Adolescencia y otras cuentas pendientes. Luis Vicente de Aguinaga

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Primera edición: 2011 Edición: Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

© Luis Vicente de Aguinaga

D.R. © 2011 de la presente edición Dirección General de Publicaciones Av. Paseo de la Reforma 175 Cuauhtémoc, C.P. 06500 México, D.F. Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad de la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el trata­miento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Dirección General de Publicaciones. ISBN xxxxxxxxImpreso y hecho en México

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a Matías

a Lucas

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Almuerzo en la hierba

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Adolescencia

Je parle à mes amis lointains dont l’image trouble Derrière un rideau de vacarme de cataractes M’est chère comme un espoir inaccessible Sous la cloche d’un scaphandrier Simplement dans la solitude d’une clairière

César Moro

E

l sol, traste de bordes oxidados, gira, si la mañana está de humor, a setenta y ocho revoluciones   por minuto. Tiene grabada una canción por lado con trompetas de Händel —irrisorias— y guitarras endebles de hace un siglo. Alguna vez fue un dios, como todas las cosas y las fuerzas, pero no hay dios que valga en cierta edad ni redención posible a los catorce,   quince años. Y este sol yo lo miro en esos tiempos, y lo puedo mirar porque no arde.

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Siempre adoramos dioses obsoletos. El dios que veneramos lo amamos ya vencido, con fracturas de tibia y peroné o diademas horribles de princesa ultrajada. El futbolista de la foto,    Jürgen Klinsmann, hace diez años que se corta el pelo y en otros diez no tendrá pelo. Bajo el colchón, revistas calcinadas: esas damas de antaño suman hoy, cuando menos, cuarenta primaveras y el doble de visitas al quirófano. No parece mentira que pasen veinte o veinticinco años: parece la más fiel de las verdades, verdad como el azúcar en un postre o el polvo en las persianas de la sala... Con estas moralejas hay fábulas por miles, por milenios: más azúcar, más polvo, más años y mayor la urgencia de cantarlo sin dicha y con falsete, mejor —de ser posible— con traje azul marino y versos escandidos con metrónomo. El que suscribe, triste de reír sin más alternativa, se declara insoluble por veinticuatro pulsaciones   como mínimo, 12

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por lo que duren estos folios —lado A, lado B— de vejez achacosa y prematura, sin otro fin que ahorrar lo suficiente y reponer el gajo que faltaba en la epopeya, la oratoria    patriótica y demás aficiones del héroe jubilado. Siempre amamos —lo dicho— al dios cuando se aleja.

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Coto de caza

Descubrí corazones en el follaje de la higuera, desigual en el verde, negro definitivo a la distancia. Dos o tres eran pájaros que se abrieron de golpe, como frutos, y agitaron las ramas al erguirse dando voces de alarma o de victoria. Los demás palpitaban sin angustia, sin despecho, sin ira ni más alteración que la del viento. No hizo falta grabarlos en el tronco ni teñir sus latidos con el pigmento de la savia: ya estaban engastados en la sombra, ya el volumen del aire los alzaba, invisibles, contra el resto del mundo. El tiempo no les importaba. Nunca me hubieran presentido —aromas, nervios, músculos de noche— de no ser por tu sueño, que se fue deslavando, y nuestras iniciales al margen de la estampa.

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A destiempo

En pocas horas las hormigas y el sol cruzan el parque.    Naranjas, trinos, canciones de muchachas: luz de verano.    El niño. El pan. Y nunca una paloma, sino cuarenta.    Pausas de agosto: la estatua y el mendigo duermen la siesta.   

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La fecha exacta: golondrinas en fuga, moscas violetas.    Las mismas nubes que cierran horizontes abren paraguas.    Grietas del cielo: asoma, en la tormenta, un sol arisco.    Uvas, racimos: hay, en las telarañas, gotas de lluvia.    Larga es la sombra de tu brazo apoyado sobre la hierba.   

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Calle tras calle, a oscuras, al final está la casa.    Frágil penumbra del corredor... Al fondo, una ventana.    De noche, a solas, ¿reconoces, de pronto, mi voz, tu nombre?    Tiempo en espera: tras la noche, otra noche aguarda un día.

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Vista del cielo

La mesa. Nadie. Unos granos de sal. Unas migajas. La casa. Nadie. La sombra del guayabo da la hora. El cielo. Nadie. Ni la sal. Ni la sombra. Ni la hora.

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El fondo

Llega, como el aire al intacto corazón de los árboles, hasta el bosque de anémonas la luz del sol. Un pez de acero y vértebras notorias puebla esa luz y la refleja. Impalpables partículas de claridad se asientan, resisten y se obstinan y se adhieren a la sombra en el fondo de las aguas.

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Saint-Denys Garneau

Cuando fui como un árbol, cualquier árbol, fui como deben ser todos los árboles. Cuando fui como un hacha no intenté ser la espada ni el cuchillo. Siempre vi mi reverso en el espejo y mi revés, mi ausencia, fue mi propia mitad, que no me hallaba porque yo me ocultaba en medias voces. No es que renuncie a dar: es que no tengo ni una estrella siquiera para el día ni un alma para hundirla río abajo. Nunca llames a nadie con mi nombre. La prisa de los olmos por caer antes del próximo verano me concierne apenas. Yo mismo soy la hoja de otoño y el barro en que se posa.

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Otra vez con lo mismo

Coincido, con alguna objeción, en que la vida se va en un parpadeo. Los años vuelan y pasan las generaciones y uno lo admite porque sí, con la mirada fija en ese tránsito. El tiempo —nos han dicho— no sabe más que irse, pero también está frente a nosotros como un caballo a media carretera. Mejor no preguntarse por qué, siendo tan breve un año, tan milimétrica la escala de la noche y el día, ciertos lunes parecen infinitos, interminables las mañanas de los martes y robustos los miércoles en horas de oficina. Todo en el tiempo es obvio, como es obvio que hay tiempo después del tiempo, detrás, antes y abajo y es trivial, y es fugaz, y mide nuestra muerte.

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Dos canciones

No me importa mi amor; me importa el tuyo. Panes de ayer, alfombras desteñidas, un ajedrez al que le faltan peones y miércoles que hubieran sido viernes erosionan el mío, que no respira por su cuenta ni sabe deletrear sus pobres apellidos. El tuyo, en cambio, apacigua los motores, ordena la sombra en el verano, convence a las moscas de alejarse y añade ventanas a los muros. Esquiva el pez la red contigo, y junio las tormentas, y se alargan las noches de silencio y huele a caravanas de romero y azufre, de algodón y petróleo, y a sudor de animales no advertidos cruzando una ciudad como la nuestra: dispareja, tenaz en la fealdad, hierba y cemento como dos canciones cantadas al unísono. No me importa mi amor, que apenas es la red y apenas la tormenta —grandes voces 22

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temibles, aunque inofensivas—; me importa el peón faltante, y es que al mirar su ausencia en el tablero cabe ignorar al rey, las torres y el resto de las piezas.

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3, Abbey Road

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Get back

Ocho días por semana los Beatles me cantan en directo, porque tengo un hijo que tiene cuatro hijos: Ringo y George, John y Paul, formados en parejas de un vivo y un difunto, un mirlo y un pandero, un Bentley negro y un agujero en el bolsillo. Ninguno tiene 64 años: dos nunca los cumplieron, dos ya los rebasaron desde cuándo.              Y los cuatro, aunque pudieran repartirse de a dos los ocho días de la semana, prefieren desafiar la lluvia y el enero de Londres en azoteas incomprensibles gritándonos a todos que volvamos.

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El pez de Piscis

a George Harrison (1943-2001)

This Song

E

sta canción, esta escritura inmersa, no la estoy escribiendo ni cantando: la estoy hundiendo, a ciegas, en tablillas que apenas la contienen como un hueco.

Devil’s Radio Mejor así, en persona. De ser esto un espejo, me reconozco en paz conmigo mismo. Así estoy, de verdad, mucho mejor. Incluso me parezco a ese muchacho que nunca sé cómo se llama pero que baila tangos, prepara codornices y gana en los programas de concurso viajes, millones y romances. Mejor así: notablemente más apuesto, más atlético y alto que yo mismo en retratos de familia, 28

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más hábil con los dedos, más alegre, observador preciso, voraz conversador y, en especial, asiduo radioescucha del Diablo en su tertulia vespertina.

Simply Shady A media luz —o a media noche, si no es que a medio trago de cerveza— pude tocar la palabra bottleneck y escuchar dos acordes unidos por el centro como piezas de imán que no se repudiaran.

Pisces Fish ¿Ves el reflejo del humo de las fábricas en el estanque? Bajo el signo del pez el agua se respira.

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There is no such thing as a corny poem

Añorar no es mi verbo favorito —la ñ me incomoda como un prócer—­ pero es verdad que añoro, añoro el arcoíris, el caer de la tarde sobre un prado, las tarjetas con letras como gárgolas, el pastel de merengue y corazones, el trémolo vocal de quien obsequia serenatas armado de listones, chalecos, cascabeles. Por lo menos quisiera mencionar una vez el corazón. Hay palabras que tengo acumuladas como viejas monedas, episodios de una memoria inconfesable o una verruga de dar pena. Cielo, vida, lucero... Si esto fuera una foto definitivamente nadie me reconocería.

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El octavo día

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Empate

Murieron los capitanes de ambos bandos. Los generales, por su parte, huyeron al intuir un desenlace de catástrofe arcaica. Los últimos en caer lo hicieron sin heroísmo y sin angustia, rozados apenas por un aire que sólo de silbar envenenaba. Ningún superviviente —que los hubo— reclamó la victoria ni exigió más fama que la del mutilado, la del paria, la del viudo. Hoy, en los límites de la ciudad sitiada, ya ni siquiera rondan buitres, aunque sí un ruiseñor silente a mediodía, pardo y gris en la tarde, impar, solitario, ignorante de que vive.

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Curso elemental de toponimia

Esta ciudad, si se llamara Desde Cuándo, estaría inhabitada. Si constara en los mapas como Acaso. Si los antiguos volvieran a fundarla —con varas de ceniza, coágulos de polvo— y la nombraran sólo Por Ahora. Sin mirar —siquiera de reojo— los anuncios, por túneles de sombra, por carreteras curvas como engranes, el vecino se iría del vecindario, el agua, de la fuente, de la noche los ojos encendidos, del nombre cada sílaba, del tiempo cada pausa, si esta ciudad, llamada Como Siempre, se llamara también de otra manera.

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Una mañana en el zoológico

con Teresa y Matías

A

suntos de cosmética:              el jaguar, encaramado en una jacaranda, no es amarillo y negro sino violeta y verde.    Nada es más negro que una viuda negra. Su picadura, sin embargo, sólo es mortal para cinco por ciento de las víctimas.           A diferencia de la mamba negra: no sobrevive ninguna de sus víctimas, pero su escama es cuando mucho de un gris descolorido.    En el parque de rehenes ilustres los ratones, los pájaros vulgares, las cucarachas y las moscas andan libres. 35

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Romance de frontera

Tengo que decidirme, tras un almuerzo de conejo, entre dos tardes enemigas: una de zorros, otra de lechugas apenas mordisqueadas en los bordes. La ballena y el témpano, expertos en la sal, merodean por las olas al ritmo de la siesta. En los jardines callejeros llueve, al anochecer, polvo de pájaros. Van quedándose mudos los relojes del puerto. Sólo yo he visto la primera estrella. Puedo volver al monte o empezar, en tinieblas, a buscarte a la orilla de un mar que huele a sueño.

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Just for the record

Nunca he debido preguntarme cómo —en la práctica— llegaron los astronautas a la luna, las vueltas a la tuerca, Dios al octavo día. Siempre mis dudas fueron otras. Comenzando por hoy en la mañana, siempre —que significa casi siempre— me han urgido cuestiones de otra índole, como qué da sosiego a los imanes, por qué nos duele que se rompa un vaso, cuándo la noche se hace madrugada, qué hay tan incómodo en los tres pies del gato, cuándo la madrugada también es la mañana, cómo —en la práctica— llegaron los pájaros al pico, la serpiente al veneno, el oro a la moneda fraccionaria, las fortunas al índice de Forbes y otras dudas acaso menos tontas pero que, por pudor, mejor se olvidan. 37

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Correspondencia privada

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Respuestas al cuestionario Proust

Ya no hay chapulines en los prados ni luciérnagas en la noche, pero ante la puerta de mi casa, todos los días, amanece un Valiant ‘75 de un rojo inverosímil. Cubierto de rocío, pare­ ce un pez radiante que hubiera saltado fuera del agua sin dar explicaciones. Después transcurre la mañana y al mediodía ya está irreconocible, como empañado de vulgaridad, sumergido en partículas nefastas y microscópicas. ¿Debo resignarme a que nadie me lo pregunte nunca? Mi color favorito, al menos en los primeros minutos del día, coincide peligrosamente con el rojo de un coche desconti­ nuado y anguloso, comparable a un rinoceronte de laca  obli­ gado a vivir entre insectos ordinarios. El rojo, se diría, de unos calcetines infantiles que, al llegar a la edad adulta, sólo nos fuera permitido mirar, no poseer. Proust inventó el famoso cuestionario tan sólo para respon­ derlo a su antojo. Es fácil observar que a nadie le importaba un comino preguntarle cuál era su pintor favorito ni cuál su aroma predilecto. Pero él, desde su remota convalecencia, quería dejar bien claro que unos viejos envases de mermelada campestre le importaban más que todos los motores de combustión interna, más que todos los átomos a punto de fisión, más que todos los termómetros, telescopios y teléfonos juntos.

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Diente de león

Soplas, y la flor se deshace. Y al deshacerse la flor toma forma un deseo. De acuerdo, pero ¿el diente de león es verdaderamente una flor? De ser así, todo deseo cumplido es una flor deshecha. Que se llamara colmillo de león, o incluso melena o cabeza de león, sería más razonable. Aceptar que un león tenga dientes ya es de por sí un exceso, casi tanto como dar por buena la risa de la hiena o estrechar, literalmente, una manita de gato. Las fieras no son capaces de soplar, pero si yo fuera un león y pudiera formular un deseo, buscaría un diente de león y le rogaría que no todo lo sólido se desvaneciera en el aire. No, cuando menos, mis colmillos. Hay padres que atesoran la primera carta de sus hijos al Niño Dios, a los Reyes Magos. Yo mismo guardé por mucho tiempo una carta —no sé si la primera— que hice para Santa Clos. Debo tenerla por ahí. Le pedía un juguete “de personitas”, cosa que no debería conmover ni enternecer a nadie, ya que las personitas en cuestión eran en realidad una marca registrada que ahora se conoce con el mismo nombre, pero en inglés. Me pregunto si aquélla fue la primera vez que acerté a pe­ dir un deseo. Al próximo diente de león quiero proponerle un trato: a cambio de no soplarle, a cambio de no deshacerlo, voy a pedirle que me diga qué fue de mis anheladas personitas, porque yo no consigo recordarlo.

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La corbata

En el zoológico hay siempre un chimpancé, una pantera, un par de cebras, incluso pingüinos y osos pandas, pero nunca una mísera corbata. La razón es evidente, aunque irracional a primera vista: corbatas van, corbatas vienen, lisas, rayadas o de fantasía, pero ninguna es verdaderamente inofensiva. Tener una en cautiverio es arriesgarse a condescender, a negociar con ella: en cuestión de semanas la corbata lograría que se le asignara una camisa, y luego un saco a juego, y en pocos meses ya contaría con una garganta y unos hombros a su entera disposición. A todo el mundo le sorprende y simpatiza enterarse de que Nerval se paseaba con un crustáceo —si langosta o cangrejo, las versiones varían— atado al cabo de un listón, pero informa Benjamin que hacia 1840 la moda era dejarse ver por galerías y bulevares de París en compañía de una tortuga. Y es que no había entonces, como no hay ahora, mayor lujo que la lentitud. Nerval, dicho de otro modo, no estaba innovando gran cosa: la verdadera transgresión hubiera sido que la mascota lo siguiera trotando, con paso deportivo, atada no a un cordón, sino a cualquiera de las corbatas de su dueño. Volvamos al zoológico. Es de notarse que nadie lo recorre de gala ni en andrajos. Importa que los visitantes, no dema­

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siado “bien vestidos” ni francamente harapientos, profesen votos de no pactar con la corbata de antemano, pero también de no provocarla ni desafiarla, siempre con tal de no suscitar la reacción solidaria del resto de las fieras.

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Política de segunda mano

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Dónde buscarme

N

o, por desdicha, en Ur de los Caldeos, ruina de adobes inmolados en la sombra lunar de un tiempo infértil. No buscarme tampoco entre las víctimas del pasado, el presente y el futuro, aunque argumentos no me falten y hasta me sobren quejas y reproches. Eso, mejor: sencillamente no buscarme. Mucho menos debajo de la cama o atrás de las cortinas: no estoy en contra de ocultarme, pero me sé proclive al estornudo y mis pies los descubren incluso los radares más ineptos. En los jueves hay algo que no haría sospechar la existencia de los viernes. Recorre la semana; búscame ahí, en ese doblez indemostrable, y piensa que lo mejor será, quizás, no encontrar nada. Encontrar algo en Ur, en Menfis, en Cartago puede acarrear pequeñas maldiciones. Mi ciudad, a su modo, ya está en ruinas. 47

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Luis Cardoza y Aragón

Traigo los ojos en las manos para dejarlos bajo un punto, a espaldas de una coma, detrás de las axilas de una erre, con el pretexto de una diéresis, cuando nadie me vea: los ojos puestos donde irá la bala, la bala en donde nadie la recuerde, los párpados de par en par, y el borde de la ceja izquierda en otras cantidades: un ojo abierto en cada puño cerrado, como el tuétano en el hueso, que tal vez no haga ruido pero en él van inscritas, con todo, estas palabras como de tablas de una ley antigua o mingitorio público: si fuera verdadera la verdad ya lo sabríamos.

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De la nada

Apareces, te asomas de la nada, y el sol, tras la tormenta, parece respaldarte como un cómplice. Yo pienso de inmediato en otros tiempos: recuerdo con ternura la mirada inicial de aquel otoño y desempolvo aromas, paisajes, ocurrencias y charlas animadas —dijera el novelista. Hoy, lo que son las cosas, paso a tu lado sin mirarte, cuidándome, ya que no el corazón, sí —no me culpes— la bolsa del dinero.

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Rome, sweet Rome

Ciudad de muchas puertas, alta de abiertos sepulcros despoblados…

Rubén Bonifaz Nuño

El ruibarbo

L

    as hojas del ruibarbo, Léntulo, son medicinales; las raíces, en cambio, venenosas. Mastica un par de hojas, Léntulo,    cuando leas mis poemas:    enfermarás de ira. Devora luego las raíces: mis palabras difieren de las tuyas    como el cuerpo de un joven    difiere de una momia.

En vano    Amo, pero es en vano: Livia se acaba de largar    en medio de la noche. 50

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   Odio, pero es lo mismo: la inmunda prosa de Cornelio    apesta hoy más que nunca.

De plagiarios Lucilio: para no tomarte la molestia de comprenderlo, tachas a Nevio de plagiario. Y apenas dos horas más tarde Pomponio y Floro, tus alumnos, repiten, ágiles, tus juicios,    fulminan con tu rayo,    señalan con tu índice, maestros, como tú, en el arte de no tomarse la molestia.

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Neverland

Hay una Cenicienta por cada zapatilla. Por cada Blanca Nieves, un enano para cada tarea de la semana. No hay lobo más feroz que Pulgarcito ni rizos tan dorados como el sapo los peina, seguro de su encanto. La magia del frijol está en ser tres frijoles: el primero en un cofre, silencioso, uno más bajo tierra, germinando, y los tres en el plato, servida la merienda.

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Lectura de la prensa

cfr. José-Miguel Ullán, “Ficciones”

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N

ovedades del hombre.            Hoy, 30 de mayo de 2008, por no decir en este mismo instante, ha sido descubierta una tribu de quince individuos en el Amazonas.                    Hasta la fecha ninguno de los quince, afirma El País.com, había mantenido contacto alguno con el ser humano.

2 Sic:    “no han mantenido ningún contacto con el ser humano”.

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3 “Jorge Espinosa, futbolista del Platense hondureño,            murió a causa de un puñetazo en la sien que le propinó su compañero Tomás Meléndez. Ambos discutieron porque el agresor no quiso prestarle un bolígrafo tras firmar el contrato” (idem, 2 de agosto de 2003).

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Tempo largo

El último orgullo de la gallina desplumada es parecer un cisne, por como se alarga el cuello con la muerte.

Ramón Gómez de la Serna

Facturas. Cuestionarios. Corredores. Todo se alarga con la muerte. La gravedad y la corbata. La digestión del último bocado. La mala fama y el sermón del padre. La paciencia y las uñas. Todo se alarga y se demora y se dijera escrito con lápices muy blandos o a punto de romperse. La vocal inaudible y suspendida. La rendija de un paso entre dos piernas. La espera del siguiente parpadeo.

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La pelea del siglo

Oye, no te molestes, calavera. Conmigo no te apures. Yo te alcanzo en un rato, sin trampas ni acarreos. Nada más dame chance de aprender un idioma, de guisar un arroz al menos admisible, de pagarme un seguro y cobrarlo en moneda fraccionaria para insultarte de otro modo, con palabras mal dichas y frases macarrónicas, con sintaxis de idiota o de turista, para engordar delante de tu hambre, para soñar —fracciones de segundo— que te compro y te mancho y te soborno.

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Índice

Almuerzo en la hierba Adolescencia  11 Coto de caza   14 A destiempo  15 Vista del cielo   18 El fondo  19 Saint-Denys Garneau  20 Otra vez con lo mismo   21 Dos canciones  22 3, Abbey Road Get back  27 El pez de Piscis   28 There is no such thing as a corny poem   30 El octavo día Empate  33 Curso elemental de toponimia   34 Una mañana en el zoológico   35 Romance de frontera   36 Just for the record   37

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Correspondencia privada Respuestas al cuestionario Proust   41 Diente de león   42 La corbata  43 Política de segunda mano Dónde buscarme  47 Luis Cardoza y Aragón   48 De la nada   49 Rome, sweet Rome   50 Neverland  52 Lectura de la prensa   53 Tempo largo  55 La pelea del siglo   56

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Adolescencia y otras cuentas pendientes

con un tiraje de 1 000 ejemplares, se terminó de imprimir en el mes de julio de 2011, en los talleres de Impresora y Encuadernadora Progreso, S.A. de C.V., (iepsa), San Lorenzo núm. 244, col. Paraje San Juan, Iztapalapa, D.F. El cuidado de edición estuvo a cargo de la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

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