ACERCA DEL VERBO BRINCAR, DE UNA PANTERA CON ALAS Y OTROS CASOS: PROBLEMAS EN LA EDICIÓN DE TEXTOS PICARESCOS

ACERCA DEL VERBO BRINCAR, DE UNA PANTERA CON ALAS Y OTROS CASOS: PROBLEMAS EN LA EDICIÓN DE TEXTOS PICARESCOS ROSA NAVARRO DURÁN (Universidad de Barce

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ACERCA DEL VERBO BRINCAR, DE UNA PANTERA CON ALAS Y OTROS CASOS: PROBLEMAS EN LA EDICIÓN DE TEXTOS PICARESCOS ROSA NAVARRO DURÁN (Universidad de Barcelona)

A nadie se le escapa la dificultad que tiene la edición de una obra de la Edad de Oro y tampoco que lentamente, con la suma de ellas, se van logrando textos mucho más depurados. La superposición de varias generaciones de valiosos eruditos que fueron grandes trabajadores y sutiles lectores nos permiten tener a nuestro alcance textos en la forma que su creador les dio o muy cercana a ella. La madurez de la crítica textual ha contribuido a ello y a que conozcamos, al menos, las dificultades que entraña para la limpieza de un texto el que haya tenido una transmisión textual compleja, casi siempre al margen de la supervisión de su autor. Sabemos muy bien que no basta el cotejo de las ediciones, sino que tiene que ampliarse al de los textos de una misma edición. Y, sin embargo, tampoco es suficiente este minucioso trabajo porque algunas lecturas no pueden enmendarse con tal procedimiento al estar corruptas en todos los ejemplares. No hay que entronizar el texto de la princeps como perfecto porque los cajistas lo han podido deturpar como tantos casos nos lo demuestran, ni tampoco hay que estar seguros de que el seguimiento minucioso de la transmisión textual permite ver esas deturpaciones y subsanarlas. El ope codicum es esencial, pero no hay que olvidar que sin ope ingenii, sin la labor inteligente del editor cuidadoso, no se pueden solucionar una serie de lecturas incorrectas, y, lo que es más grave, algunas ni tan siquiera llegan a detectarse. El sentido común suele Edad de Oro, XXVIII (2009), págs. 255-274

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ser un buen norte en este camino: lo que no se entiende tendría que subrayarse y convertirse en objeto de larga reflexión para el editor, y no resolverlo de las dos formas que solemos: con el silencio o, lo que es peor, con una nota aclaratoria que fuerza el significado de las palabras para darle al pasaje el sentido del que carece. Casi siempre la mejor ayuda, en esas situaciones, la ofrecen textos contemporáneos al editado. Voy a exponer una serie de casos que me han salido al encuentro en mi labor de editora de novelas picarescas porque, viendo lo que sucede en cada uno de ellos, se podrá observar la dificultad que he mencionado y a la vez comprobar la importancia que tienen las lecturas de textos contemporáneos para detectar las incongruencias. 1. LECTURAS

INCORRECTAS EN EL TEXTO DE

LA VIDA DE LAZARILLO

DE

TORMES

Aunque el Lazarillo no sea una obra picaresca porque Lázaro, el pobre, víctima de miembros viciosos de la iglesia, no es un pícaro, sí es el modelo que siguen las novelas picarescas y, por tanto, lo incluyo en un epígrafe que habla de ellas; por otra parte, es donde siempre se le espera hallar, dada la condición de indeleble que tienen las etiquetas literarias. La muchas veces repetida lectura minuciosa del texto del Lazarillo (lo he editado dos veces) me ha llevado a ver algún error de lectura o de interpretación, pero no me había permitido detectar una clarísima errata que sólo he advertido editando otro texto: la Tragicomedia de Lisandro y Roselia. El pasaje tenía otro problema y este había ocultado el primero; y de ninguna ayuda son para resolverla las ediciones de 1554 porque las cuatro coinciden en la mala lectura. 1.1. «El cual yo brincaba y ayudar a calentar» Lázaro habla de su hermanito negro sólo para desembocar en el relato de la anécdota (que Alfonso de Valdés toma de Francisco López de Villalobos1, el médico judío del Emperador) del miedo del niño a su padre negro por no haberse visto a sí mismo. Pero antes, traza una pincelada emotiva; voy a tomar el pasaje casi desde el comienzo: Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien porque siempre traía pan, pedazos de carne y, en el invierno, leños, a que nos calentábamos. F. Lázaro Carreter ya señaló la relación entre los dos textos aunque le dio un origen popular al cuentecillo: «Lazarillo de Tormes» en la picaresca, Barcelona: Ariel, 1972, págs. 108-9. 1

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De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo…2

El trazo emotivo al que me refería está en la oración de relativo «el cual yo brincaba y ayudaba a calentar». Ya el editor que expurgó el Lazarillo, Juan López de Velasco, vio que el término «calentar» no tenía sentido y lo cambió por «acallar». Era muy posible que el cajista que compuso la primera edición, desaparecida, se hubiera equivocado al elegir los tipos (o al leer el texto) por tener tan cerca la palabra «calentábamos». En las ediciones de Medina del Campo, Alcalá de Henares y Amberes, hay grafías diferentes para la misma palabra en los dos lugares: figura en las tres «calentábamos» y, en cambio, «callentar»; sin embargo, en Burgos, las dos veces la palabra se escribe con ele: «calentábamos» y «calentar». José Caso González ya anotó el término diciendo: «Obsérvese que esta variante mejora mucho el texto, tanto que, más que corrección, parece la original, ya que el brincar a los niños, o mecerles rítmicamente en los brazos o acunarles, es cosa que se hace para que callen, y no para calentarles, por lo que parece que todos los demás textos están equivocados»3. Tanto Alberto Blecua como Francisco Rico, en sus ediciones, mantienen «calentar»; Rico remite a Covarrubias que dice: «Calentar en la cama… ‘arroparse’»; y aclara el término anterior «brincar» remitiendo a la misma obra: «Las madres, para regalar a sus niños tiernos, suelen ponerlos sobre sus rodillas y levantarlos en alto, y esto llaman brincarlos (Covarrubias)»4. Aldo Ruffinatto acepta la lectura de López de Velasco y edita «el qual yo brincava y ayudava a acallar», que considera «lección auténtica», descartando como facilior la lección «calentar»5. En la biografía de santo Tomás de Aquino de las glosas de Hernán Núñez a las Trescientas de Mena, se lee: «...y que auía de amar mucho aquella cosa con que se suelen halagar a los niños quando lloran, significando que sería dado a los libros y a la sciencia porque, quando los niños lloran, suelen los acallar con algunos papeles o cartas o cosas semejantes»6. Como el relato Alfonso de Valdés, La vida de Lazarillo de Tormes, en Novela picaresca, I, ed. R. Navarro Durán, Madrid: Biblioteca Castro, 2004, pág. 6. En esta edición ya figura «acallar» en vez de «calentar». 3 La vida de Lazarillo de Tormes, ed. crítica, prólogo y notas de J. Caso González, Madrid: Anejo XVII del Boletín de la Real Academia Española, 1967, pág. 64. 4 La vida de Lazarillo de Tormes, ed. A. Blecua, Madrid: Castalia, 1979, pág. 93. Lazarillo de Tormes, ed. F. Rico, Madrid: Cátedra, 1987, pág. 17. 5 La vida de Lazarillo de Tormes, ed. A. Ruffinatto, Madrid: Castalia, 2001, pág. 113. Véase su argumentación en Aldo Ruffinatto, Las dos caras del «Lazarillo», Madrid: Castalia, 2000. 6 Hernan Núñez de Toledo, Las CCC del famosíssimo poeta Juan de Mena con glosa, Sevilla: Joannes Pegnizer de Nurenberga y Magno y Thomas, compañeros alemanes, 1499, fol. LXXX. 2

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deja huellas en el texto del Lazarillo, como he demostrado7, podría muy bien servir de referencia para el uso de acallar del pasaje. Pero, junto a esta lectura incorrecta, hay otra que ha pasado desapercibida a todos los editores o, mejor dicho, que les ha obligado a forzar el sentido de la palabra para que se amoldara al contexto: «brincaba». Mientras Caso le daba el significado que debería tener en el texto, pero que no tiene («o mecerles rítmicamente en los brazos o acunarles»), Rico acudía, como he dicho, a la explicación que añadió Covarrubias como acepción al término y que íbamos a seguir otros editores. Milagros Rodríguez anota así brincar: «‘dar saltos’; al adoptar aquí una función transitiva, significa que cogía en brazos al niño y lo impulsaba hacia arriba»8, y en mi edición anotada decía: «brincaba: lo levantaba en alto»9. Fue la lectura de un texto muy cercano al Lazarillo la que me permitió darme cuenta del error y de que todos estábamos «obligando» a una palabra a tener un sentido que no tenía, porque le estábamos dando el significado de la que debería estar en su lugar. En 1542, en Salamanca, en las prensas de Juan de Junta se imprime la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, de Sancho de Muñón, una espléndida e interesantísima imitación de La Celestina. Oligides, el criado de Lisandro que va a ser intermediario de sus amores, le cuenta cómo conoce a la familia de Roselia y puede, por tanto, entrar en su casa y hablar a la bella joven, de quien su señor se ha enamorado locamente: OLIGIDES. Señor, yo, cuando pequeño, fui paje de su padre que en gloria sea, y su madre quiéreme mucho; y por este amor y conocimiento, entro allá y salgo y hablo con Roselia, trayéndole a la memoria que, cuando era niña, yo la brizaba, y con el trebejo la acallaba, y con otras cosas de niñez con que los niños en aquella edad se suelen regocijar. Mira, pues, señor, si te puedo servir, y si hay lugar de cumplir lo prometido, que un día que otro, yo la tomaré sola aparte y le diré de ti por el mejor estilo que sepa10.

No hace falta decir que al instante me di cuenta del error del pasaje del Lazarillo, porque Oligides hacía con la niña Roselia lo mismo que Lázaro con su hermanito: brizarlo —y no brincarlo— para que se callara, claro está. ¿Qué significa brizar? Es lo mismo que brezar o mecer. Covarrubias en la palabra 7 Véase Rosa Navarro Durán, Alfonso de Valdés, autor del «Lazarillo de Tormes», Madrid: Gredos, 2004 (2ª ed.), págs. 217-27. 8 Alfonso de Valdés, La vida de Lazarillo de Tormes, introd. de R. Navarro Durán, ed. y notas de M. Rodríguez Cáceres, Barcelona: Octaedro, 2006 (2ª ed.), pág. 163. 9 Alfonso de Valdés, La vida de Lazarillo de Tormes, ed. R. Navarro Durán, Cuenca: Alfonsípolis, 2006 (2ª ed.), pág.76. 10 Sancho de Muñón, Tragicomedia de Lisandro y Roselia, ed. R. Navarro Durán, Madrid: Cátedra, en prensa.

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brizo, que define como «la cuna en que mecen al niño para que se duerma», dice: «brizar el niño, mecerle. Lo más cierto es ser vocablo francés, berceau, el brizo, latine incunabula; berzer, el brizar o mecer el niño. Puede ser griego, del nombre brephos, infans, y de allí brezo infantis cubile». El Diccionario de autoridades define así el término: «brizar: mecer y mover blandamente de uno a otro lado la cuna para que los niños de pecho se duerman. Fórmase del nombre brizo, que significa ‘cuna’». El error de componer «brincava» en vez de «briçava», que es lo que debía de figurar en el texto manuscrito, es muy fácil de imaginar. El cajista no vio la cedilla de la ce e interpretó que le faltaba la tilde a la i. La escena cambia por completo al poner la palabra adecuada. Ya no «vemos» a Lázaro haciendo brincar al niño para que se calentara, procedimiento violento y poco eficaz, por otra parte; sino a Lázaro meciendo al niñito para que no llorara. El pasaje ha recobrado su ternura porque se le ha quitado ese borrón lleno de violencia que le había dado la mala transmisión impresa del texto, aunque los editores nos habíamos ya esforzado en darle sentido, aunque fuera añadiendo una acepción a una palabra. El autor de la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, Sancho de Muñón, era de Salamanca, y Alfonso de Valdés conocía muy bien la ciudad, como atestigua el texto del Lazarillo, porque posiblemente hubiera estudiado en su Universidad. Curiosamente se conserva una carta de Miguel de Unamuno a Ramón Menéndez Pidal, de 17 de diciembre de 1903, en donde le comenta el uso vivo de tal palabra: «Ayer supe al oír a mi criada brezar por acunar o mecer la cuna, que el Diccionario de la Academia da como anticuado, es corriente en toda esta provincia»11. 1.2. La «jerigonza» del ciego Como es bien sabido, Lázaro comienza su aprendizaje vital con su amo el ciego; y la primera lección «práctica» que recibe es indicio de la crueldad del personaje. La burla que le hace aquel al niño, aprovechando su simpleza, su inocencia, y que culmina con la calabazada en el toro de piedra, se cierra con su primera advertencia: «Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo». Y Lázaro advierte que, en efecto, le conviene «avivar el ojo y avisar». Cuenta luego cómo empiezan su camino y añade: «en muy pocos días me mostró jerigonza»12. Siempre se anota el término siguiendo la definición de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana: «lenguaje que usan los ciegos con que enten11 12

Epistolario inédito, ed. L. Robles, Madrid: Espasa-Calpe, 1991, I, pág. 144. Alfonso de Valdés, La vida de Lazarillo de Tormes, ed. cit., pág. 8.

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derse entre sí». Pero Lázaro nunca dice nada en esa supuesta jerga ni tampoco la usa el ciego en las palabras que reproduce el pregonero; por otra parte, no le hubiera servido de gran cosa al mozo saberla (caso de haber existido), porque Lázaro no es ciego ni convive más con ellos. De nuevo comprobamos que Covarrubias ha leído muy bien el Lazarillo, pero también que, cuando alguna palabra no encaja en ese texto, él le da la definición adecuada para que sí lo haga, o, mejor dicho, define algunas palabras a partir del significado que adquieren en el contexto del pasaje del Lazarillo donde están. El peligro no está en los errores de Covarrubias (bien conocidos además en sus peculiares etimologías), que estaba iniciando una labor; sino en sacralizar sus definiciones como fieles testimonios del uso en su tiempo de las palabras, sin tener en cuenta que puede equivocarse, como así sucede. Otro texto, Bocados de oro, nos da la clave para ver que estamos dando un sentido erróneo al vocablo «jerigonza». Es un libro sapiencial, traducción del que compuso en árabe, en 1048-49, Abu l-Wafa al-Mubashshir ibn Fatik recogiendo Máximas selectas y los dichos mejores, como reza su título. La versión castellana se la supone escrita hacia la mitad del siglo XIII; fue impresa por primera vez en Sevilla en 1495; luego en 1510 en Toledo (que es la edición que cito), y por último en Valladolid en 1527. En el capítulo XI, entre «los dichos y castigamientos de Sócrates, el filósofo», leemos: «El ánima es girigonza que no ha prescio; e el que no la conosce sírvese della en lo que le no conviene; e el que la conosce no se sirve della sino en lo que le conviene»13. Evidentemente no encaja con el texto el significado de jerga de ciegos ni tampoco «el dialecto de gitanos, ladrones y rufianes para no ser entendidos», como dice el Diccionario de Autoridades, ni el de galimatías ininteligible o «todo aquello que está oscuro y dificultoso de percebir o entender», acudiendo a la misma fuente. Es otro diccionario el que nos llevará a la lectura correcta, el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas y José Antonio Pascual; en él se nos señala la coincidencia de la palabra que significa «lenguaje incomprensible» o «lenguaje de malhechores» con el nombre de una piedra preciosa, jacinto o jargonça, que ya aparece en el Lapidario de Alfonso el Sabio, en 1250. Don Juan Manuel la menciona en el Libro del caballero y del escudero: «las [piedras] preçiosas son así commo carbúnculos et rubís et diamantes et esmeraldas [...] et girgonzas et estopazas et aliofares...»14; y Enrique de Villena en el Arte cisoria: «...guarnidas sus manos de sortijas que tengan piedras o engastaduras valientes contra ponçoña e ayre infecto, así como rubí e diamante 13 14

105.

Bocados de oro, Toledo: sucesor de Pedro Hagembach, 1510, fol. XVI. Don Juan Manuel, Obras completas, I, ed. J. M. Blecua, Madrid: Gredos, 1981, cap. XLV, pág.

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e girgonça e esmeralda...»15. En el Calila e Dimna, también aparecen las «girgonças» en un contexto de enseñanza moral: «Ca es contado por nesçio quien pone en su cabeça el ornamiento de sus pies [et en los pies el de] la cabeça, et quien dagastona las girgonças en el plomo», y en seguida: «Et las girgonças non afruentan al que las lleva, et puédelas vender por grant aver»16. Esa piedra preciosa, la girigonza de Bocados de oro, no tiene precio para nosotros porque no sólo nos permite entender la imagen del alma como jerigonza, sino leer bien el pasaje del Lazarillo. Pude verla gracias a otro fragmento del mismo libro, uno de los dichos y castigos de Protheus, el filósofo: «Si por ti pudieres llegar al saber que llegaren los antiguos, puna en leer los libros que dexaron atesorados e no seas tal como el ciego que tiene girigonça en la mano e no vee la su fermosura». Y en seguida, insiste en ello: «Si los sabios que fueron ante que nos no nos desconociesen estos thesoros ni nos abriesen estas puertas ni nos guardassen estas carreras, fincaríamos mucho menguados, e seríamos como los ciegos que tienen el ajófar y no conoscen la su fermosura»17. No hay duda alguna del significado de «jerigonza»: piedra preciosa; ni tampoco de su sentido figurado aplicado al saber: tesoro. Volvamos ahora a lo que dice Lázaro: «y en muy pocos días me mostró jerigonza; y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía: —Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir muchos te mostraré». No dice que le «avezó» o «vezó» jerigonza, sino que le mostró, verbo que usa también con la palabra equivalente: «avisos». Lo que le muestra el ciego a Lázaro es un tesoro, una piedra preciosa, «jerigonza», en sentido figurado: le da avisos, consejos para vivir; y la cita bíblica que dice el ciego se amolda perfectamente a ello: «No tengo oro ni plata; lo que tengo, eso te doy» (Hechos de los apóstoles, 3, 6). De tal manera que concluye, y con ello cierra el pasaje: «Y fue ansí, que, después de Dios, este me dio la vida y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir». El ciego, al modo del Salmo 32 (Vulgata 31, 8: «Yo te enseñaré y te instruiré en el camino que debes seguir; / seré tu consejero y estarán mis ojos sobre ti»), a pesar de ser ciego, ilumina su camino existencial. No le enseña la supuesta jerga de ciegos (no puede ser jerga de rufianes porque el ciego no lo es), sino que le muestra un auténtico tesoro: le da consejos para vivir al ver que el niño es «de buen ingenio». Enrique de Villena, Arte cisoria, anotada por F.-B. Navarro, Barcelona, 1879, cap. III, pág. 18. Calila e Dimna, ed. J. M. Cacho Blecua y M.ª J. Lacarra, Madrid: Castalia, 1984, págs. 132 y 133. En esta obra también se relaciona el saber con el tesoro: «…sabrá ende que avrá alcançado cosa que es más provechosa que los tesoros del aver. E sería atal commo el ome que llega a hedat et falla que su padre le ha dexado gran tesoro de oro et de plata et de piedras preçiosas, por donde le escusaría de demandar ayuda et vida», págs. 90-1. 17 Bocados de oro, ed. cit., cap. XXIV, fol. XLIIv. 15 16

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El pasaje tiene de nuevo una palabra —una pieza— que se lee erróneamente, que desconcierta el conjunto perfectamente trabado; en este caso no es un error en la transmisión del texto, sino la atribución equivocada del significado de una palabra a otra homónima, que seguramente por serlo dejó de usarse. Y otra vez un pasaje semejante en otro texto ha permitido «ver» lo que quedaba totalmente enmascarado. 1.3. Una adición innecesaria Lázaro cuenta la vida de sus ocho o diez primeros días con su tercer amo el escudero: este iba a presumir por las calles, y el muchacho pedía limosna para que los dos pudieran comer. Comenta: Contemplaba yo muchas veces mi desastre, que, escapando de los amos ruines que había tenido y buscando mejoría, viniese a topar con quien no solo no me mantuviese, mas a quien yo había de mantener18.

Todos los editores seguimos la lectura de la edición de Alcalá: «no solo no me mantuviese»; y teníamos que haber advertido lo significativo que era la coincidencia de tres ediciones —Burgos y luego Medina del Campo, las más cercanas al original, y también Amberes— en la omisión de la negación tras «no solo»: «con quien no solo me mantuviese, mas a quien yo había de mantener». Al editar el texto en el primer volumen de Novela picaresca, mantuve la enmienda a Burgos (texto en el que me basaba) siguiendo la edición de Alcalá; y ahora creo que la decisión fue errónea. De nuevo otro texto me abrió los ojos, aunque en este caso hacía el error de la enmienda: fue La ingeniosa Elena, la fallida ampliación de La hija de Celestina de Alonso Salas Barbadillo. En la novela que añade en esa segunda versión de la obra se dan dos casos de «no sólo» con valor de «no sólo no»: 1) Admirábase Jacobo, y con razón, de ver que, en tanto tiempo, no sólo hubiese su dueño pedido al rey, para su persona, alguna merced que quedando perpetua en su casa la engrandeciese y enriqueciese más, sino que antes, habiéndole hecho su príncipe muchas mercedes y favores de oficio, se había echado a sus reales pies.

Alfonso de Valdés, La vida de Lazarillo de Tormes, ed. cit., pág. 35. Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, La hija de Celestina, en Novela picaresca, Navarro Durán, Madrid: Biblioteca Castro, 2007, págs. 590-1. 18 19

III,

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2) Por cierto, tú, señor, vives entre todos los hombres nacidos felicísimo, porque en todo este ancho y generoso reino de Nápoles eres tan bienquisto que no sólo hay quien te desee algún daño, sino que, por el contrario, reinas tan dueño y señor de las voluntades de todos, que ninguno andará contigo tan escaso que no haga su vida escudo de la tuya19.

Es evidente que la construcción puede tener valor negativo, equivaldría a «sólo no hubiese», «sólo no hay». En La dama duende de Calderón aparece con el mismo valor en una de las cartas que doña Ángela, como dama duende, escribe a modo de enigma a don Manuel: «A lo que decís del amigo, persuadido a que soy dama de don Luis, os aseguro que no sólo lo soy, sino que no puedo serlo»20. Y Fausta Antonucci, editora del texto, aporta numerosos testimonios en distintas obras de Calderón; por ejemplo: «Ya / no solamente me ofendo / de tu lealtad, pero antes / en la parte la agradezco», de En la vida todo es verdad y todo mentira, II, vv. 239-24221. Hay, por tanto, que seguir la lectura de Burgos, Medina y Amberes en el citado pasaje del Lazarillo, no caer en el error en que cayó Alcalá, y, por tanto, editar: «viniese a topar con quien no solo me mantuviese, mas a quien yo había de mantener». 2. UNA

FIESTA QUE ERA SIESTA EN EL

GUZMÁN DE ALFARACHE

Francisco Rico, en «Ope codicum, ope ingenii» de El texto del «Quijote»22, habla de la errata de fiesta en vez de la correcta siesta, en las bodas de Camacho (II-XX), que aparece en la edición barcelonesa de 1617 y permaneció siglos así. Y enseguida añade otro pasaje, en el que la propia princeps es la que seguramente tiene la confusión de la efe por la ese alta: «Porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer» (I-XXXII). Dice Rico: Para los segadores el tiempo de reposo por excelencia eran las dilatadas siestas del verano, no las fiestas: porque pocas podía haber durante el corto período de la siega junto a una venta, en nuestro caso, y porque, con la prisa del cosechar, los ordinarios solían dar licencia para no guardarlas. En todas partes era asimismo costumbre, como en la venta de Palomeque, entretener 20 Pedro Calderón de la Barca, La dama duende, ed. F. Antonucci, Barcelona: Crítica, 1999, segunda jornada, después del v. 1652, pág. 75. 21 En las notas complementarias de la ed. cit. de La dama duende, pág. 229. 22 Francisco Rico, El texto del «Quijote». Preliminares a una ecdótica del siglo de oro, Valladolid: Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, Universidad de Valladolid, 2005, pág. 49.

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con «algún buen cuento» las siestas que no se dormían. Corregir el texto para que diga «se recogen aquí las siestas» es una conjetura con mejor apoyo que la de conservar la lección de la princeps.

En este caso la confusión gráfica es muy fácil, pero no lo es tanto la enmienda porque no sirve el cotejo de las ediciones, sólo es posible hacerlo ope ingenii; pero para eso hay que darse cuenta del error, y sólo una serie de lecturas minuciosas para ver si todas y cada una de las palabras están en su sitio quizá permita llegar a descubrir el error. Un caso semejante, incluso más claro gracias al contexto que desenmascara la errata, nos lo ofrece un pasaje del capítulo tercero del libro III de la primera parte del Guzmán de Alfarache: Una fiesta de los primeros días de septiembre, como a la una de la tarde, salí por la ciudad con un calor tan grande que no lo puedo encarecer, creyendo que quien me oyera pedir a tal hora pensara obligarme gran hambre, y me favorecieran con algo. Quise ver lo que a tales horas podía sacar, sólo por curiosidad. Anduve algunas calles y casas. De ninguna saqué más de malas palabras, enviándome con mal. Así llegué a una donde toqué con el palo a la puerta. No me respondieron. Batí segunda y tercera vez; tampoco. Vuelvo a llamar algo recio, por ser la casa grande. Un bellacón mozo de cocina, que debía de estar fregando, púsose a una ventana y echome por cima un gran pailón de agua hirviendo y, cuando la tuve a cuestas, dice muy de espacio: —¡Agua va! ¡Guardaos debajo! Comencé a gritar, dando voces que me habían muerto. Verdad es que me escaldaron, mas no tanto como lo acriminaba. Con aquello hice gente. Cada uno decía lo que le parecía: unos que fue mal hecho; otros que yo tenía la culpa, que si no tenía gana de dormir, que dejara los otros dormidos. Algunos me consolaron, y, entre los más piadosos, junté alguna moneda, con que me fui a enjugar y reposar.

Es evidente que no es una fiesta, sino una siesta, como cambié en mi edición de Biblioteca Castro23: el calor de la hora, la puerta cerrada, la reacción violenta ante su llamada y, por último, el reproche de no dejar dormir a la gente. Curiosamente es un error que se ha trasmitido en las ediciones modernas, pero que no figura en la de Sevilla, Juan de León, 1602 (la última revisada por Mateo Alemán): en el fol. 195v se lee «una siesta de los primeros días de 23 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, en Novela picaresca, I, ed. R. Navarro Durán, Madrid: Biblioteca Castro, 2004, pág. 274-5.

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setiembre». Tanto la edición de Valbuena Prat24, como las muy cuidadas de Francisco Rico25 y de José M.ª Micó26 ofrecen la lectura errónea, que no fue fácil de descubrir. 3. PANTERAS

ALADAS EN

LA PÍCARA JUSTINA

En todas las ediciones de La pícara Justina hay unas supuestas panteras con alas, que suprimí en la que preparé para Biblioteca Castro, donde puse la palabra parlera en vez de panthera o epanthera. Voy a justificar mi decisión. En el libro segundo, capítulo segundo, número tercero («De los beodos burlados»), aparece la palabra panthera para designar a la fiera: «Y cuando fui a mi casa, llevé tras mí gran cáfila de gente de toda broza, especialmente niños y páparos, como pantera, que con el olor de su boca arrebata tras sí los animales, absortos tras su fragancia»27. El autor —a través de la palabra de su personaje— le da a la pantera el rasgo caracterizador positivo (la atracción que ejerce sobre los animales por el olor de su boca) que se le atribuye en los Bestiarios. En el libro segundo, capítulo segundo, número primero («De la Bigornia burlada»), leemos: Dicen que cuando las alas de cualquier ave de rapiña se juntan a las del águila, con el poder y virtud de las del águila, se van pelando y consumiendo las de las otras aves, en especial las de las pantheras y las grullas. Así, ni más ni menos, viendo yo que las trazas de este avechuelo y grullo, que así se llamaba, se juntaban con las mías, tuve por cierto el apocar sus intentos y destruir sus estratagemas con mis astucias28.

Basta aplicar el sentido común para ver que no encaja la presencia de las panteras en tal contexto, donde se está hablando de una clase de aves, porque al hablar de esa propiedad de las alas del águila, dice «consumiendo la de las otras aves», y junta las grullas a esas sorprendentes —e imposibles— «panteras». 24 La novela picaresca española, estudio preliminar, selección, prólogos y notas de A. Valbuena y Prat, Madrid: Aguilar, 1956, pág. 345. 25 La novela picaresca española, ed. F. Rico, Barcelona: Planeta, 1967, pág. 372. 26 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, I, ed. J. M.ª Micó, Madrid: Cátedra, 2000, pág. 395. Y también perdura en la ed. Pablo Jauralde en La novela picaresca, Madrid: Biblioteca de Literatura Universal, 2001, pág. 318. 27 Francisco López de Úbeda (Baltasar Navarrete), Libro de entretenimiento de la pícara Justina, en Novela picaresca, III, ed. R. Navarro Durán, Madrid: Biblioteca Castro, 2007, pág. 191. 28 Ibid., pág. 171 (donde he sustituido pantheras por parleras).

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En el libro tercero, capítulo primero («De la hermana perseguida»), reaparece la palabra refiriéndose a una clase de ave, y en ese pasaje se nos da la clave para ver que no está hablando de las panteras, sino de las parleras: Es ordinario [en] gente de condición villana perseguir las personas de buen entendimiento. A este propósito, pintaron los sabios a la villanía como corneja y a la nobleza como águila; y es la causa porque el águila es tan noble de condición como libre, y la corneja tan envidiosa como villana. Es de manera que la corneja siempre anda maquinando males al águila; tanto, que cuando más no puede, se le pone frontera al águila para hacerla gestos; mas ella, como reina, no estima por afrenta lo que hace una ave vil, vasalla suya, que es tan para poco, que, aun muerta, el águila puede comer y de hecho con sus alas come las suyas y las de la epantera29.

El texto tiene un doble error por la incomprensión del cajista: debe decir «come las suyas, las de la parlera», con la supresión de la conjunción coordinada. Las alas del águila no se comen a sí mismas como parece decir el texto; se deshace la ambigüedad precisando que ese posesivo «suyas» se refiere a las de la parlera antes mencionada, es decir, a las de la corneja parlera, porque este adjetivo se le aplica muy a menudo. La enemistad entre águilas y cornejas la glosa Justina nada más empezar su relato; hablando de Perlícaro, dice: ...que aun el águila, según vemos, muestra su realeza y condicionaza hidalga en estar muy paciente y serena cuando la corneja se pone, papo a papo, a partir peras con ella, y aun a hacer de ella burla con visajes y ademanes, sin que esto gaste un adarme de su paciencia30.

En el texto de La pícara Justina aparece «parlera», aplicado, por ejemplo, a las mujeres (o a las niñas de los ojos, en juego verbal); así en el número segundo («Del melindre a la mancha») de la introducción general: Pero débome de engañar; sin duda fue que aquel bendito que me dio la saya había sido fraile novicio y, al dármela, no me habló por no quebrar silencio, si ya no es que las niñas de sus ojos —como niñas, en fin, parleras— me parlaron un montón de cosicas31.

29 30 31

Ibid., pág. 392 (con la corrección de «suyas y las de la epantera» por «suyas, las de la parlera». Ibid., pág. 60 (lib. primero, cap. 1º, núm. I). Ibid., pág. 40.

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Todo ello se entiende mejor si se va a la fuente de la enemistad entre los animales que seguramente habría manejado Baltasar Navarrete: la Silva de varia lección de Pedro Mejía. En la silva II, cap. XXXIX, se dice: «Assí como el águila, que assí como en la vida vence y sobrepuja a las otras aves, assí mismo también sus plumas, aunque ella sea muerta, gastan y comen qualesquiera otras plumas que con ellas se pongan»32. Y en seguida, en el capítulo siguiente: «El águila [...] por influencia del sol tiene otra admirable propriedad de ser muy temida y señora de las otras aves y tener la vista de más fuerça que otra ninguna y que sus plumas gasten y coman a qualesquiera otras que con ellas se junten»33. En la silva tercera, cap. IV, precisa Mejía el ave: «El águila tiene enemistad con el ánsar; tanto que, si ponen una pluma del águila entre muchas de ánsar, las destruye y come todas de polilla»34. Es evidente que las plumas del águila consumen las plumas de otras aves; la pantera no lo es y no tiene plumas, y además, por ser una fiera vista con agrado, no puede pasar a condición de víctima del águila, que es de otro orden animal. Mejía habla de las plumas del «ánsar» apolilladas por las del águila; Navarrete de las de la corneja, de la parlera. Mejía nos da aún otro dato en el último capítulo citado: cómo el pellejo de la pantera se destruye si está cerca del de una fiera vil, la hiena; y curiosamente luego habla de la enemistad de la corneja y la lechuza: «La panthera teme tanto a la hiena, que se dize que se dexa matar sin deffenderse della; y, si el pellejo de la panthera se cuelga cabe el de la hiena, se pela y destruye. La enemistad de la corneja con la lechuza es tanta, que dize Aristótiles que se hurtan los huevos la una a la otra»35. El sentido común indicaba que la palabra «panthera» o «epanthera» era un error; y gracias a una obra leída por el escritor, la Silva de varia lección, se puede llegar al término oculto por la equivocación del cajista. A veces, como ya indiqué al hablar de la palabra fiesta en el Guzmán, la confusión no tiene lugar al imprimirse el texto por primera vez, sino en la edición moderna, y no es siempre fácil verla. Así sucede con una fantasmal «Nise», que aparece una única vez en el texto de La pícara Justina: «Nise, mamolo en la leche»36; el texto de la primera edición dice claramente «mi fe», expresión que se repite en la obra: «Mi fe, pensamos que nos durara mucho el ser mandonas, Pedro Mexía, Silva de varia lección, I, ed. A. Castro, Madrid: Cátedra, 1989, pág. 804. Ibid., pág. 809. 34 Pedro Mexía, op. cit., II, 1990, pág. 34. 35 Ibid., págs. 36-7. 36 La pícara Justina, I, ed. A. Rey Hazas, Madrid: Editora Nacional, 1977, lib. I, cap. segundo, núm. segundo, pág. 183. Libro de entretenimiento de la pícara Justina, en La novela picaresca, ed. P. Jauralde, Madrid: Biblioteca de Literatura Universal, 2001, pág. 1077. 32 33

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y con esto, todo lo que se lloraba era de acarreo»37. Una mala lectura de un editor moderno puede fácilmente perpetuarse al pasar desapercibida; sólo se puede detectar si se mantiene la atención en la lectura minuciosa, cosa no fácil en obras densísimas y no del todo logradas como ese relato de Navarrete. Con razón decía Cervantes en El viaje del Parnaso del autor de La pícara Justina: «Haldeando venía y trasudando / el autor de La pícara Justina, / capellán del contrario bando»38; y además casi sin querer asociamos ese «haldear» de las faldas del capellán con el más famoso haldear de nuestra literatura: el de Celestina, caminando deprisa por la calle. Conocía bien Navarrete lo que llevaba entre manos la alcahueta. 4. UN

REVELADOR ACENTO

La pícara Justina parece que se llama Justina Díez y siempre se ha editado así, pero en realidad su apellido no debe llevar acento y se pronuncia como un monosílabo: «Diez». Lo aseguran dos razones: los continuos juegos verbales que se hacen en el texto con él y el número diez, y además la medida de los versos en donde figura el apellido. Cobran así sentido los juegos verbales siguientes: «Pero llamáronme Justina porque yo había de mantener la justa de la picardía, y Diez, porque soy la décima esencia de todos ellos, cuanto y más la quinta» («Del abolengo alegre»). «Bien le llamaron a él Diego Diez; Diego Diez Mil le pudieran llamar, pues en sólo él había la astucia y saber que pudiera hacer famosos a diez mil, y le pudieran cantar las mozas del mesón el cantar de Carmona, que dice: “Más valéis vos, Diego Gil, que otros cien mil”» («De la vida del mesón»)39. La propia Justina dice a sus hermanos: «—¿Qué sabéis vosotros si con esto granjearé yo un casamiento con que honre a mi linaje y sea nuestro mesón casa solariega y se llame la casa de los Dieces o de los Justinos?» («De la hermana perseguida»)40. Son además frecuentes expresiones suyas, o de otros personajes, como «pardiez», «vive diez», «juro a diez», que añaden matices al juego nominal del sobrenombre escogido. El mejor testimonio de tal acentuación nos la dan los poemas, en los que se menciona al padre de Justina: «Diego Dïez desafió / a romance y a latín / a la muerte; ella venció. / Y al Diego Diez le metió / en un medio celemín» («De la muerte de los mesoneros»). Y si cabía la duda con el verso primero, la disipa Francisco López de Úbeda (Baltasar Navarrete), op. cit., lib. I, cap. III, núm. III, pág. 121. Miguel de Cervantes, Viaje del Parnaso, ed. V. Gaos, Madrid: Castalia, 1974, págs. 155-6; cap. VII, vv. 220-2. 39 Francisco López de Úbeda (Baltasar Navarrete), op. cit., págs. 78 y 101. 40 Ibid., pág. 390. 37 38

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la redondilla glosada: «Que a Diego Diez, mesonero, / le acabe un medio, es muy justo» («De la muerte de los mesoneros»). Y confirma la lectura otro verso de la octava de consonantes hinchados: «La gran Justina Diez, que con gran pompa»41. 5. LAS

PALABRAS INVENTADAS Y SU LÓGICA

En el texto de La pícara Justina («Del fisgón medroso»), se juega con el nombre «Perlícaro»: Llámase Perlícaro, a contemplación de una su doña Almirez, que, por el gran concepto que concibió de sus buenas partes, le llamó Perlícaro, dándole nombre de perla por su hermosura y el de Ícaro por la alteza de su redoma[da] sabiondez. Mejor me parece a mí que fuera denominarle Perpícaro, de que en ser murmurador de ventaja era perro ladrador (que el perro símbolo fue de la murmuración por el ladrar, como de la lisonja por el lamer), y en el trato era pícaro, y de uno y otro se venía a hacer la quimera de un Perpícaro. Mas pase, que esto de dar nombres jacarandinos es pintar como querer42.

En el texto figura siempre Perlícaro, que mantienen todos los editores; pero no tiene sentido el juego verbal, el cambio que sugiere la Pícara, si no se modifica la palabra; y como ella lo justifica hablando del perro como «símbolo de la murmuración» y por el trato de pícaro, nos señala el camino para llegar a la palabra nuevamente creada: Perpícaro. No es la única palabra que inventa Justina (o Navarrete por su boca); y tal vez tenga otra invención una nueva errata, pero no la corrijo porque no provoca confusión alguna y podría pecar de exceso de celo. Es el término ciliebra, que quizá debería ser cilebra: No digo yo saya, pero, a poder de miel ceotera, entraremos en tantas mudas, que mudemos el pellejo como la culebra o ciliebra, que así la llaman unas benditas de mi barrio, que llaman a las zapatillas, daifas; [...] al culantro, cilantro; a las turmas del carnero, hígado blanco, y usan otros nombres a este tono43.

41 42 43

Ibid., págs. 109, 115 y 185. Ibid., pág. 54 (lib. primero, cap. 1º, núm. I). Ibid., pág. 43.

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Lo lógico es que si esas damas llaman cilantro al culantro (amparándose en una posibilidad de pronunciación de esta voz, que les permitía evitar decir cul), la palabra culebra pase a ser cilebra; pero, como más adelante se les llama a ellas ciliantristas44 en lugar del esperable cilantristas (de cilantro), no me he atrevido a modificarlo. Esas damas —de las que se burla Justina— no hacen más que poner en práctica una de las enseñanzas del Galateo español: Deve también el discreto gentilhombre procurar que sus palabras sean castas y honestas y biensonantes; quiero dezir, que tengan buen sonido, buena voz y buena significación, porque hay algunas palabras que lo son en el significado, y no en el sonido, como quando dizen: «fuese reculando atrás» por dezir: «fuese retrayendo»45.

6. TRES LECTURAS DUDOSAS

EN

LA VIDA DEL BUSCÓN

a) ceja/caja En el magnífico pasaje de la olla con tocino del dómine Cabra, en donde se mezcla exhibición de hidalguía y avaricia, hay una palabra que varía según las ediciones: es la curiosa ceja, que generalmente se ha visto como caja: Y prosiguió siempre en aquel modo de vivir que he contado. Sólo añadió a la comida tocino en la olla, por no sé qué que le dijeron un día de hidalguía allá fuera. Y así, tenía una ceja de hierro, toda agujerada como salvadera; abríala y metía un pedazo de tocino en ella que la llenase, y tornábala a cerrar y metíala colgando de un cordel en la olla para que la diese algún zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino.

En C figura cajeta; en S salvadera; y B coincide con E, la primera edición, en la lectura ceja. Fernando Lázaro Carreter dice: Las variantes de C y de S (salvadera) revelan que su modelo ofrecía una lectura dudosa, ceja probablemente. La coincidencia BE debería movernos a introducir ceja en el texto crítico, pero no nos decidimos a ello, faltos de apoyo lexicográfico. Proponemos, pues, la corrección caja —que aparece en M1648— con reservas46. 44 En el lib. segundo de la segunda parte, cap. 2º, núm. I, «De la del penseque»: «Y aficioneme más a su cántaro que a otro por ser el más enjaguado, o enaguado, como dicen las ciliantristas», pág. 224. 45 Lucas Gracián Dantisco, Galateo español, ed. M. Morreale, Madrid: CSIC, 1968, pág. 167. 46 Francisco de Quevedo, La vida del Buscón llamado don Pablos, ed. crítica de F. Lázaro Carreter, Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1980, pág. 42.

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Fernando Cabo mantiene el término ceja, que no glosa; y comenta así la decisión de Lázaro Carreter: «La reserva de Lázaro obedece a que, al incluir “caja”, lectura no respaldada por ninguno de los testimonios fundamentales, en su texto crítico, transgrede uno de los criterios adoptados: “Si C, S y E brindan lecturas distintas entre sí, se prefiere la o las que coinciden con B”»47. Otros editores, como Ignacio Arellano48 y Milagros Rodríguez49, han seguido la lectura de caja; en cambio, Pablo Jauralde se inclinó por modificar la palabra en reja.50 En mis dos ediciones del texto51, he mantenido la lectura ceja de B y de la primera edición. La palabra ceja aparece en otro pasaje del texto: «Yo, que vi que de la camisa no se vía sino una ceja...», II-V. Ese fino listón permite, hecho recipiente, mantener la ironía: lo agujerea al modo de salvadera (los agujeros tienen que ser, por tanto, muy pequeños), y mete «un pedazo de tocino en ella que la llenase». Llenar tal recipiente exige muy poco tocino; si no, sería un verbo impropio para el dómine Cabra; y la palabra caja que eligen algunos editores hablaría de una excesiva generosidad del avaro, cosa impensable. La «ceja» es un listón; dos textos de principios del siglo XVII dan testimonio de ese significado: García de Llanos, en Diccionario y maneras de hablar que se usan en las minas (1609): «Cuando esto se va haciendo, se descubre en el suelo de la puruña, por la parte más adentro de ella, una ceja plateada o lista que es el azogue y plata». Y en la Tercera parte de la Historia de la orden de San Jerónimo (1605) de fray José Sigüenza: «y un albañir, para que ponga la piedra en el sepulcro o cexa del altar, donde se han de poner las reliquias»52. Diego de Sagredo usa la palabra con tal acepción de forma habitual en Medidas del romano, el primer libro de arquitectura epañol: «Pero la moldura de la cabeça, que propriamente se dize ceja de la coluna [...] La formación de la ceja, si quier moldura alta, harás assí»53. En este caso, pues, la palabra que estaba en el manuscrito B —base de las ediciones actuales— y en la primera edición es la que ofrece una lectura adecuada 47

pág. 232.

Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, ed. F. Cabo Aseguinolaza, Barcelona: Crítica, 1993,

48 Francisco de Quevedo, Historia de la vida del Buscón, ed. I. Arellano, Madrid: Espasa-Calpe, Austral, 1992, pág. 79. 49 Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, ed. M. Rodríguez, Barcelona: Octaedro, 2001, pág. 89. 50 Francisco de Quevedo, El Buscón, ed. P. Jauralde, Madrid: Castalia, 1990, pág. 98. Y dice en nota: «Las copias leen “cajeta” (C), “salvadera” (S) y “ceja” (E). Lázaro propone la enmienda (de la ed. de 1648) “caja”. Parece mucho más sencillo leer como yo lo hago». 51 Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, en Novela picaresca, II, ed. R. Navarro Durán, Madrid: Biblioteca Castro, 2005, pág. 16. Y Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, ed. R. Navarro Durán, Barcelona: Edebé, 2008, pág. 82. 52 Real Academia Española: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. http://www.rae.es, 25/7/2008. 53 Diego de Sagredo, Medidas del romano, Toledo: Remón de Petras, 1526; ed. facsímil, Valencia: Albatros Ediciones, 1976, fols. 13r-v.

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para el pasaje; lo que sucede es que la acepción utilizada no es la más frecuente hoy (aunque sigue viva, como recoge el Diccionario de la RAE). b) alcotín/alcofín En el capítulo II del libro III, ya ingresado en el colegio buscón, Pablos sale en compañía de don Toribio a su tarea por las calles madrileñas. Cuenta: «Pasamos adelante y, en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de alcotín y agua ardiente de una picarona, que nos lo dio de gracia después de dar el bienvenido a mi adestrador», y poco después añade: «En esto estábamos, y dio un reloj las doce; y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el alcotín, y tenía hambre como si tal no hubiera comido»54. En el primer caso, en S y en la primera edición aparece, en vez de alcotín, la palabra letuario (especie de mermelada que sirve a veces como purga), y en el segundo, letuario sólo está en la edición. La palabra alcotín no está documentada en texto alguno; la cambio en alcofín, otra forma de cofín, cesta donde se ponen higos, dátiles o pasas, que aparece en la misma obra: «vi una confitería y en ella un cofín de pasas sobre el tablero»55. El Diccionario de autoridades recoge la palabra alcofa y la define como «lo mismo que espuerta», es decir, «cofín» o «cofina» o «cofino»: «género de cesto, espuerta o canasto hecho de esparto, miembres o madera». Si existía alcofa con el artículo árabe (como precisa Autoridades) y cofa, término que usa Jerónimo de Pasamonte56, es lógico que también se utilizara alcofín con el mismo sentido que cofín. Así tiene sentido lo que dice el texto: Pablos come dos tajadas de fruta confitada (tal vez diacitrón al modo de Calisto en La Celestina), que están en el cofín que tiene la picarona, acompañando al agua ardiente que les ofrece, de tal forma que a las doce le parece que no ha comido nada, como es normal. c) escarbar/escarrar Enseguida, en el mismo pasaje del alcotín/alcofín, los dos buscones adoptan la actitud del disimulo: Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies. Sacó unas migajas de pan que traía para el efecto siempre en una cajuela, y derramóselas por 54 Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, en Novela picaresca, II, ed. cit., págs. 82-3, donde aún editaba alcotín; en la ed. de Edebé, lo modifiqué en alcofín. 55 Ibid., pág. 34. 56 Real Academia Española: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. http://www.rae.es, 29/7/2008.

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la barba y vestido, de suerte que parecía haber comido. Ya yo iba tosiendo y escarrando por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era porque no tenía más de diez cuentas. Todos los que me vían me juzgaban por comido y, si fuera de piojos, no erraran57.

Los tres manuscritos dicen: «ya yo iba tosiendo y escarbando por disimular mi flaqueza», y esta lectura ha dado lugar a convertir el pasaje en una doble imitación de la actitud del escudero del Lazarillo: «Y por lo que toca a su negra que dicen honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los que nada entre sí tenían»58. Como anota Cabo Aseguinolaza el término escarbando: «hurgando en la dentadura con un palillo o mondadientes. Es uno de los motivos más célebres en torno a los hidalgos empobrecidos, aunque sean falsos o chanflones»59. Pero no tiene sentido en este contexto el término «escarbando», porque no parece que sea compatible el toser con el escarbar los dientes, ni tampoco que esa acción, que es pura exhibición de haber comido, se una a la tos «para disimular» la flaqueza de Pablos. El propio texto del Buscón nos da la solución y permite restaurar la palabra que escribiría Quevedo; no hay más que leer un fragmento del martirio alcalaíno que sufre el criado por nuevo y sin dinero: «Comenzaron a escarrar y tocar al arma, y, en las toses y abrir y cerrar de las bocas, vi que se me aparejaban gargajos»60. En B se lee el correcto escarrar, mientras en C y la primera edición también dicen escarbar, lectura que siguen Lázaro Carreter y Jauralde. En S figura «comenzáronse a descarar», claro error. Cabo acepta la lectura de B y le da la acepción de «esgarrar». Corominas y Pascual registran en su Diccionario crítico etimológico la voz desgarrar (con variante esgarrar) en el sentido «arrancar flema, escupir». Y, en efecto, en el ms. I. 28 de la Biblioteca de El Escorial, sobre Fiebres, se dice: «por eso la natura ayúntase e empuja fuera aquella materia de aquellos lugares do está con tose e con escarreamiento [...] Mas a las veces se acontece que, en el comienzo de la enfermedad, el enfermo escarra alguna escopetina», fol. 63v61. Escarrar o escupir se une siempre a toser; y es, por tanto, la palabra escarrar la que conviene a los dos pasajes.

Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, en Novela picaresca, II, ed. cit., pág. 83. Alfonso de Valdés, op. cit., pág. 36. 59 Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, ed. F. Cabo Aseguinolaza, pág. 161. 60 Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, en Novela picaresca, II, ed. cit. pág. 26. 61 Real Academia Española: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. http://www.rae.es, 16/11/2004. 57 58

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En la jornada XV de los Coloquios de Palatino y Pinciano de Juan de Arce de Otálora, dice Pinciano: «Y en dando el reloj la primera badajada, comienzan a levantarse y escupir y toser y sonarse»62. Ese «escupir» es el «escarrar» del texto de Quevedo. Al corregir esa errata, no queda más remedio que borrar la asociación con el gesto del escudero del Lazarillo porque Pablos no se escarba los dientes. El escudero sí se sacude migajas, pero no lo hace tampoco con la finalidad «teatral» del caballero chanflón: «mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien menudas, que en los pechos se le habían quedado» (sucede tras acabar con fieros bocados el trozo de pan que le ha dado Lázaro)63. No estaba, pues, Quevedo imitando el Lazarillo en este pasaje concreto. 7. FINAL Editar un texto es una tarea paciente, laboriosa, que exige grandes dosis de sentido común para descubrir la pieza que no encaja, la palabra que no tiene sentido. A menudo otros textos contemporáneos de la obra editada pueden iluminar el camino que lleva a la palabra correcta, o a veces el propio texto tiene otro pasaje que permite entender lo sucedido en el estragado y así enmendar el error. Es, por supuesto, muy importante el cotejo de manuscritos, de ediciones, pero a veces no lleva a advertir ni a solucionar, por tanto, algunos errores del texto. De alguna forma tal conclusión lleva a subrayar lo esencial que es la labor del editor, que debe aplicar toda su atención e inteligencia para ver dónde chirría el texto y por qué.

62 Juan de Arce Otálora, Coloquios de Palatino y Pinciano, II, ed. J. L. Ocasar, Madrid: Biblioteca Castro, 1995, pág. 1214. 63 Alfonso de Valdés, op. cit., pág. 30.

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