remedios y azotes en la espalda, la nuca y la frente. También escribió con suprema sinceridad, devoción y sabiduría algunas oraciones. Una trifulca con un babalao, que le exigió por un «trabajo» una cantidad de dinero mucho mayor que la concertada, la condujo frente a los tribunales de justicia. Otra vez una iyalocha se negó a entregarle unos collares por los cuales ella había pagado un precio descomunal, alegando que los santos se oponían a la entrega; este encuentro la condujo al hospital, con perjuicio para sus facultades mentales. En sus meses de reclusión en el hospital, conoció a una vieja negra, Ma Tanasia, que en voz baja y en su dialecto serrano, le informó de unas tierras que al norte iban a ser colonizadas por gente extraña, de afuera, blanca y con mucho poder material. Su destino estaba vinculado a esta empresa, pero la negra no pudo (o no quiso) revelarle la cosa que Lila soñó. La mañana que el médico le dio el alta, la negra le recomendó que no regresara a su casa de la ciudad; por el contrario, que siguiera el camino hacia el norte, a pie y de noche. Le habló de una cueva, antigua morada de un ilustre cacique siboney, ahora habitada por murciélagos. Uno de

ellos, al amanecer del séptimo día, siguiendo la línea del ferrocarril, la llevaría hasta un poblado desierto. Sus pobladores lo habían abandonado al comienzo de la Guerra Chiquita, internándose en la manigua. Luego olvidaron el camino de regreso. Sólo un negro, que no hablaba la lengua del país, enfermo y viejo, había permanecido en el lugar. De él obtendría otras informaciones. Hasta aquí Lila contaba con minucioso deleite sus correrías. Lo demás era el sueño y la supersticiosa fundación del «central». CENTRAL DELEITE The Cuban-American Sugar Smile Co. Deleite, provincia de Oriente. Capacidad: 780 000 arrobas de caña cada 24 horas. Personal Ejecutivo: Charles Laughton, Presidente y Tesorero; Buck Rogers, Primer Vicepresidente; Broderick Crawford, Vicepresidente (y Administrador General de Operaciones en Cuba); Fred Mac Murray y Jeff Chandler, Vicepresidentes; Adolphe Menjou, Comptroller; Woody Woodpecker, Tesorero Auxiliar. Las oficinas ejecutivas radican en 1420 Madison Ave., New York, N.Y., y la oficina principal en Cuba radica en el edificio La Azucarera, 5to piso, Morro 21, teléf. ML-1511, La Habana, a cargo de Bugs Bunny. Las compras en Cuba se hacen en la oficina de La Habana, mediante una firma subsidiaria conocida por la Cuban-American Loaning Corp., con el Llanero Solitario como Jefe de Compras en Cuba, y Frederick March como Jefe de Compras en la oficina de Nueva York. Las compras para los ingenios se realizan por recomendación del Ingeniero Jefe, Paul Douglas, del central Deleite.

Personal de Administración: Encargado de la Oficina: el Ratón Miquito; Jefe de Maquinaria: Mario Moreno; superintendente: Huckleberry Hound; Jefe Químico: Walter Pidgeon; Jefe Departamento de Electricidad: Mighty Mouse; Jefe de Campos: Tito Guízar.

4 Cuando haya anochecido totalmente abriré la portezuela que me separa del jardín, del portal, de la puerta y la casa donde duermes. Entraré para velar tu sueño. Entonces, no será necesario hablar y las palabras no podrán interponerse entre nosotros. ¿Qué hacías levantado, a quién velabas, si estás solo? Pienso en las cosas que querrías saber que sólo yo conozco. Sin embargo, algo me impulsa a callarlas. Tendrás que creerlo todo, sin dudas, sin vacilaciones y sin reflexionar en ello. Será el modo de garantizarme que no vas a perder tu inocencia. Vine a buscarte, a recuperarte. Tú no tienes historia. Lamento haber perdido las viejas costumbres. Es un error pensar que un cambio de lugar sirva para renovarnos. No estoy ligado a cosa alguna y, sin embargo, todas me retienen. Ha sido inútil tanto andar. Estoy cansado. Cuando llegamos a casa te secaste la cabeza y los pies, ya no eres una niña. —He olvidado cómo empieza. Hazlo tú, Lila —dije. —Es muy fácil —respondió Lila mirándome a los ojos, y sentí miedo de desaparecer bajo la luz de su mirada—. No es posible que te hayas olvidado, Salvador se ofenderá. Eres tú quien lo necesitas, allá tú... Lila me chantajeaba. —No —dije con solemnidad—. Sólo he olvidado el primer encuentro. No es que sea un olvido, lo confundo con los demás... han sido muchos, ¿no? —Serán tantos como permita tu imaginación —dijo Lila lentamente. —Querrás decir mi ingenio —murmuré con una expresión burlona en los ojos. —¡Ambos! —acabó ordenando Lila. —Pero no me has dicho qué debo hacer para recordar —repuse. Ella sacó de un bolsillo un paquete de naipes estrujados y sucios; los colocó, uno a uno, sobre el piso. —No te impacientes; Aleida, díselo tú. —Lo he olvidado, perdónenme —dijo Aleida, deslizando suavemente sobre sus ojos las uñas de sus dedos. —Pero si es sólo un juego, a nada te compromete —insistió Lila. —Está bien... y que hagan que al salir de aquí... —farfulló Aleida, pretendiendo enojo. —Eso se dice al final. Me irrita tu torpeza —gritó Lila, y a continuación, bajando la voz y el tono, añadió—: No tienen que jugar si no quieren. Aleida se movió rápidamente en torno a nosotros. —Invoco al alma de las cosas que quieran venir a comunicarse con nosotros. Invoco sus afinidades con nuestras materias. Invoco a los anones de ojos infinitos que ven el porvenir de los mortales... De momento nos miramos. Ninguno de los tres comprendíamos. Dentro, una puerta, al cerrarse violentamente, estremeció los cimientos de la casa. Oímos algunas voces sin distinguir de dónde procedían. Lila hizo el ademán de recoger las cartas. —Hermanos —dijo Aleida—, ¿con quién quieren comunicarse? Las voces se hicieron más nítidas. Lila recogió las cartas. —Recen —me apresuré a decir para no interrumpir el juego.

—¡Di una letra, cualquiera, pronto! —exclamó Lila. —No —susurró Aleida en nuestros oídos situándose en el centro—, digan un nombre. —Yo —dije. —Hazlo con tacto —repuso Lila. —Un poeta —dije—. ¡Sublime inspiración! Fauno de los bosques, pájaro crepuscular, adormilado, loco; ángel sin territorio, San Sebastián, Esteban el mártir, Juan Clemente Zenea... —Ahora, Aleida —dictó Lila—, cierra los ojos y no hables. Óyeme. —Me duelen, Lila, me duelen los ojos, déjame hablar con los ojos abiertos — suplicó Aleida. —¿Me oyes, Aleida, me oyes? —le susurró Lila. Aleida no la oía. Su rostro se había transfigurado. De pronto rompió a reír estentóreamente. Pasó de la risa al llanto con igual rapidez. Gimoteaba como un chiquillo abandonado, perdido. Las primeras palabras salieron de sus labios amontonadas, en tropel, indescifrables, más allá de nuestro entendimiento, que sólo alcanzaba a distinguir algunas sílabas inconexas y un eco en las cavidades de nuestros oídos, del cerebro, del corazón, del estómago. Y Aleida dijo: —Oye mi clamor, atiende a mi voz. Desde los confines de la tierra clama por ti. He andado mucho y mi ánimo flaquea... «y yo me detuve al doblar de la esquina y contemplé la fronda del laurel agitándose sobre el techo, y bajando mis ojos vi la cerca blanca del jardín y los setos de aralias contra ella, y vi los escalones de piedra subiendo al portal; y en el portal vi a mi padre fumando, recostado en la baranda; y vi su mano sacudir la ceniza del tabaco y la ceniza no descendió al suelo: se mantuvo en el aire al nivel de su pecho formando una densa nube que cubrió el tramo entre su pecho y mis ojos; y quise deshacerla con las manos y la nube cubrió mi rostro cegando mi mirada. Y la nube desapareció. Mi padre estaba contra un muro y su pecho sangraba. Y la nube volvió a formarse y esta vez era de moscas, y las moscas se arrojaron sobre la sangre seca, desprendiéndola con sus patas que escarbaban vorazmente en el pecho yerto, buscándole el corazón que aún palpitaba». Y Aleida dijo: —La sangre del poeta cubrirá esta tierra hasta la hora de su postrimería... «y yo estaba sentado sobre una roca y mi cabeza era como una lámpara gigantesca y una nube de mariposas nocturnas revoloteaba a mi redor, oscureciendo con sus alas la claridad que brotaba de la lámpara; y las mariposas en coro gritaban: — ¡Apaguemos su lumbre antes que perezcamos todas atraídas por su resplandor! Y ensordecían mis oídos: —¡Al poeta exterminémosle, porque crea ilusión y su llama consume nuestro vuelo! Y otras se asomaban a mis ojos: —¡Arranquemos sus pupilas, porque ven demasiado y descubren nuestras intenciones! Y un grupo de seis susurraba: —¡Ceguemos su boca que profetiza nuestro fin! Y un grupo de cuatro, en equilibrio: —¡Tapiemos sus fosas nasales que husmean la descomposición de nuestros cuerpos! Y un grupo de tres, ceñidas por las alas: — ¡Devoremos sus manos que denuncian nuestras debilidades y temores! Y una pareja de gemelas, idénticas: ¡Apresurémonos a cerrar sus oídos que oyen todo lo que nuestras hermanas traman! Y todas: —¡Invadamos la cámara de su cerebro,

invadamos su corazón, hurguemos en sus entrañas. Porque el poeta ve y oye y dice lo que sabe, y su sabiduría como toda ciencia es dolorosa y arranca de nuestras almas la esperanza. Al poeta hay que fulminarlo, hay que descuartizarlo, hay que volatizarlo. A la obra, hermanas, o él o nosotras! Entonces, por encima de la algarabía, se alzó una voz firme y precisa: —¡Cálmense todas, no será necesaria tanta violencia! Era una mariposa grande y negra, exageradamente adornada con piezas de escandaloso brillo. Al oírla las falenas callaron, impresionadas por el atavío y los modales de la recién llegada. La tatagua se frotó los ojillos con la punta de sus deslumbrantes alas, sacudiéndose el polvo que la multitud había dispersado en el aire. Se limpió la garganta, y su voz, con modulaciones de contralto, rompió el silencio: —Cordura, hermanas, solamente les pido cordura. Para comenzar, debo aclararles que no me opongo en lo más mínimo a la decisión tomada por ustedes. Permítanme que las felicite. Nada me ha parecido jamás tan sensato. Estoy totalmente de acuerdo con que se efectúe del todo lo tan sabiamente proyectado por ustedes. Hago esta aclaración, nada inoportuna, para evitar cualquier tipo de malentendido. Seamos francas, cualquier tipo de sospecha, ¿entendido? Todas frotaron sus alitas. La tatagua aprobó el entusiasmo de sus compañeras, pero no pudo evitar un mínimo gesto de repudio a la polvareda que se lavantó ante sus ojos. Con primoroso cuidado volvió a limpiarse los ojillos y la garganta: —Gracias, compañeras, muchísimas gracias. Pues bien, estamos ante un caso sumamente delicado, grave, podría decir sin el menor miedo a exagerar. Es cierto, compañeras, que esa atroz lámpara es una constante y terrible amenaza para nuestras vidas... ¡cuántas inocentes hermanitas nuestras se han perdido atraídas por su perverso fulgor! Ni siquiera me atrevo a conjeturar el más mínimo cálculo, todos pecarían de inexactitud, pero si bien es cierto que nuestro principal objetivo ha de ser la total y definitiva destrucción de esa infernal máquina, no es menos cierto que debe hacerse con la mayor prudencia, es decir, con sumo cuidado. Todos ustedes estarán, sin duda alguna, de acuerdo conmigo en que ese artefacto es producto de la civilización. Y por civilización todas entendemos el esfuerzo, la dedicación, la voluntad inquebrantable de nuestros semejantes por generaciones y generaciones, durante siglos y siglos, dedicados al estudio, al trabajo, a la investigación más audaz y temeraria. Como señalé anteriormente, cualquier logro de la humanidad es nuestro, somos sus herederos. Las alevillas sacudieron sus alitas frenéticamente, el entusiasmo se generalizó de tal modo que amenazaba interrumpir el discurso: ¿Y, querrían ustedes, laboriosas y doctas ciudadanas, que se les considerase como a una turba salvaje, irresponsable, demencial? ¡No, seguramente que no! ¿Acaso quiere esto decir que debamos cruzarnos de brazos y abandonar nuestra salvadora empresa? ¡Tampoco, compañeras, de ningún modo! Vamos a eliminarle ci-vi-li-za-da-men-te, como corresponde a nuestro desarrollo intelectual, ético y moral. Hermanas mías, qué hermosa oportunidad se nos ofrece para presentar ante los ojos del mundo un ejemplo —lección ejemplar— de nuestra civilización y cultura. Todas nosotras sabemos que ese endemoniado aparato puede también ser, y debe ser, un símbolo de Dios, y como tal, su significación varía. Razón de más para que ejerza sobre nosotras tan irracional poder de seducción. En el caso que nos ocupa, no es otra cosa que la desmesurada cabeza de un poeta. De este hecho nos sobran evidencias: oye, ve,

huele, habla y piensa; riesgos a los cuales no podemos exponernos. Todo lo que oye, ve, huele y habla, en sus oídos, ojos, nariz y boca, sufre una metamorfosis tan descomunal que pone en peligro nuestras más inocentes y puras acciones. Este artificioso mecanismo, que durante siglos sirvi ó a la humanidad para orientarla en la tiniebla y mostrarle el camino del progreso material y espiritual, en los tiempos presentes, y a tono con ellos, ha sobrepasado todos los límites de la razón y, por supuesto, de nuestra paciencia. Ya no se conforma con el ámbito al que fue destinado, el mundo de las ideas, no importa cuáles fueren sus delirios; ahora descabelladamente, se propone interferir en nuestro mundo, que ha sido, es y será el de la acción. En fin, benemérita y benévola audiencia, no he de cansarles más, y como se dice vulgarmente, si han de permitirme una licencia de franqueza fraternal, al grano: ¿Qué hacer con este instrumento del enemigo? Exactamente lo que ustedes habían decidido y que yo apruebo. E-li-mi-nar-lo. ¿Cómo? Sencillamente: ¡Ignorémosle! Claro que para ello tendremos que promulgar severas y terminantes disposiciones. La primera debe ser organizar un cordón sanitario en torno a la roca, que impida cualquier tipo de contaminación. Escogeremos entre nuestras hermanas a las más firmes y fuertes, de probada e intachable honorabilidad, ya que será imposible evitar que les alcance alguna partícula, por muy alejadas que estén, de su vertiginosa luz. Dispondremos de los instrumentos necesarios para que ni sus ojos ni sus oídos sean afectados por la voz y la mirada del agente corruptor que tantas desdichas nos ha causado. No vamos en ningún modo a obstaculizar su discurso. Si quiere hablar, que lo haga; si quiere vociferar, no vamos a estorbarle su algarada. Ese será su problema, no el nuestro. Además, los poetas suelen expresarse en un lenguaje figurativo, de modo que haremos uso de sus metáforas (en caso de que estas lleguen a ser de dominio público) invirtiendo el sentido de las mismas. Se hará imprescindible adiestrar un cuerpo de eminentes retóricos. En la peor de las situaciones, recurriremos a la tan socorrida argucia de la locura congénita del poeta. Hermanas, como antes dije, no deseo demorarlas más. Ahora, a cumplir tan noble tarea. Tarea que nos garantizará un futuro radiante, sin zozobras. Ahora, les ruego que si consideran justas mis palabras, aprueben lo antes por mí formulado y emprendamos el vuelo. Hagamos del futuro un rotundo presente. Dicho y hecho. Todas a una agitaron sus alas, cubriéndome de una pátina más adherida y densa que la sedimentada por los siglos en la costra terrestre, dejándome sumido en la última y más pavorosa soledad de mi destino». Y Aleida dijo: —Te enseñaré y te mostraré el camino que andes, te instruiré, fijando sobre ti mis ojos... «y yo reunía todas las palabras dichas por Aleida desde que comenzara a hablar hasta este momento, y habían transcurrido muchos años desde entonces. Y recordé mi primer encuentro con Salvador y también el último y me dije: “Ahora soy y soy para siempre.” Y recordé que Salvador había venido temprano, mucho antes que mamá sirviera el desayuno y la había ayudado a recoger los anones que ya goteaban, y mamá le pidió que tomase el desayuno con nosotros y Salvador se quedó. Y estábamos sentados a la mesa y Salvador hablaba con mi padre, respondiendo a sus preguntas: ¿De qué familia eres? Y Salvador respondió: —Soy el primogénito de su primo Salvador Enrique, natural de Sabanas. Y mi padre pareció no recordar a su primo, ni al lugar de procedencia,

pero mi corazón se sobresaltó. Miré a Salvador. Miré sus ojos azules que miraban a las semillas negras y pulidas y desnudas del anón, y pensé en los ojos de los muertos y en los ojos de Lila. Salvador sorprendió mi mirada. Le pregunté cuál era su ocupación. Quise decir trabajo, pero dije ocupaci ón, y me avergoncé de aquella palabra que repetí tartamudeando. Me dijo que era un jinete. Papá se puso de pie y disculpándose dijo que se le hacía tarde para el trabajo. Quise pararme, decirle que a mí también se me hacía tarde para la escuela. Temí que mamá me lo recordase. Temí quedarme solo con Salvador en la mesa y sin que él me lo preguntara, le dije que estaba escribiendo una novela. Salvador asintió con un ligero movimiento del mentón. Le dije que tenía escritas más de cien páginas y que se trataba de un sueño. Pero yo estaba pensando en que no sabía montar a caballo, en que no era un jinete y que sólo había hecho un largo viaje con papá, a las ancas de su caballo. Regresábamos a casa de una visita a mis tíos de Las Tapas, comenzó a llover, nos mojamos tanto que me resfrié y estuve una semana en cama. Pensaba que tampoco podía lanzar una pelota con fuerza. En la hora del recreo los muchachos estaban jugando a la pelota. Ianita me había regalado una naranja, me disponía a pelarla cuando la pelota vino a dar a mis pies. Miré la pelota a mis pies, miré la naranja en mi mano. Las dos eran del mismo tamaño y tenían la misma forma, y ambas, en las manos de cualquier muchacho, producirían una sensación de entusiasmo vital. Pero para mí eran las cosas más antagónicas, y enfrentarlas significaba una provocación que podría conducir a las situaciones más atroces. Preferí, socorrido por mi convicción cobarde, pelar la naranja para comérmela, y olvidar la pelota, alejándome del lugar. Un muchacho gritó reclamándola. Me hice el desentendido. Otro muchacho gritó más fuerte pidiéndome que se la lanzara. A este grito no lo podía eludir, el muchacho era mi amigo. Recogí la pelota. Todo mi cuerpo se puso en tensión, así que no pude hacer otra cosa que quedarme allí con la pelota en la mano. Otro grito me dispuso a caminar hacia ellos para entregarla, cuando un gritillo a mis espaldas, como el de una gata en celo, maceró mis oídos, estrujándome el corazón y el cerebro. El anónimo desafío sublevó mi sangre. Sentí una desgarradura en el estómago y otra en la frente. Se me nubló la vista. Giré en torno mío y con una fuerza superior al cúmulo de mis sentimientos lancé la pelota para castigar al insolente maullido que me había llamado ¡Shirley Temple! El azar intervino en favor de la desgracia, la pelota rebotó contra la frente de un chiquitín que corría detrás de una libélula, arrojándole, sin sentido, de bruces. Los muchachos se dispersaron. Corrí donde el chiquillo yacía, lo alcé en brazos, el impacto de la caída le había producido una herida en el labio inferior. Sangraba copiosamente. Corrí al aula. Dos muchachos mayores y la maestra me ayudaron a limpiarle la boca, a estancarle la sangre y devolverlo al sentido. La preocupación por el niño no sofocó la ira irracional que se acumulaba en mi pecho, en mi garganta, en mis ojos y mis manos. Esa noche y a la mañana siguiente estuve a ver al niño en su casa y le acompañé a la escuela. Fue la primera vez, Salvador, que oí tu nombre, y ese nuestro primer encuentro. Salvador dejó de mirar a las semillas de anón y antes de que yo pudiera decirle algo más acerca de la trama de mi libro, se puso de pie, tomó cuatro de las semillas y las puso en el bolsillo de su camisa, caminó hacia donde yo, perplejo, le extendía la mano, la estrechó con efusión. Le oí despedirse de mi madre; oí los

cascos de su caballo macerando el empedrado de la calle y sentí cómo mi alma se unía estrechamente a la suya, amándole como a mi propia vida». Y Aleida gritaba: —¡No, no quiero verlo! ¡Déjame abrir los ojos, Lila, por favor! ¡Tengo miedo, Lila, tengo miedo...! Quise socorrerle, Lila lo impidió. —¡No la toques, Alejandro! —ordenó. —Está temblando convulsivamente, puede pasarle algo. —dije enérgicamente. Lila tomó las manos de Aleida. Ambas sacudieron sus manos en el aire y volvieron a juntarlas, y volvieron a sacudirlas y a juntarlas y a sacudirlas y, entonces, sujetas de las manos, alzando los brazos en arco por sobre sus cabezas, comenzaron a girar de espalda, vertiginosamente. Y Aleida volvió a hablar y dijo: —Algo que esperas resolver será resuelto pronto y satisfactoriamente. Algo que en secreto planeas. Contéstame si es cierto, o si no, dime que estoy equivocada. No tienes que decir nada que no sea la verdad. —Sí —respondí. —Resuelto ese asunto, tu vida cambiará favorablemente... —¡Que así sea! —dijo Lila. —...veo una gran ciudad, hermosa y grande y otra vez grande... —decía Aleida— «y yo estaba en una estación de trenes, abovedada. Decenas de andenes recibían y despedían otras decenas de trenes, y millares de pasajeros, con equipajes que triplicaban el número de ellos, se movían de un lado para otro, apresuradamente. Y recuerdo centenares de soldados jóvenes, y otros tantos centenares de mujeres de todas las edades, que se arrojaban, unos a los brazos de otros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, envueltos en el fragor y la prisa de los andenes. Y recuerdo a Lila y a Salvador juntos, esperándome, y también recuerdo que en la abigarrada confusión de ese momento, viéndoles del brazo, la cabeza de Lila apoyada en el hombro de Salvador, mirándose a los ojos, supe que aquella sería la última vez que nos veríamos. Y recuerdo que me eché sobre los hombros el pesado gabán de fieltro, y sobre la frente el sombrero de fieltro, y el peso del gabán y del sombrero sobre mis hombros y mi frente me ensombrecieron el ánimo, y eché a andar solo, siguiendo al negro que cargaba mi equipaje. En la calle, era una lluviosa mañana de primavera, y la oficina de Correos frente a la estación y el restaurante automático y el puesto de cigarrillos frente al restaurante, y la pequeña joyería de al lado y los zaguanes en penumbra de algunos edificios industriales y la mole húmeda y fría, faraónica, del hotel New Yorker, y el departamento comercial Crawford, y los taxis y la multitud oculta bajo sombreros y paraguas unánimes en toda la Octava Avenida, me parecieron tan lóbregos y vagos y descampados como mi destino». Aleida reía estentóreamente. Aleida lloraba como un niño abandonado, perdido, balbuceando un montón de sílabas inconexas que yo reunía para constatar, con gran asombro, el nombre de una mujer, un lugar de cita, el número de un teléfono, la descripción física de una persona, de una casa, de una ciudad. Y Aleida lloraba por la loca que mecía a su niño muerto en una cuna imaginaria. Y me dijo que a mi derecha estaba una mujer alta, de cabellos largos, que los recogía detrás de la nuca con una cinta negra, y comprobó sus ojos azules y su vestido azul, escotado,

y un libro cerrado en sus manos, y me preguntó si yo la reconocía. Y le dije que sí. Y Lila dijo: «Gloria.» Y Aleida me preguntó si esperaba un aviso, una carta, o tal vez una llamada telefónica. Y yo le respondí que alguien me había prometido hablarle de mí a un amigo que podía ayudarme, y también le dije que mi amigo tenía una memoria incorruptible, que su memoria me irritaba. Y Aleida preguntó: «¿Te molesta? ¿Por qué?» Y yo le respondí: «Porque esa cita arruina un designio mayor. Nuestro encuentro se funda en un hecho esencialmente poético; la promesa no implica compromiso.» Y Aleida me dijo: «Entonces no se cumplirá, porque tu destino es más alto y universal.» E inmediatamente tuve miedo y le dije: «Prefiero las palabras a la acción, es decir, la acción representada en la palabra y no en el hecho, porque la palabra es más significativa puesto que su valor es permanente, y el hecho es siempre transitorio.» Y entonces, deseé que el encuentro se efectuara aun cuando fuera un fracaso, y le dije que si me llamaba iría, y componiéndome el nudo de la corbata, expresé: «¿Estoy bien vestido, debo cambiarme de traje?» Y Aleida no respondió. Y Lila dijo: «¡Gloria, gloria a las almas que nos asisten!» Y después dijo irritada: «Es ella quien tiene que hablar y no tú.» Y Aleida gritó: «No puedo, no tengo fuerzas, no sé cómo seguir», abriendo los ojos. —¡Sigue —ordenó Lila—, cierra los ojos y sigue, tienes que decirle otras cosas! —Te suplico que sigas —intervine con desesperación—. Aleida, ¿es verdad? Mira mi mano, mira mis ojos, mira mi cuerpo y dime, repíteme que esa entrevista no será cancelada, no importa con quién sea, hombre o mujer, ángel o grifo... —Tengo miedo, ¡déjenme, déjenme! Estoy cansada y tengo sueño... —gritó Aleida. —Parece que va a desmayarse —dije temblando. —Si se desmaya, la haremos volver en sí —dictaminó Lila. —Por favor, Lila, escucha... tengo miedo... yo también tengo miedo —grité desesperado. —¡Ratón, ratón! No te enterarás... —concluyó Lila. —Alejandro... —balbuceó Aleida. --¿Qué hago? —pregunté tembloroso y en suspenso. —¡Cállate! —gritó Lila—. Quiere decir algo, óyela. —Alejandro, no es verdad, no es verdad, no me creas, no la creas a ella, no creas a nadie. Lila miente y me obliga a mentir. ¡Me siento estafada! —gritó Aleida. —Todavía no has terminado de decirlo todo, ¡imbécil! —Lila la sacudía violentamente por los hombros, temí que fuera a abofetearla y me interpuse entre las dos. Aleida se desprendió de Lila, gritando: —Me siento humillada, degradada, vencida. ¡Me das asco, asco, asco! Lila se dejó caer sobre una silla: —Está bien, como quieran... Aleida temblaba, sollozando, en un rincón. —No, Lila, no es como nosotros queramos, es como yo me siento. Te has ensañado en mi debilidad y eso me importa, y no es por mí que estoy dentro del juego, de este y de todos los juegos. Otra humillación, otro fracaso, en nada variará mi destino. No, no es por ustedes, ni por mí, que encarnamos la crueldad como el único principio dentro de la naturaleza humana; es por el poeta. «Lila, sin

tú quererlo ese encuentro se ha realizado fuera del tiempo, para demostrarme que mi destino es solitario, dolorosamente solitario, sin relación con ninguna causa... es inútil que permanezca aquí. ¿Pero si me fuera, si dejara esta casa, a ustedes, quién ocuparía mi lugar en el juego, dejaríamos de jugar?» —Alguien puede oírnos, si sigues vociferando —dijo Aleida, alisándose los cabellos. —Pero, ¿es que hay alguien más en la casa? —pregunté alarmado. —Lila acaba de llegar —dijo Aleida mirándome a los ojos. —¿La ves? —pregunté. —Sí. Es igual al retrato que está en el álbum. —¿Cómo? —Igual al retrato que está sobre la cómoda de mamá, un poco más desvaído, pero igual. —¿Qué dice? —Apenas la oigo. No entiendo lo que dice. Parece enojada. —¿Hasta cuándo va a durar esto, Aleida? —No sé, si tú lo sabes, dímelo. —Somos demasiado soberbios o nos falta curiosidad. Sospeché que esto último no era verdadero. No deseaba acumular nuevas decepciones. —No aprendemos las reglas. Sería tan fácil seguirlas en orden. —¡Obedecerlas! —dije. —No tenemos otra alternativa. —Estaba sobre la silla, derrumbada, mirándose a las manos inertes sobre la falda, y ya no era una niña. —No tienes otro camino, tendrás que irte. —¿Eso dice? —¿Quién? —Lila —respondí sin comprender. Creí que todo había pasado en su presencia—. Hemos desobedecido una vez más... no tenemos nada que hacer aquí. ¡Vámonos! —Déjame secarme los pies... —¿Cómo te sientes? —No me siento. Estos viajes me dejan exhausta. Total, nadie se entera de que hemos vuelto. —¿Hasta cuándo, Aleida? —Hasta que salga el último. —¿Sabes cuándo lo hará? —No. —Las dos se pusieron de acuerdo... ¿no? —No es verdad, Lila no ha vuelto. —Aleida, es tarde, ¡vámonos! —¡Vámonos! Pero, ¿en qué lugar de mi memoria estoy? ¿Se acordará de mí mi alma? Buscándote, Lila, he tenido que ascender más allá de mi propia memoria y no te encuentro.

BALDÍO

Si yo te dijera todo lo que significa este baldío para mí. Ahí están los dioses, los santos, entre la yerba y las piedras. Ahí no se alzará una casa. Las personas mayores no animarán sus límites. Es un jardín, un bosque, un mundo para niños. Para jugar nosotros. Aleida, sigue, sigue: no interrumpas el juego. ¿Has jugado, Salvador, alguna vez a los vidritos? No sabes lo que son: pedazos, pedacitos trizados de vidrio de todos los colores. La boca, el fondo de una botella verde, casi negra, o azul, violeta, ocre. Botellas y pomos de cerveza, conservas, licores, jarabes, píldoras, refrescos; algunas con imágenes: una letra, una palabra, escrita en nuestra lengua o en otras lenguas del mundo que han llegado a nosotros; fragmentos de un dibujo. Esos vidritos son los que Aleida y yo escogemos para jugar, para animarlos y echarlos a vivir. Estamos solos bajo el piso de casa, debajo de la mata de mango, debajo de las guásimas, y hemos limpiado con las manos un espacio para que vivan esas criaturas nuestras que exigen expresarse por nosotros. ¡Oh, Aleida, cómo ha pasado el tiempo debajo de tus pies y sobre tu cabeza, por la tierra y el aire que nos ahuyentan del baldío donde viven las ratas infladas y feroces, dientecillos y ojos llenos de miedo! Por ahí, junto a esa piedra, a ese ladrillo oscuro, arrastran desperdicios de comidas. Bajo las flores del romerillo y el aguinaldo, comen. Yo estoy en otra casa, en la terraza, hierro y granito, mirándolas moverse en ese mundo santo, inútil y triste. La abeja liba, la mariposa duerme. En ese mundo estamos, entre las ratas y las flores blancas.

5 ¿Tendré que contárselo a alguien más? Porque Aleida no me ha creído. Estuvo un gran rato recostada en la baranda, sin moverse, casi sin respirar, mirándome a los ojos para ver si yo no mentía. Me oyó en silencio. Cuando terminé de contárselo empecé a temblar, pero ya se lo había dicho y no podía hacer otra cosa que convencerla de que todo eso era verdad. Me dijo que era mejor olvidar esas cosas, como se olvida un sueño. Pero no es un sueño. Es una realidad tan real como ella y como yo. Si no me ha creído será porque no supe convencerla de que aquello no era una mentira mía. Tantas veces, metido en la cama, tapado con la sábana hasta la cabeza, y mientras aguantaba la respiración, me tapaba los oídos y apretaba los ojos, hasta olvidarme de que los tenía, quise de verdad quedarme ciego y sordo como los muertos, para no tener que verla, cuando empieza a ponerse oscuro y el patio se llena de animales extraños, con unas lenguas grandes, que andan pegadas a la tierra, lamiéndola, ensuciándola con una baba asquerosa, apestosa a azufre y a orina. Tenía miedo de que en cualquier momento, si ella los mandaba, los animales empezarían a lamer la casa y a todos los que estábamos dentro, hasta que sus lenguas nos chuparan como a un caramelo. Por eso yo cerraba los ojos hasta que todas esas manchas amarillas que se mueven desaparecieran, y mis oídos taponeados con las yemas de los dedos sólo oyeran un ruido de agua que cae sobre la tierra, lavándola. No quería que amaneciera, porque al otro día, a la misma hora, antes de que mamá sirviera la mesa y las gallinas se encaramaran en los árboles para dormir, ella soltaría sus animales en el patio, y la noche menos pensada ella les haría una seña con su mano, y todos desapareceríamos lamidos por los animales-lenguas. Sería tan fácil obedecer a Aleida, cerrar la boca y no abrirla hasta que pueda demostrarles a todos, y no con palabras, que de verdad ella vive en las noches del patio. Pero eso no puede ser. Me gusta hablar y hablando decir todo lo que siento. Si fuera mudo... Me da miedo, me da vergüenza que Aleida se lo cuente todo a mamá. Ya no me aterra verla, ni creo como antes que si me encuentro solo en el patio, a esa hora en que las gallinas se acuestan, porque yo no le gustara o porque ella no me quisiera o por aumentar su gran colección de animales lamedores, pueda convertirme en uno de ellos. En realidad me importa poco ser cualquier cosa, pues un muchacho, por muy bueno que sea, es casi nada. Pero no quiero ser un animal. No quiero serlo. Se había hecho muy tarde para recoger la ropa que Aurora tendió por la mañana en el patio. Aurora tuvo que acompañar a mamá a visitar una enferma que «repentinamente se había agravado». Le dijeron a Aleida que recogiera la ropa. Aleida es exactamente cuatro años mayor que yo, aunque parezca una mujer, y a lo mejor por eso mismo nunca sale al patio después que oscurece. Detrás del patio están los potreros de yerba y detrás de los potreros está el río y lo que hay más allá no se ve. Pero a mamá no le gusta que las mujeres salgan de noche, solas, a ninguna parte. En casa se dicen tantas cosas, que si uno fuera a ponerle atención a todo lo que dicen se volvería loco. Los hombres hablan menos, pero es porque apenas paran en la casa. Eso de no dejar a las mujeres salir solas de noche, es algo que no entiendo, pues Aurora sale a la oscuridad cuantas veces quiere y Ianita también. La cosa es que Aleida cogió la canasta de la ropa y

salimos los dos. Ella bajó la vara que aguanta el cordel en el aire, como una cuerda floja. Daba gusto ver a toda esa gente, sin cabezas y sin extremidades, meciéndose en el aire. Mujeres que eran sólo mujeres desde los hombros a las rodillas; otras, todavía más descuartizadas, lo eran de la cintura a las rodillas o de los hombros a la cintura; algunas tenían brazos, pero les faltaban las manos. Hombres de la cintura al tobillo, sin pies, y de los hombros a la cintura, con dos muñones en vez de brazos, o con brazos pero sin manos. Lo más triste era ver a los niños, pedacitos de cuerpo que daban grima, y entre ellos sábanas sin camas y manteles sin mesas y toallas demasiado grandes para secar a toda esa gente descuartizada. Todo el patio era un circo donde el descuartizador de Celia Margarita Mena exhibía sus mejores piezas. Aleida empezó a destender a los descuartizados y los iba doblando con mucho cuidado como hace el Fantasmita, que se dobla como un acordeón cuando quiere meterse por debajo de una puerta o cualquier otra rendija. Cantando y doblando, doblando y cantando, sin ver nada de lo que estaba pasando alrededor de nosotros. Ella estaba en el fondo del patio, debajo de una guásima, y a una señal de su mano los animales todos bajaron de las matas y empezaron a avanzar hacia nosotros. Yo no sé cómo Aleida no sentía aquella peste que se derramaba por todo el patio y que me ahogaba; cerré los ojos para no ver a las bestias y me tapé la nariz. Estaba totalmente paralizado. Alguien gritó desde la cocina y Aleida corrió, dejándome solo, abandonado, y los animales venían con su peste. Abrí los ojos para correr detrás de Aleida, pero miré al otro lado y la vi recostada al tronco de la guásima, muy serena y bella. Los animales empezaron a retroceder trepándose a las matas. El patio estaba limpio de peste y en el oscuro lila del anochecer, ella y yo nos miramos, pero no me dijo ni una palabra. Ya no le tuve miedo. Mamá estuvo discutiendo con papá a la hora del desayuno sobre «la necesidad de trasladar las vacas y los caballos del traspatio a cualquier otro lugar». Cuando el viento soplaba del norte, decía mamá, es imposible estar en la cocina. El olor a bosta y a orina es insoportable. Papá no la contradijo. Al contrario, le dijo que había hablado con su hermano Sixto para poner los caballos a piso en La Morena; que dejaría uno, para sus viajes a Deseada. «En cuanto a las vacas, el problema es más serio, necesitamos las dos de ordeño, aunque ya me las arreglaré para sacarlas del traspatio. Durante todo el tiempo que dure la zafra y el viento siga batiendo del norte, seguiremos sufriendo las molestias del hedor, que sale de las aguas calientes que arrastran la cachaza fermentada y las demás inmundicias del batey. Habría que cubrir la zanja, y la Administración no va a hacerlo ni a puntas de bayonetas.» Le conté a Aleida esa conversación. En aquel momento tuve ganas de decirles que ese olor que mamá sentía algunas noches no es del mosto del guarapo, ni viene del estero, ni está en el traspatio. Todas las mañanas, bien de madrugada, y antes de que salga el sol y la gente empiece a moverse por toda la casa, abriendo y cerrando puertas y pilas de agua, Secundino recoge en unos cubos la porquería de los animales y baldea el cemento hasta sacarle brillo. No les dije a qué olía, por vergüenza. El azufre y la orina huelen a mí, o yo huelo a ellos. Todo mi cuerpo en la cama, de noche, tiene esos olores. Yo no sé dónde cogí o cómo me salió esa

granazón que me cubrió las piernas. Luego resultó que no era guao, ni mala sangre, pero Aurora todas las noches me cubría las piernas con una untura de aceite y azufre para que no me quedara ni una sola mancha. Me curó las piernas, pero me dejó todas las noches un olor tan fuerte como el de la orina, que ni la segunda resurrección va a quitarme. Aleida quiere que me olvide de todo lo que le dije. No quiere que vuelva nunca más a repetirlo. ¿Tendré que contárselo a alguien más porque ella no me ha creído? Yo sólo le dije que la había visto una vez, y sólo a ella. Quité de mi cuento a los animales y al olor que sale de sus lenguas, y creo que hice bien en no decírselo, no vaya a ser que huela el aire, lo mismo que mamá y todos los demás y hasta el propio papá, y diga que la peste viene del estero o de la zanja o que está en el traspatio con las vacas y los caballos, y luego vengan una buena tarde a decirme que me fije «lo lindas que son las formas de las sombras de los árboles en la tierra», y se pongan a jugar a los animales-nubes: «Miren aquella, parece un alazán desbocado, y aquella otra, una ovejita, ¡qué tierna! Y ese triste elefante caminando al cementerio, ¡pobrecito!» Y sin saberlo, vengan todos a decirme que me paso la vida inventando cosas. Pero los animales que yo veo están escondidos sobre las matas y bajan de noche al patio cuando ella los manda. Y yo mismo, si no fuera porque ella me quiere mucho, más que a nadie, más que a todos, como a ella misma, bajaría de una mata todas las noches y lamería el patio con una lengua babosa que huele a orina y azufre. Lo que yo no puedo decirle a Aleida ni a nadie es que ahora somos amigos, o más. Tengo mucho miedo a que se acaben las tardes frías un poco nubladas, con un sol que se va del patio poco a poco y deja un color lila en el aire, tan claro, que parece que fuera neblina o humo, pero no es nada... es Lila. Y todo es mucho más bello y está más lejos. Me paso el día entero pensando qué haremos cuando venga el verano. ¿Dónde podremos irnos? Ella y yo, yendo de un lado para otro por todas partes, para siempre. Me paso las horas bobas del día en casa o en la escuela esperando el momento en que, después de la comida, nos reunimos. Si yo dijera la verdad tendría que decir que siempre estamos juntos, pero eso nadie lo creería, ni yo mismo. En casa, cuando terminamos de comer, cada cual hace lo suyo. Aurora va a la cocina. Mamá y alguna de mis hermanas la acompañan un rato, y le ayudan a secar la loza y a colocarla en su sitio; si es Honora la que ayuda, tan pronto termina se mete en el baño como uno más de la procesión, luego en su cuarto, y sale a la sala arreglada para recibir a Raúl, que viene todos los martes, jueves y sábados. Si es Aleida, cumple más o menos con las dos primeras «formalidades del ritual vespertino», como dice mamá (esas tres palabrotas son una fea herencia de familia, pero como tantas otras cosas, hay que vigilar que se observen puntualmente), y la tercera formalidad depende de lo que tenga que hacer para la clase de mañana. A ella por un rato, «que no pase nunca más allá de las nueve», se la deja conversar o jugar o sentarse a oír el radio. Los hombres salen del baño para el portal, toman el café con papá y se van a la calle. En el portal, papá fuma y conversa con algún familiar suyo o de mamá o algún vecino hasta las once de la noche. Papá sale poco.

Mamá es la que más se mueve dentro de la casa, y sus «formalidades» cambian cada noche. Lo único que no cambia es esa media hora en la que, para «aliviarse de las fatigas del día», se sienta a oír «su novela radial». Sale al portal a saludar a las visitas de la noche; entra a la sala para darle una vueltecita a los novios; llega hasta la cocina para servir el café que brinda a las visitas; vuelve al portal con su bandeja y sus pozuelos; se excusa, con cualquier pretexto para no perderse «ese capítulo tan interesantísimo, pues cada noche la novela se pone mejor»; y no se acuesta hasta que Raúl se va. A veces la pobre se queda dormida en el portal y creo que hasta sueña. Cuando alguien hace un comentario acerca de «lo muy cansada que debe estar la pobre Leonor», mamá abre los ojos, y como ella no se ha enterado de lo que se ha estado hablando, con una sonrisa muy dulce se pone de pie y dice que «el calor la abruma y los mosquitos la desesperan». Y nunca, pero nunca, acierta, pues si están en la veranda, puede que haya calor, pero no hay mosquitos, y si están en el portal, no hay calor, pero los mosquitos pican como diablo. Los otros disimulan esas in-con-gruencias de mamá, metiéndola en la conversación y le preguntan: «¿No es verdad, querida?» Y mamá sonríe. Mis «formalidades» no son importantes, o no lo eran. Como todo el mundo, salgo de la mesa para el baño. Allí sólo me enjuago la boca y algunas veces me peino, por si acaso llega alguien a quien deba saludar, y del baño, si no he visto a ese alguien, voy para el cuarto. Yo hago solo mis tareas de la escuela. A veces Aleida me repasa las lecciones, si tengo exámenes. Yo creo que soy el único muchacho que se acuesta antes de las nueve de la noche. Eso era antes. Ahora, no. Ahora me acuesto, pero no me acuesto. Ahora, desde que ella y yo somos amigos, pasan muchas cosas. Me gustaría mucho poder contárselo a alguien. Yo creo que todo el mundo tiene un Gran Secreto. En mi familia hay un gran secreto, que lo comparten todos, hasta los primos y tíos y vaya uno a saber cuánta gente más. Es un secreto. Un gran secreto, que mamá y papá hablan en voz muy baja. Algunas veces mis hermanos mayores pelean, discuten, insultan, pero yo no sé por quién ni por qué. Es un secreto muy raro, porque siendo el mismo secreto y sabiéndolo todo el mundo, parece que no puede decirse delante de mí. Es raro que mamá lo hable con papá y con nadie más; Ricardo, Honora y Rubén, que son los mayores, lo hablan entre ellos; a Raciel y a Aleida no les interesa; lo saben, pero jamás lo comentan. Papá, hablando una noche con su hermano Joaquín en el portal, le dijo que a él eso no le importaba o algo así, y que se había alegrado mucho de que las cosas fueran como eran y que ellos estuvieran fuera de ese lío, y que él había prohibido definitivamente que se hablara del asunto. Mamá, que salió al portal con su bandeja y sus tacitas, dijo que «agua que no has de beber, déjala correr». Pero yo quisiera tener a alguien con quien hablar de mi Secreto, alguien que me creyera de verdad, no como Aleida, que se hizo la que me creía, mirándome a los ojos, callada, recostada en la baranda, sin mover ni una pestaña, más seria que nunca; todo eso para luego decirme que esas cosas era mejor olvidarlas y no decírselas a nadie. Aleida no es la misma. Aleida ha cambiado. Aleida es otra distinta. Yo no sé qué va a pasarme si todo el mundo sigue cambiando así. Yo no sé qué va a pasarle al mundo con gente tan distinta. Hasta que yo le dije eso a Aleida era bueno estar a su lado y partir un dulce o una naranja por la mitad y

comérnosla al mismo tiempo, a ver quién molía más. Lo mismo hacíamos con la comida cuando yo todavía no me sentaba a la mesa con los mayores. Aleida y yo nos sentábamos en una mesita en la cocina y Aurora nos servía primero que a los demás. Aurora era una locomotora, pitando, pitando, pitando; los platos eran los carros de caña y nosotros los ingenios. Apostábamos a ver quién terminaba la zafra primero. Aurora nos decía que comiéramos despacio: «Comiendo despacio la zafra dura más y el tiempo muerto será más corto.» ¡Qué locos! Querer trabajar todo el tiempo es como querer ir a la escuela todo el año. ¿Y las vacaciones? ¿Y el mes en la casa de la playa que tiene tía Clara? Bañándonos en el río, recogiendo piedras pelonas, subiéndonos a matas de tamarindo y mamoncillo, embarrándonos la cara con semillas de mango. El mango no sólo se come: se unta en la cara y en las manos hasta que la cara es un girasol y las manos, juntas por las muñecas y abiertas en los dedos, moviéndolos de mil maneras, son un crisantemo. Si Aleida ha cambiado, yo también voy a cambiar. Voy a cambiar más que ella, más que todos ellos, aunque tenga que morirme. Cambiar es morirse. Ella no lo sabe, pero cambiar es morirse. Un día Aleida está sentada, muy oronda, con su vestido de organdí azul y sus lazos en la cabeza y sus zapatos blancos y sus escarpines blancos con ribete azul. Y parece la muchacha más linda del mundo, y está jugando al tuntún del diablo, o al perrito goloso o a cualquier otra cosa que ella sabe o que se le ocurre. Yo estoy con ella, sus amigos y los míos. Nos parecía lo mejor de la vida estar ahí, cantando y bailando y corriendo y riéndonos de lo lindo, porque podíamos decir y hacer todo lo que hasta entonces era bueno, o nos parecía bueno, porque nadie nos había dicho que era malo. A uno siempre le dicen lo malo: «esto es malo y lo otro es peor y lo demás peor que peor», y entonces uno cambia. Si uno no es el mismo que era antes, el otro, el que uno era, debe estar muerto. A la gente le gusta mucho morirse, le gusta mucho que la maten, siempre se dejan matar. Son unos bobos bobísimos, diciéndose mentiras todo el tiempo, porque por dentro siguen vivos. Si no, no crecerían. Crecen porque están vivos. Pero, total, para vivir como si estuvieran muertos, pues casi todo es malo, y como casi todo es malo, tienen que cambiar todos los días y todos los días se mueren... «La gente nos permite que nadie viva como quiere.» Eso lo dice Aurora porque se está poniendo vieja y los viejos no quieren morirse, y los niños tampoco. Voy a morirme. Voy a cambiar. Voy a morirme de una manera que ni la misma Aleida va a saber quién soy. No me gusta decirlo, pero Aleida se está poniendo medio boba. Ya no puede morirse más y ahora se pone boba. Le tiene miedo a las cosas que uno le dice, que son verdad. Le tiene miedo a la gente, que siempre dice mentira. Si ella dice una sola verdad, por muy chiquitica que sea, le parece mal a los demás. Aleida se volverá idiota, diciendo todo lo que los demás quieren que ella diga y haciendo todo lo que ellos quieren que haga, y todo eso por la bobería de ser buena. Buena y mentirosa, buena y falsa, buena y miedosa, buena y estúpida. Buena como una cosa, como un animal. Las cosas son buenas porque nunca dicen nada y sirven a todo el mundo; los animales también. Son buenos por gusto. Las cosas se rompen, las rompen. Y a los animales, por muy buenos que sean, la gente se los come, y a los que no se comen los hacen trabajar como animales, a punta de garrocha y latigazos. Yo no sé si a Aurora la ofende la palabra negra. Ella se pasa la vida «con su corazoncito arrugado como

una pasa» llamándolo a uno negrito de mi vida, negrito de mi corazón, negrito santo, pero si oye decir que Aurora trabaja como una negra, enseguida responde que ella trabaja como un animal. Ella no tiene miedo a ser un animal. Yo sí. Yo sí. Ya no seré un animal. Lo sé desde que somos amigos, desde la noche en que ella se asomó por la ventana y con su voz, más buena que el pan, tan buena como el agua, igual a mamá, me pidió que la dejara entrar. Entró y se sentó en el borde de la cama, toda lila, clara como el aire que está y no está; se ve mejor a través de ella, se ve todo y todo es distinto. La mata de mango es de estrellas y el techo de la casa de al lado es de cristal. Y el cielo, que está muy cerca, tan cerca que se ve todo lo que hay en él, es una playa muy grande con su mar y sus olas y sus caracoles. Eso se ve de cerca, pero muy lejos hay barcos de todos los tamaños con velas desplegadas al aire, y llenas de cocuyos. Eso es por un momento el cielo, pero después cambia y es un pueblo muy grande, tan grande como el batey, más grande, porque en él cabe toda la familia de mamá y de papá también, cada uno en su casa, comiendo, bebiendo, cantando, bailando, conversando. Ninguno tiene sueño, ninguno duerme, todos están despiertos, y a veces se asoman para ver lo que nosotros hacemos, lo que decimos. Yo sé cuando uno de ellos va a asomarse. Tan pronto mamá o papá o cualquiera de los que están en el portal mencionan un nombre, allá arriba, igual que en la escuela cuando el maestro pasa lista, la persona nombrada responde: ¡presente! Es de lo más diverti do verlos. Parece que allá siempre están de carnaval. Todos se visten de distinta manera. Son muy cómicos. Hay mujeres con las faldas hasta los tobillos, infladas como globos, con muchos adornos, y las blusas son de lo más raras. Hay de todo. Las hay que se cubren hasta el cuello, muy recatadas, pero otras... si mamá las viera, el susto que se iba a pegar. Son muy descaraditas, lo enseñan todo, bueno, casi se les ven los senos. Una, nunca suelta el sombrero, ni los guantes y anda forrada en pieles. Parece que la pobre siente mucho frío. Otra, a veces camina descalza, en camisón, con una cosa blanca cubriéndole la cabeza, como Aurora cuando cocina, para que no le caiga una pasa a la comida, y una vela en la mano. En esa casa es de noche y esa mujer levantada busca algo que se le olvidó... ¡ah!, una noche la vi sentada en un orinal con flores pintadas... si ella se entera, se muere. Esa duerme sola, porque aunque parezca que no duermen, que no tienen sueño, esa gente se acuestan. Cuando se acuestan acompañados, cierran las ventanas de las casas antes de meterse en la cama. Lo más que he visto es a las mujeres en camisones y a los hombres en calzoncillos largos. Un hombre con bigotes como dos tarros de pelos, peinado con una raya al medio, descalzo y en calzoncillos largos, dando brinquitos hasta llegar a la ventana porque el suelo está frío, es mejor que cualquier película de Charles Chaplin. Cuando están acostados en pareja, no hay quien los haga abrir las ventanas y asomarse para acá abajo, aunque en el portal se cansen de mencionarlos. Esos se han comido la guásima. Hay que poner una cruz roja junto a sus nombres. Hay mujeres viejas como Aurora, las hay de la edad de mamá, de la edad de Honora, como Aleida, y aún más chiquitas que yo. Los niñitos no sé si son hombres o mujeres, pero hacen las mismas cosas que hacen todos los bebitos. ¡Cuántas mujeres lindas hay en mi familia! No tienen nada que envidiar a

las artistas de cine. ¡Son lindísimas! Todas esas mujeres saben hacer más cosas que las que yo conozco, contando las de casa. La que toca el piano y mira a un joven muy bien parecido que la oye, es la más bella. Yo me maravillo mirándole el pelo largo y lacio, con un color casi igual al del azúcar turbinada, pero más brillante. Y su perfil es exactamente igual al de ese retrato que tiene mamá en un dije, solo que el vestido es distinto. Cuando yo sea un hombre me voy a casar con una muchacha como ella, así de alta y delgada, tan pálida y fina y que toque el piano. Yo no sé por qué me parece que toda esa gente es muy buena, aunque comparándola con la peor gente del batey, no se quedan atrás. Hay de todo en ambas familias. Cómo han venido a parar al mismo pueblo es algo para romperse la cabeza. No veo por qué toda esa gente tan distinta, que no están de acuerdo en la manera de vestirse, en lo que comen, hacen o deben hacer, y hasta hablan de un modo diferente (cosa muy rara, son todos gallegos), tienen que vivir en el mismo lugar. Galicia debe ser el excusado de España (no hay uno solo que no se ofenda cuando se le llama gallego). Castilla la gran sala para recibir las visitas y reunirse cuando hay fiesta. Andalucía el patio interior rodeado de corredores llenos de macetas con flores. Valencia el patio de afuera con sus árboles frutales. Cataluña el dormitorio principal, el de los padres. Asturias el comedor. Debe ser así. Una pieza mejor que la otra, más importante, más necesaria, más agradable y cómoda. Razón por la cual discuten tanto. «Si yo soy de aquí, si yo soy de allá o más allá.» Y discuten con mucho alboroto y mala sangre. Yo estoy siempre pendiente del momento en que todos se entren a golpes. ¡La fajazón va a ser tremenda! Inútil, inútil escarceo, para nosotros son gallegos, gallegos con gaitas y alpargatas, que hacen las necesidades más sucias encima de Dios y juran a toda hora por el caballo de Santiago de Compostela. ¡Pobre Santiago, para siempre convertido en un caballo! Tal vez he entendido mal y Santiago no es un caballo sino una ciudad grande y bella como debe ser La Habana, con millones de cosas. ¡Qué líos se forman con las fechas! «¡Que hoy es el día 5 de abril de 1948!» «Pues no lo es, señor, mire usted bien y verá que estamos a 15 de septiembre de 1576.» «¡Vaya locura, si ayer mismo fue el 22 de mayo de 1510!» «¿Pero a quién se le ocurrió semejante atrocidad? Perder diez días. Nada menos que diez días, ¡qué chifladura!, como si la vida fuera a durar toda una eternidad. Perder así, de golpe, por la lindísima cara del ilustre y reverendísimo papa Gregorio, diez días. Dios hizo el mundo en siete días, qué no podrá hacer uno en diez, y ahora los hemos perdido.» Así se pasan todo el tiempo confundidos con el tiempo, el año y día en que viven. Hay que verlos aguantar la risa, y cuando no pueden hacerlo, correr afuera para no orinarse o ahogarse, porque han visto el traje que fulano sigue usando, después de tantos años que hace que pasó esa moda; hay que oírlos comentar en voz muy bajita, cubriéndose con la mano un lado de la boca o la cara con un abanico, que se cierra y se abre con mucha rapidez, en el momento que pasa zutanita, del brazo de esperencejo, toda ella sombrilla, botas y mitones, pero con un escote que nadie se atrevería a llevar, ni siquiera una... perdida. Eso lo dice una vieja bajándose las gafas por debajo de la nariz, prohibiéndole a su hija menor que mire esas cosas. Pero los hombres, ah, los hombres se frotan las manos, se alisan los bigotes, se halan las perillas, se relamen los labios, y los ojitos, los pícaros ojitos, se les pierden entre

los párpados. ¡Qué alarma, Dios mío, qué desconcierto, el día que se enteraron del gravísimo desacato cometido por Su Majestad Católica la Reina de España! ¡Donar sus joyas para que un loco de remate se pierda en el mar buscando una nueva ruta para llegar a las Indias! «¡Dar sus joyas por ese charlatán, naranjero, huevero, capaz de decir que se come por salva sea la parte y se defeca por la boca, es la locura total! La maldición de los moros ha caído sobre España. ¡Nada podrá salvarla!» Parece que esa noticia, y la otra, que los puso al borde de la apoplej ía, al saber que el orate genovés estaba de regreso, cargado de oro y especiería, almáciga y ruibarbo, frutas, guacamayos, un perro mudo y unos hombres de piel, pelo, facciones y habla nunca antes vistos, y que era recibido por los reyes; así como una tercera anunciándoles que el barco partiría por la madrugada, rumbo a las tierras maravillosas del Gran Khan, fueron los únicos acontecimientos de esa familia. Que hubo de todo, lo hubo: nobles, hidalgos, caballeros andantes, navegantes, descubridores, conquistadores, comendadores, misioneros, adelantados y servidores reales en ejércitos, armadas y plazas. Pero esos están muy lejos, viven tan lejos que sólo se les oye en las noches muy claras, y después de la una de la madrugada, en tiempo muerto, sin estruendos del ingenio, ni sirenas que despiertan a los trabajadores a las dos y media, ni locomotoras pitando, ni carros limando los raíles, ni silbidos de los que andan solos por la calle, ni voces que van y vienen hablando de tachos y centrífugas, hornos y calderas, mieles y azúcares. Sí, están lejos, muy lejos, con sus vidas remotas que nadie quiere recordar, desempolvando sus pelucas, gorgueras, casacas, jubones, botonaduras, calzones, entorchados, calcetas, condecoraciones, borceguíes, armaduras, sombreros, armas, escudos y cascos; sacándolos al aire para que pierdan el olor tristísimo de la vejez, limpiándolos, frotándolos para sacarles un brillo imposible y luciéndolos en sus reuniones solemnes en las que se aburren, bostezan y entornan los ojos, sin poder dormirse jamás: los recuerdos no les permiten el sueño, ni el descanso. De estos infelices nadie quiere acordarse, y de no ser por los que viven más cerca (no todos) y sus conversaciones, en las que sin ton ni son sacan a relucir esos antiguos nombres, para que se sepa de «sus ilustres orígenes y procedencias» (tía Clara debe pasarse toda la noche en comunicación con esas gentes), estarían verdaderamente muertos. Yo mismo no les tengo ninguna simpatía. No me gustan. Me alegro de todo lo que les haya pasado; enterrados en vida y solos como los muertos. Nadie querrá jamás hacerles una visita ni siquiera de compromiso, por muy cumplidores que sean. Apoyado en la ventana, con los ojos fijos, sin mirar hacia ninguna parte, sino a esa, lejanísima, siento unos deseos rarísimos de profanar sus nombres: Pánfilo, Severino, Sancho, Prudencio, Cipriano, Lupercio, Hilarión, Sebastián y otros más. Ellos se harán los muy honorables, los grandes señores, cristianos y todo, pero basta con oírles cualquiera de las historias que cuentan para saber que fueron los primeros piratas que vinieron a estas islas. Llegar hasta ellos no es nada fácil. Hay que hacer mil cosas, casi las mismas que se necesitan para emprender un largo viaje hacia lo desconocido. Uno nunca sabe qué pueda pasar y se prepara para todo. El mismo viaje que ellos hicieron. Seguir, noche tras noche, las mismas peripecias de la travesía, sin añadirles algunas nuevas, es lo más peligroso, uno se aburre y se queda dormido. No creo que me interese esa clase de aventuras: tempestades

violentas que desmantelan las naves y casi acaban con todos, falta de alimentos, hambre, enfermedades, desesperación, ciénagas costeras, cocodrilos y mosquitos. Ese hombrecito despreciable, calvo y con juanetes en los pies repitiendo cada cinco minutos: «¡hoy es el día 5 de abril de 1498!», cuenta cómo, después de muchos días de sufrimientos, perdidos en las ciénagas del Camagüey, fueron recogidos y ayudados por los indios. Él, muy agradecido, le regaló al cacique una imagen de la Virgen María y ellos «hicieron coplas en su lengua, que en sus bailes y regocijos que llaman areítos la i letra luenga (pregunté a Aleida qué quiere decir esa palabra y me dijo que ¡larga! Ese gordito debe tener la lengua muy luenga), cantaban y al son de las voces bailaban». Dice que los indios eran mansos y alegres. Y el muy desvergonzado cuenta que puso sus ojos y sus manos en las mujeres y en las hijas de los indios. Mientras dormían de lo más campantes, los indios desnudos en cueros, con arcos y flechas, cayeron sobre los españoles. Ahí termina el cuento, sólo que, dormido como estaba y tan tieso como un difunto, sintió cuando su hijo lo alzó en brazos, lo puso en un lugar muy tranquilo y calentico, no muy profundo, pero lo suficiente como para dejar de oír un galope de mula, un tintineo de cascabeles y la voz y las pisadas sobre las hojas secas, que por un rato molestaban su sueño. Desde entonces está despierto, escupiendo de un lado para otro y frotando un escudo mohoso, al que es imposible sacarle brillo. La otra gente que viven en esa casa, hombres y mujeres y dos niños, son más agradables a la vista. Hay un joven capitán, rubio y alto, de voz firme y amable, sin barba, ni bigote, ni mucho pelo en la cabeza tan bien formada como la de Ricardo, con sus calzones muy ajustados en los muslos y sus medias largas, estiradas como sus piernas largas, la camisa es blanca con una botonadura de reluciente oro. Cuando habla a su mujer le rodea el talle con los brazos y la mira a los ojos y a la boca, y en toda esa casa, ni en ninguna otra de los lejanos, la hay tan bella de ojos y boca y pelo y talle y sonrisa. Yo los miro a los dos desde la cabeza a los pies y de pies a cabeza, y son como el cuadro que hay en la sala con esa muchacha rubia vestida de rosado y el joven debajo del balcón, cantándole. Es una lástima que no sean los del cuadro para verlos durante el día también. Me sé de memoria el más mínimo pliegue de su vestido y los hoyitos que se le hacen en las manos. ¡Cómo les he mirado! ¿Y es buena esta gente, son buenos? No. Yo digo que si no hubieran venido nunca a estos lugares, que si se hubieran quedado donde vivían y no hubieran tenido que construir casas y muebles y no hubieran querido vivir como vivían en sus pueblos y campos y hacer las cosas como las hacen allá, otro gallo cantaría. Porque, como dice mamá, «lo ajeno llora por su dueño», y ellos no son dueños de nada, ni lo fueron. Se lo quitaron a los indios, el oro de los ríos y los árboles de los bosques y los pájaros del aire y los peces, venados, frutas y todo lo demás. Por eso no se puede andar de noche solo por esos montes que quedan, ni se puede silbar, ni arrancar una sola hoja de cualquier mata, no por lo que dicen Genoveva y Ianita cuando se pasan las tardes lilas sentadas en los escalones que bajan al patio, diciendo que esta mata pertenece a este santo y la otra a otro, y todas al dueño del monte. Todos esos falsos dueños son ladrones y para robar mataron. Toda mi familia está llena de criminales de la peor calaña. Yo quisiera que mamá y papá pudieran ver las cosas que yo veo, saber todo lo que sé para que no volvieran a abrir la boca mencionando a esa gente. Ellos sólo

hablan de lo que pasó aquí desde la gran guerra hasta el presente y entonces, parece, a quien tiene que oírlos, que toda la historia de sus familias está hecha por héroes y mártires, todos valientes, todos honrados, de lo mejor, justos y cabales. Pero todos los indios están muertos y todos sus ríos sólo ruedan piedras. ¿Y los árboles? Como no se achicharre uno la cabeza no puede caminar un kilómetro. Yo nunca he visto un venado. Los perros aquí ladran como locos de rabia. Esto es una porquería, una reverenda porquería y todo está lleno de sangre. Si uno abre un hoyito sale un chorro de sangre. Válgannos esos grandes aguaceros que tiran cubos y más cubos de agua para que la sangre se vaya al mar. Mirando la noche lila, he visto cómo mi familia mataba a los indios. Cuando empezaron a acabarse los indios trajeron negros para matarlos y después empezaron a matarse entre ellos. Y cuando todavía no habían acabado de matarse todos, vinieron los americanos a matar y siguen matando. Si yo fuera grande, me iba a parar en el mismo centro del portal y les iba a decir que se dejaran de lamentar tanto y que no se dejaran matar como los indios. Total, aquí en mucho tiempo van a matar gente. Lo mejor será que seamos nosotros los que matemos. Después de ver tantas cosas no tengo ninguna duda de que los indios somos nosotros. Yo soy indio y Ianita es india. Si yo creo que soy otra cosa porque toda esa gente que está allá arriba eran españoles y nobles y caballeros andantes y conquistadores y colonizadores, soy un gran bobo. Si Ianita cree que no es una india porque sus remotos eran reyes y sacerdotes y magos y mandaban a toda una tribu muy grande y sabían para qué sirve cada hoja y cada raíz de las matas y hacer un pilón con sus huesos de cadáveres y sus animales muertos y sus piedras y sus yerbas secas y tierra del cementerio y de la iglesia y de las cuatro esquinas de una calle, y porque sembraron toda la caña que hay en el país y la cortaron y la molieron y aguantaron latigazos y mordidas de perros y cadenas, como un jiquí aguanta que le claven el machete cuando los cortadores de caña van a descansar, o un álamo que le corten todas sus ramas para que pase el tendido eléctrico; si ella piensa que porque su familia cubana peleó en todas las guerras y en todas las revueltas, grandes y chiquitas; si ella cree que por eso ella no es india, es mucho más boba que yo. Las cosas nunca volverán a ser como antes, como cuando eran de los indios, pero nosotros por una vez y para siempre seremos como ellos, todos indios, sin gallegos, ni polacos, ni moros, ni negros, ni americanos sino indios. Todos siboneyes, taínos y guanajatabeyes. Y el que no quiera ser indio que se vaya a donde le dé su realísima gana, pero que nos deje ser indios. ¡Pobre papá! ¡Pobre mamá! Creer papá que sus primeros antepasados, criollísimos de Bayamo, artesanos, labriegos, pequeños comerciantes, pegados a la tierra que les vio por primera vez las cabecitas y las nalguitas rosadas, gritando y agitándose en los brazos de la comadrona: Un varón, tocándole y exhibiéndole a la familia el pipí; o una hembra, cubriéndoselo para que los hombres de la familia no lo vieran. «Gente de la tierra», bayameses de pura cepa, aplatanados por un siglo. Predestinados a correr al combate, mientras la Patria les contemplaba orgullosa. Eso cree él, eso le dijo su padre que lo oyó decir de su abuelo que le había dicho su bisabuelo que le contó su tatarabuelo, tataranieto de otro tatarabuelo bayamés. Siglo XVI ¿Y las tierras que perdió su padre después de la Guerra de Independencia? Esas se adquirieron trabajando, trabajándolas; conucos que sostuvieron a la familia y que a fuerza de sudor, sangre propia y

lágrimas, en muchos años fueron extendiendo sus límites, hasta convertirlos en fincas con algún ganado, pastos y siembras de plátano, maíz, yuca y otros frutos menores. La guerra arruinó la propiedad, y su padre, que no peleó para sacarle ningún beneficio propio a la República, sin un centavo para ponerlas nuevamente a producir y con una familia más numerosa en mujeres que en hombres, tuvo que venderlas a los americanos. Esa es la historia paterna: laboriosos y humildes guajiros que lo dieron todo por una tierra que perdieron. Todo eso es cierto porque es muy reciente y fácil de comprobar: las penurias. Lo que él llama esplendor no es la riqueza, sino la alegría; la casa colmada de guajiros que venían a celebrar una boda, un bautizo, la Nochebuena, la fiesta de San Juan; seis lechones que se asan en púas debajo de un jagüey, ron, improvisación de décimas controversiales, conversaciones sobre muchachas honestas y hacendosas, hijas de tal o más cual don; caballos, monturas, corridas de cinta con sus madrinas del bando azul y el bando punzó. La madre y las hermanas que hierven viandas en calderos enormes, guisan pollos, mezclan los frijoles negros con el arroz, un congrí de esos que sólo las viejas orientales han aprendido a hacer, bajo los ojos desconfiados y tiránicos de una negra de nación, desgranadito, cada grano de arroz y cada frijol sueltos, con su sabor a especias bien machacadas y sus pedazos de ají verde, que la candela apenas ha rozado, y alguna hojita de laurel, por el aroma; gris, el congrí es gris, ni blancuzco ni prieto, en su punto de color. Y en sartenes donde la grasa chisporretea, haciendo gorgoritos, saltando como niñas que juegan a la suiza o a los brinquitos, los tostones que se doran, de un oro parejo que al quebrarse asoman esos ojitillos negrísimos del esternón del plátano. Y en fuentes de loza o de esmalte, en eso no hay que fijarse mucho: lechugas rizadas, pepinos resbalosos, rodajas de tomates verdes, amarillos, rosados y rojos, lascas de pimientos morrones, aceitunas, frijoles en su vaina, guisantes, rociados con sal, vinagre, limón y aceite. Y para el lechón, casabe, seco o mojado, a gusto, y yuca con mojo. No hay una buena comida si no se destapan esos pomos, que guardan cascos de toronja azucarados, secos, o cascos de naranja agria, en almíbar y canela. La mesa se sacaba afuera para que todo el mundo comiera a sus anchas, y se comía hablando, riendo, alabando las prodigiosas manos que crearon aquel milagro. Y la mamá decía: «Agradézcalo usted a Martina que es una cocinera de primera.» Y Martina decía: «De no ser por Escarna, esas yucas serían un desastre, pues su especialidad es hacer un mojo como no hay otro.» Y Encarna se sonrojaba, bajando los ojos, porque Martín la había mirado de un modo mucho más especial que todas las especialidades que ella podía hacer en la cocina. Y luego rompían las guitarras y las claves y el güiro y las maracas, y se olvidaban por unas horas de que había que recoger la mesa y fregar la loza. A la cocina sólo se volvía para traer café, porque las botellas de ron y los tabacos andaban desperdigados por todas partes, al alcance de la mano. Hasta la tardecita, hasta la noche, hasta que quede uno de ellos sobre la tierra porque la eternidad son esos días, esas horas, ese minuto en que, reunida la familia y los amigos, el tiempo pasa como un aroma al que se sigue por todas partes, sin saber nunca que lo llevamos dentro.

Como ella, que está sentada a la cabecera, y me acaricia el pelo y me dice todas esas cosas, las mismas que ellos hablan en el portal, las mismas que yo oigo en la calle y en la escuela, en casa de mis amigos y los amigos de mi casa, en el radio, en el cine, en los muñequitos, todas esas cosas. Pero ella lo dice como si estuviera cantando... como si fuera una velada de fin de curso. Todos los niños se aprenden de memoria poesías y canciones y las repiten nerviosos, emocionados, delante de los otros niños y de sus padres y maestros. Casi siempre les sale bien, algunas veces se equivocan, pero eso no importa, nadie parece notarlo. Yo me equivoqué una vez y casi me pongo a llorar, pero me aplaudieron tanto que todavía me dura la alegría de ese momento. Ella nunca se equivoca. Nunca. Ella se pone a cantar en mi corazón y cantando me lo cuenta todo. Cuando yo canto lo que ella me dice, tampoco me equivoco. Es como repetir una poesía, una canción de la escuela, lo digo de corrido y parece que conozco muy bien todas las palabras, las más difíciles, las que yo no sé qué quieren decir, y hago las pausas que dice el maestro se deben hacer para distinguir las palabras. Ya no tengo que cambiar, ya he cambiado. Ya no soy, ya soy. Cuando se me cierran los ojos, sigo viendo las cosas que ella me dice, las cosas que dicen los que están en el portal y no se olvidan, no se me olvida ninguna palabra. Ella habla, ellos hablan, pero parece que soy yo quien habla callado, pero no soy yo porque no se me enredan las palabras, porque las digo todas, seguidas, las más lindas y las más difíciles, las digo viéndolas. Cuando yo sea grande me voy a sentar debajo de una mata y me voy a poner a escribir todo lo que ahora ella me dice y como me lo dice, sin miedo a equivocarme, sin miedo a que venga mamá o papá y me diga, niño eso no se dice. Todo se dice, dice ella , todo se dice bien dicho, cuando uno siente que debe decirlo. ¿Tendré que decírselo a alguien que no sea Aleida? Me estoy durmiendo y ella sigue cantando en mis oídos y se mete en mis ojos y veo, veo dormido. Y no estoy soñando, la estoy oyendo mientras veo lo que me dice... No, papá, mamá, no, todos no fueron buenos, ni valientes ni honrados. Mamá, antes del Remotísimo de tía Clara y después de él, hubo muchos animaleslenguas, lame que lame, chupándolo todo, la tierra, los ríos, los árboles, el mar; chupando los animales de verdad, los que tenían los indios y los que ellos trajeron, tragándose como gorgojos todos los granos y picoteando las frutas. Están allá arriba de lo más confundidos. Ya no sé quién es la gente de papá, ni la gente de mamá... Yo los miro. El hombre parece que va a llorar de rabia. Parece que va a romper la mesa de un solo golpe: «Yo no tengo la culpa de ser portugués, vine a trabajar honradamente, he trabajado en paz, he trabajado. No le he hecho mal a nadie. Tengo una mujer nacida aquí y tengo hijos nacidos aquí. A nadie le he quitado nada. No me he metido en nada que pueda reprobar la autoridad. Soy un ciudadano más. Hombre de honor y trabajo. ¡Esto es una injusticia! ¡Ya la pagarán el don Álvaro de Luna y Sarmiento y todos los demás, ya la pagarán! Prefiero que las hormigas me coman la lengua, antes de callarme, van a tener que oírme... porque yo no me iré. ¡No me iré!... ¿Qué día es hoy?... esta mañana era el 8 de enero de 1640... pero ahora ¿qué es?» Los hombres están hablando con las narices casi metidas en la mecha del candil, la mujer retiró los platos y ellos se han acercado más para hablar más bajo. El de las patillas le ha puesto la mano al otro en el hombro: «No me queda otra solución. No hubiera querido que pasaran estas cosas en la familia, pero estos años han sido los peores para el país, es una

plaga. Así no puede haber progreso. En cinco años, Prudencio, desde el 18 de octubre del 62, los filibusteros han atacado, tomado y saqueado las ciudades más importantes, Santiago, Sancti Spíritus, Puerto Príncipe y la costa sur. Mansfield, Henry Morgan y Francisco Nau, han causado la ruina de esas poblaciones. Nos hemos defendido como se ha podido, a brazo partido, pero todo es inútil. Son como las hormigas y uno acá abandonado a su suerte y a la suerte de los piratas. A mí, particularmente, no me queda otra cosa que hacer. Cuidado con lo que oyes, no quisiera que nadie se enterara, te lo digo porque para algo somos hermanos. He obtenido un permiso de corso, firmado por el propio Dávila Orejón.» El otro parece no sorprenderse, parece que estuviera de acuerdo con su hermano. Y es una ramazón, un colgajo, un racimaje de cabezas que se mueven a diestra y a siniestra con las lenguas secas, negras, como si alguien se las hubiera halado, machacándoselas; todas esas lenguas repletas de moscas que escarban con sus paticas la carne muerta, desgajada, y vuelan a los ojos abiertos y hurgan en las pupilas fijas, y suben y bajan por todos esos cuerpos que se amontonan sobre un carretón. Una cabeza de larga barba roja aparece entre una pata de palo y un zapato con hebilla dorada; un brazo velludo sale de un muslo que ciñe unos calzones de pana verde; una mano crispada se asoma por debajo de un sobaco sudado; sobre un pecho ensangrentado, dos pies grandísimos, descalzos, de cera, apuntan a un cielo sucio, de nubes deshilachadas. Y la horca no para, la gente a su alrededor grita y patea y aplaude desaforadamente, empinándose sobre sus talones para no perderse nada, ni un pedacito de las lenguas que salen, una tras otra, más de trescientas lenguas filibusteras... «todo el mundo anda con la lengua afuera, con la lengua afuera, con la lengua afuera; todo el mundo, con la lengua afuera, todo el mundo, con la lengua afuera...» y la gente cantaba y bailaba palmoteando: «más de trescientas lenguas filibusteras, y las que faltan se las vamos a arrancar todas, hasta que no quede una sola lengua pirata». Pero los filibusteros y sus piraterías, sus patas de palo y sus doblones, sus guacamayos de colorines y sus arcas y baúles y cofres llenos de joyas y oro, saltaban de un barco a otro, sin distinción de banderas, de las manos de un tuerto, con su trapito negro sobre el ojo que le falta, a las manos de un mozo rubio de barbas y pelos en el pecho rubio, con sable y puñal apretados a la cintura, bajo el cuero gris por el salitre de un cinturón adornado con monedas y medallas y piedras. Y en las noches, en esas noches en que la luna y las nubes se ponen de acuerdo para proteger a los fugitivos y a los delincuentes y maleantes y criminales, en esas noches en que todos los pájaros se acuestan temprano para no hacer ningún ruido y las hojas de los árboles se quedan quietecitas y el viento no pasa, ni las jutías ni las iguanas, y el río paraliza sus aguas para que no choquen contra sus orillas y las deja correr, correr calladitas, hundiendo en su fondo a los troncos y a las piedras y yerbas que bajan hacia el mar, y todo es calma, Cipriano y Lupercio, en piraguas tripuladas por negros criollos y mulatos, salían de la boca de los ríos y de las caletas de la costa para asaltar los barcos mercantes ingleses y efectuar desembarcos en los lugares más recónditos de la costa jamaiquina, con el solo propósito de robar esclavos y ganados. Eso no lo sabe papá, mamá tampoco. Hilarión, que tenía patente del rey para perseguir a los piratas, practicó la piratería sin ninguna limitación.

Ese cuento de los piratas es muy bonito y de lo más emocionante. Es una lástima que no se me haya quedado completo en la cabeza. El ingenio está moliendo, papá está fumando y tomando café. Las vacas en el traspatio están mugiendo. ¿Habrán visto algún animal-lengua? Mamá está hablando de la casa de su abuela, hecha con maderas preciosas. ¿Por qué hablarán de esas cosas? Mi cuarto es todo lila como una violeta, como un ramo de verbenas, como las campanillas y los lirios, las orquídeas y las flores de agua. Las voces en el portal son lilas y el cielo y los árboles, Aleida es lila y ella sigue hablando. En el cielo hay cuatro casas, en cada casa hay una familia, cada familia se dedica a una industria distinta. Están los grandes señores del azúcar, con sus colonias de caña y sus trapiches y negros. En la tardecita los negros de afuera están cantando en los barracones, cantando como las tojosas que se pierden en el monte, con unos lagrimones del tamaño de un garbanzo, en cuclillas, comiendo ajiaco y fufú, tirados por el suelo de tablas podridas, cantando, con las espaldas llenas de verdugones rojos y los pies y las manos hinchadas, cantando, con golondrinos en los sobacos, amarillos, con una puntica ensangrentada, cantando, con las pasas revueltas y los muslos ardidos, cantando, con un flemón en una muela que supura, y una mascá de hojas de salvia machacada en mucha sal, metida en la boca para que el flemón acabe de reventar, antes que le pudra el ojo que ya no puede abrir, cantando, en un cepo, cantando, las piernas y los brazos mordidos por los perros, cantando, la fiebre palúdica congelándoles los huesos, los trapos empapados de alcohol enfriándoles la frente y los pies, el mal enterrándolos en el monte como entierran las viejas la placenta de una muchacha que acaba de parir, cantando para que esta tierra no se pudra con el excremento y los orines de sus señores, para que los árboles donde están sus dioses crezcan y para que el mar no se trague la Isla una noche, cantando para que el corazón no se les ponga de piedra como a los blancos ni de polvo como a los indios, porque mientras ellos canten y bailen para sus santos, la Isla permanecerá viva y llena de música. Los negros de adentro están sirviendo a los señores. Ella sabe que yo no quiero que me cuente nada de esa gente, porque es la misma que yo conozco.Y pasamos a la casa donde está la familia que cultiva el tabaco. Son más humildes y su trabajo es más delicado y huelen a jazmines de cinco hojas, a la albahaca morada en el sereno de diciembre y son ligeros como las calandrias, pausados como una guitarra que se va aquietando dulcemente, cuando la voz del cantor cesa y los cocuyos parpadean por encima de las hojas verdes. Por ahí sólo se mueven los ángeles, serafines y querubines indios, inocentones como un dulce de arroz con leche, una lluvia muy fina de canela en polvo, un río de miel, con ese color de las hojas secas, igual de dulce y aromado. Podría uno pasar la vida entera en esa casa, tan elegante, hecha con manos que sirven para tocar el arpa y la porcelana y los cristales que tañen música cuando uno los roza con las yemas de los dedos o sopla en sus bordes.

Siempre que empieza a contarme el mundo de los vaqueros, hago que se pare y me da miedo de que se ponga brava porque la dejo con la palabra en la boca. Un día le voy a pedir que me lo cuente completo, sin que le falte nada, sin que se le vaya a olvidar una sola palabra. Un día que ella esté muy contenta y yo también, que los dos nos sintamos como si fuera el día de Nochebuena, o el día de las Madres, o el día de mi cumpleaños. Y voy a pedirle que lo haga muy despacio, tan despacio que entre una y otra palabra pase mucho tiempo, y eso sí, quiero que sea un sueño de verdad, no como los sueños de mentira de Aleida, un sueño del que uno nunca despierte y se quede toda la vida como un niño en un jardín donde haya de todo lo que un niño quiere tener y que todo sea tan bueno que uno no quiera crecer. Y yo sé por qué no quiero que sea ahora. Toda esa gente que ha venido de visita está hablando muy alto, y para oírle el cuento de Sabanas, para entrar en Sabanas y quedarme con Sabanas dentro, yo quiero estar solo con ella, sin que todas esas voces se metan en nuestra conversación y cambien el rumbo de lo que estamos hablando. Tendré que esperar a que pasen las once de la noche y no haya nadie en el portal. Tendré que esperar despierto como en la noche de Reyes, y entonces voy a oír toda la historia de Sabanas. Mamá se ha ido a dormir. Nosotros dos estamos entrando en la casa de maderas preciosas. Esa casa es como un mueble: un escaparate o una cómoda, pero también es como un barco y como un palacio. Cuando es un escaparate uno entra y se esconde detrás de la ropa. Hay dos clases de escaparates, los escaparates hombres y los escaparates mujeres. Ella siempre los abre. Entramos juntos. Entonces no es un cuento. Ella no habla. Es una película. Yo estoy viendo la película y no tengo que leer los letreros. Ya los he leído. También sé todo lo que va a pasar y sé lo que dicen los vestidos o los trajes. Los vestidos son los que más hablan. Ella los separa con mucho cuidado, con tristeza. Yo no soy yo, Ella no es ella.. «¿Lucinda, me prestas tu vestido azul con margaritas en el escote?» «No creo que te sirva, Clara, pero si quieres puedes probártelo.» «Mamá me dijo que si a ti no te importa que yo lo use esta noche, ella le recogerá el falso.» La seda es suave y tersa y huele a violetas. ¿Cuál de las dos es más hermosa, más bella? Las Roble Contreras son famosas por su belleza, pero entre todas sobresale Aleida. No hay quien la supere en toda la comarca. Y esa noche toda la casa, vista desde la guardarraya por donde entran los hombres a caballo y la volantas que traen a las mujeres, es como el monte en la oscuridad, un rumor de hojas que vuelan entre cocuyos saltadores. Hortensia y Clara cantan a dúo acompañándose de guitarras. El piano es para reuniones más solemnes. Y la noche transcurre «entre un temblor de yuraguanas y un susurrar de dagames, jocumas que se columpian en la selva peregrina», según dicen las décimas del Cucalambé. Era una familia de pocas palabras y muchos amigos. Lo de pocas palabras era una imposición de don Octavio Alejandro a «su familia de mujeres». Pero la sala está llena de charlas y risas, sonidos de cristales, porcelanas y plata entrechocados, y el rico y denso olor a coñac, sidra, tabaco, frutas y el sándalo de los abanicos. El pronunciado escote del vestido de Luncinda, que esta noche luce Clara, produjo cierta afectada tos a la madre de los Torralba. Su hijo Juan Carlos no le quita los ojos de encima a esa chiquilla siempre rodeada de galanteadores... Los encajes huelen a verbenas como la noche de San Juan en que mataron al

novio de Hortensia. Viviana vino con ella para el pueblo. «Desde que no’fuimos a la manigua, a la niña se le prendió aquella fiebre que la rondaba como una siguapa persigue el atardecer. No jay un solo remedio que no le jisiéramos, y como si na. Al muy prinsipio pensamo que la tristura le benía de la separasión del nobio que se fue a la guerra cuando casi to lo tenía preparao pal matrimonio, pero dipué le encomensó un juku juku que na ni naide le jasía parar. Pa mí que le cojieron la sombra. A la doña le costó mucho padecer enliar la cosas y ponerno en camino. Yo no sé qué mal cayó en la familia. No sólo fue la guerra sino mucha cosas ma. A mi niña Lucinda no se le bolbió a ber el pelo, dipué se fue pa fuera y no bolbió jamá. Y a mi niña Hortensita, le cayó la desgracia, se puso como una bibijagua que no descansa nunca, que no duerme, que anda con el sol y con la estrellas, trajina que te trajina sin jaser na. Y yo joyendo el mismitico cuento, en la plasa cuando iba por lo mandao, y en la iglesia a esa bieja santurronas que se pasan el día con la manos enlasá como majá en palo y tienen a to su muertos en Boumba, y cuánta beses me beían pasar, el cuchicheo, jasta los kereke de colegio gritándome que cuánto pagaba por una crus. Naide quiso aorrarle a mi años el bómito de su lenguas. Cuando al mismo fin de la guerra mi señores estaban enterrao y la niña Clara y la niña Aleida ya tenían su casas con su críos, quisieron que la niña Hortensita y yo no’ fuéramo con ellas, pero mi niña se negó y sigue negá. Esta mismísima mañana llega la mujer que laba la ropa, deja la canasta en la mesa y se queda alelá, mirando pa donde no lan llamao y me dice: “¿Contó la ropa, doña?” Y yo le digo que aorita mismito no puedo, que ya la contaré cuando la reúma me deje la manos y lo pie tranquilisao. Y la mujer se queda pasmá en el calor del resistero y las moscas cayendo de un sielo de sentella ensendía. To el aire estaba lleno de ruidos que querían acabarle a uno la cabesa, martillando por to lo lao, pácata, pácata, pácata, en el centro de la sien. Y entonce me pregunta si pue esperá, pero no me dice por qué, aunque yo sepa. Me da roña que sean así no querer na como e, y yo dígole, na ma pa que se acabe de largar: “¿Lo necesita?” Y ella díseme con una cara de sonsa, que sí. Y yo busco primero en mi bolsillos y dipués en la alacena, porque se me está yendo la memoria pasito a pasito como si le diera pena dejarme. Y busqué la plata en la tinaja y la conté y se la di: “¡Toma!” Pará como una estaca me dise que no quiere ese dinero que ... porque es mío. La muy cabra de lo sementerios. Y yo le digo que lo tome de una be y que me deje en pa, y ahí viene la preguntica, jasiéndose la muy buena educada: “¿Y cómo ja seguido la señorita Hortensia?” “Bien”, le contesto. Y enseguida: “¡Pobre señorita Hortensia, han pasado biente años y para ella es como si fuera ayer. Mire, doña...” “Bamo, bamo, mujer, que en esta casa jay mucho que jasé.” La taba espantando, como a una gallina, a la condenasión de lo mil demonio. Y se para y me dice: “Parece mentira, jace menos que mi niño murió y yo me je resignao. Bueno, será porque Dios me lo quitó... Yo fui quien le tapó la cara al difunto, por poco me cae ensima mío, como aquel que dise. Yo iba a buscar a mi marido que se jabía quedao jugando a las cartas, dipué de cerrá la barbería. Esa noche yo estaba miedosa y sola y la barriga me pesaba una tonelá y yo creía que esa iba a ser la noche. Traía la ropa tinta en sangre que le salía de la boca y lo oídos. No sé cómo tubo fuersa para llegar hasta la barbería. Cuando cayó estaba llamando a la señorita Hortensia. Mire, doña, que yo llegué a creer que me jabía confundío, porque ese hombre me miraba ¡con unos ojos...!” Por do

bece traté de jacerla cerrar esa boca que solo escupe porquería. Y cuando termina y yo le digo que se largue, me dice: “Bah, ¿y yo qué he dicho?” Una mosca que casi se me mete en los ojos me obligó a alsar la bista. No supe cuando la mujer se fue pero mi niña Hortensia estaba detrá de mí con su chal de encaje negro apretujao a los hombros. “¿Por qué la mandaste a callar, Viviana? Déjalos que hablen lo que quieran. ¡Qué más da que sea ella! En este pueblo no se habla de otra cosa y yo podría contársela a todos, sin que les faltara el más mínimo detalle.” “¿Por qué se lebantó?” No quería oírla. “Hace mucho calor... ¿a qué hora vendrá esta noche?”, me pregunta y yo no quiero contestarle na y le digo que no sé, que no e jablao con él. “Es mejor, me alegro, aunque no me guste la manera en que lo dices...” Y se queda ahí, pará, con su chal negro, con toda la tristura más amarga del sielo. ¿A quién no se le partiría el corasón por la misma mitá, biéndola ahí, sin ninguna defensión? Con esta negra bieja que sólo le queda ojo para berla siempre buscando una cosa cualquiera pa dejar su mirada pegá a lo que sea, queriendo con toa su probresita alma que eso le sirba de distraimiento. ¿Y si lo muertos toiticos se negaran a que lo arreglen y bistan como si ellos fueran a una fiesta, porque un sapato le aprieta en lo pie, o un guante en la manos, podrían jaserlo? ¿Quién podría creer que esta criatura que se ja puesto de la noche a la mañana como un pollito que se curruca, piando, buscando un ala, y que lo aguanta to, que la pisotén, que la ensusien, que la pongan como un trapo, es mi niña? Es como si mi santos se me ubieran birao y no oyeran mi rogatibas, ni me bieran arrodillá de noche pidiéndole que jagan conmigo comía pa sus animales pero que me la pongan como era y que me la recojan y no me la dejen andar por ahí de noche como una bibijagua por toa la calles como el ánima sola cuando la luna alumbra muy clara y ella sube y baja la calle p’arriba, calle p’abajo, porque pa seguirla en esa correrías ya me boy quedando sin pie, y tengo que jaserlo sin que ella se entere de na. ¿O es que esa inocente, como de niña trabiesa, salida son la que juntas, una noche y otra noche, tejen la muerte? No, no estaremo enterrá mientra bibamo en este pueblo, mientra un jombre se pudre en la cárses y su jijos en lo colegios de la capital na saben de to lo que ja pasao. Así debió podrirse el muerto, pero está bibo, metiéndose en toa casa de besino, disiéndolo to, to, y mi niña se cre que estamos enterrá y se jan olbidao de nosotra, pero el muerto no no’ deja tranquilidá. “¿No va a venir?”, me pregunta. Y yo le digo: “¡Allá él, déjalo con su cru!” “No grites, por favor”, díseme ella. “Yo no estoy gritando, pero que cargue con su cru como nosotra con la nuestra.” Mi cru es pasar to el tiempo diciendo en to lo lugares y a to el que me pregunta: “Eso no es berdá, no fue así como la gente lo cuenta, to eso e una calunia... pero yo sé que e berdá.” “Viviana, ¿sabes? Cuando se fue a la guerra me dijo: ‘volveré pronto para casarnos... pero si muero, Hortensia, quiero una piedra, ¿sabes? No me gustan las cruces.’ Por eso, Viviana, la cruz que le pusimos es de hierro macizo para que nos sobreviva a todos, para que esté entera cuando nosotras seamos polvo.” “No me gusta que jable de eso, niña”, le digo, “jablando no se resuelve na.” “Ni tú callando. A mí ni los muertos ni las cruces me harán callar. Tú tampoco.” “No me gusta que jable así, no me gusta que to el mundo oiga. Boy a cerrar la bentana.” “¡Dejala abierta, si la cierras, lo gritaré en la calle!” “¡Déjate estar!” Y ella se está tranquila, sentá en un balance, apretujá en su chal negro, y yo le traigo un baso de agua que me ja pedío, y le pido a la birgen que esta noche no salga, que no baya al sementerio a maldecir el

nombre de Felipe, golpeando la cru de hierro. Y le pido a la birgen que toa la cosas que guarda en el baúl, to lo ajuare que bordó con su manos de entonse, amarrando letras en la sábanas y la toallas, el comején la separe, porque esa telas que le jan serbío de mortaja son la causante de to el daño que le jecharon a mi niña.» De Felipe Aranda López se sabía poco y nadie parecía interesarse en saber algo más. Que era de Vuelta Abajo lo evidenciaba el acento más pausado y suave, aunque su voz era ligeramente ronca. Tenía más de seis pies de altura. Entre los jóvenes que visitaban la casa, sobresalía por sus espaldas anchas y musculosas, «un parapeto de carne y huesos». Su fuerza armonizaba con su aspecto y dimensiones; era moreno, de ojos y cabellos negros, tan oscuros que el bigote castaño parecía no corresponder a su rostro moreno mate. Se dedicaba a la compra y venta de ganado. Sus relaciones con la familia no podían ser más satisfactorias. Don Octavio Alejandro estimaba su franqueza e integridad, y doña Aleida «su buena sangre, reflejada en la ancha frente, el rojo de los labios y la nariz bien trazada». Las frecuentes visitas, atraído por la crianza del mejor ganado que había en todo el país, aumentaron cuando cayó atrapado por los encantos de la más atractiva de las Roble Contreras, y el entusiasmo que despertó en la familia sus galanteos hacia Hortensia. Los rumores y los preparativos de guerra fueron identificándolo más con las opiniones y los propósitos de los señores de la región que se preparaban para enfrentarse a España. Cuando Felipe Aranda se dirigió a don Octavio para pedirle la mano de su hija Hortensia, y señalar la fecha de matrimonio, la fiesta se alargó por tres días con sus noches: bailes, barbacoas, torneos, giras. Toda la comarca festejó el compromiso, sin preocuparse en lo más mínimo por el origen y procedencia del «forastero». Aranda era el mejor mozo y el más temerario, y también el más sencillo y cortés. La primera vez que Aranda vino a La Reseda, interesado en la compra de unas novillas de la raza Devon, cruzada con ganado de sangre criolla, vino acompañado por Eugenio, el hermano menor de don Octavio. Se habían conocido en Holguín, después que Felipe, en la valla, al no encontrarle contrario a su gallo canelo, apostó al pinto de Eugenio. Ambos perdieron un Potosí, pero ganaron una franca amistad. Eugenio estaba casado, y de su matrimonio con Pilar Valverde Guzmán, hija de familia criolla «de lo más granado de la sociedad holguinera», habían nacido dos varones, «que habrían de transmitir a futuras generaciones la nobleza de sangre derivada de sus ilustres ancestros». Los jóvenes intimaron inmediatamente, y desde aquel encuentro se les veía juntos en todas partes. Prejuiciados como eran los Roble Castillo en cuestión de linaje, es de extrañar el hecho de que Eugenio jamás inquiriera sobre «la reservada, misteriosa vida de su amigo Felipe, que cuando menos uno lo esperaba, después de una larga noche proyectando planes para la semana entrante, desaparecía sin dejar aviso». La buena acogida que hizo la familia a su amigo, y el compromiso con Hortensia, estrechó aún más la amistad entre los jóvenes. Al estallar la guerra, Aranda se alistó bajo las órdenes de don Octavio; Eugenio, que se había alzado con un grupo de sus amigos, internándose en la sierra de Gibara, en mucho tiempo no volvió a saber nada de su hermano, hasta que se enteró por un mulato peón de La Reseda que las tropas al mando de

Octavio maniobraban muy cerca de donde él se encontraba. Supo también que doña Aleida y sus hijas se habían ido al monte, y que Hortensia, enferma, se hallaba en Holguín. Con el propósito de reunir las tropas, mandó a su hermano un recado, pidiéndole concertar una entrevista en algún punto intermedio. Don Octavio le puso en aviso de que Aranda estaría en Holguín ese sábado por la noche. La entrevista tendría lugar en casa de un tal Martín Palomo, barbero del pueblo. La tarde del viernes partió Eugenio hacia Holguín. El encuentro de los hombres, la muerte de Felipe y aquella mulata de espléndidos ojos verdes, Manuela Vega, la persecución y la captura del asesino, su prisión y destierro, fueron por muchos años un gran misterio para la familia, hasta el día en que la mujer de Palomo le contó a Viviana las visitas nocturnas de Eugenio a Manuela. «Sa mulata traía la desgrasia metía entre su piernas. Amarró al señorito, dándole a tomar un brebaje jecho con café y senisas de las uñas de sus pies y pelos de sus partes, que recogía de las sábanas, cuando él se lebantaba y se iba a su casa. Secaba a los hombres, lo ponía como pellejo de majá al sol, y cuando estaban bien secos, trancaba su piernas pa que no bolbieran ma. No sé lo que pasó esa bes, toabía andaba alebrestá por el señorito Eugenio cuando bio al otro sentado en el sillón de la barbería, y se lo llebó con sus ojos pa meterlo en la cama. El otro no le jiso mucho caso, enamorao como estaba de la señorita Hortensia, y Manuela le dio a beber en aguardiente, agua de su culo... El otro era ma fuerte y no le jiso mucho caso... Si se encontraron aquella noche en casa de ella fue porque jabían pasao mucho tiempo en la mala compañía del monte y los do, sin saberlo, fueron a buscar comía en el mismo plato.» Es como una gaveta del escaparate y en ella hay un revólver en su funda, medallas y papeles, todos viejos, y un reloj con su cadena de oro y unos espejuelos, todos muertos en acción de guerra, batiéndose en la primera línea, de cara al enemigo, heridos en el pecho o en la frente. Y es como un navío, en el que todos un día vamos a remontar las misteriosas aguas del Río de la Luna, en busca de Sabanas.

De Felipe

BALDÍO

Has lavado mis cabellos y sobre tu regazo los peinas. Me cuentas las mañanas de tu país donde las negras van al mercado con enormes cestas de pañuelos trenzados, rojos, blancos y amarillos sobre sus cabezas, como las estrellas que he visto desaparecer. Y los hombres las miran codiciando la generosidad de sus senos y sus caderas, donde yo duermo. Y te pido que cierres todas las puertas a mis pasos, que llagues mis pies sobre el suelo guijarroso. Me depositas en un lugar de abiertos azules. Adornas mi cabeza para que sea tan regia como manjar de arcángeles, pero también sagrada como los frutos y condimentos que depositan los negros de tu tierra ante el altar de sus dioses. Yo quiero el destino de los crapulosos que se reúnen en tantas partes del mundo sin despertar envidia, ni rencores, ni celos. Me vistes de amaranto y armiño, me rodeas de amadores que callan y meditan, mientras yo asciendo hasta tus pies que son el techo de la eternidad. Yo corro detrás de ti, llamándote, Ianita mía, Ianita, y tú desapareces.

6 Persiguiendo el inaudible chillido del murciélago que seguía solamente, en la oscuridad de las noches, un rumor de voces y un sonido de cascos al galope, Lila cumplió a pie juntillas los consejos de Ma Tanasia. Una madrugada del mes de marzo, llegaron a un pueblo fantasma, oscuro y desierto, sin ninguna belleza. No era otra cosa que un llano azotado constantemente por el polvo y el viento, por el calor y la lluvia, escaso de árboles, excepto a lo largo de las márgenes del río. Lila, exhausta, se despojó de los zapatos y las medias y hundió los pies en el agua, hundió las piernas hasta las rodillas, hundió las rodillas hasta los ardidos muslos. Arrancándose la ropa, decidió hundirse hasta la cabeza y nadar, sumergida, hasta la orilla opuesta. Cuando salió a la superficie, vio a través del río a un hombre en cuclillas, de espaldas a ella, merodeando entre sus cosas. Desde donde estaba, pudo advertir las alas ripiosas del sombrero de yarey y un jolongo harapiento que le colgaba del hombro derecho. La llegada del intruso no perturbó su ánimo. En un santiamén estuvo detrás de él. El hombre pareció no sentir la presencia de Lila a sus espaldas. Permaneció encorvado, tanteando la tierra con las manos. Lila le gritó. El hombre pareció no oírla. Volvió a gritar más fuerte. El hombre no respondió. Cuando estuvo vestida se acercó a él y a voz en cuello le preguntó quién era y qué hacía. El hombre ni siquiera alzó la mirada. Sus manos escarbaban en la tierra removida. Entonces Lila, acuclillándose, se le enfrentó. Amanecía. Aun frente a frente Lila no le distinguió el rostro. Imaginó que tenía los ojos azules. Le imaginó un rostro pálido y rígido, con la calma necesaria para confiarse a su mirada. El hombre, sin hacer caso de ella, hundía las manos cada vez más profundamente en el húmedo agujero. Lila apartó sus ojos del desconocido. Miró al río y al puente que lo cruzaba. Las aguas y la tierra formaban cuatro caminos, y el suyo era de tierra, le había dicho Ma Tanasia. Volvió sus ojos al hombre y le preguntó por cuál debía seguir. Entonces él, sin responderle, extrajo del agujero el rostro de amasijo que representa al orisha con cara de niño viejo, un kereke revoltoso que manda en la tierra y en el cielo, sobre el viento y el agua, dueño de todos los caminos, y lo dejó en las manos temblorosas de Lila. Salió el sol. En cuclillas, Lila saludó la piedra de Elegguá. El hombre había desaparecido. Entró al pueblo. Tres o cuatro calles atravesadas por otros tres o cuatro callejones, sin alumbrado, llenas de baches, pedregosas, polvorientas. Las casas, construcciones de madera de líneas rústicas, algunas de dos plantas y todas al nivel de la calle, eran demasiado viejas para pertenecer a un pueblo fundado más o menos treinta años atrás, y exhalaban un olor muy parecido al de los cementerios. El ladrido de un perro orientó a Lila hacia una de ellas; el mismo ladrido la condujo a otra, y luego a otra, hasta trasponer todas y cada una de las puertas desvencijadas. Recorrió las habitaciones carcomidas, agujereadas, rotas, húmedas y frías. Algunas camas, mesas, taburetes y escaparates de hierro y madera no menos firme, delataban las pocas y austeras actividades de sus moradores. La alarmó comprobar que en todas las cocinas la ceniza en los fogones aún estaba caliente, pese a que el musgo y cierta clase de helechos crecían entre las lajas del piso y sobre los fogones construidos de ladrillos de

adobe. En una de las casas recogió un paquete de naipes que guardó en su seno. A ratos, oía un tumulto de caballos que recorrían las calles al galope y que, espantada, la precipitaban fuera, cegándola con la polvareda que alzaban las patas vertiginosas. Oyó gritos, aplausos, chiflidos y el ritmo tronante de metales y manos que le recordaban las ferias y romerías populares. Creyó distinguir entre las voces, una de agrestes acordes que entonaba una tonada campesina de carácter controversial, sin que hallara entre la multitud de voces, una oponente. Pensó que aquella gente, de unánimes gustos y pareceres, no se aventuraba a la discusión. Imaginó un pueblo alegre, activo, prudente, de sumo decoro y gracia. Un pueblo de inconstantes y perdularios jinetes, extraordinariamente distintos a los que enriquecían sus memorias del Cauto y el Camagüey. Les imaginó de rostro y apostura singular, españoles puros o de insolente y recio mestizaje, corteses y valientes. Gente bien nacida, lo que la inhibía para luchar contra la astucia y el pillaje de los yanquis (que ya por esa época merodeaban la comarca), pero con quien nadie osaría meterse, pues era conocida por la audacia de sus acciones, por el golpe rápido y certero, frente a frente, al contrincante. Soñó un pueblo oloroso a arreos de cuero virgen, a crines sudorosas, a pastos verdes, resecos o amarillos, poblado de relinchos, coces y corcoveos, trotes, galopes y chasquidos de fuetes al aire o contra los flancos de la cabalgadura; y del incesante rechinar de las espuelas girando con el viento o galopando las piedras de las calles, y deseó con toda su alma haber sido una de las mujeres de aquellos domadores de bestias y paisajes. El mediodía la sorprendió diseñando modelos, confeccionando vestidos y arreglos florales, preparando platos de exquisita y compleja elaboración, aseando y organizando la casa; conversando con la familia y los amigos durante los cortos espacios entre labores o durante las largas veladas nocturnas, recibiendo a los pretendientes, atendiendo a sus hijos y a su esposo; acudiendo ante un enfermo, aplicándole sus conocimientos de yerbas y raíces en pócimas y emplastos; recogiendo a una parturienta; intercediendo en un conflicto sentimental o legal; asistiendo a bailes y otras celebraciones públicas, y a íntimas reuniones particulares: una boda, un bautizo, un cumpleaños; organizando clases y cursos en la escuela de reciente fundación, y en el hospital no menos reciente, métodos terapéuticos; creando una banda de música compuesta por aficionados. Hacía falta un parque y un local para actos culturales y de recreo; hacía falta instituir algunas leyes de protección individual y colectiva; había que instruir a cada ciudadano acerca de sus deberes y derechos dentro de la colectividad, y había que transformar en lo posible las relaciones comerciales y de trabajo, o cambiarlas por otras más eficaces y productivas. Se regocijaba con la prosperidad creciente del poblado. Aquí y allá se edificaron nuevas casas para nuevas familias y se abrieron nuevos comercios y centros de entretenimiento, donde los hombres se concentraban para jugar a los naipes, beber vino y conversar de sus asuntos. Abolida la discriminación racial, educacional y laboral, no era necesaria la penitenciaría. Las contradicciones entre vecinos se ventilaban públicamente; el agredido recibía con plácemes la disculpa del agresor, en los casos menos graves, y, en los otros, una prudente indemnización. A los héroes se les reverenciaba con absoluta estima, y el presunto villano era objeto de reeducación. A los niños se les inculcaba el respeto y el amor a los mayores, a la Patria y a la

colectividad. En Sabanas no había un solo anciano; la mayoría de la población no pasaba de los treinta y cinco años, edad que se consideraba avanzada para ciertos cargos y labores. El índice de escolaridad, a todos los niveles, ascendió notablemente, tanto que en un plazo mucho menor que el programado la población superó todas las metas de enseñanza, y alcanzó los grados más altos de la instrucción pública. Considerábase a Sabanas como la región más culta e ilustrada del país. Por país entendíase a todo el territorio de Sabanas y a la serie de tierras circundantes, cuya extensión nadie se atrevía a conjeturar, pero que se extinguía al precipitarse en el mar. La siembra se planificó de acuerdo con las estaciones, de intempestiva regularidad, y según los colores del suelo, de amplia y variada gama, extendiéndose desde el blanco casi puro hasta el negro azabache. Entre estos extremos, se encontraban numerosos tonos y matices del pardo, rosado, púrpura, amarillo, verde, gris, rojo y azul. Se hablaba del gris «débil» o «muerto» y del gris «lánguido» o «rico», del rojo brillante, rojo ladrillo, rojo encarnado, rojo purpúreo, rojo amarillento, rojo pardusco, rojo gualda, rojo fuego, rojo carmín, rojo carmesí, rojo escarlata, rojo quemado, rojo sangre y rojo atardecer, y se distinguían los colores «moteados» de los «veteados», y los «manchados» de los «jaspeados», y a cada uno de ellos se le atribuían cualidades específicas para ciertos cultivos. En el pasado estos suelos estuvieron cubiertos por una exuberante vegetación de árboles de madera dura: caobas, júcaros, sabicúes, yabas y otros; bosques que se utilizaron en la construcción de las casas y de los muebles, y que, al ser desmontados, cedieron sus terrenos al cultivo de granos, viandas, legumbres y frutas, incrementando su producción en cantidades que, satisfecho el consumo local, permitían la exportación a otras comarcas. El ganado vacuno, caballar y porcino, y las aves de corral aumentaron prolíficamente. Dentro de sus límites, que abarcaban cinco leguas a la redonda, se encerraba un emporio de esplendor y riqueza superior a cualquier cálculo de la voluntad o la imaginación; testigos de ello eran los visitantes, que atraídos por los grandes progresos del poblado y sus alrededores, acudían a él. Sus logros eran demasiado fantásticos para ser descritos. Lo cierto es que en un mismo año, Sabanas añadió a sus famosas talabarterías y herrerías, dos espléndidos hoteles con sus restaurantes y cantinas, que se abrieron para alojar el tumulto turístico. En el hotel Luz, atestado de huéspedes y equipajes, se concentraba la masa abigarrada de profesionales en todas las disciplinas de la técnica, la ciencia y las humanidades. El hotel Progreso era el centro de reunión de comerciantes que representaban diversas empresas y llegaban de los lugares más remotos para ofrecer las ventajas y beneficios de productos industriales de nueva creación (pero ya acreditados por su prestigio en el mercado nacional) y que pondrían a Sabanas en contacto con la civilización más actual. Sabanas, con el arribo indiscriminado de curiosos diletantes y especialistas, comenzó a tener sus apasionados defensores, apologistas desmesurados que vindicaban cada uno y todos los actos de la comunidad. También tuvo sus detractores, pero estos en su mayoría lo eran en tanto consideraban que las cosas siempre podían mejorarse. Sus críticas impugnaban la estructuración de la nueva sociedad, nunca sus fundamentos. En realidad ni los unos ni los otros contribuían al desarrollo inminente de Sabanas, que subía con el laborioso entusiasmo de la espuma. Sin embargo, este alud de

forasteros impuso que se promulgaran leyes que regulaban las entradas y salidas, complicando el hasta entonces simple decursar de la vida en Sabanas. Aquí Lila detuvo el incansable fluir de sus conjeturas, temerosa de internarse en los arabescos de intrincadas estratagemas policiales de ese cuerpo que, como organización, no había sido reglamentado. Y de un soplo suprimió todas las zonas tétricas que pudieran oscurecer sus felices lucubraciones. Sabanas era un pueblo sano, limpio, ordenado, y si estas reglas pueden contribuir de algún modo a la felicidad, habría que admitir que era un pueblo feliz, o cuando menos encantado de la vida, como respondían sus habitantes siempre que, en casa o en la calle, se les preguntaba por ellos o por sus familiares. Y la vida no alcanzaba para tanto encanto. El aullido del perro la sacó de sus cavilaciones. El cielo barruntaba tempestad. Lila sintió frío y sueño y hambre, y un miedo atroz, superior a todo raciocinio, recorrió su cuerpo. Súbitamente percibió su desamparo, su soledad cada vez más aislada del aullido inmóvil del perro, que abarcaba todas sus circunstancias, además de su corazón. Deseó echar a andar, pero no pudo. El declinar porfiado del sol tramaba la noche. Una noche mucho más oscura y obstinada que la de su alma, que la de sus pensamientos. La tierra, contra el cielo que ennegrecía, pronto iba a cerrar todos sus caminos. Deseó, más allá de su alma, recuperar la visión poética que unas horas antes proyectara en su mente la crónica fabulosa de la vida en Sabanas, pero el miedo le impedía hacerlo. Deseó sobrepasar los límites del terror, razonando sobre sus causas. No temía a vivos ni a muertos, en su miedo no cabía ninguna participación humana, ni encarnada ni desencarnada. Sabanas era un pueblo sin cementerio, nadie murió en él. Todos sus habitantes habían desaparecido vivos. Sabanas era un pueblo sin iglesia. Allí Dios no inspiró a nadie su terror. Comprobó que su miedo no temía a la vida ni a la muerte; no temía a los hombres ni a Dios. Temía a esas calles y a esas casas vacías, carcomidas, porosas por la erosión del tiempo, del sol, de la lluvia, del frío, del calor, del tacto, de la mirada, del olfato. Temía a la eternidad, donde los rápidos y fugaces procesos históricos de aquel voluntarioso y tenaz pueblo encantado de la vida, eran una infinitesimal partícula en la inconmensurable tela que el hombre ha tejido con el solo propósito de ilustrar en ella las incontables hazañas de su soberbio corazón. Sin recuperarse de su miedo, Lila se internó en la noche. MISCELÁNEA

Comunicaciones: Telégrafo en la oficina de Correos de Deleite. Teléfono privado. El F. C. del ingenio enlaza con el Ferrocarril de Cuba en Sabanillar, a 60 km de distancia. Abastecimiento de Caña: Obtenido casi exclusivamente de tierras propiedad de la compañía. El 99% cultivado por colonos y el 1% por Administración. Equipo de Transporte: 615 km de vía de 36", 35 locos., quemadores de petróleo, de 15 a 70 t y de varias marcas, pero en su mayor parte Baldwin: 2 077 carros de caña de acero de 15 t de capacidad; 292 carros planchas de acero para manipulación de azúcares; 36 carros tanques de acero para petróleo, mieles y agua.

Manipulación de Caña: 6 viradores laterales, de armazón de acero, hidraúlicamente accionados (2 para cada tándem), cada uno movido por dos gatos hidráulicos de 12" de diám. La presión hidráulica la suministran dos bombas de vapor dúplex de acción directa de 4 X 4-1/2 X 12". 3 conductores de caña horizontales movidos por 3 maquinillas gemelas de 9 X 10". 3 conductores de caña inclinados, cada uno movido por maquinilla gemela de vapor de 8-1/4 X 10".

7 Esta noche es más lila que nunca y esta noche voy a ver todo lo que me falta por ver. Mañana, cuando me levante, sabré todas las palabras y sus significados, no me faltará una sola. Porque primero son las cosas y después las palabras para nombrar las cosas, y después las palabras que no nombran cosas sino que expresan los sentimientos, las sensaciones, las acciones y las reacciones. Y esas palabras lo explican todo mejor que en la escuela, como esos libros grandes que tiene papá. ¡Mira que sé! ¡Todo lo que voy a saber! Todos van a quedarse pasmados, cuando digan algo y yo me quede con la boca en punto, sabiendo que no pueden engañarme. Y después tendré que aprender a saber y no querré que ellos sepan lo que yo sé. Porque un color, el lila, es como la neblina, y como la última, la más suave y triste vida de la llama, la primera que asciende en el humo que se va a los aires, sin arder, pero llena de luz; y tiene un olor secreto, el mismo que tienen las cosas que mamá guarda en sus gavetas, que está en las cartas, en los retratos, en los libros viejos, en las frutas que están a punto de pasarse y en algunas especias que pone Aurora en las comidas, que vienen de muy lejos, de no sé dónde, cruzando los mares, como los tabacos que fuma papá en el portal y el café que se toma, las guayabas hirviendo en almíbar y la canela espolvoreada sobre el arroz con leche. A todo eso huele, y sabe, sabe a todas las cosas, a cualquiera, cuando uno tiene verdaderos deseos de probarlas, de tocarlas, de oírlas y hasta de decirlas, a eso sabe, con toda su humildad y su ternura y con un poco de miedo o de vergüenza por velar todo lo que sabe, lo que está detrás de él, de ella. Caminamos mucho todo aquel verano. Una conversación entre mamá y papá, que sorprendí una mañana de junio, me enteró de que aquel año no iríamos a la casa de la playa. Mamá recogía de la mesa la loza del desayuno. Yo entré apresurado porque se me hacía tarde para la escuela, y ellos, como si no me vieran, continuaron hablando del asunto. La casa estaba en litigio. Papá decía que aunque tía Clara se empecinara en legarla a mamá, ella no debía aceptarla. Esa casa estaba en el pequeño pedazo de terreno que mamá había heredado de su padre, pero por no sé qué líos de lindes y deslindes y porque abuelo no había dejado sus cosas en orden, ella no recibiría ni un centavo por esas tierras. Y tía Clara insistía en que, aunque la casa había sido construida con madera de la vieja casa paterna, y correspondía a todos por igual, no obstante, según su criterio (y tía Clara era la mujer más opinada de la tierra), en el estado en que estaban las cosas y al no serle posible a mamá sacar provecho de su terreno, lo menos que podía hacerse sería cederle la casa. A mamá parecía no interesarle para nada tener o no una casa en la playa, pero por principios, y mientras no se aclarara la situación, nosotros ese verano no disfrutaríamos del lugar. En otra ocasión, esa noticia me hubiese desencantado, y hasta creo que hubiese sufrido. Pero entonces no me importó. Tenía todo el verano para irme con Lila al potrero, a la estancia de Martinillo, al río. Podríamos recorrer a nuestro antojo todo el batey y sus barrios. Podríamos pasar las mañanas en la represa y

las tardes en el parque, y las noches en el cine. Y andar de un lado para otro los dos solos, hablando y hablando y hablando. Lila no amaba el batey. Casi podría decir que lo odiaba. Era algo que yo no lograba comprender del todo, pues Lila era la persona más popular y mejor tratada en toda la vecindad. A Lila se le llamaba constantemente para hacer esto o lo otro y ella siempre lo hacía con mucho gusto. ¿Qué edad tendría Lila entonces? Yo no sé, porque Lila debe haber sido siempre vieja, aunque parecía una niña. Lila era una actriz, una característica como Mary Pickford, una niña como Shirley Temple, una adolescente como Judy Garland, y era como Carole Lombard o Carmen Miranda. Eso en el cine, pero en la radio era Sol Pinelli, Asunción del Peso, Adria Catalá, Xiomara Fernández o Enriqueta Sierra. Lila no era un personaje de los muñequitos, ni siquiera Aleta de los Mares, porque Lila era una persona, no un dibujo. Yo no sé por qué Lila odiaba el batey. Era en lo único que ella y Aleida siempre estuvieron de acuerdo, en parte. Para Aleida la cerca que rodeaba las grandes mansiones de los empleados del ingenio, personal ejecutivo y de administración, casi todos americanos, encerraba su odio. Ella odiaba esas casas y a esa gente. Lila parecía odiarlos a todos por igual, aunque se mostrase la persona más simpática y agradable del mundo. Una tarde bajábamos por la carretera desde la Estación del Ferrocarril a casa; serían como las cinco de la tarde, tal vez un poco más, pero no mucho más. El administrador pasó en su buda personal (así lo llamábamos nosotros, no sé por qué, acaso fuera la marca de fabricación de esos carros de línea, acaso sea una traducción bastarda de una palabra inglesa). Y Lila me dijo algo acerca del color del carro, de un anaranjado esplendoroso, que me hizo recordar a tío Joaquín, a Aleida y a Raciel en una de esas larguísimas conversaciones sobre las clases sociales, la explotación y el imperialismo. En realidad, el único que hablaba era tío Joaquín. Aleida y Raciel le oía embobados. Cuando el carro pasó, Lila me dijo: «Es feo, feo como todo lo que les rodea, como todo lo que hacen, feo y cruel.» Estuvo pensando por un rato, y después me dijo que eso no le había fallado, que aquel era su triunfo, su verdadero triunfo. Yo no quería discutir, porque me sentía muy bien, sentado junto a ella, en un muro frente al departamento Comercial; la tarde era hermosa y plácida. En el aire las libélulas y las mariposas retozaban como gatitos, y la gente que pasaba cerca de nosotros y nos saludaba era como la tarde, plácida y hermosa, y sonreía con mucha dulzura, amistosamente. La casa de la Capitana (no me pregunten por qué tenía ese nombre), donde vivía la familia del segundo jefe de Máquinas, se alumbró, y sus hijas estaban en el jardín y todas me parecieron las muchachas más lindas del mundo. Olía a lirios morados y a jazmines de cinco hojas, pero también a guarapo y petróleo y a melaza y cigarrillos rubios. —¿Por qué, Lila? —le pregunté. Y ella en voz muy baja me dijo: —Porque no es nuestro. Nada de esto es nuestro, ni las tierras, ni el ingenio, ni el batey, ni las cañas, ni siquiera la gente que aspira a ser como ellos y que en cierta medida lo es. Y volvió a cerrar los ojos y a respirar los olores de la tarde. Después, como si hablara dormida, me dijo que esas cosas habían pasado cuando ella perdió la

memoria. Habló de Ma Tanasia y Elegguá y de sus peregrinaciones. Temí oírle nuevamente ese cuento y aburrirme, y le pregunté: —¿Cuándo tú llegaste al batey? Lila me contestó algo como un chiste, como una broma, me dijo que ella siempre había estado aquí, desde el principio, cuando todo el lugar tenía un solo nombre: La Finca de las Delicias, que fue nuestra tanto como La Reseda, pero que después de la guerra última (imagino que se refería a la Guerra de Independencia) ella padeció aquel letargo, que se hizo éxtasis y blancura de la memoria. Me dijo que aquel sueño que huyó de su mente la trajo de regreso a casa, pero que ya era tarde, porque Las Delicias ya no lo eran. Y ella en venganza y por odio, que aún no había consumido, había cambiado el lugar. Hablando conmigo, Lila recordó la noche que llegó a Deleite en un carro de líneas que hacía el camino desde Yarey, la recogió una cuadrilla de hombres que ampliaban el ramal hasta el puerto por el norte, hasta Velasco por el este, hasta Tunas por el sur y hasta Malagueta por el oeste; se entendieron por señales, pues Lila, desde la noche que dejó Sabanas había olvidado su lengua materna y se expresaba en una jerigonza que tenía cierto parecido con la que hablaban los contratistas y administradores yanquis que habían atacado, rendido y conquistado la zona. Pidió a los hombres que la bajaran del carro antes de llegar al Crucero. Ellos la habían confundido con una cómica de circo, domadora de fieras, amaestradora de perros y monos, trapecista, equilibrista, adivinadora del pasado, del presente y del porvenir, tragaespadas, comefuego, amazona y otras cosas más. La ayudaron a bajar un baúl metálico, tres valijas de madera y dos jabas de yarey que depositaron debajo de un algarrobo. ¡Pobre Lila! Era cierto que vivía en las estrellas, pero todos los vagabundos viven en algún otro sitio distante de aquellas casas de palma cana y guano, alumbradas por la luz vacilante de los candiles. Lila se asomó a una de ellas y llamó. Una voz de mujer le respondió, invitándola a pasar. La mujer tenía los ojos hundidos y dos semicírculos oscuros le cubrían parte de las mejillas bajo los ojos. Parecía arrastrarse bajo el agobio de su preñez, de los escuálidos hombros le colgaba una túnica gris, ripiosa. La mujer le dijo a Lila que se sentara, alargándole un taburete. Lila temió que su alma reencarnara en la criatura que estaba a punto de nacer. Desde que salió de Sabanas no se sentía el alma dentro del cuerpo, y le recomendó a la mujer que se recostara en el catre que había en la habitación contigua a la sala. Desde donde Lila estaba era lo único que se veía. La mujer le dijo que eso tenía pensado hacer cuando la vio llegar. Dijo que esperaba a su marido que estaba trabajando en la construcción, pues los dolores se hacían más fuertes y seguidos. Lila se brindó para acompañarla. El tiempo parecía detenerse y Lila se sorprendió de que la mujer entendiera sus palabras y experimentó una sensación de aturdimiento y turbación al no saber qué sucedería después. Una gallina negra cacareó en un rincón del aposento. La mujer la espantó sacudiendo la falda ripiosa. Le dijo entonces que su sueño estaba por cumplirse. Lila no respondió, ignoraba lo que podía decir. De súbito le acudió a la memoria el recuerdo del rostro del amasijo que había recogido a la entrada de aquel pueblo, y

deseó salir de aquella casa y buscar entre sus cosas la cara con boca y ojos de caracoles. —¿Tengo miedo? —preguntó a su corazón. Pero no tenía miedo, volvió a sentarse—. Debo empezar. Tengo que pensar en lo que voy a hacer. Salió de la casa y se acostó entre sus cosas, debajo del algarrobo; apretando el rostro de amasijo contra su pecho se durmió y soñó que la mujer había parido en su presencia a un gigante como una grande estatua, y esta estatua grande y de elevada altura estaba derecha frente a ella; y su presencia era espantosa: la cabeza de la estatua era de oro finísimo; el pecho, empero, y los brazos, de plata; mas el vientre y los muslos, de cobre; y de hierro las piernas; y la una parte de los pies era de hierro, y la otra de barro; así la estuvo mirando cuando, sin que mano ninguna la moviese, se desgajó del monte una piedra, la cual hirió la estatua en sus pies de hierro y de barro, el cobre, la plata y el oro, y quedaron reducidos a ser como el tamo de una era en el verano, que el viento lo esparce; y así no quedó nada de ellos; pero la piedra que había herido a la estatua se hizo una gran montaña, y llenó toda la tierra. Despertó sobresaltada. Era el día. Buscó con desesperación la casa donde había estado la noche anterior, temiendo que algo siniestro le hubiese podido pasar a la mujer en el trance de parir, pero al fondo de la línea se alzaba una verde extensión, pareja, compacta, infinita; la casa no aparecía por ningún lado. Supuso que la mujer, la gallina y el parto eran parte del sueño. Lila recordó las palabras de la mujer: «su sueño está por cumplirse». Lila recordó su nombre, recordó la antigua casa familiar, recordó los treinta años de guerra, recordó la primera y la segunda intervenciones norteamericanas. Entonces supo que aquel era el mismo sueño que había huído de su memoria, y su significación, la larga historia de su familia. Recordó todos y cada uno de los días de su enajenación y se encontró sola bajo su torrente de luz blanca, tan cegadoramente blanca como la demencia, en un mundo verde y fragante de montes rumorosos, agua límpida y fresca corriendo entre piedras y márgenes de yerbas y helechos, pájaros que saltaban como su corazón, sin que nada consiguiera retenerle la atención por mucho rato. Aquel mundo ya no le pertenecía. Treinta años de guerras, exilios, destierros, fusilamientos, cárceles, victorias y derrotas, sólo habían servido para que el país pasara de unas manos a otras, mucho más codiciosas. Decidió que los nuevos usurpadores no deberían disfrutar de aquel mundo verde y blanco, azul, rumoroso, argentino. Ella les ganaría la última batalla (o por el momento, la primera). Decidió que habitaba el caos y que su tarea era crear el orden de las cosas y de sus emociones. Y esta certidumbre fue el principio. Y crió Lila el abismo, porque la tierra estaba demasiado llena de cosas y todas esas cosas eran diferentes y sus diferencias producían diversidad de gustos y la diversidad de gustos multiplicaba las cosas y las cosas cubrían la superficie de la tierra, y ella no tenía ni el menor espacio donde moverse. Dijo, pues, Lila: «Sea la sombra», y la sombra fue y vio Lila que la sombra era buena porque ocultaba el vacío y la uniformidad del abismo e hizo del día y de la noche una sola tiniebla; y así la tarde aquella y la mañana siguiente resultó el primer día. Dijo asímismo Lila: «Haya una oquedad que reúna las aguas unas y otras», e hizo Lila la oquedad, y reunió Lila las aguas que estaban debajo de la oquedad con aquellas que estaban sobre la oquedad; y quedó hecho así, y a la oquedad llamó Lila vacío, con lo que

de tarde y de mañana se cumplió el segundo día. Dijo también Lila: «Reúnanse en un lugar lo árido o seco que está encima del vacío y aparezca el elemento etéreo.» Y así lo hizo. Y al elemento etéreo diole Lila el nombre de Nada y vio Lila que lo hecho era bueno porque en la Nada no había memoria y la memoria engendra recuerdos y los recuerdos son los frutos del alma y el alma es la simiente de la carne y toda carne crea necesidades y las necesidades, cosas. Y dijo asimismo Lila: «Desaparezca todo aquello que dé simiente y fruto que contenga en sí mismo simiente.» Y así se hizo. Con lo que desaparecieron los bosques de maderas preciosas y las plantas fructíferas que daban frutos conforme a su especie. Y vio Lila que la cosa era buena porque en la Nada nada se reproducía y el Espíritu de Lila tenía toda la expansión para moverse. Y de la tarde y la mañana resultó el día tercero. Dijo después Lila: «Apáguense las lumbreras, o cuerpos luminosos, que flotan en el vacío, que distinguen los espacios del tiempo en que el vacío da vueltas sobre sí mismo y señalan las partes en que se divide el tiempo en que el vacío hace su revolución alrededor de la lumbrera mayor, y calientan y alumbran el abismo; a fin de que oscurezca el vacío y se enfríe la Nada.» Destruyó, pues, Lila, las grandes lumbreras: la lumbrera mayor que calentaba la tiniebla y la lumbrera menor que la iluminaba. Y arrojólas a la oquedad o extensión del vacío. Y vio Lila que la cosa era buena porque en la tiniebla nada deslumbraba, ni la uniformidad, ni el vacío. Con lo que de tarde y de mañana resultó ser el día cuarto. Dijo también Lila: «Descompónganse en átomos todos los cuerpos simples: oxígeno, hidrógeno, nitrógeno y sus combinaciones, de modo que todo lo que pueda nutrirse de ellos, crecer y multiplicarse, perezca.» Y vio Lila que lo hecho era bueno porque se extinguieron todos los animales que viven y se mueven, producidos por las aguas según su especie, y asimismo todo volátil según su género. Con lo que de la tarde y de la mañana resultó ser el quinto día. Dijo también Lila: «Puesto que no quedan sobre la faz de la Nada animales vivientes domésticos o silvestres, borraré de mi memoria y de mi corazón sus formas, nombres y naturaleza.» Y vio Lila que lo hecho era bueno. Y por fin dijo: “Destruyamos mi imagen y semejanza.» Y maldijo Lila su nombre, y se dijo: «Desapareced en soledad.» Y así se hizo. Y no vio Lila todas las cosas que había hecho: y eran en gran manera buenas. Con lo que de la tarde y de la mañana se formó el día sexto. Quedaron, pues, acabados el vacío y la Nada y toda su pobreza. Y completó Lila la obra que había hecho; y el día séptimo reposó, o cesó, de todas las obras que había acabado. Y maldijo al día séptimo; y lo aborreció; por cuanto había cesado en él de todas las obras que crió hasta dejarlas sin acabar porque esa misma noche supo Lila que no era ella el único dios, ni su universo el único, y su Espíritu comenzó a gemir en el abismo y su gemido recorría el vacío y la Nada, y fue tan grande que su estruendo cobró cuerpo como el de una piedra y la piedra creció en proporción tan descomunal que cubrió el abismo. Y aquel hecho fue registrado como un acontecimiento sin precedente en la memoria de los dioses de los demás universos, y acudieron a contemplar el fenómeno que tantos asombros les producía; y el peso de sus legiones sobre la piedra, la fragmentó, y sus fragmentos, al desprenderse y chocar unos contra otros, produjeron el fuego, y el fuego derritió la piedra y de su sustancia crecieron nuevos cuerpos minerales y gaseosos y de sus combinaciones surgieron nuevamente el agua y el aire y el

elemento árido o seco y cada uno de ellos produjo nueva vida, y las aguas se llenaron de peces y los aires de aves y lo seco de plantas y animales, y aquel mundo nuevo necesitó de alguien que lo gobernara y dominara sobre los peces y aves y bestias y yerbas de la tierra y el cielo. Y Lila recuperó su imagen y semejanza, pero estaba muy sola y triste y se aburría sobremanera entre las criaturas de la naturaleza que carecían de inteligencia y de un lenguaje articulado, y cuya posición no era vertical como la de ella y no tenían como ella las manos y los pies diferenciados. Y tomó Lila lodo de la tierra e hizo un amasijo, e inspiróle en el rostro un soplo, o espíritu de vida, y quedó hecha la mujer viviente con alma racional. Y colocó a la mujer que había formado en un sitio de delicias, y la mujer pareció no interesarse absolutamente en nada de lo que la rodeaba. Por el contrario, se pasaba las horas muertas comiéndose las uñas de las manos y de los pies, sin probar uno solo de los hermosos anones que goteaban incesantemente de las matas, ni uno solo de los huevos que una esplendorosa gallina ponía constantemente sobre su enmarañada y sucia cabeza, y sin sentir ninguna seducción por el arenal de mostacillas azules que se ensartaban mágicamente ante sus ojos imbecilizados por mirarse eternamente los pies y las manos, confeccionando preciosos collares, pulseras, zarcillos, cintas, vestidos, cinturones, bolsos, zapatos y otros miles de objetos femeninos. Y viéndola en ese estado de total abandono e indiferencia dijo asimismo Lila: «No es bueno que la mujer esté sola, hagámosle ayuda y compañía semejante a ella.» Formado, pues, que hubo de la tierra Lila todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, los trajo a la mujer, para que viese cómo los había de llamar: y en efecto, todos los nombres puestos por la mujer a los animales vivientes, esos son sus nombres propios. Llamó, pues, la mujer por sus propios nombres a todos los animales vivientes, a todas las aves del cielo y a todas las bestias de la tierra, mas no se hallaba para la mujer ayuda, o compañero, a ella semejante. Por lo tanto Lila hizo caer sobre la mujer un gran sueño, y mientras estaba dormida le quitó una de sus costillas y llenó de carne aquel vacío. Y de la costilla aquella que había sacado de la mujer formó Lila un hombre: el cual puso delante de la mujer. Y dijo, o exclamó, la mujer: «Esto es hueso de mis huesos, y carne de mi carne: llamarse ha, pues hombre porque de la hembra ha sido sacado. Por cuya causa dejará la mujer a su padre y a su madre, y estará unida a su hombre, y los dos vendrán a ser una sola carne.» Y ambos, a saber, estaban desnudos, y el hombre al ver a la mujer sintió que su alma le era arrebatada y que su carne se enardecía de tal modo que, sacudida por un soplo de vida, se hinchaba como un majá, sobresaliendo del resto de su cuerpo, con tal ímpetu que alcanzó a la mujer, y de solo rozarla la arrojó al suelo, y llenóla de terror, porque ninguno de los dos sabía cómo calmar la fogosidad de aquel majá que reptaba por todo el cuerpo de la mujer buscando una cueva que habitar, y la mujer cerró su boca para que no la ahogara y cerró sus oídos para no dormirse con el silbido hechizador del reptil que avanzaba decididamente por entre sus senos, golpeándole dulcemente el vientre y el cuello, ascendiendo moroso por encima de sus labios hasta cerrarle las fosas nasales. Y su aroma era embriagador, y cuando tocó a su frente despertó en ella el recuerdo del monte antiguo de maderas preciosas, y ella estaba tendida sobre una cama de hojas olorosas y frescas y transparentes como el rocío, y su carne era por dentro limpia

y suave como la pulpa del anón, y por fuera pulida y luminosa como el cristal de las mostacillas, y todo por encima de su cabeza era azul, igual que los sueños, y verde como la memoria. Y cerró los ojos para huir de la luz, que es cegadora como el olvido, y así estuvo un tiempo en el silencio de sus pensamientos. Y alertó sus oídos para que por ellos fluyera la música de los cuatro ríos y los cuatro vientos que recorren el monte, y la música era como el trino de todas las aves que cruzan el espacio, y aprendió a distinguir un trino de otro, y cada trino le traía un recuerdo distinto y todos los recuerdos eran de diferentes colores. Y abrió los ojos para verlos, y dejó de temerle al majá, y halló que el animal era hermoso y fuerte como el más hermoso y fuerte de los palos del monte, y su perfume más grato y fino, y abrió su boca y supo que los labios también servían para besar, y aquel fue su primer beso, y su boca sintió el calor de la lumbrera mayor, pero más benigno, y el gusto de su savia que era más rica y dulce que la miel y la leche, o como ambas juntas. Y estando en estas delicias, descubrió sin asombro pero con alegría, que en el mismo lugar en que su compañero exhibía tan bello y deleitable fruto, ella tenía un estuche tan luminoso como la lumbrera menor, y del cual fluía agua más inocente y pura que el agua de los ríos. Y se llenó de gozo al pensar que el estuche estaba en su cuerpo para guardar el codiciable fruto de su compañero, y se avergonzó de haber confundido al fruto con un reptil y al estuche con una cueva. Y guió la mirada y el tacto de su compañero hacia el estuche, y su belleza deslumbró al hombre y su aroma le atrajo con tal seducción que el hombre acercó su boca, y comprobó que era superior en gusto y fragancia a todas las frutas del monte, pero que la delicadeza de su pulpa no la hacía comestible. Y puso su boca en la corteza de la fruta y su lengua en las profundidades, porque esta fruta peculiar como los anones abre su piel cuando está madura, y cerró los ojos y recordó un palacio nocturno donde se vagaba por infinitas galerías y múltiples cámaras, a ciegas, sin tropiezos ni caídas porque se era guiado por un cordón que está sujeto al centro del palacio, al cual daban todas las galerías y cámaras y del cual se salía para no volver jamás, perseguido por la nostalgia de su protectora tiniebla. Y su lengua recorría los más profundos interiores de la fruta, y su pulpa destilaba un agua dulcísima que hacía la sed más intensa y perentoria. Y oyó en la sangre de la mujer miles de aves que agitaban sus alas lánguidamente y luego impetuosamente y luego serenamente, hasta que hubieron recorrido todas sus venas y vinieron a reposar en su corazón, y asimismo oyó el trinar de esas aves, lento y leve, grave y agudo, hasta apagarse en su cerebro. Y aquel fue el primer encuentro entre la hembra y su hombre. Pero Lila, que estaba oculta entre las hojas de una mata de plátanos, conocía de sobra la pobreza de la imaginación femenina y lo elemental que podían ser las imágenes que representan sus emociones y la divirtió mucho observar la habilidad con que la hembra había hecho uso de la cavidad de su cabeza, adiestrada solamente en comer uñas de pies y manos, y consideró aquel acto como una señal de precocidad corruptora en las relaciones de la carne. Y, montada en cólera, dijo Lila a la mujer: «¿Por qué has hecho tú esto?» Y la mujer le respondió con otra pregunta: «¿Qué?» Y Lila le dijo: «Poner en tu boca el alimento que estaba deparado a tus órganos de la generación.» Y la mujer le dijo: «El hombre que tú me diste por compañero me mostró su fruto, y al verle creí que era la serpiente antigua que salía de su carne, y huyendo de ella tropecé y caí, y la

serpiente se trepó sobre mi cuerpo y me anduvo desde los pies hasta la frente, y el golpe que me produjo la caída me atontó y yo quedé como dormida, y en el sueño mi memoria se despertó, y recordé que el monte estaba lleno de frutos buenos para comer y bellos a los ojos, y de aspecto deleitable, y perdí mi miedo a la serpiente antigua, pues con la memoria me sobrevino el hambre y el deseo de alimentarme de otra cosa que no fueran mis propias uñas, ya que he rechazado toda clase de carne de animal viviente por temor de la serpiente, y toda clase de fruto por temor de ella. Y tomé el fruto del hombre y al ponerlo en mi boca comprobé que estaba hecho de carne y no quise comer de él, mas bebí de él.» Y Lila supo que la mujer mentía y que era hábil en componer engaños. Y dijo Lila al hombre: «¿Por qué has hecho tú esto?» Y el hombre le respondió: «Por dos razones: cuando mis ojos se abrieron y vi a la mujer delante de mí, sentí que mi alma me era arrebatada y que todo yo no era más que una fuerza animal que buscaba su reproducción, pero había olvidado cómo se hacía, pues en el abismo donde estuve perdí la memoria. Mi carne se sublevó y el fruto que tú me diste y que produce simiente de mi especie se llenó de esa fuerza reproductora y se lanzó sobre la mujer, que huía de su presencia, y en la persecución de ella creció en tamaño y fortaleza, derrumbándola, y todos mis demás órganos y sentidos se sometieron al apetito y la voracidad del gigante, y mientras más crecía, más yo deseaba que creciera, y subió desde la parte inferior de mi vientre hasta mi cabeza, y yo estaba echado encima de la mujer y su cuerpo es semejante al mío en estatura, así es que el animal mío la cubría toda, y la mujer se movió debajo de mí por encima de mi cabeza, y la cabeza del gigante rozó sus labios y la mujer abrió la boca y la bestia entró en ella, y cuando hubo vaciado sus legiones de simientes emprendió la retirada y recuperó su tamaño natural, tal y como se muestra ante tus ojos. Esta es la una razón, y la otra es que cuando la mujer me enseñó su fruta, yo me sentía en una grande soledad y desamparo, pero su aroma y néctar me sedujeron y quise calmar mi sed que la soledad producía, y bajé mi boca a su fuente y estando allá abajo recordé el abismo donde estuve antes, y quise regresar a su noche donde no existe la memoria ni los deseos de tenerla y donde no es posible extraviarse porque uno está sujeto a un hilo que lo conduce por todas las galerías y cámaras del laberinto, que son muchas y en cada una de ellas se vive en paz y en mucho silencio.» Y vio Lila que el hombre no mentía, pero también vio que no sentía ninguna vergüenza de su desnudez. Y ante estos hechos, dijo asimismo a la mujer: «Multiplicaré tus trabajos y miserias en tus preñeces; con dolor parirás los hijos, y las partes del hombre serán el deseo de tus partes, que no se saciarán, y vivirás pendiente de ellas y estarás bajo su potestad y te dominarán.» Y al hombre dijo: «Por cuanto has recordado a la mujer sólo como deseo de tu carne, puesto que en el placer que te produjo su boca olvidaste sus órganos de reproducción y estos sólo te causaron nostalgia del palacio perdido, y porque estás formado de la tierra, maldita sea la tierra por tu causa: con grandes fatigas sacarás de ella el alimento, espinas y abrojos te producirá, y comerás de los frutos que den las yerbas o plantas de la tierra; mediante el sudor de tu cuerpo ganarás el pan que te alimente hasta que vuelvas a confundirte con la tierra que te ha formado, puesto que polvo eres y al polvo volverás, pero en todo el discurso de tu vida las partes de la mujer serán tu obsesión y todas tus obras estarán destinadas a la consecución de ese efímero goce, y nunca más tu virilidad

alcanzará las proporciones monumentales que sedujeron a la mujer, y esa será tu preocupación y angustia, y tu placer estará limitado al tiempo en que tu carne reproductora esté erguida y no así el de la mujer, que te exigirá que satisfagas su insaciabilidad, y también te superará en gozo.» Y dijo Lila a ambos: «Y ahora, pues, permanezcan aquí, de modo que alargando la mano tomen del fruto del árbol de la muerte, y de él coman y no puedan conservar la vida.» Y Lila les puso en el centro de aquel infierno que llamó Deleite, para que labrasen la tierra de la que fueron formados. Y colocó delante del infierno de pesares un ikú con espada de fuego, el cual andaba alrededor del camino que conducía al árbol de la felicidad. Y la tierra donde quedaron era dura y reseca, pedregosa, el sol ardía sobre ella todo el día y el día era más largo que la noche. Y abundaban en aquella tierra, calcinada por la sequía y el calor, las criaturas más repugnantes y dañinas: el majá y el caimán, la rata y el hurón, la hormiga loca y la araña peluda, la lagartija y el alacrán, el ciempiés y la bibijagua y centenares de otras alimañas de variada especie que sería ocioso clasificar, pues, aunque eran capaces de destruirlo todo, a la mujer y a su hombre temían, y a ellos no se acercaban. Empero, el aire parecía haberse solidificado, apenas corría, y en los atardeceres, cuando la respiración del mar se sofocaba, impulsaba un enjambre de insectos, tan populoso, que cubrían toda la extensión entre la mirada de la mujer y su hombre y el horizonte, y estos animales no les temían, sino caían sobre ellos en oleadas de millones y sus nombres que la mujer les dio para conjurar sus males, eran los siguientes: mosca y mosquito, guasasa y jején, polilla y comején. Y estos eran los más infecciosos. Los demás eran una peste que atacaba los sentidos. El grillo alelaba, el chicharrón aturdía, la avispa alucinaba y así sucesivamente. Para combatirlos la mujer inventó el fuego, pero la madera escaseaba y el fuego se extinguía rápidamente. Entonces, la mujer descubrió que los insectos se pasaban todo el tiempo en reiterado coito, y convenció a su hombre de que el único modo sensato de combatirlos y derrotarlos sería imitándolos, y dejaron de labrar la tierra y se alimentaban, en los cortos espacios que alternaban la sucesiva copulación, de raíces y yerbas silvestres. Y ejercitando constantemente su órgano generador, el hombre burló la maldición de Lila, y vio con placer cómo su órgano se desarrollaba hasta alcanzar las proporciones originales. Y esta facultad afirmó su carácter y puso confianza en sus acciones, y también hizo al hombre presuntuoso de su superioridad. Y el hombre reinó sobre la mujer, y la mujer se sometió a su mandato. Desde entonces todos los hijos varones que engendraron eran respetados o humillados, ensalzados u ofendidos por las dimensiones de su miembro viril, al cual en aquel infierno se le rendía culto. Y las hembras que engendraron eran poseedoras de rotundos senos y rotundos traseros que eran la codicia y la inspiración de los hombres. Y estas fueron las generaciones de la mujer y su hombre, que crecieron y se multiplicaron en aquella tierra de resolana abrasadora y cenicientas palmas canas. En la estación de las lluvias el suelo muy llano se cubría de aguas por períodos largos. Aquí y allá, a través de la llanura, algunas áreas ligeramente elevadas interrumpían el paso al mar. En la misma medida en que la población humana aumentaba, la de insectos disminuía, y las reiteraciones del coito fueron regulándose. La vida en Deleite comenzó, entonces, a organizarse. Las primeras casas, fabricadas con el tronco y las pencas de las palmas canas, aparecieron

sobre el desolado llano, los campos fueron labrados, y creció en ellos la yuca, el boniato, la malanga, el ñame, y estos alimentos expuestos directamente al fuego, o hervidos, nutrieron a las nuevas generaciones, que cultivaron otras plantas gramíneas y frutales. Nuevas generaciones incluyeron en su alimentación la carne de los peces y las aves, y otras, la de la jutía y la iguana. Y vio Lila que eran en extremo laboriosos y de muy buena índole. Y quiso Lila premiar la laboriosidad y buena conducta de aquella gente, y derramó sobre ellos su generosidad. Una tarde, mientras los labradores estaban en el campo roturando la tierra, plantando las semillas, limpiando las sembrados y recogiendo sus frutos; y los pescadores estaban a la orilla de los ríos y cañadas, pescando peces; y los cazadores de iguanas y jutías y aves del espacio estaban en su oficio; y los constructores de viviendas en el de ellos; y las mujeres en las labores de su sexo, que eran múltiples y variadas; y los niños en sus juegos y curiosidades; y los ancianos recordando y transmitiendo la historia de las tribus, ilustrada por preceptos morales, cerró Lila el cielo con magníficas nubes de extraordinarios colores y las nubes se movían con mucha lentitud y gracia como si estuvieran paseando en un vergel, y de ellas salía una música y un perfume hechizador que adormiló a los espectadores de aquel milagro. Y estando ellos dormidos, ocurrió en el cielo una gran revolución y las nubes contendieron unas contra otras con gran ruido de voces que mugían y berreaban, relinchaban y balaban, y en la refriega las nubes empezaron a desmenuzarse, cayendo al suelo en forma de un copioso aguacero, cuyas gotas al tocar tierra se transformaban en vacas, toros, caballos, yeguas, carneros, corderos, ovejas y venados y todos con sus críos. En sueños Lila les reveló los beneficios que podrían obtener de aquellas bestias para la alimentación, vestido, calzado, transporte y labores agrícolas. El arribo de este fabuloso cargamento de animales celestes transformó las costumbres y necesidades de las tribus, enriqueciéndolas. La prosperidad instaló sus cuarteles en la región, y sus cuarteles la fuerza, y la fuerza el poder y el poder la explotación y la explotación la miseria y la miseria la lucha y la lucha la guerra y la guerra el desarrollo de nuevas técnicas y las nuevas técnicas otros productos nada celestiales y los otros productos terrenales, mayor explotación y servidumbre. Los ancianos complicaron sus relatos para dar cabida a los viejos y nuevos acontecimientos y sus relatos se hicieron engañosos, falsos, supersticiosos. El engaño, la falsedad y la superstición debilitaron a las tribus, que desesperadas por las cosas que aumentaban, acumulándose a su alrededor, empezaron a confiar sus negocios a los dioses que moraban en el antiguo monte de maderas preciosas, olvidándose de su creadora, protectora y guía.

MISCELÁNEA

Planta de Moler: Tres tándemes Fulton de 19 mazas, precedidos por cuchillas instaladas sobre los conductores de caña inclinados, siendo las cuchillas Farrel, Ramsay y M-W. Cada juego de cuchillas movido por un motor de 200 cf a 540 rpm. Cada tándem consiste de dos desmenuzadoras de 34 x 84" y cinco molinos de 36 x 84". Las predesmenuzadoras movidas por máquinas Corliss de 24 x 48"; las desmenuzadoras, 1er. 2do. y 3er. molinos, por máquinas Corliss de 38 x 60"; y los 4to. y 5to. molinos movidos por máquinas Corliss de 32 x 60”. Método de Saturación: Aplican del 20% al 25% de agua detrás del 4to. molino. Los guarapos del 5to. molino se devuelven al 4to.; del 4to. al 3ro. y del 3ro. al 2do. molino. Planta de Vapor: 3 calderas CE-VUZ para bagazo, con Spreader Stoker, de 11 793 pc sc c/u con capacidad de 60 000 lb por hora a 160 lb por pulg. cuad. y 520o F, con tiro forzado Wing; una caldera CE-VAD para bagazo o petróleo, de 12 102 pc sc, capacidad de 60 000 lb por hora, a 160 lb por pulg. cuad. y 520o F, con tiro forzado Green. Estas 4 calderas C-E usan 3 chimeneas de acero de 7 x 70'; seis calderas HRT para bagazo de 7’0" diám. x 20’0" largo; seis calderas B & W (3 para bagazo o petróleo) con 3 330 cf total y 33 330 pc sc; y una caldera F-W para petróleo solamente que se usa en la planta eléctrica, de 50 000 lb/hr con 160 lb por pulg. cuad. y 515 o F, de 6 810 ps sc, con chimenea de acero Thermix-Prat Daniel. Todas las calderas, menos las C-E y la F-W están conectadas a chimeneas de acero de 10 x 175”. Planta Eléctrica: 2 turbogeneradores G-E de 1 000 kw con condensadores; un turbogenerador G-E de 1 500 kw y otro G-E de 2 000 kw, ambos de contrapresión; 1 turbogenerador A-C de 2 500 kw tipo extracción a contrapresión o condensador; y un turbogenerador G-E de 300 kw de contrapresión.

BALDÍO

Con los ojos entreabiertos siento disminuir los efectos de sus palabras. Gradualmente la luz de la mañana me devuelve al jardín. Ianita tiene mis fríos pies entre sus manos. Con un paño húmedo me limpia las plantas terrosas de hojarasca, me pone las medias y luego anuda mis zapatos. Me apresura para que beba de un solo sorbo la leche que dejé en el vaso y con una palmada en el hombro me echa afuera, a la calle, a la escuela.

8 ¿Cómo que nos vamos? ¿Quiénes, adónde, cuándo? ¿Todos, ahora mismo? Tenía tantas ganas de llorar, correr de nuevo a la cama, acurrucarme entre las sábanas, cubrirme cabeza y todo; a soñar. Hablaban de remontarse, de navegar toda la extensión fabulosa del Río de la Luna. Esas palabras juntas y separadas me asustaron, me desagradaron. Temía que cometieran un grave error. Las personas mayores, al menos las que yo conocía, no se aventuraban a tales excesos de imaginación. O tal vez oí mal; aún conservaba parte del calambre que el sueño, el sobresaltado despertar, la modorra matinal, me producían. Estas palabras, dichas por Lila, hubiesen sacudido mi fantasía, pero oírselas a mamá, sacudiéndome un brazo, una pierna, la cabeza, besándome la mejilla adormilada, me desconcertaban, me ofendían. Extraña manera de entusiasmarme para la habitual asistencia a clases. En casa algo andaba mal irremediablemente (dudo que alguien de la familia quisiera remediar el mal; al contrario). ¿Así que ahora, caprichosamente, remontaríamos las aguas imaginarias del Río de la Luna? Todo esto me parecía una burla en extremo exagerada, y me volteé en la cama tratando en vano de retomar el sueño. —Prepárense, niños. Ayúdame, Ignacio, por favor. Ojalá no se olvide nada. Honora, diles que en esa caja he acomodado toda la loza de la familia. Tengan cuidado, señores. Gracias, muchísimas gracias. Por el momento había que dejarla andar de un lado para otro, convencida de que sus instrucciones eran ejecutadas con exactitud, y que todo, absolutamente todo, se realizaba acorde con su voluntad. —Alejandro, hijo, ¿pero qué haces que todavía no te has puesto el sombrero? Ida, ayúdale... ¡qué criatura! Siempre somos los últimos. Suplicaba, ordenaba, exigía, yendo de una habitación a otra, ligera, apresurada, suscitando con sus entradas y salidas un movimiento de atención muy seria, lamentándose, consolándose, reprimiendo y halagando a cuanto ser viviente se mostrase a sus ojos. —Estoy en pie desde las cuatro de la madrugada. Inútil, todo es inútil. No hijita, no, así no; hala por detrás... ¡qué horror! No puedo más, tengo los nervios hechos un erizo. ¡Ignacio, Ignacio, Ignacio...! Por ahí, con cuidado, mire para arriba, qué distracción la suya, un tantico más y es la catástrofe, el desastre, la ruina... ¡qué horror! En esta casa no hay una sola puerta segura, esos muebles se van a estropear. Al menos, hay que tener la seguridad de que quedan protegidos. Su voz se multiplicaba, se extendía al unísono con el rodar de muebles, baúles, arcas, valijas en todos los tamaños concebibles; con el clavetear airado de los martillos, el golpear de las puertas y ventanas que se cerraban, dejando las habitaciones muertas; con el malhumorado farfullar de los hombres que dentro y fuera de la casa hacían la mudada; con el trepidar de los motores de los camiones, el rechinar de las gomas y los gritos de los choferes, ruidos todos que en un abrir y cerrar de ojos desaparecían. En el portal todos nos miramos sin saber hacia dónde podríamos dirigir la mirada: no a la calle que pronto dejaría de ser nuestra, no a las otras casas que ahora nos parecían. (por mucho tiempo no hablamos de otra cosa) más hermosas y queridas, llenas de gente simpática, amable, generosa. ¡Cómo era posible

dejarles sin despedirnos! Descubrimos, un poco tarde, que nuestro fingido afecto, es decir, nuestra muestra de simpatía hacia ellos, las más de las veces externamente expresada (eso de explicar los sentimientos es pura lata), era sincero y no impuesto por las buenas maneras, la conducta, la educación. Parecía que mamá había olvidado en un santiamén todas las palabras, todos los gestos, todas y cada una de esas muchas formas de expresión. En lo sucesivo y remontando el Río de la Luna, solo viviríamos mirándonos, unos a otros, desesperados, recordando a los que dejamos detrás; no a la puerta que habíamos cerrado para siempre. Mamá había perdido toda su vitalidad; papá estaba más mudo y sombrío que de costumbre; sus hijos nos moríamos de incertidumbre y miedo, pero no lloramos. —Ignacio... —Por fin mamá rompía el hielo. Un minuto más y hubiese tenido que transportar al mil veces imaginario barco un sólido iceberg, o de anticiparse la salida del sol, un charquito de agua salada. Papá la miró desconcertado...— ¿Estás seguro de que en tu lista no falta nadie? Yo encabecé la mía con el Remotísimo arcabucero. Por alguien había que empezar, ¿no te parece? Dios me perdone si olvidé alguno; aunque la culpa no sea mía, me preocupa. Si no crees que abuso demasiado, ¿me ayudarías a revisar el libro de mis generaciones? Yo no sé cuántos fueron sus días después que unos engendraron a otros. Estimo que en esos tiempos la gente casi se eternizaba sobre la tierra. Si consideramos los estragos que sucesivamente han causado pestes, piratas, ingleses, huracanes, concentraciones, reconcentraciones, hambre, mosquitos, cimarrones, perros jíbaros, mambises, funcionarios coloniales y republicanos, alzados, voluntarios, ejecuciones en masa, pendencias callejeras, sublevaciones, motines, huelgas, delitos menores y, por supuesto, mayores, incluyendo el posible crimen pasional, siniestros, catástrofes, accidentes, suicidios, gallegos, negros, polacos, moros, mesías y redentores, el mismísimo remoto peninsular, enemigo de tu gente, crisis, ideologías y supersticiones, la debacle... Pese a todo lo conservador, tal vez liberal es una palabra más apropiada, que una sea, calculo, y eso que evito constantemente dejarme impresionar por el número de tu parentela, pues he llegado a admitir por primera vez la posibilidad de que tengas razón y que los tuyos sean más antiguos en esta tierra que los míos, ¿por dónde iba?, ah, calculo que somos más que las criaturas que entraron al Arca. Temo, Ignacio, que con todo el dolor de nuestras almas, nos veremos forzados a realizar la misma operación que Dios dictó a Noé; de todo ser limpio en nuestras generaciones tomaremos de siete en siete, macho y su hembra, perdón, varón y mujer; mas de las personas que no son limpias, dos. ¡Que Dios en su infinita justicia nos ayude a elegir bien! Pienso que no va a ser tan difícil. A la gente se le conoce por la cara. Tenemos que estar alerta para no dejarnos seducir por las apariencias. Los ojos no mienten. Cuídate de esos que nunca miran cuando uno les habla, mosquitas muertas, hipócritas; oyen pero no atienden. Algo esconden, algo que está en el alma y se refleja en la mirada. Lo cierto es que la tradición familiar ha velado por nuestras generaciones. Claro, sería ingenuo pensar que no ha habido su oveja negra, su hijo pródigo. Para con ellos hay que ser benevolentes, pobrecitos, víctimas de los engaños y seducciones del Maligno (Dios mío, limpia mi boca de palabras obscenas y espíritus de perversión). Puedo sentirme satisfecha si he de atenerme a lo que nuestros padres nos han transmitido acerca de la familia. Hubo

de todo, pero de todo lo mejor. La verdadera dificultad radica en sus nombres. Imagínate, la nuestra es una familia de mujeres, todas casadas como Dios manda, con sus únicos y primeros novios, y la viudas, viudas. Eso lo complica todo, aunque muy juiciosamente he confeccionado mi lista en orden alfabético. Ay, Ignacio, y ¿si no acuden a la cita? He escrito no sé cuántas cartas, cuántos mensajes: cables, telegramas, llamadas telefónicas, plegarias, invocaciones, consultas, transmisiones telepáticas y mediúmnicas. No queda un alma encarnada o desencarnada con la cual no haya tratado de ponerme en contacto. ¡Oh, Dios, Dios, abre tus puertas, todas tus puertas y caminos para que ellos puedan acudir al feliz encuentro! Ilumínales para que ellos traigan solamente lo necesario, lo imprescindible, que no se les ocurra cargar con todas sus pertenencias (Señor, qué atrocidad, he dejado dentro la polvera musical de mamá —de abuela— de todas ellas de mano en mano de generación en generación de pueblo en pueblo de casa en casa, olvidada, perdida en esta casa que pronto va a desaparecer como Sodoma por sus mil y una abominaciones). ¡Las nuestras son tantas! ¡Oh, Dios, junta todos sus huesos, pon en ellos nervios y carne y piel y espíritu y hazles vivir! No olvides, Señor, al Remotísimo, que no le falte uno solo de sus delicados huesitos para que pueda enfrentarse nuevamente con decisión y energía al soberbio don Melchor. ¡Cobarde, cobardísimo Melchor! No salir de su casa en seis meses. No aventurar el regreso a La Habana ni por tierra ni por mar. Le faltaron alas al muy cotorrón. Cuarenta arcabuceros, tan aterrados como el pobre Melchor, le protegían fuera y dentro de la casa, rodeándola noche y día. Contra las órdenes más severas de la Capitanía General, el licen Melchi procedía de acuerdo con su pobre e infeliz juicio (perdido), tergiversándolas, desobedeciéndolas. El li Chito sentenció a muerte y pérdida de bienes a «todo el pueblo», contrabandistas y herejes; hechiceros, agentes subversivos del demoníaco señor de las pulgas, guasasas y jejenes. De los sentenciados, sólo pudo arrestar a cinco. Tan pronto tuvo noticias de que los alzados iban a impedir que fueran conducidos a La Habana, les suplicó perdón y clemencia y les puso en libertad. El Remotísimo (si se le ofrece la ocasión) debe estar preparado para cantarle a Ito, sin tartamudeos, las cien verdades absolutas de la Ley Familiar en los reinos de España. No sabes cuánto me alarma que todos sus huesitos no se hallen en perfecto estado. Uno solo que faltare le privará de buena salud y robustez. ¡Arriba, Remotísimo, al ataque! Como te iba diciendo, el ilustre y nunca bien ponderado Remotísimo, ganó su primera batalla al li To, al capitán general don Pedro Valdés y a la metrópoli, al declararse libre de obligaciones, deberes y compromisos para con estos, y huyó al monte con mil vecinos de la villa. No hay que dudar de que poseía la madera de un gran héroe. Un jiquí. En el monte. O se convirtió en un triste, desdichado recuerdo. En el pueblo, sólo de oírle nombrar los ciudadanos sentían revolvérseles la sangre. Cuando el Remotísimo regresó, triunfante, aclamado por las multitudes, dueño y señor de la situación, ya había tomado mujer. Dama criolla, hija de un rico hacendado de la región. Los bayameses, niños y mujeres, al pasar frente a la casa del desnaturalizado peninsular, acompañándose de latas, cucharas, pitos, cueros, maderas y chiflidos, hacían burlas del lloroso y taciturno ex asesor letrado del Capitán General que en su cama, sudoroso, mudo, febril, languidecía, oyendo las voces que en la calle gritaban:

Poago, Poago, por cobarde y vago, no sabe lo que hago; si cierra los ojos lo despierta un clavo y si alza la pata se quedará cojo o perderá el rabo. Detrás de la mata, por tonto y por vago, Poago, Poago, no sabe lo que hago. Ellos están en el centro, cogidos del brazo, elegantemente ataviados. Mamá lleva sombrero y guantes grises, zapatos charolados y un bolso de mostacillas más oscuro que el vestido de encaje y raso. Papá lleva chaleco y sombrero blancos, ancha corbata que se extiende sobre la solapa del saco corto, ajustado, a la medida, y tan obscenamente inmaculado como los pantalones y zapatos. Sus hijos les rodeamos discretamente grises. Yo debo ser el que estoy al lado de mamá. Me parezco mucho a mí mismo. El traje negro de pantalones cortos y espléndido cuello marinero, trencillado en blanco y en otro color oscuro, no parece estar muy bien planchado (tal vez sea la mala posición adoptada, recostado a mamá, tímido); la correa de la sandalia derecha parece estar torcida o mal enhebillada, y en la pierna izquierda, en plena espinilla, un tristísimo pedazo de esparadrapo supera la eucarística blancura de la ropa de papá. También parece que todos sonríen. Detrás y sobre sus cabezas la proa de la desmesurada carabela. Se alcanzan a leer una A y una N, separadas por un espacio en blanco. Mamá tiene en una mano un pergamino enrollado y una flor sujeta al escote. No creo que pueda ser posible mayor solemnidad, tampoco mayor sentido del ridículo. Por eso todos parecen mirar al sol, que les golpea la cara con el rabillo del ojo, maliciosamente. —Oh, querido, comienzan a llegar. Tengo miedo. Si al menos llegasen en orden cronológico. Y ese hombrecito? ¿Será de tu familia? Debo aclararte que los tuyos fueron citados... ¿qué hora es? Atardece. Déjame poner en razón mi pobre cabeza. De seis a doce mis generaciones, las tuyas después de medianoche en adelante. Anochece. Cómo quieres que los reconozca si ni siquiera sé a quiénes de nosotros puedan parecerse. Han transcurrido tantos años, cambios, evoluciones; cómo quieres que los llame si desconozco el nombre de los primeros. Los últimos serán los primeros. Esos somos nosotros, los últimos, ¿pero los primeros quiénes son? ¿Cómo son? Ayúdame, Ignacio, por favor, ayúdame. El primero en mi lista tiene por nombre de pila Miguel. Es un nombre muy frecuente en la familia. De algún sitio debió salir, digo, de alguna persona. Miguel, Miguel, no me atrevo, podría ser Rafael, que es el nombre de mi tataratataratataratataratarabuelo. Pero el nombre de su primogénito es Rubén. ¿Quién engendró a quién? Si no hubiera ocurrido el incendio, la influenza... pero no importa, al fin me reconocerán, ¿cómo?

El muelle, a medida que lo invadía el gentío, se ensanchaba, se extendía, en cualquier momento el tumulto lo haría derrumbarse, caer, desaparecer en las aguas verdinegras, verdiazules, verdiazulesnegras del río, de la yerba negriverde, del fango negriazul, del agüifangonegro. —No puedo hacer ningún tipo de distinción. ¡Idiota, idiota, idiota! Debí identificármeles con uno de esos cartelitos, dibujaditos, bien escritos (letra clara, redonda, firme), que se hacen cuando uno tiene que esperar en una estación de trenes, de guaguas, en el aeropuerto, uno de esos cartelitos Rotarios, Leones, Caballeros de Colón, Fraternidad Masónica, Iglesia del Séptimo Día, Facultad de Ciencias Puras, Exactas, Verosímiles, uno de esos cartelitos que se usan cuando uno tiene que esperar a un desconocido. Pude haberles dicho, escrito, transmitido el orden exigido para viajar, ¡qué desorganización! No se me ocurrió que hicieran falta papeles, papeles, papeles... Ya llegan, ¡qué multitud! Nunca imaginé que fuéramos tantos... Ignacio, ayúdame. Al demonio todo lo demás. Se me ocurre una idea extraordinaria; cada vez que yo llame algún nombre de mi lista, en voz alta y clara, tú gritas, hacia Leonor. Yo digo, por ejemplo, Rubén Avila y tú gritas, hacia Leonor, de modo que todos se dirijan a mí, así sabré quién es de mi familia y quién no lo es. Estoy aterrada. Nunca faltará un impostor, un «colado», algún intruso, cualquiera. No debemos arriesgarnos a tales peligros, un infiltrado y, no quiero pensarlo... En estos casos, te imaginas, cualquier cosa puede suceder. Tal vez, no sé, tal vez no mantuve el secreto secreto. Todo tengo que decirlo, no aprendo, no aprenderé, Ignacio, ¿dónde te has metido? Temblaba. La sombra de los muertos, la sombra de los vivos, la sombra de la noche rondaban allí, oscureciéndolo todo. —Ignacio, ¿dónde estás? Noche cerrada . No veo nada. No oigo nada. Me he quedado sorda y ciega, ¡qué desgracia! Está oscuro como el fango del río, ¡qué asquerosidad! Oscuro, oscuro, oscuro. A los hombres les gusta eso, la oscuridad. De repente los recién llegados se iluminaron, una llamarada, otra, otra. ¡Fuego, fuego, fuego! ¡Bayamo en llamas! El resplandor que emanaba de los cuerpos borró sus rostros, sus formas. Enloquecida gritó: que comparezca el primero. Una nube de humo rojo le golpeó el rostro, y ella, frenética, volvió a gritar: que comparezca el segundo. Una nube color amarillo, sin siquiera rozarla pasó frente a ella, y una tercera, anaranjada, y una cuarta verde, y una quinta, azul, y una sexta índigo, y una séptima, violeta. Triunfante, se le iluminaron los ojos animándole la voz, alegre, fina, dulcísima. Los primeros siete habían embarcado, sin complicaciones, sin problemas, raudos, alígeros, aéreos. Miro hacia atrás y les vio sobre el puente de mando, coronando la carabela de proa a popa. Lloró de júbilo, y pensar que casi perece de espanto. Extendió la mano y alcanzó la de papá, la estrechó con dulzura, amorosa. Entonces se oyó el ilustre, ilustrísimo nombre del Remotísimo. Mamá, entusiasmada y al azar, dictó, ya fuera porque tenía los ojos turbios de lágrimas o porque sin quererlo saltó la línea que le correspondía leer, o porque el nombre se le impuso como una revelación. Don Lorenzo Cisneros y... Aria di portamento. Doce varones de distintas edades, figuras, vestidos, épocas, prestancias y talante, comparecieron ante sus vacilantes ojos. ¡Presente! Aria all’unisono. Formaron en círculo, de espaldas a los concurrentes y al tribunal, e inmediatamente entonaron una suerte de salmo que interrumpían a mitad de cada versículo, bien porque olvidaran el texto o porque no lo conocían. Daban la

impresión de que tanto la melodía como la letra salían de sus bocas, distorsionadas, atonales, desentonadas. Perpleja, no salía de su asombro. El mundo entero daba vueltas a su alrededor, rimando vertiginosamente con sus pensamientos. Rima interna, rima externa, circunstante, circunscrito, circunloquio. Casi se desmaya; casi cae, arrastrada, dentro de la ronda. Corría, tratando en vano de verles las caras, alrededor del coro. Papá, entonces, gritó: ¡Leonor, Leonor! Y, como por arte de birlibirloque, el círculo se rompió, todos se dirigieron automáticamente hacia donde mamá, descompuesta, jadeante, buscaba la flor que en la carrera se había desprendido de su escote. Por poco pierde también el sombrero y, lo que hubiese resultado una verdadera desgracia, el pergamino. Si lo pierde, adiós ancestros, linaje, abolengo; adiós viaje sobre el Río de la Luna; adiós agua prometida, Jerusalén fluvial, juicio sumergido, milenio flotante; adiós celeste abrevadero, acuario de la vida, fuente de la sanidad de las naciones, río limpio de agua de vida; adiós para siempre jamás Remotísimo Alpha Remotísimo Omega, adiós, adiós, adiós.

MISCELÁNEA

Clarificación: Once calentadores de guarapo multipaso de 9 426 pies cuad. sc total, conectados para vapores y vapor de escape. Cuatro clarificadores Dorr de 5 compart, 20' diám. dos clarificadores Dorr de 36' diám. de 5 compt. 121 000 gal. cap. c/u. Un clarificador Graver de 30' diám. con 5 compart. Un tanque de cachaza de 9 200 gal. capacidad. En 1944 se instalaron cuatro filtros para cachaza, Oliver Campbell, 8 X 16'. Para la zafra de 1945 instalaron dos defecadoras con 17 657 gal. capacidad total, para defecar el jugo turbio de los filtros Oliver. Evaporadores: Un prevaporador de 10 000 pies cuad. sc; tres cuádruple efecto de 22 700 pies cuad. sc c/u. El primer vaso dispuesto de manera que suministre vapores a los calentadores de guarapo. Un cuerpo de 12 000 pc sc, instalado en mayo de 1946 para trabajar como primer cuerpo de doble efecto conjunto con el prevaporador original. Este doble efecto suministra vapores a los calentadores. Para la zafra de 1951 proyectan instalar un calentador de 969 pc sc para guarapo clarificado antes de pasar al prevaporador. Todos los guarapos que pasan por los calentadores son calentados con vapor del prevaporador. Tachos: Diez de doble calandria, 1 275 pies cúbicos cap., y 1 775 pc sc c/u. Equipo de Condensación y Enfriamiento: Usan agua salada para los condensadores, suministrándola la estación de bombeo situada aguas abajo de una represa en el Río Chorreto, a poco más de 1 km del ingenio. Cristalizadores: Cuarenta y dos, cuatro de los cuales están en el piso de los tachos, usándose para semilla. Nueve de ellos equipados con serpentines de enfriamiento de 3/4" y 29 con serpentines de enfriamiento. Todos los cuarenta y dos, son del tipo cerrado y de 1 470 pies cúb. cap. Centrífugas: Dieciocho máquinas W-L de 40" movidas eléctricamente, para azúcares de primera, de las cuales cuatro se usan para azúcar blanco, 36 máquinas hidráulicas W-L de 40" para azúcares de baja graduación.

BALDÍO

Dame agua hervida con tallos y hojas de romerillo, fría. Ianita, dame de esa agua buena para mi cuerpo que envejece. Aún somos niños. Aleida, Aleida, ven; Lila, vengan las dos. ¿Qué sería mañana sin nosotros? cuantas veces cruzo el baldío las llamo y no responden. Salto a la furnia, caigo debajo del laurel y no responden. Huele a podrido, a humedad, a desperdicios de comida, a ropa sucia y vieja; huele a zapatos que han perdido la suela y los cordones. Y huele a romerillo y a aguinaldos, ahí. No seas inocente, no quieras serlo, no muestres ese feo sentimiento de culpa, no llores, no, no, pero no te rías de esa historia que acabas de contarme. Si mañana fuera el día que pasó, harías lo mismo. Dime que tú lo harías, igual, eternamente una niña que juega a los vidritos. Dejémosles ahí, para la lluvia y el sol. Mañana volveremos. Cuando nadie nos quiera más, cuando todos hayan dejado de querernos, vendremos al baldío y aquí hablaremos. Óyeme, déjame hablar. Hagamos un concurso de recuerdos. Yo tengo más, los tuyos son mejores; ambos perdimos. Otra memoria gana, la del baldío.

9 De la familia de mamá, tía Clara diez años mayor que ella, era quien nos visitaba con mayor frecuencia. Sus visitas aumentaban con los años. Tía Clara envejecía con una vertiginosidad irracional, y buscaba la compañía de su hermana, no por las razones más obvias —viuda y sola, sus hijos casados, prácticamente, según su decir, la habían abandonado—, sino porque mamá era, y esto lo decía con marcado énfasis, su más íntima cercanía con el pasado. Culpaba de su rápido envejecimiento a la pobreza. Pero no la que le produjo la viudez, ni la educación extranjera de los hijos, ni las remotas visitas a su prima Lucinda, poseedora de una villa para turistas del verano en las Catskill, ni la pobre administración de sus pobres bienes, sino la ocasionada por el procedimiento que se siguió al distribuir la riqueza de nuestro bisabuelo Octavio Alejandro Roble y Castillo. A su hijo Alejandro Delfín correspondieron las tierras de la comarca de Maniabón hasta los cayos de la costa; a su hija Clara María, casada con Enrique Torre Véliz, español, las tierras de San Andrés. Su viuda, Aleida Contreras, y sus tres hijos menores: Hortensia, Lucinda y Aleida (tía Clara, mamá y sus hermanos Ricardo y Ernesto eran hijos de la menor de las Roble Contreras) heredaron la extensión que sigue la Sierra de Gibara, tierra rojiza y parda, fértil en el llano y rocosa, árida, de cavernas y dientes de perro en la sierra, hasta lindar con el poblado de Punta de Yarey por el este y por el norte hasta el mar. Las otras tierras pasaron a manos de aparceros y arrendatarios isleños de Canarias y negros y mulatos libertos. Dueña de una ilimitada fortuna, dividida, separada por las distancias, entonces inconmensurables, la familia empobreció, perdiendo su poder. Tía Clara aborrecía con grandes alardes a los gallegos, bodegueros de aldea; a los moros —sirios y libaneses—, vendedores de bisuterías; y a los negros, ladrones y holgazanes. Pero se cuidaba de que Papá, tío Joaquín, el hermano menor de papá, o nosotros, oyéramos sus «clasificaciones sociales». No quería «herir susceptibilidades». Tampoco era bueno «que los menores reprodujeran sin distinción de matices, la opinión de los adultos». Mamá tenía que sufrir con paciencia, aunque le faltasen ganas de hacerlo, los delirios de grandeza de tía Clara, su fingida irritación y falso mal genio, sus ataques de melancolía y sus bien administradas emociones. Tío Ricardo vivía en La Chorra, de un puestecito de viandas y frutas. Había dirigido la huelga del 25, y de jefe de Maquinaria pasó a un puesto menor en el piso de azúcar. Pero sus «ideas reformistas» y el contacto con «gente que no era de su clase», su «irresponsabilidad» y otras cuestiones por el estilo que sólo a tía Clara le molestaban, hicieron que en el 33 la compañía lo despidiera, dejándolo en la calle. Tío Ricardo pudo entonces abandonar el central, pero tenía muchos muertos en estas tierras para abandonarlos y no perdía las esperanzas de ver convertido este feudo yanqui en un soviet. —El día que ellos menos lo esperen —decía echando grandes bocanadas de humo— vamos a prenderles la cadena que divide la carretera entre los dos centrales. Ese es el símbolo más denigrante de esclavitud y explotación. La carretera que años atrás estuvo asfaltada y que ahora era de piedras y cocó hasta Santa Lucía, conservaba en ambos bordes una hilera de añosas y

corpulentas anacahuitas, famosas en toda la región. Pasada Santa Lucía estaba La Cadena, un crucero del ferrocarril. Una cadena de hierro macizo sostenida por dos pilares de concreto impedía el tránsito automovilístico, a menos que fuera abonada una cuota de veinticinco centavos por cada carro y cincuenta centavos por cada camión. Tío Ernesto había conservado una pequeña finca, dedicada en parte al cultivo de la caña, el resto al cultivo de frutos menores y a la crianza de ganado. Vivían humildemente, él y sus hijos trabajando de sol a sol, pero se permitían algunos lujos pequeños, como la compra de un auto y la educación de sus dos hijos menores en una escuela protestante en la provincia de Matanzas. Mamá había venido al central cuando mis hermanos mayores ya habían nacido. Papá trabajaba en el ingenio. Su salario era módico pero decente, y nos permitía vivir con cierta holgura. En el batey no se pagaba alquiler, ni luz, ni agua. Nuestra casa era cómoda y no le faltaba encanto. La familia de papá era de origen más humilde, pero casi todos tenían sus pequeños terrenos y no dependían del trabajo asalariado. Estas pequeñas vidas tenían su grata compensación en el pasado. Nos referíamos a aquellos lugares como si aún fueran de nuestra propiedad. Y constantemente se hacían alusiones al esplendor desaparecido y casi un siglo atrás, pero que en las conversaciones y en los recuerdos se mantenía presente. A mí, particularmente, me confundían mucho los nombres de familia. Hice que Aleida me confeccionara un árbol genealógico para saber con exactitud de quién hablaban mamá y sus hermanos. Las generaciones anteriores a mamá (sin hacer caso de los remotísimos ancestros de tía Clara) comenzaban con la familia de don Octavio Alejandro Roble y Castillo, casado con doña Aleida Contreras Luján. Su hijo Alejandro Delfín no había dejado descendencia. Su hija Hortensia tampoco. Lucinda había emigrado a los Estados Unidos, terminada la Guerra de los diez años. Casó siendo una mujer ya mayor con un cubano residente en ese país. Nunca regresaron a Cuba. Lucinda era un personaje legendario. había hecho toda la guerra junto a su padre. Y en Tampa primero y luego en Nueva York, siguió firme la obra de su padre. De ella se contaba que estuvo sentada en el estrado de la Sala Hardman, junto a los próceres de la guerra en la cual ella había combatido durante diez años, aquel 17 de abril de 1892, cuando fuera confirmada la proclamación del partido Revolucionario Cubano. A Cuba no le escatimó ni una lágrima, ni un solo pensamiento, ni un momento de trabajo y sacrificio. Su casa se abrió a la emigración revolucionaria, en ella, los hombres y mujeres que iban a iniciar de nuevo la lucha, encontraron apoyo, respeto, ternura e inspiración. No volvió a Cuba porque su tarea en el exilio era más necesaria y útil, pero no olvidó en las madrugadas frías del Norte, ni en los mediodías de húmedo y asfixiante calor, reposar un momento para escribirle a su madre y sus hermanas, aquellas cartas que pasaron de generación en generación, atadas con cintas punzó y conservadas en un pequeño cofre de caoba de La Reseda. Cuando se hablaba de ella en casa, lo cual ocurría con frecuencia, se hablaba con la cabeza baja, por respeto, y con una voz que sólo la virtud impone. Clara María y su marido Enrique se trasladaron a España unos años antes del comienzo de la Guerra de Independencia. Allá vivió ella hasta su muerte. Está

enterrada en Zaragoza, y nuestros primos y tíos gallegos brotan de esa rama que fue trasplantada e injertada en el árbol de nuestros orígenes. Nuestra abuela Aleida se casó con Juan Carlos Torralba. Y como en el capítulo cuatro, versículo primero del Génesis, Juan Carlos conoció a Aleida, su mujer: la cual concibió y parió a Clara y a Ricardo y a Ernesto y a Leonor. Y como en el capítulo cuatro, versículo diecisiete, mi padre conoció a mi madre, la cual concibió y parió a Honora y a Ricardo y a Rubén y a Raciel y a Aleida y a mí. Y estas son las generaciones por la línea materna. De toda la familia de mamá, tía Clara era la más cercana a nosotros. Sus hijos también lo eran, pero, como ella decía: «andan todos desperdigados por los cuatro puntos cardinales». —Clara es un caso patético de desconcierto —le decía mamá a Honora, mientras tejían ambas en el comedor—. No dice jamás lo que siente. Por ejemplo, se queja del descuido con que Aurora arregla la ropa: no hay un solo calcetín bien zurcido; las camisas están demasiado almidonadas, como globos; los pantalones han perdido el filo, etcétera. Aurora ya no sirve. «Debes pensar en una mujer más joven y ágil, o con mejor gusto para esos menesteres.» Pero no olvida traerle una naranja, redonda y anaranjada, la mejor para ella, pues «Aurora es la única en la casa que sabe apreciar un color o una forma definidos. Además la pobre está tan atafagada de trabajos, ni siquiera puede acompañarla a las visitas. Con Aurora una sí puede hablar de las cosas auténticas. Tiene una excelente memoria. Es incapaz de confundir un guipur con un encaje de Bruselas o un encaje gallego. Sólo las negras bien educadas por buenas familias conservan nuestros gustos». Dice que Aurora estropea las cremas y los almíbares, pero pasa dos horas en la cocina preparándole un arroz con leche para que su buena negra no olvide que un buen postre es superior a cualquier otra delicia del paladar. Se opone a las relaciones de tu primo Jorge como Nadir. «Es mora.» Pero no comprende cómo a una chica tan fina, de tan buenos modales y conducta ejemplar, no le permiten pertenecer a La Colonia. «Después de todo es blanca y católica y esos no se sabe qué son. No todos, hija, son hijos de Dios y casi todos son blancos de Tunas. Además todas las gallegas tienen un primo. ¡Qué casualidad! Ninguna ha llegado a estas tierras sola. Los gallegos son todos ¡tan brutos!, confunden la franqueza con la mala educación. Claro que aquí todos somos españoles. Bueno, los blancos. Eso de que el que no tiene de congo tiene de carabalí es una indecencia de los políticos y los nuevos ricos. España es España, blanca, católica y aristocrática. El campesino más humilde es un gran señor. Y qué decir de los americanos. Esa gente no tiene moral, son todos unos degenerados, protestantes y herejes. Un país con millones de judíos, asesinos de nuestro Señor. Perdón, olvidaba que el hijo de nuestra prima Lucinda, Ralph, se ha casado con un primor de muchacha hebrea, limpia, ordenada, ahorrativa. Un ángel, un puro ángel de la más antigua tribu bíblica. ¡Ay, hija!, si no fuera por los americanos, ¿dónde estaríamos? Siempre ambicioné irme a vivir a ese enorme país... pero cada vez que me acuerdo que nos robaron todas nuestras tierras, me siento nazi o fascista o comunista... les tengo una roña.» Claro, esto que te estoy diciendo, Honora, no es totalmente así. Quiero decir que Clara no aventaría su discurso, este, de un solo tirón, ni yo podría oírselo. Clara es una mujer inteligente y se avergonzaría de sus inconsecuencias. Un día dice horrores contra Aurora, la familia de Nadir, la

raza de la mujer de Ralph, España y los gallegos, y luego, días después, los colma de virtudes humanas y angélicas. A mí me entristece verla, oírla, es majadera pero dulce, egoísta pero desinteresada, irritable pero paciente. Además, ha envejecido y se siente sola y enferma, tolerando una dieta que la consume y extrayéndose sangre de sus endurecidas venas. No, Honora, Clara no es Clara, liberal que se finge conservadora, devota que acusa a los fieles de supersticiosos y herejes. Su generosidad ha cuidado de todos nosotros. Nunca nos faltó su comprensión y ayuda. Habla porque necesita oírse, tanto que hablaría aunque no tuviera mis oídos para atenderla. Y siempre dice las mismas cosas. Igual que mamá antes de morir. No sé qué va a ser de ella si yo le faltara. Sólo a mí habla de sus cosas y se excusa temblando. «No es que yo sienta envidia ni celos de ti, Leonor. Es curioso cómo, siendo tú la más pobre, hayas sido la más dichosa. No les faltó a tus hijos un padre, ni a ti un compañero. Estás rodeada de las mejores criaturas del mundo. Si tu pequeño Alejandro es distinto, para eso te tiene, para que o l ayudes y orientes. Es como mi Ernesto. Hombres de firme imaginación, emprendedores, capaces de devolverle a la familia su antigua jerarquía. Llegará lejos, Leonor, lejos.» Entonces se pone a reconstruir los viejos tiempos, los días en que la casa se llenaba de pretendientes. Habla de los matrimonios, los bautizos, las fiestas, barbacoas, giras, vestidos, sombreros, viajes... y cuando se entristece con tanta alegría pasada recuerda los lutos de la familia y llorando bendice a nuestros muertos. Llora hasta que yo la animo enumerando las venturas del presente y el porvenir que espera a nuestra querida familia. Pero Clara no es la misma. La entretengo, pero no consigo despertarle ningún entusiasmo verdadero. Está vieja y enferma, Honora. Mamá se quita los espejuelos. Se limpia las lágrimas con su pañuelo, y cuenta las puntadas en cruz que ha puesto en el canevá. Honora la mira dulcemente y no se atreve a decirle lo que luego le dirá a Ricardo o a Aleida: que no soporta a tía Clara con sus majaderías de vieja, que detesta sus ínfulas de grandeza, su intolerancia, que no comprende cómo mamá siempre está dispuesta a oírla. Termina diciendo que la pobre tía Clara está chocheando. Todos son iguales, tratándose de la familia... «ruin es el árbol que no cobija sus raíces». Y Aleida alaba las higueras indias que hacen de sus raíces al aire nuevos troncos que sostengan sus corpulentas ramas. No es que Aleida sea la más sincera; es la menos hipócrita. —Mientras sigamos pensando de ese modo y poniendo parches por todos lados, no será posible arreglar nada. Un día se nos van a reventar las venas, aguantando la mala sangre que nos pudre el cuerpo. Honora le da la razón con un poco de miedo. —En esta casa sólo se habla de los muertos, ¿cuándo van a poner los ojos en los vivos? Eso dice Raciel. No le falta razón, porque en el patio, pelando unas mazorcas de maíz tierno, Aurora y Genoveva se lamentan de los hijos que Genoveva no vio nacer y de los achaques que le quedaron después de perderlos. Aurora le manda que se dé unos baños de rompesaragüey, amansaguapo y albahaca morada, para que aleje los seres que la perturban. Hasta el más insignificante dolor de muelas es producto de alguna mala influencia. Hay que rezar mucho. Y entre las mujeres se entabla una discusión interminable. Porque Aurora culpa de las desgracias que

padecemos a los espíritus oscuros, a los cuales se les amansa con vasos de agua, flores, velas y oraciones. Hay muchas almas necesitadas. Genoveva culpa a los santos. Ella los atiende diariamente y celebra sus fiestas, pero se le han virado y ¿qué puede hacer ella? Cuando Ianita interviene en la conversación se arma la de San Quintín. ¿Qué tanto santos y seres y niños muertos? Eso debió resolverlo en la cama, con un hombre como Bob. No hay santos ni seres que valgan. La pobre Genoveva, ingenuamente, se deja provocar por Ianita, y allá va la larga historia de sus relaciones sexuales con Bob. Ianita se divierte de lo lindo, haciendo gesto de una deliciosa obscenidad, riéndose escandalosamente. Una tarde por nadita se halan las pasas, porque Ianita le dijo a Genoveva en su mismísima cara que le faltaron los consejos de Violeta. Desde entonces dejaron de hablarse. Lila y yo salimos de nuestro escondrijo, y cuando las mujeres nos vieron, a una orden de Aurora, que podía fulminar con la mirada, se callaron. Las mazorcas andaban por todo el suelo. Genoveva y Ianita las recogían mirándose como perro y gato, a punto de arañarse y morderse. Pero no corrió sangre. Lila me estuvo contando, como solo ella saber hacerlo, su llegada a Sabanas. Y me prometió que un día haríamos todos ese viaje por el Río de la Luna, toda la familia desde el Remotísimo arcabucero hasta mí. Lo haríamos en una de las carabelas del navegante genovés, descubridor de la Isla. Iríamos a Sabanas para no volver jamás al batey. Allí viviríamos en ese pueblo abandonado que las guerras dejaron en el silencio y el vacío de una noche de cien años. Me prometió convencer a mamá. ¿Pero cómo sería posible reunir a tantos muertos? ¿Quién iba a identificarlos? Cuando Lila iba a empezar el cuento de la supersticiosa fundación del batey, las mujeres empezaron a gritar, insultándose, y Lila, oyendo decir a Ianita que a esa metodista, espiritista y santera de Genoveva se las iba a cobrar todas de una sola vez, se asustó tanto que me sacó de donde estaba y a las mujeres de lo que decían y querían hacer.

MISCELÁNEA

Almacenaje de Azúcares: Almacenes de capacidad suficiente para las necesidades de la finca, pudiendo guardar 490 000 sacos para este ingenio (compartiendo los almacenes con el central La Chorra) en los almacenes de la compañía en el puerto. Pueden almacenar 50 000 sacos en el batey. Tanques de Miel: Suficiente tanquería para las necesidades de la finca, pudiendo almacenar varios millones de galones en el batey y en el puerto. Tanques de Petróleo: Tanques de capacidad suficiente para las necesidades del ingenio y de sus ferrocarriles. Hay capacidad para almacenar sobre 1 000 000 de galones en el ingenio y en el puerto. Edificios y Construcción: A.C.C.S.I. No. 133. Clase I-(b). Fábrica construida en 1911. Dos plantas, paredes de hierro galv. sobre armazón de acero y parte de ladrillo. Techo de hierro galvanizado sobre armazón de acero. Pisos de cemento. Almacenes de azúcares: además del envasadero almacenan azúcares en un almacén de ladrillo anexo a la casa de calderas, y en un almacén independiente de acero conocido por Edif. No. 2. También en los almacenes de ladrillo situados en Juan Carrillo. Otros edificios del batey: mayormente de ladrillo, madera y hormigón, con techos incombustibles.

10 Toda la culpa ha sido mía, solamente mía. Noche tras noche le pedí a Lila que convenciera a la familia para hacer el viaje. Lila quería complacerme. No sé por qué a última hora parecía arrepentida, avergonzada. No sé por qué esperó a que todos estuviéramos dentro para decirme, ante el horroroso espectáculo que cerró mis ojos, que ese viaje era disparatado y perverso. No sé por qué, ante el terror de mi cuerpo que se despedazaba, como el árbol del laurel que desgajó y arrancó el ciclón, tuvo ella que decirme la verdad. Nosotros nos perdíamos. La familia entera se perdía para siempre, porque a Sabanas no se llegaba por capricho, o ambición, o codicia, o por la voluntad de un grupo de individuos, pertenecientes a una familia exclusivista y pretenciosa. La soberbia había perdido a los antiguos habitantes de Sabanas. La soberbia nos perdería a todos nosotros. Sabanas fue fundada en 1868, el mismo día que los cubanos decidieron alzarse en armas contra España. Algunas familias, que no tenían ni nguna relación con la nuestra, frente a la disyuntiva de tomar partido por Cuba o por España, optaron por la neutralidad: no se fueron a la manigua, no permanecieron en el pueblo en que vivían. Salieron, blancos de pura raza, negros envejecidos, de inquebrantable lealtad a sus amos, y mulatos obedientes y confiados, en busca de tierras donde fundar una comunidad que los alejase de las vicisitudes de la guerra. Los negros viejos fueron muriendo en el camino, los blancos viejos también. A Sabanas llegaron sólo los jóvenes, los más fuertes y decididos, los más orgullosos y obstinados. La región donde acamparon era, como en los orígenes del país, la tierra más hermosa que ojos humanos pudieron contemplar. Todo era monte de árboles gigantes, regado por un río de aguas quietas y de lento curso. Los hombres talaron parte del bosque y construyeron sus viviendas; parte del terreno fue dedicado a la labranza y parte a potreros de pastos para la crianza de ganado. Como en el principio de la creación, el que los guió hasta ese paraje organizó a su gente por oficios y fue entregando a cada cual su herramienta. Y cuando hubo concluido de entregar las herramientas y nombrar a cada cual por su oficio, un hombre febril, ensimismado, llegó hasta él, preguntándole: ¿Y yo qué soy? El jefe, colérico, le contestó: ¿Qué hacías, mientras todos a mi alrededor acogían la distribución que yo hice del trabajo y sus instrumentos? Y el hombre repuso: Yo contemplaba tu obra. El jefe, conmovido, le respondió: Tú, siéntate a mi diestra, pues eres el poeta. Y el poeta introdujo en la vida de aquel nuevo poblado, la magia, la fantasía, el misterio y la gracia. Y magia y fantasía y misterio y gracia eran verdaderos, es decir, la verdad. Y junto a él se desarrollaron los hombres de pensamiento y los inventores y los que formularon las leyes y los que instruían a los ciudadanos en el orden y el respeto, la sobriedad y la cordura. Sabanas crecía en número de habitantes y su riqueza se multiplicaba. La vida en ella se desenvolvía próspera y plácida, en un perenne encanto de estar vivo. Y mientras allá se construía una bodega y un café, Valmaseda emitió una orden general que declaraba la guerra sin cuartel. En Sabanas, los niños asistían por primera vez a clases... Y en toda Cuba, tanto en el campo como en las poblaciones, comenzaron a sentirse los terribles efectos de la reacción. A todo hombre de quince años en

adelante que se le encontrase fuera de su finca, como no acreditase un motivo justificado para haberlo hecho, sería pasado por las armas. Y todo caserío en que no ondeara un lienzo blanco en forma de bandera, para acreditar que sus pobladores deseaban la paz, sería reducido a cenizas. Y a toda mujer que se le hallase fuera de su finca o vivienda o casa de sus parientes, se la reconcentraría en los pueblos; las que así no lo hicieren serían conducidas por la fuerza. Sabanas inauguraba con la total participación de sus moradores, adornadas las calles y casas, un botiquín, un centro de recreo, una fonda. En Guáimaro se efectuaba la unión nacional de os l insurrectos, Las Villas se alzaba en armas y en el Camagüey era asesinado Augusto Arango, ex jefe de las fuerzas revolucionarias; el capitán general Domingo Dulce daba instrucciones para que toda persona, médico, abogado, escribano o maestro de escuelas, que contribuyese al fomento de la insurrección fuese fusilado en el acto. En Sabanas se recogía una cosecha de maíz y frijoles, en cantidades tan grandes, que sus habitantes le atribuyeron al suelo cualidades prodigiosas, pero sin asociar sus virtudes a ningún misterio sobrenatural. En tanto, el Ejército Libertador se depuraba, al huir de él los individuos tibios y flojos. El número de soldados mambises, mayor de quince mil en los comienzos de la guerra, quedó reducido a la tercera parte. Los que quedaron en la lucha aprendieron a atacar y replegarse oportunamente, y hacían uso del machete y del fusil con tal destreza que despertaron la admiración y el terror de los jefes y soldados enemigos. En Sabanas se celebraban fiestas y reuniones, corridas de cintas, banquetes. Máximo Gómez incorporaba el territorio de Guantánamo a Cuba libre, Juan Clemente Zenea era ejecutado, ocho estudiantes de medicina caían acribillados por las balas, ante el regocijo de los voluntarios. En Sabanas se trazaban nuevas calles. Y en el Camagüey, Agramonte, mientras inspeccionaba, casi solo, las líneas avanzadas de sus tropas, formadas para rechazar el ataque de una columna española, se desplomó de un balazo enemigo en el potrero de Jimaguayú. La yerba le ocultó, pero los españoles peinaron el lugar, encontraron el cadáver, lo condujeron al Camagüey, lo incineraron y esparcieron sus cenizas al viento. Alguien en Sabanas dijo que en el horizonte una nube de finísimo polvo gris había ocultado al sol mucho antes de que oscureciera. En Santa María, Calixto García copaba las tropas bajo el mando del teniente coronel español Gómez Diéguez —El Chato—. Trescientos muertos y noventa y ocho prisioneros, además de su jefe, muerto por las heridas que recibiera en aquel combate, costó a los españoles esta derrota. Sabanas conocía la exaltación jubilosa de las más colosales empresas: un sistema de regadío para los campos de labranza; un acueducto y alcantarillado para el pueblo; el cruce de ganado vacuno criollo con sangre de raza extranjera: Durham, Devon y Herefort, y en la raza caballar, el Sultán, que dio excelentes potros, de formas esbeltas, pobre de musculatura y tendones pero de un espíritu formidable, de pasos o aires tan suaves que se comparaba con los afamados koclanes de la Turcomanía, que mueren bajo el jinete sin haberse rendido.

Nuevitas y Santa Cruz y otras plazas menos importantes eran tomadas por Máximo Gómez. En el Camagüey ganó dos de los combates más importantes de la guerra: el de Sacra y el de Palo Seco. En los portales y en los patios de Sabanas, las familias y los amigos se reunían para entonar melodías antiguas, algunas de tan remotas, casi olvidadas, otras nuevas, compuestas por ellos mismos. Vicente García tomó el fuerte español de La Zanja, de donde sacó doscientos mil tiros, bastante pólvora y algunos fusiles. Hablando de Palo Seco, Gómez decía que era imposible describir aquellos momentos: «Donde no hubo un expectador que pudiese retener el recuerdo minucioso de aquel remolino de hombres, bestias, machetes y fusiles. Los hombres de memoria y letras habían desaparecido confundidos entre aquel apretamiento de combatientes. Los Luaces dispararon pecho a pecho; los Díaz, los Rodríguez, los Mola, los Roa, dejando atrás enemigos muertos o estropeados... no había quien pudiese dar órdenes y recibirlas ya; tampoco había órdenes que dar; no había para qué, el clarín guerrero no se hubiese oído, sólo debía dejarse hacer y concluir...» En Sabanas se celebraron las fiestas de la Navidad y el Año Nuevo, según la tradición, con un esplendor que no se veía desde los tiempos pasados. En una finca en la Sierra Maestra, el envejecido Céspedes, apenas con buenos ojos para andar entre inválidos y mujeres de la revolución que se habían refugiado en San Lorenzo, sin protección, pues su escolta había sido retirada al ser destituido de la presidencia, escribía sus memorias y enseñaba a los niños a leer. No se podría decir que la gente que le rodeaba no le amara. Tampoco se podría decir que él no les inspirase el más hondo respeto, la casi veneración. Pero aquel hombre de mármol, lo mismo que un sol de noche, de pie, el machete en la vaina, de noche, en la soledad de su hamaca, de su mesita-escritorio, de sus paseos, cuando el cielo no se puede ver de tan alto y las estrellas bajan a los ojos de un animal escurridizo —jutía, iguana o jíbaro— o a los ojos de un pájaro que cruza en un silbido o un grito, solo, para que el monte lo supiera, se repetía, tanteando el suelo por donde andaba, que por él no se derramaría una gota de sangre en su tierra. ¡Oh, mármol, dile que sus hijos lloran, que hablan la lengua oprobiosa de sus rufianes, que comen juntos el podrido pan en la mesa ensangrentada, hasta que salten de un soplo los hombres de mármol! Hizo frente con su revólver al enemigo que se le echaba encima y, herido de muerte, por bala de mano adversaria, cayó por un barranco. Y en Sabanas ese día 27 de febrero de 1874 conmemoraban la fundación del Centro Comunal de Gobierno e inauguraban un hospital. Sabanas, fragua, pero también hierro hirviente, capaz de modelar, pero también de derretir. Yunque y martillo. Y la guerra se extendía y se reconcentraba, se consolidaba y se dispersaba. Victorias y derrotas. Triunfos y fracasos. Las Guásimas, Naranjo y Mojacasabe, Guano, Loma del Jíbaro, Las Tunas, pero la guerra agonizaba, desfallecía, fraccionadas las fuerzas en pequeños grupos locales que desconocían o ignoraban abiertamente al nuevo gobierno constituido, agravándose la situación al negarse las tropas del mayor general Vicente García a dejar Las Tunas para operar en Las Villas. La anarquía, el derrotismo, la indisciplina del ejército y la política pacifista que desarrollaban los jefes españoles subordinados a Martínez

Campos; la falta de parque, zapatos, monturas, medicinas; el hambre, la fatiga del acoso, las enfermedades desatendidas, el destierro, el éxodo de las familias más pudientes, los fusilamientos, la rivalidad, el caudillismo y el caos, aumentaron la desolación entre los insurrectos. Pero Sabanas, a espaldas de los diez años de lucha que habían desangrado y arruinado el país, florecía imperturbable, y sus progresos atraían centenares de curiosos, exploradores, aventureros, oportunistas, arribistas y contrabandistas. Firmada la Paz del Zanjón; proclamada la Protesta de Baraguá; constituido el pequeño gobierno provisional por cuatro de los altos oficiales que se opusieron al pacto; y convencidos estos luego de la imposibilidad e inutilidad de proseguir la lucha, decidieron conservar la reserva de rebeldía que quedaba en el mayor general Antonio Maceo. Le sacaron al extranjero en busca de recursos para proseguir la lucha. Las pocas operaciones militares que siguieron fueron todas de poca o ninguna importancia. Los españoles respondían a los tiros cubanos dando vivas a la paz y los mambises prisioneros eran puestos en libertad, obsequiándoseles con medicinas, ropas y dinero. Las deserciones fueron cada vez mayores en número. Fracasada la misión de Maceo en Jamaica, el gobierno provisional optó por acogerse a la paz. Por todos los caminos que conducen a Sabanas se les vio llegar solos o en grupos. Venían andrajosos, hambrientos, piojosos, anémicos, palúdicos, tuberculosos, disentéricos, sucios de sangre coagulada y polvo, apestosos a excremento y vómitos. Con la llegada de los primeros invasores, las familias, temerosas al saqueo, a las plagas, a las violaciones, recluyeron a las mujeres en las casas, y los hombres salieron a enfrentarse a los asaltantes. Pero una lucha cuerpo a cuerpo con inválidos, heridos, convalecientes, gente que desfallecían tan pronto se recostaban a una columna o a un portón, que agonizaban ahogados por la sangre, reventados por las inflamaciones, podridos por la gangrena, era criminal, baja, miserable, y los hombres regresaron a sus casas, recogieron a sus familias, algunas pertenencias —las de imperiosa necesidad—, y al atardecer de un caluroso día del mes de julio emprendieron el éxodo, igual que el que diez años atrás les trajo a Sabanas, dispersándose por los caminos y los montes, hasta encontrar el puerto. Nadie supo jamás adónde habían ido a recalar. Los invasores, ante el espectáculo de un pueblo vacío, prosiguieron su camino, cargando con los que estaban próximos a expirar. Nadie pereció en Sabanas. En todos sus alrededores no se encuentra una tumba, una cruz, una piedra. Nosotros habíamos sido los últimos en entrar. Mamá y papá y sus hijos esperamos a que los parientes de papá llegaran, pero ninguno apareció en el muelle, ni antes ni después de la medianoche. A las doce en punto teníamos que partir. Mamá esperó, impaciente, hasta las doce y media, y como no llegaron subió a la carabela lamentándose, culpando a papá y a su familia de orgullo e incredulidad. Algo andaba mal dentro. Porque la carabela, que había conservado su tamaño natural, parecía que podía alojar a cuanto ser viviente habitase la Tierra. Mamá comentó este hecho con sorpresa y mucha alegría, que no dejó de preocuparla. Mas de una vez insistió en que papá subiera a bordo, para comprobar si de verdad

era posible que esa innumerable multitud no había muerto por asfixia o aplastada. Papá le contestó todas esas veces que lo que fuera sonaría. Yo me apretujé a Lila. Aleida ni siquiera quiso darme la mano. La única vez que me habló fue para decirme que en cualquier momento desertaba. Aleida lo sabía todo y si aceptó acompañarnos no fue por obediencia, sino porque deseaba íntimamente castigarnos. Deseaba que mamá y todas sus generaciones de «impostores y farsantes» escarmentaran por cabeza propia. Ella sabía que aquello era el fin, pero se lo tragó con los labios apretados y las manos entrecruzadas, con la vista fija no sé dónde. También consideró que era justo seguir el destino de la familia, pues ella sola no podría convencer a tanta gente fanatizada y de principios tan reaccionarios y primitivos. Si no podía convencer a su familia, sería imposible convencer a quienes no lo eran. Lila se apretaba a mí. Los dos padecíamos el mismo terror, la misma angustia. Yo quise gritar, gritar tan fuerte que mi grito despedazara la embarcación, volatizándola por los aires. Lo primero que sorprendieron mis ojos me llenó de espanto. Cerré los ojos hasta sentir que me dolían, hasta no sentirlos. Lo primero que vieron fue un inmenso corral, repleto de los animales más repulsivos y degradantes: ganado, reptiles, aves, insectos y toda clase de bestias que habitaban nuestro país; luego descubrí un estanque lleno de peces. No reconocí a ninguno. Mamá bien podía ser una vaca o una yegua o una gata; Aleida una gallina o una tojosa o una mariposa; Honora una jutía o una codorniz o una iguana. Y todas las Aleidas y Lucindas y Hortensias y Claras; y todos los Robertos y Ricardos y Migueles y Racieles y Rafaeles; Ernestos y Juanes y Pedros y Pablos y Mateos y Lucas; y todas las Anas, Marías, Rosas, Cármenes, Jacintas; y los Guillermos y Oscares y Luises; y las Ineses, Isabeles, Irenes, Inocencias; los cientos de nombres que mamá había redactado tan cuidadosamente en su absurdo pergamino, temiendo olvidar algunos, eran todos manjúas, toninas y rayas; tiburones, serruchos y pargos. Eran perros y toros y caballos todos los Octavios y Alejandros y Delfines. Y eran moscas y jejenes y guasasas. Eran ovejas y cabras y mulas. Eran patos y gansos y guanajos. Eran majáes y ciempiés y alacranes. Eso eran todos en el corral. Pulgas, piojos y chinches. Y eran por los aires. Guabairos y cacatúas, cotorras y lechuzas. Eran auras tiñosas. Eran en el estanque de aguas oscuras, verdinegras, densas. Eran manatíes y cocodrilos y tortugas. Y los volátiles chocaban unos contra otros y contra el techo y las paredes y caían al suelo agonizantes. Y los reptiles se arrastraban por todas partes, sobre el piso y el techo y las paredes y los cuerpos de los animales mayores y los cuadrúpedos berreaban y gruñían y balaban y mugían y relinchaban y maullaban y ladraban. Y los peces en el estanque movían sus aletas y colas desesperadamente y miraban con unos ojos tan fijos y fríos que a nadie podían conmover, mucho menos maravillar. Y babeaban y excrementaban y orinaban unos a otros. Y las aves soltaban plumas y polvo de sus colas y alas. Y todos olían a las siete pestilencias que están en las siete copas apocalípticas. Y todos luchaban entre sí. Embistiéndose, mordiéndose, arañándose, estrangulándose, sacándose los ojos, despedazándose. Y la sangre y el excremento y la orina y el sudor y la baba los anegaba. Y yo estaba en un rincón, acurrucado, llorando, llorando desconsoladamente.

Aleida lo sabía. Su culpa es tan grande como la mía, o mayor. Porque ahora yo sé que a Sabanas no se puede ir en una carabela remontando el Río de la Luna, misterioso, fabuloso, maravilloso. A Sabanas no la toman por asalto, ni tampoco en una excursión, los miembros de una sola familia que quieren para sí, solo para sí, la tranquilidad y la alegría y la paz, la abundancia y el bienestar. Sabanas es como un tesoro que guarda la tierra en todos los lugares. Sabanas no es un pueblo abandonado, vacío, muerto. Sabanas es algo que hay que construir, edificar, levantar y sostener con la ayuda de todos, con el amor de todos, con la generosidad y el respeto y la comprensión y la humildad de todos. Porque Sabanas no es un ideal, no es una promesa, no está en las páginas de ningún texto divino o humano. Sabanas es una realidad que el hombre tiene que verificar con sus acciones. Porque Sabanas no es del cielo. Es de la tierra y está en la tierra, para los hombres vivos que trabajan y meditan, que cantan y lloran, que son humillados y ensalzados, que sufren y se alegran, que confían y obran con rectitud. Sabanas no es para aquel que engaña a su corazón diciendo por su boca lo que no es. Sabanas es ser a plenitud, sin miedos, ni sospechas, ni vergüenza. Porque Sabanas es Humanitas, Felicitas, Libertas, y aún en ella los hombres son tristes y se mueren.

MISCELÁNEA

RESUMEN DE LOS RESULTADOS DE FABRICACIÓN 1949

1950

Comienzo de la zafra Enero 12 Enero 18 Terminación de la zafra Junio 5 Junio 10 Número de días de la zafra 145 143 Arrobas de caña molidas 89 586 603 94 699 324 Arrobas molidas por hora 10 378 10 753 Caña: % Sacarosa 15,36 14,96 % Fibra 12,01 12,43 Bagazo: % Sacarosa 3,03 2,86 % Fibra 46,41 47,93 % Humedad 49,72 48,51 Jugo de la desmenuzadora: % Brix — 21,74 % Sacarosa — 19,04 % Pureza — 87,58 Jugo diluido: % Brix 17,74 17,15 % Sacarosa 15,04 14,59 % Pureza 84,78 85,07 Extracción jugo normal 78,25 78,02 Extracción sac. % sac. en caña 94,90 95,04 Maceración % caña 22,76 23,37 Rendimiento azúcar 96o% caña 13,65 13,49 Polarización azúcar 97,40 97,30 Mieles finales: Brix 89,34 89,92 Sacarosa 34,51 32,86 Pureza 38,63 36,54 Gals. por 100 arrobas caña a 88o Brix 7,57 6,98 Cuenta sacarosa % caña: Pérdidas en bagazo Pérdidas en cachaza Pérdidas en mieles finales Pérdidas indeterminadas 0,13 Recobrado en azúcar

0,79 0,10

0,74 0,07

1,24

17,01 0,12

13,10

12,95

Total sacarosa 15,36 14,96 Destilería: Este ingenio cuenta con una destilería con capacidad para 30 000 gal. de mieles diarias, la cual ha estado en funcionamiento desde noviembre, 1944. Miscelánea: Las zafras recientes de esta finca han sido como sigue, en saco de 325 lb: 1929...827 378 1930...815 741 1931...505 335 1932...463 611 1933...311 248 1934...437 970 1935...439 135

1936...413 687 1943...437 062 1937...495 607 1944...820 931 1938...461 423 1945...554 122 1939...411 425 1946...627 355 1940...423 796 1947...982 989 1941...375 084 1948...954 159 1942...631 224 1949...937 842 1950...970 419 En 1944 se molieron 11 703 069 arrobas de caña para mieles invertidas, produciendo 5 322 227 galones, con el equivalente de azúcar de 131 776 sacos. Observaciones: Las compras se hacen, contra pedido de la Administración, parte en la oficina de La Habana, Edif. La Azucarera, 5to. piso, Morro 21, teléf. ML-1511, o por medio de agente de compras en Nueva York, Frederic March, con oficinas en 620 Wall Street. La planta de bombeo, situada aguas abajo de una represa en el Río Chorreto, como a 1 km del ingenio, suministra agua dulce a la fábrica y al pueblo. El agua dulce es tratada en una planta purificadora que tiene una capacidad de 2 000 000 de gals. cada 24 horas. La estación de bombeo está equipada con bombas centrífugas movidas eléctricamente con energía suministrada por una línea de transmisión de alta tensión que parte de la planta eléctrica de Deleite. Los azúcares de este ingenio y de los otros centrales propiedad de la compañía en Cuba, se refinan, en parte, en cualquier de las dos refinerías de la compañía, en Pradera, Cuba, o Gramercy, Louisiana, USA. También se venden crudos en el mercado de Nueva York. INFORMACIÓN AGRÍCOLA

Variedades de caña: POJ-2878, 80%; CO-281, 10% Cristalina 5%; Media Luna, 1/2% y el resto en pequeñas cantidades de numerosas variedades. Abono: No se usa. Riego: No hay. Preparación de las tierras: Con tractores Diesel y de gasolina. Tiro de caña: Carretas tiradas por bueyes y tractores y algunos camiones. Récord anual de lluvia en pulgadas: 1945.....24,56 1946.....38,39 1947.....44,48 1948.....45,96 1949.....44,97

BALDÍO

Cuando nadie nos quiera más, cuando dejen de querernos, vendremos al baldío y aquí hablaremos. Óyeme, no olvides los anones, recógelos, acaso sirvan luego para el desayuno. Si yo te digo que tengo miedo, atiéndeme, si yo te digo... déjame que te hable de mí, de ti, de estos años que están para nosotros sólo. Si he vuelto es para hablar. Tú no tienes la culpa, no la tiene nadie. Todos somos los elegidos por Lila para su juego: juega, juguemos. ¡Soñé, soñé que íbamos juntos, cogidos de la mano, y habías envejecido tanto! Quise besar tu mejilla, rechazaste mi beso porque dices que he dejado de amarte. No es verdad. Por eso vine anoche. Llovía, o acaso no, llorabas. Aleida, en algún sitio que hay para nosotros iremos a encontrarnos con los acróbatas y los mimos, con los bufones y los titiriteros, reunidos todos, juntos, gentes de circo, gentes del camino. Nadie nos quiere, Aleida, nadie nos quiere porque no crecimos. Iremos al baldío para jugar de nuevo a los vidritos. El ciclón ha desgajado nuestro laurel. La llama está ardiendo en su tronco. Ayúdala a ascender, a consumir el último retoño, la hoja seca. Aleida, ¿qué recoges? Déjale estar. ¡Cuidado con la zarza! Déjale estar para cuando se vayan los demás. De noche volveremos a buscarle. Sí, yo estuve en este sitio. Ella sacaba sus flores, a pasear como a un perrito, como a un niño, de tarde, al aire puro, para que se durmieran. Quiero mi alma, la he prestado y quiero recobrarla. Está en su cuerpo. Anoche en el baldío llovía... ¿o eras tú que llorabas?

11 Para Aleida, ante la indefensión lo natural no era rendirse, sino apelar a la huida. Pero ella era una mujer joven, dependiente de una familia con exiguos recursos, y la irreductible obstinación provinciana le exigía otro destino, lo que ella llamaba otra «esperanza esperanzada»: permanecer en casa, conseguir novio y casarse. Estos eran los términos impuestos por la tradición familiar para salvaguardar su porfiada continuidad. Correspondía a Alejandro huir, y a ella proporcionarle la fuga, a costa de lo que fuere: soltería esperanzada o matrimonio desesperado o desesperada esperanza. No iba a escatimar a esta contienda ni un ápice de sus dotes estratégicas ni una lucha cuerpo a cuerpo hasta el exterminio personal. Alejandro escaparía a cada una y todas las escaramuzas tradicionales. Podría contar con ella a sabiendas de que infringir el más sagrado de los principios de familia, vivir y morir en casa, la condenaría ad eternum. El propiciar esta sacrílega acción sublevaría contra ella hasta el remoto de sus antepasados, cuyas cenizas urdirían un complot para retornar a los huesos, que a su vez conspirarían para volver a tomar posesión de la carne, y este amasijo combatiría para reconquistar el aliento perdido, venciendo la resistencia sepulcral. El resucitado —que por línea materna podría ser el Remotísimo arcabucero peninsular, ilustre por la mala memoria secular y por la manía de la tía Clara de proporcionarse un acreditado abolengo, o, por la línea paterna, un criollo de cólera a caballo, degollador de hombres y animales— tomaría venganza por sus propias manos, asaltándola, derrotándola, decapitándola. Pero ella en estas cosas, como en otras, siempre triunfaba en silencio, y nunca hacía evidente el menor recelo sobre la victoria. La guerra contra vivos y muertos fue declarada la mañana que le acompañó a la estación de ferrocarril, le puso en un asiento de un coche de primera clase y se quedó a su lado hasta que una sacudida, y tras ella dos cortos pitazos, anunciaron que el tren iba a arrancar. Volvió a besarle repetidas veces las mejillas y bajó sin decir palabra. Desde la casa hasta la estación fueron por todas las calles despidiéndose de los vecinos, de los que pasaban a su lado, de los que salían a los portales o se asomaban por una ventana, y con mucha alegría, como si fueran ellos los que iban a partir, les decían adiós, adiós, adiós hasta desaparecer. Despedirse del batey y de su gente resultaba mucho más doloroso y terrible de lo que Alejandro alguna vez pudo imaginar. Súbitamente el batey le pareció amable, generoso, franco. Era jovial, cortés, simpático, desinteresado, solícito, respetuoso. Digno de ser amado (comenzó a aburrirse de la infructuosa búsqueda y recopilación de adjetivos y sus significados, que empezaron a aglutinarse en su mente sublevándole el impaciente corazón: el lugar común degradaba su voluntad de mostrársele agradecido, reconocido [sinónimo del anterior]; y todas las palabras le parecieron banales, ingratas, ingratas... un adjetivo más arruinaría la vehemencia de sus sentimientos). Sintió la mano de Aleida aferrarse a la suya con dolor. Se distrajo observando un hato de nubes aborregadas al final de la calle sobre la copa de un enorme

jagüey. Recuperó el hilo de su letanía adjetival y apresurándose concluyó: correcto conversador, oyente ejemplar; en verdad un carácter armonioso, una naturaleza agradable. Pero había en él un rugido demasiado similar al de una fiera hambrienta para hacerlo humano, y eso le arrugó el corazón hasta empequeñecérselo como una pasa. Lila le había criticado severamente en varias ocasiones su desmesurada inclinación a la prosopopeya. Él se había defendido siempre, argumentando que las cosas tenían alma. Lila le refutaba enérgicamente la validez de esa conjetura por considerarla de una grosera generalización. Las cosas, decía, tienen alma solo y en el caso de que se produzca una transmigración de un alma individual a un alma colectiva, y de ocurrir, esa alma se ubicaría en uno de los tres elementos por ellos reconocidos. Si animal, en una gallina, por su domesticidad; si vegetal, en un anón, por sus virtudes para administrar los misterios de la adivinación y de la medicina mágica; si mineral, en una sarta de mostacillas azules, por su condición industrial. ¿Por qué debía ser una sarta y no una sola mostacilla? ¿Por qué azules? Esta reflexión lo sumía en verdaderos abismos, pero nunca se atrevió a preguntárselo a Lila. Se prometió solemnemente abolir todos los adjetivos y se oyó respondiéndole a alguien que lo saludaba con la incoherencia de un tartamudo: «días... ¡gracias!» Como no tuvo tiempo de recorrer todas las calles y casas para despedirse, pensó que un modo efectivo de comunicación sería repasar mentalmente —con la misma devoción y exactitud con que repetía las palabras de sus oraciones, una a una— la totalidad de imágenes que representaban. Cada casa tenía un santo, cada santo sus hijos y todos estaban regidos por la voluntad de su creador. Lo más sensato para recuperar esa vertiginosa sucesión de figuras sería proceder como el cinematógrafo, fotos que se animan y disuelven. una calle con sus pequeñas casas de maderas pintadas del mismo color y otras de ladrillos rojos jardines diminutos, cercados una portezuela blanca laureles, acacias y álamos que trazan el ancho de la calle agitando sus frondas como locos en fila india niños en los patios y en los jardines cartel con una inscripción onomatopéyica no se entiende un letrero que dice: gritería infantil súbito ocaso que les echa dentro mesas que las madres sirven más o menos a la misma hora camas abrigadas, confidenciales, íntimas niños que duermen o se hacen los que duermen grupos de personas mayores meciéndose en los portales cartel que dice: conversan de asuntos domésticos y triviales, algunas veces frecuentados por augurios de inexorable fatalidad hombres que leen un periódico en el que se relata una guerra de estrategias militares y económicas que nadie parece entender y que no logra conmoverlos verdaderamente nombres de ciudades europeas y asiáticas rotulan la

primera página del periódico puerta de Brandeburgo, torre Eiffel, Big Ben, Coliseo, Monte Fuji, Casa Blanca, Golden Gate, Kremlin, Estatua de la Libertad ciudades distantes que muy pocos reconocerían en el mapa, pero que se imponían con otros nombres extranjeros de generales y estadistas cartel que dice: ¡Fascismo! ¡Nazis! mujeres esterilizadas por no ser de una raza pura... y así sucesivamente (comenzó a confundir las imágenes con sus circunstancias y le horrorizó pensar que con esas mujeres se hacía exactamente igual a lo que hace su tío Jorge con el ganado de mala cría, conducirlo al matadero) en el número 258 viven doña Encarnación y sus cuatro hijas, isleñas de Canarias hermoso lugar para pasar unas vacaciones, ¿o no lo era?, le hubiese gustado saberlo, Santa Cruz, La Gomera, Hierro las marcan al rojo vivo para reconocerlas a la hora de conducirlas a la sala de operaciones un toro, un caballo, un perro, un cerdo bañado, peinado, adornado con cintas rojas, azules, amarillas Carmencita la del número 246 se recoge el pelo con una cinta negra (pasaron frente al templo masónico, recordó la vez que el conserje dejó la puerta abierta y él se había asomado y había visto las columnas y la piedra, el cielo raso pintado de azul como el cielo con nubes y estrellas y la silla roja de terciopelo del Ven. Maestro sobre el estrado y el ara con su —no recordaba—, pero el conserje que era muy viejo y vecino de su casa y le había visto nacer, bueno, así dijo aunque no fuera cierto, a menos que el conserje y la comadrona fueran la misma persona, no se enfadó cuando lo vio frente al ara, le dejó mirarlo todo, y recordó que su tío Joaquín era masón y le había dicho que los masones eran los miembros de una sociedad secreta esparcida por diferentes partes del mundo, cuyo origen parece deberse a una cofradía de constructores (albañiles) del siglo VIII; por eso sus emblemas son: el mandil, el compás y la escuadra y sus grados son: primero, aprendiz; segundo, compañero; y del tercero al 33, maestro, reunidos en talleres o logias; todo eso le pareció demasiado pueril para ser importante, y si luego se interesó en la masonería fue porque su maestro le dijo que desde el siglo XVIII esas logias comenzaron a funcionar en Cuba. El misterio con que actuaban y los requisitos que exigían a sus afiliados hacían de las logias terreno propicio para difundir ideas políticas cuya manifestación pública estuviera prohibida; dondequiera que la libertad estuvo restringida se conspiró al amparo de logias masónicas; así se empezó a conspirar a favor de la independencia. Y Aleida había refutado el discursillo del maestro, extraído de un libro de historia para los grados de la primera enseñanza, diciendo que estos señores eran unos reaccionarios y unos explotadores, que combatían a los curas, pero que eran astilla del mismo palo; y enumeró una retahíla de nombres de los miembros de la logia del batey, todos empleados de plantilla, todos residentes del poblado «americano», todos auténticos, grausistas, proimperialistas, y fundamentó su

diatriba en el hecho de que tío Ricardo estaba «durmiendo» por sus vínculos con el Partido y su apoyo a los huelguistas del 33, que le habían ocasionado la suspensión de empleo y sueldo, la miseria y la enfermedad. Lila insistió en las virtudes de los masones y Aleida en sus defectos y él prefirió desentenderse de ellas y averiguar por su cuenta) congregados, exhibidos, subastados, vendidos las Rojas del número 255 están en la sala, vestidas de organdí y zapatos blancos, bordando y tejiendo, sentaditas, arregladitas, decenticas, tejiendo y rezando, bordando y rezando, esperando, como quien no quiere la cosa, buenos pretendientes, empleados de plantilla, once meses de trabajo continuo y un mes de vacaciones ¡linda perspectiva! y un cuarto con su juego de cuarto en casa de los padres del novio, en el poblado; nadie quiere oír lo que se dice de la menor, sentadita, arregladita, decentica. la viuda del 252 ha rechazado los mejores partidos, prefiere vivir sola, quien sola la hace sola la paga, como Onán, personaje de la Biblia ; ¿entonces el onanismo es bíblico como la fornicación? Orlando le preguntó si ya él orinaba dulce, y él le dijo que sí sin pensarlo y los dos concertaron una cita para ver quién orinaba más, pero la cita no llegó a efectuarse. Violeta les preguntó, sentada en su banquito, a la puerta de su cuarto en el barracón de los negros ingleses, que cuál de los dos la tenía más grande, y Orlando le contestó que averiguara ella si quería saberlo, pero había un olor demasiado fuerte a pescado frito, a cola, a frijoles con más de un día de hervidos, y él se puso a mirar por la puerta entreabierta la decoración del cuarto, un extenso collage que cubría todas las paredes con recortes de fotografías en colores de las revistas americanas; un frasco de loción de esas que se usan después de afeitarse, con la impresión de unos labios de mujer, semiabiertos, rojos, ligeramente agrietados; un Ford verde y blanco en una playa de arenas lila rosa y una mujer en trusa tendida sobre el carro con los brazos ridículamente arqueados sobre la cabeza, que le produjo unas ganas íntimas de reírse recordando una vieja foto de su prima Clarita en la misma posición y con un gato a los pies, solo que Clara estaba cubierta desde el cuello hasta los tobillos y los puños con muselina y encajes, cintas y flores; una foto casi añil de una ciudad que podía ser Nueva York al atardecer porque los edificios apenas se distinguían; y en un pent house cubierto por un toldo, una elegante pareja sentada a la mesa se miraba sin atender a los vasos y a la botella de bourbon que les reunía para ilustrar la página comercial, y barcos, flores, caballos, aeroplanos, árboles, perros, monumentos, almanaques, artistas de cine, frutas y mil cosas más, unas sobre las otras, porque Violeta cuando se aburría de mirarlas, recortaba nuevas fotos y las pegaba. Violeta volvió a preguntarles lo mismo y Orlando volvió a responderle lo mismo y Violeta estiró la mano y Orlando se echó un poco más hacia adelante y Violeta le tocó la portañuela y retiró la mano diciéndole que ella lo hacía si él le daba un medio, y Orlando se echó para atrás y le dijo que si ella era boba, que por un medio veía una película de guerra con tanques y aviones y ametralladoras y torpedos y submarinos y con una muchacha rubia que se quitaba primero los zapatos y después las medias y después el vestido hasta quedarse en interiores y que se dejaba besar y tocar por el héroe de la película sin pedirle un quilo y que a él no le costaba nada reproducir la escena en el baño de su casa o en la cama,

pensando que el actor era él, y entonces Violeta le dijo que estaba bien y volvió a extender la mano, pero el olor a pescado frito o a cola o a frijoles viejos era demasiado fuerte y ya él se había cansado de mirar a la pared llena de fotografías y le había dicho a Orlando que era mejor que se fueran y Orlando le había contestado que sí y Violeta se quedó con la mano extendida, sentada en su banquito y él sintió unos deseos locos de dejarle en la mano el medio que tenía para el cine pero no lo hizo por temor a que Orlando creyera que él era un flojo y los dos salieron del barracón y cuando sacaron las entradas para ver la película, Orlando se volvió a él y le dijo que tenían que volver otra noche donde Violeta para ver cuál de los dos orinaba más y él le dijo que sí sin pensarlo animales de feria, engalanados lujosamente rotulados, encasillados en el número 257 sólo vive una mujer y es negra y vieja en el número 249 hay ocho, la abuela, la madre, dos tías solteras y cuatro jovencitas plantas sensitivas, mariposas, lotos, gladiolos, demasiado candorosas para sufrir el ultraje del sol hacía calor toros, perros, gatos, ¿se exhiben gatos en las ferias? estuvo una vez enamorado de Georgina o eso creyó, le regaló una flor y ella se sonrojó, era muy tímida y a él le había parecido que una flor no era un regalo verdadero y casi se avergüenza de habérsela dado, pero Georgina se sonrió y él no supo qué decirle cuando ella le dio las gracias. Esperó a que terminaran las clases de la tarde para preguntarle si le había gustado la flor, y ella salió del colegio con un grupo de amigas de su barrio y pasó frente a él conversando con mucha animación y no lo vio o se hizo la que no lo había visto, y no tenía la flor ni en el pelo ni en el escote ni en las manos. Las amigas de Georgina miraron hacia atrás y lo vieron parado en la esquina y una de ellas soltó una carcajada y las demás la siguieron, riéndose de lo lindo, y él regresó a su casa con mucha rabia y vergüenza y con unos deseos locos de estrujarle la flor a Georgina en la boca para que no se riera más nunca, y esa noche no comió pero a la mañana siguiente se le había olvidado que estuvo enamorado o que creyó estarlo terneras, gacelas, vacas, ovejas, jirafas, elefantas, lobas en el número 259 todas son negras y en el 278 son rubias siervos de los profetas que han corrompido el mundo y amenazan con exterminarlo borrándolo de la faz del universo en el número 266 vive su madrina, tiene los ojos azules, aria, de raza pura; los ojos castaños o negros los tiene cualquiera las muchachas del 279 y del 252 y del 276 tienen los ojos castaños, color de alas de cucaracha Lila tiene los ojos azules, Aleida tiene los ojos amarillos, Ianita tiene los ojos pardos. Honora tiene los ojos glaucos, ¡qué extraño color!, ¿o es la palabra?, su madre tiene los ojos ámbar, Violeta tiene los ojos tristes, pedigüeños como los de Anita la Huerfanita. Redondos y sin pupilas; Georgina no tiene ojos, la soberbia de su corazón se los puso duros como dos piedras rodadas y si alguna vez llorara, saltarían de sus cuencas y correrían calle abajo; el alma se refleja en la mirada, menos en la de los ojos claros; Lila tiene ojos de un azul oscuro, casi violeta, casi negro

en el número 253 vive Eugenia, que les enseñó a leer a todos, mulata de Santiago, de ojos verdes y pelo lacio, habla con los muertos y cura con las manos los dolores de muela si los nazis invaden el batey no quedará ninguna con ovarios y no habrá nuevas generaciones aunque el sol siempre salga sintió sed, sueño y un irrefrenable deseo de hablar, de contárselo todo a Aleida, pero algo impidió que las palabras se movieran en su boca, y guardó silencio; allí estaban los millares de personas a quienes conocía tan demasiado bien como para aburrirse de solo pensar en ellas, pero nunca se cansaba de contemplarlas, saltaba de una emoción a otra, nada conseguía retenerle la atención por mucho rato Aleida le lleva de la mano, y la sujeta tan fuertemente que siente su presión en el estómago y en el corazón; Aleida está vestida de crepé color rosa viejo, delicadamente adornado con incrustaciones de raso amarillo que imitan unos bolsillos que imitan una flor amarilla que imita un girasol o un crisantemo y que estropean la sencilla elegancia del vestido; Aleida unida para siempre a él y a la vez para siempre separada, ofreciéndole un camino que ella no podrá seguir y del cual él no podrá regresar; sus hermanos y algunos amigos van con ellos, pero él sólo siente la mano de Aleida en la suya, sólo ve los zapatos de charol que su padre acaba de comprar en el pueblo vecino... una hora a caballo y seis pesos que dejó sobre el mostrador de la tienda, otra hora a caball o con un cartucho de confites para él, una caja de polvo para su mamá y unos calcetines para sus hermanos; Aleida camina con mucho cuidado para no estropear sus zapatos nuevos de charol... su padre le dio los confites que casi se derriten en el camino, y un beso; su padre le dio un beso en la frente y le dijo algo que él no acertó a comprender, le escuchó con la mayor tranquilidad, pero su corazón no lo dejó oírle; no sentía excitación alguna pero su corazón daba saltos dentro de su pecho; cuando sintió los labios de su padre sobre su frente, su corazón pareció hincharse y latir más rápido, amenazándolo con ahogarle sus sueños eran a veces muy extraños soñaba que las brujas de la noche quemaban el batey, sin dejar en pie una sola casa, para que ellos sintieran miedo y no resistieran la ofensiva; habían abandonado las casas, refugiándose en el monte; el frío era tal que el agua que transportaban para beber, hacer la comida y bañarse, se helaba en las vasijas; desde sus puestos en la colina, tiritando de frío, veían arder el batey; despertaba mojado, humillado, avergonzado. Se veía acompañando a su madre a la consulta del doctor Sandoval y a casa de Tula la curandera y a otras casas familiares y amigas, y en todas las casas se comentaba su «defecto» que se hacía notorio cada mañana cuando Aurora sacaba las sábanas y las frazadas al sol. Su problema se convirtió en un hecho escandaloso, del cual se derivaban los argumentos má contradictorios. Su tía Clara lo calificó de sinvergüencería. Su tío Joaquín de fijación prenatal, pero como él no sabía nada de eso y tenía confundidas algunas lecturas acerca del subconsciente y sus manifestaciones, recomendó tratar el caso con un amigo suyo muy conocedor de la psicoterapia. Honora lo atribuía a razones muy simples: el niño ingiere durante el día y antes de acostarse enormes cantidades de líquidos; el niño tiene un miedo atroz a la oscuridad; el niño es demasiado tímido para confiar sus necesidades a un adulto;

el niño, consciente de la gravedad de su acción, evade su responsabilidad sumiéndose en un sueño de piedra; lo aconsejable sería racionar las cantidades de líquidos que se le suministran; por ejemplo, suprimir el vaso de café con leche que toma todas las noches antes de irse a la cama sería un buen comienzo para seguir un método regenerador. Ianita acusaba a sus enemigos invisibles de esta desgracia, pues sábana manchada, sábana que iba a parar a la batea y a sus manos, y devolverle a la tela su blancura original no era trabajo de negra: era trabajo de bestia, y confundirla con una bestia era lo que sus enemigos tramaban. Y su padre reducía todas estas especulaciones a la más apremiante de sus preocupaciones: el inminente colapso de la economía familiar. Pero él pasaba las noches enteras en la colina, tiritando de frío, mientras el batey en su totalidad ardía y las brujas volaban por sobre su cabeza, montadas en escobas de ripioso yarey, formando una gritería solo comparable a la que hacían los indios en las películas de la conquista del oeste norteamericano. Niños desnudos, hambreados, enfermos, perseguidos, reconcentrados, exterminados después de largos suplicios en la noche interminable de las brujas alemanas, verrugosas, flácidas, esqueléticas (suprimió los últimos adjetivos y añadió uno), crueles. Y las brujas comenzaron a maldecir, a escupir, a vomitar gases venenosos. El escapó a la sentencia, a pesar de que no era distinto a los otros niños. Los vio desplomarse, agitándose en el suelo como pajaritos en agonía. No puede decir de ellos que fueran cobardes ante el suplicio, ante el exterminio. Tampoco puede decir que fueran valientes. Genoveva sale a despedirlo, lo estruja contra su pecho monumental, oloroso a hojas de colonia maceradas en alcohol. Genoveva le dice que Dios va con él. Hace tímidos y rápidos gestos de afirmación, y oye a Lila soplarle en los oídos: «¡Que así sea!» Genoveva es hija de Obatalá, por eso sólo se viste de blanco. Está casada con Bob, negro corpulento de Barbados, maquinista. Bob conduce la locomotora No. 21. Esa máquina chillona, que ha pasado más de veinte años remolcando carros de caña y volcándolos en el trapiche; esa maquinita caprichosa, petulante, histérica, ha sido la causante de que Genoveva no gozara un solo crío. Antes de que llegara la tercera luna ya a Genoveva se le habían vaciado las entrañas, y aquello no era cosa de santos, era cosa de la máquina que se encelaba de ella y de Bob su marido. Pero Genoveva nunca lo supo, ni Bob tampoco, y se pasaron años y años esperando un varoncito con las piernas y los hombros de Bob o una hembrita con la cara y las manos de Genoveva, y no llegaron. Y todo fue por causa de la maquinita que estaba metida con Bob hasta la chimenea. La muy egoísta no podía permitir (se moría de rabia) que a alguien o a algo se le llenaran las tripas con otra vida. Por eso volcaba los carros de caña en el trapiche, dejándolos vacíos como su mala entraña, y cuando se les volvían a llenar, volvía la maquinita a volcarlos, y eso lo estaba haciendo desde hacía veinte años, desde la misma hora en que Bob se le puso encima y la arrebató con su corpulencia y su olor a tabaco y colonia y desde que ella había comprendido que sus relaciones con él no pasarían de lo que eran y que ella jamás, pero jamás, pariría de él; por eso pasaron tantos años durante los cuales Bob iba demorando su matrimonio con Genoveva sin ninguna razón ostensible, y cuando se casaron, la muy condenada intervino con sus malas artes para que Bob sólo trabajara en el turno de siete de la noche a tres de la madrugada, y aunque Genoveva se

quedaba despierta hasta esa hora esperándolo, con el baño preparado, aromado con hojas de colonia maceradas en alcohol, y las sábanas limpias y planchadas en justo honor a su madre Obatalá, sin olvidarse de poner un vaso con agua clara a los pies de la cama, para que las ánimas virgenes que rondaban a su marido se ahogaran, y aunque pasaban en una sola carne hasta la madrugada, cuando el lechero pasa y hay que levantarse para poner el pan a tostar, los críos no empollaron en su vientre y los fue perdiendo uno tras otro. Cuando pasó el primer año y Genoveva perdió la primera criatura, achacó esta desgracia a su ineptitud en la cama, pues ella desde su más tierna infancia hasta un año antes de conocer a Bob, había sido metodista, y sus frecuentes lecturas de la Biblia y la severidad con que había sido educada por sus santos padres, le habían inspirado una terrible aversión a la concupiscencia de la carne (de ella sí que no se podía decir aquello de que no hay mulata señorita, ni tamarindo dulce). Su terror era tal, que la noche de boda le suplicó a su marido con lágrimas en los ojos que fuera muy considerado con ella, y para demostrarle su profundo amor a él, antes de que Bob pudiera evitarlo se arrojó a sus pies y los besó; costumbre que adquirió desde esa noche, justificándola con la convicción de que en todo el hermoso cuerpo de su marido no había ninguna otra parte tan favorecida por la naturaleza como sus lindos pies. Bob era un sujeto excelente, y a pesar de que Genoveva apagó la luz, corrió los visillos de las ventanas y cubrió con papeles la hendedura entre la puerta y el piso para que no se colara ni una gota de luz, pasó toda esa noche en la tiniebla de la cama dando a conocer a su mujer todas las partes de su cuerpo. Genoveva, como una bebita en su camisón de seda, lo palpaba repitiendo lo que él le susurraba al oído: «Estos son mis ojos, pardos, almendrados, que se abrieron a la luz sólo para verte... y esta es mi boca... y esta es mi nariz... y estos son mis brazos... y estas son mis manos... y este mi pecho... y lo que está dentro mi corazón... y mi ombligo... y vientre... y muslos y rodillas... y piernas... y tobillos... y pies...» y todo era de ella y para ella, y el olor de su boca y de sus axilas e ingles, y cuando Bob la hizo palpar y agarrar su sexo, Genoveva, sobresaltada, despertó de un sueño dulcísimo, arrullador, melancólico, y la paz en la cual soñaba fue perturbada por aquella palabra, y el calor y la humedad y los latidos de aquel otro cuerpo, casi ajeno, al que ella con sus manos había recorrido acariciadoramente, y del cual Bob decía en sus oídos y en su boca y en su cuello y en sus senos y en su ombligo, en sus partes, en sus muslos, en sus rodillas, en sus piernas y en sus pies, que era de ella, sólo de ella y para ella solamente, y lo decía con un jadeo marino, volcánico, selvático, fluvial, tempestuoso y siempre distante y triste, y al que ella respondía sí, sí, sí. Y cuando amaneció ella estaba desnuda, abrazada a él, soñando que era de espuma y que se desvanecía a los pies de una roca. Pero todas las noches Genoveva apagaba la luz y corría los visillos y cubría con papeles la hendedura entre la puerta y el piso para que no se colara ni una sola gota de luz. Un día Bob se estaba bañando y ella estaba en el cuarto preparándole la ropa interior y las medias. Bob la llamó, pidiéndole que le alcanzara la toalla, que la había olvidado, y ella corrió con la toalla y cuando abrió la puerta del baño, vio a Bob bajo el aguacero de diamantes de la ducha, y Bob estaba de pie, todo lo largo que era, mojada su magnífica corpulencia, mirándolo sintió un deseo, irracional de secarlo con su propio cuerpo, con su boca. Se quitó la ropa y se metió debajo de la ducha, abrazada a él, sumergida en sus brazos. Después de

aquella tarde, ocasionalmente leía la Biblia, sin importarle la perversidad de ciertas palabras, sin aversión ni terror a ellas. Pero ya estaba preñada y atribuyó esta transformación de sus sentimientos e ideas a la dulzura que le almibaraba el vientre. Cuando ocurrió el percance y su niño naufragó en la sangre de sus tripas, Genoveva recurrió nuevamente a las páginas de la Biblia en busca de consuelo. Esa zafra fue más larga que las habituales y Bob pasó mucho más tiempo con la maquinita que con su mujer. Las más de las veces hacía dos turnos de ocho horas, y en esas ocasiones el pitido de la maquinita era más íntimo, próximo y suave. Cuando terminó la zafra y Genoveva tuvo a su marido como Dios manda todas las noches y a una hora prudente, convencida de que no sólo iba a perder a su marido, sino a sus futuros hijos, arrinconó la Biblia en un estante, olvidó de correr los visillos de las ventanas, cubrir las hendeduras entre la puerta y el piso y apagar la luz. Y durante un año estuvo dando a conocer a su Bob la geografía de su espléndido cuerpo: valles, colinas, abras, ríos, abismos, puertos, riberas, ensenadas, hoyas, bosques, praderas, quebradas, islas, y conociendo la de él. Y estuvo nuevamente preñada y nuevamente perdió el crío, y esta vez no pudo culpar a su inexperiencia erótica, pues era capaz en una sacudida de sus caderas y muslos, de sacarle a Bob el tuétano de los huesos. Su lengua, su vientre, sus caderas, sus muslos, eran de una destreza impecable, y hacía uso de ellos en cualquier momento del día y de la noche y siempre a la luz del sol o de una enorme bombilla eléctrica. El nuevo fracaso de su frustrada maternidad la separó definitivamente de las páginas sagradas y la aventuró en otras más secretas y misteriosas, la fe y la práctica, primero de lo espiritual, desarrollando su mediumnidad, después de lo material, la santería, pero ni las almas desencarnadas, ni los orishas fecundaron su estéril vientre... Y Genoveva le abraza, augurándole la compañía de Dios en su camino, con la misma dulzura y tristeza con que por siete veces se despidió de sus hijos, que no le nacieron, y él sólo oye el pitido siniestro y rencoroso de la maquinita como una oscura y fatídica premonición. Están en el cine, entumecidos de frío, mirando a la noche, mirando a las estrellas parpadear, apagarse, desaparecer sobre la lluvia que cae confusamente en su memoria, anegándoles los recuerdos. Allí se empapará todo. Se han quedado sordos y ciegos, las imágenes en la pantalla se agitan y retuercen en agonía como los niños envenenados por el gas de los nazis y, como sus cuerpecitos incinerados, las imágenes se dispersan detrás del agua que cae. El cine no es una sala ordinaria de proyecciones, es una pantalla colocada a la intemperie en el campo de pelota. Él está con Orlando. en las gradas y Aleida y una amiga están en la luneta donde se sientan las damas como flores debajo del incesante repiqueteo del agua contra el zinc. La película está plagada de intrigas internacionales: complots, referencias bélicas, espionaje, persecuciones, delaciones, heroísmo y un romance frustrado; lo único imprevisible y conmovedor es la voz de un negro cantante de cabaret y la melodía de su canción. Siente frío y miedo y sueño. La lluvia ha interrumpido la película y en las gradas y en las lunetas se ha formado tremendo jolgorio. Orlando, que se ha desencantado con la película, le dice que mejor se hubieran quedado con

Violeta y hubieran salido de la duda de quién orinaba más y más dulce. Violeta, como Bob, es de Barbados y hace mucho tiempo la gente comentó que eran amantes y que Violeta era la causante de los extravíos prenatales de Genoveva. También dijeron que eran hermanos y aunque Bob se avergonzaba de ella, iba a verla algunas veces impulsado por su buen corazón. Si no escampa pronto no se reanudará la proyección del film y no se enterarán de lo que pasa al final, aunque eso es lo de menos, porque él sabe cómo terminan todas esas películas, pero se perderá oír el tema musical que es la melodía de la canción del negro y perderá los recuerdos que la música le provocan y que no son recuerdos porque no han pasado. Espera que pase. Y mientras llueve y Orlando sigue refunfuñando, él oye en su corazón la melodía del negro que es, como Georgina, dulce y melancólica, y pálida como la luna. Un día la besará y dejará de suspirar por ella. Eso si la guerra no se acaba pronto, porque si sigue todos tendrán que ir a la guerra. En el batey estaban profundamente convencidos (tanto que creían ver todas las profecías cumplidas) de que aquello era el fin del mundo, pero esa convicción no les conmovía verdaderamente. «La razón —decía su tía Clara— es lo inmóvil: la fe, en cambio, es distinta de la razón, todo lo puede, y mueve las conciencias y los corazones más duros. Recen, recen con mucha fe para que todos seamos salvados.» Del cielo caerían de punta sobre sus cabezas raíles explosivos del ancho de la grada donde está sentado, que al explotar derramarían azufre hirviendo. Los que cayeran sobre sus cabezas caerían sobre sus pies. Todos ellos tienen cabeza y pies. ¡Nadie se salvará! Y si no hubiera una cabeza o unos pies donde caer, no derramarían azufre: derramarían los microbios portadores de las siete pestes que infectan la película. El cielo entero está cayendo sobre su cabeza, mugiendo, berreando, relinchando, bramando, gruñendo, ladrando, balando, aullando, en un estruendo verdaderamente infernal. Él cierra los ojos para no ver cuando empiecen a caer de punta los raíles, y cruza dos dedos de ambas manos y los mete entre los muslos, como hace Lila cuando está en peligro o lo presiente. Los ojos cerrados y los dedos en cruz ahuyentan los malos pensamientos, sentimientos, palabras y acciones propias y ajenas. Cuenta hasta cinco, cuenta hasta cincuenta y los raíles todavía no caen. Pero el estruendo no sigue aumentando y ya los ojos le duelen de tenerlos cerrados y los dedos se le están acalambrando y el estruendo crece y crece... es que las brujas alemanas acaban de invadir el campo de pelota, las lunetas y las gradas y están transformando a todos los espectadores en animales con cuernos, hocicos, rabos, pezuñas, crines, guatacas y alas. Pronto él será un ratón; no se le ocurre que pueda ser otra cosa con lo medroso que es. Y Aleida será un Ave del Paraíso y Orlando un burro con cinco patas, la quinta entre las dos traseras; lo malo es que Violeta no está en el cine y ella nunca se enterará cuál de los dos la tiene más grande. Piensa en lo afortunado que han sido los críos de Genoveva naufragando en la sangre de las tripas maternales. Él no va a ser Nganga de ninguna bruja alemana. Debieron irse cuando Orlando se lo dijo. Él no va a ser Nganga de nadie. Si quieren una que la busquen en el cementerio o en el monte o donde mejor les parezca. Él se va a quedar con los ojos cerrados y los dedos en cruz. Debió haber prevenido a Aleida y a Orlando. Si quieren a alguien de la familia que busquen al Remotísimo arcabucero peninsular de su tía Clara. ¿Lo harán o no? A las brujas se las ahuyenta orinán-dolas. ¿Quién estará detrás de él? El estruendo disminuye.

Todos están envenenados con gas. Ahorita los incineran y esparcen sus cenizas en el campo de pelota. Él no va a ser Nganga de nadie. Huele a gas. Huele a humo. Huele a cenizas. El negro está cantando melancólica, dulcemente. ¿Para quién? Orlando le ofrece un cigarrillo. Él lo rechaza. La voz del negro es lo único imprevisible y conmovedor. Mañana tarareará esa melodía. Mañana y siempre, mientras el tiempo pase. Él no será Nganga de nadie. Aleida tampoco. Todas las casas tienen sus santos de la tierra. En algunas se les reverencia y en otras se les ignora. Por eso hay familias prósperas, salud ables, alegres, y hay familias tristes, enfermizas, en ruinas. En la casa donde falta un santo, los que la habitan mueren de repente y sin que se sepa jamás la causa de sus muertes; sus espíritus sirven de Nganga a los brujos. Los brujos más temibles del batey son los haitianos, y las brujas, las isleñas de Canarias. Doña Francisquita saca la cabeza por una ventana y le tira un beso. Doña Francisquita es una bruja buena que paga los mandados que se le hacen con caramelos y dulces de merengue. Los caramelos son mejores, sus efectos duran más. A él le gustan los «príncipes» y los «poetas»; son los más tristes. Un día probó un «guerrero», tuvo que fajarse dos veces en el aula y una en la calle; llegó a su casa hecho trizas. Estaba lleno de parches por todas partes. A la mañana siguiente, cuando le llevó a doña Francisquita sus tabacos de mascar y un real de azúcar blanca, le pidió que le diera un «campeón de peso completo». No pudo llegar a su casa; lo habían dejado hecho polvo. Después de esas experiencias sólo aceptó los «príncipes» y los «poetas». Doblaron la esquina y su casa desapareció. En la plaza de mercado, Aleida intercambió con el secretario general del Sindicato unas palabras nada cordiales. Nueva York era «sangriento y brutal», pero tenía escuelas de enseñanza superior, museos, salas de conciertos, cines de arte, bibliotecas. Además, el fin justifica los medios y ella prefería un revolucionario ilustrado a uno ignorante. El hombre le dijo que uno era producto del medio y el elegido por ella para su hermano no era el más idóneo. Aleida le dijo que en el batey ponían muchas películas de gángster y cowboys, y parecía que él se había dejado impresionar por ellas. El hombre le dijo que también ponían muchas comedias musicales en colores y mucha bazofia pequeñoburguesa. Aleida concluyó diciéndole que el argumento quedaba en pie y que volverían a discutirlo. El hombre le dio la mano y le deseó buen viaje. Durante el resto del camino le asaltaba a ratos una vaga preocupación. No pudo más que comunicársela a Aleida. Ella le respondió sonriéndole: «Para ellos, Nueva York es toda la vasta geografía norteamericana.» Dejó de preocuparse. Pasaron frente al departamento Comercial y frente a la tienda de Pasito, el comerciante más próspero del batey. Pasaron frente a los carritos de frutas y frituras, emparedados y batidos. El carro del cayo no había salido y el de Santa María 5 acababa de llegar. Pasaron frente a La Fonda Grande. Ese edificio de lagañas pétreas con una costra de bagacillo, negra como el alma de la maquinita número 21 y un fuerte olor a orina de hombres y azúcares fermentados, húmedo como las manos pedigüeñas de Violeta y ciego como sus ojos sin pupilas, era el símbolo total de la irreparable decadencia del batey. Desde que él tenía memoria, el edificio estaba dedicado al almacenaje de azúcares crudos y se abría sólo dos veces al año y por una semana cada vez; una para llenarlo y otra para vaciarlo.

Pero La Fonda Grande había sido el orgullo y la gloria de los fundadores del batey. La inauguraron con un gran baile de máscaras en sus jardines, y vinieron gentes de toda la comarca, de sus cuatro puntos cardinales (no tiene tiempo para recuperar el jardín, el baile, las máscaras). No se sabe por qué se le puso ese nombre. La realidad era que la parte principal del edificio la ocupó un teatro de butacas forradas de terciopelo y una araña lagrimosa, gemidora. La cortina, al cerrarse exhibía un gigantesco letrero color oro con el nombre del central. Allí se estrenaron los films de Pola Negri, Theda Bara, Clara Bow, Mary Pickford, Greta Garbo y Louise Brooks (información que obtuvo de Aleida, pues La Dama del Dragón había bautizado con esos nombres a las «internas» de la quinta que ella dirigía en el puerto). Las otras partes del edificio fueron la verdadera fonda y la cantina, con mesitas de hierro y mármol y dos ventiladores de aspas que zumbaban como un moscón de excusado, y un mostrador de maderas pulidas y barnizadas. Todo eso fue La Fonda, pero ahora no es más que un vejestorio medio calvo y sin dientes, con el esternón dislocado por el peso de los azúcares que corregían y orinaban reiteradamente. Iban por la carretera. A un lado, en el placer donde se instalan el circo y los caballitos para hacer su zafra, unos muchachos jugaban a la pelota. Del otro lado, el Boogie Club estaba cerrado, curándose de la continua resaca, y en El Nido un muchacho barría del piso las colillas y el polvo de las tizas que apuntaron los tantos de los jugadores de la noche anterior. El parque era el otro monumento local a la decadencia. Su imagen de otros tiempos figura en las ilustraciones de la Geografía de Cuba del cuarto grado (autor por él olvidado, cuando regrese consultará el nombre; promete no olvidarlo para futuras referencias). Sombra de hoy, maravilla de ayer, reliquia de mañana. Y llegaron al café de las Medina, «el quiosco», la primera maravilla de este mundo (no sabía mucho de los otros), la única; sepulcro, pirámide, faro, coloso, jardín, estatua y templo de Oshún, de celosías, mosaicos y cristales de colores; las celosías son verdes y las cenefas anaranjadas, los mosaicos del piso amarillos y blancos; los cristales de los mediopuntos, rojos, azules, violeta, anaranjados, verdes; el techo con aleros de tejas imbricadas se reproduce a una escala menor en el centro, como una pagoda, y sus cristales forman un tragaluz cuadrangular. Él había viajado poco, pero conocía bien Santiago de Cuba, Holguín y Tunas, y en ninguno de esos pueblos vio nada ni remotamente parecido al quiosco. Es el verdadero centro del batey, la casa de los espíritus, el palacio de cristal de Oggún. El propio Salomón al verlo se hubiera muerto de envidia, de celos, de admiración. Y las Medina se morían una tras otra, jóvenes y bellas, inmaculadas como la Santísima Concepción, en sus camas de cedro con dosel de púrpura. Nadie supo de qué morían. Morían de muerte sobrenatural, siempre a la misma hora, siempre después de medianoche, soñando con príncipes y poetas sin haber comido los caramelos de doña Francisquita. Tendidas en sus camas, cubiertas por sus sábanas de puro hilo, limpias como sus cuerpos y como ellos frescas y suaves. Víctimas de los celos de Obatalá por su blancura demencial; de la envidia de Yemayá por el azul purísimo y transparente de sus venas; de la rebelión de Elegguá, que se hastió de custodiar sus puertas y se enredó entre las sábanas con una «interna» de la quinta de La Dama del Dragón; de los deseos irrefrenables de Shangó, que pervirtió a Elegguá seduciéndolo con historias

lascivas del «retiro» del puerto, para que abandonara su vigilia y pudiera él robarse la entrada sin peligros; de las represalias de los Ibeyes, que se pasaban las santas horas en penitencia por romper esto o extraviar aquello o desaparecer lo otro; de las intrigas de Oshún, que no toleraba la decencia de las muchachas; y de la voracidad de Oyá, que sólo era aplacada momentáneamente por la carne de las doncellas y los recién nacidos. Así acabaron con ellas —versión de los orishas— en plena salud y juventud. Oggún se encolerizaba cada vez que las Medina hacían ostentación de la propiedad del quiosco, lo cual ocurría con frecuencia, pues ellas dependían enteramente de los ingresos que aquel aportaba y porque era el único varón de la familia y el mayor. Pero es obvio que no hubiera permitido Oggún semejante crimen. Eso es cosa de los ikúes y de su dueño Eshu. Si los orishas decían esas cosas entre ellos era para fanfarronear de guapos y temerarios como Roldán. Además la verdadera dueña y señora del quiosco era Oshún, la Reina, la flor del sol, santísima, sacramental, la Isla, la Perla Lunar, la piedra que todo lo atrae, imán de los caminos terrestres y fluviales, la Palma Real, la Estrella Solitaria, Siguaraya, Oshún, la favorita de la quinta, la niña mimada de La Dama del Dragón, la prieta Cari, la que más sabe, la mandamás, arrolladora, abusadora, engañadora. Cachita, boquita azucarada, cinturita almibarada, papayita amelcochada. Cachi, negrona, sabrosona, sandungona. Cachumba, caprichosa, alardosa, jacarandosa. Cacha, brujita, alborotadita, loquita perdidita. Cachún, engreída, consentida, apetecida. Cachincita, salvajota, barbarota, canibalota. Sácame el piojito, ricura; dame la lengüita, lindura; cotorrita linda, lindona, lindota. Cachita, Cachumba, Cachún, Cachona, ¡sabrosona, sabrosona! Cachín, apetecible, manejable, gozable. Cachonga, increíble, irresistible, imposible. Cachitica, fenomenal, sobrenatural, inmortal. Cachita, Cachumba, Cachota, el quiosco es tuyo, solamente tuyo: sepulcro de tus inhibiciones, pirámide de tu voluptuosidad, faro de tu lascivia, coloso de tu disolución, jardín de tu libertinaje, estatua de tu sensualidad, templo de tu lujuria. Diosa golosa, apetitosa. Hembra terrenal, celestial, fluvial, entiérrame en tus carnes monumentales, acógeme en el Paraíso de tus delicias, sumérgeme en la fuente de tus delirios, mulatona, pero déjame arder, arder, arder... Detrás del departamento Comercial, La Fonda Grande, el placer gitano de las ferias, los circos, los carruseles de la zafra y, en los meses del tiempo muerto, campo libre para que los muchachos corran y salten y griten mientras crecen y se enamoran y hacen sus primeras visitas a Violeta y sueñan con la quinta de La Dama del Dragón y una noche se enredan como Elegguá entre las sábanas con Pola Negri o Theda Bara o Greta Garbo o Jean Harlow; detrás de las tres áreas del parque, la primera de césped, la del centro de cemento y la última de gravilla, está el poblado. Allí las casas son más grandes y están mejor construidas, y las viven empleados de plantilla y algunos profesionales particulares. Allí están la escuela de la compañía y los miembros del Club Náutico, y hay garajes en los patios; las calles están mejor conservadas y los jardines arregladitos, peinaditos, lustraditos como el Santo Niño de Praga y el Santo Niño de Atocha y los mariquitas. Y ahí deja él su secreto, el único que no ha compartido con Aleida. Su secreto y el de Lila.

A la derecha y detrás del establecimiento comercial de Pasito y del Boogie Club, del hotel y del Nido, de la ferretería y la botica nueva, están las cuarterías de los trabajadores solteros y los viudos sin progenie y el stadium que todas las noches come los caramelos «cines» de doña Francisquita, y las cuarterías de ladrillos rojos para los empleados solteros y viudos sin progenie, pero que están en la Nómina Fija, y detrás está el extraño mundo de Dick Tracy, porque aunque allí no se cometen crímenes mayores siempre hay líos con la guardia rural; trifulcas, pinchaditas, ratería, contrabando de polvos y yerbas que aspiradas, absorbidas o untadas en ciertas partes muy sensitivas del cuerpo (piensa en el pene) hacen de Pulgarcito un Supermán y de Benitín un Eneas y de Manteca un Jorge el Piloto y de Juanita Calamidad una Winnie Winkle y de Rosario la de Popeye una Cuquita la Mecanógrafa y de Pedro Harapos el mismísimo Popeye el Marino. Ahí viven los ingleses de Barbados y Antigua, de Jamaica y Trinidad —los ingleses son negros pero no son muy brujeros—, y algún holandés desperdigado y uno que otro haitiano, la mata mayor de la brujería, y hay siempre un olor muy penetrante a pescado frito y a frijoles con más de un día de hervidos, y las paredes están empapeladas con recortes y fotografías a color de las revistas americanas, y también huele a Pompeya y a Rum Quinquina de Crusellas, a peines calientes, a talco Cien Flores, a desodorante Mum, a cutaras de palo húmedas. Huele a marineros americanos: nicotina rubia, whisky, chiclet, loción Mennen, a jabones Life Buoy, a kaki del ejército, a tenis U.S. Keds, a mezclilla, a impermeables de hule, a preservativo y aguas de las palanganas —cómplices, alcahuetes—, enjuagadura que las mujeres arrojan al callejón, tan pronto terminaban de ocuparse con los yanquis, y que dejaban en la tierra y en el aire un olor a vaginas y penes y sus secreciones. El pobre Dick Tracy con su pipa y su lupa rastreando esos dolores nocturnos de los barracones, que desviaban las pesquisas confundiendo el olor de los blancos con el olor de los negros, del pescado frito con la loción Mennen, de los frijoles pasados con la nicotina rubia, de las medias sudadas con el talco Cien Flores, y le hacían perder la paciencia —paciencia que le sobra a Chan-Li-Po, el detective chino de las ocho de la noche, siempre en competencia con Mr. Chang, su rival de las once de la mañana, pero que tampoco le ayuda a resolver los misterios de los olores invisibles. Allí vivían Violeta y Virgen y las Tres Divinas Potencias: Flor de Fango, Flor de Insidia y Flor de Abrojos; y la de fango vestía de blanco y la de insidia de amarillo y la de abrojos de rojo, y se intercambiaban los colores confundiendo a los clientes que se disputaban el culito de la primera y las chupaditas de la segunda y las combinaciones alternas de culito y chupaditas de la tercera; y cada cual tenía su tarifa de acuerdo con el trabajo que realizara, pero la más solicitada de las tres era la primera, porque la fe mueve hasta las rocas y resucita al lazarito más muertecito; la segunda ofrecía mucho pero cumplía poco: pura esperanza; y la tercera era una casa de beneficiencia: mucha voluntad pero muy pocos recursos. Y siguiendo el callejón hacia el sur, pasando el garito La Fonda Chica, centro de las actividades de Dick Tracy, Chan-Li-Po y Mr. Chang, y al lado derecho de la cerca de alambres de púas, tejidos al crochet (su mamá tenía un chal del mismo color acerado y con los mismos puntos), que circunvala el ingenio, la plata eléctrica, la destilería de alcohol, la fábrica de cera artificial que se extrae de la cachaza del guarapo en cocción y los talleres y almacenes de abastecimiento

industrial, queda La Puya, nombre que reciben dos largos barracones azotados por el carboncillo que pavimenta el callejón y por el bagacillo de las chimeneas del central, lóbregos, escuálidos, gangrenosos y de vida tan siniestra como la del callejón de los ingleses, dejados de la mano de Dios y de los santos; ni siquiera Babalú-Ayé se interesa en ellos. Y más allá hay huertos de legumbres chinas y estancias de viandas africanas y algunas casas dispersas entre los huertos y las estancias, y un colmenar de cera real y miel de flores que linda con un caserío de tablas y zinc, remedo del batey, que fuera por generaciones la comunidad de una tribu en extinción. Y todo esto es por el lado derecho, de norte a sur hasta ganar los campos de cañas y sus confines. Y por el lado izquierdo de la cerca y de la carretera, a la altura del parque, coronado el poblado del sur y el barrio Buenavista, donde él vivía, se alzan ocho mansiones, rodeadas por un césped perenne, jacarandas, framboyanes, palmas reales, cedros japoneses, acacias amarillas, rosadas, blancas, nísperos, mangos, marañones; arbustos enanos de cabezas redondas y plantitas de salud delicada que siguen regímenes severos de alimentación. En esas mansiones viven los altos empleados de la Administración: Mr. Minute, Mr. Hour, Mr. Day, Mr. Week, Mr. Month, Mr. Year, Mr. Decade y Mr. Halfcentury. Esas mansiones y sus moradores son también parte de su secreto y Aleida no lo sabe. En ese mundo de películas en colores está el fracaso de Lila y el cúmulo de sus rencores y remordimientos. Aleida se refiere, curiosamente, a esa hilera de pequeñas «Taras» como si a ellas estuvieran destinadas las profecías del Apocalipsis (el suyo, que ha ido variando la significación de sus símbolos de acuerdo con el desarrollo de sus ideas). Yendo por la vereda frente a las residencias de memorable aspecto sureño, Aleida le explicaba las razones por las cuales La Ramera se había instalado en esos predios familiares, y culpaba sin ninguna inhibición a la sangre de chirle de sus decadentes ancestros, que no supieron, como los criollos de ley, reducir a cenizas el país, o resistir la influencia de la ostentosa caravana: La Ramera y sus vasallos, codiciosos ladrones de tierra y sacrílegos tiradores de pistola, ¡hijos de perra!, preconizadores de la Luz de la Técnica y el Progreso Industrial. Y miraba a La Ramera echada a la sombra de los cedros del Japón y los plátanos de la India y los cocoteros criollos, y su vergüenza era de odio. Y miraba a La Bestia echada al sol, roncando, y su odio era de dolor. La Bestia era el engendro calibánico de La Ramera y un joven currutaco, proxeneta y charlatán de la capital. Aleida miraba a La Bestia y su dolor rumiado vomitaba piedras de cólera, y miraba al batey y las piedras de cólera clamaban por venganza. Yendo por la vereda y deteniéndose en el puente miraba hacia La Bastilla y se quedaba en silencio. Y él le preguntaba la causa de su silencio y ella no respondía. Pero una vez, mirando hacia La Bastilla, le dijo: «No pasará en vano este tiempo, no pasará, Alejandro, sin que antes hayamos arrancado esa cerca y hayamos libertado a los que mueren dentro en servidumbre.» Y miró a las pequeñas «Taras» y dijo: «Después verás tú, Versalles, y colgaremos a tus monarcas y a sus servidores de cuanto palo pueble tus jardines». Yendo del puente al parque, cuando atardece y la vereda huele a reseda y a jazmines, huele a pasteles de manzana y a pasteles de limón recién sacados del horno, todavía crujientes, Aleida señaló al Palacio de Invierno y le dijo: «Su tiempo está al cumplirse. ¡Prepárate Nicolás II!» Y él recordó a su madre leyendo la Epístola de Santiago «...tus tesoros serán comidos por el orín y la

polilla, oh, ricos, aullarán, porque la voz de los jornaleros ha alcanzado los oídos del Señor...» y Lila le sopló al oído: «¡Que así sea!» Y aún no ha recorrido todo el batey, calle por calle, casa por casa, familia por familia, para despedirse. Y aún no ha pensado en La Esquina Ardiente, ni en El Tamarindo, ni en La Furnia, ni en La Ría, caseríos que se desparraman como extremidades abiertas de un cuerpo en agonía. Piensa en los muertos, en todos los muertos que murieron antes y en todos los muertos que murieron después, y se alegra de que en el batey no haya cementerio; sus muertos no están enterrados, ni han desaparecido vivos como los habitantes de Sabanas, no abandonaron a Deleite en vida: son vivos en un pueblo muerto. Deleite no está, no es. Venían del velorio de su abuelo Juan Carlos. Le preguntó a su padre: «¿Y a abuelo dónde van a enterrarlo?» Su padre dijo: «En el cementerio de La Chorra, con su gente.» Pensó entonces en la poca imaginación que tenía la familia de su madre; era más divertido hacer el viaje al puerto y pasar las noches en la quinta de La Dama del Dragón, o tomar un barco mercante y recorrer los siete mares con sus islas. Pero ellos todos eran «gente de la tierra» y pensar en irse era traición. Como no hay muertos en Deleite no es necesario que haya Dios. Por eso no hay iglesia tampoco. A los santos no les gusta la iglesia, les gusta el monte y les gustan las casas. A los santos no les gustan los muertos, les gustan los vivos para hacerles bien y hacerles daño, para humillarlos o exaltarlos, para hacerlos poderosos o débiles y para divertirse con ellos, enemistarlos, enfrentarlos, enamorarlos, hechizarlos, casarlos, separarlos. Un pleito de palabras entre Luis López y Pedrito Hernández, que los indujo a irse a las manos, es producto de una riña entre Shangó y Obatalá; en una discusión acalorada entre Carmencita Pérez y su hermano Jorge, que termina en llanto y en una reprimenda de sus padres, se descubrirá, si bien se indaga, que los Ibeyes han estado peleando toda la mañana por ver cuál de los dos se come el platillo de arroz con leche que queda en la nevera; en un lío de mujeres, vaya uno a saber por qué causas, se encontrará, si se escudriña, que Yemayá está muy ofendida con Oshún; travesuras y majadería infantiles, Elegguá haciendo de las suyas, y las enfermedades ¡madre mía! todas transmitidas por Babalú-Ayé; las grandes desgracias, la catástrofe, con perdón de Dios; guerra de los ikúes contra los santos (porque los ikúes son todos nazis y fascistas por naturaleza)... y así sucesivamente. La víspera de su cumpleaños —catorce años— Orlando, que es dos años, casi tres, mayor que él, se ofreció para acompañarlo al puerto. Alejandro tenía algunas cosas que comprar, y hacía tiempo que quería tener un sombrero. Se encontraron en el quiosco después de terminado el «Suceso del Día» (Sol Pinelli gritó esa tarde durante treinta segundos por lo menos. Si Joseíto no ordena a los bueyes a tiempo que cogieran el trillo y no rompen su voz y los acordes de La Guantanamera el grito faraónico, con seguridad que Sol en toda una semana no hubiese podido volver a gritar). Alejandro había arreglado el viaje con un viejo chofer de alquiler amigo de la casa. El hombre se quedó mirándolo y, pasándose la mano por la cabeza, le había dicho: «Muchacho, te has hecho un hombre en tres días; si no me dicen quién eres, no te hubiera reconocido», y el hombre se empinó un poco sobre sus talones. El propio Alejandro se sorprendió y, con mucho

orgullo, pensó, y pensó burlonamente que, de convertirse en un animal, sería un caballo semental de pura raza. Cuando Orlando llegó con mucho disimulo, midió con el rabo del ojo la altura de sus hombros con respecto a los de él, y comprobó con creciente orgullo que los suyos sobresalían por lo menos dos pulgadas. En el puerto anduvieron de un lado para otro. Alejandro compró muchas más cosas de las que tenía en mente. Su entusiasmo adquisitorio ascendía con el descenso de la tarde. Al anochecer todos sus ahorros de un año habían desaparecido en las contadoras de El Barco de Oro, La Casa Azul, El Tiburón Amistoso, la dulcería de Merenguito, la farmacia de Quintana, el estudio del fotógrafo Roland; se retrató, solo, para regalarle una ampliación de la foto a su madre, y con Orlando para ponerla en su cartera. Hicieron una visita a la tía de Orlando y cuando volvieron al centro, Alejandro entregó a Suárez, el chofer, todas las compras, incluyendo la camisa que compró para Orlando; le dijo que las llevara a su casa en Deleite, y que le dijera a su madre que ellos iban a quedarse para ver una película de estreno. En el restaurante del hotel Guía, Orlando sugirió ordenar una botella de vino. La comida iba por su cuenta, dijo, y el cine y cualquier otra cosa que se les ocurriera; mañana era su cumpleaños y él quería convidarlo. Alejandro aceptó con simpatía la esplendidez de su amigo. Comieron como príncipes y bebieron como poetas. Orlando poseía un excelente sentido del humor y estaba siempre en disposición de hablar y discutir acerca de cualquier tema, practicando con elegancia las sutilezas del humor criollo. Los brindis que Orlando ofrecía impusieron otra botella, que hiperbolizó los brindis y exigió otra, y la otra, mágicamente, comenzó a reproducirse en otras más que venían desde la cantina y desde otras mesas, de manos de amigos y conocidos que se unían a la mesa para festejar su cumpleaños. Se hacían chistes, bromas, chacotas, burlas, procedían cada vez más desemba-razadamente siguiendo sus impulsos. La bulla se generalizó de tal modo que era imposible oír las cosas que decían y decidieron cantar, y el canto encontró acompañantes de increíble destreza en el manejo de las cucharas y de los vasos y botellas y de las yemas de los dedos y las palmas de las manos golpeando la madera de las mesas y de las sillas. Y el ritmo en los oídos impulsó los pies y, como no era costumbre entre ellos y se hubiese visto mal, no se arriesgaron al baile, pero la música les recordó un sitio donde se bailaba toda la noche hasta la madrugada y después que salía el sol. Uno de los participantes en aquella algazara propuso a otro y este a los demás, una incursión a la quinta de La Dama del Dragón, y sin pensarlo dejaron el restaurante y emprendieron el traslado de la alegría al sitio de perenne festividad. Han llegado a la Estación del Ferrocarril. El edificio es pequeño y claro. Si el quiosco es el corazón del batey, la estación es su aorta. El parque son los bronquios; siempre pensó que el batey no tenía pulmones. La estación aloja a la oficina de Correos y Telégrafo, el salón de espera con sus cuatro bancos de madera, pintados de un verde Cristal, y la taquilla con su boquita Betty Boop cantando Siboney. Junto al salón de espera está el cuarto de recibo y despacho de cargas, repleto de sacos, cajas, cartones, barriles, huacales y garrafones verde Tropical; mercancías que van y vienen, manejadas por Tongo y por Marcial, que entran y salen diariamente entre las siete de la mañana y las cinco de la tarde y recesan sus actividades de once de la mañana a dos de la tarde. Con él están

ahora sus hermanos Raciel, Rubén y Ricardo, que han dejado de trabajar esa mañana para acompañarlo; están Orlando y Raúl, Mimina y Carlotica. Llegan otros, Carlos, Raquel, Mauricio, y él es el centro, Brick Bradford listo para partir en la sonámbula máquina del tiempo. Pronto les verá, a través de la claraboya de su nave aérea, del tamaño de los carneros y las terneras y los potricos, y del tamaño de los gatos y las gallinas y Melampo, y del tamaño de las jutías y las iguanas y los hurones, y del tamaño de las lagartijas y los caguayos y los chipojos, y del tamaño de las bibijaguas y moscas y mosquitos, y del tamaño de los jejenes y sin ningún tamaño. La yerba es alta en los potreros. La yerba es tan alta que alcanza sus hombros. Se tiende entre la yerba, sobre la yerba, y la separa con las manos y los pies y mira las copas de los algarrobos sobre su cabeza; y ya no es un niño que olvida los zapatos debajo de la cama y el cinto colgado de un clavo en la pared. La yerba le moja la nuca y los pies; primero la nuca, con una lengua multífida y filosa de animal canceroso. Mamá querrá que él vuelva, cuando los hombres hayan terminado de cortar la yerba mojada, de maldecir el rocío y el sudor que les enceguece; mamá querrá que él vuelva cuando el carretón verde y fragante deje el potrero y suba la colina a los corrales llenos de ganado, bosta y moscas, y ya él haya terminado de comerse los anones que arrancó en Martinillo y haya escupido al aire todas las semillas y las escamas granulosas, abultadas y amargas como los ojos refritos del pescado que comen los ingleses, y haya dejado de pensar en el cine, en las películas de Betty Davis y Joan Crawford, en Scarlet O’Hara y en Camille, en el Hermano Orquídea y en Andy Hardy. Cuando todo esto haya pasado, porque él espera que pase, la yerba seguirá creciendo por encima de sus ojos y será tan alta como los algarrobos, será más alta, hasta alcanzar el cielo. Los hombres se han ido a almorzar a sus casas y él todavía no ha crecido tanto como la yerba. Lila canta para que no haya silencio. Lila canta para que él no pueda dormirse, pero se ha dormido y sueña. Sueña como todas las criaturas que pueblan el mundo y todos están en el tiempo pretérito. Todos están en las cavernas y en los ríos, en los desiertos y en los mares, en los montes y en el espacio, y están en comunicación con el mundo invisible, los poderes ocultos y lo absoluto, con lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño: la eternidad. Deja de soñarlos y despierta asustado. Oye a Aleida llamándole en el patio, imitando la voz de los seres soñados. Se disculpa del sueño, después de haberlo contado, y los dos están de acuerdo en que debe evitar esa clase de sueños. Aleida parece irritada. Sus ojos acusan a los de Alejandro de haber visto los ojos de Lila abiertos al sol, sin pestañear, duros y fijos como las semillas de los anones. Aleida está llorando. El doctor ha diagnosticado. TIFUS. La casa está en silencio y el cuarto oscuro. Los preparativos para la boda de Honora prosiguen, aun cuando la fecha se ha pospuesto. En voz baja las mujeres escogen telas, hilos, botones, broches, encajes y cintas. Sobre la mesa, las primas calcan en papeles de china cestas con ramilletes de flores y racimos de frutas, monogramas, guirnaldas, para después bordarlas en sábanas, manteles y toallas. Por todas partes se amontonan y dispersan hilos de algodón, de lino, mercerizados; piezas enteras de géneros de algodón, de seda, de lana, randas, blondas, entredoses, alfileres, festones, agujas, ganchos, tules, felpas, dedales; la máquina suena, las tijeras suenan, los bolillos

suenan. Mamá les prohíbe hablar y reírse en alta voz. Su padre discute «que si fueron los mangos verdes o el fruto del piñón o los garbanzos»; los vecinos y parientes preguntan cómo sigue el enfermo que en su cama se avergüenza de tener un mal oído para los nombres extranjeros de los artistas de cine, y de haber engañado a Aleida diciéndole que había visto la fotografía de una artista sueca que ella no conocía, inventándole un nombre que luego confundió con otros que más tarde olvidó. Aleida coleccionaba cajitas de fósforos ilustradas con fotografías de artistas de cine. Él inventó unos nombres. Recordaba que lo hizo sublevado por el fanatismo enciclopédico de su hermana. Ella sabía de cine más que nadie. Ella lo sabía todo. Esa tarde ella se desconcertó. ¿Lamentó defraudarla? Por el contrario, gozó como nunca. Repetía los nombres sin equivocarse: Rose Gardenland, Lana Langensen, Landa Sear, ah, y su favorita entre todas, la incomparablemente bella, fantásticamente bella, maravillosamente bella Garden Landrose. Desde el momento que la vio y para siempre no habría nadie, no existiría nadie jamás para él que no fuera su Garden. Su pelo era leonado con rayitos atigrados; sus ojos eran como los de una gata persa y con la agilidad y determinación de una pantera; sus dientes eran tan poderosos como los de un leopardo y tan blancos como los de un jaguar. Y todo su rostro era nocturno y cruel y feroz como el de una tigresa. Y era también mimosa y lenta, robusta y flexible, sensitiva y orgullosa, indiferente, enigmática y siempre cruel. Toda ella era felina. Aleida abría y cerraba la boca, miraba de un lado a otro, seguía sus palabras con una cara simpática y humana, pero nada inteligente. El descubrimiento de su hermano la sumió en verdaderos abismos. ¿Era realmente así? Le preguntó que dónde la había visto. Y él respondió que Hortensia había traído a la escuela una cajita de fósforos con la cara de su bienamada y cruel Garden. —Esa arti sta no existe —decía Aleida. —Sí que existe —afirmaba él. —No es verdad —decía desesperada. —Sí que lo es, tan verdad como eres tú de verdad —refutaba él. En su total desconcierto Aleida gritaba: —No existe, no, no puede ser verdad que exista. Sus emociones transparentaban tal desolación que hubiesen hecho sangrar a las piedras. Pasó toda la tarde buscándola en revistas y programas de cine, sin atreverse a consultar a nadie, y mucho menos a Hortensia. Su erudición cinematográfica estaba en juego. Esa noche, después de la comida, le dijo, burlándose de él, que él tenía un oído atroz para los nombres extranjeros. Tal vez entonces no fuera cierto, pero ahora lo era. Confundía los nombres de los artistas con los nombres de sus personajes y de las películas con los de las novelas, y a los artistas del cine con los de la radio, y a todos, artistas y personajes, con los muñequitos de las tiras cómicas de los periódicos y las revistas. Y también confundía a los muñequitos con los generales y los estadistas y los héroes que hacían la guerra: Sir Neville Chamberlain con Pancho el Largo con Gary Cooper; Hitler con Pedro Harapos con George Raft; John Wayne con Douglas McArthur con el Mago Mandrake; Tyrone Power con Cuquito con Erwin Rommel; Jorge el Piloto con Robert Taylor con Gustav Krupp; Orson Welles con el Príncipe Valiente con Joachim Ribbentrop; Paul Henried con Tarzán con Mussolini; José Stalin con

Charles Boyer con Benitín; Clark Gable con Dick Tracy con Dwight D. Eisenhower; Eneas con Paul Muni con Bernanrd L. Montgomery; Ronald Colman con Joe Palooka con Henry Giraud; Franklin D. Roosevelt con Supermán con Spencer Tracy; Charles Laughton con Winston Churchill con Popeye el Marino; Chiang Kaishek con Terry con David Niven; Hermann Göering con el Chico Abner con Dick Powell; Charles de Gaulle con Brick Bradford con Lawrence Olivier, Wladislaw Gomulka con Lotario con Joseph Cotten; Joe E. Brown con Manteca con Paul von Kleist; el emperador Hiroito con Daniel Sesohueco con Guy Madison; Edward G. Robinson con Ambrosio con Henrich Himmler; Lorenzo con Humphrey Bogart con Rodion Malinovsky; Sidney Greenstreet con Pulgarcito con el príncipe Fulminaro Konoye; Tristán Tristón con Don Ameche con George Patton; Akim Tamiroff con Pancho con Jawaharlal Nehru y Frank Sinatra y César Romero y Pepín y los pilluelos y el Reyecito y Fulanito. Se alegra de estar solo, rodeado de juguetes y frascos y cajitas y ámpulas y termómetros y algodones y colonia, y se pasa las horas en que no puede dormir, en que no siente sino el silencio de esa cama eterna, sudada, infectada, deletreando en silencio los nombres de las medicinas, como si pensara. ¿Por qué uno siempre está hablando con uno mismo sin decir las palabras? ¿Por qué uno habla con los otros cuando no están con uno? Lila le dice que uno ha estado pensando. Después dice que, pensándolo mejor, uno apenas piensa, pero recuerda siempre y algunas veces imagina. Pensar es otra cosa, pensar es algo más serio y profundo, pero no le dice cómo se piensa. ¿Pensará él alguna vez? ¿Tendrá algo en qué pensar? Su padre entra al cuarto para verle por lo menos cuatro veces al día, el médico dos veces, su mamá muchas veces. Casi se pasa el día a su lado. Y todos apenas hablan. ¿Estarán pensando todo el tiempo? ¿Piensan los príncipes, piensan los poetas? ¿Recuerdan, imaginan? Todavía no se ha convertido en un ratón o una cucaracha o una lagartija pero imagina que puede pasarle, y recuerda el olor de los anones maduros sobre la mesa del desayuno, el bolso de mostacillas de su tía que está muerta, las gallinas cacareando en el corral, un libro que algún día escribirá contándolo todo, todo, sin que le quede nada por dentro hasta que esté vacío y seco y muerto; las calles todas, las casas todas, las familias todas del batey, los muebles, la ropa, la loza, las prendas, los árboles, las flores, las mañanas, el mediodía, las tardes, en esa noche insomne de la cama sin pensamiento, sin recuerdos, sin imaginación, oyendo la voz de Aleida rodar por la casa, del portal al patio, del patio al portal llamándole a comer, a bañarse, a repetir sus lecciones, a hacer sus tareas y para que se vaya a la cama con sus cuatro pilares y sus cuatro ángeles guardianes: Juan, Marcos, Lucas y Mateo. Una mañana su padre entra en el cuarto y le alza en brazos y le besa, y dice algo que a su mamá le ha parecido despiadado y la ha ofendido. Ha dicho que aquello no era un niño, que más bien parecía un renacuajo. Pero lo ha dicho con mucha alegría porque el renacuajo está en sus brazos y ha respondido a su beso. Su mamá lamenta no poder acostumbrarse a la brutalidad de los hombres. Entre ella y su niño se han cruzado unas miradas de gratitud y comprensión. El niño lo mira todo como si viera las cosas por primera vez: la cara limpia del abuelo que ha perdido su severidad; los ojos de Raciel son negros, pequeños, penetrantes como los de su madre y lanzan vivos destellos; los ojos de Rubén son claros y dulces

como los de su padre; Ricardo tiene ojos muy adentrados, castaños, bajo muy anchos párpados. Por el color y la forma de sus ojos se diferenciaban, pues sus frentes aparecían rodeadas de los mismos cabellos castaños, suaves y lacios, y la forma de sus huesos faciales y el color de la piel eran muy parecidos, tanto, que de no ser por los ojos podían ser confundidos el uno con el otro; tenían todos más o menos la misma estatura y eran jóvenes fuertes, deportivos, francos. Miraba a sus hermanos con envidia y a Honora, casada, vestida de azul pálido como la virgen, más serena y hermosa que nunca. Por la puerta de par en par abierta entra Aleida con su uniforme recién planchado, la blusa tensa y apretada al busto. Trae el pelo recogido con una cinta negra como las alas de una tatagua enorme, y sus ojos son infinitos como las estrellas. Todos le hacen mil preguntas y promesas al mismo tiempo, y él no distingue unas de otras. —¿Te gustaría ver un oeste? Irás con nosotros el domingo al cine. ¿O prefieres ver una película de Tarzán? La semana que viene estrenan en el puerto una, te llevaremos. Te traeré a casa tan pronto te sientas más fuerte. ¿Te gustan los batidos de fresa? Ya volverás al quiosco —decían Honora y Raciel, Ricardo, Rubén y Aleida. Siente que de pronto, tumultuosos y anhelantes, todos entran en su pecho, apresuradamente, y le duele el corazón. Cuando despierta, él y su mamá están solos en casa; ella lo ha traído al sol; están sentados bajo un ciruelo de frutos rojos y amarillos, y ella le dice suavemente, con una voz que él no podrá olvidar jamás y mirándole a los ojos con mucha ternura, que Lila le quiere mucho, pero como él acaba de cumplir ocho años y es casi un hombrecito tiene que comprender; que Lila así lo quiere. Y lo dice despacio como quien canta mientras teje y cada punto en el tejido es una nota en su voz y el tejido se extiende en el tiempo, alejándose de las manos, y la voz vuelve de una distancia mayor que el mundo que les rodea y él no la oye, no quiere oírla, porque no es verdad, no puede ser verdad que Lila no va a volver junto a ellos. En la cocina aurora gritó: —¡La culpa de todo la tiene la guerra! Y se dejó caer, fondillo y todo, en una silla, Ianita no le hizo ningún caso, pero como Aurora volvió a repetir la palabra guerra tres veces y ella le tenía mucho miedo a todo tipo de conjuro, burlonamente le preguntó: —¿Cuál? Y Aurora, que se frotaba un pie contra otro, no le contestó. Para los hombres de la familia la guerra era esos nombres que entresacaban de las noticias de la radio y los periódicos, y sus acciones en campos de batallas que se extendían por cuatro continentes y sus mares (América aún permanecía a salvo por la mano de Dios y gracias a las oraciones de su tía Clara; válgales a ellos haberla tenido para conservar sus formas humanas). No supo jamás de alguien que cambiara simultáneamente de lugar y nombre, o que poseyera los nombres de todos los lugares y siguiera llamándose guerra, a no ser que la guerra fuera el mismo Dios, pero Dios sólo tenía un nombre: Dios. Porque la guerra ayer se llamaba Alemania y al día siguiente se llamaba Polonia; y al otro día se llamaba Rusia y dos días después Finlandia; una semana más tarde, Japón y antes de que finalizara el mes, China, y así, omnipotente, omnipresente,

omnímoda; la guerra se llamaba Noruega, Holanda, Bélgica y Francia, y quiere llamarse Inglaterra y Rumanía tocando a sus puertas. En este incensante juego del tun tun quién es, la guerra responde: —Italia. —Y, ¿qué quieres? —A Libia y a Somalia. Y se repite el tun tun y responde Alemania que quiere a Grecia, a Yugoslavia y Creta. Con todos estos nombres la guerra cree que puede ganar, y sigue y sigue sin cesar tocando hasta llegar a Moscú y a Pearl Harbor. Pero la virgen se ha cansado de darle nombres en papelillos que la guerra mete al horno, y empieza a pedirle a la guerra que se los devuelva. Y el tun tun se repite a la inversa. Ahora es la virgen quien está tocando a las puertas de Libia, El Alamein, Trípoli, Túnez y Sicilia. Y la virgen le pregunta a la guerra: —¿Cuántos papelillos hay en el horno? Y la guerra le contesta: —Veintiuno y uno quemao. Y la virgen le pregunta: —¿Quién los quemó? Y la guerra le contesta: —Este perrito sarnoso. E insolentemente echa en el horno a las Filipinas, Singapur, Birmania e Indochina. Y como la virgen está en Stalingrado, no puede prenderlo por goloso. Para él y sus amigos la guerra era las películas donde los americanos y sus aliados eran heroicos e invencibles y los nazis eran los indios o los cuatreros en los oestes. Y era también los puertos del norte de África y del Mar Báltico, los caminos que recorren Bing Crosby, Dorothy Lamour y Bob Hope y los recorren Carmen Miranda, César Romero, Tyrone Power y Alice Faye, las Islas del Pacífico, las pin-up-girls, Georgina, el quiosco, los viajes a La Chorra y al cayo y al puerto, su cumpleaños y el recuerdo inconsolable de Jean Harlow ocupada con Orlando, mientras Pola Negri le confesaba en la cama que siempre la última vez era la primera, pero con él siempre sería la primera no porque fuera la última sino porque él era distinto, era especial y único; parecía decirlo con sinceridad y lo demostraba delirantemente. Pero él pensaba en la otra, en la suicida y felina Harlow, y aunque Pola Negri nunca se enteró o pareció no enterarse nunca, cuando se levantó de la cama era un hombre y desde entonces, un hombre triste. En Aleida, la guerra dejó de ser el cine y su colección de artistas; la escuela, las labores de mano, las conversaciones triviales con una amiga, las reuniones del sábado en casa de las Morell, para sumirla en un mundo rarísimo y nuevo, difícil de comprender. Un mundo raro donde la gente era explotadores y explotados, proletarios y burgueses, opresores y oprimidos, imperialistas y antimperialistas, reaccionarios y progresistas; donde todas las cosas eran mercancía y se llamaban medios de producción y artículos de consumo; los bienes de familia, propiedad privada; la obstinación en un parecer, subjetivismo, y, por extensión, individualismo; la falta de parcialidad, objetivismo; el entretenimiento, evasión; los conflictos, enajenación; y etcétera, etcétera, etcétera, como Ana y el rey de Siam.

Sus actividades eran tan raras como la rara literatura que traía a casa y devoraba en soledad, el mentón cada vez más metido en el pecho, las rodillas en alto y apretadas, y los libros, panfletos y revistas pegados al vientre, sobre los muslos. Tenía su aliado en Raciel y sus prosélitos en gentes que hasta entonces nunca habían estado en la casa. Pasaban horas enteras de la noche hablando de la guerra imperialista, de procesos históricos, del inevitable derrumbe del capitalismo y la destrucción de las potencias totalitarias, de cómo organizar una célula del Partido en el batey, de las reivindicaciones sociales: el descanso retribuido y el diferencial azucarero, y las conversaciones pasaron del portal de la casa al salón del Sindicato y a las asambleas. Hablaba un idioma raro y se comportaba raramente, pero no le faltó jamás su incorruptible lucidez para hablar y actuar. Tía Clara parecía ser la única persona que se preocupaba verdaderamente por las actitudes e ideas de Aleida. —Esa niña tuya —le decía a su hermana— anda muy mal. Yo no sé de dónde saca esas cosas. Ahora le ha dado por inventar que hay clases, ¡qué barbaridad! Y si solo fuera eso, pero hija, ha metido a la conciencia en estas cosas de la lucha de clases, imagínate. No toda la culpa es suya, en esta casa y en todas partes no se habla nada más que de la guerra. Yo, de ser tú, la mandaría a alguna parte donde se le olvide ese berenjenal en que se halla metida. Si sigue como va terminará convertida en una incendiaria. Pero tú, Leonor, pareces no preocuparte, has olvidado que los hijos nunca crecen y no se les puede dejar así en las manos de sus invenciones. Si Aleida sigue inventando y esos atorrantes y holgazanes amigos de ella la siguen oyendo nos quedaremos sin tierras, sin casas, sin trabajo, sin orden y sin ninguna moral. Y para la pobre Aurora la guerra era las colas y la bolsa negra: la carne, la leche condensada, la manteca, el jabón, escasos, desaparecidos. —¡La culpa de todo la tiene la guerra! Y se desploma fondillo y todo en cualquier sitio, repitiendo ¡la guerra, la guerra, la guerra! Y la guerra era las casas maltratadas por la intemperie y el excesivo aseo, que iba dejando los pisos y las paredes carcomidos, agujereados, rotos, en completo abandono por los administradores de la empresa. Y también era el humillante desayuno escolar que nunca alcanzaba; el cierre de la escuela americana a causa del impuesto de nueve centavos sobre el saco de azúcar; la guerra era la falta de libros y libretas y lápices. Era la bicicleta nueva de Alejandro y sus pantalones largos, que le responsabilizaban con la vida —eso había dicho su tío Joaquín—, graduándole de hombre, mientras hundía en la taza de café con leche una rodaja de pan tostado y comentaba con su padre la masacre de millones de judíos en Europa central. Pudo en ese momento desaprobar el examen que le confería adultez; se sentía tentado a preguntarle a su tío si la desobediencia de ese pueblo a su Dios no le había conducido al genocidio, pero al punto recordó a su tía Clara y su abyecta aversión por los judíos y los negros y sintió repugnancia, y aún más, asco, por su fanatismo religioso. Y, excusándose, salió al portal, a la calle, al placer yermo. La guerra les trajo cierta prosperidad: carros nuevos, motocicletas, refrigeradores, radios, tocadiscos, juegos de living y un entusiasmo feroz por otras cosas que siempre habían sido de los más pudientes y de los americanos del batey. Y trajo al puerto casas modernas y nuevas tiendas y bares nuevos y una

cafetería, y a la quinta de La Dama del Dragón nuevas «internas»; Verónica Lake, Heddy Lamarr, Betty Grable, Vivian Leigh, Judy Garland, June Allison, Rita Hayworth y una imponente sueca enormemente atractiva que se llama Ingrid Bergman. Y esa canción. Desea recordarla, recordarla siempre, recordarla... as time goes by. Y desea no olvidar los nombres de los artistas del cine, ni los nombres de los muñequitos, ni los nombres de los generales y estadistas. Darle un nombre al soldado desconocido. Darle el suyo. Y no volver nunca más a confundir esos nombres con el suyo desconocido. Ejercitar su memoria al aire libre de la noche en la oscuridad de la calle infinita, cuando regresa de ver una película y quiere ser el héroe de la infantería, de la marina, de la aviación y del servicio de inteligencia; en esa noche infinita en que canta bésame, bésame mucho y entra a la infinita oscuridad, última y para siempre. Están pintando su casa y él quiere que sea de otro color. No podrá decidirlo pero le gustaría que fuera... no sabe, no recuerda —¿azul, verde, blanco?—, con la veranda igual a la que tienen las casas de los americanos, toda forrada con tela metálica y toldos rayados a color, donde leen los periódicos y toman whisky con soda, Coca Cola y cerveza mientras juegan a las cartas, oyen música o conversan, servidos por negros ingleses, como si nada hubiera pasado, como si nada estuviera pasando en el mundo, como si el mundo no fuera a acabarse para ellos. Servidos por negras que cocinan con un paño amarrado a la cabeza y que van de compras al departamento Comercial con pamelas de paja y cintas de colores que han perdido el color, pamelas desechadas por sus señoras. Negras que hablan repitiendo al comienzo y al final de cada frase dos palabras: mi vida. ¿Y es esto todo, todo? Es lo que él quiere, quisiera que fuese en una calle que pierde sus casas y sus jardines, polvorienta, calcinada, bajo un sol que todo lo borra y lo deja blanco, blanco como los ojos sin pupilas de Violeta, como el vestido y los zapatos blancos de Genoveva, como las sábanas que amortajaron a las blancas Medina, como la memoria de Lila blanca después del sueño, como los huesitos del blanco Remotísimo peninsular de su tía Clara, como la pulpa blanca de los anones, como la cáscara de los huevos blancos y como las cruces blancas de cascarilla que hace Ianita sobre los cocos secos antes de pasárselos por todo el cuerpo desde la cabeza a los pies, y blanco como el rayo que mató a Genaro y lo puso negro como el alma de la maquinita número 21. Tanta blancura le produjo una espantosa angustia. Súbitamente recordó haber sufrido grandes desventuras y provocaciones; su modo de vivir, en el batey polvoriento, lleno de hollín, siempre ruidoso, no era su elemento. Todo el batey le parecía avaro, egoísta, cobarde, vil, triste, descortés, antipático, estéril, ciego, grosero, vulgar, huraño, tragón, estúpido, aburrido, perverso (comenzó a entusiasmarse con el fructífero acopio de adjetivos y sus significados, que empezaron a segregarse, nítidamente, del tumulto adjetival de su cerebro, apaciguándole el corazón; el lugar común ennoblecía su determinación de mostrársele ingrato, desconocido [ignoró la reiteración]; y todas las palabras le parecieron significativas, legítimas, reveladoras... todos los adjetivos exaltaban la vehemencia de sus sentimientos). Aleida le ha dejado las mejillas, la frente y el mentón, húmedos y pegajosos, salados de llanto. Un hato de nubes aborregadas sobre las cuarterías le distrajo;

recupera el hilo de su letanía adjetival deseando concluirla: chismoso, injurioso, vicioso; altanero, pendenciero, ratero; abominable, execrable, miserable; superficial, trivial, animal; depravado, desaseado, descarado; intrigante, repugnante, ignorante, mentiroso, calumnioso, odioso; nauseabundo, moribundo, inmundo; insolente, delincuente, indigente; delator, inquisidor, difamador; insensible, insufrible, horrible; perverso, disperso, adverso; bestial, infernal, criminal; incivil, vil, servil; clasista, racista, fascista. Pero su corazón y todos sus recuerdos y pensamientos agradables estaban en el cálido y soleado Deleite. Allí había aprendido lo poco que sabía y dudaba poder superar esos conocimientos, y aunque Deleite fuera todo eso, aunque sólo viviera para comer y beber y para hablar todo el día desde el amanecer hasta la medianoche de la reputación ajena, sin dejar de ripiar una sola tira del pellejo de sus pobladores, sin el menor respeto hacia alguien o algo, sin el más mínimo respeto propio, pendiente de lo que comían o no comían sus vecinos, de lo que compraban en el almacén al principio de mes, de las deudas que se acumulaban con los moros vendedores de prendas, con el boticario, el lechero, el carnicero; aunque se pasase la vida imaginando violaciones, adulterios, relaciones contra natura; refiriéndose a los blancos como lo hacen los negros: blanquitos sucios, desteñidos, jabaos o blancos de Tunas; como los blancos catalogando a los negros en ladrones, haraganes, pervertidos y revoltosos, y como los mulatos diciendo que en todo el país el que no tenía de congo tenía de carabalí; y aunque se comportara como un fulanito cualquiera dividiendo a los jornaleros en empleados de plantilla y trabajadores temporales, y de acuerdo con esa distinción seleccionara a sus amistades, les eligiera pretendientes, concertara matrimonios; y aunque todo esto fuera cierto, casi nunca lo había admitido, y sólo una vez lo expresó públicamente con brevedad, pero con un acento y furia memorables. En aquella rara ocasión sintió una profunda vergüenza de sí mismo y unos deseos locos de huir, de desaparecer. Y Aleida le besa, estrujando contra su cara los labios y los ojos ciegos por las lágrimas, hasta que él siente cómo arden sus besos, y cómo aturden el humo y el fragor de la locomotora; ella le seca el rostro mojado con su pañuelo pequeño, blanco, bordado, y le dice que no los olvide, que se cuide de la gente que va a conocer, que no sea muy confiado, pero tampoco demasiado desconfiado, que aprenda a mirar que mirando se aprende a distinguir, que lo oiga todo, pero que conserve sólo lo que pueda repetir sin avergonzarse y hacer sin miedo a convertirse en una bestia. Le pide que escriba a menudo y que se lo cuente todo, en detalles, minuciosamente, y como no encuentra un bolsillo donde guardar su pañuelo, se frota la frente y se oprime la nariz hinchada. Entonces eran niños y pensaban y sentían como niños y sus padres no eran menos pueriles, menos inocentes, y como los niños pensaban que, como en el cine, todo puede suceder hasta hacer cine. —¡Oh, Dios, que sean así de generosos siempre y para siempre inocentes! Revélales ahora y en todas las horas el significado de sus obras para que se vean cumplidos en Ti. Y haz que Aleida descubra su belleza y sea para siempre como es ahora, pálida de rostro y de ojos firmes para el asombro y la sorpresa, y haz que yo no olvide su pelo lacio y largo y sus manos y su silencio. El tren iba a partir. Pensó en dos muchachos del batey que habían tomado dos años atrás el mismo tren que ahora se alejaba con él hacia el mismo destino;

habían sido enrolados en el ejército norteamericano y participaron, uno en Europa, en Francia e Italia, y el otro en el Pacífico, en esa guerra que nunca iba a concluir. Sus madres van a misa todos los domingos a la iglesia del puerto; sus padres alardean en el parque del valor de sus hijos. Deleite seguía sin iglesia y sin cementerio, distanciado de Dios y de la muerte. Él aún no les conoce. Su madre no salió al portal a despedirle. Cree que su padre tampoco. Se quedó con ella en la sala invadida por algunos familiares y vecinos que comentaban detalladamente los pormenores de su viaje. Todos, y eso favorecía sus intenciones, estaban de acuerdo con su decisión y le auguraban un porvenir y un destino brillantes. Todos súbitamente olvidaron la guerra que aún no había terminado. Sus voces ahora le están diciendo: adiós adiós, adiós, y desaparecen.

ENTREACTO

Parece que está muerta o que tiene miedo. Si mis ojos la miran nada pasa, pero si mis manos la tocan caen sus ramas; de dos en dos, sus hojitas lentamente se cierran. Yo he visto erguirse sus espinas, pero luego, de puro inofensiva, se duerme en el momento que la luz desaparece. Dime algo, cualquier cosa que sea simple, menor. Una de esas tantas cosas que a uno se le ocurren cuando tiene miedo. Dime algo. ¿Cómo dijiste ayer que se llamaba? Es fuerte; sin embargo, nos teme como teme al grillo, a la culebra, al pájaro y a los animales más grandes. —¿Qué piensas hacer cuando seas grande? —¿Quién, yo? —Tú mismo. —No sé... —Yo sí, seguro que te vas. —Yo no quiero irme. —Sí que lo quieres. Quieres irte para no volver. —Aquí estoy bien. —No lo estás. No se está bien en ninguna parte. —¿Cómo lo sabes? —Yo no sé nada. —Entonces, ¿por qué lo dices? —Quieres irte, yo sé que quieres irte. —¿Para qué? —Para nada, los que se van, se van para no hacer nada. —Entonces, ¿por qué se van? —Porque quieren irse. —Todo eso es irracional. Debe haber alguien que quiera hacer algo. —Sí, irse, es lo que todos quieren, irse a cualquier lugar que no sea donde están. —Como los muertos. —No, los muertos no se van, los muertos se quedan, son los vivos los únicos que piensan en irse. —Como los gitanos. —Tampoco, los gitanos van y vienen. —Como los cometas. —Sí, como los cometas. —¿Y para qué irse si siempre se vuelve? —Para que el tiempo pase. —El tiempo no pasa. —Nada pasa, a menos que uno se vaya. Tú quieres irte. —¿Adónde? —Si yo lo supiera no te lo diría. —Todo eso es absurdo. —No lo es.

—Sí que lo es. Es absurdo porque es un error. —¿Cómo lo sabes? —Porque es inútil. —Nada es inútil. —Entonces me quedo. —Entonces te vas, yo sabía que eso era lo único que querías, irte, lo único que harás. —Para volver. —No, los que se van ni se quedan ni vuelven. —Entonces lo mejor es quedarse. —Nada es mejor. Mirándola, absorto, sueño su efímera existencia, me conmueve su desamparo, su inocencia de engaño. Déjala, déjala descansar porque ahora no padece. No hables más de ti. Óyela bien. Atiende a lo que te dice. Cuando amanezca volverá a levantarse como una diosa que domina las almas, las serpientes. No será extraño que luego dudes, con toda la tristeza de tu alma, de su existencia real: una planta que tiembla si tus manos la tocan. —¿Qué piensas hacer cuando seas pequeño? —¿Quién, yo? —Tú mismo. —No sé... —Yo sí, seguro que regresas. —Yo no quiero regresar. —Sí que lo quieres. Quieres regresar para quedarte. —Allá no estaré mejor. —No lo estarás porque no se está bien en ninguna parte. —¿Cómo lo sabes? —Porque sé muchas cosas. —¿Cuáles? —Quieres regresar, yo sé que quieres regresar. —¿Para qué? —Para hacer algo. Los que regresan, regresan para hacer algo. —Y si no hay nada que hacer, ¿para qué regresan? —Porque quieren regresar. —Todo eso es racional. Pero debe haber alguien que no quiera hacer nada. —No, todos quieren hacer algo, todos quieren regresar. —Como los muertos. —No, los muertos no regresan, los muertos siguen donde están. Son los vivos los únicos que siempre piensan en la vuelta. —Como los gitanos. —Tampoco, los gitanos andan incesantemente. —Como los cometas. —Sí, como los cometas. —Entonces, ¿para qué vuelven, si han de rodar constantemente?

—Para que el tiempo no pase. —El tiempo pasa. —Todo pasa, a menos que uno se quede. Tú quieres regresar. —¿Adónde? —Si yo lo supiera te lo diría. —Eso es más sensato. —Lo es. —No lo sería si no fuera una realidad. —¿Cómo lo sabes? —Porque es verdad. —Todo es verdad. —Entonces no regresaré. —Entonces regresarás, yo sabía que eso era lo único que querías, regresar, lo único que harás. —Para quedarme. —No, los que regresan ni se van ni se quedan. —Entonces lo mejor es no regresar. —Todo es mejor. ¿Qué nos separa ahora? ¿Es acaso tu voz cuando dices «cómo andas», y yo respondo «ahí»? Mira, ya no te pediré que atiendas mis palabras, ya no hablaré contigo. De nuevo esa pared entre los dos, donde yo escribo inscripciones que no puedes leer, donde yo trazo sobre la arcilla con piedras que han caído del cielo: árboles, ríos, aves que ofrezco como culto a tu cuerpo, a veces animal y otras veces humano. Esfinge o grifo, olvídame.

—¿Por qué te fuiste? —Porque quería irme, era lo único que quería. —¿Para qué? —Para sentirme como los muertos. —Pero los muertos no se van. —Sí, los muertos se van. —No, los muertos se quedan. —¿Dónde? —Se quedan con los vivos. —No, los muertos son diferentes, son libres. —¿Y tú? —Eso quería. —¿Cómo? —La libertad no se expresa, se siente. —¿Dónde? —En el cuerpo.

—Pero los muertos no tienen cuerpo. —Si se quedan es porque tienen cuerpo. —No lo tienen, se quedan en el cuerpo de los vivos. --Los vivos no tienen cuerpo, son solo alma. El alma les pudre el cuerpo. —Entonces, ¿no tenías cuerpo? —No, era sólo alma y quería un cuerpo. —¿Y por eso te fuiste? —No, me fui porque quería irme. —¿Sin cuerpo? —Los vivos no tienen cuerpo. Siempre dices lo mismo, después callas. Me dejas la fe del animal que nada niega. Si alguno de los dos no fuera como es, ¿bastaría esa razón para encontrarnos? Incomprensible, es cierto, como es incomprensible cualquier cambio. Mis ropas están limpias cuando me acerco a ti, para que no te ofenda mi pobreza. Traigo atadas las manos, puedes, si quieres, excederte en tú cólera. Sé bueno y tierno y dulce. No te temo. Sólo temo a los hombres. —¿Sabes por qué regresaste? —Porque quería volver, era lo único que quería. —¿Para qué? —Quería sentirme como los vivos. —Pero los vivos se van. —No, los vivos regresan. —No es verdad, los vivos se van. —¿Dónde? —Con los muertos. —No, todos los vivos son iguales, se esclavizan. —¿Y tú? —Eso quería. —¿Por qué? —Porque tenía muchos recuerdos en el cuerpo y necesitaba un alma que los sobrellevase. —Pero los muertos no tienen cuerpo. —Sí, yo estaba muerto y era sólo cuerpo. —¿Y por eso regresaste? —No, regresé porque quería regresar. —¿Sin alma? —Los muertos no tienen alma. Si tú quisieras podrías someterme al equilibrio de la colmena o del hormiguero, y así perpetuamente me trasladaría del sitio donde estuve al sitio donde voy, conservando la marcha al ritmo de tu aliento. Pero tú no vendrás, ni querrás que yo vaya a tu encuentro.

SEGUNDA PARTE 12 El batey no era, ni por la más extensa aproximación, semejante al que Lila, minuciosamente, describía en sus largas conversaciones. Nos asombraba comprobar que sus palabras, seleccionadas con excesiva escrupulosidad, eran, indirectamente, una débil evocación de un sueño. Ni siquiera correspondían a un recuerdo. Eran algo de una delicadísima impresión que iba confundiéndose, borrándose, en su boca y en nuestros oídos. Una calle, una casa, un mueble, cambiaban de sitio, forma y color, con tal vertiginosidad que ella misma era incapaz de identificarlos cuando se refería a un hecho —remoto o reciente— casi siempre trivial pero al que ella le confería una importancia desmesurada. Sus descripciones del lugar alcanzaban cada vez mayor prestigio, sobre todo cuando servían de fondo a historias de desaparecidos. Salimos al portal en buscan de la brisa. Todo ante mis ojos era de un espléndido azul, tan parejo en su continuidad que me llenó de un aterrador silencio. No había una sola nube, ni una ola, ni una gaviota. Habíamos venido a la casa de la playa a pasar el cumpleaños de Salvador. Era el 30 de mayo. Salvador hizo esa mañana una observación que me pareció fatídica e, inconscientemente, le atribuí una aparente relación con nuestro destino. —No hay nada bajo el sol que se halle fuera de su vigilancia. Desde donde estábamos, mirando hacia el mar, no se avizoraba la línea del horizonte. Mar y cielo eran una infinita totalidad. En esa totalidad él desaparecía sin decirme adiós. Temeroso de ser arrancado, involuntariamente, del balance donde estaba sentado, me aferré a los brazos del mueble, y comencé a moverme desesperadamente. Uno de los dos, a esa hora, en ese lugar, iba a desaparecer. Quise impedir que él me llamara por mi nombre. Le dije que mi nombre era un error, que él no debía pronunciarlo jamás, porque de hacerlo, iba a recoger del balance, en lugar mío, una de las variantes inanimadas de las formas que Lila atribuía a los muertos. Para Lila la muerte nunca acontecía como un suceso natural. Nadie moría de su propia muerte. Era más bien arrancado a la vida por otros muertos, las más de las veces enemigos. Lila sustentaba esta proposición como verdadera, y ajena a todo dogma sobre la amist ad. Se complacía con morosa deleitación en reconstruir detalladamente los pormenores que hicieron desaparecer a la «víctima». Vivía rodeada y perseguida por innumerables homicidas invisibles, a los que ella evitaba conjurar, no invocando sus nombres. Precisada, y esto sólo ocurría en casos extremos, a mencionar el nombre de su muerto, imprescindible a sus relatos, apelaba a todo tipo de subterfugios. El «innominado» estaba invariablemente condenado a adoptar una categoría ajena a su propia naturaleza: animal, vegetal o manufacturada. Esta extraña nomenclatura variaba de acuerdo con sus sentimientos, ideas o inclinaciones; de acuerdo con su estado anímico, con frecuencia ajeno al suyo propio. Ciertas pláticas o lecturas alteraban su ánimo, de

tal modo, que nos era imposible redescubrir el nombre de su «innominado», a no ser que el tono de su voz enfatizara inconscientemente algunas sílabas. Si bien esta práctica de la onomancia resultaba al principio divertida, dejó de serlo a medida que las reuniones se hicieron habituales. Todos sus cuentos incluían adivinanzas, y estas eran la parte esencial de los mismos. Si la persona innominada estaba sujeta a sus sentimientos (eran las menos), Lila le otorgaba la categoría de una fruta, preferentemente la de un anón, que tiene ojos por dentro y por fuera: blandos y rugosos por fuera; lisos y duros por dentro. Estos ojos lo ven todo. Es inútil simular ante ellos, carecen de inocencia. Si participaba en sus ideas, tomaba la forma de un animal: una gallina. Génesis de todo lo creado. El orbe es femenino, aovado y germinativo. Su contrario, el gallo, es símbolo de la muerte. Si se manifestaba en sus inclinaciones —el arte, como comprobación religiosa—, Lila le atribuía poderes mágicos, favorecedores de la gracia suprema, a una sarta de cuentas de colores, especialmente de mostacillas azules. Los deudos no deben llorar por sus muertos porque el dolor acumula dolor, y los muertos, transfigurados en sus nuevas vidas, lo ven todo, lo oyen todo, lo saben todo. Jugábamos con pronósticos, presentimientos y sueños. Nuestra vida habitual perdía de ese modo su vulgaridad. Nunca conocimos a nadie que se pareciera tanto a un sueño. Los sueños y el recuerdo componían el mundo de nuestras visiones: nuestra única realidad. Salvador, como Lila, se sustentaba del pasado, como ella creía que toda nueva vida carecía de alma, puesto que es inocente de recuerdos. Sentí cómo mi voz oscilaba hasta detenerse. Salvador no me había oído. Estaba de pie, recostado a una columna, con un libro entreabierto en la mano. Un tropel de gaviotas trazó una línea blanca contra el azul. Me creí salvado. Ese grito errante, presagio de la muerte y de lo infinito, era una enérgica objeción a los delirios de mi fantasía. Yes, call me by my pet-name! let me hear The name I used to run at, when a child, From innocent play... Leía en voz alta, clara y sin entonación. Cerró el libro: —Imaginas que estando sola (la muchacha que la ayudaba se ha marchado), no sólo disponga de tiempo para hacerlo todo en la casa, sino que nos haya sorprendido con un pastel para mi cumpleaños... Pensándolo bien, deberíamos regresar esta misma noche. ¿Cerraste las ventanas? Tan pronto oscurece, la casa se cunde de mosquitos. Por un momento sospeché que iba a hablarme de los sonetos. Un grupo de impresiones se grabaron instantáneamente en mi imaginación: la cabeza dorada de un niño, sus ojos azules, un jardín, el canto de un pájaro, el vuelo de una libélula, una muchacha negra de fuertes pies y manos como estrellas. Deseé que me llamara por mi nombre del jardín, del patio, mi nombre de las noches desveladas de un convaleciente, y sentí el miedo de los que, enfermos, piensan, con deleitación neurótica, en los múltiples rasgos de enfermedades hereditarias, y se entretienen confeccionándose una vida común a la del genio. ¿Quién no ha

padecido de esas fiebres intermitentes que le amodorran en interminables cavilaciones? ¿Quién no ha sentido cierta gratitud hacia esas fiebres que le agudizan la facultad del ensimismamiento? Creí oírle desde muy lejos, tanto, que apenas reconocía su voz y sólo recordaba las voces que imitaba. —Y de polillas —respondí—. Cuando quieras entramos, ya oscurece. No creo que debamos regresar esta noche, nadie nos espera en casa, y prometiste, si mal no recuerdo, pasar mañana el día aquí con Aleida. —¿Crees que venga? —preguntó. —Parecía irritada por tu súbita decisión —repuse. —Ida hace las promesas más irrealizables. No confío en ellas. Además, le encanta fingir enojo. Hacía años que deseaba pasar mi cumpleaños a solas... Yo hubiera preferido quedarme en casa como Dios manda, pero él insistió en que viniera. Se aburría manejando solo y los caminos estaban desechos. No me sentía capaz de escribir una sola línea. Había dejado de hablar de mi novela porque nadie, ni siquiera él, la tomaba en serio. Estaba escribiendo de nuevo, sólo por refutar la inoportuna declaración de un amigo que me había dicho en público que yo era un hombre a medias. No me sentí, verdaderamente, ofendido, pero desde ese momento comencé a verme sentado en un sillón de ruedas, o con un bastón y unas gafas oscuras. —...Me angustia ver cómo envejecen —continuó—. ¿Cuántos hijos tienen Honora, Rubén y Ricardo? ¿Diez? Sacó el brazo afuera, como si deseara comprobar que estaba lloviendo, o algo por el estilo: —El viento ha cambiado de rumbo, va a llover —murmuró. —No me identifico con ninguno de los personajes, no logro instalarme en sus mundos. —No debimos haber venido... —murmuró con voz entrecortada. —¿Por qué no? —pregunté. —Creo que tu mamá hubiese preferido tenernos a todos alrededor de la mesa. —¿Cantando? —¡Somos unos tontos! —exclamó Salvador de repente. —¿Por qué? —sentí miedo. —¿Cierra uno los ojos cuando apaga las velitas? —No recuerdo, ya no somos niños. ¿Pide uno que se le conceda un secreto deseo? —pregunté entusiasmado. —Tampoco somos adultos. Quedarnos en casa, celebrar mi cumpleaños en familia, hubiese sido una prueba de adultez. —¿Siempre hablas en serio? A mí me entristecen esas ocasiones; cuando menos, me parecen ridículas, me producen el mismo sentimiento de lástima que los niños. (Lila me hubiese corregido: —Eso está mal expresado. No es lástima, es ternura.) Las reuniones de familia siempre son tristes. Además, quería evitar tener que decirle a papá por milésima vez que no puedo afeitarlo. Siempre propongo como una excusa mi miedo a las navajas, pero lo cierto es que su piel, arrugada en el mentón y en los carrillos, me produce cierta repulsión. Quisiera poder decírselo, me produce asco. Es obsceno envejecer. Conozco a pocos hombres viejos que conserven su dignidad física... that is not country for old men, ¡oh, William Butler Yeats, viejo farsante, cómo sobrevivir a

esa línea ejemplar!... The young / In one another’s arms, birds in the trees / Those dying generations at their songs... me bastaría con escri bir unas líneas semejantes a esas para no temer al olvido, a la muerte, a Lila y su demencia, para no fingir jamás, para no mentir, para no ser generoso ni agradecido, para no sublimizar una casa que no es nuestra, «un bungalow miserable, gris, podrido, lleno de cucarachas y guayabitos que vuelan y se deslizan por el suelo y las paredes» y ese sol enceguecedor. ¿A quién puede ocurrírsele que es sano y alegre? Su única virtud es su impudor, su inclemencia, su grosera indiscreción. Unas líneas como esas me bastarían para poder decirte, viejo hermoso, dulcísimo, querido, que me asquea afeitarte como me puede asquear el vómito, el excremento, la baba, los mocos; todas las secreciones de un cuerpo que no sea el mío, porque tú no has querido, ni tú, ni todos los que te antecedieron, han querido mostrarnos la belleza, la poderosa, buena belleza de los excesos y decesos humanos. Porque yo no puedo pensar, ni puedes tú, en la belleza de esas oscuras, ruinosas, muertas deidades de la carne, expulsadas del cuerpo. ¡Oh, Dios, ciega mis ojos ante el brillo de las cosas limpias y puras y armoniosas! ¡Haz que no vea el mantel blanco y planchado cubriendo la abusada mesa; haz que no oiga esas voces que cantan alabando el día que nací; haz, misericordia plena, que al abrir los ojos no sea la virtud de los que amo, la que me acoja; revela, Señor, a mi corazón tus obras creadas por desamor, desdén o indiferencia, lo accidental y caprichoso! —Un día dejan de serlo —grité medio ahogándome. —¿Qué? —Las reuniones, todas las reuniones —grité. —Es verdad. Lo dijo con una expresión dubitativa. No seré capaz de crear un personaje verosímil, me falta irrealidad. En la medida que la tenga, lograré la novela o no. —¿Cómo era esa canción? —susurré. —¿Cuál? —Esa que tú cantabas en el colegio... espera, ah, I want to thank your folks. «En casa nadie ha oído esa canción, nadie habla inglés, nadie lee a Yeats, sólo yo soy así. ¿Por qué y para qué escribo una novela?» —Sí, yo la cantaba cuando quería recordarte que fuimos presentados un día de tu cumpleaños. Yo no quería ir a tu casa, me asustaban tus hermanos, toda esa gente grande alrededor tuyo. —No eran tan grandes. Ida sólo me lleva cuatro años, sólo que se fueron casando muy jóvenes y parecían mayores. ¡Cántala! —Ahora no. —¿Quién te trajo a casa? —Madrina, no quería ir. Ya te dije que tenía miedo. —¿Y tus cumpleaños, cómo eran? —¿Puedo hablarte del último? —No, prefiero alguno de cuando eras niño. —Realmente lo que más me gustaba de ese día... —¡Espérate! Quiero oírlo bien, necesito recordarlo, quisiera escribir sobre eso. Salvador se sentó estirando sus largas piernas —Si me vuelves a interrumpir no cuento nada... a mí siempre me hacían muchos regalos... tenía muchos juguetes, todo lo que a esa edad se pueda desear

y un poco más. Pero casi nunca me dejaban jugar con los demás niños; cosas de mi familia. Creo que estuve enfermo, o algo parecido, porque unos días antes de mi cumpleaños me sacaron de la cama, prometiéndome una fiesta. Tal vez por eso, ese día invitaron a todos los niños que conocíamos. No eran muchos, pero aunque te parezca raro eran niños. Jugué con ellos hasta el momento en que el último se despidió y desde entonces esperaba mi cumpleaños contando los días. Después ya era grande y tenía amigos. No volví a cumplir años. Dame un cigarrillo por favor. Dame un fósforo. —¿Es eso todo? —¡Todo! —Así no me sirve. Debe haber otros detalles que has olvidado, ¿no? —Ah, los mayores hacían su fiesta, no como en tu casa, sino para ellos. —Tampoco me sirve. —Lo siento. No creí que un hecho de realidad tan pedestre te pudiera interesar para la ficción novelesca. —Puede, sin embargo, servirme de pretexto para desarrollar otros temas; me facilita una situación, indiscutiblemente real, algo que cualquiera ha vivido, para introducir personajes y acciones imaginarias. —Te pasas la vida teorizando. —Es que no tengo un asunto rigurosamente definido que tratar, no tengo ni siquiera un argumento que me permita desarrollar en forma novelesca, mis experiencias íntimas, vividas. Lo peor del caso es que creo conocer algunas cosas bien, o por lo menos una que necesita ser dicha por medio de diálogos, o mediante monólogos, dentro de una estructura que no es precisamente teatral. Por eso insisto en ese libro que hace años escribo y que corre el riesgo de desaparecer sepultado por las palabras. —¡Estupendo! No se me ocurre que haya un modo mejor para enterrar la literatura. —Y la conversación —dije malhumorado. —No exageres. Esta noche añadirás una cuartilla a lo escrito anteriormente. —No volveré a escribir —dije con una sonrisa. —¿Ni a conversar? —Ni una línea más. —¿Quieres decir que estás a punto de terminar tu novela? —Quiero decir que será mejor olvidarme de ella. —¡Vamos! Tuve la impresión de que la cordialidad de su voz era falsa. —Lo dije en serio. Novelar es revelar y no creo que haya hecho ningún descubrimiento. No me siento intérprete o testigo de nada. —A mí no me importa que te contradigas constantemente. Eso te hace un poco más real. Pero mi memoria que se ha convertido en una vulgar slot machine, está por devolverte con creces el nickel que depositaste hace unos minutos: te falta el argumento, pero conoces profundamente algo que necesitas expresar, perdóname, por escrito y con palabras. —¡No jorobes! —Alejandro, tu afición por las metáforas es obscena. —Y la de los malos escritores por las malas palabras es pueril.

—De acuerdo. —¿Otra contradicción? —¡No jodas! Estábamos hablando y aunque no te golpeaste un dedo con un martillo, ni te diste un golpe de suegra contra una pared, ni te quemaste la lengua, mis palabras te irritaron. Si conoces bien un tema, ya sea por experiencia propia, o a través de la literatura, por muy manoseado que esté, repítelo, nunca será igual. ¿No quieres tomarte un trago? —Si es posible... Entremos. —¿Y ese coro de Navidad? —Hace rato que está sonando. No apagamos el tocadiscos cuando salimos. —Entremos. Nos dirigimos hacia la puerta. «¡Oh, si yo pudiera escribir así!»: Or set upon a golden bough to sing To lords and ladies of Byzantium Of what is past, or passing, or to come. La casa por dentro parecía muerta, barrida, fregada, ordenada, olorosa a flores blancas, llena de esas voces monásticas y tristes que hice callar, oprimiendo un botón. Los versos de Yeats me entristecieron. De ese mundo ya no quedan más que algunos monumentos plagados por las pisadas y el click mecánico de las cámaras fotográficas de los turistas; la evocación de los artistas y la curiosidad de los arqueólogos. ¿Qué no pasaría con esta casucha, producto del tan oculto secreto de mamá? Al través de la tela metáli ca que cubría la ventana vi otras casas ancladas a la playa, con ventanas abiertas y pequeñas luces como ascuas, distantes y solas. Estuve parado allí durante un largo rato con la mirada puesta en la calurosa, densa oscuridad de la noche. «Creo que es la novela una de las pocas labranzas que aún pueden rendir frutos egregios, tal vez más exquisitos que todos los de anteriores cosechas...» Hacer de la novela un postulado agrícola, limitándola al cultivo del terreno, me parecía una brutalidad; enunciarlo con esas palabras, una pobre simulación. Salvador preparó unos tragos con ron, hielo, limón , azúcar, yerbabuena. Bebíamos despacio, pasando de una conversación a otra, sin el menor interés. Salvador fue a poner unos discos en el tocadiscos y volvió a sentarse. Cuando se acabó el mojito que él había preparado, empezamos a tomar ron «a la roca». De algún lado, más allá de mí mismo, y por dentro, me sacudían los acordes de una tonada que ambos por muchos años recordábamos con cariño, pero que en aquel momento no conseguía reproducir. Algo dije, porque Salvador apagó el tocadiscos y, sirviéndose otro trago, me dijo: —¿Sabes? Esta tarde, mientras leía los sonetos de Elizabeth Barret Browning, me pareció que por primera vez oía mencionar mi nombre. —Me gusta que digas eso —repuse. —No se me ocurrió antes, pero puedo demostrarte que estás en un error. —¿Por qué? —pregunté un poco alarmado. —Porque es una experiencia nada agradable. Era como si yo mismo me estuviera llamado, pero no era mi voz, ni mi nombre. Es una idiotez, pero me impresionó. A propósito, no te di las gracias por el libro. Sabías que deseaba tenerlo... es una vieja historia, no voy a contártela. Es un doble regalo. Vi que el

libro está dedicado a ti por madame Castello. ¿Qué se habrá hecho de esa dama...? —Debe seguir en Nueva York, en ese edificio extraordinario de Columbus Circle. Desde sus ventanas, el parque es «un nuevo, sumo nacimiento». —¿Por qué a tu regreso no la recuperas? —Es demasiado intransigente, excesiva en sus juicios. Además, hace mucho tiempo que no la veo, debe haberme olvidado; quiero decir, a lo mejor ni se acuerda de que yo existo. —No exageres —dijo con ironía. —No exagero —sonreí—. Creo que ella no se interesa mucho en nuestro círculo. —Y agregué—: Ha escrito un buen poema que ahora trato de recordar. —Te suplico que no me des esa razón para hacerla aceptable. —Me invitó varias veces a su casa de Platekill. Salvador sonrió jubiloso: —¿Aceptaste sus invitaciones? Me parece que es una mujer capaz de ciertas emociones, a juzgar por su inteligencia. Apagué con violencia el cigarrillo, e inmediatamente encendí otro, sin contestarle. Salvador no comprendía y repitió: —¿Pero no aceptaste sus invitaciones? Fruncí el entrecejo pretendiendo molestia, pero sus ojos revelaban una secreta alegría. Mirándolo de soslayo, dije: —Sí, frecuenté su cama. No me negarás que posee un rotundo culo, sostenido por dos poderosas piernas. Salvador soltó una carcajada y, como yo le miraba sorprendido, dijo: —Me alegra que al fin te decidas a hablar como un ser humano. Creo que has malgastado la tarde ingeniándotelas para no decir nada, para reprenderte y hostigarte como un maestro de escuela a su desaplicado alumno y para hacer algunas frases, que aunque no estuvieron cargadas de excesiva pedantería, tampoco fueron muy brillantes. ¿Es así como se escribe una novela? —No lo sé. Es posible que no. Nadie escribe como habla. Tengo algunas cartas tuyas que no son nada humanas. Salvador sacó su reloj, lo miró y lo volvió a guardar: —¿Quieres decir que escribir es otra cosa? —Y agregó—: Sin embargo, tu conversación es muy semejante a tu literatura. —No niego que me falte oído para el habla popular, aunque casi siempre la atiendo con placer, y me divierte. —Eres un snob... —Y un frívolo y un salonier and the court jester... —¡Basta, basta de tonterías! —dijo Salvador, poniéndose de pie. —No seas majadero. Lamento de veras que se haya hecho tarde y te aburras. Si no te molesta, ¿volvemos al temita? Salvador sirvió dos tragos. Asintió con el mentón. —En este caso —dije— mi vanidad no tendrá ocasión de ser halagada. No voy a volver a la facultad. Tan pronto regresé haré otra cosa. Estoy pensando muy seriamente en conseguirme un empleo y, si es posible, no trabajar durante todo el invierno. Quiero escribir. Hasta ahora me ocurre que no acierto, pero la culpa en

gran parte es mía: rechazo un tema dado de antemano y, personalmente, dudo tener una historia que contar. —En esta incertidumbre, y no quiero excusarme por lo que voy a decirte, ¿por qué no lo dejas a tu corazón, aunque no puedas regirte por él? —¡Soy un sentimental! —Me parece que te preocupas demasiado por lo que eres. Haz uso de esa manía casi pueril que te posee de referirlo todo a tu persona. El resultado podría ser saludable. A falta de confesor o psicoanalista, la soledad que exige escribir te pondrá a cura de ti mismo, o por el contrario te conducirá a ellos. Te garantizo que tienes una extraordinaria novela río. Bastará con que escribas las cosas como las cuentas, sin ningún miedo a la retórica convencional ni a lo melodramático, y, por favor, con sinceridad. En principio, proponte escribir para ti, como quien escribe una carta que sabe no tiene destinatario, pero que está dirigida a alguien. Es casi siempre mejor recurrir a los sentimientos inmediatos que a la memoria. Lo que importa es lo que somos, no lo que fuimos, y mucho menos lo que los demás quieren que uno sea. Arriésgate a desenmascararlos, desnudándote. No creo que puedas hacer otra cosa, escríbelo todo, como salga. Y empieza por escribirte. No conozco a nadie que se hable tan amenamente. A tu lado jamás me he sentido aburrido. Tienes una capacidad infinita para hacer de un chisme una historia convincente y, a veces, inteligente. Como ves no te pido peras, te pido sombra. Parecía entusiasmado, se sirvió otro trago. En el acto comprendí lo que quería decirme. —Con esos materiales no se hace literatura, que es lo que yo me propongo hacer —dije—. La vida como tal no me sirve, tampoco la imaginación. Es necesario otra voluntad y a mí me falta. Te juro que no estoy constantemente metiendo la cabeza en la boca del león, tampoco creo hallarme en un callejón sin salida. Intuyo una nueva manera, digamos, de tratar los asuntos que me preocupan. Por ejemplo: el recuerdo como atmósfera, nunca como anécdota. Tengo esa maldita afición de ennoblecerlo todo, hasta las cosas más infames. Me obsesionan mi casa, mi familia, el lugar donde viven, incluyendo nuestra relación menos directa, como el paisaje. Escribir sobre ellos, implicaría ocuparme, casi exclusivamente, de lo que me rodea, y esa idea limita mi trabajo, me parece espantosa. —Ciertamente que lo es, pero si lo considerases como un simple ejercicio, como una disciplina de tu espíritu, podrías tal vez prepararte para concebir otros personajes, inventar otras situaciones, reales o ficticias, pero llenos de una vida nueva, sin la preocupación eterna del cómo se vive, cómo se muere y hasta cómo sobrevivir y eternizarse. Y esto no quiere decir que necesariamente tengas que desconocer estos problemas, pero con una absoluta independencia de lo que ellos significan para ti. Verdaderos personajes ficticios, o de ficción. Salvador se había puesto muy serio. Miraba a las «rocas» en el vaso, disolviéndose en el ron. Con aquella frase presuntuosamente lapidaria parecía haber concluido su discurso o iniciado una nueva valorización de las relaciones entre el creador y su creación. Casi suelto una carcajada:

—Te has puesto serio, y me conmueven tus reflexiones. Todo buen artista no hace otra cosa que buscar su liberación, libertando a las criaturas de su imaginación. No te enojes, pero es que nosotros desgraciadamente siempre terminamos hablando, o bien con un patético tono profesoral, o en la más absoluta delirancia. Si no abandonamos el temita, comenzaremos por hacer una lista que recoja a todos los autores que tengamos en mente, cuyos personajes no son portavoz de sus ideas, y después de media hora terminaremos diciendo que nadie va más allá de su propia sombra, y que si esos personajes nos parecen libres, o lo son, es porque sus autores lo eran y, como Dios, no hicieron otra cosa que reproducirse a su imagen y semejanza. En fin, que en una hora habremos devastado toda la literatura, y solo dejaremos en pie, y para nuestra propia protección, algunos nombres, los menos cercanos, de modo que su influencia no se haga evidente en nuestras ideas y trabajo. Lo que a mí verdaderamente me irrita, Salvador, es nuestra retórica actual. No creo que sea necesario aclarar la nobleza de esa palabra. Me encabrona ese infeliz afán de descubrimiento, de originalidad, y no en la temática —somos lo suficientemente bien informados para ignorar que todo está dicho y redicho: diez temas, digamos, eternos, y no hay otra cosa de qué hablar—, sino en la mirada, en la intención, apreciadas desde nuestra pupila y raciocinio. Sin novedad no hay frente, todo es espaldas, y al carajo. Reproducimos conscientemente un diálogo a la manera del teatro español, pero lo condimentamos con el cine, el jazz, el arte negro, la novelística norteamericana el teatro de vanguardia y todos los «ismos» esgrimibles, como dice un amigo nuestro: estamos up to date, por no decir que estamos a la que se cae. Pero seguimos en las mismas, con menos plumas que el gallo de Morón pluralizado, y luego tú, de perdonavidas, concluyes afirmando que entre nosotros se hace inevitable la presencia del «genio», puesto que la indigencia de nuestras vidas y la falta de tradición cultural nos condenan a la mediocridad o al fracaso. —He dicho. Aplauso unánime —exclamó Salvador, poniéndose de pie. Y en un tono de franca burla—: ¡No te permito que me juzgues...! —¡Perdón! Hablaba de mí como de costumbre —dije imitándolo. —Te faltaba sinceridad, te faltaba swing. —¿Por qué no dices...? Olvidé el ritual Salvador llenó los vasos. —Eres un snob... —Y un frívolo, un salonier and the court jester. —¡Me has hecho una trampa! —¡Al psicoanalista! —grité. —¡Al confesor! Alzamos los vasos al mismo tiempo, gritando: —¿Por qué no escribes como hablas? —Porque no sé, Alzugaray, Premio «Noble», buen esgrimista. —Nunca le leí. Comencemos de nuevo, Dostoyevski. —Eres un canalla... ¿pero cómo se escribe un diálogo?

—Hablando. La literatura de la lengua inglesa es un mal ejemplo: Henry James o Hemingway. —De acuerdo. Creo que ambos son igualmente pretenciosos. Reproducir, transcribir una conversación familiar o callejera, o por el contrario, recrear un arte casi olvidado: la conversación elegante es incurrir en el mismo error; concederle carácter real a lo que se pretende que sea ficción. Recurrir al chisme o a la delación, pienso que me degrada. Salvador me interrumpió: —Eso último no lo entiendo, a no ser que te refieras al simple apunte, al comentario... —No, me refería a esos guiones... pleca es la palabra correcta, ¿no?... que se intercalan en el diálogo para señalar una actitud, una acción, una reacción, con el propósito de situar las palabras dentro de un estado psicológico oportuno: «dijo Juan, mientras se anudaba alegremente una corbata; agregó con exasperación; dijo él, oprimiéndole el brazo con más fuerza; subían las escaleras con mucho miedo, etcétera, etcétera, etcétera...» —Como el rey de Siam... —Soy un hombre con escaso sentido del humor y, como tú sabes, de una lentitud pavorosa en mis reacciones. Mira, un diálogo no siempre implica comunicación. —¡Vaya descubrimiento! Un trago más y amanecemos. ¿Lo sirvo? —Sí. Me expresé mal. Lo que yo quería decir es que... ¿hablábamos del novelista? Bueno, es un problema de lenguaje. He oído a mi familia hablar eternidades con un mínimo de palabras, digamos, cien, cuando más doscientas, y te juro que a duras penas lograban entenderse. No sé, también me irritan las personas muy articuladas, a menos que posean cierto aliento poético, eso que yo defino como la virtud de delirar sensatamente. Inexplicable, ¿verdad? —Cualquier teoría es válida si corresponde a una situación real, aunque dudes que pueda servirte para escribir. ¿Acaso no eres una irrealidad? —Sí y no. Mi imaginación siempre prueba lo contrario. Sé cómo decirlo pero me aburro... la fuerza, la violencia, la pasión, no están en las palabras; están, para mí, en la convicción de mis sentimientos. ¿Qué te parece un libro que excluya toda banalidad? Lo temporal e inmediato. —Si es una pregunta, te responderé. Aunque lo temporal e inmediato no necesariamente tengan que ser banales, la exclusión de «toda banalidad» harían que ese libro, a mi juicio, se tomara demasiado en serio, y su solemnidad me produciría un gran aburrimiento... No tienes que explicarte. He sido yo quien mezcló los términos. Volviendo al asunto de la comunicabilidad con los demás, permíteme una digresión y una cita. Es de D. H. Lawrence. La cita, por supuesto. Según él, el hombre es un descubridor, un aventurero del pensamiento, un aventurero de la vida, un aventurero de la emoción. Un descubridor de sí mismo y del universo exterior. Y eso también lo aplica a la novela, que es o debería ser una aventura del pensamiento, si es que ha de ser algo cabal. Pienso que el escritor debe expresar sus intuiciones reveladoras, sus descubrimientos, ya sean las aventuras de su corazón o las de su mente, en un lenguaje artístico, literario, propio, creado a la medida y en función de su sensibilidad, su experiencia personal y sus gustos estéticos.

—Podría estar de acuerdo contigo enteramente, pero estarlo no variará en nada mis problemas. Te juro que ni mi sensibilidad, ni mis experiencias personales, ni el idioma adquirido, elaborado, creado por mí mismo, sirven a mis ficciones. Te dije que madame Castello tiene un buen culo y unas buenas piernas. Podría añadir sus tetas. Despojando esas imágenes de sus valores puramente estéticos, su anatomía quedará reducida a la simple apreciación de mi libido. Madame Castello, entonces, como tú dices, es una realidad, que en la cama agotaría mi imaginación, es cierto, pero que a mí particularmente no me serviría para ningún tipo de recreación con voluntad artística, a no ser que pueda ayudarme para otros fines extraliterarios, la confesión patética, o la certidumbre de una vigorosa vitalidad. Sé lo que estás pensando; ella no es otra cosa para mí que un pobre objeto. La conversación me había reanimado, olvidé el incidente de las gaviotas, el infinito azul y la observación remota de Salvador. No había que temer, el sol ahora no nos vigilaba. Me acosté cuando ya amanecía. Salvador estaba escribiendo. ¿Y los muertos?

JARDÍN

Ciertamente las islas esperaban para hacerse a la mar. Esperaban. Las islas ancladas al Golfo y al mar de los caribes esperaban. Las islas que servían y amaban. Las islas que se alzaban en armas, combatían y odiaban esperando en el Golfo y el mar de los caribes. Para retribuir, para devolver ira a sus enemigos y dar el pago a sus adversarios, han zarpado las islas. Esperaban, esperaban ancladas. Ciertamente las islas esperaban para hacerse a la mar, sin miedo al huracán, a las bestias marinas, al furor de las aguas. El monte como un ramo de olor al aire libre. ¡Ceibas y palmas reales, échense a andar la noche, el sol no se pondrá jamás; la lumbre es vuestra! Levántate y resplandece, en lo alto, fidelísima Antilla. Porque las islas esperaban ancladas a los mares del centro de la Tierra y se han echado a recorrer sus rutas de norte a sur, desde Oriente a Occidente. Suenan sus instrumentos, sus ritmos, sus voces suenan con fuerza y brío porque las islas para su día de gloria y alabanzas, vistieron sus vestidos de rebeldía, sus colores, zarcillos, sandalias, ajorcas y cintas que ciñen y adornan su belleza. Cantan. Sus voces cantan a los muertos que están bajo su suelo, los que eran de su seno y los que eran de lejos... Y cantando partieron.

13 Había pasado toda la mañana escribiendo, sentado debajo de una guásima. Escribía para distraer el malestar que le produjo su conversación con Aleida la tarde anterior. En realidad no había sido una conversación, sino un intercambio de monosílabos y algunas frases inconexas, sometidas seguramente al proceso de un extenso y dramático monólogo interior. No sabría jamás lo que Aleida pensaba. La soledad —se dijo— siempre prevalece en cualquier relación. Ellos no podían ser distintos, ¿pero si lo fueran? Los demás parecen estar contentos, casi satisfechos de sus vidas y de sus relaciones. Las de ellos, vida y relación, estaban escindidas, tal vez porque ellos eran distintos. Pero, ¿qué sabía él de ella, qué sabía ella de él? En el juego habían tirado una carta falsa y, conscientes del propio engaño y ante la propia indefensión, habían retirado sus exiguas apuestas. Hacia las diez de la mañana, sintiéndose mejor, entró en la cocina para leerle el poema que había escrito. Entró leyendo en voz alta: ...al desgaste, al silencio: las flores y la lumbre que entregara el idólatra a su dios como ofrenda, en vano, defendiendo su afición por lo efímero. Aleida, sin oírle, preguntó: —¿Cómo es aquello? —Como estar muerto —repuso sin mirarla. —Dije aquello. —Es igual, te digo que es como estar muerto. Lo miró con severidad. —Dejemos en paz a los muertos. Dime cómo es Nueva York. —¿Por qué me preguntas eso? —Para que me contestes —dijo Aleida mirándolo gravemente. —Creo haberlo hecho. —Una generalización tan vaga no puede ser una respuesta sincera. —Lo es. No sé qué otra cosa pueda añadir después de lo dicho. Estoy acostumbrado a sentirme en cualquier sitio como en mi casa, y no siento nostalgia por volver a mis propios dominios. Mentía, mentía deliberadamente, y mentir siempre le causaba un fatigoso enojo. ¿Por qué esa pregunta y no otra? ¿Por qué Nueva York, y no él? Recordó la vieja pasión familiar por los lugares y las cosas, y ese vago recuerdo lo entristeció. La mirada de Aleida se hizo más grave. Prosiguió: —Sin embargo, Nueva York me obsesiona, esa ciudad es un estado mental; sospecho que realmente no está donde parece estar, sino aquí y aquí —repitió la palabra golpeándose la frente y el pecho. Deseaba variar en lo posible la definición que hacía Lila de Nueva York: «es un estado del alma», decía ella. —¿Te sientes muy ligado a sus cosas? Su tono le pareció más dulce y su mirada también. —No...

Luego rectificó: —Allí uno se instala definitivamente, aunque pase la vida trasladándose de un lugar para otro, espontánea o involuntariamente. Es como estar muerto. Aleida continuaba examinándolo con severidad: —¿Lo dices en serio? —Sí... ¿crees que podría decirlo de otro modo? —Una nunca sabe. —Tal vez me expliqué mal. No se trata de una metáfora. Es algo que le oí decir a un amigo nuestro. —Te has dejado impresionar por una frase, Alejandro. —No es una frase, es un sentimiento. —¿Ajeno o tuyo? —Mío. Pero déjame explicártelo. Eloy vino a verme con unas cartas tuyas. Comimos juntos. Esa noche me dijo muchas cosas contradictori as acerca de su viaje. Me confió los proyectos que le habían traído a Nueva York. Tú los conoces, más o menos los mismos que animan a gentes de todas partes del mundo para dejar su casa, su familia, su país, y el propósito de regresar tan pronto se hubieran cumplido. Pero me dijo que desde el momento de su llegada se sentía como un muerto y que había perdido todo interés en hacer algo. —Eso no define nada, mucho menos a una ciudad como Nueva York —dijo Aleida. Atizó las brasas en el fogón. Puso a hervir la leche. —Eso crees tú, pero Eloy fue mucho más concreto. Acababa de llegar a una ciudad donde todo le era extranjero: las costumbres, la lengua, el clima... algo parecido debe ocurrirles a los muertos. Su único contacto con la vida eran las cartas que recibía de su familia. Temía que el tiempo y la distancia disminuyeran la correspondencia hasta el punto de interrumpirla. No le faltaba razón, Aleida, ese es el primer sentimiento que experimenta un emigrante... pero a mí no me gusta hablar de esas cosas. Nueva York es, probablemente, el sitio más vital del mundo, el más dotado de voluntad y energía. Aleida le escuchaba atendiendo al timbre de su voz para ver si sus palabras, en algún modo, denotaban amargura. Alejandro prosiguió con ansiedad: —Podría preguntarte cómo es esto, cómo te sientes aquí, podría también preguntarte a qué se debe esa pregunta tuya. Apenas hablamos. —Porque tú no quieres —repuso Aleida humildemente. —No es verdad. Admito que se me haga difícil una conversación en la que tú preguntas y yo respondo. Como si fuéramos dos desconocidos. Más o menos lo que hago cuando conozco a alguien y deseo mostrarle un especial interés. A veces pienso que hubiera hecho un excelente confesor. No me mires con esos ojos, por favor, lo digo en serio como lo otro... --¡No lo repitas! —Como tú quieras, pero pareces ofendida. —No lo estoy. Si doy esa impresión de estar siempre a la defensiva es porque he perdido la costumbre de hablar civilizadamente. Además no creo haber sido jamás una buena conversadora. —Eras un orador excepcional! —Te creo. Tenía juventud y un entusiasmo irracional. —De lo primero, aún te sobra, de lo otro... bueno.

—¿Qué? —Nada. Iba a decir una idiotez. —¡Dila! —No quiero estropear este primer encuentro. —Por favor, Alejandro, cualquiera que te oiga creería que en esta casa no se te atiende debidamente. —No tienen que oírme, bastaría que te oyeran, acabas de decirlo: no se me atiende debidamente, como si yo fuera una visita. —¡Basta de majaderías! —Perdóname, y esto es lo último que me hubiese gustado tener que decirte. De acuerdo con un viejo concepto tuyo sobre las relaciones familiares, hay palabras totalmente proscritas. Palabras que expresan, y eso no es una invención mía, cortesía, distanciamiento, urbanidad: por favor, perdón, lo siento, gracias y otras por el estilo. En Nueva York se repiten cada dos o tres minutos. Es la lengua de la gente civilizada. Te aporrean un pie y allá va el I’m sorry sir!; te hincan el codo entre las costillas y sin mirarte, sueltan un excuse me, please y te dan las gracias por cualquier indecencia. Con lo dicho tampoco trato de definir esa ciudad. —Yo no te pedí una definición, te pregunté cómo era aquello. —Insistes. —Sí. —Está bien, nada es como hubiésemos querido que fuera. Para mí, Nueva York ha sido muchas cosas. Enumeraré las peores: soledad, fatiga, inestabilidad; cuartos de hoteles y casas de hospedaje; interminables esperas en agencias de trabajo para inmigrantes; libros leídos apresuradamente en todas las líneas del subterráneo; compras en las gangas de las tiendas de segunda clase; escuelas nocturnas para extranjeros; comidas en cafeterías automáticas y en restaurantes españoles y latinoamericanos; noches del sábado en el hotel Taft y en el Victoria, y otras veces en el Ateneo Cubano o el Club Caborrojeño, o en otros. A esto puedo añadir: reuniones, tertulias, cines de barrio, desempleo, humillaciones, frustraciones, deudas, créditos, ilusiones, ambiciones y sueños... total, lo mismo que en cualquier pueblo de las islas de Cuba, incluyendo Deleite, o del mundo. Mentía, mentía deliberadamente y lo había hecho con cierto tenebroso y maligno placer. Aleida le escuchaba pacientemente, anonadada. ¿Por qué dijo todo eso? ¿Qué beneficio obtenía poniéndose al descubierto? Pero Aleida parecía no enterarse de su resentimiento, parecía no importarle. ¿Deseaba acaso comprometerla con su fracaso? ¿Por qué lo había hecho? La curiosidad siempre conduce a la decepción —pensó con dolor—. Deseó continuar pero Aleida se le anticipó. —No esperaba que me dijeras otra cosa y aún no respondiste a mi pregunta, porque Nueva York tampoco es eso. Yo podría decir lo mismo de mi vida aquí, solo que tendría que suprimir las tres cuartas partes de lo enumerado por ti, o todo. Con ese material se hace una buena novela y no precisamente radial. No te falta sentido de lo melodramático, el mérito estará en hacerlo trágico. Cualquier situación, Alejandro, puede parecernos ridículamente patética, no así sus implicaciones. —Ganaste. —No aposté a nada.

Encendió un cigarrillo. Aleida había comprendido. Nueva York no era igual a ningún otro sitio, mucho menos al batey. Nueva York era algo que ni remotamente ella podría imaginarse, era todo lo que ella y él y todos, el mundo entero, no era. Nueva York era todo lo que falta en otras partes, lo que no es sino «aquí» en su corazón y en su mente: una pasión. Era demasiado tarde para empezar de nuevo su enumeración. Hubiese querido decirle qué eran los cafés del Greenwich Village y de la calle 55, los restaurantes y bares del East Side; los museos, bibliotecas, salas de conciertos, galerías de arte, tiendas de la Quinta Avenida y la Avenida Madison, hoteles de lujo, joyerías, bancos, agencias turísticas, boutiques, delicatessen, librerías, universidades, perfumerías, clínicas privadas, hospitales públicos, salones de belleza, tonsorial shops, cines de arte, gimnasios, baños turcos, tabaquerías, bowling alleys, institutos, edificios de apartamentos con marquesinas, porteros y elevadores, proyectos de viviendas colectivas, parques, plazas, industrias menores, clubes privados y nocturnos y oficinas: una fabulosa y monumental botica en la que de verdad se vende de todo como en botica. De todo lo que no hay en el batey, de todo lo que ella no había visto personalmente y que en los libros y en el cine son palabras e imágenes, pero nunca cosas. No, ella no podría jamás concebir de un golpe y como un soplo la expansión, el génesis y el apocalipsis sucediendo simultáneamente. La memoria es una larga enumeración de sensaciones que sólo se identifican si es posible nombrarlas, y hacerlo sin premura, morosamente, con la lentitud venenosa del alcohol, de las drogas y el sexo; es una perversión civilizadora. De todos los juegos que ellos inventaron con las palabras: nombrar las cosas por su carácter y naturaleza; adjetivarlas sin relación a cualidad o accidente; nominarlas adjetival-mente; adjetiverbizarlas, nomiverbiadjetivarlas, les faltó uno: neoyorquizarlas. Nueva York era un party privado, sofisticado, glamorizado, neurotizado por el café society, el international set, y los «In», y era una feria popular, chillona, vital, burda, ingenua y ambas cosas eran tristes, desoladoras, crueles. Nueva York era sus snobs, sus intelectuales, sus diletantes, sus poetas, profetas y mesías, sus negras y blancas profesionales, sus músicos y artistas, sus acróbatas y mimos y cómicos, sus redentores, idealistas y reformadores, sus alucinados, desesperados, hechizados, sus revolucionarios y evasivos e indiferentes, sus evangelistas y delincuentes. ¿Pero cómo era, cómo era, cómo era? Recuerda. Alejandro recordaba. Vieja ladrona de los cementerios, de veras y sin tendernos cepos, cara a cara, eternamente condenados a disentir, en controversia, ninguno victorioso, antes de que el sol mude sus límites y de una vez, hablemos. Aleida iba echando, lentamente, el arroz, como si contara los puñados, temerosa de que no fuera suficiente. Sobre el techo comenzó a oírse un manso resbalar de hojas, o de ratas, o tal vez gatos, que descendía al cemento del patio ágilmente, en un tic, tic, tic melodioso. Llovía. —¿Pensabas? —inquirió Aleida.

Recordaba las últimas líneas del poema que escribí esta mañana. Entré para mostrártelo. Otra impertinencia: —Pero a ti no parece interesarte lo que escribo. Aleida sonrió con simpatía: —¿De qué se trata? —mostraba interés y sonrió nuevamente. —Luego lo leerás. —¿Por qué no ahora? —Prefiero la conversación. No creo que el poema sea bueno, aunque surgió espontáneamente. Me paso horas enteras debajo de esa guásima, escribiendo, esperando el momento en que podamos conversar como Dios manda. Ayer estuviste más reticente de lo que yo podía recordar. —Tienes mala memoria. —Para los nombres extranjeros, ¿no? Y ambos sonrieron maliciosamente. Aleida reflexionó: —Debo ser yo la que tengo muy mala memoria. Me paso el día alelada, distraída, fuera del mundo. No sabes el esfuerzo que tengo que hacer para recordar la más mínima cosa. —Si no lo dices, no me hubiera enterado. Tus cartas son extraordinariamente prolijas. Podrías escribir un libro —dijo Alejandro. Aleida lo miró en silencio, se había acostumbrado, por comodidad, a minimizar las faltas de Alejandro, era la mejor forma de perdonarlas. En otro momento la hubiera irritado esa desafortunada vocación de su hermano por literarizarlo todo. Sin duda que sería un buen escritor. —Te escribo poco y cuando lo hago me parece que tengo miles de cosas que decirte. Me inhibe saber que vives en Nueva York y que un minuto cualquiera de tus días vale por una eternidad. —Basta que hayas dicho unas palabras para darme la razón. Vivo en la eternidad: es como estar muerto —dijo Alejandro. —Creí que íbamos a conversar en serio —dijo ella con cierta fingida molestia. —No deseo otra cosa —repuso Alejandro—. De veras que no haber podido hablar contigo ha sido espantoso... —No exageres, ¿cuándo llegaste? Tarde, antes de anoche. Ayer dormiste como un lirón y esta mañana te pasaste tres horas debajo de esa guásima. El tiempo que has estado despierto lo hemos compartido. —He pasado dos noches en vela, diciéndome: tan pronto amanezca, me voy a sentar con Aleida y vamos a hablar hasta que uno de los dos no tenga nada más que decir. Pero cuando he estado frente a ti, no sé qué demonios me pasa, o bien me parece que todo lo que pueda decirte se va a convertir en un diálogo radial, o que no tengo nada que decirte. Y eso sólo me pasaba antes, cuando te escribía, nunca cuando hablábamos. A veces en la calle, en un bar, y hasta en una visita, se me ocurrían mil cosas que deseaba supieras. Tan pronto llegaba a casa, era como si las hubiera olvidado. Me sentaba frente a la máquina y todas, pero todas las palabras desaparecían. Me quedaba en blanco, en puro blanco. Era como si alguien, que por supuesto no era yo, pero que estaba dentro de mí, me impidiera pensar, recordar, escribir. Me avergonzaba esa absurda idea de pensar que la

gente no habla como yo y me sorprendía a mí mismo en la calle o en cualquier otra parte, tratando de oír lo que la gente decía. A veces les oía pero sin entenderles bien. Entonces me pasaba las santas horas recuperando un sonido y cuando lograba reunir dos o tres o más, para formar una palabra, y tenía la palabra compuesta, olvidaba su significado. Lo peor de esta situación es que no podamos hablar. —¿De dónde has sacado esas ideas? —preguntó Aleida. —Por Dios, Aleida, no son ideas, es una realidad. —Pero tiene que haber alguna razón para que te sientas de ese modo. —Claro que la hay, sólo que yo no sé cuál pueda ser. —Eso no puede ser cierto. Prefiero pensar que realmente no tienes nada de qué hablar conmigo —dijo Aleida. —Si se tratara de ti podría darle una explicación, pero es que me sucede lo mismo con todo el mundo. —No sabía que frecuentaras a tanta gente. Su ironía lo conmovió. Ella no había perdido su ingenuo sentido del humor. —Yo tampoco. Estaba sentado y estiró las piernas, cruzándolas. Aleida puso varias cucharadas de azúcar en el arroz con leche. —De todos modos —dijo Alejandro, eso de estar pendiente de todo lo que dicen los demás para someter al propio juicio lo que uno dice, no es cosa de bromas, es cosa de locos. Encendió otro cigarrillo. Era el cuarto que se fumaba. Fumas demasiado. Los recuerdos dolorosos y penitentes. En el San Remo están las negras profesionales con el pelo algodonoso, alambrado, engrifado: kinky. ¿Qué hacen cuando no toman whisky o fuman o miran de reojo a los que pasan por su lado? Esa luce muy bien. ¿Me la presentas? Si quieres, sí. Salvador las conoce a todas. La del vestido marrón le ha sonreído. Si la Dama del Dragón la viera. Discrimina a las negras. Le bastaba con Aunt Jemina. Pero esa con la cabeza de estopa es monumental. ¿Qué diría Ianita? ¿Todavía pasará el peine? Debe mandarle uno de esos productos más civilizados. Peines calientes y vaselina sólida. ¿Será Peola? No tanto como Merle Oberon pero deben gustarle los blancos porque le ha sonreído. Nueva York está toda llena de blancas profesionales. No todas son blancas pero llevan la cabeza platinada, albina. Blancas de velos y mitones, de sombreros y parasoles a lo aristócrata del sur de Margaret Mitchell. Prefiere a las negras. Discriminación a la inversa. Son más variadas. Las hay de todos los tonos. En cambio, las escandinavas son todas blancas profesionales, de un blanco lechoso, nevado, alabastrino, oso ruso blanco, mariposas, émulas de Blanca Nieves y todos los lugares comunes del blanco, incluyendo a Carole Lombard y a Moby Dick, con el pelo suelto, lacio, bien disimulado el tratamiento Roux, los enjuagues oxigenados y la laca pulverizada: «Mary, Peggy, Betty, Julie, rubias de New York.» Gardel se tiró algunas. Abolida la discriminación. Esta noche prefiere a esa negra que le está sonriendo. —Ya que no podemos cambiar de ciudad, cambiemos de tema. No sé por qué nunca creíste en la posibilidad de un viaje a Nueva York. Casi medio batey se ha dado su vueltecita por allá. Siempre quise que vinieras. Elijamos un tema. Haz-lo tú, pero por favor, que no sea la literatura.

—Es lo único que realmente te interesa, ¿verdad? —dijo Aleida. —Sí, pero no ahora. Me gusta servirme de la memoria para otras cosas. Recurrir a la literatura es un síntoma de perversión primitiva, de retroceso espiritual... —Eres un frívolo —dijo Aleida. —Y un snob y un salonier and the court jester... —Estás haciendo literatura como ahorita con tu miedo a olvidar las palabras. —Sí. Selvas y ríos, barbarie y civilización, lo maravilloso, la hipérbole, la ingenuidad primitivista, el color local, el regionalismo. Todos somos cultos y muy bien informados... —¿Quiénes? —El público lector. Más rápido, Aleida, más rápido... —¿No serán los escritores? —¿Quiénes? —¡No sigas!... —¿Quiénes, Aleida, quiénes? —Te esfuerzas en vano, no saldrá , no volverá a salir... lo hemos olvidado... —A ellos les pasa lo mismo que a mí contigo: complejo de erudición, de abundancia verbal, de imaginación desmedida... pero ¡basta! Había encendido otro cigarrillo y lo lanzó afuera. Se puso de pie y caminó hasta la puerta. Miró hacia el patio, los árboles bajo el aguacero le recordaron un cuento de ciencia ficción. En Marte la lluvia era azul. Entonces entró la gallina. —Desde que amanece y pongo los pies sobre el suelo, empiezo a pensar en lo mismo: cómo es tu vida en Nueva York —dijo Aleida. —Es como estar muerto —dijo Alejandro, mirándose las manos. —¡Vaya obstinación! —Subjetivismo, querida. Aleida no pudo más que reírse. —Al fin, te conmuevo...! —dijo Alejandro. Aleida hizo un mohín. —Te pareces a Scarlet O’Hara —dijo Alejandro soltando una carcajada. —No seas cruel, me parezco a Vivian Leigh. —Aleida... Sintió un temblor que le oprimía los labios. Estaban jugando a ser artistas de cine. Alejandro nunca se decidía a tiempo por el actor que él debería ser. Hortensia le acusó de comportarse como Jack el Destripador, pues Alejandro, decía, no se conformaba con ser un actor determinado, sino pedacitos de muchos: —Es un poco Dr. Jekill, un poco Mr. Hyde: el ruiseñor y la rosa .— Y Lila era Ava Gardner; Hortensia, Olivia de Havilland; Carlotica, Joan Crawford; Mimina, Shirley Temple, y Aleida, Jean Harlow. Cada una de ellas defendía entrañablemente a la efigie elegida. Carlotica subrayaba los atributos de su personalidad. A él no le gustaba mucho ese juego, pues estaban obligados a decir las razones por las cuales se hacía la selección y a él le parecía ridículo exponer las virtudes de tal o más cual actor; sobre todo lo indignaba la hipocresía con que los varones, al parti cipar en el juego, eliminaban las características físicas del artista, y el lugar de Clark Gable era ocupado por el capitán de Motín a bordo o Rhet Butler. Todos gritaban al mismo tiempo. Mimina corría de un lado para otro

cantando: «Tú eres Charlie Chaplin, yo soy Shirley Temple; tú eres Shirley Temple, yo soy Charlie Chaplin.» Alejandro temblaba de ira, quería estrangularla. Carlotica discutía con Hortensia: «Joan Crawford tiene más personalidad que Olivia de Havilland y es más bella, más bella y más bella.» Aleida se puso de pie y desde el centro de la veranda gritó: «Cállate, emperatriz, no todas podemos ser Joan Crawford.» Y Carlotica le ripostó: «¿Y quién quiere ser Jean Harlow?» Alejandro temblaba de miedo. Carlotica se retiró del juego diciendo: «Entonces, no quiero ser nadie, ¡nadie!» Mimina quiso contentarla: «Si quieres te doy a Shirley Temple. » «No la quiero, quédate con ella, farfulló Carlotica, yo soy Carmen Miranda.» Y Hortensia fue Mona Maris, y Lila, Loretta Young, y Aleida siguió siendo Jean Harlow. Alejandro no quería ser nadie y todas le recriminaron su excesiva vanidad. Se sentía avergonzado y con mucha ira y miedo. —Me gustaría ser Ashley Wilkes... —dijo Alejandro, y se le ensombreció el rostro. Aleida tenía los ojos fijos en el dibujo que las patas fangosas de la gallina trazaron sobre el suelo. Parecía concederle una especial importancia. La gallina estaba arrinconada entre la pared y la nevera. Alejandro entraba al sótano de Macy’s por unos calcetines y unas corbatas, quería aprovecharse de una Ganga Especial BE THRIFTY, MACY’S THRIFTY. Nueva York es un estado del alma: una pasión. Si pudiera decírselo, confiárselo. Nueva York está llena de músicos y artistas epígonos del último «ismo», propagadores del presente, precursores del próximo: —pppppppp —Dijiste? —Nada —pensó en la artificialidad del diálogo. Hemingway no hubiese podido hacerlo parecer más natural. Pero así no habla la gente. La gente habla en un torrente. Escritura automática. —Nos pasábamos la vida apostando al que dijera con menos palabras la mayor cantidad de cosas, ¿recuerdas? —dijo Aleida—. Economía de medios. Sí —no quería mirarla. La conversación natural es un aluvión como Nueva York. «¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla? » Nueva York era de fango como el primer hombre, a imagen y semejanza de Dios, como la estatua gigantesca del sueño de Lila: el esplendor y la decadencia de una sociedad: cabeza de oro, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de cobre, piernas de hierro y pies de hierro y barro. Así era Nueva York. En la memoria no acontecen las palabras, sino un alud de imágenes, una estampida de cosas neoyorquinas, y él no sabe cómo carajo va a sacárselas de la cabeza, del corazón, son muchas y están todas apiladas, encaramadas sobre su corazón entenebrecido. Una forma sintetizadora de expresar a Nueva York con palabras, es decir, con cosas, sería reproducir en su totalidad y de un golpe El jardín de las delicias de Bosch, como lo haría Lila (era su modo de referirse al batey): calle por calle, casa por casa, familia por familia. Desde la calle 8 hasta la calle 242, sería fácil, la cosa se complicaba a partir del Village hasta Battery Park y el East End. Después de todo Nueva York no era otra cosa que una gigantesca botica, y el hecho de que él identificara las cosas con personas, situaciones y palabras, no la haría un ápice distinta: Nueva York era un arsenal de cosas inanimadas, de alambres muertos, de cristales trizados, de asfalto derretido, de

piedras calcinadas, de hierros retorcidos y concreto y madera derrumbados: escombros congelados en su memoria, si ella quisiera... —Aleida, por favor, juguemos... —¿Jugar? ¿A qué? —Juguemos a lo que quieras, a los vidritos, a las palabras, a las cosas. Su desesperación aumentaba en la misma medida en que sufría. —No podemos —dijo ella con desaliento. —Sí, Aleida, si tú quisieras... —¡No sé, no sé!

JARDÍN

Y vamos con las islas. En el primer momento faltaron los fugitivos. En el primer momento faltaron aquellos que aún no han regresado... después faltaron otros. Sin embargo, con ellas vamos todos. En cada puerta, en cada claraboya, hemos puesto una placa roja y negra que dice a todos: «Gracias.» En las primeras horas el barco era una fiesta: besos, abrazos, lágrimas y una palabra: «Gracias.» Ianita quiso que esa tarde me estrenara mi traje azul marino con estrellas blancas y un ancla roja en la pechera. Ianita me peinaba diciéndome que si ella volvía a verme con el pelo revuelto me iba a pelar al rape. Aurora no quería salir de su camarote. Estaba limpiando a sus santos, con agua y miel y aceite, a sus santos de palo. Y a los de yeso los limpiaba con agua de colonia. Tenía que cocinar para ellos y no le dio la gana de ponerse a cocinar para toda esa gente que ella no conocía. Aurora, extrañamente, parecía imitar a tía Clara: —Sabe Dios quiénes son. Por una vez y para siempre quiero que sepan que no somos todos iguales. Yo no quiero ahorcar a ningún blanco, ni quiero ser verdugo de nadie. Aurora se pasaba las horas riéndose de lo lindo, pensando en ese refrán y sintiendo que por primera vez no se le arrugaba el corazón como una pasa. Ahora sí llegaremos a Sabanas, eso parece. La gente parece más gente que nunca. Todos parecen niños. Se comportan y juegan como niños. Ahora todos pueden entrar a un parque, eso creo. Es como el día de Reyes, como el día de las Madres, como el día de mi cumpleaños, como el día que entremos a Sabanas. Me alegra tanto ser un niño. Me alegra tanto estar aquí. Si alguna vez me hubiera ido, como soñábamos Aleida y yo, ahora tendría que regresar, y me hubiera perdido esta fiesta y los cuentos que durante esos años se contaban en casa. ¡Qué bueno es ser un niño; saber que soy un niño! —Es como antes, como en el 95 —decía papá. Y mamá, inmediatamente, subrayaba: —Es como en el 68. Igual que en el 68. El mismo espíritu... Y papá: —Pues no lo es. Esta Revolución es de los hijos, está hecha por los hijos; no por los padres. Igual, exactamente igual al 95. La han hecho blancos y negros de la ciudad y el campo. Y mamá: —También la hicieron en el 68. Y papá: —Era otra gente, estos tienen ideas más radicales, como en el 95. En el 68 nadie hubiera pensado en repartir la tierra. Y mamá: —En el 95 nadie hubiera podido ni siquiera pensarlo. No es la gente, son los tiempos. Ahora se podrá hacer, pero antes no. Y papá:

—¡Qué más no da, mujer! Lo bueno es que se haga... Y mamá: —Lo mejor de todo es saber que desde las doce en punto zarpamos y es como si estuviéramos todavía en casa. Sin pergaminos, ni documentos, ni equipaje. Saber que Alejandro mañana irá a la escuela como de costumbre... Y Honora está en su casa con Raúl y sus hijos... y Rubén y Ricardo están con sus mujeres y sus hijos en sus casas, y Raciel... y Aleida... Mamá se ha puesto triste. —También él, también Sergio y los demás nos acompañan, Leonor. Todos van con nosotros —dice papá y se mira las manos temblorosas—. Sabanas es de ellos y por ellos, Leonor, tendremos que edificarla desde sus cimientos... nos la dieron... con sus vidas nos dieron a Sabanas. Lo sé, Ignacio, lo sé... Cuando lleguemos a Sabanas levantaremos en el centro de una gran plaza un monumento con todos sus nombres... Mamá está llorando. Papá disimula la tristeza, el dolor que le causa oírla. Ella es como una niña. Mamá se ha pasado la vida coleccionando nombres. Mamá quiere a la gente, pero parece que sólo la quiere cuando sabe sus nombres. Con los lugares, los ríos, las montañas, los árboles y las flores le sucede lo mismo. Mamá es una niña. Quiere a las cosas que conoce y para ella no hay otras, no puede imaginar que haya otras. —Ya estaré vieja —dice— cuando termine de aprenderme la historia de sus nombres, cada uno de ellos, iguales y distintos. Sólo seré feliz cuando sepa quiénes eran y cómo eran y las cosas que hacían antes y después de ser ellos, el mismo... me moriré de pena si descubro que me falta uno sólo... ¡y son tantos, Ignacio, son tantos...! Y ellas van por los mares cantando... ¡Qué bien se vive en este camarote! Tío Ricardo parece ser el hombre más feliz de la tierra. Dos veces los rebeldes se llevaron la cadena al cuartel y dos veces los administradores la pusieron de nuevo. A la tercera vez, los rebeldes la hicieron pedacitos de hierro. Ya no hay cadena que divida la carretera entre los dos centrales. Aleida, siempre activa, no para un minuto en su camarote. Pasa el día y la noche reunida con gente que nunca vimos antes. Gente de Bayamo y de Trinidad, de Nuevitas y de Güines, de Jagüey Grande y Los Palacios, de Sancti Spíritus y Rancho Veloz, de Cienfuegos y Unión de Reyes, de Guantánamo y Guane. Cuando está en casa dice que en Sabanas vamos a construir veinte mil aulas y vamos a electrificar todo el país, desde Guanahacabibes hasta Jauco. El mar está tranquilo. Es todo él un bolso azul de mostacillas de distintos azules. El barco es verde con manchas amarillas y algunos punticos de colores. El cielo es como el mar, pero más quieto. Y el aire es suave y lento. Todos, el mar, el barco, el cielo, están de fiesta, al aire libre; mientras las islas cantan...

14 Arranqué el papel de la máquina de escribir. Encendí un cigarrillo. Fumaba infatigablemente. Crucé el cuarto y miré hacia afuera. Llovía. Mañana no iré al trabajo. Esta noche no asistí a clases. Si sigo como voy terminaré arrojándome al mar por un despeñadero, como los puercos bíblicos. Me siento cansado. Vuelvo a la mesa, tomo el papel y lo leo con cuidado, contando las palabras. Doscientas cuarenta y cuatro. Me sobrarán cien. Otras doscientas más para eliminar cincuenta. ¿Cuándo empezaré a escribir correctamente? Hasta muy entrada la tarde no me fue posible sentarme y redactar estos párrafos. En ellos comparo arbitrariamente las cosas más disímiles. Este nuevo fracaso debo atribuirlo al hecho de haber bebido demasiado anoche. Regresé tarde a casa. No escribo bien porque no pienso bien. Estuve en el Sweet Loaf & Swam, hablando con Teddy, el bartender. Oyéndolo se me ocurrió que es necesario restituir a ciertas metáforas su valor antiguo. Teddy equipara todo lo que se halla a su alrededor, sin hacer ningún tipo de distinción, con las virtudes de su «favorito», pese a que, invariablemente, pierde. El Sweet Loaf, en boca de Teddy, se transfigura en un hipódromo: el Acueduct, el Belmont Park o el Jamaica, según corresponda a sus diarias apuestas. Se aferra a un vocabulario obstinadamente hípico. Le pido una cajetilla de cigarrillos Pall Mall y en el momento de entregármela me dice que estos cigarrillos son como las patas de Free Lance, nunca demasiado fuertes, nunca demasiado débiles, siempre justos; un trago de Black & White, el whisky escocés con carácter, posee el brío y la fogosidad de Tattooed Indian; la fortuna, la fama, la gloria de tal o más cual cliente, la ha ganado «por una cabeza», y la «raya» es el límite entre la ventura y la desgracia, entre el fracaso y el triunfo. Para la imagen más remota, más opuesta a su «vocación», encontrará un símil preciso. Oyéndole anoche empecé a considerar los riesgos que corren algunos poetas obsesionados por la ilusoria pretensión de originalidad. Por tratar de expresarse novedosamente caen en los errores más miserables, odiosos y groseros. Teddy es un hombre discreto, aunque a veces exceda los límites de la prudencia. Dijo algo anoche que me hizo recordar una canción en la que el amante, antes de partir hacia tierras lejanas, desea hacerse un rosario con los dientes de su amada. Imaginé a la doncella anegada en lágrimas de júbilo y gratitud, de fidelidad eterna, mientras el dentista extrae de sus sangrantes encías cada una de sus marfileñas piezas; imaginé al mancebo ensartándolas en un doble hilo sintético; luego a la doncella desdentada despidiéndolo en el muelle y al joven mostrándole el rosario, prueba de constante devoción y fe hacia ella. Sentí que me salía de la boca un sonido que en ese momento no logré identificar, pues se confundía con una carcajada y una arcada. Corrí al Gents. En la calle me propuse devolverle inmediatamente a la amada sus dientes y al negro, su cuervo; al blanco, su leche; a la hermosura, su luna; a la claridad, su sol; a las flores, su fragancia; a los labios, su grana; a las especies, su aroma; a las aguas, sus arroyos; a los leones, sus guaridas; a los tigres, sus montes; al sahumerio, su incienso; al amado, su amada, y a Salomón, su viña. El resultado de aquella reflexión son estos párrafos donde los cabritos son coronas, las gamas, higos; las calles, palomas; las cabañas, ovejas; las manadas, ríos; las manzanas, pies; el marfil mirra, y, entre las doscientas cuarenta y cuatro palabras, las

concubinas Amminadab, el amado, la Sulamita, y Salomón, la pequeña hermana que no tiene pechos. Afortunadamente no puedo sentir más que cierto grado de indiferencia hacia mí mismo. ¿Cómo podría de otro modo proseguir mi acostumbrada vida diaria? He gastado casi seis años oyéndome teorizar, sin poder fijar mis experiencias y conocimientos en cosa alguna. He esperado con vehemencia la aparición de ese ángel tutelar que resolviera mágica-mente mis conflictos. Me irritan las palabras, la sucia luz de la lámpara, el cuarto en desorden, la humedad, el olor a comida congelada que hay en la cocina, a ropa sudada que hay en el baño, a humo y nicotina que hay en todas partes, y el compromiso de encontrarme con madame Castello el viernes para reunirnos con unos amigos y pasar el fin de semana en Trenton, a tres millas del hospital donde su marido, en una cama, se mira durante horas las piernas enyesadas. Es una mujer odiosa, pero me gustan sus mimos y la declaración incestuosa de que le recuerdo a su hermano que vive en Montevideo, ingeniero civil, casado y con hijos. Reviso el papel y lo abandono nuevamente, esta vez sobre la cama. Lo leeré más tarde, cuando el cansancio y el sueño no me permitan pensar en tanto concepto idiota. Un ideal de decencia al que me elevaría si me fuera posible. Las cosas no son verdaderas, trascendentes, solo porque se traten con elegancia. El día se me ha ido entre las sábanas y ese papel con doscientas cuarenta y cuatro palabras. Mientras haya todavía tiempo no rechazaré ningún ofrecimiento de su parte. Es inútil toda reflexión, la veré el viernes, este y el próximo. No todo lo que se corrompe es malo. No puedo desafiar todas las leyes de la naturaleza humana y conservarme incorruptible. Si Salvador no hubiese insistido tanto en la pobreza de mi expresión; si no hubiese señalado cada uno y todos los errores que encontró, errores mayores, escribiría incesantemente. Pienso mal, escribo mal, como mal, bebo mal, duermo mal, escribo mal. Tendré que cerciorarme el próximo viernes si fornico mal. Alguna cosa haré‚ bien, ¿no? No existe ningún modo posible de recuperar las cosas en su totalidad, de recuperar las cosas perdidas. Uno se sienta en un rincón y enciende la lámpara, toma un libro para leerlo, lee un párrafo, dos, tres; uno está leyendo, mirando las palabras reunidas, unas siguiendo a las otras, de lo más obedientes, muy bien educadas, respetuosas; eso parece, eso cree el papel, pero algunas saltan, dan un vuelco en el aire, se descarrilan, corren a toda velocidad, precipitándose en no sé qué abismo de la memoria, del corazón, del estómago. Otras se detienen, calladitas, meditabundas, tristes, y no hay quien se atreva a moverlas, no hay quien, ni siquiera a empellones, a latigazos, a mordeduras, bofetadas, trompones, escupitajos y maldiciones, las haga moverse, sacarlas de sus casillas, irritarlas, ofenderlas, humillarlas, porque ellas han dejado de interesarse en lo que pueda pasarles en lo que pueda decirse de ellas, o hacérseles. Así son los recuerdos, como las palabras, así mismo, fugaces como un relámpago o estáticos como la piedra del rayo enterrada en el monte. Todo se mueve a su alrededor, los animales, la yerba, las raíces, las hojas, las pisadas, la misma tierra, menos ella. Así son los recuerdos, sustentándose de otras vidas, nunca de sus propias vidas. Un olor, un sonido, una imagen, un gusto, un contacto, el menor, el más efímero e insignificante, basta para que el cáncer de los recuerdos empiece a desarrollar sus

infecciosas células, a comer por aquí y por acá , todo, absolutamente todo lo que esté a su alcance y lo que ronda más allá. Uno está conversando, oyendo las palabras que dice, obedeciendo al impulso que las saca afuera, desde los lugares más recónditos de la mente, del corazón, del estómago. Algunas, las más audaces, salen de los testículos; y por debajo, sumergidas en la sangre, fluyen otras palabras, que representan, o identifican, o simulan otras cosas, algo que no se ha hecho recuerdo, que está en ese momento naciendo, creciendo, muriéndose. Uno está pensando y es como caminar detrás de un carro fúnebre que carga el féretro donde van muertas todas las palabras. Uno camina despacio, en silencio, ensimismado y solo, con mucho miedo, atribuyéndoles todas las virtudes concebibles, disculpándoles sus defectos, negándolas. Otorgándoles lucidez, coherencia, profundidad, veracidad, exactitud, creyéndolas infalibles, todo espíritu purificado y purificador. Y uno las cree conciencia de todo lo creado y las recuerda con gratitud y nostalgia, confiándose a la sabiduría que uno les confiere. No fue por aprender todas las palabras, conocer sus significados, aplicarlas correctamente, proveerlas de experiencia y memoria, distinguirlas de acuerdo con la función, servicio y provecho que prestaran a mis propósitos (ignoro cuáles pudieron ser entonces), que me fui quedando solo con ellas, oyéndolas, diciéndolas, leyéndolas, pensándolas. Fue para escribirlas (eso lo sé ahora). Muchas veces, en el transcurso de una de esas largas peroratas sobre literatura, en las cuales se embiste a tal o más cual autor por el uso o abuso de las palabras con una ferocidad que sólo la envidia, el desamor o la inseguridad puede explicar —no se me ocurren otras razones, tratándose de gente del oficio, versada en esa disciplina—, he recordado nuestros primeros juegos verbales. Fue Lila —prefiero pensar que no fui yo— quien inició esos juegos. Aleida despreciaba, por vulgares, las jerigonzas que los niños en la calle y en la escuela usaban para ocultar de los demás sus pláticas. Suprimidos por completo los ti (titutietirestiuntibotibo) y los aguara, emoyer, isimí, ofol, ucuchú (tucuchuemoyerresfemoveraguara), creamos otros, nada ingeniosos e inútilmente complicados por la fanática devoción de Aleida a la pureza del lenguaje. Inventar nuevas palabras correspondía a los poetas, algo que ella respetaba profundamente. Jugar con ellas debía ser divertido, pero nunca irreverente. Así un verboadjetivizado, por ejemplo, correr despacio, sería codesrrerpacio, un nombre verbia-djetivizado era cacodesbarrerpallocio, atendiendo a las palabras caballo, correr, despacio. La supresión de artículos, preposiciones y conjunciones creaba dificultades insuperables. La fórmula era exactamente igual a la que siguen las jerigonzas conocidas; mezclábamos las sílabas en el mismo orden que componían las palabras. El juego era torpe, aburrido, desesperante. Casi nunca sabíamos de lo que hablábamos, y pasábamos de una extensa oración incomprensible a silencios irritantes. Pero nos ejercitábamos en la acción de abolir uno de los prejuicios más frecuentes: la discriminación a las palabras. El gusto por las palabras nos expuso a los mayores peligros. Admirábamos un texto no por lo que decía, ni siquiera por la corrección con que estaba redactado, sino por la cantidad de palabras utilizadas; mientras más, mejor. Aleida se enfurecía. La aterraba pensar que pudiéramos sustituir las ideas por las palabras. Lila y yo sosteníamos que cada palabra representaba una idea viva, independiente, libre.

Tengo miedo a pensar, a sentir, que he perdido para siempre esa alegría, ese asombro que, a través de las palabras, los sentidos le transmiten al alma. Debo haberlos perdido; de lo contrario, ahora llenaría cien, mil cuartillas con un millón de cosas, que me rozan la frente, la boca. ¿Debo o no insistir en vivir como un artista? No basta mi curiosidad. Me arden los labios, necesito un trago, dos, diez. Necesito salir, hablar con alguien, repetir cualquiera de los cuentos triviales de mi casa, repetirlos sin esfuerzo y con entusiasmo. Necesito sentir que la noche no es esta casa sola, llena de libros, muebles, cuadros, humo, ceniza y colillas. Esta casa llena de palabras habladas, leídas, pensadas, escritas o por escribir. Yo no hice esta casa para mí. Se hizo por él y para él, y aquí están todas las cosas que fue eligiendo, desde nuestro primer encuentro en casa de Lenz. Algunas de estas cosas han rodado por todo Manhattan desde Bleecker Street hasta Washington Heights, desde Irving Place hasta Morningside Drive. Las cosas se escogieron por su confort y belleza, pocas veces porque fueran necesarias. Aquella silla la compramos porque era una réplica del diseño de Mies van der Rohe para una silla conchoi-dal, y esa cómoda de caoba early american design porque era una pieza exclusiva del mueblista John Widicomb, y los demás muebles por idénticas razones. Y todo por el simple pretexto (cada vez más complicado) de vivir como un artista. El viento pasa sobre el puente y no encuentra el río. No creo poseer una verdadera vocación por las letras. Todo esto pasará con los años, aunque no cese de soñar. Amo y apetezco, me deleito con las cosas que están en mi memoria. Me gusta esa mujer, quisiera ser ese hombre. Conversan más de lo justo acerca de lo que debe ocurrir. El viento pasa sobre mi cabeza y me borra todo pensamiento. Quisiera ser esa mujer, me gusta ese hombre. Esta situación es más deplorable que la primera. Todo se mezcla deliciosamente, lo ausente y lo presente. Supongamos que no entiendo la significación de estos deseos. Supongamos que no los tengo. Supongamos que los imagino para crearme distintas situaciones. Pero ese hombre y esa mujer andan en la calle, cogidos por la cintura, a veces mirándose. Él se inclina y la besa. Ella se levanta sobre sus talones y se deja besar. Ella también lo besa y sus brazos le rodean el cuello. Mi temor al viento es pura superstición. El viento pasa y no encuentra qué remover. Mi emoción es visible, tanto que ambos han vuelto sus rostros hacia el mío. Parecen complacidos. Si esta pesadilla se desvaneciera. Necesito sentir, como estos amantes de una noche, que la ciudad está llena de miradas, de sonrisas, de pasos que vienen hacia mí, de voces que me llaman dándome un nombre, identificándome con las calles y las casas que el viento hace cambiar de posición, removiendo sus huesos enterrados. Esos muchachos juegan entre ellos como si estuvieran en un campo de pelota, se gritan y golpean como los niños y cantan. Llamaría a Herminia. Debo esperar al viernes. Hace dos años esta situación me hubiese parecido ridícula, en mí no la hubiera concebido. Ellas venían por su cuenta y cuando menos uno las esperaba. Una manecita enguantada que toca el timbre y entra despojándose del sombrero, el abrigo y los guantes. Alguna, tal vez, vino buscando el calor, la compañía inmóvil, gris, imperturbable del radiador, un trago de whisky o una taza de coffee. Se descalzaban para sentir en los pies mojados y fríos la suave, mullida, cálida alfombra, y terminaban desnudas, transpiradas, el cabello revuelto y los brazos y las piernas enredadas entre la

sábana y mi cuerpo, laxos, indefensos, abandonados, con un olor a saliva y cosméticos, a saliva y perfume, a saliva y nicotina y whisky, a saliva y desodorante y sudor; con ese extraño olor mezcla de piñas y mandrágoras. Y con un sabor a todas esas cosas y otras menos percibibles. Venían a cualquier hora del día y de la noche, con cualquier pretexto o sin ninguno. Algunas anunciaban por teléfono sus visitas. Otras, simplemente, llegaban, y más de una vez no pude responder al insistente timbre de la puerta. Otra ocupaba la cama. Caminando hacia el Sweet Loaf & Swan, toda esta noche sin estrellas, sin luna, sin cielo, huele y sabe a ellas. Todas las cosas y los lugares exhalan ese hechizante olor. Y de todas partes de esa vidriera, de ese anuncio lumínico, de esa marquesina, de esa cabina telefónica, de los tragantes y el pavimento, de los carros que pasan y se detienen y siguen con una respiraci ón entrecortada, anhelante, salen sus suspiros, sus balbuceos, quejas, tímidos ronroneos de gatas, gritillos y ese inconfundible ay de desvanecimiento y recuperación de los sentidos, que estremece la cama y rebota contra las paredes y baja al piso alfombrado y sube al cielo raso y se escapa por la ventana, agitando las frondas de los árboles del Riverside Drive y las aguas del Hudson, o confundiéndose con los ruidos humanos, mecánicos y divinos de la multitudinaria Washington Square, o apagándose en la placidez provinciana del Morningside Drive, o aquietando las frondas de los árboles del F.D.R. Drive y las aguas del East River, bajo las lluvias frescas de abril, o el sofocado aliento de agosto, o la aplastante inclemencia de enero, poblando toda la ciudad de un ritmo armónico, percutivo, íntimo, como el de la circulación de la sangre y las aguas. Así debe escribirse, como quien hace bien el amor. Tendríamos escritores excepcionales, tantos como aquellos que saben hacerlo bien. La literatura toda estaría hecha por genia-lidades femeninas. Las 29 jornadas de Sodoma y Gomorra, El cantar de los cantares, Alicia en el País de las Maravillas, Fedra, La Celestina, Electra, el Decamerón, Madame Bovary, Ifigenia, Ulises (en particular el monólogo interior de Molly Bloom), Las palmeras salvajes, Camille, Romeo y Julieta, El amante de Lady Chatterly, Santuario, Yerma, Fiesta, Justine, Cecilia Valdés, Las mil y una noches, Nadja, Las impuras, Safo, Trópico de Cáncer, Santa Juana, Ann Christie, Trópico de Capricornio, María Estuardo, Manon Lescaut, Nana, Teresa Raquin, María, Doña Bárbara, La casa de Bernarda Alba, Carmen, Amalia, Ana Karenina, Hedda Gabler y Doña Rosita la Soltera. Toda esta literatura, de haber sido escrita por mujeres, que revelaran cabalmente, sin reservas ni inhibiciones, las aventuras del pensamiento, las emociones, las intuiciones y reacciones femeninas, con sus suspiros, balbuceos, quejas, tímidos ronroneos de gata, gritillos y ese inconfundible ay de desvanecimiento y recuperación de los sentidos; desnudas, transpiradas, indefensas, en abandono y laxitud total, enredadas entre las sábanas y las piernas y los brazos del hombre, descubriría en nosotros, con toda seguridad, ese lado oscuro del alma que nos oculta de nosotros mismos y del universo exterior. En el Sweet Loaf & Swan está la gente de costumbre. Teddy, naturalmente, sirviéndoles de diversión. Acaba de perder, apostando a las patas de su «favorito», el sueldo de una semana, incluyendo propinas. Pero me habla del animal, que, evidentemente, mañana sustituirá por otro, como si hablase de una mujer, de un niño, y relata la carrera con tal precisión de detalles, con tal agudeza

y gracia, que me convence de que no se puede escribir así, de que escribir, pese a lo que Salvador sugiere, es otra cosa. Entonces, Teddy me brinda un trago de Black & White, el whisky escocés con carácter. Los dos chocamos los cristales y él, como yo me he hecho muy familiar a sus relatos, llenos de adornos y sutilezas, con gratitud extrema, me dice casi al oído: —Gratchias, chico. Y no me siento ofendido. Teddy se ha enfrascado en una larga conversación con un cliente. Decido pedir el cuarto trago e irme a beberlo solo. El viernes me iré a Trenton con Herminia. No volveré a escribir una línea. La separación fue inevitable. Lo estuve esperando varias noches. Salvador regresó un domingo al anochecer. No quise preguntarle dónde había estado, ni qué había hecho. Tenía que comunicarle ciertas cosas y esperaba, pacientemente, el momento de hacerlo. Mientras tanto, me cuidaba de no parecerle afectado por lo que él, a su modo, intuía. En secreto me alegraba la idea de que ambos sufriríamos con la separación. Me limité a hablarle de mi libro. Hablaba con mucho miedo porque mentía. —Escribo —le dije—, escribo todos los días y el li bro avanza. Para el próximo mes lo habré terminado. Salvador me interrumpió, arguyendo que si había esperado tantos años en mi memoria, no me aconsejaba que lo dijera apresuradamente, en un tiempo tan limitado. —Yo sé lo que quiero —le dije—. Por primera vez creo que me atrevería a decirlo. No tengo miedo, es mi destino, yo no sé, pero no quisiera esta vez callármelo. Me dijo que se alegraba de que así fuera. —No te faltará asistencia —dijo, o algo parecido, entre dientes. Después me pidió que lo disculpara; tenía que escribirle una carta a su madre. Su decisión de no proseguir hablando, me tranquilizó. El me evitaba, como yo a él. Desapareció por una puerta y yo por la otra. Me senté junto a la ventana, mirando el Hudson fluir, mientras registraba cada uno de los acentos de su voz, su sonido y ritmo, distribuyéndolos con la misma laboriosidad que pone el poeta en cada una de las líneas que integran su poema. Desde la ventana no distinguía la costa de New Jersey. En la tiniebla sólo un ojo terrible parpadeaba. Tuve la sensación de que iba a desaparecer en una vasta pradera de aguas. Desaparecía sin despedirme de él, sin decirnos adiós. El rojo anuncio de la AMACO ensangrentaba el río. Con gran cuidado, excusándome por interrumpir mis reflexiones y sentándose junto a mí, me confesó la lectura de unas diecisiete cuartillas mecanografiadas a dos espacios, que yo había dejado con toda intención sobre la mesa de trabajo y que, sin lugar a dudas, eran el comienzo de una extensa narración alrededor de nuestro primer encuentro. Comenzó por elogiar, con visibles reservas, el proceso reiterativo del relato que, a su juicio, ingenuamente, impide el desarrollo de la trama. Consideró un acierto esa melancólica indagación del suceso en su origen, no como verdad histórica, sino como comprobación de lo maravilloso, que permite al lector, con una pizca de malicia, distinguir entre el hecho y la fábula. La línea de evocación directa, a la inversa de la que sigue la memoria, siempre ramificada, era

un recurso rudimentario y, como toda técnica primitiva, es efectivo en cierto modo, porque sus defectos no parecen serlo, excepto como limitaciones perfectamente naturales. Sus ventajas son obvias. La doble personalidad del protagonista, difícil de identificar por el lector, oscurecía la trama sin ninguna razón ostensible, haciéndola caótica, falsa, inverosímil. Dijo que la ficción más «fantástica» debía producir la impresión, o si se prefiere, la ilusión, de parecer real. Sin esa aparente realidad no se podía organizar un mundo. Y me reprochó la impuesta limitación del léxico que frustraba, innecesariamente, los atributos de la prosa. Dijo que podía extender esta enumeración si considerara otros objetivos de crítica. Todo ese tiempo yo permanecí en silencio, siguiendo ensimismado sus palabras, su rigurosa adjetivación, los sustan-tivos no menos puros y los verbos conjugados con suprema justeza, sin la menor imprecisión de tiempo. No aventuré ninguna interjección. Al principio lo atendí con gusto. Me sentía comprendido, acompañado. Creía oír la voz del Hudson fluyendo por los labios de mi amigo. Imitaba los juegos y habilidades sonoras que el río ejecutaba. Estuve a punto de arrojarme a sus pies, gozoso, y recitarle de rodillas, con los brazos en alto y voz burlona, una oda a la soberbia verbal de uno de nuestros profesores, que ambos habíamos compuesto. Por fortuna, un brusco cambio en su voz evitó que mi torpeza habitual acarreara mayores infortunios a los que en ese momento (aunque parezca extraño, inevitable) padecía. Salvador, desde la oscuridad en la que hablaba, profirió sentencias, imprecaciones y denuestos hasta hoy para mí indescifrables. Me acusó de las peores y más bajas intenciones, afirmando resueltamente que nuestro encuentro y amistad, los años compartidos, mi dedicación casi devota a su persona —siempre halagada, siempre preferida—, el mimetismo con que yo reproducía, detalle por detalle, la menos perceptible de las inflexiones de su voz, el menos evidente de sus gestos, con tan acendrada y paciente perfección, todo obedecía a un plan, elaborado siniestramente por mí con el propósito de robarle el alma. Confesó haber visto y descubierto mis intenciones aquel atardecer del día 30 de mayo en la casa de la playa, mientras yo reconstruía admirablemente, con exhaustiva precisión, la vida y situación del batey. Calle por calle, casa por casa, árbol por árbol y persona por persona. Comenzó por la extensión y anchura de las calles, pedregosas, afiebradas, polvorientas durante largos meses de sequía; encharcadas, fangosas, feas en los meses de lluvia, sin pavimentación y sin aceras, separadas de los jardines que les ceñían ambos flancos por acequias —cubiertas de yerbas y pequeñas plantas— que malamente servían como desagüe; pero con una vida pública, diligente, gritona, torrencial. Y hablando de las casas, describía los materiales de construcción, estructuras y colores (de un monótono gris por fuera); la disposición de las habitaciones con las puertas y las ventanas siempre abiertas con el solo objeto de franquearles la entrada y la salida a los muertos, aún no corporizados por Lila, que andaban a su libre antojo del jardín al patio, por corredores, cuartos y pasillos. Los muebles, ornamentos y utensilios domésticos de todos los estilos y épocas parecían haber sido diseñados y fabricados por sus manos, pues bastaba un gesto de ellas para que se reprodujeran en el aire. Se detenía con mucha nostalgia, tal y como si les viese después de un aguacero o calcinados al sol, para informar sobre los tejados,

colgadizos y aleros. Aún andaba por caballetes y azoteas y ya tenía su atención puesta en los pisos, entarimados a la criolla —pulidos listones de madera—, o de baldosas en las construcciones de mampostería. Como un cagüayo o una lagartija se deslizaba por las columnas, celosías y toldos, que en los portales y patios distribuyen y controlan la luz del trópico. Como los niños, se entretenía improvisando acertijos, componiendo rompecabezas, jugando a las postalitas y a la pizpirigaña, en los rincones más agradables y a la sombra. Se extasiaba contemplando cómo escalan por los enrejados de hierro las vertiginosas buganvillas, estefanotes, lluvias de oro, jazmineros, madreselvas, campánulas, parrales, piscualas e hipomeas, siempre verdes, siempre florecidas y fragantes. Enumeraba raíces, tallos, cortezas, ramas, follajes, por acá espeso, por allá escuálido; diseños y matices de las hojas, las flores y los frutos; además de clasificarlos por géneros, familias, especies y variedades, y de identificarlos por sus nombres, señalando con fanática precisión el lugar donde se alzaban: calles, plazas, jardines o huertos, sin prescindir de la estación del año. Sobre las personas, todo lo que se añada a este incesante desfile de alucinaciones resultaría insuficiente. Más que conocerlas y tratarlas, por hipóstasis las había encarnado. (Salvador me repetía atropelladamente, de modo que dejé de ser tú para ser yo. Yo no era yo.) Discurría acerca de sus orígenes y procedencias, desentrañando los más remotos y vagos parentescos; ya se tratara de ilustres o de oscuros progenitores, de los distintos medios y caminos que siguieron para ocupar o perder posiciones dentro y al margen de la sociedad: pactos, matrimonios, consorcios, conspiraciones, divorcios, traiciones, intrigas, compromisos de toda índole y carácter. Hablaba de todos y cada uno de ellos con suma intimidad. Diríase que mis oídos habían servido de confesionario (mi persona debió inspirarles confianza y agradecimiento) y con la misma avidez y solemnidad mi boca luego revertía lo confiado, sin consideraciones al buen gusto y sin piedad alguna hacia los seres que, ya fuera por desesperación o por júbilo, ingenuamente, habían depositado en mí sus ilusiones o pesares. La educación, el medio y las costumbres semejantes, no habían influido de un modo general en la sensibilidad y la inteligencia de esa multitud de personajes que yo representaba con demoníaca versatilidad, sin excluir el más mínimo detalle, imitando sus voces, sus ademanes, sus movimientos, ya fueran femeninos o viriles, ejerciendo sobre ellos —y esto no me comprometía en modo alguno— la autenticidad que hubiese podido exigir de mí mismo. Mi empresa capital era demostrar, con exacerbada impiedad, la vulnerabilidad humana, sin exceptuar el más hondo o frívolo sentimiento (esto explica que Salvador poseyera una profunda capacidad instintiva). Ni siquiera un mago —y yo de acuerdo con su juicio, no lo era— hubiese podido ofrecer tal multiplicidad de dones con tan escasos medios, pues dependía única y exclusivamente de mis dotes personales. Y así, imprevistamente, modificaba, con la misma destreza de un animal amaestrado, mis juicios, mis conceptos, mis más queridos ideales. Me ocupaba de noticiar sus caracteres, historias, fe, conducta, condiciones físicas y mentales, intelecto, formación, inclinaciones, etc., sin menoscabo alguno.

No quisiera suministrar un índice onomástico, puesto que el santoral cristiano parecería ridículamente condensado ante la vastedad enciclopédica de nombres, apellidos, apodos y chiqueos. Pero nada de lo anteriormente expuesto satisfacía cabalmente mi obsesiva memoria (dudo que la suya fuera menos pródiga), pues suspendía un relato, una frase, una palabra, por la simple excusa de corregir el tono de la voz imitada o, sobresaltado, ante la omisión de algo; un cuadro colgado a una pared, la calidad de un género adquirido por una suma cuantiosa o irrisoria, el lugar de la transacción, el día, la fecha y la hora. Estas asociaciones me conducían a extensas descripciones de la forma, aroma y color de una flor, del plumaje y vuelo de un ave, el sabor y la fragancia de una fruta, la grandilocuencia de ciertos manjares y licores. Una serie sucesiva de hechos particulares se entremezclaban y confundían con las más bastas generalidades, y una persona dedicada, digamos, a las labores más rudimentarias y elementales, participaba en las complejidades de la política, la religión y la estética, alegando que todo estaba en todo. Y qué decir de mi mirada fotográfica, almacén de imágenes, y qué de mis lecturas, devueltas a la menor provocación con la maestría profesional de un actor. Sin embargo, no me permitía la más ligera digresión, y todo, absolutamente todo, de súbito, adquiría tal coherencia que superaba toda lógica. Parecía estar destinado a permanecer toda la vida solo y a actuar desde esa soledad. Yo estaba plenamente saturado de esta última convicción: simular un estado de ánimo general para expresar un sentimiento determinado. Hacia el amanecer distinguí su rostro. Desvanecidas las últimas sombras, vi, gradualmente, dibujarse con claridad sus rasgos más notables. «No puedes convencerme de que sientes lo que me haces sentir. No puedo seguirte como no sea de manera imaginaria. Te me escapas. Adiós. » Aún no estábamos acostumbrados a la luz cuando Salvador reanudó con mayor violencia su diatriba, y supe, si he de creer en la veracidad de sus informes, que en mí se habían desarrollado instintos de crueldad que sobrepasan todo juicio. ¿Quién soy yo y qué tal he sido? Todo pasa, todo se olvida. Supe que durante todos esos años en su compañía yo me había ali mentado por su boca o de ella; supe para mi mayor consternación que no sólo había vestido su ropa desde su cuerpo sino que había sentido y pensado desde él, librando toda clase de batallas, sin esperanza de victoria, puesto que no era el mío; supe que había espiado su sueño, soñándolo, delatado su vida, viviéndola. Todo en un juego de afinidades y contrarios, de semejanzas y diferencias. Sé lo que él sabe, pero también lo que él no sabe. Todo lo que él expuso nada tiene que ver con mis apetitos ni con mis intereses prácticos. No quise defenderme. Permanecí mirando cómo la mañana develaba la costa de New Jersey, y el ojo siniestro, ensangrentado, de la AMACO, enceguecía.

JARDÍN

En la escuela hemos cantado hoy la marcha de Radio Rebelde. Yo tengo un brazalete rojo y negro que me dio Orlando. Nunca vi gente más hermosa. Esos hombres no parecen de ahora, tienen barbas y el pelo largo como los hombres de la Biblia, como los hombres de la historia: David, Sansón, Ulises, Daniel, Darío, Aquiles, Jonathan, Aníbal, Héctor, Saúl, Escipión, Adriano, Rodrigo, Carlos Manuel, Máximo, Antonio, Ignacio y José y todos los guerreros y profetas, reyes y príncipes, sabios y poetas. ¡Oh, Lila, qué hermoso es verlos y saber que son nuestros y que guían y protegen y defienden el barco!... Si fuera siempre así... si de verdad, Lila, y para siempre, todos nos quisiéramos como ahora... Si nunca, pero nunca, sintiéramos el miedo de que alguien no nos quiera... la vergüenza de saber que ellos no nos quieren. Si nos dejaran, Lila, decir lo que sintamos y hacer lo que queramos, hablando y trabajando, cantando y trabajando juntos. Yo no quiero llorar. Yo no quiero llorar, pero de algún modo, porque tú me lo has dicho o yo lo he soñado, de algún modo, sé que el viaje a Sabanas es muy largo y no todos los que están aquí dentro quieren hacer el viaje ni todos los que quieren hacerlo llegarán. Esta mañana, tía Clara entró al salón llorando. Lloraba porque las Sánchez y las Pereira y las López le han dicho, llorando unas, gritando otras llenas de rabia y odio; enfurecidas unas, desoladas las otras, que en el primer puerto que toque el barco se bajan y, si no las dejamos bajar, ellas se arrojarían al mar. Esas mujeres deben estar locas. ¡Irse de aquí, ahora que todo parece tan alegre, tan lleno de alegría...! ¡Irse de aquí! Yo no me iré. No me iré. Si ellas quieren irse, sí todos quieren irse, Lila, tú y yo nos quedaremos, los dos juntos, diciéndonos todo eso que tú dices y yo repito. Diciendo: —El sol es blanco y la luna es blanca y el mar es blanco y la tierra es blanca y el cielo es blanco. Tú coges un pincel y yo otro y empezamos los dos a pintarlo todo. —Este color es mucho más lindo que ese... —Este es mejor que aquel... Discutiremos, discutiremos hasta que tú te canses, hasta que yo me canse de discutir, hasta dejar a los colores solos, pintándose ellos mismos, como debe ser. Si los colores se pintaran, sobre y bajo nosotros tendríamos un arco iris loco, loco de colores. Sin franjas. Manchado, sucio, pintarrajeado. Así las cosas deberían estar pintadas de colores. El azul no es más lindo que el verde, ni uno es mejor que el otro (ahora lo sé). Los dos son buenos, los dos son malos, los dos son tristes, los dos son alegres y los dos son un solo color. Yo creo, yo pienso, que los dos son distintos, pero ambos son el mismo. Mamá está enfurecida, brava como una tromba marina, como un ciclón, como un diluvio, como un terremoto. Mamá y tía Clara se gritan mil barbaridades. Mamá: —Esto es mejor que lo otro. Lo mejor de todo. Lo único bueno, verdaderamente bueno. Si esas mujeres y los bobos de sus maridos y los infelices de sus hijos no saben lo que hacen... es mejor que se vayan. Aquí necesitamos gente que sepan lo que hacen.

Tía Clara: —Yo no te digo que sea malo. Te digo que se van y el viaje se hace para todos. Y mamá: —Para todos lo que quieren viajar... Y mamá dice que el barco es como el cielo, ahora, en este momento azul de mostacillas y el mar es verde como los anones y Sabanas es de oro, de oro que ciega a quien no pueda mirarlo con los ojos del alma. Y tía Clara dice: —Está bien. Pero sigue llorando. Y mamá la consuela y sonríen como dos niñas buenas. Los santos de Aurora están bailando en el teatro. Vestidos como artistas, cantando y bailando. Aurora está bailando. Están bailando para limpiar la tierra. Sus pies limpian la sangre. Limpian las porquerías, la basura, la peste, la sucia baba de los animales que en las tardes lamen el suelo. Lila, dime que esto es verdad. ¡Dímelo!... Ahora, ¿seremos nuestros de verdad? Nosotros. En la arena, jugando. Buenos como el sol de Pilar. Libres, hasta que baje la espuma y pasen el tiempo y el águila por el mar. Un aura, un pitirre, un sinsonte, una bijirita, aunque ellas nunca pasen sobre el mar; yo nunca he visto un águila. Aquí no hay águilas. Pero las hay. Las hay, Lila, las hay. Y hay leones y tigres y monos y panteras. Escorpiones y boas que envenenan y se tragan a un hombre, a un buey entero. Hay elefantes y jirafas y buitres y ballenas. Sí, aquí hay lobos y hay panteras y hay hienas. Pero no tengo miedo. Tú y yo salimos de caza. Me dices cuál es cuál. Cuáles son los peligrosos y cuáles son dañinos. Cuál puede amaestrarse para el circo y cuál domesticarse para el juego. Cuál es cruel y cuál es rencoroso. Me señalas al que estrangula, envenena o devora y también a los que tienen corazón de niño y ojos mansos y fieles. Yo los separo y a mi derecha pongo los de sangre inocente y a mi izquierda los de sangre feroz. Siempre será ellos y nosotros, aunque no lo queramos. Ellos irán por su lado y nosotros iremos por el nuestro. ¡Qué lío, Lila, qué tremendo lío! Mamá y Clara discuten. Mamá sabe bien lo que dice y hace. Tía Clara es una niña tonta. Ella cree que esa gente puede servir para algo. No sirve para nada. Aurora está callada rogándole a sus santos. Ianita tampoco habla, y las dos sin decirlo dicen lo que quieren decir... Ahora sí se enlió todo. Las cosas no se harán como dice mamá, tampoco como dice tía Clara. Se harán como dice papá que deben ser. A cada cual lo suyo: —Lo ajeno llora por su dueño. Nada aquí tiene dueño. Los verdaderos dueños están muertos. Muertos. ¡Qué confusión! Yo entiendo. Lo entiendo todo. Si digo que no entiendo es para que no me mezclen en ese feo barullo.

Ahora todos quieren ser buenos, todos quieren ser santos. Todos se dicen inocentes. Y este es mejor que aquel y aquel mejor que el otro. No lo son, Lila, no lo son. Dicen que saben, dicen que comprenden y cantan, cantan, cantan. Pusieron una bomba en la bodega y por nadita nos dejan sin comida. Mataron a una mujer y a un hombre. Hay que encontrar al asesino. Hay que buscarlo, encarcelarlo, juzgarlo, fusilarlo. Aleida está agitando a la tripulación. Aleida está agitando a los navegantes. Aleida dice que hay que salvar el barco y a los que estamos dentro. Aleida tiene razón. Si no lo hacemos ahora... si no lo hacemos... si por miedo a matar nos cruzamos de brazos, el barco entero volará por los aires o se hundirá en el mar. Y adiós aulas y parques; adiós playas y libros, hospitales y lápices, teatros y pupitres, puentes y alumnos, represas y pizarras, carreteras y tizas... maestros, médicos, ingenieros, todo eso que hace falta en Sabanas, adiós, adiós, adiós... —Hay que ser implacable —dice Aleida. Y su voz es enérgica, clara, precisa y justa. Aleida tiene la razón. O ellos o nosotros. No se puede escoger entre volver al Golfo y al mar de los caribes o seguir adelante. Tía clara está llorando Mamá teje y cocina Aurora está bailando Ianita canta Papá está pensando Honora enseña Rubén Raciel Ricardo sin cesar trabajan Aleida p rograma y organiza y agita Lila me dicta y yo escribo.

15 Sí y no. Sí, porque nada le hubiese complacido tanto como decírselo a ella, sólo a ella, a nadie más, sentados en alguna parte: bajo el laurel, o sobre una roca del Central Park, en el banquito de Aurora en la cocina de su casa, cuando las ollas borbotean y las tapas suben y bajan y vuelven a subir, y el humo, despacito, sale por la ventana y baja a las albahacas moradas, o sube hasta la rama del almendro y se queda allí, hasta la tardecita, para bajar todo hecho lengua y arrastrarse por el patio, lamiendo la tierra seca; o en el Pierre, en los ratos en que Sarah o Pearl, Lena o Eartha dejan de cantar, de gemir, de rogar y maldecir, de esperar... y las mesas se reaniman con las pláticas y el sonido de la plata, los cristales, la loza, en la pista de baile de La Chansonnette, o en el bar del Sherry Netherland, el Red Pickle, Sweet Onion, The Menagerie; o en el Boogie Club. El Nido, El Quiosco, bajando la voz hasta hacerla una queja, un suspiro, silencio... o en cualquier otra parte, cuando la tarde de un imprevisible verano indio declina y las hojas doradas, ocres, gualdas, jaldes, caen y ruedan y el mundo es amarillo, como la cabellera de los dioses del norte, como el sol, la luna, las estrellas; o de regreso a su casa, al portal, al jardín, a la calle. Decirle a Aleida la verdad de todos esos años, decirla sin palabras y sin gestos, decirla con la mirada fija en sus grandes y melancólicos ojos amarillos. Decirle lo que era, exactamente, Nueva York. No. Porque no eran las mil fotografías que ella repasaba en la soledad del cuarto de su madre, en aquel álbum negro. Porque no era eso. No lo era. Pero, ¿qué era? Él no tenía ningún derecho a revelar en su totalidad, minuciosamente, el secreto de aquellas vidas, quiénes fueron y eran las personas que compartieron sus alegrías y penas; alentándolo, desanimándolo, conduciéndolo al triunfo, a la derrota. No, él no tenía ningún derecho a decir esas cosas, ninguna razón, ni siquiera un pretexto convincente para exponer a la curiosidad ajena esas vidas. Y, sin embargo, de no decirlo, ella jamás entendería lo que eran esas cosas, esa gente, para él; de callarlo, jamás lo comprendería, pese a todos los esfuerzos de su voluntad, de su inteligencia y sensibilidad. Pero, ¿qué eran? Vivió a la deriva, solo, sin la protección de Oshún, sin la defensa de Shangó, sin la alegría maliciosa e ingenua de los Ibeyes, sin los mimos y la dedicación de su madre Obatalá, sin la evocadora fantasía de Yemayá y las astutas precauciones de Elegguá. Distanciado de Lila, a quien vio por última vez en la Pennsylvania Station, del brazo de Salvador. Ellos, sin despedirse, le dejaron abandonado en aquella ciudad, a la inclemencia de los elementos, a la indiferencia tumultuosa de las calles, de los edificios, de los trenes. Y Alejandro creyó que alguna vez, junto a alguien que no lo conociera, en un bar o en la cama de un hotel, a la hora en que amanece y los cuerpos en laxitud se reclinan uno contra otro, podría hablar, decir toda la confusión que le emporcaba los sentimientos y la mente. Y ahora no tenía tiempo para recuperar esos momentos, para recorrer cada una de esas calles y volver a las casas que eran en su memoria un sitio donde comer, dormir y soñar. Sería mejor imaginar... Aleida le ha confiado que tiene frío, mucho frío, un frío que le taladra el pecho, las espaldas, y Alejandro le rodea la cintura, y empuja la puerta del Sweet Loaf &

Swan y le pide a Teddy dos Martinis secos, con cáscaras de limón. Ella se encarama en una banqueta, se quita los guantes y el pañuelo que le cubría la cabeza. Se frota las orejas yertas y sopla para ver que de su boca ya no salen las palabras hechas humo, hechas niebla, y ambos sonríen. Aleida es del color de la neblina. Hoy han pasado todo el día en la calle. Aleida quiere verlo, oírlo, saberlo todo... todo. Y él sabe que para ella este momento será siempre un rasgar de guitarras en la sala de La Reseda, un murmullo de voces que desaparecen en la calle, después que la sirena del ingenio ha pitado las dos y media de la madrugada, y en sus manos el calor de termos de café con leche que Raciel lleva al turno de las tres de la mañana; eso es, eso será para ella el Martini que le abrasa los labios y la garganta, el bullicio de los clientes sentados a la barra, alrededor de las mesas o de pie por todo el bar, y el alarido final de la trompeta en el rutilante Odeón. Sí, él muchas veces soñó que le contaba este mundo; tantas, que ahora, ante la necesidad de expresarlo, de comunicárselo, no sabe cómo hacerlo. Y, sin embargo, sería fácil si él pudiera, espontáneamente, como quien canta solo, recurrir a esos sitios, a esas habitaciones donde vivió, sintiéndose muerto. Sería fácil si, fumando, después del tercer trago de Pinch o del cuarto Martini, él pudiera dejar de oír las voces que hablan en las mesas, en la barra, de pie, y de pensar en el modo en que puede contarlo... Sería fácil, pero no lo es... no lo es, Aleida, no lo es, Lila... no. No. Y él sabe que en esa casa de la calle 86, en la esquina de Amsterdam Avenue, desde la sala a la cocina, por todas las habitaciones y corredores y en el baño, día tras día, descubrió los misterios y la ciencia de la quinta de La Dama del Dragón, lejos de la melancólica y reticente belleza de Jean Harlow, añorada, soñada en los brazos de Pola Negri, sumergido en su boca, en sus ojos, en su pelo. Recorriendo aquel cuerpo maduro, sensual, diestro. Sí. El fue a esperarla al aeropuerto de Idlewild, y Aleida, tan pronto como se acomodó en el asiento del auto, a su lado, le pidió conocer cada uno y todos los lugares donde él había vivido. La llevaba de la mano entre la multitud y el tráfico, señalándole los lugares que ella no conoció en las cartas, en las fotografías, en las tarjetas. A lo largo de una cuadra y en las esquinas se detenían para admirar o despreciar, enaltecer o degradar una fachada, un anuncio lumínico, una exhibición de artículos lujosos o baratos; el buen y el mal gusto, la riqueza o la pobreza imaginativa de un decorador de vidrieras. Y ese mundo externo, abigarrado, caótico, absurdo, la desconcertaba, mientras él, fingiendo asombro o aburrimiento le contaba sus primeras impresiones de la ciudad. Up Times Square to Columbus Circle lights Channel the congresses, nightly sessions, Refractions of the thousand theatres, faces Mysterious kitchens... You shall search them all. Le cuenta cómo Broadway, visto desde Times Square, el primer sábado por la noche que pasó en Manhattan, le había parecido un parque de diversiones para adultos de poca imaginación, demasiado recargado de bisuterías. Porque él había

imaginado catarata de luces verdes, azules, lilas, resbalando del techo de los edificios a las aceras; marquesinas exuberantes como la cabeza de Carmen Miranda neoyorquizada: aves del paraíso, mariposas, liras, flores y estrellas selváticas, marinas, volcánicas, fluviales, estallando en la noche como sucesivos y perennes fuegos artificiales; vestíbulos que eran bocas llameantes de dragones; laberintos refulgentes, tapizados con las mil y una piedras preciosas bíblicas y cada piedra como el rostro de una beldad del cine desaparecida; aceras de mármoles vertiginosos, centelleantes, listados, jaspeados, lilas, y sobre ellas, en coros, ángeles, serafines, querubines y arcángeles adornados salomónicamente. Pero Broadway es una vulgar y estridente galería de vallas macrocefalopódicas de la Pepsi-Cola y Gregory Peck, Katherine Hepburn y los cigarrillos Camel, Rita Hayworth y Canada Dry. Y el macrocéfalo echa por su boca argollas de humo que suben a un cielo denso y bajo, el macrópodo recorre miles de millas a caza de un diminuto grano de maní Planters; la imaginada catarata de encajes de la reina y margaritas gigantes, es un raquítico fluir de aguas plateadas, y todo es de cartón y hojalata y neón, grosero, torpe, abultado. En el aire, un olor a papas fritas, hamburguesas y perros calientes, recalentados, fríos, y a pizzas y spaghetti, a mostaza y col agria y salsa de tomate, a coffee y tostadas con mantequilla, a cerveza y whisky, ginebra y brandy. Olor que sale de las cocinas y los mostradores sofocados por el fuego y la calefacción. Y en la calle, un olor húmedo a ropa y a cuerpos húmedos, a goma de mascar y nicotina rubia, a cosméticos y tinta y papel periódico, demasiado parecido, para ser nuevo, al olor que persiguen desesperadamente Dick Tracy, Chan-Li-Po y Mr. Chang en el barrio de los ingleses. Pero de rato en rato aparece en una esquina una anciana semejante — por la espalda encorvada o la nariz de garfio— a la bruja de Blanca Nieves, con una caja colgada de los hombros y repleta de cuchillas de afeitar, cajas de fósforos, cigarrillos, peines, lápices y cordones de zapatos, que ofrece su mercancía con la sonrisa de María de Oro; o un hombre-sandwich con la corpulencia de Lotario o The Mad Angel, anunciando un film, un restaurante, una ganga comercial o el fin del mundo, en carteles que le cubren el pecho y las espaldas, desde el cuello a los tobillos; o un trío, o un cuarteto, o un sexteto del Ejército de Salvación, entonando un viejo himno evangélico; o un vendedor de castañas humeantes, crujientes, o de magnolias lánguidas, artificialmente perfumadas. Y mientras tanto el Times Building deletrea las bajas de la guerra, el triunfo de una acción, el fracaso de una estrategia, y en la pequeña plaza de la calle 46, sobre el cemento gris, una comunidad de palomas y vagabundos: borrachos, exhibicionistas y maricas bajan y suben y vuelven a bajar y a subir de las calles a los urinarios y de los urinarios a las calles. Y en las salas del Astor, del Capitol y el Criterion, el Forum y el Rivoli, el Victoria y el Warner, el State y el Trans-Lux-West, el rugido del león de la Metro y la carnal Estatua de la Libertad de la Columbia Pictures y la montaña estrellada de la Paramount y el monograma de la Warner Brothers y la placa de la United Artists y el 20th magnífico, prodigioso, de la Century Fox, cruzado por deslumbrantes reflectores, aparecen y desaparecen de las pantallas para reanudar, a veces, ingenuamente, otras, ambiciosa o pretensiosamente, mundos, historias, personajes que las brujas nazis habían exterminado para siempre, dejando de ellos sólo el fantasma de una ilusión, de un sueño, muertos...

Some day by heart you’ll learn each famous sight And watch the curtain lift in hell’s despite; You’ll find the garden in the third act dead, Finger your Knees-and wish yourself in bed With tabloid crime-sheets perched in easy sight. Y Aleida cierra los ojos y el humo o niebla que sale de su boca huele a ginebra y limón y las palabras dicen que mañana, mañana, debe enseñarle esa casa de la esquina de Amsterdam Avenue, como si en ella pudiera encontrar de una vez y para siempre el secreto de aquel hombre solitario y sensible a la compañía de las cosas aún inanimadas. Y él la ha llevado de este a oeste, de norte a sur, mostrándole una ciudad que aún no se ha hecho memoria en su sangre, que no reposa en sus sentimientos y cuyo olor, fresco, es como un torrente de sangre hirviendo, animal, bovina. Y es en la calle 14. Diversos personajes reinaban en su imaginación sucesivamente, ninguno por mucho tiempo. Criaturas de ficción, de ilustración, de fantasía. El era un rey sin territorio y un arcángel caído, Simurg y Valentino. En las mañanas de invierno, bajo el agobio del sombrero, el sobretodo, la bufanda, los guantes y galochas que distanciaban su cuerpo de las cosas, aislándolo de esos olores que agudizaban su memoria, Alejandro saltaba del tren de la IND para confundirse, bajando y subiendo escaleras, internándose en túneles y pasillos, oscuros, fríos, iluminados, cálidos, con la multitud que al pasar corriendo, rozaba su sombrero, bufanda, sobretodo, guantes y galochas, pidiéndole perdón, pidiéndole permiso, dándole las gracias por algo en lo que él ni remotamente participaba. Esas subidas y bajadas, carreras, tropezones, empellones, lo impulsaban hasta el andén del 14th St. Canarsie (BMT), hasta la Tercera Avenida, hasta la escuela de Irving Place, hasta la clase de Historia, Lengua Inglesa, Literatura, Álgebra o Biología; hasta sentir que en él se reproducía la antigua condición de un indenture servant que en el futuro serviría a la ciudad, al Estado, a la nación para realizar el dirty work que el ciudadano natural rechazaría. Y en las tardes del verano, cuando aún el sol oscila entre las márgenes de los ríos y la respiración eléctrica y mecánica de Manhattan se congestiona y la multitud y el tráfico se hacen más lentos, más húmedos, más desesperados, él haría el trayecto desde Irving Place hasta la Octava Avenida caminando, comparando la calidad de los artículos que exhibían las tiendas de tercera o cuarta clase —pobres imitaciones de diseños y materiales mejor elaborados en tiendas de Herald Square o Grand Army Plaza de segunda o primera clase—, pero que en la calle 14 colmaban de satisfacción y envidia la mirada y las aspiraciones de los

negros, los inmigrantes y ciudadanos de tercera o cuarta categoría. Y si se demoraba mucho en ese largo y sofocante recorrido, entraba al Baturro o a La Bilbaína para cenar. Aleida consideraba que el menú de La Bilbaína era un atentado a la salud y al buen gusto, pero comprendía por qué los norteamericanos y europeos frecuentan el lugar: un plato extra de comida y un vaso de vino tinto eran un ofrecimiento nada despreciable, y todo eso por $1,25. No se comía tan barato en ningún otro sitio de la ciudad, y aquello era comida, comida a la española: entremés de fiambres y legumbres, sopa, carne, pescado o pollo, arroz, papas u otro vegetal fresco, ensalada, postre y café. Y esa calle, para él identificable por La Casa María, donde vivían las muchachas de buena familia españolas o hispanoamericanas que venían solas a Nueva York, era la antesala a un mundo de aspiraciones frustradas por la falsedad. Mimina y Carlotica y una chica ecuatoriana que conoció en un party de los Salazar y Ñica Oribe que no encontraba el correo central porque buscaba el Office Post, y había aumentado diez libras comiendo carró, vivían en La Casa María. Las monjas eran bastante civilizadas y permitían que las muchachas recibieran a sus amigos los domingos por la tarde. Y en esa calle de camareros, dependientes y barberos latinos, él era como un dios, una rama de otoño o una llovizna de aerolitos y espejos. No amó esa calle, no, porque en ella su raza soñaba con Eldorado de las tiendas caras y los apartamentos de lujo... No. En Manhattan no hay norteamericanos, no hay yanquis holgazanes; en Manhattan hay negros, polacos, gallegos y moros, y miles, miles de puertorriqueños. Manhattan es la capital de Puerto Rico, y de Israel el día que las tribus guerreras de Jehová regresen a la tierra prometida y Jerusalén sea Santa y Celestial como las puertas del Palacio Imperial de Pekín. Manhattan es la capital de cualquier país negro de Africa, negro como la voz de Paul Robeson, Franky Lane y Mahalia Jackson, Bessy Smith, Al Jolson, Ella Fitzgerald, Judy Garland, Frank Sinatra y Ma Rainey, y en todos ellos está la voz de Mamie Desdoumes de New Orleans, «that hustlin’ woman» de Perdido Street, y todos, todos, todos son negros. Federico lo supo, Federico lo vio con sus ojos de niño asustado. Manhattan es negra como Ianita y Aurora, pero no es de ellos, no es de nadie, y vivir en Manhattan es como no vivir, como estar muerto. Sí. Quiere contarlo todo, todo, como le salga, contando las cosas, cantándolas, unas tras otras y todas al mismo tiempo, y tal vez, tal vez un día ella comprenderá, ella sabrá cómo es esta ciudad, esta isla que es de todos los colores como el blanco y de ningún color como el negro, y entonces, en ese momento lila, Lila se acercará a su oído y le dirá, en ese momento le dirá, que un día también Manhattan dejará de ser una congregación de espíritus burlones y se hará a la mar junto a las islas. Y entonces él sabrá por qué vino, por qué estuvo en sus calles y en sus casas y en sus hospitales y plazas y en sus restaurantes y fábricas y almacenes y cines y teatros y bares, y en ese momento él dejará de estar en ella para siempre y la habrá olvidado, que es recordarla en la sangre, en la respiración, con todos los sentidos despiertos y sanos para oír y ver y tocar y gustar y hablar y pensar, y eso es lo que él le está diciendo. Y él es como Arturo Pérez es como Monty Cliff como Eduardo Cisnero

Nikos Nikesphoros John Henry West

León Blitzstein Frankie y Carson McCullers

16 Sabes que lo dijiste en serio, tan seriamente como no hubiese podido decir otra cosa. Te sorprendió oírte. Para los dos las cosas eran distintas, como no son, porque podían serlo, debían serlo, distintas. De otro modo, de cualquier modo; pero nunca iguales a lo que son. Pudo creerte, ¿o acaso no? No lo sabrás. Sí, no sabes. A veces, esta noche, te conmueve la idea —pensar— de que nada ha sucedido. Nada de lo que dijiste, de lo que ella te dijo. Y ella dice las cosas como quien no quiere decirlas. Sabe que nadie oirá sus palabras. Todos, a toda hora, se le acercan y le hacen mil preguntas distintas, y ella sólo responde lo mismo, siempre lo mismo: que es como estar muertos. ¿Era eso? Ellos insisten y ella sin proponérselo, sin remediarlo, seguirá repitiendo lo mismo, primero una frase, luego una palabra, por último un gesto, tuyos. Igual a aquella tarde, hasta que todos estén convencidos de una vez y para siempre de que Aleida «está medio lela». Si aquella tarde ella hubiera impedido que hablaras, ahora no lo sabría, pero tú, en un torrente, descargaste contra su indefensión todas tus armas para dejarla como estar muerta, para dejarla muerta. Y desde entonces ella junta sus palabras a las tuyas y, seriamente, dice: «Lo digo en serio». Si la oyeras decirlo, si la vieras, sabrías lo que siente, lo mismo que sienten los demás que saben como tú, que es como estar muerto. Un día decides que tienes que irte y te vas, apenas entendiendo las causas o razones que determinan ese viaje. Algo te ha estado tirando, hasta el punto de arrastrarte. Sabes que siempre encontrarás una justificación aceptable, y no harás resistencia: te dices que es lo único que puedes hacer, ya que no hay nada por hacer. Te has ido, las cosas, por asalto, se te hacen enemigas: la casa donde vives, las calles, la gente, no están en tu memoria; la mirada y la voz se te hacen extranjeras; la comida y el agua, la luz y lo demás. Tú mismo, tratando de sustituir una cosa por otra, empiezas a sentirte, a saberte como ellas, diferente. No como son ustedes distintos de los otros, pero como si fueras otro. Ya no eres. Ya no eres tuyo, ya no te perteneces, ni posees nada que sea verdaderamente tuyo. Todo lo que puede ser vital, auténtico, importante, eso que amas y entiendes como tuyo, ha dejado de serlo. Cualquier cosa. Pero no le dijiste cómo era andar entre los vivos. Los otros no eran tú, no estaban, no se sentían muertos. No morían de tu muerte. Pudiste haberle dicho la verdad de tu nocturno, oscuro corazón san juan de la cruz; de tu melancólica, alucinada cabeza san juan el bautista; de tus dudas, celos, remordimientos, juan el bienamado, el elegido de nuestro Señor; de tu triple y única imagen tempestuosa, naufragante, desesperada, juanes de oshún; de tu caída apocalíptica juan el teólogo, nínive y babilonia y las aguas del hudson que arrastran todas las deidades muertas de la carne, formando islas más rutilantes que el star system de madame lucky strike (con permiso del muy saqueado y saqueador mr. t.s.eliot), la más famosa clarividente de la unión, de costa a costa, como los a&p, los howard&johnson —leslie y van, ¿cuál de los dos tiene hecho el tony?—, los white tower (no emplean negros), los chlock-full-o’nuts, los woolworth, horn&hardart, schrafts, la piedra imán chemical bank new york trust company, la

gallina de los huevos de oro chase manhattan bank, chase your cutty sark with raingold, lluvia de oro, the golden pot, la ilusión de los sesenta y cuatro mil dólares and be happy, go lucky, go lucky strike today: «no participe en huelgas, ni mítines, ni en picket lines contra la guerra imperialista, contra la guerra fría, contra la guerra de corea, contra el macarthismo; el star system inclina pero no obliga; hágase inmediatamente su horóscopo —el león y el cangrejo—, el puente entre la realidad y el sueño; no sueñe, sea realista. whitman lo fue, crane se negó y mire usted su fin, carne para los tiburones del Golfo. Pudiste haberle dicho cómo eran ellos y no tú: nocturnos, crueles, felinos; congregación de descastados, parias, tullidos, elefantiásicos; lotos y mandarinas, coles, cebollas, apios, la perla venusina y el elixir fálico; dorian gray, hamlet y lázaro —el hermano de marta y de maría—, moisés, jonás, el joven tobías, el enemigo público número seiscientos sesenta y seis, la ramera y la bestia y los clásicos, los humildes, los esperanzados, los inocentes, los rectos y piadosos, anémonas y miosotis, la balanza y el pez; los que olvidaron que américa se anega de máquinas y llanto y buscan en el país secreto del búfalo, el salmón, la bellota y el fauno de los ríos, el camino a Eldorado, la última quimera: el sueño y el engaño y la mentira de las drogas y la ilusión del sexo; el sexo húmedo y ardiente; el sexo lento y veloz, sosegado e impaciente, universal y criollo, delincuencial, prometeico, la rosa de los vientos y las mareas, fulgurante, hermoso, público; el sexo rabelesiano, rimbaudiano, baudelairiano, a la francesa, edith piaf y la mistinguet, bardot y bovary; el sexo confidential y times & life magazines, valentino, lancaster, peck, gable, sinatra, di maggio, whisky, ginebra, vodka; sexo martinis y sexo manhattan on the rocks, straight, con agua o soda o ginger ale, Rita, Marilyn, Ava, Carroll, Kim, Liz, soft and low, hot and cool, if you feel like layin’ down, babe, with me on the floor; hazme un jergón sobre tu piso, hazlo, baby, soft and low, baby, soft suavecito, low cerquita del suelo, baby, junto a la puerta de la cocina soft and low, let’s do it the way it comes to us, elegies for the past, blues for the present , el sexo vistiéndose de lord & taylor y desnudándose de weber & heilbroner; look, baby, no tricks; look down the road as far as you can see, como Bessie, vuelve la vista y verás que andas en el camino, pero ahora acompañada, aquí, resbalando softly precipitándote lowly, así, baby, hasta que el sol entre por la ventana y vuelva a desaparecer mañana. Hablarle de su voz, eso debiste hacer, hablarle de su estilo dirty, en la oscuridad, taking it easy, sola, en olvido todas las noches, detrás del humo y del olor a whisky y a cerveza, cantando, gimiendo, gritando, sola; ella y su voz devorándole el pecho, la garganta, los labios, hasta la noche que hundiste tu boca en su pecho, en su garganta, en sus labios y dejó de estar sola, de recorrer las tiendas, de comprarse una cinta en b. altman & co. porque no podía comprar un vestido, de mirar las vidrieras de saks fifth avenue, de pinna, arnold constable y best & co.; y se iba contigo al río, a los bares, a un parque, a tu cama y a la suya contigo, ¿y era aquello el amor?, porque aquella pasión dramática, imprevisible, conmovedora, deslumbrante, la repetiste con judías y alemanas, puertorriqueñas y sudamericanas; con muchachitas suburbanas, tímidas, pulcras, the wholesome girl, la muchacha de la casa de al lado: doris day y june allison, susan hayworth con su traje marrón y su tonto corazón; una bailarina de ballet que vivía en great neck y una actriz de hoboken.

Pudiste hablar de madame castello y de su amante, un magnate de la pepsicola; poetisa de pacotilla, exuberante, de útero exaltado y «una profunda devoción por los adolescentes y los fairies que son los verdaderos ángeles que nueva york oculta en sus mejillas:», maquillados con cosméticos de helena rubinstein, a quien el propio picasso en persona diseñó las alfombras para su oficina de la quinta avenida; el sweepstakes de la senectud y los transformistas del moroccan village, la electrifying gigi con sus espaldas ava gardner y sus senos marilyn monroe, sólo que eran una ilusión de maquillaje y luminotecnia; naturalmente no podías, no querías decirle esas cosas, hablarle de rené de los mares, esa loquita tan ingeniosa que dice que los hombres deberían adorarla como se adora a las vacas en la india, y esto lo dice subiendo y bajando por times square mientras el edificio times noticiaba con luces amarillas las bajas en el frente del pacífico y ella se lamentaba de ese estúpido desperdicio, cuando en la calle 27 y broadway había ocurrido una desastrosa inflación que la obligaba a hacer dos shows en lugar de uno, después de todo, decía ceceando, porque le gustaba imitar a los españoles de madriz, «si han de morirse, que más da que lo hagan en la cama, y nosotras, aunque tú lo dudes, o quieras negarlo, o lo ignores, hemos contribuido más que nadie a la cultura universal y al desarrollo intelectual de la humanidad. El único poeta que ha entendido perfectamente lo que es nueva york es federico»; y seguía bajando y subiendo por toda la calle 42 y broadway hasta la calle 59 y desde allí por la séptima avenida hasta la calle 42, que es «como el parque de mi pueblo, sólo que un poquitín más grande y con más aspavientos», y tú después de oírle repetir los mismos chistes (en versión o en el original), te aburrías de oírla, y cuando la encontrabas en la cafetería o a la entrada del subway (entrando y saliendo constantemente de los urinarios), la saludabas con cortesía, pero evitabas que te sacara conversación, porque descubriste que pese a todo lo que dijera madame castello, rené no era un ángel ni un carajo, era una corista más, una rockette del sexo opuesto, y como ella había miles de miles en todas partes de la ciudad y del mundo. Sí, pudiste decir eso y un millón de cosas más, pero sabías que nada de lo que dijeses hubiera podido cambiar la situación. Te sentías vacío como ahora, buscando las palabras, hurgando en tu memoria y en tus sentimientos, deseando que de algún modo ella sepa lo que significan para ti un jam sassion y un western, un trago de pinch, un solo de trompeta de louis armstrong, la voz de bessie diciéndote: I’m a young woman, and I ain’t done running round, Some people call me a hobo, some people call me a bum Nobody knows my name, nobody knows what I’ve done. Porque esa voz, ahora, cuando quisieras transmitírsela, se despide de ti, señalándote that long, lonesome road... it’s got to end. Igual, siempre igual, todo termina igual, tú mismo, diciéndole que vives en un apartamento rodeado de cosas que no son tuyas, las cosas dejadas por el otro. ¿Dónde estará? Y así pasas el día, te levantas y metes los pies en unas zapatillas ajenas y no dices su nombre, no lo dirás, no volverás a decirlo mientras vivas, y caminas al baño, te arrastras, frotándote los ojos con sus manos y te afeitas con su máquina y te secas con su toalla y te lavas los dientes con su cepillo y vuelves al cuarto y te desnudas y

sabes que ese cuerpo es el suyo y te vistes con su ropa y enciend es un cigarrillo y otro más y son de él. No tenías ninguna razón para decirlo, no debiste decirlo, y ahora es demasiado tarde. Y sales a la calle convencido de que todo se confabula para hacerte pensar que Salvador no alcanzó a comprender jamás cómo el azar contribuía a verificar que todo, absolutamente todo, obedece a un orden indeclinable, superior a tu voluntad, a tus propósitos y contra ellos. La casualidad tiene sus caprichos, pero te complació comprobar que tres sugestiones vulgares en las páginas de un periódico cambiaban tu proyecto más inmediato. En la sección OFERTA HOMBRES, encontraste un anuncio: Mensajeros trabajo 5 días; inglés necesario hasta $46 sem: part time $25 Albert Employment Agency 80 Warren St. Cto. 404, N.Y. En influencias celestes para mañana lunes 31 de mayo: Géminis (22 de mayo al 21 de junio): Los oficios mecánicos aparecen hoy especialmente favorecidos. Busque un ascenso —quizá un aumento de salario. En las tiras cómicas de L. Falk y P. Davis, Mandrake el Mago: 1. PG Mandrake apunta con una pistola al director de una agencia de empleos. Entre los dos hay una muchacha (presumes que es la secretaria del Mago). Secretaria: ¡Lo que hacen en esta agencia criminal!

de empleos es

Director: ¿Por qué? 2. PSC Secretaria: ¡Engañando a esas pobres gentes con la promesa de salarios fabulosos y reduciéndolas después a átomos ahí...! 3. PANORÁMICA. Azotea de un edificio con una doble antena y un tanque de agua, al fondo algunos rascacielos. Secretaria: (Off): ¡Disparándolos a través devolviéndoles su forma en otro planeta...!

del

espacio

y

4. PSC Director: ¡Pero no les hacemos promesas falsas! ¡Son felices en nuestro planeta! Les explicaré... Salvador no te hubiese creído ese súbito y revelador hallazgo. Combinar la necesidad de encontrar un empleo con predicciones astrológicas desfavorables y

la ciencia ficción lo hubiese atribuido a tu manía de equiparar elementos coincidentes y a tu falta de interés verdadero por trabajar este verano. Volverían a discutir la evidente banalidad de tus ficciones. Aun mostrándole el periódico se hubiese reído a carcajadas. No era posible que pudieses regir tu vida sometiéndola a esas idioteces. Ningún ser coherente, adulto y sensato le hubiese prestado atención a las dos últimas sugestiones. La única realidad era que en Albert Employment Agency se ofrecía una vacante para mensajero. Si de verdad deseabas trabajar, lo único que tenías que hacer inmediatamente era tomar el subway del IRT Lines hasta Chambers Street, caminar a Warren St., presentarte en la agencia y solicitar el trabajo; dos días después dirías que la «pega» era una reverenda porquería y que mejor te quedabas en casa o te ibas a las bibliotecas, museos, cines y a las casas de tus amigos a conversar. Eso hubiera dicho él, sin lugar a dudas, pero para ti era distinto, tenía una significación mayor y más profunda. La oferta de trabajo podía seducirte, representaba andar, solo, todo el tiempo en la calle, entregando documentos en consulados, agencias navieras y oficinas comerciales; en tu caso, el sueldo era lo menos importante; deseabas sacudirte un poco la caspa intelectual que produce pasar las noches y los días leyendo libros; simbólicamente, te agradaba servir de mensajero. La lectura de las influencias celestes, por pura entretención o accidentalmente, te hizo reflexionar en el uso que se hacía en esa columna de la psicología del inmigrante, sus necesidades y esperanzas, y en la categoría social en que se le situaba: «los oficios mecánicos aparecen hoy especialmente favorecidos», y en LEO: «Si negocia con mercancías al detalle, este puede ser un provechoso día para sus esfuerzos. Negocios prósperos»; y en VIRGO: «Oportunidades de ganancias financieras aparecen en su camino. Siga su intuición»; y en LIBRA: «Si es astuto, puede tomar ventaja de una nueva oportunidad de progreso que se le presentará»; y en PISCIS: «Planee su porvenir. El camino al éxito aparece amplio para usted»; y en ARIES: «Demuestre sus habilidades especiales y siga su intuición cuando haya de tomar ventaja en una oferta inesperada»; y, finalmente, en TAURO: «Los asuntos en compañía, comerciales o domésticos, presentan su mejor aspecto ahora. Maneje diplomáticamente los detalles.» Pero mecánicos o lavaplatos o bodegueros o camareros o ferroviarios o lo que fuesen, eran los elegidos para hacer el dirty work de la ciudad, de la nación. El episodio de Mandrake el Mago y el director de la agencia de empleos no podía ser más convincente... esos hombres atomizados, recuperando sus formas humanas en otro planeta, confirmaban tu certera convicción de que todo aquello y lo demás era como estar muerto. «Querido Alejandro: Mucho he pensado en nuestra última conversación y desde entonces no hago otra cosa que prometerme una visita a tu casa, un encuentro en un café o en la calle, en cualquier parte donde podamos reanudar nuestro diálogo. Hoy es un día infernal, no cesa de llover. Tal vez no sea el día, sino mi ánimo lo que impide que salga a buscarte. Debo confesarte que lo he hecho. Hace unas noches volví, no estabas. Hice uso de la llave que no te entregué la noche que dejé la casa. Me alegra saber que trabajas, que los papeles llenos de palabras se amontonan sobre tu mesa. Me place saber lo que piensas, lo que sientes respecto

a mi partida. Pronto quedarás libre. Unas páginas más y habré desaparecido para siempre, aun cuando sepa que la paz no será para mí. Ahora, como antes de conocerte, la paz no me pertenece, no me quiere para su amistad. En algún sitio del mundo debe haber un lugar, una mano sincera, unas simples palabras que conserven su verdadera significación. Pero yo desconozco ese lugar, desconozco esa mano, desconozco esas palabras. Mi vida jamás tuvo coherencia, jamás tuvo un orden en el sentido estricto del instinto o las costumbres, y no creo que alguna vez lo tenga. He visto, día a día, hora tras hora, desaparecer de mí el asombro, la inocencia, la luz que alumbra ciertos sentimientos. El mundo se me ha ido revelando como una prueba de violencia, apatía o vulgar interés. Sólo recuerdo cosas fijas: una lámpara iluminando un rincón de tu sala, una silla cargada de libros, papeles, ropa, un par de zapatos desperdigado por el suelo, una corbata, un sombrero, un sobretodo colgando de un perchero y humo y ceniza y lápices por todas partes, sobre la mesa y la cama y el sofá y el piso. Y afuera, rostros no tan fijos, miradas y sonrisas que desaparecen detrás de un mostrador, de una puerta, de una esquina: lugares huidizos, nebulosos... Porque aún hay un sol (dije en aquella carta errabunda y perdida que no llegó a tus manos), una costa del norte de Oriente que no he visto, donde me gustaría estar contigo, con el Alejandro que no conozco, desde la ventana abierta de la casa blanca y azul donde la madre de Lila nos espera... Mi vida ahora imprecisa... no quiero culparte, es lo que tú no quisiste que fuera... mis propias visiones. Nada me parece tan inútil como esta sucesión de horas en las que mi ser se fragmenta... imágenes que no me corresponden, a ti tampoco. No quiero para mí la ilusión, no quiero ser una pobre proyección de o l irreal, tampoco deseo sentirme como una realidad hecha a tu imagen y semejanza. No quiero ser. Perdóname, no volveré a escribirte, no volveré a verte. Puedo, si quiero, reconstruir en el silencio, en la soledad, cada palabra, cada gesto, cada mirada tuyos. Ahora siento una rara tranquilidad, un remanso donde fluyen peces, flores y piedras, ramas y troncos, yerbas y la sonrisa soñolienta de Lila...»

JARDÍN

Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra. No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que al amparo de una traición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes. A los sietemesinos sólo les falta el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanzan al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra, ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos «increíbles» del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución Francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres! Es un buen conversador, aunque para sustentar una idea, apoya su discurso en citas de Martí.

17 Sí, es muy simple. No, es muy complicado. Sí, lo es, lo es... Aquí cualquier cosa puede suceder. Eso que sólo pasa en los sueños, en las ilusiones, en la esperanza. Eso y más, un poco más, lo imprevisible... cuando uno entra a la estación del subway, cualquiera, uptown, downtown, upstairs at the downstairs, downstairs, at the upstairs, up side down; down side up, up and down, down... alguien que uno nunca ha visto, alguien que mira, alguien a quien mirar que mira con todos sus ojos, con esos ojos, grandes, luminosos, fosforescentes que tienen los animales de la noche, los animales asustados y tristes de la noche. Y esos ojos pueden halarle a uno el corazón y las piernas y uno camina hacia ellos, camina sin saber por qué, camina, pero camina y encuentra que esos ojos no son ojos, sino una boca y unos brazos que se enredan entre los propios brazos y sucumben en la propia boca y ya uno no es uno, es dos que son uno y dos, esos labios que están recostados, abandonados, inmersos en nuestros labios, esperando, esperando... Yo no sé cuándo sucedió, no lo recuerdo, no. Yo salía de la casa y ella estaba sentada en los escalones con su pelo y su vestido y sus ojos a lo flapper girl porque habían pasado treinta años desde entonces y ella seguía, unas veces, en los escalones, durante todo el verano, y otras, pegada al cristal de la ventana, durante todo el invierno; en la primavera y en el otoño ella no estaba ni en los escalones, ni en la ventana, estaba en otra parte, en algún sitio que nunca conocí, pero siempre fuera de la casa, no sé dónde, esperando. Y ella me dijo con esa voz suya, de ella, esa voz aprendida en algún viejo film hablado, en algún libro o en otra parte, no lo sé, en cualquier otra parte de esta ciudad a la que vino casi niña y en la que ha muerto en la ventana, en los escalones, con su vestido negro, azul, verde, amarillo, listado; con su vestido de noche, de lentejuelas y mostacillas, ese vestido que su madre compró en Lord & Taylor, en Saks Fifth Avenue, en Macy’s, en una boutique del Village o de la calle 57, en cualquier parte, ese vestido que era como un aroma, como otro cuerpo, la yerba y la arena y el agua, ese vestido con tantos, tantísimos nombres de hombres de todas las nacionalidades, estaturas, colores, profesiones y gustos; su vestido de reina, su vestido de escolar, su Gibson Girl Dress su vestido rojo con cuello y puños blancos Anita la Huerfanita, su vestido Clara Bow y su vestido Pola Negri, sentada allí, me preguntó qué hacía esa noche. Le respondí que nada, y ella me preguntó si nada era todo y todo era irnos al cine y a comer y bailar, y yo le contesté entonces que nada no era una invitación, ni una promesa ni un compromiso, y ella me dijo que todo era eso mismo. Entró a la casa y salió con una chaqueta que se echó a los hombros y me dijo que haríamos nada en cualquier parte que no fueran los escalones y yo le dije que haríamos todo. Entonces ella se rió y me gustó oírla reírse, me gustaron sus labios finos y sus dientes y la tomé del brazo y salimos a Broadway y caminamos hasta la calle 83 y nos metimos en el RKO y mirando a la pantalla, al film, a los actores, sentí su mano que buscaba la mía y su cara rozando con su perfume la mía y luego, luego sus labios estaban en los míos y ella temblaba, temblaba entre mis brazos, y dejamos el cine, los dos, y nos fuimos a un bar y ella pidió su trago. El camarero, sonriendo, le preguntó si el mío era el mismo y ella le dijo que todavía no lo era, pero que esa noche conmigo iba a

cambiar de trago, y los dos, ella y el camarero esperaron unos minutos y entonces ella, muy remota y sin confundirse, le dictó la nueva mezcla, y él, sonriendo, asintió con la mirada, y el mentón, y después le dijo que estaba bien y los dos se rieron. Y aquel fue nuestro trago desde esa noche y para siempre. En el bar ella comenzó a relatarle la larga historia de su vida en Manhattan. Estuvieron en el Danubio Azul y en el Tropic Club. Regresaron muy tarde y esa noche en la cama, mientras ella decía algunas cosas en sus oídos, que él nunca comprendió, que no oía, empezó a descubrir los misterios y la ciencia de un cuerpo diestro, febril, apasionado, que no busca en el amor compañía, ni placer, ni consuelo, sino el arduo aprendizaje del verdadero conocimiento, de la sabiduría, y los cuentos de Genoveva con su Bob y las noches de la quinta con Pola Negri le parecieron pueriles y sentimentales. Ella era la auténtica y asombrosa Pola, devuelta de las sombras. Sabia y perfecta. Y en noches sucesivas, en meses y años, él representó, continuamente, cada uno de los amantes que la Negri despreció después de vencidos o que la abandonaron hastiados de los caprichos y las exigencias de aquella mujer de implacable voracidad erótica. No sólo fueron las noches y los amaneceres sobre o bajo aquel cuerpo lo que iba sometiéndolo, encadenándolo a ella. Fueron los gustos de ella por la ropa de géneros, corte y confección maestros, por la comida de los restaurantes más exclusivos, por el póker, donde el azar sólo intervenía en el momento en que las cartas eran repartidas, por el licor y los amigos, ciertos sitios que están familiarizados con la delincuencia, las bajas pasiones y la muerte. Padeció sus celos y aprendió a vencerlos. Se acostumbró al ocio, a las conversaciones y a los libros, a valorar una opinión o a descartarla por fiel, pretensiosa, falsa o débil. Junto a ella, de su mano, recorrió el tortuoso camino de los parias, los descastados, los que viven al margen del raciocinio, de la seguridad y el prestigio público. Gentes que promulgan y ejecutan una sola ley, animal, selvática. Vivir, vivir esta noche que se acaba con sus vidas, para recomenzarla mañana a la misma hora, en el mismo sitio, siempre diferente. Gentes con un dios, una religión, un credo: la vida como un continuo reto al azar, a la muerte. Entonces, uno es como un gran oído, sólo oídos, oyendo lo que la gente cuenta esa última noche de sus vidas. No es como el cinematógrafo, no lo es, ni como los sueños porque no está en el pasado, ni está pasando, es una sobrevida en la que sobreviven los despojos de ciertas caricias, miradas, palabras; en la que un gesto se eterniza en la memoria, en los sentimientos, y es como un narcótico al que se acude en el desamparo y la indiferencia de otros cuerpos que no son el recordado, el deseado, el perseguido... Eso supo, las veces en que ella detenía un movimiento de sus caderas o de su lengua para recuperar un instante pasado, o cuando ella se quedaba mirándole a los ojos para decirle que eran negros como algunas pasiones de la carne o que eran azules como la ilusión perdida y entonces toda su ternura se hacía de piedra, de metal. Y ambos naufragaban en un silencio aterrador.

Sí, ella reclamaba de él lo que otros dejaron impreso en la fidelidad del mármol, en la eternidad del bronce y así, en ese deseo de perpetuarse en los demás, él se hizo cada vez más fiel, más familiar a los recuerdos que ella evocaba y le transmitía desde aquel cuerpo intransferible. Y él fue Pastor, un muchacho grande y hermoso que fue a buscarla una noche a la verja del colegio donde ella se educaba para huir en un tren, en un ómnibus, en un camión, hasta que la madre de ella los encontró en Siracusa para separarlos. Y él fue Walter, ingenuo y complaciente, sufriendo el rechazo nocturno de aquellos labios finos y burlones. Y él fue Jimmy, Germán, Lucio, Gerald, Frantisek, Joe, Stanley, Juan, Roberto, Sean, Enrico, Horace, Dick, Thomas, Christopher, Gregory, Pedro, Louis, Ernesto, Iván, Jean, Ken, Art, Buddy, Chico, Arturo, Víctor, Rex, Domingo, Billy, Ben, Chano, Adrián, Frank, Nat, Romeo, Felipe. Jehova with a gray beard naked & whipped Now if she walks out she might walk out forever... yelling in rage, dreaming of death, forever plotting evil... words should kneel at those trees; those fragant herbs... Think for yourself or look or cry... choose that one quickly. They try to imitate us, to smell like us, to breath & love & dream like us —a last call. You are going somewhere & you know you’ll learn. We are not different... I asked him... he did not answer... or was his woman who said something that was not him or you or me... If you go back deep, fast, back, fast, you among the truly select, invisible, you’ll find there was... deep, back, fast, back, were you... Her filthy, wet, adorned hair... with lice Deserted, gray bearded Jehova or you the same... She is calling you... names, names, names. Se llamaba Jemina, para nosotros Jemi, y Dennis Cunnin-gham decía su nombre de un modo que yo entonces identificaba con la ternura de las viejas costumbres, de esos objetos que van desde el sótano al desván, a un cuarto de despojos, a cualquier parte, en baúles y cajas, arrinconados, dispersos, pero que la superstición o la convicción acerca de sus plenos poderes no nos permiten

desecharlos. Yo encontraba en ese modo de llamarla una significación superior a todo fanatismo y, a solas, imitaba la voz que la nombraba. Entonces deseé ser Dennis, que no la conocía, que no había estado en sus labios ni en sus brazos y que la miraba como se mira a un ser cargado de secretos, de misterio. La historia de su vida no ha de interesarnos, pero sí sus ojos, sus cabellos antiguos, y sus vestidos que correspondían a un tiempo que no nos pertenece porque no son de la vida... Vivíamos en aquella casa que su madre arregló para hospedar jóvenes solteros. «Las mujeres, decía, molestan demasiado: lavan, planchan, cocinan, hablan como cotorras y siempre están enredadas en asuntos sentimentales...» Doña Jacinta quería a sus muchachos, cuidaba de ellos en caso de enfermedad, desempleo, crisis de depresión o exaltación neuróticas y no olvidaba la fecha de un cumpleaños, de una fiesta tradicional para obsequiarles con un banquete íntimo en la cocina y un presente personal. Las relaciones entre madre e hija no podían ser más deplorables, pero no le era posible a la una vivir sin la otra, aunque constantemente se lanzaban a la cara los sacrificios y renuncias que se concedían mutuamente. Esa casa llena de juventud, de amistad, de entusiasmo y esperanzas, era el centro de las conquistas y derrotas de un ser que no envejecía porque sus memorias y afición a una época la conservaban fiel a un mundo desaparecido, muerto. Y ellas rumiaban sus pasiones: amor, desamor, indiferencia, odio. El incidente más pequeño las volvía enemigas, desconocidas. A doña Jacinta, después de súplicas e insultos, le correspondía reanudar las relaciones rotas y siempre se las ingeniaba para seducir a su hija con vestidos, joyas, legítimas o artificiales, un collar de Tiffany’s o un broche de Coro, paseos, viajes y hasta la conquista de un nuevo amante, a quien halagaba con la misma asiduidad que a su hija. Las reconciliaciones favorecían a todos los huéspedes, pues durante una semana la casa se llenaba de risas, regalos, convites y todas las amabilidades concebibles. «Ella nos separó por la fuerza. Pastor era demasiado joven y dependía de su familia. No pudo hacer otra cosa que reanudar sus estudios en la Universidad y luego regresar a su país... Yo estaba en sus manos, en sus duras manos de mujer que ha tenido que vérselas hasta con el mismísimo demonio... No sé como he sobrevivido a su dureza, a su crueldad. Siempre me chantajeó, primero, con el abandono absoluto, después con la cárcel. Me indujo a ciertos hábitos, tú sabes. Perdóname que hable así de ella, después de todo es la mejor persona que he conocido. Creo comprenderla, pero cuando, alguna vez, me mostré tan inflexible como ella misma, entonces, entonces me amenazó con el suicidio. Después pasaron los años y era una mujer enferma y vieja y llena de ternura y rencor, llena de generosidad y crueldad. Ya no era posible liberarme de su egoísmo, de su cariño. Cuando me casó con Walter le dije que era inútil, que ese pobre idiota no conseguiría tocarme... Walter era muy hermoso, mucho más hermoso de lo que está en esa foto de nuestra boda que ella tanto exhibe. Ella quería una hija respetable y casada... y lo consiguió. Eligió a Walter porque se le parecía a Pastor... a ella, no a mí... Todo esto es muy cruel. Le hizo creer que yo era virgen. No creo que a él le importase un comino, pero ella no quería que nadie supiera que su hija se entregó a un muchacho en un banco de una estación de trenes, en

el andén, bajo una bombilla que tiritaba del frío que nosotros no sentíamos. Yo se lo pedí, lo obligué, le dije que si no lo hacía en ese momento, no lo haría nunca. Quería humillarla, quería gritárselo alguna vez, para que se avergonzara de ella, de mí, del mundo, el de ella, no el nuestro. Pastor no quería. Quería hacerlo en otro u l gar, en un hotel, no sé, en otro lugar, pero yo le cerré la boca con la mía hasta que lo hizo, hasta que supo que era su mujer... A Walter no le hubiese importado, pero lo creyó, lo creyó después de un mes en que su cuerpo se debatía contra el mío inútilmente, llegó a creer, lleno de soberbia y vanidad, que la culpa era de su sexo o del mío. Se exhibía desnudo, orgulloso, mostrándome su virilidad, creyendo seducirme. Eso fue al principio, después fue tierno y suave y melancólico, y luego, duro, cruel, inhumano... pero yo lo era más salvajemente que él, más despiadadamente. Llegué a gritarle que se guardara su cosita, que con esa no lograría otra cosa que hacer frígida a la mujer más ardiente, que ni siquiera podía compararla con el más infeliz y peor dotado de los hombres que me habían poseído, a los que deseaba desesperadamente, a los que buscaba... que se guardara su asqueroso moco de guanajo, que cuando yo quisiera un hombre de verdad sabía dónde conseguirlo. Walter, enloquecido, se abalanzó sobre mí, desgarrándome la ropa, las carnes. Después de una batalla en la que no quedó una sola tira de nuestros vestidos, ni muchos de los objetos que recibimos como regalos de boda, logró amarrarme a la cama, brazos y piernas, y durante tres días consecutivos, en la soledad de la habitación y nuestros cuerpos, Walter, con su sexo erguido me golpeaba los ojos, la boca, los senos, el vientre y la pelvis, derramándose, infatigablemente, sobre mi cuerpo. En ningún momento mostró el más mínimo interés en poseerme. Me gritaba: “Perra y cochina puta, negrera, puerca...” Yo ni siquiera me movía, estaba tensa y yerta, como de piedra. Decía que su verga era demasiado orgullosa y limpia para entrar a un chiquero donde se habían revolcado los puercos más indecentes, más sucios... y no lograba arrancarme una lágrima, ni una queja... Me llamaba excusado para sifilíticos e impotentes, y yo como si nada, sin miedo, ni vergüenza, ni asco... muerta. Al atardecer del último día que estuvimos juntos parecía que iba a desfallecer, estaba pálido y sudado; olía a semen y a saliva, a escupitajos. Le faltaban las fuerzas para reanudar aquella loca, miserable descarga de vejaciones y esperma. Estaba parado a mis pies y ya no era un hombre duro, cruel, ofendido. Abrí los ojos para verlo en la penumbra de la tarde... Walter parecía un ángel, un santo, un dios; toda la cólera, la humillación y el dolor habían desaparecido de su cuerpo, de su sexo. Entonces, descubrí su hermosura, su terrible y adorable hermosura. Era como de mármol, yo no sé, y los vellos en su cuerpo eran de oro, delicados y lacios rayos de oro... me dio las espaldas, comenzó a vestirse, lentamente, sin mirarme, sin volver una sola vez los ojos hacia mí. Después descolgó el teléfono y llamó a mi madre. No sé lo que le dijo. No lo sé, pero su voz era suave y lejana. Colgó el teléfono y vino hasta donde yo estaba mirándolo, deseándolo, amándolo. Dijo algo que las lágrimas y un sollozo rompieron en sílabas, en letras, salió de la habitación y no volvimos a verlo... no volvimos a saber de él. Debe andar en un barco, en un puerto, en cualquier parte del mundo, mostrándole a las mujeres la belleza de su cuerpo incomparable, a las mujeres o a los ángeles, en cualquier parte del mundo, no sé, del cielo, de la tierra, no sé... lo demás tú lo sabes mejor que nadie, mejor que ella. Vinimos a vivir juntas para siempre en esta casa. Y ella, que es la mejor

persona del mundo, durante estos años, no sé, veinte, treinta, una eternidad, me insulta y me acaricia, me niega su cariño y me lo da en regalos: vestidos y muchachos...» Ahora, que ella no está en los escalones, en la ventana, pienso en sus manos y en sus muñecas delicadas, capaces de ejercer toda la violencia del mundo sobre un cuerpo de hombre adolescente, inexperto, inocente. La violencia de su ternura. Los dedos diestros en recorrer, moviendo las yemas y las uñas, lentamente, un mentón, un torso, aquellas manos que tejían y destejían un suéter beige mientras esperaban el regreso del desaparecido. —Ella me ayudaba a redactar las cartas, las tarjetas que no enviábamos. Mira... Abrió un arca, que imaginé repleta de vestidos en desuso y mis ojos contemplaron un cúmulo de cartas en sus sobres, estampilladas. No nos dijimos nada. Cerró el arca. Comprendí que aquella era la última vez que ella iba a buscar al otro en mi cuerpo, y quise poder acercarme a sus manos, a sus ojos, al corazón que apresuraba sus latidos para apagarse con el sol que huía de su ventana. Aquella noche Jemi se iría al cine, a un bar, a un restaurante y a un night club con Arturo Pérez. Lo traería a su cama en el momento de su mayor desesperación e iniciaría con él ese lento y largo ritual nocturno de sus manos, su boca, sus caderas... y esas palabras que nadie jamás entendería, seguramente, las mismas que las lágrimas y el sollozo rompieron en la voz de Walter y que ella no oyó, no conoció. Arturo Pérez, así se llama, Arturo Pérez, sin otro nombre, aunque Arturo era una de las criaturas más singulares que yo había conocido entonces. Lo era porque se parecía mucho a un joven pastor de las islas griegas, pero también a un príncipe; alguien que yo había visto en un mármol del Museo Metropolitano. Con el mismo desdén e indiferencia de los que saben que la belleza es un don inalcanzable y se sumen en la contemplación de algo remoto, ausente, inconquistable. Algo como ese don que les posee. Algo que es la belleza misma. Yo lo traje a vivir a casa de doña Jacinta, nos habíamos conocido en la escuela. Cuando él empezó a trabajar de bus boy en el Waldorf, me ofreció hablarle al head waiter para conseguirme una plaza similar. Entonces no pude aceptar. Luego trabajamos juntos en el Delmonico’s y en el Rainbow Grill. Arturo era poco o casi nada instruido. Nos conmovía su ignorancia, que a veces calificábamos, por su credulidad, de inocencia. Era como de mármol o de oro. Como de espuma y sal, de sol y arena. Eso era, pero esa no es la historia. No es la historia de sus amores con Jemi, es otra. Yo vine a buscarlo al Blue Cheese, donde él trabajaba entonces. Me acodé en la barra esperando que él terminara. Arturo servía una mesa en la que se demoraba un rato cada vez que retiraba los vasos y los reemplazaba por otros. Y siempre me miraba, mientras yo, acodado en la barra, seguía sus movimientos, esforzándome en adivinar sus palabras, cuidando de que mi curiosidad no se hiciera demasiado evidente... Recuerda que ese cuento siempre lo ha dicho en inglés. Le será difícil decirlo en español, pero Aleida le escucha atentamente, toda oídos... Como él aquella noche en casa de esa maravillosa y extraordinaria criatura, tímida, temblorosa, leyendo las cuartillas mecanografiadas de la versión teatral de

una de sus novelas. La muchacha que lee en un sillón grande y mullido, casi perdida en el mueble que la aprisiona, sentada sobre las grandes flores rojas y blancas y amarillas, sobre las hojas verdes de la cretona, hace una pausa cada vez que uno de los personajes termina de decir sus bocadillos. También repite los nombres, inútilmente; nadie parece oírla, sino él, y ella lo sabe. Una y otra vez se han mirado y él la anima para que continúe su lectura. Nadie oye las cosas que esa niña, ella (no puede ser otra), que es él (tampoco puede ser otro), dice. Nadie allí los conoce. Nadie sabe quiénes son ni lo que dicen. Les distrae oír los sonidos del hielo en los vasos, del alcohol en las bocas y en las gargantas, oír la propia respiración, mirar cómo arden y se apagan los cigarros; seguir el humo, buscar en sus dibujos una señal, un augurio; oír la impaciente circulación de la sangre y el viaje fatigoso del oxígeno por la laringe, la tráquea y los pulmones; el apresurado regreso a la nariz, transformado en un gas venenoso. Oyéndolo todo, menos a ella que lee con una voz de niña, de niño, de patios y portales, calles y aceras. Todas esas voces están en la memoria de ella mientras lee y él escucha, como si ambos oyeran al propio corazón diciéndoles que están solos, muy solos y que nunca, nunca, a menos que se les permita participar en la boda de su hermano, de su hermana, de las estrellas y la calle, del jardín y la lluvia, del sol y las aceras, de la luna y los patios durante aquel verano en que John Henry West ha muerto y Frankie anda sola con sus doce años y sus pies descalzos por las calles de un pueblo del sur, que no ve, que no se entera de que los niños crecen sobre sus calles y aceras, baldíos y jardines, mientras los adultos hablan y hablan y hablan en los portales y en las cocinas. Eso ella lo sabe, lo que no sabe es que Berenice se llama Aurora, y Frankie, Aleida y John Henry se llama Alejandro. Está lloviendo. El agua rueda por los cristales y rueda afuera sobre las paredes y cae sobre el césped y la tierra, afuera. El agua cae empañándolo todo, la voz que lee y los oídos que escuchan y sus ojos se miran sin verse... El caso es que Arturo me presentó a su amigo que era un muchacho de Puerto Rico, el último vástago (esto acabo de pensarlo ahora, tal vez sea cierto, quizá no lo sea) de una de las familias más ricas y antiguas del país. El joven me invitó a su mesa. Conversamos mucho. En un momento quiso que saliéramos del Blue Cheese y nos fuéramos a cenar a un restaurante cercano. Su amigo vendría a recogerlo antes de que el bar cerrara. Disponíamos de dos horas. No pude acompañarlo, era demasiado tarde para cenar, eso le dije. También le dije que no me gustaba comer cuando había empezado a tomar. Eduardo aceptó mi excusa y ordenó otros tragos que Arturo sirvió. Dijimos que el próximo sábado nos encontraríamos más temprano y saldríamos a comer y a tomar. Hice un chiste. Chirico decía que en ciertos bares uno se transformaba en la Estatua de la Libertad, con el brazo en alto y el vaso como antorcha. Eduardo parecía reconocer los bares a los que Chirico se refería y dijo que evitaríamos toda clase de alucinación genérica. Nos pusimos de acuerdo para encontrarnos allí. No esperamos por Arturo. Salimos a la calle. Eduardo esperaba a que su amigo pasara a recogerlo. Esperamos en la esquina. El amigo vino y se fueron, después que fuimos presentados. Cuando el carro desapareció, perplejo, me repetí en voz alta el nombre del amigo de Eduardo. Yo había visto ese nombre, lo conocía de las revistas de cine y las marquesinas de los teatros de Broadway, yo lo conocía, pero en ese momento me pareció que era imposible porque era absurdo y por eso

mismo podía ser posible. Sentí cómo toda mi sangre fluía a mi pulso, a mis sienes, acelerándome la respiración, creí que estaba enfermo y que la fiebre me confundía los nombres y los sentimientos y que aquel nombre era otra de las ficciones de mi imaginación, pero ya se habían ido y sentí una triste vergüenza, un vacío muy grande en el estómago. Crucé la calle y tomé el subway. Esa noche me metí en la cama convenciéndome de que haberlo conocido, al actor, era posible porque era absurdo, y por eso mismo era imposible. No dije nada a nadie, no podía decirle que tenía un amigo famoso, nadie me lo hubiera creído, ni siquiera Arturo... En la cocina ella se le acerca y como si quisiera invitarlo a un juego triste y peligroso, como si fuera a decirle que van a bañarse en al aguacero; saltar la cerca del vecino para robarse unas peras; cortar con una cuchilla la cuerda de la ropa tendida; asustar a una vieja que reza en un cuarto solo. Cualquiera de esas cosas que hacen los niños en el batey o en un pueblo del sur, en el verano, durante las largas y calurosas y húmedas vacaciones. Nada de eso es lo que ella va a decirle. Le dirá que él es un poeta y para él leía. Quiso decirle algo. No pudo. Sintió que tenía los ojos empañados como la voz de ella mientras leía. Y le responde con movimiento de la cabeza, lento, indeciso; le responde que no, que él no es un poeta. Afuera, golpeando los cristales y las paredes, resbalando sobre las hojas y anegando el césped y la tierra, el agua sigue cayendo... Esperé al sábado. Esperé contando los días, las horas, los minutos, los segundos. Esperé en silencio, afiebrado, solo. Contaba los latidos de mi corazón y de mi pulso. Pensaba que nada de eso era verdad, que todo lo había imaginado. Pero el sábado llegó y esa tarde Eduardo me llamó por teléfono y me dijo que no podíamos encontrarnos en el Blue Cheese porque él había olvidado un compromiso anterior que debía cumplir. Diré que no le oía. Diré que su voz y las palabras que decía, negaban, destruían de un golpe toda la fantasía de mi corazón. Diré que no sufrí... que entonces supe que estábamos muertos. Él y yo y todos. Todo el mundo se había muerto a mi alrededor, dentro y fuera de mí. El mundo entero lo enterraba aquella voz en el teléfono... yo no le respondía y Eduardo siguió diciendo que si yo lo deseaba ellos pasarían a recogerme para ir a un party de una amiga de su amigo y me dijo que Monty le había pedido que me invitara, si yo quería acompañarlos. Y el mundo todo resucitó y el teléfono era como de oro y su voz como de plata y yo y él y todos éramos de todos los metales y las piedras preciosas, resistentes y luminosas, y éramos de metales y piedras que hablan y andan y piensan, y sienten que la vida es mucho más bella que esos preciosos metales y piedras. Entre otras miles de cosas que pasaron por mi corazón de hace años y que aún no se han serenado en mi sangre, que no se han hecho historia, ese momento salta ante mis ojos y recuerdo que nunca antes, nunca, y eso Aleida, tienes que creérmelo, nunca sentí tanto miedo ni tanta alegría, pero recuerdo, eso creo, que toda la sangre de mi cuerpo se agolpó en mis manos y en mis pies y por un momento, en ese momento, yo también era de mármol y oro y sal y espuma... Ella se estaba riendo como una chiquilla, sacudiéndose el pelo lacio y largo con el dorso de la mano, como si deseara espantar de sus recuerdos alguno que no fuera muy alegre. Con los dedos largos y finos se arreglaba el cerquillo, diciéndole

que le había gustado mucho ver cómo atendía su lectura. Él quiso decirle que esa historia no era de ella, que era de él, quiso decírselo, pero las palabras se le confundieron con los sentimientos y se quedó callado. Ella volvió a decirle, no se sabe por qué, por algo que él dijo, que no dijo, cualquier cosa que no estaba en las palabras ni en los sentimientos, sino en un silencio que siguió a sus palabras, un silencio que estaba en los ojos de ella y en los de él, que él era un poeta... Cuando colgué el teléfono ya no era de mármol ni de espuma, aunque estaba temblando. Corrí al cuarto de Arturo y me quedé mirándole sin saber qué decir. Le pregunté si él conocía al amigo de Eduardo. Arturo, sin mirarme, frotando el cepillo embetunado sobre un zapato, dijo que lo había visto algunas veces en el Blue. Es un actor de cine, dijo, o algo parecido. Yo le pregunté si conocía su nombre. Arturo me dijo que Eduardo le llamaba Monty, pero que los bartenders del Cheese y algunos clientes, sobre todo las mujeres, mirándolo todo el tiempo, lo llamaban por su nombre del cine. No podía concebir que Arturo lo dijera así, como si hablara de uno de nosotros, no podía creerlo limpiando sus zapatos, porque mis manos y mis pies eran, nuevamente, de mármol. Entonces le dije que Eduardo me había invitado para acompañarlos a un party up-state o up-town... Yonkers, algo así, no sé, no recuerdo. Arturo me preguntó si había aceptado la invitación. Yo le dije que sí, le dije que sí, que sí... En la sala sus amigos hablaban infatigablemente y, cuando ella reapareció, vinieron a besarla, a tomarle las manos y a decirle que era: darling, just marvelous & fabulous & beautiful. Ella parecía no oírlos, parecía estar acostumbrada a esas palabras y a esos gestos. Parecía oírlos sin comprender, sin saber qué decían. Ninguno abandonaba por un solo momento su vaso con scotch, bourbon, gin o rye. Hablaban de producción y dirección y reparto. Hablaban de escenografía y vestuario y luminotecnia. Hablaban de ensayos y estreno. Un hombre con gafas y bigote sugería nombres de actores. Una mujer menudita y risueña aprobaba, indiscriminadamente, cada uno de los nombres, con movimientos de cabeza cada vez más compulsivos y groseros. Tenía las manos y la boca atestadas de maní tostado y llevaba los maníes de las manos a la boca, meneando la cabeza como un chimpancé. Una vieja gorda que exhibía el nacimiento de sus enormes senos manoseaba a Monty sin ninguna inhibición, riendo escandalosamente. Los demás cuchicheaban, escudriñando entre los libros, las flores, los muebles, repitiendo sin cesar: It’s Mar-ve-lous. It’s fa-bu-lous. Ss... beautiful, y le besaban las mejillas, dulcemente, unos; otros lanzaban estrepitosos besos al aire, exagerando su entusiasmo. Ella recibía todas esas confusas y evidentes demostraciones de admiración y simpatía, con una melancólica expresión en la mirada y en los labios y parecía una niña o un niño... Eduardo y Monty vinieron a buscarme alrededor de las nueve. Eduardo manejaba el auto y cuando yo quise sentarme en la parte de atrás Monty me dijo que me sentara a su lado, y bajamos por Columbus Avenue hasta la calle 72 y tomamos el Henry Hudson Parkway, dejando a Manhattan detrás, y en el camino Eduardo y yo intercambiábamos algunas frases en castellano y me admiraba de su buen acento, nada boricua, y me deslumbraba su dicción inglesa nada neoyorquina y me maravillaba el amable silencio de Monty, muy distante de ser indiferente o descortés. Esa noche Nueva York era como de alas de mariposas incrustadas en un lienzo de terciopelo negro y cada ala tenía el color de una de las

mil piedras preciosas bíblicas y cada piedra era el rostro de una beldad del cine, viva. Y todos esos rostros nos miraban sonriendo. Antes de llegar a la casa de la amiga de Monty ya no era el mismo, ni volvería a serlo... Él hubiese querido decirle en la cocina, mientras comían la ensalada de papas, unas lascas de jamón y queso y galletas saladas, y tomaban un trago largo y fresco, que él estaba de acuerdo con el mundo de Berenice Sadie Brown, pero discrepaba en una sola cosa: prefería que el mundo siguiera con gentes de distinto color, gentes como Ianita y Aurora y el viejo Isidro y Violeta y Genoveva y Bob y la propia Berenice Sadie Brown. Gente que cantara y bailara, en un mundo donde nadie se sintiera inferior o humillado durante su vida. Un mundo con sus dioses negros y sus santos negros y sus espíritus negros: congos, lucumíes, araraes o carabalíes o de donde les diera la gana ser. También quiso decirle que la caracola de color lila que Frankie acercaba a su oído para oír el tibio oleaje del Golfo era de esa Isla verde con palmeras que la estaba llamando para que no acabara de crecer, ni Berenice se fuera de la casa, ni John Henry West muriera. Pero no le dijo nada. Cuando creyó que iba a poder decirle todo lo que había sentido aquella noche, todo lo que estaba en su memoria, Monty y Eduardo se acercaron para despedirse de ella. Era la hora de regresar. Algo le dijo que no oyó, pero la noche del estreno de su obra estaba sentado en una luneta, viéndose en la cocina de su casa con Aurora y Aleida en un tiempo de días dorados y de las grandes margaritas y las mariposas. Esa noche y durante mucho tiempo, Nueva York era la cocina de su casa y en ella se sentaba con Monty y Arturo y Eduardo y Carson a jugar a las cartas y todos eran como niños y niñas que no crecen, conscientes de que la belleza es un don inalcanzable y entonces se sumían en la contemplación de un mundo remoto, ausente, inconquistable, algo como ese don que les poseía. Algo que era la belleza misma.

18 No había en el timbre de su voz el menor rastro de amargura. Dijo aquello como pudo haber dicho cualquier otra cosa y lo dijo porque le gustaba hacer frases. Eso de estar como muerto se le ocurrió en ese momento, no me cabe la menor duda. Alejandro es así. E inmediatamente busca apoyo en la literatura y añade: «como dijo Walt Whitman», aunque lo haya dicho el carnicero o nadie. Y eso lo hace con todo. La menor trivialidad adquiere en su boca una importancia suprema y la avala citando a alguien de su propia invención. Alejandro inventaba casi todos los libros que dice haber leído, y los inventaba en el momento en que deseaba sustentar una frase con autoridad. Para él ya todo ha sido escrito de un modo insuperable, y es mucho más serio repetir con grandeza lo antes dicho por otro que expresar pobremente las propias reflexiones, observaciones y sorpresas. A él no le gustaba atribuirse la menor idea. Todo ha sido ya elaborado y comprobado por la mente humana. Y es un excelente conversador. Es cierto que a él le gusta referirlo todo a su persona. No conoce mejor a nadie. Eso dice. Pero le irrita que provoquen su megalomanía. Hablar con él es correr todos los riesgos: la exuberancia verbal o el más patético mutismo. Si él lo dijo fue porque se molestó con mis impertinencias. En las primeras veinticuatro horas que pasó en casa, dos o tres veces, tal vez más, le pregunté por su vida en Nueva York, violando nuestro viejo pacto, y además porque me negué al juego. Creo que quiso disimular la evidente devastación que el tiempo ha causado en nosotros. En mí. Después de besarme mil veces y de alzarme en sus brazos y de darme vueltas alrededor suyo y de decirme las cosas que sólo él dice en voz alta y de halarme las orejas y pellizcarme las mejillas, ¡oh loco, loco!, sin la menor inhibición, imitándose a sí mismo a los cuatro o cinco años, me dijo que si no jugaba con él se lo diría a mamá, o que se pondría a berrear por toda la casa. Todos se reían. Mamá y papá lloraban. A mamá le pareció que estaba demasiado alto y delgado y a mí, trágicamente solitario. No supe fingir alegría. Y él arrojaba por todas partes, como si lanzara al aire los colores y el estruendo de un cohete, las cien cosas que trajo para todos. Era agradable ver la confusión que armó con su regreso. Todos le miraban alelados. Lo admiran (aunque no se atrevan a confesarlo, ni siquiera a ellos mismos), no como se admira a una persona, sino a algo distinto. No sé. A Dios. Pero a Dios no se le admira, se le teme, se le ama, se le niega. La casa volvía a llenarse de adjetivos y de todos los adverbios terminados en mente y de todas las figuras de retórica imaginables y de su mucha invención. Desde la boda de Honora no se había reunido tanta gente en casa, no podíamos hablar. Esa mañana muy temprano Alejandro se sentó debajo de la mata de guásima y empezó a escribir un poema. Escribía cuando bajé a ofrecerle el desayuno. Alejandro eligió una taza de café fuerte y amargo y una mandarina. Volví al patio a llevárselos. No quise quedarme junto a él, porque escribía y porque me gustaba verlo solo, dolorosamente solitario. Cuando entró a la cocina yo estaba espulgando el arroz para hacerle su arroz con leche como a él le gusta: suelto el arroz, ensopado en crema, espolvoreado con canela, frío. Alejandro leía en voz alta: «La fiebre en el silencio que amortaja la lámpara entre muebles e imágenes...»

Yo me volví para oírle en el momento en que él detuvo su lectura. La casa estaba sola. Mamá había salido con tía Clara y Aurora andaba en la plaza buscando unas legumbres. Entonces le pregunté cómo era Nueva York y él me contestó eso de estar como muerto. Luchamos con las palabras, él con las suyas, buscándolas, organizándolas en un diálogo sin progreso. Yo retuve las mías. Y Alejandro se quejó nuevamente de mi reticencia. Y es que yo sólo tenía mente para verlo solo, fatigado, inestable; luchando contra sí mismo, contra los otros, contra todos; viviendo sin familia en cuartos de hoteles y casas de hospedaje y en la calle bajo la nieve; deseando sentir el sol en la cara y las espaldas; deseando sentarse a la mesa con nosotros, deseando compartir su vida con la nuestra; tomando cerveza amarga o whisky en una barra húmeda mal iluminada; oyendo la lengua áspera de los anglosajones; cuidando el acento —¡cuánta humillación!— para no delatar su origen y procedencia. Después de todo, Alejandro no podía ni debía ser ni era distinto a los demás, y busqué un espacio para llorar sin que él me viera. Alejandro me preguntó qué me pasaba. Le contesté que nada, que no me pasaba nada. Le dije que mis cartas se demoraban porque las iba dejando de un día para otro con la promesa de escribirle más y mejor. Y cuando habló de su soledad me dijo que en realidad no había estado totalmente solo porque llenaba su vida y su casa con recuerdos, que mis cartas mantenían vivos. Todas las cosas que habían ocurrido en nuestra familia desde que él tenía memoria y todo lo que oyó de mamá y de papá y de nuestros tíos y abuelos, y todo lo que los vecinos contaban del batey y de sus vidas mucho antes de la fundación del batey. Todas las cosas que le ocurrieron a él, todas las cosas que llegaban en mis cartas, que deseaba comentar conmigo hasta que dejaran de ser noticias. Su casa casi siempre estaba vacía y él, obsesivamente, la llenaba de libros, de luz, de música, de conversaciones. Y yo sabía que todo eso era cierto, pero que no era toda la verdad. Porque lo otro también era una realidad; sus amigos, sus viajes, sus amores y el éxito inesperado y súbito de ese raro libro que ha escrito y que los críticos aún no se cansan de elogiar. Todos aquellos años están fijos en los miles de fotografías que mamá iba pegando en su álbum negro con letras doradas, y que Honora llenó de inscripciones con su fina y cuidada caligrafía. Debajo de cada foto Honora copió lo que él había escrito en el dorso: Central Park, enero de 1944: Alejandro y unos amigos: la muchacha se llama Esther. Y Alejandro estaba con gabán y sombrero y una enorme bola de nieve en la mano enguantada. Esther, abrazada a él, es muy bonita. Los árboles todos parecen de cristal y todo el fondo es blanco. Y hay otra de ese mismo día en la que Esther está encima de Alejandro, los dos tendidos sobre la nieve y envueltos en ella. A mamá esa foto le pareció escandalosa y pasó mucho tiempo antes de que la pegara junto a las otras. Palisades Park, mayo de 1944: Alejandro y Georgette. El come un copo de nieve azucarada y ella una manzana envuelta en caramelo. Georgette es más atractiva que Esther. Agosto de 1944: Far Rockaway Beach: Alejandro, nuestro primo Ralph y Ruth su mujer. Alejandro, Beba, Carlos, Ángel y Cecilia en la sala del apartamento del 328 West de la calle 38. Esa fue su primera dirección. Beben cerveza en latas. A Raciel esto le pareció el colmo de la extravagancia americana. Septiembre de 1944: Uptown Manhattan: Alejandro en

un party en la casa de un matrimonio puertorriqueño. Alejandro en la boda de Cecilia Ruiz: de best man. Esa foto es de 1948 y a todos nos sorprendió su estatura y la elegancia de su porte. Hasta entonces nos parecía un adolescente, buen mozo, fuerte, saludable, pero a partir de esa foto Alejandro soportó todos los innobles excesos del ditirambo familiar y amistoso. Alejandro era el centro de nuestras conversaciones, de nuestros actos, de nuestras aspiraciones, de nuestros delirios. Nos conmovía su extraordinaria y viril hermosura. En público, los hombres y a veces las mujeres, constantemente nos corregíamos expresiones como: «¡qué buen tipo es!» o «¡parece un actor de cine!», o hacíamos uso de otras menos riesgosas buscando semejanza con unas de esas arquetípicas beldades masculinas de la familia, casi siempre abstractas. Y entonces Alejandro tenía los ojos del bisabuelo Octavio y la nariz de los Torralba y la boca de los Roble y el perfil de los Guerrero, y ambas familias se disputaban la mejor contribución a su físico. Sus valores morales rompían las hostilidades entre los Torralba y los Guerrero y la casa ardía hasta que llegaba una carta de él con igual cantidad de párrafos de la misma extensión para cada familia. Inmediatamente las relaciones se restablecían y la paz reinaba por algún tiempo. Las fotos del año 1945 suman unas cuantas decenas y las hay de Coney Island con dos muchachos dominicanos compañeros de clase. Alejandro en Rockefeller Center recostado a la baranda del ring de los patinadores: otoño. Lleva un suéter beige y una bufanda a rayas de múltiples colores, que desciende casi hasta sus rodillas. Alejandro en el mismo lugar en diciembre; detrás de él se levanta un enorme árbol de Navidad «regalo de los canadienses a la ciudad de Nueva York». Alejandro, ese largo verano (lleno de expectación entre la capitulación alemana del 8 de mayo y la capitulación japonesa el 15 de agosto), envió fotos ante la tumba de Grant, en mangas de camisa; en la terraza del Empire State Building con Elio y Mimina: «Tres camaradas.» A Ricardo no le hizo ninguna gracia esa fotografía; el estreno reciente del film en el batey le había puesto en la cabeza una fea y recurrente mortificación. Fotos de una excursión a Bear Mountain y otra alrededor de Manhattan, y estas estaban clasificadas de la siguiente manera: Hudson River abajo desde la calle 42 hasta Battery Park, y de ahí subiendo por el East River hasta el Triborough Bridge y por el Harlem River hasta la calle 220, y cruzando desde ahí frente a Baker Field y el Inwood Hill Park hasta el Hudson, y bajando el Hudson hasta la calle 42. Y todas esas fotos estaban llenas de luz y juventud y alegría, y mirarlas era como estar allí tomando cerveza en lata y comiendo rositas de maíz y emparedados de jamón y queso con su hoja de lechuga. Y en una foto estaba bailando con una chica bellísima de grandes ojos claros y pelo muy lacio y largo, en pantalones y suéter como los de él. Esa muchacha se llamaba Rita y le acompañaba en las fotos de todo ese verano. En una de esas fotos había un grupo de muchachos negros bañándose en la orilla del río Harlem. Y esa foto era como oír a Lena Horne cantando Stormy Weather, y mirarla me hacía recordar la mañana en que Alejandro se fue rumbo a Georgia y a Tennessee y a Kentucky, y todas sus cartas, cuando eran largas, estaban llenas de una dulce nostalgia, con un sabor a hot cakes de la tía Jemina con sirope de arce y mantequilla, a jugo de naranjas de California y a café americano, desabrido y claro como agua de borra, y entre líneas estaba todo el mundo triste y doloroso, agudo y desafiante de ciertos blues y spirituals y todo el

horror blanco de la cruz ardiendo y de los negros perseguidos por perros y de los negros ahorcados que cuelgan de la rama de un sicomoro, como la barba fantasmal del musgo español, pero meciéndose como un péndulo que anuncia el fin de siglos enteros de explotación y abandono y fe inútil y esperanza desesperanzada y crímenes y muertes. Y leyéndolas pensaba en la inocencia de esos seres que cantan y oran y obedecen. Negros con sombreros y Biblias, con corbatas y Biblias, con zapatos y Biblias y pianos y trompetas y saxos y Biblias. Negros con voces que perdieron los ángeles clamando por su Dios. Leyendo esas cartas que olían a magnolias y azaleas y hortensias y lilas en flor, leyéndolas, reafirmaba mi convicción de que la Biblia arrancaba de sus negras manos la tierra prometida. Entonces y sólo entonces deseaba ser la incendiaria que en mí pronosticaba nuestra envejecida sibila tía Clara. Pero la noche de las cruces encendidas era demasiado pavorosa y cruel para generalizarla. Había que sustituir la Biblia por textos de inspiración más eficaz: textos de una Nueva Jerusalén que armaran las voces tristes y espirituales de una protesta más fulminante y devastadora. Alimentaba mi pasión política con aquellas cartas y la razón de aquel viaje se cumplía en mí. Alejandro dejaba de creer en el maravilloso mundo suburbano del cine y los muñequitos; en la pequeña casa de dos plantas, con cortinas en las ventanas y lámparas de pie que se encendían para alumbrar la conversación, la reflexión y los sueños, sobre sillones forrados en cretona floreada; con una puerta frontal que se abre para que una mano recoja los pomos de leche y el periódico de la mañana; con cuartos decorados con gallardetes triangulares luciendo las insignias de un colegio o un team deportivo, y con retratos de deportistas y artistas de cine; con jardines y patios, y en los jardines el césped es verde y tierno y mullido como de lana o de algodón empapados en menta, y con canteros de begonias y petunias y anémonas y geranios, y en los patios, huertos minúsculos de legumbres bajo la sombra de un manzano o un peral: el mundo pequeño de Andy Hardy y Cuquito. Y también dejaba de creer en esas solitarias casonas guarnecidas por columnas que custodian portales y terrazas de un portentoso blanco en ruinas, a las que se llega por veredas escoltadas de robles y castaños de un tímido verde primaveral, de un vigoroso verde estival, de un fulgurante carmesí, dorado, violáceo, anaranjado otoñal y de un oscuro y desolado esqueleto invernal, pero que no eran una nostalgia de su corazón. Ver esas mansiones desde la fugaz ventanilla de un tren que sorprende la calma de los pastos, cuando atardece y el llamado de los pájaros se hace más quejumbroso, o verlas en la noche como luciérnagas que parpadean entre el ramaje de un gigantesco rosal, o en la madrugada neblinosa de azules, siempre solas en la inmensidad de los campos de algodón, arrancaron de su mente las últimas reminiscencias añorantes de las viejas casas de la familia, que en treinta años de guerra contra España desaparecieron, incendiadas por las propias manos de sus dueños, abandonadas para irse a la manigua, derribadas para construir con los despojos del antiguo esplendor otras más humildes que cobijaran nuevas descendencias destinadas a recuperar el país. De ese largo verano es la curiosa foto de Mimina frente a la Estatua de la Libertad (eso dice, aunque la gigantesca sombra que se proyecta sobre el suelo, y que parece la de un vampiro, es la de Alejandro). Y otra en Delancey Street junto a la tarima de un vendedor ambulante de corbatas. Alejandro tiene los brazos

extendidos como un crucificado y de ellos cuelgan docenas de corbatas: una con el grotesco dibujo de una mano blanca parece estrangularlo: tiene la lengua afuera. Esa foto también encontró dificultades con la censura familiar. Mamá la detestaba, pero no se atrevía a hacerla trizas. Y hay otra muy parecida, pero mucho más ingeniosa: parece un espantapájaros hecho con zapatos Tom McAnn que le cuelgan de las orejas, el cuello, los hombros, los brazos, la cintura, los muslos y las piernas: Elegguá aún por decidirse si ha de seguir los caminos de Tom, de Mac o de Ann. Recomienda a Rubén, Raciel y Ricardo, el uso de calzados Flor shame on you o Walk-Over and get rid of it, excelentes psicoanalistas para pies de dudosas inclinaciones. Trabajaba las tardes de ese lento verano en una sucursal de la firma Tom McAnn en la calle 42, el ombligo del mundo. Pero la foto verdaderamente deslumbrante es aquella en que aparece descendiendo las gradas de la Catedral de San Patricio del brazo de una divinidad hasta entonces por nosotros desconocida. Nunca supimos su nombre y decidimos llamarla Patricia. En las otras fotos hizo Rita her very successful comeback. A fines de agosto, terminada la guerra y las novenas a todos los santos, fieles y mártires de tía Clara, nos sorprendieron dos fotos escandalosamente obscenas. En una, su imagen se reproduce en un espejo de distorsión. Todo su cuerpo es una sola pieza, oscura, larga y lineal que se inflama en su parte superior formando un inmenso globo, como un lápiz con goma desmesurada o un hongo silvestre de tallo y sombrilla gigantescos. Los hombres identificaron una imagen más primitiva e indecente: el falo de un senegalés. En la otra, su cara se asoma por un hueco a la altura de la cabeza de un Trucutú de cartón de proporciones monumentales, con un espinoso garrote, colocado en una posición muy cochina, que golpeaba la cabeza de una aterrada mujer cavernaria. Esas dos fotos produjeron un verdadero escándalo; mamá las puso inmediatamente fuera de circulación y prohibió con mucha severidad los chistes que los muchachos hacían. Seis meses después encontramos en su álbum aquellas inverosímiles reproducciones, pero nadie se atrevió a hacer nuevos chistes o a repetir los viejos. En el otoño de ese año llegaron las primeras fotos de la ciudad tomadas por Alejandro. Así nos asomamos por primera vez al deslumbrante y misterioso mundo de las cosas neoyorquizadas. Alejandro poseía una extraordinaria habilidad para aislar las cosas del conjunto que las agrupaba, otorgándoles una universalidad simbólica. Un collar de diamantes, expuesto en una vitrina de la casa Tiffany’s no era una ronda de estrellas, ni una procesión de espléndidas gotas de rocío, ni la grosera metáfora lagrimosa de una novela radial muy popular a las dos y media de la tarde, que mamá oía puntualmente, sino algo que tiene que ver con lo desconocido, con el tiempo que limita la eternidad urdiendo la vida. Esas piedras cristalizadas eran, en sucesión, la implacable mirada del omnividente ojo celestial. Ante ellas, ante su luz de fuego, se develan y evidencian nuestras intimidades más secretas. No es posible eludir sus imputaciones ni tampoco recriminarlas, porque esas cosas, y este es sólo un ejemplo trivial, captadas por el lente de la cámara fotográfica de Alejandro —una vulgar Baby Brownie de la Kodak—, respondían a su voluntad de dotar de una vida mágica a los seres inanimados. Un reloj Longines, oprimiendo el pulso de una muñeca que arroja la mano en un ademán desdeñoso, era una señal admonitoria de la fugacidad de la vida, y la tablilla de horarios de los trenes suburbanos que entran cada cinco

minutos a las estaciones Grand Central y Pennsylvania, y parten con la misma puntualidad, era un Lasciate ogni esperanza, voi ch’entrate... La Trinity Church, cerrando el oscuro callejón de Wall Street... ¿Será misterio? ¿Será revelación y poder?... Tiene la forma de un búho. Las cosas dejaban de ser objetos materiales para ser objetos idealizados, y expresaban la estructura íntima de la mente de Alejandro. Recurría a ellas como medio de investigación acerca de su ser. Su preferencia por las cosas se basaba, según él, en que estas tenían que ver con la naturaleza. Eran una pura invención del espíritu humano. Por lo tanto, estaban más cerca del Ser que los objetos naturales. ¿Resultado final? Lo familiar se tornaba desacostumbrado, incluso el propio Alejandro, que en tres años, a partir de 1947, había cambiado más de veinte veces de dirección, relaciones, gustos. Pasaba de la casa de unos amigos nuestros, residentes en Estados Unidos desde los años veinte, que vivían en Saint Albans, Queens, a un apartamento del 410 West End Ave; de una atmósfera y vida completamente norteamericanas se trasladaba a un ambiente de inmigrantes latinoamericanos; abandonaba su afición a la fotografía, por seguir a algunos amigos de su misma edad que se empleaban en bancos y oficinas, aspirantes a un aumento de sueldo, a un apartamento, a un carro de último modelo y a un viaje cada dos años a sus respectivos países, empleaba los sábados por la noche en la conquista ocasional de una muchacha de su misma raza que conocía en el Broadway Casino o en el Havana-Madrid, y que al día siguiente acompañaba al Teatro del Mar a ver una película de Cantinflas o de Libertad Lamarque. De esa época es su profunda amistad con Karl, un joven puertorriqueño (Carlos Martínez), y otro joven, el chileno Lenz, amistades que mantuvo por muchos años y a través de todos sus repentinos y sucesivos cambios. Alejandro abandonó sus estudios universitarios. Sus cartas eran cortas, casi notas en las que nos informaba de su salud y de los trabajos que desempeñaba. Eran unas líneas rápidas, nerviosas, «escritas de pie, en una estación del subterráneo, mientras esperaba el tren que me llevaría al trabajo o de regreso a casa». Continuó enviando algunas fotos y nunca faltaron los regalos para la Pascua de Resurrección (Easter’s Day), que en Nueva York se celebra con un desfile «a la última moda» de ropa, calzado y sombreros de estreno, extravagantes y lujosos, y las familias y amistades se obsequian mutuamente; para el día de las Madres, para nuestros cumpleaños y para Navidad. En el batey festejamos las bodas de Rubén con María Eugenia y las de Ricardo con Silvia. En casa nos íbamos quedando Raciel y yo con los viejos, cada vez más separados de nuestras actividades familiares. Mi filiación al Partido también me fue separando de algunas amistades. Por primera vez mis ideas políticas, al hacerse activas, me crearon problemas, pero nunca fue más resuelta mi convicción en la causa que defendía.

En los primeros meses de 1949, Alejandro escribió sus mejores cartas. Llegaban semanalmente dirigidas a mí. Escribió otras al resto de la familia, pero las mías eran extensas, sinceras, lentas, y de una belleza sólo comparable a algunas páginas de su libro. Vivía en el Village entre «snobs, diletantes, amateurs, charlatanes y exhibicionistas», pero también entre la gente que en aquella ciudad de cieno, alambres y muerte habían conservado su inocencia, su ingenuidad y encanto. Todo aquel Quarter era como una feria, como un circo, el Juego de niños del viejo Brueghel. Vivía solo, leyendo, oyendo música, yendo al teatro, a las galerías, a los cines de arte: una vida de «exilio, ocio y conversaciones» en el Museo Metropolitano de Arte y el Museo de Arte Moderno, los claustros, parques, cafés, parties, restaurantes, bares, las calles del Bowery y China Town, Harlem y Sutton Place, y por todo el Riverside Drive cuando florece la forsythia y el Hudson sigue arrastrando en sus aguas toda la suciedad del mundo y toda la tristeza. Hablaba poco de sus amores con una negra cantante que se llamaba Letty, pero aquella pasión y la literatura consumieron los últimos restos del Alejandro en traje de etiqueta, el best man de la boda de Cecilia Ruiz, que conmoviera tanto nuestra vida provinciana. Nosotros nos habíamos acostumbrado a pensar y hablar de Alejandro como si fuera un dios, y revelar el contenido de aquellas cartas admirables hubiera sido algo que jamás me hubiesen perdonado. Preferí que su inestabilidad emocional, la vulnerabilidad de su carácter, fuera considerada por los demás como un sólido deseo de acumular vivencias. Se admiraban de la rapidez con que él decidía positivamente sus inclinaciones, con un insospechable dominio de sí mismo. Preferí quedarme con su intimidad, y que los otros conservaran esa imagen de equilibrio, integridad y confianza propia que le atribuían. Creo que un escritor tiene poca o ninguna intimidad. Los despojos de algunos momentos y palabras, defendidos con gran celo, los pone en el papel y, súbitamente y sin posible recuperación, pierde la escasa reserva que guardó en su memoria. No podía creerle aquello de estar como muerto. Cuando lo dijo, me pareció una más de sus impertinencias de lenguaje, pero en ese momento la gallina entró, cacareando, y se arrinconó contra la nevera. No quise verla y me volví a atizar las brasas en el fogón. No quise concederle ningún significado especial a su llegada, algo que pudiera corroborar la supersticiosa predisposición de Alejandro para transformar en un acto mágico la más insignificante coincidencia. Entre los dos, aquel triste animal determinó el curso de nuestra charla. Para él una gallina era el símbolo de la vida, de la creación. Mirándola, me dijo que se sentía muy solo. Protesté. Rehusó mi mirada. Mi soledad era mucho más grande que la suya. Y estábamos tan solos porque los dos sólo servíamos para recopilar hechos aislados, sin relación y sin sentido. ¿Qué sabía yo de él, qué sabía él de mí? La soledad siempre prevalece en cualquier tipo de relación, y nosotros no éramos distintos a los demás. La gallina nos miraba desde su rincón, como si supiera que esta vez yo no la espantaría. Podría quedarse allí hasta que escampara. Alejandro sentía una incomprensible aversión hacia los animales. ¿Por qué ese respeto, casi veneración, a las gallinas? De niño las alimentaba, las cuidaba, construía casas y corrales donde alojarlas. Un hombre de pocos dioses, de preferencias limitadas, pero con una obstinada fidelidad a los recuerdos. Alejandro identificaba las cosas

con sus emociones, casi siempre con las primeras que sintió en la infancia. Su fruta predilecta era el anón, porque mamá los prefería, y no faltaban en la mesa para el desayuno tan pronto maduraban. Mamá había perdido una hermana, la menor, y de la difunta conservaba un bolso de mostacillas azules. No sé cuándo Alejandro lo vio por primera vez, pero desde el momento que lo tuvo en sus manos, aquellas diminutas cuentas azules le sedujeron de tal forma que, cuando se le permitía verlas y tocarlas, pasaba horas enteras ensimismado, contemplándolas. Como aquel no era un objeto que pudiera interesarle a un varón, mamá lo dejaba jugar con el bolso sólo cuando insistía, prometiendo hacer todo lo que se le mandase (y Alejandro era un niño bastante obediente), o cuando estaba enfermo. Su otra pasión eran las palabras. No recuerdo a nadie que hiciera mejor uso de ellas. Confeccionó un diccionario de palabras compuestas por él entremezclando las sílabas de los sustantivos, adjetivos y verbos. Era una delicia oírle recitar un poema de Martí, en esa jerigonza inentendible. La religión más difundida y con mayor cantidad de adeptos en todo el batey y sus alrededores era el espiritismo. Uno de sus juegos consistía en diseminar por el suelo de la veranda un paquete viejo y sucio de naipes, cerrar los ojos y leer la buenaventura siguiendo con los dedos los trazos de las figuras impresas en las cartas, «cosa de gitanos de circo», o imitar a un médium en trance, pronosticando el porvenir, pues el pasado era cosa sabida y a nadie podía interesarle. Jugaba solo, pero en sus juegos yo y esas obsesiones de su fantasía estábamos siempre presentes. Mamá estaba con tía Clara en casa de los padres de Sergio, y Aurora en la plaza. Me hubiese gustado hablarle de Sergio, me hubiese gustado decirle cuánto nos amábamos y el terror en que vivimos los últimos cinco años. Sergio pudo irse a la Sierra, pero yo no lo dejé. Lo convencí de que nuestro lugar estaba aquí en el batey. Si nos íbamos, ¿a quién podíamos responsabilizar con nuestro trabajo? No se trataba de vender bonos ni recolectar dinero. Ya eso lo habíamos hecho por años, inútilmente. Se trataba de organizar a los trabajadores, prepararlos para la hora en que una huelga, un paro general, sirviera para consolidar la lucha y conducirla hacia donde nosotros creíamos que debía ir. Pero tampoco quise hablarle de eso, porque Alejandro, en ese tono irónico de su voz, me hubiese preguntado que si todavía deseaba remontar el fabuloso Río de la Luna en busca de Sabanas, como él llamaba al mundo de mis «fantasías», y con una ráfaga de palabras insolentes hubiese resucitado a Stalin, momificado e incinerado, «para que no queden vestigios de sus huesos crueles». No pudo ocurrírseme otra cosa que preguntarle por su vida en Nueva York, y él entendió mi pregunta como un modo de evadir otros temas, mi vida, la situación del país, mi desinterés por su literatura, por su vida personal, y el silencio en que dejé sus últimas cartas. Luis entró sofocado, chorreando agua y yo me apresuré a preguntarle: —¿Cómo está Sergio, qué han sabido? No reparé en el temblor que le sacudía la boca y el cuerpo. —Está mal —contestó. —¿Y por tu casa? —Peor —fue su respuesta.

Hubiese querido que Alejandro comprendiese cuánto me dolía ese dolor, pero él miraba el dibujo que las patas enfangadas de la gallina trazaron sobre el piso. Me volví a remover el arroz con leche, automática y lentamente. —Pensé ir por tu casa ahora por la mañana —le dije a Luis—, pero parece que no quiere escampar. —Sí —dijo. —¿Qué dice la carta? —pregunté. —Que se muere. Y Luis bajó la cabeza para llorar. Yo no tendría el consuelo de las lágrimas. Me puse a echar en la fuente el arroz con leche. Cuando volví a mirarle toda la tristeza y la compasión del mundo estaban en sus ojos, y quise esquivarlas pretendiendo no haber entendido y a la vez queriendo disculpar su tristeza. No pude ofrecerle el arroz con leche que todavía humeaba en la fuente y busqué sus ojos que estaban fijos en la gallina atemorizada. El animal parecía estar muerto. En los ojos de Alejandro algo se había muerto, algo detrás de las lágrimas, algo en la fijeza con que miraba la carta que Luis le dio a leer, estrujándola. Algo que fue lo último que dijo y yo no entendí, porque lo dijo entre dientes, como «sabe Dios», como una oración, aunque sus ojos no eran los ojos del que ora, eran como otra cosa, como lo que él dijo entonces y que yo no volveré a repetir. —¿No vas a comerlo? Él no me respondió. Apresuré a disculparme: —Está caliente. Más que una disculpa, aquello era un ofrecimiento, y sentí que algo me golpeaba en la frente y el corazón o en cualquier otro sitio donde esté el alma. El mismo golpe que sentí cuando él dejó en las manos de Luis la carta y, sin besarme, salió al patio. Me quedé frente al fogón, sintiendo cómo las lágrimas no me aliviaban, cómo aquel golpe se repetía siempre en el mismo lugar, siempre con mayor fuerza... —¿Qué van a hacer? —Es mejor que se quede allá, estará mejor atendido y no sufrirá —dijo Luis. La gallina cacareó asustada y echó a correr hacia el patio. Luis salió detrás de ella. Permanecí frente al fogón, pensando en la inutilidad de todo aquel dolor, en lo inútil que puede ser la muerte y todo lo demás; pensando que cuando trajeran al muerto yo podría besarle las manos y la frente, podría llorarlo, podría pensar en él, ir todos los domingos al cementerio del puerto o de La Chorra, donde estaría enterrado, podría llevarle flores sabiendo que él estaba allí, bajo la tierra con los muertos, con todos los muertos de la tierra, bajo una tierra de enero eterno a diciembre eterno, aquí y allá, en todas partes, donde están los muertos, en el mar y en el campo, en las montañas y en las selvas, en los ríos y en los desiertos, como millones de pájaros y flores, de peces y flores, de insectos y flores, de amapolas y nomeolvides y geranios y siemprevivas y jacintos y nomeolvides y orquídeas y siemprevivas y vicarias y nomeolvides parasiemprevivo, para siempre, parasiemprenomeolvidesvivo, vivo en un torbellino de música, de himnos y banderas, de fusiles y de pólvora, vivo en el monte donde se es libre, donde se pelea, vivo en el batey parasiempre luchando entre los vivos, sabiendo que estás aquí y en el cementerio donde yo iré todos los domingos con nomeolvides y siemprevivas, mientras esté viva para verte, para oírte, para hablar contigo,

Sergio, pero el otro, el que se fue, Alejandro, el vivo, el que escribe esas cartas, está como muerto y a él no podré visitarle, ni hablarle, ni ofrecerle mi dulce de arroz con leche.

19 My City, my beloved, my white! Ah, slender, Listen! Listen to me, and I wi ll breathe into thee a soul, Delicately upon the reed, attend me! Está muy bien que el viejo Ezra haya creído eso y que inmediatamente rectificara su ditirambo. También ellos necesitan crearse una imagen hermosa del mundo en que viven. Está bien y es bueno que así sea. Now do I know that I am mad For here are a million people surly with traffic; This is no maid, Neither could I play any reed if I had one. ...Maid with no breasts... pequeña hermana que no tiene pechos: ¿qué haremos con nuestra hermana, si de ella se hablare? Arpía y Doncella; mitad ángel, mitad grifo: sirena. I am mad... this is no maid. Si quieren, pregúntenle a Paquita. Me duele, me irrita, sufro al decir su nombre. Era una chica inteligente y bella y de no ser por los ataque epilépticos hubiera sido una mujer de extraordinaria, incomparable belleza. Pero su mirada había perdido su esplendor y su hermosa boca había asumido un rencoroso y triste pliegue que le ensombrecía el rostro. Ella era amiga de la casa y para las fiestas de Navidad y Año Nuevo, el cumpleaños de doña Jacinta y Easter’s Day, venía cargada de regalos para todos, discretamente vestida, casi elegante. Paquita vivía en la calle 78 entre Columbus Avenue y Central Park West. Vivía en un apartamento que Nikos Nikephoros —Nick— pagaba. Conjuntamente con el alquiler, Nick pagaba las cuentas del teléfono, electricidad y gas. Desde la cama atendía sus negocios, controlaba ciertos clientes y distribuía órdenes a sus muchachos; odiaba la oscuridad y sin cesar solicitaba de Paquita una taza de café turco, caliente, amargo. Lo demás: ropa, comida, tintorería, cosméticos y las mil y una necesidades de una casa y una mujer, ella se las procuraba, sentándose en la barra que está frente a St. Nicholas Arena y saliendo, cuando ya se había tomado media docena de scotchs on the rocks, con algunos «pretendientes que insistían en casarse con ella». Nunca supimos cómo Paquita se encontró con Nick. Arturo nos contó algo, pero eso es otra historia y el mismo Arturo no está totalmente seguro de que su Nick sea el Nick de Paquita. Dennis dice que no puede ser otro y Jemi está completamente convencida de que lo es. Quienquiera que sea, Nick era un gángster. Él la levantó en la barra de St. Nicholas. De eso nadie tiene dudas, aunque Paquita haga y diga lo indecible, lo inasible por confirmar lo contrario. Lo cierto es que él pagaba una renta costosísima y otros gastos para pasar un día a la semana con ella. Fue Hiram quien obtuvo los datos más exactos. Lizzie nos proporcionó otros detalles... «Era un hombre difícil, exageradamente caprichoso. Paquita más de una vez me contó sus relaciones con él (y Lizzie se quejaba de no tener la suerte de Jemi

—una madre que no escatimaba en proporcionarle todos los gustos—, ni de Paquita que había dado con ese hombre fabuloso de Nick). Impecable, esa es la palabra. Ni en las películas los hay como Nick. Y a mí no se me engatusa con una buena presencia. El traje hará al mono, pero al hombre lo hacen otras condiciones, las menos evidentes. Un hombre de pies a cabeza. Es una lástima que las cosas no hayan funcionado como él esperaba. Yo no la culpo, pero Paquita tiene demasiados remilgos que perjudican, sobre todo a una mujer en su posición. Complacer a Nick puede considerarse como una deliciosa, encantadora autocomplacencia. Yo no la critico, ella es como es y qué se le va a hacer. Enliada en amores de adolescentes. Eso es León, un adolescente, un muchacho grande que la gamuza de los botines y el suéter de estambre abultado hacen más grande. Bueno, confieso que siempre la envidié hasta ahora que está en esa cama; la pobre, desfigurada como un cuadro moderno, futurista, una de esas cosas que pintan ahora y que se llaman naturalezas muertas o episodios de la guerra. De mí sí que no podrá tener quejas. Para amiga, yo. Lástima que mi mala suerte impidiera que yo le hubiese conocido primero. De todos modos, nunca me miró. En fin, eso que le pasó a ella, a mí jamás, pero jamás me hubiera sucedido. Cualquier cosa es mejor que tener que fletear en esas barras que huelen a orina, a colchonetas de un cuarto de hotel de tercera o cuarta clase... está bien, décima clase, total, da lo mismo, en un buen colchón es posible que se demoren más, pero también cabe la posibilidad de que se queden dormidos y una pueda zafarse de la mugre de esos cuerpos que desconocen una bañadera, y escurrirse hasta la puerta sin despertarlos. En los líos que me metí cuando era una novata, amateur, esa es la palabra. Entonces yo llevaba interiores completos: panties, ajustadores y refajo, hasta el día que tuve que correr por un corredor de hotel, helado como la misma muerte, y soltar en las escaleras todos esos trapos, huyéndole a un italiano que supuraba como un... cualquier cosa, no importa la metáfora, supuraba... como una rata bubónica, esa es la palabra, bubónica... Ja, ja, ja... qué tonta era, ¡pero qué tonta!» Y uno tenía que aguantarse todas y cada una de las peripecias de Lizzie. Su larga peregrinación desde Flatbush, cuando era una chica ingenua y decente, de buena familia, en una casa donde nunca faltaron las cortinas de gasa en las ventanas, y el linóleum de la cocina, imitando el parquet de la sala, relucía como un espejo, tanto, que en días de mucho sol se reflejaban sobre su superficie los muslos de las mujeres; desde allí hasta los bares de la calle 46 y la calle 78. Se negaba a ir más lejos de esa calle. En Manhattan subir más allá de esa zona era descender vertiginosamente. Dejaba para la vejez la vuelta a Brooklyn, si antes su mala suerte no la rendía, internándola en el Bellevue Hospital o en el Medical Center. Todo lo demás era territorio que ella se prohibía. Lizzie demoraba hasta el final de sus rodeos por toda la sala, buscando un cigarrillo, un fósforo, la pitillera y la boquilla siempre extraviadas, la historia de las relaciones entre Paquita y Nick, que comenzó siendo el entremés de sus conversaciones y terminó siendo una demi-tasse de café caliente, tinto y sin azúcar, después de haber sido el main course y el postre. La última vez que se la oímos había pasado a ser el coñac, pues no la dijo hasta que, de pie y en la

puerta, nos despedíamos. La de esa noche, por ser la más minuciosa y rica en detalles y observaciones, es la que mejor recuerdo. Nikos Nikephoros, por la época en que Paquita lo conoció, tendría unos cuarenta años, tal vez menos. Era un hombre alto y fornido de hombros y pecho. Se apreciaba entre sus hombres, compinches, secuaces y clientes, de ser el más apuesto. Su rostro, bien rasurado, transparentaba una sombra azul que le confería a la palidez de la mejillas cierta elegante vi rilidad. Sus ojos eran negros y vivaces, ligeramente oblicuos, sombreados por largas y negras pestañas. Llevaba el cabello lacio y negro, echado hacia atrás, y su dentadura bien merecía figurar entre las pocas que sirven satisfactoriamente a un buen anuncio de un dentífrico. Poseía las maneras de un gran señor y la discreción y el buen gusto de su atuendo eran impecables, tal vez un poco demasiado convencional para un hombre que se impone con rigor una total distinción personal. Siempre andaba acompañado de uno o dos hombres, que le seguían disimuladamente y que jamás se acercaban a él en público. Olía a lavanda y al incomparable aroma de habanos expresamente elaborados en La Habana para su consumo individual. Ni siquiera los más cercanos de sus camaradas, a quienes Nick respetaba sin menoscabo de su autoridad, compartían este especialísimo gusto. Las excelencias de un buen habano sólo congeniaban con una personalidad singular. Malgastarlas entre improvisados diletantes era como arrojar margaritas a los cerdos o algo peor. Sus manos pulcramente acicaladas lucían un rubí engastado en platino que él sacaba con extremo cuidado de su anular izquierdo cuando hacía el amor, porque a un hombre en la cama le basta con sus adornos naturales y él había sido obsequiado por la naturaleza con excesiva generosidad. Hablaba poco, en voz baja y serena. Sentía verdadera aversión por los diminutivos y las palabras humildes que, según él, denotan inseguridad o compasión. Tomaba poco. Un trago era suficiente para conducir una conversación erótica o cerrar una transacción. Ese era el Nick que en el Hickory House o en The Improvisation hacía su entrada majestuosamente. El que Paquita conocía en la intimidad de aquel apartamento de la calle 78 era otro. Nick sólo venía una vez por semana a verla. Anunciaba su visita con un día de antelación para que la muchacha arreglara las cosas de acuerdo con sus instrucciones. Su devoción, casi fanatismo, por ella, descansaba en el simple hecho de que nadie la aventajaba en disciplina y orden. No conocía a nadie de disposición tan flexible, ni ánimo tan despierto. Paquita aprendía, inmediatamente y con una rapidez asombrosa, la lección semanal, que él jamás repetía. Eran impromptus de su fabulosa imaginación erótica, olvidados tan pronto concluía el imprevisible ceremonial. El apartamento era un templo totalmente pintado de blanco. Los muebles, las alfombras, las cortinas, los utensilios de cocina y hasta el teléfono eran de un blanco pecaminoso. Las flores y los adornos también lo eran. Paquita lo esperaba con el baño preparado. El agua templada a una temperatura exacta, que ella medía con un termómetro, burbujeante de sales perfumadas, en el verano, y en el invierno perfumado con aceite de rosas. Nick se sumergía en el baño tan pronto llegaba a la casa. Paquita esperaba delante de la puerta cerrada hasta que Nick, con un corto y casi inaudible silbido, le pedía la blanca toalla, que ella le entregaba por encima de la cortina. Luego le ofrecía la bata de seda roja; después, las chinelas de la misma seda y suelas de badana.

En el cuarto, Nick inspeccionaba las sábanas. No toleraba la menor arruga, ni una mancha, por muy imperceptible que estas fueran. Y se tendía sobre la cama, como un rey, como un dios. Antes de llegar a la casa, Nick pasaba por las manos de su barbero, su manicura y pedicuro. La cama era un altar y en ella él esperaba toda clase de ofrendas. Otro corto y casi inaudible silbido y ella aparecía, deslumbrante en sus ajustadores y pantaletas de encaje rojos. Perfumada, el cabello suelto sobre los hombros. El tampoco había visto jamás a nadie con aquella piel, que el encaje sonrojaba. Paquita, a un simple movimiento de un pie de Nick, lo llevaba a sus senos, frotándose los pezones con el talón, mordisqueándole suavemente los dedos. Nick retiraba el pie y permanecía inmóvil, distante, indiferente. Inmediatamente, ella comprendía que en esa ocasión sus manos y su boca deberían permanecer inactivas. Sus senos y sus cabellos serían la sola ofrenda a ese cuerpo que esperaba impasible. Y ella hacía cuantos equilibrios le eran posibles para despertar la carne tiránica de aquel varón implacable, y su pelo fragante se deslizaba sobre el vientre y los muslos del hombre, en pausado círculo, saltando por encima del sexo que se erguía desafiante. Otro movimiento de Nick, y correspondía a los senos realizar la operación anterior, comenzando por colocarle un pezón en el ombligo; esta vez el trayecto a recorrer se extendía hasta los pies. Nick era sagrado. Eso era su cuerpo, cada zona, cada porción del mismo, y ella no podía, no debía provocar la inmediata cólera del macho ensoberbecido; tampoco podía permitir su indiferencia. Tenía que mantener alertas sus senos y pelo para que no decayera el interés en la única parte viva y anhelante, de orgullosa testa y cuerpo firme que vigilaba con su único ojo-boca cada uno de los movimientos rotativos de los extenuados pezones por la fatiga del lento y largo viaje. Sus cabellos se agitaban, se confundían, se enmarañaban hasta que un movimiento de Nick le avisaba que en un momento exacto y sin demora, los senos y la cabellera, conjuntamente deberían cubrir el airado, frenético, insolente ser que iba a descargar contra ellos toda su furia, en un torrente de fuego líquido. Media hora después, cuando ella le había servido dos o tres tazas de café turco, amargo, y Nick había hecho varias llamadas telefónicas a sus secuaces y clientes, se reanudaba la acción. Para ella una larga y cruel batalla en la que todas las partes de su cuerpo tenían que debatirse y rendirse a un solo contrincante en el cuerpo ajeno. Esa vez Paquita estaba autorizada a usar sus manos, sus pies, sus muslos, y aún así el combate se hacía más arduo y lento. A la tercera vuelta, a ella se le permitía el uso total de su cuerpo, exceptuando el sexo. Alguna vez, al principio de aquellas contiendas, aquel deseó compartir la lucha, pero Nick se lo impidió con una brutalidad aterradora. Paquita era una experta equilibrista, trapecista, amazona, tragaespadas, comefuego, maga y vedette, cuyo adiestramiento la calificaba para participar en el más riesgoso y exigente de los programas. Al atardecer de aquel día, el rey parecía rendido, el dios satisfecho, y mientras tomaba su taza de café turco, amargo, y hacía sus llamadas telefónicas, la muchacha se bañaba y preparaba el baño para su protector. Nick se despedía sin besarla, casi sin mirarla. Ella nunca recibió una sola caricia de aquel hombre que dejaba sobre la mesita de noche un espléndido regalo. Joyas que ella temía usar; nunca las consideró de su propiedad.

Y cada semana se repetía el mismo, diferente, imprevisto ritual, que Lizzie relataba con inescrupulosa envidia, con impúdico celo. «Un hombre como esos que ni las novelas más atrevidas, ni el cine clandestino, ni las revistas seudocientíficas exhiben. El marqués de Sade le hubiera dedicado 69 jornadas interminables. Pero Paquita, queridos, había nacido en un modesto hogar de “Meyágues” y eso, guapos, se paga. Lástima que yo sea una mujer que fascina y enamora a la mala suerte. Un coleccionista de escombros... ruinas es la palabra. Ruinas. Un obstinado arqueólogo de despojos humanos... esa es la palabra exacta, despojos. Y ella, una empedernida adolescente, con una inconcebible pasión por las películas de colores y los cuentos de hadas. Detrás de un príncipe pobre y mutilado. León no era otra cosa, dulzura, no era más que eso un gigante con cara y corazón de niño, de niño enfermo. No es que yo quiera quitarle a la cortesía su valor o viceversa...» Tan pronto Nikos Nikephoros abandonaba la casa, ella corría escaleras arriba hasta el último piso y se arrojaba en los brazos, la boca y el sexo del otro, que durante toda la noche hasta el alba se comportaba como Paquita con Nick, pero con un Nick apasionado, enloquecido, voraz. La alfombra, los muebles, las paredes y el cielo raso del apartamento de León eran testigos de las escenas de amor más enternecedoras y ardientes. Se amaban. De eso, nadie que los viera en la barra del Fanny’s, en el cine Thalia, a lo largo de la ribera del Hudson por el lado de Riverside Drive, cruzando el Washington Bridge hasta la costa de New Jersey, en un restaurante o en cualquier calle del centro, podría dudarlo. Era hermoso verlos mirarse a los ojos, las manos entrelazadas y la cabecita de aquella criatura de mágica belleza frotándole el brazo, el pecho, en público, sin inhibiciones ni exhibicionismo. Esos amantes que se extasían en la mutua contemplación y sonríen como niños sorprendidos en una travesura, con un poco de vergüenza y otro poco de miedo. León Bliztein era el tipo de joven intelectual, ausente pero atento, delicado pero firme, dulce y fuerte. Alto, rubio, de penetrantes ojos negros en un rostro de huesos bien trazados y piel transparente. Lizzie no hacía otra cosa que demostrar su profunda y desesperada envidia, cuando decía que Paquita recurría a León porque Nick jamás le permitió satisfacer los ardores de su sexo. Y se maravillaba de que Paquita necesitase la compañía del otro, cuando complacer a Nick era una deliciosa, encantadora autocomplacencia. «Es una loca, una loca de remate. No saben ustedes las luchas, las sangrientas batallas que me costó convencerla de que Dan era el hombre que en tales circunstancias le convenía, un verdadero príncipe, solvente y todo, con un contrato permanente con el Gobierno de los Estados Unidos. Vivía en Alexandria, en una casa de dos plantas, patio y jardín, rodeada de todas las comodidades y algo más, entre gentes que desconocen que hay un mundo que siempre huele a colchonetas sudadas, orinadas, enfermas, y a italianos bubónicos, no quiero ni pensarlo, despreciar esa lujosa oportunidad, lujosa es la palabra, es cosa de locos, de loca de remate. En fin, hijos, ahora ella es feliz... bueno, exagero... ¿pero a quién con cuatro dedos de frente se le ocurre creer en algo tan inmaterial como la felicidad? Loca, hijos, loca... ustedes se acuerdan cómo llegó a esta casa. Aquello no era mujer, era un retacería. Durante tres semanas nunca supe por dónde alimentarla, no tenía en la cara, en la cabeza,

un solo orificio que la inflamación no hubiese cegado. Ella podrá ahora ser lo que es y decir lo que quiera decir, pero para amiga, yo. No es que ella sea ni diga nada malo, es un decir. Al menos, es una chica bastante agradecida, nos escribe y cuando pasan por Nueva York no dejan de venir a vernos... ese hombre enloquecido con ella... Si ustedes supieran, a mí no me gusta mucho juzgar a las gentes, pero Paquita, sospecho, esto es sólo una sospecha, sabía, quiero decir, conscientemente fascinaba a los hombres. A Nick con su paciente flexibilidad, a León con ese aire de desamparo e inocencia que la seguía por todas partes y en cualquier circunstancia, y a Dan con aquella reticencia y melancolía que le produjo la convalecencia. Parecía no ser de este mundo, ni de ningún otro, por supuesto. Siempre he pensado que a mí también me sedujo su dulzura y esa cualidad tan rara en las mujeres: Paquita es una tumba, las confesiones y los secretos que ha oído y guarda son un tesoro...» Pero Paquita era bella, sí, lo era, de una belleza extraña y dolorosa, que animaban una sonrisa y una voz angélicas. Era alguien a quien la belleza se le otorgó por añadidura. Si no hubiera tenido los ojos avellanados, como dos almendras, y las negrísimas pestañas, hubiese sido bella; si no hubiera tenido la tez mate y límpida, de seda, ni la boca granate, generosa, fresca, ni los dientes duros y resplandecientes, ni las cejas arqueadas, ni el óvalo de la cara casi perfecto, ni sus manos, ni sus piernas y pies, ni sus senos, cintura y caderas, si sus brazos no hubieran sido largos y torneados como sus piernas, y sus muñecas no hubieran sido finas, ni sus tobillos delicados, si ella no hubiese tenido el color y la abundancia de una cabellera que se ondulaba grácilmente, aún hubiese sido bella, porque su belleza era un conjunto de equilibradas proporciones, una luz, una gracia, un donaire y un espontáneo, natural encanto que la diferencia de todos los seres imaginados, inimaginados. Nos quedamos esperándola toda la Nochebuena. Doña Jacinta y Jemi estaban verdaderamente preocupadas. Paquita jamás faltó a ninguna fiesta familiar, tradicional, ni siquiera las tantas veces que se sintió enferma, amenazada por los ataques epilépticos que ya no la sorprendían y que ella, no se sabe por qué rara facultad de sus nervios, casi controlaba sin correr grandes riesgos. Era como un aviso, nos decía, y entonces buscaba la compañía de alguien, preferentemente de Lizzie, Jemi o doña Jacinta. Tampoco apareció por la casa la mañana de Navidad. Doña Jacinta empezó a desesperarse, maldecía el misterio que rodeaba la vida de esa pobre criatura. No teníamos un número de teléfono dónde localizarla, tampoco sabíamos dónde vivía. Lizzie se encontró con Jemi a la salida de RKO de la calle 83 y, comentando la desaparición de Paquita, se enteró de que vivía en la calle 78. Pero Lizzie ignoraba el número del edificio. En el St. Nicholas, Hiram hizo sus pesquisas, Arturo en el Blue Pidgeon, y Jemi preguntó por toda la calle 78 entre Columbus Avenue y Central Park West. Nadie la conocía, nadie parecía haberla visto jamás. Jemi regresaba a la casa defraudada, y la desesperación entre madre e hija y en nosotros, crecía, ahogándonos la garganta, nublándonos la razón. «Falta esa casa de ladrillos rojos y ventanas de cristales calobares. Son apartamentos de lujo. Paquita no podría permitirse esa extravagancia. De todos modos estuve, pero encontré la puerta de la calle cerrada y el superintendente andaba fuera.» Eso decía Jemi. Y concluía: «debe estar en el Bellevue Hospital, o tal vez se ha fugado con alguien...»

Hiram no descansaba. Teníamos que encontrarla. Paquita era una muchacha enferma, desamparada, sola. No podíamos dejarla a su buena suerte. Un día se vuelve contra ella y adiós Paquita... para siempre adiós. Llegué a sospechar que Hiram, en silencio, la amaba. Y no me sorprendí. Sin Paquita nuestras fiestas no lo eran. ¿Y qué iba a pasar con los pretendientes que siempre quieren casarse con ella? ¿Acaso alguno la había convencido? Nada sabíamos de la existencia de León. No pudimos imaginar que Nick Nikesphoros pudiera interesarse por una chica como ella. Arturo conocía a Nick, de vista, decía, pero nunca se hubiera atrevido a acercársele. Nick era un hampón. Fuimos por la tarde. Encontramos al super en su casa. Hiram le describió a Paquita. El hombre se quedó pensando. Luego dijo que si era un caso de gravedad, serio, él la localizaría. Nos pidió que por favor no fuéramos a comprometerlo. Nos dijo que el apartamento estaba arrendado por Mr. Comnenos y que él no quería líos en su edificio. El hombre abrió la puerta. La casa estaba vacía, asquero-samente blanca y vacía, pero en el hall que conduce al dormitorio, encontramos una enorme mancha de sangre reseca. Recuerdo mi terror. Recuerdo la palidez del rostro de Hiram. Recuerdo sus palabras. A Paquita le habían matado. Paquita estaba muerta. Posiblemente enterrada, sin nombre, ni fecha, ni epitafio. Tasajeada, incinerada, desaparecida. Viéndolo no me cupo la menor duda de su secreto amor por ella. Entramos al cuarto. Sobre la cama, una grotesca deformidad de carne y pelos, yacía. El hinchado amasijo respiraba. Nos acercamos horrorizados. Recuerdo que deseé volver la cabeza para no enfrentarme a aquella odiosa, triste, ensangrentada piltrafa humana. Hiram, inmediatamente, gritó que había que llamar a la policía, que había que buscar un médico. El viejo, oyéndolo, anonadado, logró reunir suficientes palabras como para impedir que Hiram continuase gritando. El bulto sanguinolento trató de mover la cabeza, de abrir los bordes de algo que alguna vez fuera una boca, pero no pudo. El viejo le dijo a Hiram que había que sacarla inmediatamente de su casa. El viejo temblaba de miedo, Hiram de ira. Creí que Hiram iba a golpearlo. El viejo le suplicaba con los ojos aguados que por favor no complicara más las cosas. Hiram le dijo que él iba a hacer lo que creía prudente. Esa mujer estaba aún con vida y había que salvarla. El viejo le dijo que él tenía que comunicarse inmediatamente con Mr. Comnenos. Hiram le dijo que al primer gesto de su mano por tomar el teléfono, se quedaba sin ella. Yo no sabía qué hacer, qué decir. Los hombres estaban discutiendo acaloradamente en una jerga inentendible cuando Jemi y Lizzie irrumpieron en la estancia. Jemi corrió hacia donde Paquita se encontraba. Lizzie y el viejo intercambiaron unas largas miradas y un silencio aniquilador. Lizzie, sin permitir que nadie dijera otra palabra, nos ordenó a todos alzar aquel bulto humano y conducirlo hasta su automóvil. Lo demás fue transportarla hasta casa de Lizzie. Cuando llegamos, ya el Dr. Meyerbeer estaba esperándonos. Al salir del cuarto nos dijo que hiciéramos absoluto silencio y que la dejásemos descansar. Lizzie y el médico conversaban en la cocina. Hiram y yo fuimos por las recetas. Paquita, tal vez (confiábamos en su buena suerte), sobreviviría. Tres meses después se sentó en la sala. Era la muchacha más dolorosamente triste que habíamos visto en nuestras vidas, pero hablaba y en su cuerpo no había ni el menor rastro de

aquella grosera, asquerosa deformidad de carne y pelos que encontramos en el blanco templo de Nick Nikephoros. Lizzie le tenía prohibido salir. Nosotros pasábamos horas enteras acompañándolas en esas largas noches en que Lizzie salía a confundirse con el olor de las colchonetas sucias y la mugre de ciertos cuerpos. Metáfora que ella usaba para definir su situación. Pero que no era más que eso, una fea y vulgar metáfora, porque los contactos de Lizzie eran mucho más sofisticados y elegante. Esto no quiere decir que fueran menos asquerosos, menos degradantes. «Si no fuera porque siempre hay esa noche en que las estrellas confluyen para regalarle a una una porción de su luz, y un muchacho joven y hermoso se extravía en una barra de Times Square o de la calle 72 y una, generosamente, olvidando que hay que pagar la renta, comprar vestidos y comer, se reconcilia con la vida, sería mejor ingresar de una vez y para siempre en el Bellevue Hospital. No todas tenemos la suerte de Paquita.» Y entonces contaba la historia de la noche en que Nick Nikephoros, uno de sus compinches que se llamaba Erich y una muchacha griega, llegaron al apartamento de Paquita, pasada la medianoche. Nick jamás permitió que nadie que no fuera él entrara en su cegador templo de blancura. A Paquita la sorprendió que Nick la despertara golpeándole suavemente las mejillas. Era la primera vez que él se aventuraba a tocar otro cuerpo que no fuera el suyo propio. Le dijo que con él estaban unos amigos. Paquita se arregló y salió a recibirlos. Nick esa noche lucía muy raro. Sacó de un gabinete de la sala una botella de vodka, otra de whisky y otra de ginebra. Fue a la cocina por vasos, hielo y aceitunas. Preparó unos tragos, vertiendo un poco de cada botella en los vasos, después sacó de un bolsillo una cajita de metal y puso en cada vaso un polvo blanco. Brindó por muchas cosas y vació el vaso de un solo trago. Los demás le secundaron, menos Paquita. Sirvió más y más tragos, y la mínima cantidad de aquel polvo aumentaba en los tragos sucesivos. Estaban borrachos, endrogados, bestializados. Nick entró al baño y salió envuelto en su roja bata de seda. Anunció a sus amigos que Paquita iba a hacer una demostración de sus peculiares habilidades. Ella estaba aterrorizada, llena de vergüenza y asco. Erich le dijo que después de la primera demostración, su Daisy, que era un as de espadas, mostraría su aplicación. Paquita rehusó el primer gesto de Nick para que ella se tendiera sobre la alfombra, Daisy, rápidamente, comenzó a desnudarse. Erich también. Paquita se aferró a los brazos del sillón y con la cabeza, los ojos y la boca le dijo a Nick, suplicante, que no lo hiciera. Nick le arrojó la bata a la cara y le gritó que si ella no empezaba inmediatamente a desnudarse, Erich y Daisy lo harían por ella, porque él jamás tocaría esa carne de perra. Paquita se puso de pie. Dijo que iba al baño y regresaría enseguida, pero sus pasos rápidamente la condujeron a la puerta. Erich, Daisy y Nick se abalanzaron sobre ella, derribándola. La trajeron al centro de la sala y Nick le dijo que ya que a ella no le gustaban los machos de verdad, ahí tenía a Daisy. Los hombres le sujetaron las piernas y los brazos y Daisy empezó a desnudarla. Paquita forcejeaba inútilmente. Daisy trató de besarle la boca y Paquita le escupió la cara. Daisy la abofeteó y Erich le pateó el vientre. Después Nick, Erich y Daisy, los tres simultáneamente, o por separado, poniéndola de pie, sentándola en un sillón, lanzándola al suelo, hicieron de su cuerpo todo lo que imaginaban, consultando entre ellos las más viles ocurrencias,

y mientras dos hombres la poseían, Daisy le tiraba del cabello o le hacía cosquillas en la planta del pie, o le doblaba los dedos de la mano, y la dejaban llena de saliva, de semen, de contusiones, mordidas y whisky, vodka y ginebra que arrojaban sobre su cuerpo para lamerlo, riéndose a carcajadas. Terminaron orinándose y Daisy hizo terribles esfuerzos por defecar sobre ella, sin lograrlo. Cuando fueron a dejar la casa, los tres se turnaban para proporcionarle el golpe más duro y donde más doliera. Nos inquietaba pensar cómo había sido posible que León, viviendo en el mismo edificio, jamás se hubiese enterado de las relaciones de Paquita con Nick. «Es como una tumba, incapaz de repetir lo que oye; imposible arrancarle una confesión. Lo que sabemos de ella es lo que yo, después de quince años de íntima amistad, he podido sacarle. Me aterra pensar en lo mucho que Dan sufrirá a su lado, aunque estoy convencida de que él sólo se interesa en el cuerpo de esa rara mujer que es Paquita, y con las lecciones que obtuvo de Nick, debe ser insuperable.» Y Lizzie nos acompañaba hasta el elevador y nos decía adiós como si no fuera a volvernos a ver. Hasta la noche que súbitamente cerró el apartamento y, sin esperar a que su mala suerte la rindiera, se fue de vuelta a Brooklyn... La puerta era, en el momento de su llegada, demasiado estrecha y baja, porque venían cargados de regalos, los más finos y caros, comprados en las tiendas más exclusivas de Washington y Nueva York. Detrás de ella, Dan aparecía. Paquita, con la espalda, hacía sonar el timbre de la puerta y cuando la abríamos soltaba una carcajada que era un grito, el lamento de un elefante moribundo camino del cementerio. Pero a nosotros nos parecía el grito de un pájaro en celo, de ágil y vertiginoso vuelo. Y todo el hall quedaba obstaculizado con el cargamento santiclausdiano. Ella y Dan saltaban como caballos sobre los obstáculos y caían en nuestros brazos, llenándonos la cara de besos y palabras felices. Luego comíamos y tomábamos, hablando todo el tiempo, mientras esperábamos la Nochebuena, la Navidad, la noche de San Silvestre y la mañana de San Manuel. Paquita durante esos días, esas horas, esa eternidad momentánea, cantaba y bailaba y se reía sin cesar, en casa y en la calle, en las visitas a Lizzie, a Lyn, a Hiram y a Gerald, a Carmela y Gregorio, sus amigos más viejos y fieles. Algunas veces llegaba hasta el Village, donde Arturo y Eduardo vivían en un studio apartment lujosísimo. Paquita era como un framboyán boricua, sus ojos encendidos y la estridencia de su risa, fúlgida, centelleante. Cuando nos quedábamos solos, en un momento en que su risa y sus ojos y su voz reposaban, ella nos contaba su vida en Alexandria. Las amistades de Dan: políticos, diplomáticos, hombres de negocios y algún que otro artista. Los paseos en auto y a caballo; las compras en las tiendas de lujo, las recepciones y su visita semanal a Mrs. Dalloway, una viuda millonaria que había perdido a su único hijo en la guerra. El servicio de plata de la familia Dalloway, el mayordomo augusto y los criados corteses y discretos. Mrs. Dalloway se pasa la tarde diciéndole que es la criatura más encantadora y sincera que ella ha conocido. Admiraba la corrección del vestir, la sencilla elegancia de Paquita, vestida de oscuro, negro o azul marino; trajes de dos piezas, de líneas rectas, solo adornados por un collar de perlas o un broche de rubíes, o una pechera de encajes crema o blanca, o de un tenue azul gris o gris azul.

Y una tarde cualquiera, cuando menos lo esperábamos y sin que nadie lo notara, porque lo habíamos olvidado o queríamos olvidarlo, Paquita desaparecía sola y sola regresaba tarde, después que Dan nos había dicho un centenar de veces que la había buscado por todos los lugares, llamando a todas sus amistades; fingiendo preocupación, tormento, angustia. Se paseaba por la sala y los corredores continuamente, diciendo que en cualquier momento lo iban a llamar del Bellevue Hospital o del Medical Center para informarle que su señora había sufrido un ataque epiléptico en la calle o en un taxi. Siempre decía lo mismo, pero no llamaba a nadie, ni salía de la casa, ni tomaba un trago hasta que Paquita regresaba con la cara y las manos y los pies entumecidos, temblando de pies a cabeza y se arrojaba en los brazos de «su Dan», sollozando desesperadamente. A la mañana siguiente, muy temprano y sin despedirse, regresaban a Alexandria y dos semanas después comenzaban a llegar sus cartas, relatándonos un siniestro episodio cotidiano. Había encontrado una rata en el sótano, o una cucaracha en la despensa o un mosquito le había picado en la pierna y convalecía del envenenamiento que le produjo la picadura. Dos veces al año, Paquita y Dan nos visitaban y dos veces al año la puerta reducía su tamaño y el hall se obstaculizaba por los regalos, y nosotros caíamos en sus brazos y les llenábamos la cara de besos y palabras felices. Dos veces al año, pasados el día Primero de Año y el cumpleaños de doña Jacinta, Paquita y Dan desaparecían, siempre de mañana, siempre en silencio y sin despedirse.

20 Cuando se abrió la puerta, tú me señalaste la entrada, haciendo una grotesca genuflexión, medio humana, medio animal, imitación de saltimbanqui y perrito amaestrado. Reparé en el asombro, en la consternación que te causó verme aparecer. Los otros, a fuerza de atender el juego, habían dejado apagar los cigarrillos, y la pequeña interrupción que produjo mi llegada les permitió encender otros. De repente, la mesa se transformó en un momentáneo altar. Cerillas y fosforeras se apagaron, y el humo de los cigarrillos se extendió por la espaciosa y cálida sala. Me fijé en todo lo que se hallaba delante de mí, velado por esa capa de vago azul que ascendía, estacionándose bajo el cielo raso y, en su oportunidad, hablé, indistintamente, de todas esas cosas, esperanzado en ocultar el nerviosismo que provocó en mí tu súbita presencia. El juego estaba muy avanzado para participar en él. Creo que eso fue lo que me dijiste. Nadie nos presentó. No supe tu nombre hasta que el partido se extinguió y las cartas quedaron amontonadas en el centro de la mesa. Entonces me vi obligado a revelar mi intromisión en la sala. Hube de notar que los que estaban allí reunidos, con excepción de Lenz, no me tenían por conocido. Fue aquella la primera vez que nos vimos, la primera vez que oí tu nombre. Aquellas reuniones casi secretas sirvieron para comprobar la confianza que aún Lenz me tenía, pero nuestra antigua intimidad, perdida, no era recuperable. Karl me pidió que le acompañara a casa de Lenz. Habíamos sostenido una larga conversación sobre sus dificultades económicas. Lenz, esa mañana, le habló del partido de póker, invitándolo a que probara su suerte. Trabajaban juntos hacía varios años: primero en una fábrica de sombreros femeninos en la calle 38, luego en un hotel y después en el New York Athletic Club. Debía a Lenz todos sus ascensos, desde el bus boy a office clerk. Karl necesitaba resarcirse del dinero que había perdido jugando la noche anterior. Lo animó al juego la esperanza de aumentar sus ingresos. Las propinas en los últimos meses habían mermado y acababan de nacerle mellizos idénticos. «Varones», decía, con cierto aire de superioridad. «No tuve suerte, la muy cabrona es como una mujer que sabe que uno la busca por necesidad.» Esa tarde había cobrado y en casa de Lenz los puntos eran fuertes. Cuando ya estábamos frente a la puerta arguyó que el día le había sido demasiado adverso para insistir. Sin permitirme reflexionar en su favor, bajó las escaleras, desapareciendo. Tú estabas en la puerta solicitando mi entrada. Te seguí sin dirigirnos la palabra. Ya estaba dentro. Nos sentamos muy cerca el uno del otro. Pronto entablamos amistad. En la mesa, seis hombres, acodados y silenciosos, seguían las contingencias del azar o del no menos probable cálculo. Silencio que interrumpían con bruscas y cortantes palabras: «mi resto», «trío de reinas», «espero», «voy fuera», ¿«qué tienes»?, «muéstrame lo tuyo, pagué para verlo», o con juramentos dichos entre dientes y sin ánimo de ofender. Con Lenz había que cumplir las reglas: comer mucho, beber poco y hablar menos, o de lo contrario, y en esto era terminante, no había juego. De la mesa surgían, a veces, murmullos que luego se articulaban en palabras y algunas veces en carcajadas. Lenz hacía uso de su fino sentido del humor. Más

de una vez les vi pasar frente a nosotros camino del baño. Reaparecían con el rostro fresco y los cabellos alisados, y se nos acer caban para intercambiar unas palabras, casi siempre las mismas, acerca de los planes para cuando terminara el juego: «¿Tienes algún party adónde ir?», «¿conoces dos chicas que se aburran en sus casas?», «¿qué les parece si nos echamos unos cuántos tragos luego?» Se dirigían a los dos, como si a mí me hubieran conocido de toda la vida. Volvían a la mesa, de puntillas, como quien entra a una iglesia, a un hospital, a una funeraria o a una sala de teatro, ya comenzado el primer acto. Me impresionó mucho oírte decir que emigrar a los Estados Unidos, cualesquiera que fueran las circunstancias, no tenía nada de extraordinario; que lo verdaderamente extraordinario hubiese sido quedarse a vivir en nuestros países. Con esto parecía que dejabas aclarada tu posición. Estarías en Nueva York el tiempo que considerases prudente, aprovechándote de las mil ventajas y oportunidades que esta ciudad ofrece (tengo una carta tuya donde refutas estas posibilidades). Karl había dicho lo mismo un millar de veces, sin resultado práctico. Hacía diez años que estaba en Nueva York y aunque no se sentía en nada obligado, comprometido, con la ciudad, mucho menos con el país, sus responsabilidades de índole personal le sujetaban a ella. Entablamos una pronta amistad. —¿Vives solo? —me preguntaste. —Aún no lo sé, acabo de llegar. He pasado tres meses fuera... —Yo también llegué anoche —dijiste mirándome—. Esta vez, creo volveré a vivir solo. Estas palabras despertaron una dolorosa evocación en mi alma. —Yo también —dije en un impulso de confidencia. —¿También? Nos miramos extrañados. Enrojecí, molesto. —Conozco bien un centenar de personas, pero necesito hacer algo que exige soledad. Sin embargo, lo primero que hice al llegar fue salir en busca de Karl, seguirle hasta aquí y quedarme. No sé qué razón pueda tener para seguir en el hotel, cuando pude encontrar hoy mismo otro lugar donde alojarme. Tampoco sé por qué vine si no tenía la intención de jugar. —Yo tampoco —dijiste y ambos sonreímos. No sabías qué te trajo a aquella casa de la calle 64 entre Broadway y Central Park West. Habías conocido a Lenz la noche anterior. Un grupo de viejos amigos te invitaron a un baile de coronación de la reina de un certamen de belleza organizado por una sociedad latinoamericana. No sé qué poderosa convención te obligaba a destacar los atributos peculiares de la joven dama, y su evidente preferencia hacia tu persona. Yo, lejos de avergonzarme, de resentirme, me sentía contento, casi feliz de estar a tu lado. Me hubiese sido difícil imaginar otra persona de tan vigoroso atractivo. Nadie me pudo haber causado mayor simpatía, ni despertado tanta admiración (estaba temblando y por un momento mi corazón había dejado de latir). «No he venido para renovar tu viejo encono, nada tengo en contra tuya. Si de algo me has convencido es de nuestra amistad concebida como un ideal.» En ese momento había cedido a la dicha que un joven solitario siente al comprobar que hay otros jóvenes en su misma situación, y que la soledad es una vieja compañía. En ti no encontré un

sucesor, alguien que continuara mi lucha de aquellos años, sino a un compañero. Aún hoy pienso que entre nosotros había algo más que la similitud de caracteres, intereses e inclinaciones, aunque las reiteradas disputas seguidas de arduas reconciliaciones pudieran basarse en la falta de comunicación, de comprensión verdadera. Ignoro por qué al hablar de esa muchacha tratabas de mostrar que en ella había un interés muy especial hacia ti: ignoro si querías conmoverme o provocarme. Tampoco sé qué involuntaria distracción me condujo a relacionar tu conversación con una página de una revista ilustrada que la aeromoza puso en mis manos, tan pronto despegó el avión rumbo a Nueva York, hacía solo veinticuatro horas. En la lámina, una muchacha de infatigable voluntad me inducía, lo reconozca o no, a equiparar mi inestabilidad con la firmeza del azar. «UD. SI PUEDE PASAR UNAS VACACIONES EN MONTECARLO.» Su atuendo y tocado, propios para la ocasión, estaban ridículamente afectados por una corona y un cetro de excesivo brillo y tamaño. El cetro señalaba obscenamente el vórtice de la ruleta. Pensé en las hadas, y me sobrecogió un sentimiento pueril de identidad con el joven, que, a su lado, no sin fatiga, codiciaba las inconstancias de la suerte. «Hada, querida hada, conviérteme en gato... conviérteme en perro... conviérteme en león... conviérteme en hombre...» La bolita estaba detenida en una casilla triangular de color rojo con el número 30. Aduje que la confrontación cabalística de hechos y fechas, era el resultado de una supersticiosa afición por las coincidencias. Podía tratarse de una lápida, cuya inscripción se había borrado, salvo la fecha de fallecimiento, exactamente la misma del día y el año en que nací, o de una puerta, cuyo número corresponde a la fecha en que por primera vez se abre ante mí, o cualquier otra cosa. Pero en ellas yo creo escuchar una voz que hace de solo y el eco de otras muchas que le siguen haciendo de coro, y que dicen: «Omnes fugant. Novissima necat.» «¡Pon! —gritó el gigante, y la gallina puso un espléndido huevo de oro—. ¡Pon otro! —y cuantas veces el gigante gritaba estas palabras la gallina ponía un huevo de mayor tamaño y esplendor.» La ruleta giraba y giraba y giraba. Era la noche del 30 de noviembre. Lo que no se me ocurría eran las razones por las cuales yo permanecía en aquella reunión, pese a todo lo anteriormente dicho. Oí con perplejidad los argumentos que expusiste para dejar a tu solícita reina en su casa y regresar al centro a encontrarte con algunos amigos. Avión azafata, revista modelo, Nueva York Hada. ¡Ada! No creo haber escuchado a nadie que hiciera una descripción tan pródiga en detalles: menuda, frágil, a thing of beauty, ¡oh bardos, asístanme!, pálida y secreta, mínima, sí, como las constelaciones y el azahar, rostro intransferible de Lila cuando anochece y su mentón delicadísimo es el camino a su boca, a sus ojos grises, verdes, azules, violeta, como el horizonte de un país infinito que aún no he recorrido, antiguo, melancólico, remoto. Todos tus argumentos eran, si no falsos, mezquinos. Haber hecho un viaje desde un extremo a otro de tu país, y luego hasta Nueva York; cumplir con los requisitos y disposiciones legales de las oficinas de inmigración, cuarentena y aduana; recoger tu equipaje, cerciorarte de que estuviera en orden; tomar un taxi que te condujera a un hotel de la ciudad; localizar a unos amigos con quienes cenaste; acompañarlos luego a un baile; todas las molestias e inquietudes

padecidas a lo largo de ese extenso itinerario cumplido cabalmente eran, en mi consideración, razones irrefutables para concederle el tiempo, aún por iniciar en tu nueva vida, a ese encuentro no programado con una muchacha conversadora y ágil, suave y con deseos de ser grata. La orquesta sincronizaba adecuadamente su ritmo al que fluía en su cuerpo, ceñido al tuyo, la cabecita regia en tu pecho, las manos entrelazadas, los pies siguiendo los pasos que marcabas, lento. Y la voz, contándote un invierno de las islas, rápido, fragante, en una casa grande que miraba al mar. Los danzantes fueron disminuyendo con la música morosa del fox, y descubriste que Ada (nunca sabrás en qué momento) había dejado de ser una reina ocasional, abandonando, en un rincón cualquiera de la gran sala en penumbra, su corona de falsas piedras y las sandalias de cristal sintético. Sus afeites se habían borrado con tu cara. Había dejado de ser una visión. Pudo haberte demorado el amor. Olvido la búsqueda supersticiosa de las sandalias, olvido tus rodillas temblorosas cuando, reverente, las calzaste a sus mínimos pies, olvido tus manos abrochándole la capa que ceñía su cuello en la calle nevada. Pudo haberte demorado el amor, pero unos amigos te esperaban en el centro y hacia ellos acudiste. Lo demás era esa sala llena de humo, vasos por vaciar y sobras de comida grasienta y pastosa con una capa de salsa de tomate helada. No sé qué peligrosa convención te impulsaba, te obligaba a recrear en aquella sala los pormenores de la noche en que Ada, inocente, era incluida como una pieza más en un lote al remate de una subasta de nosotros mismos. Querías dejarlo todo en claro. A partir de ese momento se harían inevitables otros futuros encuentros, tal vez más de los necesarios, hasta empujarnos a esas puertas que se abrían y cerraban para alojarnos en toda la ciudad, y entre cuyas paredes íbamos a compartir cama, mesa, ropa, alegrías y penas, pero con la presencia de Ada, conscientemente impuesta en cada uno de nuestros actos. Querías dejarlo todo bien aclarado. Si Ada estaba junto a nosotros, nos comprometía a un tratamiento mutuo de amabilidad y convenido respeto que nos distanciaba elegantemente (tu preocupación por las maneras es casi obscena), sin que ninguno de los dos se sintiera ofendido. Ada era nuestro ángel de la guarda o nuestro perro en guardia. «Todo lo que se sustenta de la Tierra está bajo la vigilancia del Sol.» Tú elegías la circunstancia y el motivo de cada acción nuestra, dilucidando previamente su objeto. Porque relacionarse con Ada era algo tan elevado como estar relacionado contigo, y, por medio de ella, con nosotros. «Hada, querida hada, conviérteme en tierra, conviérteme en cielo, conviérteme en Dios.» Y Ada, como un dios colérico, me devolvía a mi elemental condición de ratón medroso. No era Ada, Salvador, no era yo; eras tú quien urdías con el rigor de Helena la red intrincable que nos separaba, atrapándonos, que nos juntaba, disolviéndonos. Todo eso y lo demás que ahora sabes, yacía oscuramente en ti. Te oigo exigirme la lengua del réprobo, el testimonio que documente el juicio de los supersticiosos, la sentencia del crédulo, la condición de los que instituyen el dogma. Te veo activo convenciéndote de la necesidad de luchar contra los transgresores donde no queda ley para ti, que aún conservas el espíritu de los clásicos.

Los jugadores se pusieron de pie, Aria all’unisono, retirándose de la mesa. El juego había expirado. Lenz me presentó a los demás con su extrema cordialidad, de tal modo, que olvidé disculpar a Karl, a quien —me enteré luego— habían esperado hasta muy avanzada la tarde. El anfitrión sobresalía por su talento humorístico. El grupo estaba compuesto por jóvenes entre los veinticinco y treinta años, empleados de oficina en compañías aéreas y navieras, agencias de embarque y hoteles: de la raza blanca, de evidente ancestro europeo, solteros, clase media seudoprofesional, de estatura alta, entre los 5 y 10 pulgadas y 6 pies. En conjunto y por separado formaban una linda estampa... «he aquí que tú eres hermoso, amigo mío». La charla se diversificó entre bromas, chistes y confesiones ordinarias. Aria di bravura. Hablaron de ir al centro. Aquellos jóvenes insistían en creer que aquí reina la igualdad. ¿Cómo convencerlos de lo contrario? En el hotel Taft había un baile con Machito and his Afrocuban Boys. Me atrevería a decir que no bailaban bien porque les falta instinto. Todos o casi todos hablaban al mismo tiempo, con voces altas y gruesas y cierto acento lánguido y cantarino, que yo distingo como rioplatense —montevideano o porteño—, Lenz es chileno. Mi juicio fue bastante acertado: 2 argentinos, 2 uruguayos, 2 chilenos — uno nacionalizado. Primero y en tropel desfilaron junto al teléfono, luego por el baño. Te oigo hablarle a Ada en voz muy baja, temiendo que alguien se acercara al teléfono mientras hablabas. Vuelves a mí: «¿Por qué no vienes con nosotros. Haré que te diviertas, conozco una chica que te va a gustar.» Tu cara me pareció más familiar. Sentí una sensación nueva, la conciencia de una relación distinta. Rechacé la invitación al baile. Era más sencillo renunciar que aceptar la fatiga de una expedición a caza de Beatrices y Julietas. Fingí una aparatosa urgencia de ver un film que había olvidado y que lo ponían en un cine a dos cuadras del lugar en que estábamos. Disputaban sobre todas las cosas. Por lo regular, las discusiones me extenúan, pero hubiese querido, igualmente, protestar contra la excesiva indecisión. Comentaste haberte comprometido con Ada, ella te esperaba en el vestíbulo del hotel. Caminé hasta el cine de Broadway y la calle 66. No recuerdo el título del film, ilustre por su irrealidad, que años atrás me fascinó. Entré a una sala oscura. Reconocí en la voz de los protagonistas la propia voz de mi corazón. I must be going now... What made you think of coming to live here?... I like the house... A lo largo de la historia hay escenas intencionalmente crueles: los amantes, al reconocerse, comienzan a ser otras personas, transformándose en otros totalmente distintos a lo que en realidad eran. Eliminada la monstruosa deformación facial del héroe, producto de una acción bélica, y la simpleza rústica de la muchacha que ha descubierto el mundo onírico, doloroso, de su trágico amante, eran dos criaturas de belleza, sensibilidad e imaginación excepcionales. «Nosotros no amamos como aman los demás. ¿Qué sentimientos pueden surgir de seres que han desaparecido?» I like the house, that’s why I came to live here... Y se entregaban a la ferviente contemplación de sus nuevos rostros, prefiriendo soñar (¡con qué ilusión!), a una

comprensiva vivencia de los sueños. No creo que ninguno de los dos se tuviera presente, sino que amaban en sí mismos su propio amor. Busqué un cigarrillo, busqué un fósforo. Mis dedos encontraron en esa búsqueda un pedazo de papel, cuidadosamente doblado, con tu nombre, dirección y teléfono. Recurrí a otras imágenes, no sólo al pasado de aquellos desdichados personajes, sino al de su ámbito y tradición, y desconfié de las posibilidades futuras de dicha de ese encuentro fundamentado en el engaño. Lejos de destruir el oscuro dominio de las apariencias, edificaban un muro que les aislara de la curiosidad ajena. En esa soledad los dos se deleitaban en la belleza conscientemente fingida de sus nuevos rostros, que el amor no podría cambiar. En eso consistía el juego: no admitir la verdad. Salí del cine sin terminar de ver el film, no niego que un tanto desconcertado. El amor no podía ser eso, no podía ser así. Anduve sin rumbo hacia Columbus Circle, hacia Fifth Avenue, bordeando el parque. En aquel ostentoso y casi ofensivo edificio de la esquina, que tanto me gustaba, vivía madame Costello, rodeada de amigos distinguidos. Recordé sus frecuentes y suntuosas soirées, la elegancia, la belleza, el casi exclusivo gusto de sus amigos por las palabras, las buenas maneras y ese raro don que poseen algunos, la inteligencia. Las luces de su ventana me llenaron de nostalgia y remordimiento. Recordé su cama y su cuerpo, la mirada irónica, snob, humana, y su lamentable vocación poética. Herminia no creía en el amor, al menos en esa clase de amor que auspiciaba el film. Herminia creía en los cuerpos jóvenes, hábiles o ineptos, pero frescos y ávidos. Recordé todas las veces que vi entrar la mañana por su ventana abierta, para que las estrellas, o el sol, o la tiniebla, la lluvia o la nieve participaran en sus ritos eróticos. No conocí a nadie que se entregara al amor con igual abandono. Me detuve en la esquina para ver a los que andaban solos. No encontré en todo el trayecto, desde Broadway hasta la Quinta Avenida, una pareja que me produjera un entusiasmo irracional, el entusiasmo erótico que pudiera comprometer mi soledad. Leí el papel repetidas veces. Pensé que te escribiría una carta. Lenz se había comprometido conmigo para inquirir en su trabajo si había alguna vacante. Mañana, me dije, volveré a su casa. Tal vez volvería a encontrarte. De todos modos escribiría esa carta. «Querido Alejandro: a pesar de no estar hoy en una de las mejores disposiciones psíquicas (o físicas) para escribirte, lo hago pues es imperdonable ya que deje pasar un solo momento sin contestarte. Tu carta me dio todavía un poco de tu presencia, y gústete o no, se la enseñé a cuanto bicho viviente le pudiera interesar (desde luego, me refiero a personas que no conoces, que no te conocen). ¡Qué ausencia de respeto para las intimidades, te dirás...! Pero estoy seguro de no haber actuado mal pues no hago más que continuar, mediante la exhibición de tu carta, tu propio modo de ser, que es sencillo y directo en cuanto a mostrarte, a expresarte o producirte tal como eres. Esto no quiere decir que yo opine que no poseas el pequeño don o arte de la intriga, de la astucia o de la habilidad; pero eso en ti no es lo esencial. Creo, ciertamente, que eres un individuo realmente sencillo, que hay en ti naturalmente ingenuidad, un don espiritual de frescura (acaso de candidez), una genuina vida juvenil que se te sale por los poros, a pesar

de toda tu experiencia, madurez, etcétera. Todo eso, y tu falta de innumerables prejuicios, hace que seas una persona indefensa, desamparada... No te asustes... Observo en ti una de las cosas que dice un amigo a distancia, puesto que no me conoce. Este dice que son los prejuicios «sistemas defensivos», ideas a las cuales nos agarramos en busca de «seguridad psicológica». Y siendo así, el hombre carente de ellos es vulnerable, tanto porque él siente más las cosas como porque está más sujeto a los ataques de la estupidez ajena... Añade mi amigo que «un hombre que ama es peligroso para la sociedad». Para precisar, la sociedad basada en «el yo», en la codicia, en el afán de poder, de acaparamiento de cosas, de sensaciones, de conocimientos, de éxito, la sociedad que compra o arrebata, que violenta o corrompe —y que está compuesta por nosotros mismos, que es nosotros mismos—, esa sociedad que se rige por eso (por lo cual en cierto modo nos regimos nosotros también, mientras no nos liberemos), esa sociedad considera peligroso al que echa a un lado sus valores reconocidos, aceptados aún por una mayoría... El que ama no respeta su círculo de noria y de alguna forma ella lucha por encerrarlo, por encuadrarlo. Cuando no lo hace en un manicomio o en una prisión, podrá hacerlo en un matrimonio, en una rutina oficinesca, en un enredo personal... Creo que tú eres un amante de la belleza, es decir, un poeta. Y que este sentido no te llega sólo a través del libro, de la forma, de lo regimentado, sea cual fuere la regimentación de que se trate, escuela o tendencia, sino que ese amor es una cosa profunda en tu vida y que, por ello, tú eres y serás su víctima, aunque también puedes ser su conductor victorioso... Quizá un día puedas lanzar el grito del triunfo definitivo, el canto jubiloso de la vida, frente a los bordes mismos de la muerte... Quizá un día puedas derrotar tu miedo (podamos derrotar nuestro miedo), trascenderlo, soltarnos de todo lo que es atadura, sistematización, espíritu mezquino, ilusión... Acabar de darnos cuenta que no somos distintos, ni del aire, ni del fuego, ni del odio del tigre, que viven en nosotros el rayo puro de la estrella, la fina seda del ala de los serafines y somos uno mismo con la duradera fijeza del sol, con el inmenso universo que se alza y se destruye, o más exactamente, que une y separa sus elementos, que los disuelve y torna a concretarlos, que hace la forma y destituye la forma, y que siendo solo y uno y eterno y siempre igual a sí, a través de los millones de cambios y de las a cada instante nuevas transformaciones, nosotros también somos él, él es nosotros y no podemos sustraernos a esa terrible y maravillosa existencia. Somos una parte pequeña y perecedera, pero también acaso infinita y eterna, que a pesar de su aparente contingencia es esencial porque todas las partículas hacen el Uno y, sin una sola de ellas, este Uno no podría ser igual a Sí mismo... Nosotros somos una parte viviente (acaso somos también Un Todo visto limitadamente), una parte que tiene su propio papel único e insustituible en el juego de El que se desdobla para conocerse y amarse a sí mismo. Un abrazo, Salvador.»

21 Y tendrían que recordar a Julián López. Es posible que ella no lo haya olvidado. Aleida presume de una excelente memoria. Además, Julián formaba parte de nuestros mitos. Julián era un triunfador, un héroe legendario. Alguien a quien se le admiraba por sus victorias. Había sobrevivido a todas las grandes nevadas, a la depresión de 1929 y a los angustiosos y renovadores años treinta. Eso de las grandes nevadas no era un chiste, porque Emilio Ruiz había muerto de una pulmonía doble en el primer invierno que estuvo en Nueva York. Cosa que causó gran roña entre la gente de Deleite. Julián era de La Chorra y esto también le concedía mayor prestigio; averigue usted por qué, pero así era. La Chorra era un central más antiguo, fundado por cubanos. Puede que sea esta la razón por la cual ser de La Chorra permitía que sus pobladores se consideraran dotados de una ciudadanía más legítima; eso para los chorreros; pero nacer y vivir en Deleite significaba la responsabilidad de luchar constantemente contra la intromisión extranjera. Si eras de Deleite eras cubano en perenne rebeldía, cubano en armas... Julián había emigrado a los Estados Unidos en 1918, casi un muchacho; en su primera visita al batey trajo un carro de último modelo, una sonrisa de insuperable satisfacción y la seguridad del conquistador. Entonces se casó con una muchacha de San Manuel, un poblado ilustre por su soberbia, que prefirió sepultarse en la leyenda de una pasada prosperidad a ceder sus terrenos a la empresa norteamericana. Triste ilusión. San Manuel como toda la comarca pasó a manos norteamericanas, pero su gente se jactaba de ser libre, aunque mendigaba un salario temporal, de zafra, a la compañía. En 1940, Julián y su mujer Edelmira regresaron al batey, jubilosos como unas pascuas, hablando con un raro acento que no era el bastardo decir de los que debilitan las erres, acentúan impropiamente las palabras o cambian el género de las cosas. Hablaban con mayor propiedad y lentitud que nosotros. Pronunciaban todas las eses, como Jorge Negrete y Gloria Marín, aunque no cantaran hablando, como ellos. Esa vez Julián y Edelmira bajaban y subían a un automóvil convertible, rojo, con capota crema. No podríamos negar que fueran gente bien, amables y extremadamente cariñosos. Querían por la ausencia, por las despedidas y la distancia. Algo que aprendimos luego. Gentes con la memoria en el corazón. Vinieron porque el padre de Julián estaba enfermo de gravedad. En su casa las cosas no andaban muy bien. En el batey, tampoco. Julián tuvo que hacer varios viajes a Tunas en busca de algunas mercancías que era imposible conseguir en el batey: la leche condensada escaseaba, las frutas forasteras y la gelatina habían desaparecido. Julián, hablando con papá, dijo: «Lo cierto, Ignacio, es que dondequiera que uno se halle, la plata es tan necesaria como la salud...» Esta observación se nos hacía confusa, tratándose de un hombre que derramaba prosperidad económica por los mismos poros. Sospechar otra cosa era concederle proporciones descomunales a nuestra imaginación. Julián simbolizaba el éxito feliz. Si Edelmira nos parecía un poco deprimida, y esto también era una sospechosa conjetura, podíamos atribuirlo a sus largos años de matrimonio sin

hijos, o porque, seguramente, vivir separada de la familia le resultaba demasiado doloroso. La primera vez que estuve a visitarlos, tuve que subir hasta Hamilton Place. Vivían entre el Hebrew Orphan Asylum y el College of the City of New York. Un oasis entre el convulsivo Harlem y el Broadway agónico desde la calle 133 hasta la calle 145, en el que los López se refugiaban de una algarabía antillana cada vez más estrepitosa: apuntadores de bolita, tramitadores de affidavits que garantizaran visas de residentes, garroteros, choferes de ocasión para ir al aeropuerto, superintendentes de edificios que alojaban ratas y cucarachas con la misma promiscuidad y en cantidades superiores a los inquilinos de numerosa progenie y parentela, y que compran los sábados en Delancey Street o en la Marqueta de Park Avenue, asiduos asistentes a las noches de bingo en las iglesias católicas, al St. Nicholas Arena, al Teatro del Mar y a las oficinas de Asistencia Social. Por esa época con los López vivía Albita, hermana de Julián, su marido Miguel Reyes y sus dos hijas. Durante la cena, Albita no perdió una sola oportuna ocasión para lamentarse de su vida en Nueva York. Después, en la sala, la conversación se generalizó sobre ese tópico y Albita, siempre a la expectativa, relató las dolorosas ordalías a que su marido y hermano la habían sometido. Miguel había dejado un empleo de plantilla en la oficina del central, con la promisoria idea de educar a sus hijas, vivir en una sociedad más equilibrada y próspera y pasar los últimos años de su vida cultivando un jardín primaveral en un suburbio de Long Island. Dejó su casa, su familia, sus hábitos y comodidades para aventurarse en aquella ciudad donde sus hijas habían interrumpido sus estudios superiores para casarse con muchachos muy decentes, cubanos, pero de familias que ella no conocía. Gente de ciudad, distintas. Ella trabajaba en un taller de confecciones femeninas en la calle 34, y Miguel en una oficina de exportación en las inmediaciones de Wall Street. Como en el largo cuento de la lechera que Miguel le hizo tantas veces en La Chorra y que ella ingenuamente había creído, el cántaro de leche había rodado por el suelo y adiós educación, seguridad, prosperidad y jardín primaveral suburbano. Ahora era demasiado tarde para volver. Su hija mayor esperaba un bebé. Vivirían con su hermano y su cuñada hasta que Dios quisiera, y Dios no daba señales de cambiar su obstinada voluntad. Julián y Edelmira, esa noche y siempre, pese a las indiscreciones de Albita, se mostraban generosos, confiados. Su apariencia y conducta parecían desmentir la pesimista y desesperanzada visión del mundo de Albita. No viene al caso precisar cuándo ni cómo los Reyes se mudaron del apartamento de los López en Hamilton Place, pues yo mismo dejé de visitarles, de pasar aquellas largas y nostálgicas noches en su compañía, hablando de La Chorra y Deleite y de sus familias y recuerdos. No volví a esa casa que durante años cautivó nuestra imaginación provinciana. Nosotros radicábamos a los López en mansiones señoriales con parques nevados, florecidos, en los que una fuente de aguas y espumas azules hechizaba a miles de pájaros negros con el pecho amarillo o carmesí. Atendidos por un mayordomo y una ama de llaves, solícitos y reticentes; domésticos uniformados, limpios y corteses, que adornan con flores las estancias y sirven la mesa con servicios de plata florentina, cristales de Baccarat y loza de Sèvres.

Una noche pasé por el Plaza. Karl me llamó y me pidió que fuera a verle. Me dijo que él estaría en la cocina, comiendo, entre las diez y las once de la noche. Me dijo que en la puerta de servicio un amigo de él, que hacía el turno de la noche, me dejaría pasar. Me demoré con otros amigos, pero a la hora exacta estaba en la puerta de servicio del Plaza. Karl me necesitaba. Después de disculparse por la urgencia con que me había llamado, me dijo que su padre estaba enfermo y que él quería ir a verlo. Necesitaba que alguien lo supliera en su trabajo durante una semana. Necesitaba conservar el puesto y el sueldo también. Me presentó al Chef, después que acordamos que yo podía sustituirlo. Karl se encargaba de limpiar el servicio de plata del restaurante. Después me dijo que la persona que trabajaba con él y me ayudaría, era un excelente hombre, mayor, de muy buen carácter y suma responsabilidad en su trabajo. Pasamos al lugar donde Karl trabajaba. Encorvado sobre un gigante fregadero de lata, estaba el hombre. Era alto y delgado y con el cabello blanco. Me conmovió verlo de espaldas, frotando una pieza de plata, con un polvo y un estropajo de hilos negros. El hombre se volvió a nosotros. Sonrió, se sacudió las manos con un delantal y con una voz, apenas humana por la fatiga y el hastío, dijo su nombre. «Julián López, amigo, para servirle.» Se quedó mirándome. No me había reconocido. Confieso que yo a él tampoco. Salí del Plaza y esperé en el bar a que Karl terminara su noche de trabajo. Nos fuimos al Wish Bone. Pasé toda la noche convenciendo a Karl de que se olvidara de limpiar la plata con la que otros comían lujosamente, que olvidara el Plaza y su apartamento de la calle 23, que olvidara los años en que pensó conquistar Nueva York y que no volviera jamás. Karl parecía no comprender, porque en aquella atmósfera sofisticada, elegante, embalsamada con el perfume de mujeres caras, remotas, imposibles, y de hombres que se inclinan para hablarle a los oídos, para rozarle la cara, encenderle un cigarrillo, chocar los vasos en un brindis anónimo, en aquel mundo lento y neblinoso, bien, de sedas y encajes, bien, de trajes hechos a la medida y corbatas importadas, bien, de zapatos charolados y de cuero virgen, bien, de Brooks Brothers y Sarks Fifth Avenue, bien; en aquel mundo inteligente y decantado, yo sólo recordaba, aspiraba, vivía una imagen remota y poderosamente evocadora. Yo estaba en la estación del ferrocarril de San Manuel; el sol abrasaba, calcinando las piedras, las cabezas de los que esperábamos el tren, agostando la yerba, arrasándola; el sol, que descubría cada partícula de un aire sofocado y arduo, el sol que reverberaba en los raíles y estancaba el aire sobre un enjambre de moscas que escarbaban la dura, agrietada masa pardusca de una bosta de vaca entre los raíles incandescentes. Esa imagen, esa visión espantosa del mediodía tropical hizo que nosotros, Karl y yo, estuviéramos en aquel momento, juntos, en el Wish Bone, y esa visión, la misma, de un hombre que se encorva en su senectud para abrillantar cubiertos y vasijas de plata ajenos, determinaba mi destino... el tren que me llevaría de regreso a casa, al batey, a mi vida... No Aleida, no, Manhattan es una isla sin mitos, sin fábulas, sin leyendas verdaderas. Manhattan desconoce el misterioso y secreto mundo del búfalo, de la bellota, el salmón y la espiga... la quimera del oro y el star system no pertenecen a

Nueva York, son de la soleada y verde California; los gangsters de verdad, los sangrientos carniceros, son de Detroit, viven en Chicago; los cuáqueros que nos sirven el desayuno de avena en el batey, son de Pennsylvania; las brujas y el verano indio, y el incendio otoñal, son de Massachusetts; el trigo y el maíz, las praderas que ondulan bajo un cielo de azules infinitos, son del medioeste; las calles con casas donde suena toda la noche una pianola cómplice y las muchachas esperan en un rincón, recostadas a una columna o a una puerta, o sentadas en mesas solitarias, son de ciudades que perdieron sus sueños: New Orleans, Jackson-ville, San Antonio, Albuquerque; los bosques de perenne verdor y frescura están en Oregón y Montana; la fuente de la juventud, Eldorado, están en la Florida, y los negros, los negros de verdad, los negros que cantan y trabajan, viven y mueren humillados, ultrajados, perseguidos, linchados, los negros tristes del blues, los negros convulsos del jazz, los negros inocentes del spiritual, los negros ladrones, jactanciosos, crueles, los negros negros, son del sur y van desde Virginia a Texas por montes y praderas, ciénagas y ciudades, huyendo del dolor, del crimen, de la muerte. Y del sur son las magnolias y el musgo español, los ríos dinosáuricos, los barcos-espectáculos, las casas de columnas tan regias y portentosas como las del templo del rey Salomón, los ánades y las libélulas, los niños y los pobres. Y los vaqueros y el ganado, las guitarras y los sombreros de diez galones, los ranchos y el cactus y la retama son de Texas. Manhattan es una isla sin mitos, sin fábulas, sin leyendas verdaderas. Manhattan es de aluminio y cristal, de fibras sintéticas y asfalto, de cartón y concreto. Manhattan es una feria y un parque de diversiones para adultos de pobre y lenta imaginación.

22 Y para ambos es un soplo, el mismo que sacude alegremente las caléndulas rojas, amarillas y blancas entre las yerbas de septiembre y abril; el mismo que trenza los aguinaldos a las zarzas, el que impulsa los cocuyos de un verde oro, quinqués que el verano no encenderá, ni apagará el invierno, pero que fijan en la noche contra el aire el parpadear de las estrellas y los ojos de los animales asustados. Acaban de enterrar a su madre. Un muchacho despidió el duelo. El cura dijo sus latines y algunas mujeres de blanco repitieron en coro un amén que concluía la ceremonia. Ahora están en el descampado de un café trasnochador, para no decirse que tienen que ir, para no ir, para no tener que ir con la prisa que les arrastra hacia ellos mismos. Y se repite el ¿qué hora es, qué hora es, qué hora es? Alejandro dibuja su nombre en una servilleta de papel, humedeciéndola, doblándola, y el otro dice: —Eso es una bruja, es un guabairo. Alejandro asiente con el mentón y responde: —Es tu nombre. Caminaron detrás del carro fúnebre. En cada calle, al doblar una esquina, en el parque y la carretera, docenas de personas se sumaban al callado cortejo, hasta llegar al crucero donde esperaban los automóviles. Aún le fueron presentados parientes que a caballo o a pie hicieron el camino hasta su casa. Venían con sus hijos, con sus nietos y otros familiares cercanos. Le apretaban el hombro, la mano, los más efusivos le abrazaron golpeándole la espalda y repitiendo cosas que, de remotas, no le conmovían. Él iba con su padre y sus hermanos en un carro de lujo, negro, lustroso, que la funeraria había dispuesto para ellos. Un muchacho demasiado alto para sus años, se identificó como el hijo de su prima Hortensia y de un golpe olvidó la circunstancia que les reunía, y cuando el muchacho se despidió para entrar con su madre en otro carro, le siguió con la mirada, hasta encontrar la de Hortensia, llena de nostalgia. Y era el portal ganando cobija a los vientos y a la noche. Coro crepuscular. Las primas parloteando, menos tímidas, bulliciosas, mientras las telas, agujas e hilos, descansan. Regocijo pascual. De pronto se entusiasman y cantan. Rumoreo. Silencio. Alguna traza con delicadas manos el vuelo de una mariposa. —No lo haces mal, pero siéntate... —Ahora le toca a Hortensia. —No, yo canto —dice Hortensia. Y su voz traspasa el aire ensombrecido, llenando todas las mansiones del amor. Luego se oye el trotar del caballo de don Octavio Alejandro Roble y Castillo. Luego es la noche y un ojo previsor distingue el giro extraviado del guabairo. Luego se oye el ilustre decir del abuelo que relata haber visto los fuegos de San Telmo. Y luego, mamá dice: —Niños ¡es la Luz de Yara...!

Entonces el guabairo cruza la estancia de Manolillo, por encima de los plátanos y el yucal, sin dejarse oír, y sólo su nombre —dicho por las muchachas— irrumpe en el oscuro verde. Niño, Alejandro busca el regazo de una de sus primas. Los hombres en el comedor, están discutiendo la suerte de la República Española y el ascenso de Franco al poder. Y hablan de la «bestia excepcional, Gerardo Machado y Mora les». Y Joaquín habla de Mella y Rubén y Trejo. Habla de ellos y de Guiteras como si les hubiese conocido personalmente. Las palabras revolucionario y compañero, dictadura, asesinato, hambre, jóvenes, muerte y héroes, palpitan en su corazón y él promete no olvidarlas y sólo repetirlas cuando pueda hacerlo como su tío, con igual amor, con igual dolor. Su tía Inocencia sirve el café. Sobre una mesa, en el portal, Hortensia abandona el canevá junto al candil, del cual se sirve para continuar sus labores, después que oscurece. El bordado es consumido en parte. Niño, Alejandro sabe diferenciar sus miedos: el vuelo del guabairo y la tela que arde. El brillo luminoso del quinqué tanteando sobre la quebrada. Su madre y las primas se persignan: —¡Alabado sea el Santísimo! Y si llueve luego, se retiraría al cuarto de su madre que ahora ha muerto. Aquel cuarto lleno de láminas religiosas, que huele a cera, a madera oscura, talco, colonia y a sábanas y toallas limpias. Y ese olor va a sorprenderle en una calle distante, una calle cualquiera de una ciudad, o al entrar en un almacén, en una ermita. Olor que paladea con un gusto a guayabas y guineos maduros. Ese olor que le cambia súbitamente la mirada y el gesto y hace que Lila le pregunte: «¿Qué quieres decir?» Y él acelera el carro y no dice nada, porque no ha olvidado. El Santo Niño de Praga, adornado como un niño de ricos, tan compuesto que no se le permite entrar a los parques. Nadie, ni siquiera su madre muerta podría convencerle de que este infeliz angelote jugó alguna vez, rodilla en tierra, a las bolas, ni alcanzó la cima de un jagüey, ni salió al monte a cazar bijiritas, ni recogió raíces y caracoles en la playa. Se parece a los retratos. Se parece a Bebé. Bebé es rubio y tiene tirabuzones. Se parece a un rey enano. Y le mueve a compasión la corona demasiado grande para su cabeza amarilla y el traje largo como de niña y se siente tentado a gritarle: ¡Shirley Temple! Y salir corriendo al patio, a la calle donde están los niños de verdad, sucios y rotos, con los codos y las rodillas rojas de mercuro cromo, donde están los niños que juran y apuestan cualquier cosa. Este niño de Praga tan parecido a la Santa Cecilia de su tía Clara. ¡La pobre santa, tan aburrida y seria, junto a su instrumento, como una niña que no puede aprender a solfear, como Aleida que no tiene oído! Y allí están las divinas trillizas con caras de gallegas ricas, y el Cristo, con tantísimos nombres y ninguno verdadero. Y entre los vasos con flores y la esperma de las velas derretidas y otras imágenes de nombres olvidados, está el leproso de los perros, y a este sí le teme de verdad, sin compasión y sin burla, con una repulsión que aun le provoca un deseo tenaz de rechazarlo, pero le impone un respeto y una fascinación capaz de hacerle tocar las piernas supurantes y malolientes. Y comprende la devoción que

le tiene Aurora, porque de todos, este, que para ella es Babalú-Ayé, «es el mejor: prefirió a un alma podrida, un cuerpo enfermo». Y si ahora lloviera se retiraría a ese cuarto cerrado, para trastear en el escaparate y las cómodas hasta desenterrar el bolso de mostacillas azules y violetas y grises y azules, colores que no vio, que no volverá a ver en las catedrales, ni en los museos, ni en las vidrieras de los departamentos de ropa femenina. Aquel bolso de su tía, gemelo al que su madre deshizo para adornar un traje de fiesta de su hermana Aleida. Aquel bolso que su madre le regaló a Lila y que Lila conserva como la única joya verdaderamente auténtica que tuvo la familia. ¡Señor, alumbra mis ojos para que no duerman jamás en la muerte, para que nadie pueda ver mejor y más que yo, para verlo todo sin miedo, ni vergüenza, ni repulsión! Las últimas mesas están invadidas de vasos y botellas y voces apagadas a veces, a veces estruendosas, como un torrente de agua, de agua azul y gris y violeta, como los ojos de Lila, que se ríen de ellos, como los muertos se ríen de su angustia, que con la madrugada se hará ternura. Y no tendrán que preguntarse: ¿qué hora es? ¿pero qué hora es? ¡Señor, haz que su acento sea menos amargo, menos doloroso, al morir en sus labios! ¡Haz que yo olvide la otra imagen, aquellos ojos amarillos! ¡Haz que no vuelva a fijar mis recuerdos en ellos! ¡Haz que desaparezcan! ¡Haz que el viaje de la mano del negro cantante en la guitarra sea definitivo, y el de la hormiga, persiguiendo los bordes del platillo, sea transitorio! ¡Y para nosotros dos que nos despedimos para no reencontrarnos jamás, sino en esta noche, haz que todo sea un soplo! Ella decía que nada era tan conmovedor como ver a un hombre comer. Y estaba sentada a la mesa, sirviendo los alimentos a su marido y a sus hijos y a los que siempre llegan cuando aún no se han retirado los platos ni el mantel, y en las fuentes humeantes hay aún qué servir. Y él dibuja un zapato y esparce sobre el dibujo la ceniza del cigarrillo apagado. Y los dos entienden que han andado pesarosos y anhelantes y que es mejor que no vayan, que no deben ir. Dice. Dice continuamente que todo ha quedado estático, para que nadie, ni ellos mismos, puedan removerlo jamás: su nombre y la intimidad de su desnudez, y él, Alejandro, consentirá, afirmará que sí, que todo está muy bien y más nada y más nada. Un soplo mágico. Quizá haya un lugar, un rincón que no hayan visto y que espere por ellos. Increíble la noche de esa estrella. Imposible olvidarla. Las tazas vacías estarán repletas de chocolate espeso y dulce y aromoso como una mañana de Navidad, y entonces ellos habrán vuelto a la cocina buscando el calor que faltaba en sus voces, en los gestos cada vez más desolados. Los labios, el mentón, las mejillas azucaradas, grasientas por los buñuelos calientes, crepitantes, como los cirios y el último sol que alumbró a la difunta. No vieron cómo descendió al panteón, pero las mujeres iniciaron el regreso llorosas, y los hombres hablaban con la cabeza baja, mirándose los zapatos sucios de barro. Y él se alegraba de que no fueran como el Niño Santo. Nadie les pedirá cuenta en sus casas por regresar con los zapatos sucios.

Mañana no será otro día, jamás volverá a ser otro día, porque es hoy para siempre hoy y hoy no es ayer, no lo es, aunque ellos quieran imaginar que lo es. Aunque quieran reír a rienda suelta y sorprendidos quieran refrenar todo su alborozo. En la cocina estarían a su antojo. Llegada la noche era la pieza más íntima: azucarados buñuelos y chocolate navideño. —¿Has visto un nido de sinsontes...? —¡En el Guayabito! —Podríamos... —Recoger anones y chirimoyas en Martinillo. Y contar cantidades de cocuyos penetrando por la celosía. Y luego mirarse a los ojos sin que el borde de las tazas alcanzase los labios, sin que el improvisar del viejo Isidro, entre arreos —desmonte de bestias, hierros golpeteando el suelo del rancho— y juramentos, les interrumpiese la quietud del rincón, hasta donde no llegaba el parlotear de las primas que enjuagaban sus manos con agua del aljibe para sentarse a la mesa. ¡Pero qué sarta, qué racimo inútil de confesiones y trivialidades entremezclándose con la tristeza, con la alegría que les juntaba las manos en la labor! Después de aquel encuentro (sería mejor imaginarlo), viaje a paso de caballo entre riscos y hondonadas, deteniéndose más de lo convenido a perseguir el vuelo de una codorniz, a ras de tierra; hundiéndose en los florecidos rabos de zorra, y reapareciendo a trechos junto a las patas de los caballos. Inútiles trampas y tiraderas y el andar a rastras, vuelta la cabeza para convencerse de que eran buscadores de lo mismo y que nadie interrumpía el impulso que les encontraba, como ahora que Hortensia ha vuelto la cabeza, hacia atrás, desde el carro que desaparecía entre el polvo rojizo y la hojarasca, diciéndole con los ojos tristísimos: «Adiós, adiós», para no verla más. Todo fue inútil. Inútil la sorpresa de las tojosas desde el bejucal. Inútil el repentino asalto del ocaso que las apresaba en la manigua y el presuroso discurrir de cada maniobra, de cada ademán, para proseguir hundidos en el agua y el polvo. Atardecida romería. Cielo violáceo o azul mezclilla; almácigos, atejes y quebrachos, bordeando la quebrada. Raíces de jagüeyes. El asalto a hurtadillas de las huyuyas lagartijas, caguayos lentos, con pasos y olfato de cazador, entre la yerba y el rocío vesperal. Pasos de trampa ordenando la caza y disponiendo esta o aquella pieza. Una pluma, una piedra pelona, un caracol de tierra, una fruta, una herradura mohosa. Pero siempre hubo un momento, una sorpresa y alegría para cada uno de esos pequeños tesoros enterrados, escondidos, perdidos. Y todo está tan lejos, aun lo más próximo y conocido. Nada vendrá. Lo que esperaban ya los ha rechazado. Y aunque él lo dijera, en alta voz, gritando, nadie lo oiría. Y más allá (esto no tendría que imaginarlo, estaba detenido para siempre consigo, en su aliento y en la tristeza de su voz, de su mirada, de su andar entre tanto silencio), y más allá de la cerca de púas, de las bayas enhiestas de la piña de ratón, límite abrupto del terreno que asciende hasta la sitiería, hasta la despensa tatarabuela, por cada nueva generación cobijada; hasta el matorral, la voz de Hortensia que le decía:

—A mí no me duele recordarle por mis entrañas, no me duele que me ensombrezca la frente y la mirada, no me duele, Alejandro, que me haya dejado todas las tardes esperando en el portal, mientras enlazaba nuestras iniciales, ni que no quisiera despedirse. A mí me duele pensar que cualquier día pueda volver y me encuentre como ya no soy, esperándole. Y él, Alejandro, no quiso responderle. Pensaba que podría quejarse a su vez. Tendría que admitir, con la reserva que le concedía saber lo que ella ignoraba y tal vez con la misma impaciencia que Hortensia ponía en las palabras, que todo era inútil. Y en ese momento pensó que ni ella ni él sabían nada, pues no esperaban nada. Ya andaba demasiado cansado para recuperarse, para dejar de sentir sobre la nuca el peso de la coyunda que no le permitiría mirar hacia atrás. Aunque él andaba de la mano de Aleida caminando en la tarde junto a Beluca. Frente a él estaban las trenzas gilvosas y el eclipse que le manchaba a Beluca la mejilla, extrañamente realzando su belleza. Y ellos, los tres, en el paseo de esas tardes a caza de una flor o de un insecto que les ofreciera sus augurios. Cocuyito, cocuyito, por la gracia que Dios te dio, dime... Creyó que podría trazar otros dibujos. Un guante o un sombrero. Algo parecido a su nombre. Algo que Salvador identificará con sus sentimientos. Mariposa se ha acercado a ellos, la guitarra le tiembla en las manos. Alejandro le pide que se siente. Ordena un trago. Mariposa se limpia los gruesos labios con el puño de la camisa raída y sucia. Salvador le pide que cante. Mariposa echa la cabeza hacia atrás, acomoda sus dedos entre las cuerdas y no canta, dice las palabras una a una, solas, independientes, con una dicción que no empieza en sus labios, ni termina en ellos, sino en su corazón, y para oírlo, para seguir el destino de esas palabras, ellos tienen que olvidar que las conocen, que alguna vez las han oído o dicho, porque Mariposa hace que sean distintas, verdaderamente nuevas y verdaderas, como no son ellos, ni sus sentimientos. Y Mariposa abre los ojos y les mira y ellos rehúsan su mirada. En la noche, cuando la luna prometía serena velada en el cobertizo aledaño a la casa, acompañados de guitarras y claves, mojados la garganta y el pecho de ron, con tanta sed que escurrían la botella, los peones y boyeros improvisaban sus cantares: Dora de mi corazón, precioso y lindo alelí, no me hagas más sufrir, mira que voy a morir, no me niegues tu amor. Y toda la noche espera ese cantar que sube y la aturde y cae. Y él era un niño, pero entonces como ahora supo que hay un solo modo de cantar y que el canto solo lo es cuando es tan espontáneo, íntimo y doloroso como una lágrima.

Entonces las voces en el comedor callaron a coro. La tía cesó en la lectura del periódico, traído desde el pueblo con el correo de la tarde, y los vecinos, parientes y extraños que estaban allí por los meses de zafra, que nunca eran los mismos, se informaban de cuanto sucedía en el país, decían las buenas noches y otorgaban la bendición a los más pequeños, algunos dormidos desde muy temprano en los brazos de las mujeres que en la sala combatían a duras penas, habla que te habla, el sueño; y entonces se marchaban. El pasillo arenoso a un lado de la casa, las aves de corral y el portón sabían cómo, a un tajo de voz de los guajiros en marcha, concluía la velada. Pero todo esto no era más que un soplo. El mismo que sacudía las velas y los mástiles, las aguas y el esplendor otoñal del arce, la encina y el nogal en los parques a orillas del Hudson, el mismo que empujaba los pájaros al aliento cálido del sur y los trópicos, el mismo que en Nueva York impulsó su destino, llenando su soledad de ecos y visiones. Un soplo y más nada y más nada, porque lo otro era la verdad que él ignoraba y que naufragaba en alcohol y sueños y humo y se ahogaba en el sudor y en la saliva y en el perfume y el delirio y la fantasía y el éxtasis de otros cuerpos con decenas de nombres distintos y una sola imagen verdadera. Hoy Salvador vino a buscarle más temprano de lo acostumbrado. Y Lila vino a encontrarle en el patio, a rozarle con sus labios la mejilla y a ofrecerle el desayuno. Alejandro eligió una mandarina y una taza de café amargo y dijo que hoy prefería quedarse en casa. Porque hoy y para siempre Alejandro sabía que era como estar muerto. Que estaba muerto.

JARDÍN

La revolución se salva. Le faltaba tesis y orden, y ya tiene una y otro. Se conoce, y obra. Lo primero es conocerse; porque sin fin fijo y viable, y sin medios correspondientes a él, sólo se echan y andan los ambiciosos, esos grandes criminales, y los locos. Era ambiente la revolución y hoy es plan. Era un sentimiento inútil y cómodo: como corona de adelfas era, y de laurel, que no hay derecho a arrancarse de la frente para sazonar, con sus hojas ensangrentadas, la olla de la comodidad: ¡infeliz, en la memoria de los hombres, quien echa el laurel en la olla! El sentimiento ineficaz es hoy trabajo ordenado y asiduo, que han de malmirar naturalmente todos los que quieren escapar a sus obligaciones. La aspiración de ayer es ya sacrificio hoy, que ven con ira, fácil de entender, los que no se quieren sacrificar. Por sobre eso hay que pasar, y se pasa. Del árabe se han de tomar dos cosas por lo menos: su oración de todos los días, en que pida a Allah que le haga ir por el camino recto, y el proverbio aquel que dice que no llegará al final de su jornada el que vuelva la cabeza a los perros que le salgan al camino. La ciencia, en las cosas de los pueblos, no es el ahitar el cañón de la pluma de los digestos extraños, y remedios de otras sociedades y países, sino estudiar, a pecho de hombre, los elementos, ásperos o lisos, del país, y acomodar al fin humano del bienestar en el decoro de los elementos peculiares de la Patria, por métodos que convengan a su Estado, y puedan fungir sin choque dentro de él. Lo demás es yerba seca y pedantería. De esta ciencia, estricta e implacable — menos socorrida por más difícil—, de esta ciencia, pobre y dolorosa, menos brillante y asequible que la copiadiza e imitada, surge en Cuba, por la hostilidad incurable y creciente de sus elementos, y la opresión del elemento propio y apto por el elemento extraño e inepto, la revolución. Así lo saben todos, y lo confiesan. En lo que cabe duda es en la posibilidad de la revolución. Eso es lo de hombres: hacerla posible. Eso es el deber patrio de hoy, y el verdadero y único deber científico en la sociedad cubana. Si se intenta honradamente, y no se puede, bien está, aunque ruede por tierra el corazón desengañado; pero rodaría contento, porque así tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana. Las sociedades mueren o viven conforme a su composición y a sus antecedentes: si se salen de ellas, si viven siglos enteros fuera de su armonía natural, y de la obra ineludible, por penosa que sea, de su propio desarrollo, al cabo de siglos reaparecen, cuando se pudre el cuerpo ajeno que viciaron, y recomienzan la labor interrumpida. Ni hombres ni pueblos pueden rehuir la obra de desarrollarse por sí —de costearse el paso por el mundo. En este mundo, todos, pueblos y hombres, hemos de pagar el pasaje... No yerra quien intenta componer un pueblo en la hora en que aún se le puede; sino el que no lo intenta. Si no se lograse la composición, se lograría al menos el conocimiento de las causas por las que no podría lograrse, y eso limpiaría el camino para lograrla mañana. Servimos y amamos, los revolucionarios de ahora, y no queremos, a pujo caprichoso, afear con un triunfo pasajero y violento esta efímera vida, que no tiene más dicha que el poco bien y utilidad que caben dentro de ella. Y así estamos: sirviendo. La revolución es justa, «pero necesita orden». No es posible, «porque nadie la ordena». Ese era el deber, y ese cumplimos. A nuestro impulso, firme y respetuoso, se anima y alista el entusiasmo, antes inútil. Si nuestra Patria lo ordenase, nos depondríamos. No lo

ordena. Por todos sus hijos habla: por su miseria; por sus vicios; por su desconcierto; por sus esperanzas. La revolución nos salvará. La revolución puede ser. La revolución crece. Alejandro es así. E inmediatamente busca apoyo en la historia y añade: «como dijo Martí», y eso lo hace con todo lo que dice. Para él ya todo ha sido escrito de un modo insuperable, y es mucho más serio repetir con grandeza lo antes dicho por otro que expresar pobremente las propias reflexiones, observaciones y sorpresas. A él no le gustaba que le atribuyeran cosas que no eran suyas, pero que lo eran de tanto conocerlas. Para él todo ha sido ya elaborado y comprobado por la mente humana.

23 Ahora me corresponde terminar la noche de anoche es la madrugada ando solo en un taxi sólo el chofer me habla preguntándome dónde vamos él quiere saber lo que yo no sé no vamos venimos volvemos cuando amanece tengo sueño no sé no tengo sueño estoy solo y quisiera decirte algo no vuelvas por favor no vuelvas nunca más a recordarme que en algún sitio del mundo está diciendo a alguien para sí mismo solo esta noche en la madrugada de los bares y el puerto está diciéndole a alguien contándole preguntándose solo en el Village Portobello Road Saint Michelle M y 17 yo no puedo llorar pero ¿qué es qué es lo que le mueve a hablarle a decírselo? así amaba yo entonces díselo ¿pero qué es y en qué consiste? ¿por qué este amor no es igual al que se tiene por uno mismo? recuerdo haber buscado toda la noche sin hallarlo algo que hemos perdido ¿adónde vamos? yo no sé por favor no me preguntes yo no sé nada ¿quién justificaría esta incesante búsqueda? usted guía siga siga no deseche nada no ¿en dónde te hallaré? es tarde y me pregunto el motivo que pudimos tener para aquellas demostraciones de alegría voy de prisa no sé cómo pude referirme a tu silencio está bien hablemos siga siga usted no se detenga por ahí mismo a la izquierda perdona sí por la izquierda y luego no oigo por los ojos no veo por los oídos compréndame compréndame todas las imágenes me acosan amontonadas y a la carrera podencos no galgos no estoy seguro de que la primera intención prevalezca siga puedo decirle las cosas de menor importancia ambos coincidíamos en admitir su poder y su magia no era eso puedo caer nuevamente y enredarme en la historia de esas cosas trampas no me hagas trampas yo no juego no juego estoy enfermo atormentado no obstante sé apartar de mi memoria los horrores que me sugieren los recuerdos ¿no has visto nunca una estrella una sola aislada sola una estrella suspendida sí que te haga retroceder apartarte del camino detener el paso una estrella? inesperado acontecimiento de esta noche nos une más de prisa si alguien me preguntara qué querría más seguir o detenerme respondería sin duda que más querría detenerme y si alguien me preguntara dónde querría detenerme le respondería sin vacilación que en un lugar desde donde podamos proseguir pero esta elección la haría con temor por miedo déjeme decirlo todo esta contradicción está dentro de mí no es suya no siga siga quisiera fijar otros detalles ponerme de acuerdo con quien dentro de mí y en contra mía batalla no recuerdo con alegría la pasada alegría no la recuerdo con tristeza está bien te espero si las cosas son como son como deben ser como han sido para siempre y desde siempre entonces tú vendrás vendrás ahora esta noche en que descubro que hay una estrella sola distinta única tuya nuestra no como tú querrías tampoco sino como es para cumplirnos en ella ascendiendo de grado en grado pero tan repentinamente como en un cerrar y abrir de ojos titilando mírame y habla habla así como antes y dile que no cierre que es temprano díselo no creo que sospeche quiénes somos no se lo digas nunca las cosas de algún modo están escritas es decir dichas no estés triste te gusta este lugar sí te gusta a mí también es nuestro claro que para guardar silencio y sin atribuirle misterio a las palabras ven ven y no dudes no creas ven tiemblas sí yo también tengo frío no tienes que llorar no llores no estoy muerto tú puedes ofrecerte como el pan como el vino y otras viandas como se ofrece una manzana o un dulce a los dioses igual que en

África tú puedes llevar a los sepulcros como quien da a los pobres una limosna tu corazón si pudiera convencerte de las cosas que quiero y cómo las quiero entonces bastaría con que me mirases a los ojos óyeme amanece el miedo nos impide cualquier otra emoción todos nuestros esfuerzos no podrán desviar las primeras intenciones que nos echaron a la calle a esta esquina del mundo es fácil engañarte ¿qué convicción te impulsa a decirme que sabes? nada sabes nada admiras porque todo es grande y pequeño para ti yo mismo es la noche por supuesto y no tú quien acentúa las formas que suprimes ahí están tan grandes como la distancia que media entre los dos ahí están mirándonos oyéndonos como en la casa de la playa hace cien años y el camino a Habersham ayer bajo los puentes donde duermen los vagabundos y en esa sala del batey donde ahora se reúnen los que perdieron la memoria todos han vuelto y tú desapareces lo has visto todo y no tienes adónde ir canta y peina tus cabellos déjala hacer el canto que afirma la existencia incomprensible sin amor y sin belleza con el certero instinto del pájaro no vayas a decir que tengo miedo no lo digas esto es así definitivamente podríamos empezar recomenzar podríamos volver ahora que la calle duerme sola y ni siquiera hay para asustarnos el ruido de un motor los pasos de otro que no sean los míos síguelos en esta calle que envejece sola fuera de nuestro mundo a la que debo una fidelidad mayor que nuestras convicciones no vuelvas a decirlo nunca nadie te cree yo mismo que he perdido la voz y las palabras mirándote descubro nuestro engaño de la misma manera cualquier hombre el más crédulo y violento negaría lo imposible no hay dioses en el aire se han marchado presa de un pánico sobrenatural terror del mundo qué lejos están ellos de nuestra pesadilla no falta entre nosotros la convicción y sin embargo no tenemos la menor idea de hacia dónde podríamos dirigirnos piloto y nave extraviados es la noche y nuestra lucha por conquistar este lugar este espacio del mundo se ha trocado en recuerdos sin que podamos investigar las circunstancias que motivaron nuestro encuentro la razón de olvidarlo ahora no me escuches es tarde ya no era el que soy cuando amanezca se apagarán tus ojos y no has visto nada detrás de los contornos de esta calle detrás de cada puerta de cada habitación está el silencio y en el fondo de ese silencio no hallarás nada cuando amanezca se apagarán tus ojos ¿qué puedes predecir que ya no sea que no fuera antes que no será? no todo carece de significación aunque no sepas ahora mañana habremos despertado ese fulgor que anima tus palabras callemos la mía es otra historia es cierto te diré cuando seamos viejos reunidos en un portal hablaba de nosotros sí es miedo pero no sé a qué a quién no es miedo esa noche esta yo vine para decirte que cumplo mi promesa de encontrarte un día te buscaré entonces yo quería decirte si fracaso si borro si acontece la imagen que te has hecho hablaba de nosotros esa noche cuando nos despedimos quería que supieras Lila la verdad ya no era un niño soñé soñé soñé y estábamos en casa todos para no preguntarme quién era cantaban y yo cerré los ojos hasta dolerme para no ver para no oír oh son tan pulcros tan sanos tan justos y cabales bañados limpios bien-peinados tanto hasta aterrarme qué hacían junto a mí conmigo amándome quise gritarles mi desamor y tuve miedo no a ellos sino a las cosas que respetaban y protegían miedo al mundo que ellos representaban si viviéramos en otro lugar en cualquier otro lugar una ciudad el bosque si viviéramos lejos de sus miradas y sus oídos entonces ni tú ni yo tendríamos que mentir fingiendo ser

como ellos como la muerte y tú bajo las aguas descansarías no tienes que volver esa noche salí a buscarte por aquella calle que baja al mar cantando me seguía en silencio la vi volver calle arriba cuando ya había amanecido y no cantabas¿qué nos hizo distintos? si viviéramos en otro sitio entonces te amaría sería tuyo sin miedo estoy cansado es tarde Teddy quiere cerrar Jean quiere cerrar Francesco quiere cerrar Emilio quiere cerrar Wolfgang quiere cerrar es tarde ¿y usted estuvo alguna vez enamorado? me miraba con ojos generosos y luego respondió que sí alguna vez muchas veces siempre ya no me tengas miedo mira yo digo esas cosas para no aburrirme sea cuidadoso con las palabras ¿a qué hora cierran? pero no diga por favor no diga que está diciéndole a alguien preguntándose solo ¿pero qué es el amor y en qué consiste? ¿adónde vamos? ¿quién justificaría esta incesante búsqueda? ¿en dónde puedo hallarte?

JARDÍN

Sabemos que el barco sigue adelante... Nada lo detendrá. Nadie lo hará volver a anclar en el Caribe. Las tierras han sido repartidas como quería Martí. Serán de quienes las trabajen como querían los muertos que siguieron a Martí, serán para todos. Porque este es el día de la libertad, el día de la enseñanza, el día de la salud, el día de la cosecha... Si tuviéramos que hacer de este día el día de la muerte, el día del entierro, el día del Juicio Final, lo haríamos. Porque no hay un día para cada cosa. Todo pasa al mismo tiempo. Un hombre nace y otro hombre muere, ahora, aquí y en el barco, a la misma hora, en el mismo lugar y en el barco. Un tiempo es todo el tiempo. Aquí, a esta hora... Ya no será tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar ; tiempo de laborar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar, por separado. Todos los tiempos son un mismo tiempo. Se nace y se muere a un tiempo, se destruye y se edifica a un tiempo; se llora y se ríe a un tiempo; todo junto y revuelto. Ahora, aquí y en el barco. Un ajiaco, un congrí, un sopón. Todos juntos y revueltos. Aquí, ahora y en el barco. Así es y así tiene que ser. Todo a un tiempo. Y cuando se acabe el tiempo, buscaremos más tiempo y empezaremos de nuevo a revolverlo todo. Y cuando no haya nada que revolver, revolveremos lo antes revuelto. Todos juntos y revueltos. Luego, aquí y en el barco. Y todo pasa a la misma hora... Un hombre siembra una caballería de arroz y otro hombre roba un saco de arroz y otro hombre compra el saco robado y otro hombre distribuye el arroz a otros hombres que lo pagan a un precio que no es de arroz, sino de oro. Y estas cosas pasan al mismo tiempo y todos ellos, el sembrador y el ladrón, el distribuidor y el consumidor, se relacionan entre sí por medio del arroz. Pero sólo el primero es hombre de virtud. Yo no sé Yo sé Yo no sé Yo sé Yo sé que sé Yo sé que no sé Yo no sé nada Yo lo sé todo Todo y nada Nada y todo Sí No Sí sí sí Y a mí no me importa que hayan sacado a cubierta al hombre que puso la bomba en la bodega y al hombre que incendió la tienda, y en la madrugada, cuando salía el sol, los hayan fusilado. No me importa. No. Me importa, sí, me importa que encarcelen al hombre que estaba, distraído, cerca del camarote del que puso la bomba. Distraído, mirando el color de la puerta, azul, mirando ese color azul. Distraído, tan distraído que no supo decir lo que hacía en ese momento. A lo mejor le dio vergüenza decir que miraba una puerta, un color. Que miraba el azul de una puerta. Hay que defender el barco, pero por defenderlo no vamos a matarnos unos a otros. Yo encarcelaría a quien encarceló al distraído, inocente o bobo, o comemierda, que estaba mirando una puerta azul. Yo encarcelaría también a quien dictó sentencia contra el miedoso que no puede defender su derecho a mirar

un color. Yo reprendería al miedoso. Le enseñaría a defenderse de aquel que no tiene ojos para los colores y no permitiría toda esa discusión inútil que se ha formado en torno a un color y a una puerta, entre el carcelero y el encarcelado. Yo los pondría a los dos a mirar para siempre un arco iris. Pero hacer estas cosas me pondría en la misma posición de ambos. Ser mejor ser como un arco iris, tan bello de colores que los dos no pudieran hacer más que ensimismarse en la contemplación de la belleza. Si esto fuera posible, los dos se salvarían buscando sus colores, buscando en ellos mismos el arco iris que todos llevan dentro. En esta discusión pierden el tiempo. Todos ahora se miran de la manera más extraña. Nadie dice nada. El barco parece un gran fantasma, repleto de fantasmas... No sé de qué sospechan, llamándose hermanitos, mientras piensan en lo que piensa el otro... Pero las islas que están en alta mar siguen hacia Sabanas.

Todos dicen que son buenos y limpios y puros y santos. Eso dice cada cual de sí mismo, pero piensan del otro que es malo y sucio y pervertido y cómplice del mismísimo demonio. Y no saben qué les hace distintos, porque en su mayoría son iguales. Si de verdad fueran como dicen que son, sabrían quiénes son diferentes y quiénes son iguales, y unos se pondrían a nuestra izquierda y otros a nuestra derecha. Pero se ocupan más en los otros que en ellos mismos. Y uno le dice al otro: —Yo soy tu hermano. Ten cuidado con lo que dices porque esos están esperando a que saques la lengua para cortártela. Y el otro le responde: —No te preocupes, yo sé lo que digo y no puedo decir nada que esos no puedan oír, que ellos mismos no digan. E inmediatamente va corriendo y le dice a otro: —Ten cuidado con fulano que es un provocador. Quiere saber cómo uno piensa y me dijo que están vigilándome... —Me alegro de que estés claro, hermano, pero ese no sabe lo que hace. Y el segundo encuentra a un cuarto en la calle. —¿Sabes? El tercero me dijo que el primero es de esos... Y los dos al mismo tiempo se golpean el pecho y dicen: —¡Hay que salvar el barco! ¡Si lo dejamos en manos de esa gente se hunde! Yo estoy en un rincón oyéndoles. Y Lila me pregunta si estoy triste. Yo le digo que no lo estoy. Lila se alegra y me dice que no haga ningún caso a esa gente. Ella es la única que puede saber quién es quién y no le interesa probarlos. —Porque no pasará mucho tiempo sin que cada cual escoja su sitio. No todos llegarán a Sabanas, y aquellos que lo sean de verdad entrarán a Sabanas y Sabanas será de ellos. Los demás se arrojarán del barco como los puercos por el despeñadero. Por eso, sin hacer alardes de alegría, alégrate, porque las islas que estaban ancladas han echado a andar y recorren todos los mares y entran en todos los puertos y salen de ellos y vuelven al mar. No te preocupe que hayan

encarcelado a un inocente, humillado al humilde, mentido al crédulo de corazón, porque si el inocente y el humilde y el crédulo lo eran de verdad estarán en Sabanas y ella abrirá sus puertas para ellos y entrarán y cenarán conmigo y yo cuidaré de ellos. Pero aquel que ha cometido un crimen contra su hermano no entrará en Sabanas. Sus puertas estarán cerradas para él. Mientras tanto, las islas se han echado a la mar y navegan... no te preocupes, las aulas se construyen y por todo el barco, con faroles y flores y cartillas y libretas y lápices y flores y faroles, en los corredores, en cubierta, en los camarotes y bodegas, en la sala de máquinas, en la cocina y los comedores, en la piscina y en el teatro, en el salón de baile y en el bar, de popa a proa, junto al mástil y al radar y al rompeolas, a la grúa eléctrica y en el puente de mando, los jóvenes y los viejos se reúnen para aprender y enseñar, unos y otros... y aun esos que enseñan y aprenden no pueden enseñar ni aprender más de lo que saben, y entre ellos están los que pueden ayudar a la edificación de Sabanas y están los que no sirven para su fundación, pero son hombres y Sabanas sin ellos nunca será posible. Sabanas es de la tierra y ha de hacerse en la tierra. Todo el mundo está leyendo, leyendo, releyendo y requeteleyendo libros y más libros que según ellos profetizan el descubrimiento de Sabanas, e instituyen su conquista, colonización y desarrollo. Llueve mucho. El viento y las aguas amenazan constantemente la embarcación. En el peligro, ante la amenaza, hemos decidido, para que no falte nada y para proteger lo que tenemos, que las cosas sean nuestras. En una gran reunión se aprobó que todo lo que había, las cosas que producen y sus productos, pasen a ser propiedad de los tripulantes y pasajeros por igual. Esta disposición colectiva ha definido a aquellos que andaban juntos y revueltos. Y unos se han situado a nuestra izquierda y otros a nuestra derecha. Y unos están dispuestos a defender el barco con sus propias vidas y las de su familia y otros en la noche saltan al mar, o se escapan en lanchas de salvamento y muchos páraz y pérez y píriz y póroz y púruz desaparecen. De las cabinas de lujo, de los camarotes de los oficiales, de los de clase económica y clase turista y aun de los locales para la tripulación, muchos han huido, desapareciendo en el mar, en los puertos, nadando hasta otras embarcaciones o suicidándose. Esta nueva situación ha complicado más la cosa y también la ha simplificado. La ha complicado porque se ha recrudecido la sospecha entre unos y otros. No falta quien crea que aquellos que en los últimos treinta años no han probado su fidelidad a la vida que empieza no deben participar en su destino. La ha simplificado porque los que defienden la nueva situación lo hacen con mayor confianza, ya que defienden lo que es de ellos. La ha complicado porque muchos que no creen en esta situación ni en ninguna otra que no sea la propia, se han apresurado a prestar juramento de absoluta lealtad y, considerándose fieles y dignos de toda confianza, han comenzado por tomar la brújula, separando de su trabajo a los que mejor conocían su oficio. Y no ha faltado quien empujara al mar a los que se oponían a dejar sus puestos. La ha simplificado porque súbitamente todos los barcos que cruzaban junto al nuestro y nos suministraban mercaderías se han retirado de nuestras líneas y los puertos se han cerrado para nosotros. Y aunque pareza un disparate pensar que esto hace las cosas más simples, no lo es; en la medida en que nos vayamos quedando más solos y con gente más firme,

podremos trazar más definitivamente la ruta de nuestro destino hacia Sabanas, y no nos distraerá ese entrar y salir de un puerto a otro y esas rápidas transacciones de un buque a otro. Esta soledad en medio del mar podrá quizá devolvernos a nuestros más remotos orígenes, y desde allí partiremos con más seguridad en nuestros propósitos.

24 —¿Qué hay? —dijo. —¿Cómo qué hay? —respondí, y ambos sonreímos—. Bueno, aquí estoy. —Así parece. —Y no he cambiado mucho. Creí que habías cambiado. —¿Lo pasaste bien? —Sí. Eres la misma... no sé, no sé por qué siempre se pregunta lo mismo. Parece una broma inofensiva, pero no deja de ser una broma. —Está bien. —Quizá se haga necesario revisar nuestros hábitos. —¿Cuáles? —Todos, incluyendo el saludo. —¿Acaso hay otros modos? —Debe haberlos. De lo contrario, será mejor inventarlos. Eres la misma. —¿Te extraña? —Sí, anoche creí que eras una visión, algo que el tacto destruye. —Pero soy la misma, y me alegro que no me destruyeras, aunque no quiero ser una visión. —No lo eres... De repente comprendí. Era tan simple, tan natural, el alarido de la trompeta en los labios del negro, como la explosión de un neumático en la calle, el estallido de una vena que sangra silenciosamente. Quise decir algo más: —Es increíble. —¿No lo crees? —Claro que sí, solo que es tan... increíblemente distinto. Algo que no hemos soñado. Era la primera vez en mi vida que le decía a una muchacha que la amaba, y la primera vez que la muchacha que amaba me amaba sin decírmelo. —¿Qué quieres que hagamos? —Cualquier cosa, lo que se te ocurra, con tal de que esta noche no tenga que abandonar el baile antes de las doce de la noche. —No temas, el carro es de verdad y yo lo guío. —¿No es una calabaza, y el motor no es cuatro caballos blancos que son cuatro ratones? —No, ni tú eres la Cenicienta... —¿Quién soy? —¿Esta noche? —¿Y mañana...? —Mañana serás otra, pero ahora eres una nube... —Me gusta ese nombre. —Entonces, cenaremos en el Alley Cat y después vamos al Ringo, ¿quieres? El Alley Cat estaba congestionado, pero Rex nos sentó en una mesa apartada, pequeña, íntima. Ella apenas probó la comida, que era excelente. Hablaba de su vida, de su madre, de los años en que había estado sola, viviendo en las vecindades más desoladoras de la ciudad. Se mudaban con frecuencia. Habían recorrido todo el East Side, cargando con maletas, baúles, trastos y cacharros.

Cuando el camarero vino con la cuenta, le pidió que le regalara las dos garrafas vacías del Mateus. El camarero regresó con otra. Cuando nos despedimos de Rex, le prometió traerle una de las lámparas que ella confeccionaba con esas garrafas Boxbeutel. Estuvimos en el Ringo y en el Blue Bird. La invité a un trago en casa. Aceptó con júbilo. Casi de madrugada la traje a su pequeño apartamento de Morningside Drive. Ada vivía con su madre en ese barrio de la parte alta de la ciudad, que cincuenta años atrás tuvo su esplendor. Por allí se fueron instalando los primeros latinoamericanos que llegaron a Nueva York en los comienzos del presente siglo. Entonces, las casas, con cierto aspecto residencial, eran amplias y hermosas. No faltaban árboles en las aceras ni en la pequeña plaza de forma triangular. No creo que me haya interesado mucho saber cómo fue ese mundo, ni la gente que lo vivía. Sin embargo, esa pequeña esquina estrecha y curva, esa cuadra que aún veo sin recordarla, se ha quedado en mis ojos y en mi respiración como algo que no se borrará, y que súbitamente resbala frío al estómago: las últimas gotas de un cucurucho lleno de hielo rallado con sabor a fresa y que saben a papel y goma, mojados; eso sentía cada vez que bajaba del carro y subía las escaleras hasta su puerta. Cada piso estuvo ocupado por dos apartamentos de grandes ventanas, pisos entarimados y paredes paneladas de rica madera. En los patios de esos edificios crecieron algunos plátanos, arces o encinas, y las calles fueron amables y tranquilas, con un aire elegante de provincia. Entramos a una de esas múltiples subdivisiones que pasaron a ser los lujosos apartamentos. La habitación estaba fría y en la penumbra se pobló con una inimaginada cantidad de objetos de tamaños y formas innumerables, organizados con la prolijidad que sólo alcanza la pobreza. Olía a vainilla, a cebolla, crema facial, desodorante, Nescafé, comidas refrigeradas y frutas. Su madre trabajaba por las noches, limpiando oficinas en Battery Place (eso lo supimos luego, cuando se hizo indispensable nuestra convivencia. Hasta entonces, su vida y relaciones estuvieron veladas por un convencional misterio). La primera vez que la acompañé a su casa, la noche de la coronación de su belleza, me senté, demudado, en un studio couch cubierto por una frazada de colores a listas. Supuse que allí dormía su madre. No recuerdo si, acomodada a su habitual situación, me brindó una taza de Nescafé y unos bizcochos; no recuerdo qué otras cosas colectó de su pequeña y disimulada despensa para ofrecérmelas. Recuerdo su pálida ternura y su alegría, casi infantil. La inocencia de su generosidad me irritó y decidí bruscamente abandonar la habitación, rozándole los labios con mis dedos. No sé si fue el couch, o un retrato de una mujer joven y bella con una niña rubia y triste a su lado, lo que impidió que esa noche hiciéramos el amor. (Fue Lila la que puso en mi cabeza esas raras ideas acerca de ciertas cosas. Los sofás y las camas de los hoteles son agentes secretos de la soledad y frustran el amor.) Huí, dejándola con la taza de Nescafé en la mano. Regresé al centro a encontrarme con unos amigos. Ada era una criatura reprimida y hambrienta de amor, necesitada de ilusión, de engaño. Me dije que no volvería a esa tristísima casa de Morningside Drive, pero con una compulsión neurótica regresé al día siguiente y todos los días a compartir la

pobreza de una mujer envejecida que no dormía las horas regulares del sueño, limpiando pisos; la confesión de unos amores manoseados por el sentimentalismo, la mentira y la traición, que le dejaron una niña imaginativa, tímida y sola. Callo la truculencia melodramática de las escenas que se producían a diario entre madre e hija, entre ellas y yo. Hablo por él y me avergüenzo de repetir cuidadosamente sus palabras. Está de más aclarar que siento una muy estimable apreciación por otras menos comunes. Yo no escribo como hablo. No pienso como escribo. Ni él tampoco. Ada trabajaba en una tienda de confecciones femeninas. Todas las tardes a la hora del cierre pasaba a recogerla. Nos íbamos al cine, o a un café, o a casa. Los sábados por la noche, unas veces porque nevaba, otras porque lovía, hacía demasiado calor o había bebido demasiado, me quedaba en su casa. Dormía en aquel couch cubierto por una frazada de colores a listas. Su madre me servía el desayuno y conversábamos infatigablemente. La verdadera historia de nuestro encuentro no es la que Salvador cuenta. Él ha creado varias versiones, algunas de plausible, casi admirable imaginación. No siempre hace uso de la misma en idénticas situaciones, es decir, antes contaba la historia de acuerdo con su estado físico o psíquico; ahora no. Cuando está borracho su cuento es de una lucidez aplastante. Cuando está sobrio, su narración es caótica, absurda, inverosímil. Lo cierto es que no la vi la noche de la coronación. Ada no era la reina, No la vi esa noche ni las otras mil recreadas por Salvador. Nuestro primer encuentro fue telefónico. Ella llamó a Salvador para invitarlo a un party. Él no estaba en casa. Ella me dijo que no le conocía, pero que un amigo le había pedido que le invitara. Quería agradecerme saber que él recibiría el recado. Dejó el número de su teléfono y la dirección de la casa del amigo que celebraba su cumpleaños. Olvidé averiguar si era el de ella o el de su amigo. Su voz me pareció extraordinaria. Salvador quiso que le acompañara. Preferí quedarme en casa escribiendo. Ada volvió a llamar, esa vez para invitarme. Insistió. A ella le di una excusa más convencional y verosímil. Le dije que en ese momento salía para el teatro con una amiga. Creo que prometí ir más tarde, después del teatro. Salvador regresó al amanecer. Yo me había quedado dormido con la cabeza apoyada sobre la máquina de escribir. No me rindió el sueño, ni la incapacidad para poner tres palabras seguidas, coherentemente. Me rindió la botella de whisky que vacié en dos horas; la voz de esa muchacha que salía de mi propio corazón, persiguiéndome; el deseo de conocerla y la rabia por haberme quedado en casa cuando pude estar toda la noche a su lado. Salvador había bebido mucho. Me despertó sacudiéndome la cabeza y gritándome a los oídos que había conocido a la criatura más fabulosa de la tierra. Hacía una escandalosa descripción de su belleza, de su gracia, de su delicadeza. No lo sabré jamás, no sé por qué lo hice, pero desde ese momento decidí que esa muchacha era mía. Salvador y ella siguieron viéndose, yo me negaba a conocerla. Esperaba a que nuestro encuentro se hiciera inevitable, como el de Salvador conmigo. Mi decisión era inquebrantable. Esa muchacha, fuera quien fuera y como fuera: grifo o sirena, era mía. Hablaba de ella sin haberla visto, pensaba constantemente en ella y Ada un día era rubia y menuda y otro día era alta y morena y era una actriz y una cantante y

una oficinista y una aeromoza y modelo y empleada de una tienda de la Quinta Avenida, y la encontraba en un bar, en el vestíbulo de un teatro, en la playa, en un parque, y siempre en casa y conmigo. Hablábamos de ella y ellos de mí. Una tarde Salvador me dijo que Ada estaba comprometida con un muchacho norteamericano. Pronto iban a casarse. Antes de salir esa noche me dijo que la había invitado al cine y, luego, ya en la puerta, me confesó que la amaba y que esperaba poder declararle su amor esa noche. Ada no amaba a su novio. Si se casaba con él era por su madre y porque lo conocía desde que eran niños y era un muchacho amable, buen mozo y con una elevada posición social. Inmediatamente le convencí de que vinieran a casa. Era el sitio ideal para su confesión. Salvador aceptó. Llegaron tarde. Yo había reunido a otras parejas para no hacer demasiado evidentes mis intenciones. Mentiría si dijera que me impresionó su llegada. Estaba allí y era lo que había imaginado; una visión. No recuerdo a nadie que se pareciese tanto a un sueño. Ada se dirigió directamente a mí. No esperó a que fuéramos presentados. La música, los tragos, el humo, la timidez de nuestro amigo que no sabía como declarársele, las miradas retadoras, celosas, crueles, que pasaban de los ojos de Salvador a los de Ada, de los de ella a los de él y de los de él a los míos, nos acercaba. Salvador bebía enloquecido, estaba borracho, pero cuidaba sus maneras con su asquerosa pulcritud formal. Su aire de gran señor, su elegancia y distanciamiento, me ofendían. Yo era el villano y Ada y él lo sabían, pero los dos estaban conscientes de que aquello era inevitable. Bailábamos. En un momento, Salvador quiso interrumpir nuestra intimidad y, situándose en el centro de la sala, proclamó a Ada reina de belleza. Todos brindamos por ella. Salvador se acercó a ella, tembloroso, y le rozó con sus labios las mejillas. Yo la besé en la boca. Los amigos comenzaron a despedirse. El party se extinguía. Descubrí que Salvador también había desaparecido. La acompañé a su casa. Esa noche la llamé Isla, y ella a mí, Navegante. Pero aún no la había descubierto. Supo poco de mi vida anterior a conocerla, porque Ada se negaba a hablar del pasado. Ella, como Arsenio Rodríguez, decía que la vida era algo en constante fuga, llena de mentiras e infelicidad. Sus veinte años habían sido veinte desengaños, y ya ni siquiera aspiraba a ese matrimonio que le garantizaba la seguridad que nunca tuvo. Íbamos y veníamos por todos los rincones de esa gigantesca ciudad, hablando, cantando, jugando, besándonos interminablemente, y en todas nuestras pláticas, canciones, juegos, besos y largas noches entregadas al amor, cuando ella se llamaba Ave o Sirena o Estrella, siempre estaba presente el otro. Yo iba llenando cientos de papeles con aquellos días en que estar a su lado, conquistarla, vencerla, dominarla, era el único objeto de mi vida y él, con una mano invisible, tenaz, implacable, los borraba. Fingíamos ignorar la situación y por vergüenza, más que por cualquier otro de los sentimientos que nos relacionaba con él, repetíamos su nombre constantemente. Dejé de ser yo para ser él y ella misma ya no era la visión deslumbradora de una noche. Conocía su cuerpo, sin reservas, bajo o sobre el mío, frente a mí, a mi lado y detrás mío. Sabía cada uno de los matices de su voz, la morosidad que ponía en sus palabras cuando el diálogo o el monólogo no respondían a mi voluntad, a mis ficciones; conocía sus gestos, sus gustos, sus inclinaciones, manejados por mí, pero Ada, a medida que

transcurría el tiempo y su vida se corporizaba en mí, desaparecía. Desaparecía en las páginas de ese raro libro que él urdía desde su soledad: una historia de amor y odio, venganza y muerte.

25 ¡Qué largos son esos corredores pintados de verde! Ahí falta un bombillo. SILENCIO On the air. (Un himno erótico surge espontáneamente de las bocas negras. Canto que alaba a una deidad guerrera.) Se están iniciando en una secta prohibida. —Señorita, ¿para qué hora es este turno? SILENCIO POR FAVOR —¿Viaja usted solo? «Creí que ibas a volver al bar. Te esperé impacientemente. Esperaba ensayar contigo un diálogo: »—Cuando seamos más viejos, más viejos, voy a hacerte una confesión... »—No querrás dejarme con el alma helada. Perdona mi memoria. ¿Y si no llegáramos a ser viejos?... por qué no lo dices ahora. «A mí sólo me interesa su reacción. Mostraba interés.» SILENCIO POR FAVOR —¿Espera un turno? CUBANA DE AVIACIÓN ANUNCIA SU VUELO CON DESTINO A LA HABANA. —Déme su pasaporte. Gracias. LAS SEÑORAS QUE ESTÁN ESPERANDO PARA SER CONSULTADAS QUE BAJEN LA VOZ POR FAVOR —El doctor me espera. —Siéntese, regresa enseguida, bajó un momento a la morgue. «Todos ustedes son iguales. Distintos a nosotros.» CUERPO DE GUARDIA PLEASE FOLLOW THE GREEN LIGHT THANK YOU ÚLTIMA LLAMADA AL SEÑOR GUERRERO «Aleida, Aleida. Al = contracción de la preposición a y el artículo el; Ale = cerveza rubia inglesa; Ida = acción de ir de un lugar a otro.» (Bohemia —con referencia también a Moravia. Su actividad en el arte de la música ha sido extraordinaria. El cristianismo se introdujo en este territorio en el siglo IX. El himno que sigue se canta al inicio de la ceremonia...) —¿Cuántos hijos tiene? —Ninguno. ADMISIÓN (Félix Blumenfeld nació en el distrito de Kherson, Rusia, en 1863. Su música para piano es muy popular. Escribió también música de cámara y canciones.) —¿Le molesta la radio? —No. —Una se aburre esperando. —Sí. «¿Qué se hicieron aquellas noches de verano tan infinitamente hermosas?» (Los instrumentos son de pobre sonoridad, tal vez sus dioses no sean exigentes.) —Gracias.

«Me gustan sus ojos, la cicatriz levísima en la mejilla. Ella, como yo, espera. No tendré tiempo de volver a verla antes de que salga el avión.» DONE SU SANGRE SALVE UNA VIDA SE PROHIBE FUMAR SILENCIO POR FAVOR «Visitas veraniegas a la casa de la playa. Huele a hospital. Ojalá que se equivoque. Esas mujeres hablan sin cesar: —A ella sólo le ha faltado la regla una luna.» —Todos ustedes son iguales. Nosotros somos distintos. «Huele a hospital. —Venga señora. —¿De dónde es usted? —Yo estoy primero, detrás, usted, luego usted. —Llegué tardísimo, tengo el almuerzo en la boca del estómago.» —¿Es este su primer viaje? —A Cuba, sí. «Si no fueras tan joven. Antes de entrar en el hospital, mucho antes, perdona mi memoria, había experimentado esta suerte de alucinación. Desde mi cama miraba la pared y descubría una mínima mancha que se trasladaba de un lugar a otro, como una hormiga. Seguía el rumbo incierto del himenóptero avanzando ligeramente hacia el cielo raso. Mirándola sentía una dolorosa sensación de soledad, de extravío, de desdicha. Deseaba ayudarle a recorrer su camino; deseaba seguirle los pasos, sentía un hormigueo por todo el cuerpo. Sobresaltado abandonaba la cama, derribando los muebles del cuarto que obstaculizaban mi carrera, hasta alcanzar la interminable blancura de la pared. Alargaba mis brazos, y olvidaba la hormiga. Corría de vuelta a la cama y me tendía boca abajo y ocultaba los brazos bajo el cuerpo. Eres demasiado joven para comprender. Eso nos hace infinitamente distintos.» —¿Tardará mucho el doctor? (Para mi cuenta ya estoy... me siento mal... todas las noches creo que la hora ha llegado. Es el deseo que tiene una de salir... una sabe que es malo, una lo sabe pero quiere salir pronto del parto. Yo duermo boca arriba. —Yo no puedo dormir. —¿No duerme? —No duermo... tiro la almohada para acá, después para allá, luego me siento en la cama, luego me levanto, usted no se puede imaginar las cosas que se piensan cuando una no puede dormir.) ÚLTIMA LLAMADA AL SEÑOR GUERRERO —¿Qué dijo? —Preguntó por usted y por la niña. Tuve que mentirle, le dije que la niña se había salvado. Perdóneme. No tengo que decirle que se hizo todo lo que estaba a nuestro alcance... —Comprendo... —Sígame. —Gracias. ¿No te dijo otra cosa? —No, sonrió. «Si no fueras tan joven... te diría que me he cansado. No me preguntes de qué... son muchas cosas... no es miedo... de tiempo en tiempo me asalta una gran duda, pero sé que cambiar mi vida por la suya, por la de ellos, no me garantiza la solución de mis conflictos... tal vez un día todos comprenderemos...»

26 No sé para qué ha regresado. Casi me apena verle y digo casi porque nada me gusta tanto como verle, como oírle, aunque no entienda todo lo que quiere decirme y aunque me gusta tanto repetir lo que me ha dicho. No sé por qué no se decide a entrar; por qué se ha quedado de pie, recostado en la portezuela cerrada al jardín, hablando. Tampoco sé de dónde ha vuelto. Dice que sólo ha sentido nostalgia por este lugar, que para él no hay otro. El único lugar en todo el mundo que ama, el único lugar que es verdadero y para siempre. Aquí nada ha cambiado, nada cambiará porque todo es distinto. Habla del monte y del río y del mar, del batey y sus calles y casas, de un modo tan extraño, que yo no lo reconozco. Nunca habla de la gente, parece que no la ve. Parece que ellos tampoco le ven. Yo los conozco a todos, sé lo que hacen, lo que piensan y sienten, los conozco a todos menos a él. Dice que todo está desierto, que sólo él vive aquí, solo. No ha dicho cuándo se va. Ha perdido el interés en arreglar sus cosas, las cree muy confusas y complicadas, difíciles. Y hemos hablado, sin precisar el objeto de nuestra charla. Me conmueve verlo admirar un paisaje que antes creyó nítido, pero con los días, en todos estos años de excesiva y minuciosa contemplación, se ha ido enturbiando ante sus ojos. Ya no me mira mientras hablamos. Sigue el curso de las nubes y las nombra como si jugara. Este es un nuevo juego que no quisiera compartir con él. Dice que ama las nubes, y enseguida me hace preguntas vagas e inconexas sobre la naturaleza de este sentimiento. La forma de una nube siempre crea para él una imagen sensual, sujeta a algún recuerdo del amor, a veces obsceno, a veces candoroso, y lo expresa con dichos comunes para no explicar nada. Ya no me asombra, tampoco me conmueve. Dudo que quiera irse, pero si lo hace es porque siente la libertad de hacerlo y nada se irá con él. Se irá solo. No puedo imaginarle acostado sobre una nube haciendo el amor. Sus manos grandes, calientes, arrastrándola, poco a poco, hasta su boca, hasta su cuerpo. Tampoco quisiera tener que oírle sus cuentos, que dice en voz baja, porque sé que no lo hace para que yo los oiga, sino para acompañar la soledad de su cuerpo. Por mi parte no se me ocurre, ni remotamente, abandonar su lugar, que es mío. Más mío que de todos los demás, los que han venido a quitármelo durante siglos y están todos muertos; y los que quedan van a morirse también. Yo solo estaré aquí siempre y para siempre. Soy el único dueño, el verdadero. Todo me pertenece y voy a defenderlo de sus manos y de su mirada. Que nos dejen solos, que se vayan todos, o que se mueran. Nosotros dos, ella y yo, rodeándonos el mar, arrullándonos, eternamente, eternamente haciéndonos desaparecer después de la medianoche, eternamente recobrándonos antes de que salga el sol de cada día. Todas las noches se borran nuestra historia, nuestros recuerdos. Todas las mañanas hacemos otra historia sin recuerdos. Nunca crecimos, nunca salimos del jardín que es el monte, los valles, las montañas, los ríos. Somos eternos y nada puede compararse con nuestra belleza, con nuestra dulzura y generosidad. Un día ella y yo vamos a arrojarlos a todos fuera de nuestras bocas, se despeñarán como puercos, cayendo al mar. Un día haremos que llueva para que no quede una gota de sangre en nuestra tierra y los ríos vuelvan a arrastrar en sus aguas piedrecitas

doradas, y el jardín vuelva a llenarse de árboles y pájaros y ellos, nosotros, vuelvan al monte, como fue en el principio. Ella y yo vamos a conservarlo todo para devolvérselo a ellos, a nosotros: guanahatabeyes, siboneyes y taínos. Mirándolo bien, nunca antes las cosas fueron mejores. Siempre hubo la amenaza de una plaga, de una inundación, de un terremoto, de un huracán y hasta de un incendio. A mí, personalmente, me conmueven más las pequeñas desdichas humanas que cualquier cataclismo. Siento mayores simpatías por el vencido que por el fugitivo, aunque sentir así contraríe a Aleida. Aún queda sitio aquí para alojar a cualquier otro espectador. Él habla, habla, habla inconsolablemente, hasta que sus palabras logran en mis oídos el poder de un narcotizante. No importa que el gato maúlle y el perro ladre. Este incidente nos dará motivos para una conversación más racional. No es que él haya cambiado mucho, ni yo tampoco. Por eso se hace tan difícil hablar. Tal vez no tengamos nada nuevo que decirnos. Esa será y es, creo, la mayor dificultad para seguir hablando. No se trata de discutir más o menos un asunto, ni siquiera pensarlo. Se trata de recordar a solas todas las cosas sensibles a la memoria, aunque se hallen separadas y escondidas. Él, si quiere, puede convertir las situaciones más crueles en chistosas, hacer esfuerzos inusitados para ocultar sus sentimientos, sus intenciones. Teme que yo descubra lo que busco y dice que esta mañana, paseando por la carretera a poca distancia del pueblo, se detuvo delante de unos árboles amontonados y en tropel, que en un momento perdió de vista. Yo no me hubiese construido jamás una casa así como esta. Me parece demasiado típica, en el mal sentido de la palabra, casi peyorativo, pero el lugar me gusta. Esta casa es el producto del misterioso secreto de mamá. La herencia que, nadie sabe por qué, no recibió al morir su padre. Si se sabe, no nos interesa, pero nos quedó esta casa. Esos árboles esbeltos y ágiles como caballos blancos... ¿estará seguro de todo eso, seguro de que nada malo le ocurre? Nada de esto puede verificarse de un modo vulgar. Yo mismo creo haber visto estos árboles tirando del lugar. Este años hemos vuelto a la casa de la playa. No niego que me guste estar aquí tanto como escribirle a Lila, si escribirle fuera menos difícil. Lila no ha llegado todavía. Jugo de naranjas, frío y dulce. ¿Cómo se llama ese actor que hizo Frankenstein? ¡Estupendo! Mire la casa, en ella hemos vivido cómodamente más de diez años. Permítame rectificar; quise decir que hemos vivido todos esos veranos, solos, en el patio. Lila se adornaba los cabellos con flores y follajes. Tenía un gusto tan peculiar en referirlo todo a su persona que le producía irritación el que un extraño, alguien que no conociera bien la región, no identificara la melena de un caballo, el follaje de un árbol, con sus cabellos. Después del baño, antes de la comida, de regreso a casa de un largo paseo al pueblo para tomar café o comer anones, recogía cuanto yerbajo creciera a los bordes del camino para ornamentar su cabeza. —Vigila los anones —dice Lila—, pueden madurar de repente y no nos servirán mañana para el desayuno. La muchacha dice que tenemos que comerlo todo, o no comerlo si no queremos, pero que la comida se hizo para nosotros. Es una manera vulgar de ser hospitalario, pero ellos son generosos y ella me gusta porque es franca y abierta, pero con esa casi distinción y buen gusto campesinos. Ella no es de la región, pero se comporta como si lo fuera. Es inglés, maneja por la izquierda. Yes.

Me sorprende la vegetación y me preocupa. —¿Hasta dónde llegaremos, digo, iremos, después del tramo de carretera picada? Sí. No importa que el gallo cante. Sí, canta. —¿Despacio? —Sí. Los molinos alzando agua. Despacio. No tiene nada que decirme. Una noche descubrí con horror que ellos eran la misma persona, y nosotros el mismo. —¿Y usted qué planes tiene? —Por el momento ninguno —dije. —Creí que trabajaba en su libro. Eso oí decir a alguien, no recuerdo dónde, pero mostró un extraordinario interés en lo que tenía leído. Perdóneme, tal vez le aburra hablar de sí mismo, de lo que hace. Le invito a cambiar de tema, solo que le impongo otra molestia: conduzca usted el diálogo. Me alegré, íntimamente, del cambio de conversación. Dije con júbilo: —Propongo otra cosa, un paseo hasta el pueblo. ¿Qué le parece? —Excelente idea. ¿Me acompañaría? —preguntó entusiasmado. Asentí con la mirada. Parecía agradecer mi consentimiento: —Por supuesto, no faltara más —una pausa... —Tengo un tema para reanudar la conversación. Su tema, algo de lo que usted ha hablado conmigo. —¿La soledad? —pregunté, fingiendo desconcierto. —Frío. —¿La nostalgia? —Helado. —¿La muerte? —¡Cuidado, puede usted congelarse! —No tema, el clima no lo permitirá. ¿La virtud? —¡Caliente! —Ya sé, la inocencia. A menudo medito sobre la misma. —Ha acertado usted. ¿Jugaba? —Sí. Si yo lograra escribir este libro que se me atribuye, que ya está escrito desde tiempos inmemoriales, y que usted conoce, partiría de ese principio. No se trata de la inocencia del santo consciente, ni la del criminal consciente. Creo... pienso en la inocencia como un estado inconsciente del alma, que no excluye al santo ni al criminal. El santo inocente no hace el bien, el criminal inocente no hace el mal. Son criaturas que viven una vida puramente accidental. Esto, la gratuidad de sus actos, les hace condenables. —Por lo visto, usted no cree en el candor humano. —Tampoco en el candor animal, aunque crea que toda presunción de inocencia es irracional. —Entonces, ¿en qué consiste el deseo, la ambición, la necesidad que tiene el hombre de hacer el bien? —Permítame otra impertinencia. Por vanidad, simple y sencillamente por pura vanidad. —Es usted un hombre lleno de prejuicios.

—Soy un hombre lleno de dudas. Creo que no basta saber quién es uno, sino cómo es uno. Yo no sé quién soy ni cómo soy. Es como no ser. —Veo que usted no desea para sí mismo el engaño. Desecha la alegría. Sus prejuicios, no lo dude, le defienden. —¿De quién, de qué? No éramos iguales pero... Huele a ganado, huele a pastos, huele a bosta. Yo sabía que tú vendrías con una excusa. —No se apresure, de usted mismo. Sus actos y sus sentimientos responden, están sujetos, a la presencia de los hechos, presionados por ellos, exigiéndole las hazañas del acróbata, la versatilidad del mimo, el ingenio del bufón y el heroísmo del poeta. Usted, amigo mío, si ha de participar en el libre juego de las circunstancias, quiere hacerlo conscientemente, de modo que pueda recuperar su añorada inocencia. Los hechos, créame, nunca son tan diabólicamente inflexibles; la inteligencia y la voluntad pueden y deben cambiar o en último caso modificar sus designios. Consideremos la inocencia suya como un atributo de su cuerpo al que no corresponde su intelecto. Si atendemos a la salud de su cuerpo, que usted considera inocente, en perpetuo azoro, gozoso de ser libre, consintiendo con cada una de sus exigencias vitales: el canto, la fiesta, el amor; yendo hacia las cosas que procuran plena satisfacción; rechazando toda meditación que exhorte a pensar profusamente en los demás, al sacrificio que puedan demandarnos sus vidas, comprobaremos que usted, conscientemente, falta a ese principio que tanto le preocupa, puesto que ellos, al igual, están presionados por idénticas circunstancias y han perdido la inocencia. Devolvérsela, partiendo de su concepto de lo que es o no inocente, sería condenarles a un desamparo y a una violencia mayores. —No es eso —me apresuré a decir, sintiendo que perdía terreno. —Tampoco es lo otro. Me siento tentado a decirle que no es nada, pero esto concluiría la conversación o el tema, y no es ese mi propósito. Por el contrario, me placería mucho oírle enunciar con palabras sus sentimientos. Creí entender que usted, para defenderse de los prejuicios, generalizaba sobre un hecho concreto: su encuentro con Salvador y la inutilidad del mismo. —No es eso... —Sí que lo es, Alejandro, convénzase de que lo es, y prosigamos. —Pero... —Hable. —No puedo. —Consiento en ayudarle, soy su amigo. Ese desencuentro ha marchitado en usted sus posibilidades mejores. Salvador ha escrito un libro al cual usted ha contribuido, y este hecho le ha independizado a él, obligándole a usted a dividir su vida en temporadas que transcurren, alternativamente, entre el Olimpo y el Infierno. Si he de atenerme al relato escrito, Salvador, al instalarse en su verdad, acepta como irreversible el destino que les enfrenta, y se entrega a su cumplimiento como una condición de su ser. Él es así y de esa conciencia de sí mismo parte, excluyendo a Lila de toda intervención en el asunto. Usted, por el contrario, rechaza de antemano ese destino, puesto que sus inclinaciones y exigencias son distintas, pero se resiente de la inocencia irracional de Salvador. Saberse humano le impidió comprender la índole animal, primaria, del otro.

—Oyéndole, no sabía de quién usted hablaba, si de Salvador o de mí. ¿Y si yo le dijera que todo lo que usted ha dicho acerca de mí es exactamente lo contrario? Sólo que yo no quiero considerarme inocente... —Será mejor, entonces, que espere por la publicación de su libro. —Si logro escribirlo. —¿Será un libro inocente...? —No. —¿Por qué? —Porque me falta ese entusiasmo irracional que posee Salvador. Sé regular mis emociones. Ese encuentro es válido en la medida que fabula un hecho, por demás importante, pero que se empobrece al ser tratado por aquellos que no son de la misma estirpe. No sé si me explico bien, es nuestro mal aprendizaje de los principios en que nos instruyera Lila. —¿Cree usted que Salvador falsificó los hechos? —No. Simplemente los deformó. —Creo comprenderle, aunque me parezca su irritación un poco exagerada. Salvador no puede desear ofenderle. —Entonces, ¿qué se proponía? —No sé. —Tal vez todo carezca de importancia y es mejor que así sea. El tiempo puede o no darme la razón. Yo no quería que viniera... y lo quería, por eso no insistí. Era devolvernos a demasiadas cosas y lugares. Y esta reunión se ha hecho para reencontrarnos. ¿Es contradictorio preguntarle si acaso se efectuó o no el encuentro? —¿Pero cómo llegaría a creerle que deseaba esa reunión? —El supuesto de toda mi actitud que resume mis deseos. —Otra impertinencia: el problema de comunicación entre el sujeto y el objeto; en este caso, ambos. —No podría jamás comprobarlo. Las razones en las que se funda mi instinto son múltiples e independientes. —¿Pero usted quería verlo, hablarle? —Sí. —¿Voy bien? —Siga derecho, hacia usted, hacia usted. Está bien. No, no, un poco más, un poco más hacia la izquierda, ¡ayayay! —Mejor bajamos. Estoy acabando con el carro. —Siga. —¿Así? —Un poco más hacia la izquierda. —Es una prueba para un chofer. —Yo no puedo ayudarle, no sé ni siquiera tomar el volante. Yo no sé nada. —Esas casas, ¿son todas nuevas? —Todas son nuevas. —Hace calor. —Sí, canta. El aire sigue recto del mar al monte, del monte al llano, del llano al mar. Prefería venir a casa cuando yo no estaba. —Esto será un canal, ¿no?

—Sí. No quería verme. No quería verlo. No queríamos vernos. Hablar entre nosotros se hacía cada vez más penoso y difícil. Me dijo que era la verdad. —¿Podremos seguir? —Si no le ocurre nada al carro, sí. Tú eras el jinete. Te habías criado en Sabanas, rodeado de caballos (formas y colores de caballos). Recógete el pelo, Lila. Sólo puedo concebirte como esencialmente simbólica. —No es eso, no... —¡Mire esos caballos! Yo no sé decirlo, han pasado muchos años. El viento casi me ensordece, pero alivia el calor. Techos rojos de dos aguas. —Parece que estuvieran esperando por la nieve... Es nuestro modo de nostalgia, ¿de qué?... De nosotros mismos. —... un holandés que vivió por los años treinta. El hombre vino al país para vivir su casa igual a la otra donde nació... El hombre está muerto. Es una pesadilla. Llegaremos cuando haya anochecido. No tolero esa casa vacía y oscura. Es de sal como Lila, de sal y nieve. —El camino mejora al pasar la curva. —El hombre, como le decía, vino a Cuba hace muchos años, creo que por los veinte. Su casa desapareció. La pequeña aldea reconstruye su memoria. —Sí, eso parece. Debe vivirse bien sobre la colina. —Allí el aire es limpio. Pero yo odio la naturaleza, la extensión vasta del aire. —Esa revista, por f avor, ciérrela. El viento terminará por destruirla. PROHIBIDO ENTRAR EN LA NAVE EL RESPONSABLE —No volveremos al motel. Ahora es demasiado temprano para comer otro bistec y hace demasiado calor para tomar coñac. Los presos están trabajando. No quedará oculta para Lila la existencia de esos hombres trabajando bajo el sol, aunque no se les vea desde el camino. —Es un lindo lugar, Alejandro. Un dedo que se alza al cielo (imagen del árbol fosilizado). Te dejas ganar por las palabras, pero es imposible que puedan servirte para algo, ni siquiera para escribir. Eres tú quien depende de ellas, yo no, yo no. La verdad es que no puedo contestar ninguna de tus preguntas. Huele a yerba. —Anoche llovió. Tenía sueño. ¿La pasaron bien? —Hablamos hasta muy tarde. El ron era excelente. Lila estuvo explicándome muchas cosas. —Deme un cigarrillo, por favor. Déme un fósforo. Estás temblando. Nunca llegaremos a Baracoa (imágenes de indios y conquistadores). —Cuando yo era niño me obligaron a montar un caballo. Desde entonces aborrezco la sola idea de hacerlo. Hay cosas que aborrezco de veras, que me producen asco. No puedo hablar de ellas. —Tú me esperabas por otras razones. —Sí, quiero oírte.

—Me siento viejo. —No seas tonto, quiero oírte. Un día querrás emborracharte conmigo, como a mí me gusta. Te escribiré una carta. Tendré que escribirle a Lila para saber tu dirección. Pero un día te escribiré una carta. Yo te vi doblar la esquina. Te saludé con la mano y no quería que me vieras. Te vi luego parado frente al café, al borde de la acera, mirando, mirando, mirando hacia todas partes, hacia mí, pero no quería verte, es la verdad. No quería verte. Esperé a que llegaras, hay cosas que tengo que decirte, si yo no volviera a verte... —¿Viajaremos toda la noche? —Sí. —Es preferible no tomar nada aunque el vino sea bueno. Pero si no toma no querrá hablar. Un día nos emborracharemos. Volveremos a vernos siempre... —¿Cómo le conoció? —¿A quién? ...Yo te amaba. —A Salvador. —En la escuela, siempre dije que nos habíamos conocido en la escuela. Siempre repito las mismas cosas. Tuve que venir a la Dirección, primero, a una reunión numerosa; después a una menor. Allí nos vimos. Nunca conocí a nadie que se condujera tan tímidamente. No recuerdo a nadie tan solitario. Siempre estuvimos juntos. —Él nos espera, ¿verdad? —Sí, creo que sí. —¿Está avisado de nuestra visita? —Eso creo. ...Yo te amaba, se lo dije a Lila. Le dije a Lila que te amaba. Pero no es eso, no. No es verdad, te prometo que desayunaremos juntos. Cuide bien los anones, se están estropeando. Nos servirán mañana para el desayuno. —No se preocupe. Tú no has matado a un hombre, pero tú has vivido temiendo este momento. No es ahora, todavía no vamos a separarnos. —Ojalá nos esté esperando... —Déme otro cigarrillo, por favor. Nunca llegaremos a Trinidad (imágenes de lomas, casas coloniales y calles empedradas). No soy yo quien he cambiado. —Gracias. —Lila me dijo que ella lo sabía. —Sabía ¿qué? Sabía que volveríamos a hablar alguna vez de nosotros. Yo te vi por primera vez parado en la acera. —Fui yo quien primero te vio, Salvador, fui yo. Bajé para dejarla sola, no se sentía bien. Además me dijo que tú ibas a venir. Me molestó su crueldad en el teléfono. Me irritaba su voz diciéndote que fueras a dormir al hotel. Cuando tú

llamaste la segunda vez contesté para decirte que vinieras. Desde la cama, ella me preguntó quién era y yo le dije que eras tú, Salvador. —Está bien, tú crees que yo la amo. ¿Crees que ella me ama? —No —contesté con miedo—. Por eso yo me fui, por eso te esperé en la acera. Esa noche se confundió todo. Si tú no hubieras venido, la noche que era nuestra, para ella y para mí, habría cambiado nuestras vidas, la tuya y la mía. —No quise después de esa noche volver a verla. No sé, tal vez fue ella quien no quiso volver a verme. —Creo que no hemos hablado nunca de esa noche. Me gustaría oírte contar lo que pasó, eso que ella te dijo. Sí, yo le dije que me parecías un tipo formidable y ella me contestó, sonriendo, que lo sabía. Me dijo: «Salvador, sabía que Alejandro iba a gustarte.» Yo le dije que te amaba. Bueno, no se lo dije entonces, sino hasta que ella lo supo todo cuando regresamos de la playa en carro y tú frenaste, señalando a un árbol sin cabeza, calcinado, con una sola rama vertical que apuntaba al cielo. Estaba pálida, mirando a su memoria como futuro. «Partamos —dijo— la noche se avecina y la ciudad está muy lejos.» Volvíamos de esa suerte de Purgatorio de San Patricio, que comenzó a ser para nosotros la casa de la playa. Los que regresan de él, no vuelven a sonreír jamás. Creo que eso fue lo que dijo, mientras miraba al árbol. Creo que lo dijo por mí, porque bailando esa noche en casa de los Torralba, se reía, sin propósito aparente, de cuanto se dijo allí y con tal malignidad que llegó a ofenderme. —Debo prevenirle. A Salvador le entusiasman los chistes crueles. Exagero. Todo eso lo ejecuta dentro de su memoria. Apenas habla. A su lado siento la necesidad de un diccionario y agradezco la generosidad de los libros voluminosos. —Lamento mucho que nuestra estancia sea de tan breve duración. Tengo una gran curiosidad por conocerlo mejor. Es un autor a quien realmente admiro. Alguien que alcanza con sus libros mucho más de lo que aparentemente se propone. Admiro la habilidad con que maneja sus materiales: Es un escritor culto, cuidadoso de ocultar su erudición. Nunca llegaremos a La Habana (imágenes de rascacielos, grandes avenidas, calles tumultuosas, anuncios lumínicos, el Malecón y el mar...) —Es un escritor capaz de usarlo todo sin piedad. Los materiales más innobles, los más rebeldes, los somete a su sensibilidad y ya no son lo mismo. Nosotros tampoco. ¿Por qué me altero de este modo? He soportado todas sus impertinencias sin que mi afecto hacia él disminuyera. He aprendido a disimular su crueldad, por respeto a su talento. Siempre creí ser el primero en reconocerlo. Es un hombre de voluntad incorruptible. —Creo comprender. Es curioso que un libro de estructura tan compleja plantee situaciones tan simples. Todo parece estar sacado de sí mismo. El encuentro con su persona y el recuerdo de la misma y de lo que hizo y en qué tiempo y en qué lugar lo hizo, y en qué disposición y circunstancia se hallaba cuando lo hizo. Allí también me encuentro yo a mí mismo. Pienso que es un libro al cual hemos contribuido todos y cada uno de nosotros... es una memoria incorruptible, como usted acaba de decir. Sin embargo, confieso que una nueva lectura, después de este viaje, después de conocerle, posiblemente, varíe, al menos para mí, ciertas ideas que se habían fijado en mí previamente respecto al país.

—Sería un grave error; Salvador no pudo proponerse un libro histórico, mucho menos geográfico. Además, sus conceptos sobre la sociedad y la moral son ciertamente deplorables. No se le hubiese ocurrido jamás un trabajo sociológico. Pienso que no fue el azar lo que nos reunía, no pudo serlo, no nos buscábamos. Nuestros encuentros estaban tramados de antemano por otra voluntad ajena a la nuestra, y más poderosa. Caímos juntos de otro sueño y en la caída se fundían nuestros cuerpos. Creo que estábamos de acuerdo en que su libro era el libro de una sensibilidad. —Ahora no estoy muy seguro. —No debe precipitarse, aún no le conoce. ¿Conoce usted el país? —No. Conozco el libro y a usted. Tratar de separarnos, Salvador, era una mutilación. —¿Viajaremos toda la noche? —Como usted quiera. Podremos descansar en el avión, ¿o habíamos decidido tomar el Ferry? La isla es el único lugar en todo el país donde encontraremos una tranquilidad absoluta y verdadera. Yo prefiero Santa Fe a Nueva Gerona. Hoy proseguimos el viaje. Esperar por ti significaba abandonar el propósito verdadero de nuestro viaje. Concluir la aventura, el sueño, la ilusión, la mentira. —¿Y Lila, llegará a tiempo? —Esto dijo, se nos adelantó cinco horas. No sé cómo podrá manejar sin haber dormido en toda la noche. Ella se mueve a una velocidad increíble. —Anoche estuvo estupenda. Esa historia de toda la familia desde los tiempos del Remonísimo arcabucero hasta nuestro días, y el modo especial con que la narra, es admirable. —Nadie como ella para el detalle. —Sí. ¿La cree inocente? —No sea indiscreto, por favor. —Usted la ama. —Nunca nos hemos separado. —Lo envidio. —Gracias. —Me gusta ese árbol. ¿Cómo dijo que se llamaba? —Es una ceiba. —Ah, recuerdo... —Esa es esplendorosa. —Siempre están solas... las palmas se reúnen. Son más sociables. —¿Irónico? —No. Estoy lleno de respeto y admiración por todo. Amo este lugar. Alguna vez llegaremos, ¿verdad? —No se impaciente. Si quiere descansamos. Sería admitir que has cambiado, que no somos el mismo. Aquella noche, en la casa de la playa, Lila me sacudía por los hombros, me sacaba del sueño donde caíamos los dos fundidos, me gritaba a la cara que tú estabas muerto, que estabas muerto. —Lila es un libro ejemplar, ¿no le parece?

JARDÍN

Nada tan divertido como oír a toda la gente hablar esa nueva, rara lengua, llena de abreviaturas y palabras que han perdido su verdadera imagen y que, repitiéndolas y malgastándolas como hacen, no dejarán de ellas ni una sílaba sana. Pero la gente también está aprendiendo cosas más sabias. No puedo detenerme en eso de las nuevas palabras, aunque tanto me seduzcan. Nada es superior a las palabras, ni más hermoso, ni más fuerte, ni más vital, ni más eterno. En el Principio fue la palabra dicha y en el Fin la palabra escrita, y todo el mundo ha aprendido a escribir y a leer. Así que nos pasaremos la vida en Sabanas escribiendo y leyendo, leyendo y escribiendo los libros que cuenten nuestra propia historia y nuestra propia vida desde el Principio al Fin llenos de palabras. Hoy me fajé en la escuela. Alguien dijo que Martí no era un verdadero revolucionario. Martí, dijo, no se planteó la transformación verdadera de la sociedad, y ya en esa época existían ideas verdaderamente revolucionarias de verdad. Nos entramos a golpes. Llegué a casa hecho polvo. Aleida tuvo que remendarme la cara. Decir que Martí era un idealista... y ¿quién no lo es? Bueno, si nadie lo es o no lo quiere ser, que no lo sea, que sea lo que le dé la gana o no sea nada. Pero Martí, idealista y todo, porque él quería serlo o porque era así... Lila, ¿qué es el ideal? EL HÉROE. Eso es Martí... ahora... es ahora que están atacando el barco por un lado miles de piratas vestidos de un sucio verde y amarillo, con cascos y botas y armas, miles de armas, y hay miles de barcos acechando el nuestro. Ahora... que van a caer, ahora que los vamos a exterminar, que los vamos a hundir para siempre en el fondo del mar... ahora... sin miedo, sin vergüenza, la verdad, toda la verdad ¿puede un hombre vivir en el miedo, en la sospecha, en la vergüenza? Aún hay que matar... ¡Cuidado! ¿Puedes matar a un niño...? No. Puedo matar a esos que vienen a matar. Matarlos, sí ¿por qué no? No les pedimos que vinieran, no queremos que vuelvan, pero si vuelven vamos a matarlos a todos estos y a los que vengan después y también a los que están aquí dentro impidiendo, unos con sus bombitas y otros con sus libritos, y otros con sus sospechas y otros con sus miedos y otros con sus purezas y sus limpiezas y su claridad, impidiendo que lleguemos pronto a Sabanas. Esos que han venido van a quedar... quedaraquedarquedandohundidosasímismohundidosparasiempreynosotrosvamosa terminardeunavezconesoslibritosyesosmiedecitosyesassospechitasytodoesoqueimpidequeSabanasseacerqueyMartíesunidealistasíyquiennoquieraqueselasaguanteperoeselmás grandehombredenuestrahistoriayelmásgrandeyotravezgrandeysinoquierenquesebusquenotroslibritosyotrosmiedecitosyotraspurecitasqueseantodololimpioypuroquequieranperonosotrostenemosaMartímartímartímartímartí.Suenan las metralletas y los cañones suenan de ese lado sur del barco suenan martí-martímartímartímartímartí. Y están rodando por el suelo, rodando por el agua, rodando por el fango, rodando por toda la ciénaga, rodando rodando rodando, pidiendo agua y comida los muy puercos agua y comida y lamentándose los muy cobardes de que alguien los embarcó, bueno, no nos importa que los hayan embarcado pero no en nuestro barco, solo, solo sin entrar a ningún puerto, sin que otros barcos se detengan junto al nuestro para

ofrecernos ayuda y los que lo ensabenbienporquelohacenperonosotrostambiénsabemosloquehacemosysicreenquevanacomprarnosconsusayuditasysusideítasbuenoesoesasuntomíoydeLiladeellaymíoyquenadiehaganingúncasoniseasustenisospechenise-pongaatemblarniadecirqueellayyonoestamosclarosporqueesunasuntonuestrodeellaymíoyellamedictayyoescriboycomoyonoséysétodaslaspalabrasysinolaspongoesporquenomedalaganayanadiecomprometemosconesto. Y las metralletas y los cañones están sonando de lo lindo y los aviones mejor que en una película y mejor que en los muñequitos y mejor que en todos los cuentos que nosotros inventamos y que soñamos porque nos gusta inventar y soñar y porque nos gusta Martímartímartímartímartímartí... Tienes que conocerlo a un niño a un hombre, hay que conocerlo, hablarle, atender a lo que dice, oírlo, sí, oírlo siempre sin esas boberías de quién es y qué hace. Un hombre es un hombre que es un niño que es un hombre niño que le gusta comer y dormir y trabajar y bailar y cantar y tener una mujer y acostarse con ella y tener sus hijos y sus libros y su música a otra parte, y un hombre es como quiere ser como es porque es así y no puede ser de otra forma y quiere a quien quiere a su mujer o a su amigo, a su padre o a su hijo porque es así y ni ellos mismos pueden ser de otro modo. Si tú no los oyes, no lo quieres, no eres el mismo, no eres nadie, nadie y nada y lo pierdes pierdes a ese hombre, a ese niño y en cada hombre que pierdes pierdes el mundo, pierdes la vida y la inteligencia y la alegría. Pero ahora yo tengo que hacer sonar la metralleta y los cañones y hacer sonar los aviones por el aire y las balas por la tierra y en el agua y el fango y la arena y el polvo y todo todo no quiero que me maten y yo tengo un fusil para matar y he aprendido a defenderme de cualquiera que quiera matarme y matar mi vida que es mía y de Lila... Mañana amanecerá y el mundo no se ha acabado con sus cohetes y sus missilesites y sus radios y periódicos y televisión y cine y nosotros vamos al colegio hoy que dicen que el mundo se va a acabar y no se acaba nada porque ellos quieran o no quieran. El mundo es redondo y da vueltas y más vueltas como un trompo loco y en cada vuelta arroja de sus bordes y de su centro a los que no sirven. Y nosotros vamos a Sabanas, pésele a quien le pese y gústele a quien le gusta nosotros vamos a Sabanas, cantando porque queremos cantar y bailando porque queremos bailar y diciendo lo que creemos. Y creemos que como el mundo no se acabó nada con tanto papelito escrito y tantas llamadas telefónicas y tantos barcos que hay que inspeccionar, y que los inspeccionen si quieren pero no el nuestro que es nuestro y en él vamos a Sabanas por todos los mares, diciéndole a todo el mundo que se preparen para irse con nosotros a Sabanas cantando y que nos digan que somos locos o muchachitos que jugamos a los vaqueros, pero no somos cuatreros, y somos indios y no nos vamos a dejar quitar nada, ni la tierra, ni los perros mudos, ni las canoas, ni el casabe. Que se vayan enterando los que están dentro y los que están fuera y que se enteren de una vez y para siempre si no lo sabían: que nosotros nos vamos para Sabanas arrollando, arrollando por toda la trocha de Dos Ríos al Cacahual, y nos vamos cantando con nuestros cantos y defendiendo con las armas las cosas que queremos defender y que nos hagan piedra o polvo o arena o lo que quieran pero nosotros nos vamos a Sabanas cantando. ¡Óiganlo bien, los que están dentro y los que están fuera! Y que también sabemos defender otras cosas... y ya yo sé usar esta arma que tengo

contra los que no quieran o no les guste que yo defienda un libro, un librito, solito, porque creo que es un gran libro y acompaña al mundo, y un poema y una canción también que es la vida. Y los que cercan un terreno y meten a los hombres a trabajar en ese terreno de sol a sol porque ellos creen que pueden hacer eso sin que pase nada, también están equivocados porque nosotros nos vamos para Sabanas y en Sabanas no habrá ningún campo con alambres de púas ni hombres trabajando de sol a sol, ni nada de eso. Y el que se fue porque no quería que lo llevaran a ese campo está equivocado como los que hicieron el campo con sus alambres de púas y todo. Y todos los que se equivoquen ya saben lo que les espera porque esta es una Isla y un barco y un pájaro y un niño y un lápiz y un poema y es también una rosa, óiganlo bien, una rosa, para que no se equivoquen, es una perla y un cisne así cisne y todo, y es un totí, muy totí y muy lindo y muy gracioso y es una jutía, nada de ardilla ni eso, una jutía, y óiganlo bien que esta es una ISLA y es otra ISLA y muchas ISLAS, ISLAS ISLAS ISLAS y todas Lila, todas esas islas son como una mañana y una noche y en ellas se canta y se llora y se alegra uno y sufre uno, tú y yo y todos, y se nos arruga el corazón como una pasa, pero no la vergüenza, y un hombre con vergüenza es como un lirio, para que se enteren todos, nada menos que un lirio, blanco y delicado y todo, y es como un fusil y como una piedra y como un rayo, un rayo que fulmina a quien se le pare delante. Y nosotros nos vamos para Sabanas encantados de la vida, sí y sí y sí, encantadísimos, aunque este y el otro tengan muchos problemas y todos tengamos unos deseos enormes de ponernos a llorar y meternos debajo de la enagua de nuestra mamá y aunque todos tengamos unos deseos enormes de ponernos a dormir de verdad sin sobresaltos y aunque todos tengamos unos deseos enormes de decir lo que queremos y hacer lo que queremos nosotros por nuestra cuenta, porque yo y tú y él somos nosotros y el que no lo crea está en una grande pero muy grande equivocación. Y yo quiero que me entiendan muy bien, pero muy bien con muchas palabras pero todas muy claras y más claras y sobre todo claras, que esto es así y no es de otra forma, y aquel que se atreva a quitarle una tilde a todo lo que está escrito en ese libro está muy mal pero muy mal y muy equivocado de la vida, de su vida, de su pobre y triste vida. Y un hombre con dignidad es como una tojosa quejándose en el monte, óiganlo bien como una tojosa y una mariposa en la tarde y con muchos colores en sus alas, como un arco iris, para que se enteren que un hombre con dignidad es una flor, una flor blanca y otra vez blanca y blanquísima y un hombre justo es como un roble, sí, señores, un roble y como un pino, pero también es como una plantita de olor, muy chiquitica y muy delicadita, óiganlo bien para que se enteren, y que un hombre libre es como un libro, como un libro con millones de páginas y millones de palabras, todas las palabras las feas y las lindas, las grandes y las chicas, las gordas y las delgadas, las enfermas y las sanas, las neuróticas y las lúcidas, las amargas y las dulces y las tristes porque los hombres son tristes y se mueren y en ese libro está todo escrito, todo lo que los pequeños oportunistas, los diminutos mentirosos de mierda y los mínimos buenitos de conducta y corazón y mente, la minucia de los planchaditos, óiganlo bien, no quieren leer. Ellos que se asustan con las páginas terribles y maravillosas de ese libro que lo dice todo, todo y todo, y cuando no tiene nada nuevo que decir las palabras y las sílabas y las letras hacen una revolución dentro del libro y lo dicen todo de nuevo pero de otra forma, de otra

forma distinta. Óiganlo bien para que se enteren todos los que no quieren asomarse a ese libro gigante porque tienen miedo y son tan cobardes que lo destruyen hoja por hoja o lo queman de un golpe, pero para que lo sepan de una vez y para siempre todo eso es un hombre libre, un libro y un libro difícil y serio y triste porque los hombres son tristes y se mueren. Y es el libro del pez que es una nave que es una Isla islas. Y en ella vamos, van los héroes magníficos, hermosos, eternos, los héroes que luchan, que juzgan y pelean, el brazo en alto, la mano justiciera y la palabra clara, porque ellos que son la estrella, la luz nueva de un día nuevo en duelo con las sombras, son el rostro definitivo del país que despierta. Ellos que andan por tierra y aire, árboles, astros, flores y luciérnagas por todas partes, siempre amaneciendo. Los fundamentos y la techumbre secular de Sabanas. Óiganlo bien, hay sangre, hay el dolor del parto, el grito y la sonrisa, el canto de las armas que sin cesar retumban martímartímartímartí en una plaza abierta a la palabra, al canto, hasta quedarnos solos, luchando, trabajando y cantando, sin odio ni vergüenza, sin miedo, como los héroes plenos. Todo aquello que amamos tiene raíz y canta buscando el día, la hora, un haz de estrellas blancas, de rosas blancas, de palabras blancas, en que lleguemos a Sabanas. Y es un arado para labrar la tierra recobrada, una imagen que surca monte y llano, y es también un caimán en acecho que devora piratas y asaltantes y es el pico de un pájaro que canta, eso es el barco y en él luchan la luz contra la sombra, al mediodía, la inteligencia contra la ignorancia, al mediodía, el amor contra el odio, al mediodía, la verdad contra el engaño, al mediodía. Y estas islas que navegan de norte a sur, de oeste a este, tienen que deshacerlo todo, decirlo todo, oírlo todo, hacerlo todo, solas como los niños que juegan en un parque, que estudian en un aula, que se asoman al surco y ven un grano alzarse a los espacios todos. Estas islas fieles y verdaderas. Y en ellas desde siempre y para siempre están los héroes juntos; la mujer que combate y amamanta, que ordena con sus manos la casa y sale al campo, a la ciudad y canta nanas para las armas y las máquinas, y su nombre es antiguo y ahora nace, y acompaña a los hombres que luchan y trabajan y cuida con su voz y su mirada a los hijos que aprenden. ¡Oh Dios, que sean así, sencillas y de memoria fiel a sus amores! ¡Oh Dios, limpia los cielos de hurañas tempestades y pon en nuestras obras de la tierra tu voluntad mejor, tu sabia mano! Orilé Orilé Orilerilerilé Orilé Orilé Orilerilerilá La voz del alma. La voz de los sentidos. La voz antigua de la tierra y los cielos; en coro. Están todos reunidos, en coro, sus voces son altas y profundas. Las voces de los muertos cantando. Vasto es el paisaje de sus voces. La voz del agua madre arrullando sus hijos; la voz del árbol madre cobijando sus hijos; la voz lila del tiempo por los aires cantando. Ellos son una voz. Una voz triste, alegre, próxima, lejana. Voz de los caracoles, las raíces, la llovizna y el viento; de la luz que madura los frutos, las semillas. La voz niña y antigua de las islas develando las cosas, nombrándolas, formando el mundo, el ser.

Voz que despierta al alba, como las aves, como los manantiales. Activa la mañana, febril el mediodía, la tarde presurosa, la noche de reverente y cariñoso sueño, cantando, develan nuestro rostro, el país que nos nombra. Rostro y nombre que esperaron en un rumor de frondas y de alas durante cuatro siglos. ¡Oh, todo lo que amamos es aromoso y canta. Nuestro amor es sonoro y flota por los aires! Patria, permítenos mirarte, cara a cara; hablarte cara a cara; andar por tus caminos saludando los árboles, los pájaros, el agua, las semillas. Haznos como ellos, que están en ti y son contigo un cuerpo. Orilé Orile Orilerilerilé... Y danos por cabeza la cima de los montes; por cabellos, las raíces, las ramas de tus bosques; por pecho y vientre, tus sabanas; por pies, tus ríos, y por manos, tus puertos. Déjanos ser en ti y para ti. Tu palabra es amor, tu palabra es justicia, tu palabra es verdad y en ella somos un solo ser y un cuerpo verdadero. Y sé para nosotros protección y guía. Corrobóranos en tus obras, en el día de tu natividad. Déjanos ahora en ti y para siempre. ¿Pero cómo mirarte, ahora, que navegamos en tu dulce vientre? ¿Cómo hablarte, si hemos de cantarte? ¿Cómo seguir cada uno de tus pasos, si andas veloz, mostrándonos un paisaje que tu sola mirada transfigura? Oh, todo lo que amamos es sonoro y tiene alas. Donde hubo sequedad, será la fuente; el espinoso monte será monte de arbolado ligero de hoja acuosa, palos de firme corazón, delicados, robustos, o pastos de forraje para el manso ganado, o vergel de inmemoriales siemprevivas, de perennes y lilas nomeolvides, eso serán las dunas, el roquedal desierto. Montes de dagames que fecundan a las mujeres que a su lado pasan; de atejes, cuya savia borra las cicatrices; de caguairanes, que no conocen palo que los iguale en fuerza; quiebrahachas purísimos de sangre; júcaros que vencen la cólera del rayo; almácigos, espantabrujos, médicos de los niños; jaguas, manantiales que calman la sed de los monteros; güiras cimarronas, güiros criollos, que atraen a los desamorados y cuyos frutos ahuyentan la tristeza; yaguamas que conservan la vida, estancan la sangre; yagrumas, guardas del monte, que transmiten los mensajes siniestros de la muerte; jagüeyes, maridos de las ceibas; copeyes, dueños del lugar donde nacen, litigiadores que nunca pierden un pleito; cedros de Oggún, Osain y Ochosi, que hacen temblar la tierra cuando suena su música; framboyanes que arden y crepitan y queman a los salteadores nocturnos y a las brujas nazis; les prenden fuego por la cola y, fuiquitín, fuiquitán, las convierten en un bólido de azufre que se ahoga en el mar. Y millones de ceibas. La casa principal, La Reseda, todas las casas juntas del batey y en ellas están los seres encarnados y desen-carnados. La ceiba es la raíz y el tronco familiar, el pan de cada día y la lumbre. La cobija, el asiento, la mesa. La ceiba es la virtud, mas la palma es la estrella, el resplandor lunar, la corona, el incienso. La palma es el orgullo de la raza y la ceiba su trono. Las dos caminan de este a oeste juntas. Siguen las rutas del país y le acompañan. Ambas son una. Reinas. Y con ellas sus

vasallos, el jiquí, el cedrón, la yaya, el pino santo, la higuera de la lluvia, la baría, el piñón, el algarrobo, el caimito, el mango, la papaya, la ayúa y la caoba, que es un palo señor. Todo el monte creciendo, multiplicado y prodigioso. El Monte. Orilé Orilé Orilerilerilá Y Lila dijo: —En el séptimo mes del año del centenario del nacimiento del Apóstol, su voz volverá a ustedes. Estén atentos porque ese día los oídos serán despiertos y aquel que no esté alerta, no le oirá. Y el día está escrito en el libro de las islas, su hora y el número de elegidos, que es a la inversa el número del día en que nació el Poeta, y el que tenga oídos, oiga. Y tres años después, pasado ese día, el monte abrirá su seno y recogerá en él a los que hayan oído la voz del Fundador, para cumplir sus palabras, y el número de ellos es el número de las perlas que forman las puertas de la ciudad, y el número de las constelaciones que recorren el Sol en el espacio de un año, el número apostólico. Los caídos, los que entregaron su aliento a la tierra, serán el basamento y los pilares de la ciudad; sus verdaderos y únicos fundadores. Ellos estarán a sus puertas y la primera estará cuidada por Abel, que es el comienzo de toda nueva vida, y la última por Leba, que es su consumación. Y todos sus nombres estarán escritos en las calles y en las fachadas de las casas de Sabanas y Sabanas estará en ellos. Y en el año en que se cumplan los años de la vida del Hombre, que es el número a la inversa del año en que murió el Maestro, bajarán del monte y el número apostólico será multiplicado y solo los múltiplos de ese número habitarán el vientre del gran pez que es una nave que es Sabanas. Mientras tanto los temerosos e incrédulos, los homicidas, los idólatras, los mentirosos y los hipócritas serán arrojados del vientre del navío. Saltarán de proa a la mar. Y el mar no devolverá sus despojos. Y dijo Lila: —Cuando todas estas cosas se hallen cumplidas, les daré un rostro y el don de la palabra. Hagan que el rostro se conserve limpio para que en su frente resplandezca la estrella, que es la Luz de Yara. Y mirarán el monte que se esparce por toda la embarcación y la palabra saldrá del corazón y llegará a todos los confines de este mundo. Cuiden bien la palabra, porque mi palabra es de acero, hiere. Desenmascara y desnuda. Mi palabra es afilada y cercena donde una mano o un pie pudren el cuerpo. Y dijo Lila: —Y el número de los héroes que coronan el monte ha de ser exactamente igual al número de templos que iluminen al hombre. Y en ellos sólo tendrán lugar las ideas y las obras del Mártir. Y su nombre en nuestra lengua es el nombre del Hombre y antes de que se cumpla el día del centenario de su muerte, Sabanas será edificada. Y dijo Lila:

—He aquí que él está sentado sobre un caballo blanco y es llamado Fiel y Verdadero y juzga con justicia y pelea. ¿Pero cómo alabarte, madre, esposa, hija del mar, sirena de las aguas? ¿Pero cómo cantarte? Porque tú eres la parturienta y su criatura. Eres el árbol y su fruto. Eres el río y su cauce. Eso eres. Canto y gemido. Canto y silencio... Eres esto y eres también lo otro. Sin embargo, hubiésemos querido decir cuánto es hermoso y eterno y verdadero. Su rostro y su palabra. Aún no es nuestra la voz que dicta el canto. Y ellos están en todas partes, con sus zapatos y sus camisas nuevas, sus blusas y sus cintas, sus sonrisas, su ilusión por estrenar, su fiesta. Ellos que son. Nosotros que seremos en este tiempo y en el otro, cuando cantar no sea un entusiasmo, el grito de aquel que ve la luz primera, la transparencia del rocío en la yerba. Aquel que oye cantar el gallo... y se despierta. Aquí no ha muerto nadie. Nuestros muertos vigilan y pelean. En el aula, en el campo, en las fábricas, los hospitales, allí están ellos con su rostro y su nombre verdaderos. Sus acciones corresponden a las necesidades del día y de la noche. Aquí se saludan y abrazan y andan juntos el vaquero del Cauto y el minero de Matahambre; el médico de Ci enfuegos que se gradúa en el monte y atiende a los vecinos de Las Mercedes, a los niños que trabajan y crean, estudian y crecen en Minas del Frío; el ingeniero de San Juan y Martínez que construye una represa, un puente, un acueducto en Tunas y Amarillas y Guane; y el mecánico, el cocinero, el albañil de Unión de Reyes, de Santa Isabel de las Lajas y Santa Cruz del Sur, iguales y diversos, juntos. Exaltados, rudos, disciplinados y corteses. La muchacha de Güira de Melena y el anciano de Rodas, que vinieron a ver las obras de un astillero, de un taller, de una comunidad que se levanta y crece, y ambos, mirándose a los ojos, hablan de las cosechas, del plante del café, la recogida de cítricos y frutos menores. La muchacha le explica cómo la necesidad impuso el uso de un material para la construcción, hasta entonces desechado, ignorado. Y están hablando, hablando, hablando, mientras sus manos se adiestran en las labores. Y todo este nuevo país que navega por los mares del mundo con sus negros negros y sus blancos blancos y mulatos y jabaos y albinos; todos estos viejos indios, cobrizos, inocentes, ilusionados, pródigos, esperanzados, perplejos ante una aurora boreal, ante un sol de aterradora blancura, surcando el mar, los mares, buscando aquí, encontrando allá, abarcándolo todo: la agricultura y el manejo de las armas, la medicina y la educación en las bellas artes, las matemáticas y los fertilizantes, la mecánica y la política; todo este mar de cosas revueltas que se funde al grito de un pájaro marino, a la canción de un pájaro del monte, que sube a los cielos grises y bajos, a los cielos altos, azules, infinitos, que baja a las cocinas y a los portales y se mezcla a las conversaciones, al aroma de los jazmines, al estallido floral de las acacias y los framboyanes, las buganvillas y piscualas que rondan las abejas, los cocuyos, las mariposas y las hadas buenas de la tarde. Y todos somos niños, indiferentes al tiempo, a las edades de la tierra, de los astros, porque no somos otros que los mismos, los de siempre, los niños que pelean y se amigan, que lloran y cantan, que juegan y se aburren; los niños

que sueñan con la playa y el bosque, el jardín de las hormigas andariegas y el acechante sapo. Creemos en las brujas y en los ángeles, en los magos que transforman pañuelos en palomas y naipes en conejos y nuestras flores se llaman Artemisa y Manguito, Jatibonico y Flamenco de San Pedro, Bayamo y Alquízar, Esmeralda y Palmira, Los Palacios y San Luis, San Antonio y Maisí. No vamos a morir. Aquí no muere nadie. Los muertos andan vivos en las casas y las escuelas, vivos como la siempreviva y el nomeolvides fieles, en un verano eterno, de enero a enero, de junio a junio, blancos de rosas blancas para el amigo y para el enemigo, y unos están a nuestra derecha y los otros están a nuestra izquierda y no tenemos miedo a la noche de huracanados vientos ni al día de cegadora luz. Nosotros no tememos, porque nos vamos a Sabanas juntos y Sabanas nos espera con Abel a su puerta. Y Lila dijo: —Por el momento les ha dado un rostro y el don de la palabra. Ahora que son, despierten a los que duermen en otras latitudes, porque mi palabra es amor, mi palabra es justicia, mi palabra es verdad y en ella son un ser y un cuerpo verdaderos. Orilé Orilé Orilerilerilé Orilé Orilé Orilerilerilá Y es una Isla, una Isla y otras vez Isla, Islas, óiganlo bien, porque no es, ni será jamás otra cosa, sino una islita que es muchas islas, y no crea nadie, no lo crea, que está anclada en el mar de los caribes y en el Golfo, no lo crea nadie. Ella anda y anda y anda por los mares, por los mares del mundo. Y es de noche y los que viajan, los que van a Sabanas, no temen a la sorpresa de una noche huracanada, animal, salvaje. Los que van a Sabanas están ahora, en este momento, ahora para siempre, construyendo una imagen dolorosa y feliz de la ciudad. Sabanas es de oro y es también de barro, es de agua y roca, óiganlo bien. La sala encendida. El tiempo ahora no pasa. El tiempo es hoy, ayer; es hoy, mañana, y en La Reseda cantan las glorias pasadas de un Bayamo presente. Y es el sinsonte. Rey de los terrenos desmontados, de las maniguas bravas y sabanas, lanzando al aire sus canciones, ya fuertes, ya expresivas, imitando el canto de otras aves. El sinsonte luchando contra el mundo de alas oscuras que quisiera ofenderlo. No permite el sinsonte que se acerque a su casa quien no sea su amigo. La Reseda encendida y las hermanas cantan a la mañana en que por las sendas de Mayarí los hombres se fueron a la manigua, seguidos por sus mujeres. La Reseda y ellas cantan al rubí, a las franjas blancas y azules y a la única estrella. Y canta el ruiseñor y la sialia, el cabrero, el canario, el tomeguín, el mayito, la tojosa, el negrito, el zorzal real y la viudita y con ellos cantan las bijiritas: anaranjadas, candelitas, sylvias marítimas, sylvias mitratas, gorginegras, mariposas galanas, las dominicas y las coronatas, las peregrinas, las maculosas y las striatas, las caeruleas, las hermosas, las señoritas del monte, del manglar, del río, las amarillas y las atigradas. Y ella, pájaro, arado, caimán, Isla del Golfo, del mar de los caribes, sale

todas las noches, después de medianoche y recorre los mares, el mundo, el mundo de los mares, ella solita, como un barco, como un barco solo con sus lanchitas de salvamento encima, a sus lados. Así salen estas islas que es una ISLA y otra vez ISLAS, ISLAS, ISLAS, y por la madrugada, nada cansada, ni fatigada, ni extenuada, ni muerta de ninguna de esas cosas, ella amanece en su lugar, y hace todas las noches lo mismo. Y óiganlo bien los que se han quedado en el barco y los que están afuera, óiganlo, óiganlo todos, que ella va para Sabanas y es Sabanas. Y óiganlo bien los perros y los disolutos y los homicidas y los idólatras y cualquiera que ama y hace mentira y entiéndase bien a quién se dirigen estas palabras, porque los humildes, los generosos, los firmes de voluntad y corazón, los que trabajan y cantan, luchan y cantan, aprenden y cantan cantando, cantando, cantando por toda la trocha desde Dos Ríos al Cacahual, cantando... llegarán a Sabanas. Y si alguno se atreviera a añadir o quitar una tilde de este libro, la Isla quitará su parte del libro de la vida y... Mientras tanto... Alejandro escribe, escribe, escribe: Y es el portal abriéndose a la súbita noche de los jardines, de la calle; abriéndose a las conversaciones, al saludo fugaz de los que pasan, a los gritos de los niños que se despiden...

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